“¿Por qué no detenernos a hablar de los sentimientos y de la sexualidad en el matrimonio?”, se pregunta el papa Francisco en la exhortación ‘Amoris Laetitia’ (n. 142)
La cuestión ha inquietado a antropólogos e historiadores desde que Roland Barthes denunció la postergación de los sentimientos en la Historia: “¿Quién hará la historia de las lágrimas? ¿En qué sociedades, en qué tiempos se ha llorado?”
Recientes investigaciones han revelado la influencia del cristianismo en la emotividad occidental. Su historia, olvidada y laberíntica, debe rescatarse.
Pocas frases han tenido mayor repercusión que la exhortación de san Pablo a los Filipenses “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Jesús” (Fl 2, 5). ¿Cabe un análisis histórico de esta singular propuesta? Hace setenta años, Lucien Febvre se refería a la historia de los sentimientos como a “esa gran muda”, y décadas después Roland Barthes se preguntaba: “¿Quién hará la historia de las lágrimas? ¿En qué sociedades, en qué tiempos se ha llorado? ¿Desde cuándo los hombres (y no las mujeres) ya no lloran? ¿Por qué la “sensibilidad” en cierto momento se ha vuelto ‘sensiblería’?”.
Tras el giro cultural experimentado por la historiografía en los últimos decenios, se ha abierto una nueva frontera para los investigadores que ha recibido el nombre de giro emocional (emotional turn). Aunque sus contornos son aún difusos, la historia del dolor, la risa, el temor o la pasión, permitiría conocer las raíces de nuestra sensibilidad, y advertir la huella del cristianismo en el paisaje de los sentimientos humanos. El período medieval se ha revelado, en este sentido, un lugar privilegiado para estudiar el paso de las estructuras psíquicas del mundo antiguo a las formas de la sensibilidad moderna. Para ello ha sido necesario sustituir las categorías de “infantilismo” o “desorden sentimental” adjudicadas al hombre medieval (M. Bloch y J. Huizinga), por una lectura más racional del código emocional que dio forma a los valores occidentales (D. Boquet y P. Nagy).
La historia de los sentimientos medievales parte de la “cristianización de los afectos” en las sociedades paganas de la Antigüedad Tardía. El choque no pudo ser más drástico entre el ideal estoico de la apatheia (liberación de toda pasión concebida en términos negativos) y el nuevo Dios que los cristianos definían con un sentimiento: Amor. Un amor que el Padre manifestó a los hombres entregando a su propio Hijo, Jesucristo, que no ocultó sus lágrimas, ni su ternura, ni su pasión por sus hermanos los hombres. Conscientes de ello, los intelectuales cristianos promovieron la dimensión afectiva del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, considerando que suprimir los afectos suponía “castrar al hombre” (castrare hominem), como afirma Lactancio en expresiva metáfora.
Fue San Agustín −padre de la afectividad medieval− quien mejor integró la novedad cristiana y el pensamiento clásico con su teoría del “gobierno” de las emociones: los sentimientos debían someterse al alma racional para purificar el desorden introducido por el pecado original, y distinguir los deseos que conducen a la virtud de los que llevan al vicio. Su consecuencia en la institución matrimonial fue la incorporación del deseo carnal −condenado por los ebionitas− al amor marital (Clemente de Alejandría), y la defensa del vínculo frente a las tendencias disgregadoras que lo banalizaban (adulterio, divorcio o segundas nupcias).
No se trataba de una austeridad moral más o menos admirada por los paganos. Era el camino hacia la “pureza de corazón” que llevó a vírgenes y célibes a las más altas cotas del liderazgo cristiano por el autodominio y la reorientación de la voluntad que suponía.
El nuevo equilibrio psicológico tomó forma gracias a las primeras reglas que promovían el ejercicio ascético y la práctica de la caridad en aquellas “utopías fraternales vivientes” que fueron los primeros monasterios. Clérigos y monjes se afanaron por cartografiar el proceso de conversión de las emociones, y reconstruir la estructura de la personalidad humana actuando sobre el cuerpo: éste no era un enemigo a abatir, sino un vehículo para unir a la criatura con el Creador (P. Brown).
El ideal de la virginidad, fundado en la unión con Dios, no estaba tan lejos del ideal del matrimonio cristiano asentado en la fidelidad y refractario a las prácticas divorcistas y poliándricas extendidas entre las sociedades germánicas de Occidente. Así lo revela la alianza entre los monasterios irlandeses y la aristocracia merovingia, que grababa en sus lápidas funerarias los términos carissimus (-a) o dulcissimus (-a) referidos a un marido, una esposa o un hijo; signo de la impregnación cristiana de aquellas “comunidades emocionales” que pretendían escapar a la cólera y al derecho de venganza (faide) (B. H. Rosenwein).
La mentalidad común no evolucionó tan rápidamente. Las prohibiciones eclesiásticas contra el rapto, el incesto, o lo que hoy llamaríamos “violencia doméstica”, no se asumieron hasta el siglo X.
En ningún texto, ni laico ni clerical, se emplea la palabra amor en sentido positivo. Su contenido semántico estaba lastrado por la pasión posesiva y destructora que desembocaba en los crímenes descritos por Gregorio de Tours.
Poco se sabía entonces de la extraña expresión charitas coniugalis, usada por el papa Inocencio I (411-417) para describir la ternura y amistad que caracterizaba la gracia conyugal. La dicotomía de ambos “amores” se refleja en las notas de aquel escolar del siglo XI: “amor, deseo que trata de acapararlo todo; caridad, tierna unidad” (M. Roche). Idea que reaparece en Amoris laetitia: “El amor matrimonial lleva a procurar que toda la vida emotiva se convierta en un bien para la familia y esté al servicio de la vida en común” (n. 146).
Apoyándose en el optimismo antropológico cristiano, los reformadores carolingios revindicaron la igualdad de los sexos con una insistencia casi revolucionaria, considerando la conyugalidad el único bien que Adán y Eva conservaron de su paso por el Paraíso (P. Toubert).
En este contexto emergió una nueva religiosidad laica, que invitaba a una relación menos “ritual” y más íntima con Dios, enlazando con la mejor plegaria agustiniana. Comenzó a valorarse el dolor o la compunción por los pecados cometidos, que llevaba a gestos tan ampulosos como la penitencia pública de Luis el Piadoso por el asesinato de su sobrino Bernardo (822). Aparecieron entonces las misas “de petición de lágrimas” (Pro petitione lacrimarum): lágrimas de amor de Dios que mueven el corazón del pecador y purifican sus pecados pasados.
Este sentimiento, solicitado como gracia, está en la base del don de lágrimas, considerado signo de la imitación de Cristo que lloró tres veces en las Escrituras: tras la muerte de Lázaro, ante Jerusalén y en el huerto de los Olivos. Mérito o don, virtud o gracia, habitus (“disposición habitual” según Santo Tomas de Aquino) o carisma, los hombres píos van en busca de las lágrimas que, a partir del siglo XI, se convierten en criterio de santidad (P. Nagy).
Los hallazgos psicológicos más audaces se produjeron en dos ámbitos aparentemente antitéticos. Mientras los canonistas defendían el libre intercambio de consentimiento para la validez del matrimonio, en las cortes provenzales se inventó el fin d’amors (“amor cortés”) −tantas veces adulterino− que explotaba los sentimientos de alegría, libertad o angustia, frente a los casamientos impuestos por el linaje. Clérigos y segundones de la aristocracia descubrieron entonces el amor de elección (de dilection) donde el otro es amado en su alteridad por lo que es, y no por lo que aporta al cónyuge o al clan. Un amor libre y exclusivo que facilitaba la entrega de cuerpos y almas, como expresó Andrea Capellanus y experimentaron aquellos trovadores occitanos que pasaron del amor humano al divino profesando en un monasterio (J. Leclercq).
Los nuevos descubrimientos tardaron en impregnar la institución matrimonial, plegada a los intereses políticos y económicos del linaje. Entre los siglos XI al XIV la familia extensa (parentela de distintas generaciones) fue progresivamente sustituida por la célula conyugal (los esposos con sus hijos), debido en buena parte al triunfo del matrimonio cristiano elevado ahora a sacramento. Los canonistas más audaces desarrollaron el concepto de “afecto marital” (affectio maritalis) que contemplaba la fidelidad y las obligaciones recíprocas de la unión conyugal, más allá de la función social que se le venía asignando.
El camino hacia la santidad fue más lento. Se impulsó en el siglo XIII al ser canonizados cuatro laicos casados (san Homobono de Cremona, santa Isabel de Hungría, santa Eduvigis de Silesia y san Luis de Francia), que retomaban la santidad laical del cristianismo antiguo, aunque el ideal esponsal no se reflejara en los procesos conservados como camino específico de perfección (A. Vauchez).
La crisis socio-económica del siglo XIV modificó la cartografía sentimental del Occidente europeo. La devoción religiosa comenzó a identificarse con la emoción que encarnaba. Fue la conquista mística de la emoción. Mujeres laicas como Marie d’Oignies († 1213), Angela da Foligno († 1309) o Clara de Rímini († 1324-29) desarrollaron una religiosidad demostrativa y sensorial, cargada de un misticismo misticismo arrebatador. Se buscaba ver, imaginar e incorporar los sufrimientos de Cristo, pues su Pasión adquirió el lugar central de las devociones. Nunca hasta entonces las lágrimas se hicieron tan plásticas, ni se representaron con la fuerza de un Giotto o un Van der Weyden.
Las emociones medievales dejaron un profundo surco en el rostro del hombre moderno. El protestantismo radicalizó las notas agustinianas más pesimistas, y el calvinismo reprimió sus expresiones con una estricta moralidad centrada en el trabajo y la riqueza (M. Weber). En esta encrucijada antropológica, los sentimientos oscilaron entre el menosprecio racionalista y la exaltación romántica, mientras la educación se debatía entre el naturalismo roussoniano y el rigorismo que introducía en los cuentos infantiles la consigna “los niños no lloran”.
No fue por mucho tiempo. El romanticismo amoroso barrió al puritanismo burgués de la institución matrimonial, de manera que hacia 1880 las uniones impuestas −tan combatidas por los teólogos medievales− se convirtieron en una reliquia del pasado. El sentimiento se erigió en garante de una unión conyugal progresivamente fracturada por la mentalidad divorcista y una afectividad contaminada de hedonismo que triunfó en mayo del 68. No todo fue positivo. El desconcierto emocional de los adolescentes, el vagabundeo sexual o el aumento de abortos son consecuencia de aquel sistema idealista y naif que ha dado paso a otro realista y sórdido llamado a replantearse el sentido de sus conquistas.
La Amoris laetitia es una invitación a hacerlo escuchando la voz de aquellos sentimientos que el cristianismo rescató de la atonía clásica, orientó a la unión familiar y proyectó a las cimas de la emoción mística. Paradójicamente, la grandeza de su historia espejea en la superficie de sus sombras: las lágrimas de agua y de sal descubiertas por los mismos carolingios que apuntalaron la unión conyugal. El papa Francisco ha querido rescatarlas, consciente quizá de aquellas palabras que Tolkien puso en boca de Gandalf: “No os diré: no lloréis; pues no todas las lágrimas son amargas”.
Álvaro Fernández de Córdova
Universidad de Navarra
Fuente: Revista Palabra.
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