El papel de María en este kairós de la Misericordia en el que el Papa Francisco quiere que vivamos a partir de este año
En el contexto del Jubileo de la Misericordia, un nuevo aniversario de la locución divina que recibió san Josemaría el 23 de agosto de 1971 (“Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae ut misericordiam consequamur”) nos anima a acudir a Ella con más confianza como trono de la gloria y de la misericordia.
Mes de agosto de 1971. San Josemaría Escrivá pasaba unos días en Caglio, un pueblecito cercano a Como, en el norte de Italia. En la mañana del día 23, después de celebrar misa y dar gracias, estaba leyendo el periódico cuando sintió que, con gran nitidez y fuerza irresistible, se imprimía en su alma una locución divina: Adeamus cum fiducia ad thronum gloriae ut misericordiam consequamur (“Vayamos confiadamente al trono de la gloria para obtener misericordia”). No es exactamente la frase literal que aparece en la carta a los Hebreos (Hb 4,6), sino que hay una pequeña variante; él mismo tiene que traer de nuevo a su cabeza lo que acaba de escuchar en su interior, para corroborar que no escuchó de Dios “trono de la gracia” (como aparece en el texto de Hebreos), sino “trono de la gloria”.
Esa locución, con esa pequeña pero relevante variación (viniendo de Quien viene) le lleva al fundador del Opus Dei a comprender con luces nuevas el papel de la Virgen en su recorrido espiritual de acercamiento a Dios para hacer siempre y en todo la voluntad de Dios con su Obra. Como explicará en otras ocasiones, la Señora es trono de la gloria en virtud de su constante e inseparable intimidad de amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por medio de su intercesión nos dirigimos a Dios, apelando humildemente a su misericordia.
Un nuevo aniversario de esa importante locución divina, en este Año jubilar de la Misericordia, nos puede ayudar a profundizar más aún en el papel de María en este kairós de la Misericordia en el que el Papa Francisco quiere que vivamos a partir de este año.
El Fundador del Opus Dei tenía por costumbre recurrir siempre a la intercesión de Nuestra Señora. En realidad, la locución divina que recibió aquel día no hizo pues sino confirmarle aún más en la necesidad de dirigirse siempre a Ella. Pero por el contexto histórico (de la Iglesia, de la Obra y de su propia situación) aquellas palabras venían −como no podía ser de otro modo− cuando san Josemaría más lo necesitaba.
Por tanto, para san Josemaría aquella voz de Dios fue muy importante, hasta el punto de que mandó a don Álvaro del Portillo comunicarla por escrito a los miembros del Consejo que gobernaban el Opus Dei en ese momento. Algo que nunca había hecho respecto a otras locuciones o mociones sobrenaturales que había tenido (más bien al contrario, procuraba no hacer públicas sin necesidad las gracias que iba recibiendo del Señor; prefería y vivía la vida ordinaria). Así lo recuerda Mons. Julián Herránz, quien oyó de labios de san Josemaría este episodio sobrenatural a poco de regresar de Caglio.
Mons Herránz recuerda a este punto otro detalle histórico relevante y providencial. Por entonces (verano de 1971) ya se había comenzado a trabajar en Cavabianca (sede definitiva del Colegio Romano de la Santa Cruz), y el fundador de la Obra pidió que se colocase allí un bajorrelieve en piedra, que representase a la Virgen sentada en un trono y coronada por la Santísima Trinidad; en la base irían grabadas las palabras de la locución. Desde hacía muchos años san Josemaría pedía oraciones para poder solucionar el problema de la configuración jurídica de la Obra, algo que no se solucionaría hasta la publicación del nuevo Código de Derecho Canónico, que ya contemplaba la figura jurídica de las Prelaturas Personales. Mientras se esperaba esa configuración jurídica definitiva para la Obra, san Josemaría sugirió que se recitasen esas palabras de la locución como jaculatoria para obtener de Nuestra Señora la deseada solución. Cosa que durante años hicieron sus hijos. «Por eso −testimonia Mons. Julián Herranz− fue muy grande nuestro gozo y nuestra gratitud a la Santísima Virgen cuando el Papa (que nada sabía de esto) hizo pública su decisión de erigir el Opus Dei en Prelatura personal el 23 de agosto de 1982, aniversario de la especial luz divina recibida por el Fundador once años antes»[1].
Una vez más se cumplía a la letra lo que recordaba hace pocos meses el Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría, en su carta para el Año de la Misericordia: que la historia de la Obra no es sino “la historia de las misericordias de Dios”. San Josemaría, en su vida personal y en la del Opus Dei, “descubría constantemente el amor de predilección del Señor. Muchas veces repitió que toda la historia de la Obra es una historia de las misericordias de Dios. Ni en esta carta −recalcaba en los años 60−, ni en muchos documentos que os escribiera, podría agotar el relato de estas providencias de la bondad de Dios, que han precedido y acompañado siempre los pasos de la Obra[2]. En este contexto, no dudaba en afirmar que la historia del Opus Dei habrá que escribirla de rodillas[3]. Subrayaba así, con frase gráfica, que, en la fundación y desarrollo de la Obra, la iniciativa ha sido siempre del Señor: a él le competía sólo ser instrumento fiel de ese querer divino”[4].
En otra ocasión, en el santuario de Torreciudad, el Prelado del Opus Dei recordaba también las palabras de esa locución divina, dirigidas a nuestra Madre del Cielo, Trono del Verbo Encarnado, Asiento de la Sabiduría, Trono de la Gracia y de la Gloria (como tan bien se ve representada en la misma imagen de ese Santuario mariano impulsado por el propio san Josemaría): “Fueron motivo de meditación agradecida para san Josemaría, que repetía de corazón: «adeamus cum fiducia ad thronum gloriæ ut misericordiam consequamur!». Acudamos, pues, al Trono de la gracia, de la gloria, para alcanzar misericordia… Y nos resultará muy fácil, si nos dirigimos a la Reina y Madre de misericordia, que nos anima: yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, y de la sabiduría, y de la santa esperanza; en mí, toda gracia de camino y de verdad; en mí, toda esperanza de vida y de virtud”[5].
De hecho, para poder comprender el sentido profundo de lo que Dios venía a transmitirle, no podemos olvidar que en aquellos años se vivía en la Iglesia una grave crisis de fe y de disciplina, que hacía daño a infinidad de almas y que suponían para el fundador del Opus Dei un inmenso sufrimiento. Fue entonces cuando el Señor vino a darle esa “dedada de miel” (como le gustaba decir en ocasiones parecidas) para consolarle en medio de esa crisis. Esa confirmación de Dios le ayudó a dar fortaleza a quienes le rodeaban y escuchaban: “Voy a deciros algo que Dios nuestro Señor quiere que sepáis. Los hijos de Dios en el Opus Dei adeámus cum fidúcia −hemos de ir con mucha fe− ad thronum glóriæ, al trono de la gloria, la Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra, a la que tantas veces invocamos como Sedes Sapiéntiæ, ut misericórdiam consequámur, para alcanzar misericordia (...). Vayamos, a través del Corazón Dulcísimo de María, al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús, a pedirle que, por su misericordia, manifieste su poder en la Iglesia y nos llene de fortaleza para seguir adelante en nuestro camino, atrayendo a Él muchas almas”[6].
Profundicemos brevemente en el sentido de estas palabras en el contexto de este Año de la Misericordia que recorremos, para poder sentir también nosotros la urgencia y necesidad de acudir más a la mediación de la Santísima Virgen. El pensamiento se dirige ahora a la Madre de la Misericordia. La dulzura de su mirada nos acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios. Nadie como María ha conocido la profundidad del misterio de Dios hecho hombre.
En la Bula de convocatoria del Año de la Misericordia, el santo Padre Francisco señala como uno de los signos peculiares de este Año Santo la peregrinación, como imagen del camino que cada persona realiza en su existencia. Toda persona es un viator, toda vida una peregrinación. Por eso la peregrinación “será un signo del hecho que también la misericordia es una meta por alcanzar y que requiere compromiso y sacrificio. La peregrinación, entonces, sea estímulo para la conversión: atravesando la Puerta Santa nos dejaremos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros[7]. Para alcanzar la conversión que necesitamos, hemos de dejarnos alcanzar por su misericordia con espíritu de peregrinos. Sólo nosotros somos capaces de impedir que el amor de Dios pueda transformarnos. Dios necesita de nosotros una actitud: cercanía. Acerquémonos.
En una de las respuestas del diálogo que mantenía el Papa Francisco con los obispos polacos en su reciente visita a Cracovia con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, el santo Padre decía que esta actitud (la cercanía) es tal vez la primera acción pastoral que hemos de vivir nosotros y promover como acción pastoral en nuestros días: “¿Qué aconsejaría yo? Me viene a la cabeza −pero creo que es la práctica del Evangelio, donde está la enseñanza del Señor− la cercanía. Hoy nosotros, siervos del Señor −obispos, sacerdotes, consagrados, laicos convencidos−, debemos estar cerca del pueblo de Dios. Sin cercanía solo está la palabra sin carne. Pensemos −a mí me gusta pensar esto− en los dos pilares del Evangelio. ¿Cuáles son los dos pilares del Evangelio? Las Bienaventuranzas, y luego Mateo 25, el “protocolo” con el que todos seremos juzgados. Concreción. Cercanía. Tocar…Tocar. Está Jesús que siempre estaba entre la gente o con el Padre. O en oración, solo con el Padre, o entre la gente, ahí, con los discípulos. Cercanía. Tocar. Es la vida de Jesús... Cuando sintió compasión a las puertas de la ciudad de Naím (cfr. Lc 7,11-17), se conmovió, y fue y tocó el féretro diciendo: No llores…. Cercanía. Y la cercanía es tocar la carne de Cristo que sufre”[8].
Levantémonos y acerquémonos, repite con frecuencia el Papa Francisco, a las necesidades concretas de los demás. Y para ello, antes, nosotros mismos hemos de hacer constantemente ese recorrido de acercarnos con confianza al Corazón de Dios, cuyo nombre es Misericordia. Algo que estaba muy grabado en el alma de san Josemaría: “Vosotros y yo también hemos de acudir a la misericordia del Señor. Delante de Dios no tenemos ningún derecho. Al menos yo, personalmente, veo con una claridad meridiana que no puedo decirle: Señor, te exijo esto; aunque sé que soy y me siento hijo suyo. Voy a Él con gemidos de contrición, pidiéndole misericordia”[9].
Sin duda, en ese acercamiento del alma a Dios, un momento privilegiado −tan frecuente como necesario− se halla en el acercamiento de cada alma a ese tribunal de la misericordia de Dios que es el sacramento de la Confesión. Ahí también es donde constantemente se arraiga y acrecienta la confianza del alma en Dios. Así se lo hizo ver con toda claridad el Señor a santa Faustina Kowalska: “Cuando te acercas a esta Fuente de Mi Misericordia, siempre fluye sobre tu alma la Sangre y el Agua que brotó de Mi Corazón y ennoblece tu alma. Cada vez que vas a confesarte, sumérgete toda en Mi misericordia con gran confianza para que pueda derramar sobre tu alma la generosidad de Mi gracia. Cuando te acercas a la confesión debes saber que Yo Mismo te espero en el confesionario, sólo que estoy oculto en el sacerdote, pero Yo Mismo actúo en tu alma. Aquí la miseria del alma se encuentra con el Dios de la misericordia. Di a las almas que de esta Fuente de la Misericordia las almas sacan gracias exclusivamente con el recipiente de confianza. (Diario, Sor Faustina, 1602)[10].
Acerquémonos, pues… con confianza. Sustituyamos poco a poco lo que quede de ese temor servil a Dios por el verdadero temor de Dios, primero de los dones del Espíritu Santo. Obtengamos de la Virgen esa confianza propia de los niños pequeños con sus padres y madres. Ahora precisamente que nos disponemos a rememorar en su centenario los acontecimientos ocurridos en Fátima, pensemos en esos pastorcitos y en su actitud como una enseñanza perenne en nuestro modo de acercarnos a Dios a través de la Virgen: “Es como si la Señora nos dijera que, para vivir el mensaje de oración y penitencia, de conversión y solidaridad para con toda la Iglesia militante y doliente, se hace preciso tener alma de niño, o, más concretamente, parecerse a los Pastorcitos”[11].
Acerquémonos por consiguiente a Ella con la confianza de un hijo pequeño hoy, más que nunca, en unos tiempos donde −como gusta recordar al Papa Francisco− los mayores enemigos de la cristianización se encuentran dentro de la propia Iglesia, en las nuevas versiones de las dos herejías tal vez más antiguas que ha habido en la Iglesia (el gnosticismo y el pelagianismo, caracterizadas ambas por mostrar a un Dios totalmente trascendente −y por ello inalcanzable o innecesario respectivamente−). Por esta situación cultural que revivimos en sus actuales versiones, “es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. −Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso −a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos−, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando”[12].
La confianza es la vacuna necesaria y única para que la gracia de la misericordia de Dios pueda actuar también en nuestros días. Esa es la misericordia que Cristo ha venido a traer a la Tierra, no sólo con su enseñanza sino ya antes en su propia Persona. Él mismo es Misericordia, ese es su nombre más propio. Y María posee en rigor el título de “Madre de Misericordia” no sólo por mostrarnos el Camino que lleva hacia Dios, sino sobre todo por engendrar en Ella misma a la Misericordia hecha Persona. María, concibiendo a Cristo, concibe a su Cuerpo que es la Iglesia, y a través de Ella “siente la urgencia de anunciar la misericordia de Dios. Su vida es auténtica y creíble cuando con convicción hace de la misericordia su anuncio. Ella sabe que la primera tarea, sobre todo en un momento como el nuestro, lleno de grandes esperanzas y fuertes contradicciones, es la de introducir a todos en el misterio de la misericordia de Dios, contemplando el rostro de Cristo”[13]. A Ella hemos de acudir, entronizada y mostrándonos a su Hijo, como nos lo enseña con tanta frecuencia la iconografía mariana.
Era inmenso el amor que el fundador del Opus Dei tenía a la Virgen desde su niñez. Y como buen aragonés cantaría y recitaría con frecuencia el himno que Aragón canta dirigiéndose a su Madre. En ese himno destacan estas palabras:
Pilar sagrado, faro esplendente,
rico presente de caridad.
Pilar bendito, trono de gloria.
Imagino que estas palabras volverían con frecuencia al corazón de san Josemaría quien, con el gran corazón que caracteriza a las personas de esas tierras, las pondría en sus labios para lanzárselas a su Madre como piropos encendidos. A partir de aquella locución de 1971, cobrarían sin duda en su corazón una nueva forma y un renovado sentido.
Para san Josemaría hablar del “Trono de la Gloria” era describir a la Virgen en uno de los innumerables epítetos que la piedad cristiana ha creado con esa imaginación que procede del cariño. Por eso su insistencia en aclarar que él no oyó “gratiae”, sino “gloriae”. No pretendía hacer una nueva o diversa exégesis del texto de Hebreos; sólo quería señalar lo que Dios le estaba diciendo de un modo para él tan familiar: “acude a la Virgen”. Y acudir a la Virgen sentada en su trono, como Reina (que es lo mismo que decir “Madre” cuando se trata de un Hijo que es Rey) y como Madre (que es lo mismo que decir “Reina” cuando se trata de un Hijo que es Príncipe). Así lo describen las primeras palabras de la Salve: “Dios te Salve, Reina y Madre de Misericordia”.
Y es que, sentado en el regazo de la Madre encontraremos siempre a Jesús. A Jesús niño que muestra en sus manitas la bola del mundo coronada por la Cruz, o a Jesús cadáver que inunda el mundo de la sangre que surge de su costado abierto. “Al pie de la cruz, María junto con Juan, el discípulo del amor, es testigo de las palabras de perdón que salen de la boca de Jesús. El perdón supremo ofrecido a quien lo ha crucificado nos muestra hasta dónde puede llegar la misericordia de Dios. María atestigua que la misericordia del Hijo de Dios no conoce límites y alcanza a todos sin excluir a ninguno”[14].
¿Cuáles serían los dones que María, como Reina y Madre de Misericordia, puede alcanzarnos a quienes nos acerquemos a Ella con esa confianza ilimitada? Pienso que podrían resumirse brevemente en tres:
a) La gracia de darnos unos ojos misericordiosos
La reciente visita del Papa Francisco a los campos de concentración de Auschwitch-Birkenau nos ha devuelto de nuevo a la necesidad urgente de pedir el don de lágrimas, como el propio Papa sugiere con frecuencia. Hemos de aprender a llorar en medio de un mundo que sólo es capaz de responder al mal con estupor, miedo o ira, cuando la respuesta al mal ha sido inspirada y expirada ya hace veinte siglos desde la cima del Gólgota: perdón, dolor, lágrimas.
Cuando se entra en un campo de concentración como Auschwitch (en realidad, en tantas situaciones que podemos leer cada día y que nos hablan de la dimensión que puede llegar a alcanzar el mal, por muy amortiguadas que aparezcan −si aparecen− en los medios de comunicación) la fría razón moderna palidece en su orgullo y no puede pronunciar palabras ante lo que ve y siente. Ni siquiera los minutos de silencio (aunque fuesen eternos) son suficientes sin una respuesta que llevarse al Corazón. Esa respuesta la hallamos en los ojos de la Virgen, que no paran de llorar por su Hijo y por sus hijos que somos nosotros sin perder por ello la paz; que saben comprender el sentido que todo dolor tiene en la Historia de la Salvación del mundo en general y de cada persona; que hacen de puente de esperanza entre todos los “Viernes santos” de la Historia (incluidos los campos de concentración) y la alegría y victoria definitivas de la Pascua.
b) La gracia de unas manos misericordiosas
Decía muy recientemente el Papa Francisco que “la misericordia, tanto en Jesús como en nosotros, es un camino que parte del corazón para llegar a las manos. ¿Qué significa esto? Jesús te mira, te cura con su misericordia, te dice: “¡Levántate!”, y tu corazón es nuevo. ¿Qué significa realizar un camino del corazón a las manos? Significa que con el corazón nuevo, con el corazón curado por Jesús puedo hacer las obras de misericordia mediante las manos, procurando ayudar, curar a tantos que lo necesitan. La misericordia es un camino que parte del corazón y llegas a las manos, es decir, a las obras de misericordia”[15].
En efecto, es llamativa la insistencia del Papa en pedirnos sin cansancio que nos preguntemos cómo podemos vivir mejor las obras de misericordia, empezando por las corporales, aquellas que surgiendo del corazón han de pasar por nuestras propias manos. En estos tiempos de tanto intelectualismo, donde es tan fácil confundir la idea de Dios con Dios, la idea de Dios con un Dios ideal, es más importante que nunca comprender que Dios trabaja con sus manos, que a Dios se le confecciona con las manos, que Dios se pone en nuestras manos… que todo aquello que no se pueda tocar con las manos no puede estar suficientemente cerca de Dios.
c) La gracia de un corazón misericordioso
Finalmente, ese recorrido que llega a las manos ha de surgir como hemos dicho de una única fuente que es el corazón. Y un corazón que no sólo ama, sino que también piensa; “no sólo siente, también sabe y entiende”[16]. Y hace todo ello de un modo misericordioso. De ahí surge la necesidad de las obras de misericordia espirituales.
Sirviéndonos de un pasaje del final del Libro de Job, que al Papa Francisco le gusta especialmente, cabría decir que al pedirle a la Virgen ojos misericordiosos hacemos nuestra la petición de Job una vez resuelto el enigma doloroso de su vida (“antes te conocía de oídas, ahora te han visto mis ojos”[17]); ahora, al pedirle también un corazón misericordioso podemos hacer nuestras también la petición que Job hace a Dios a renglón seguido: “he tratado de entender sin comprender”[18]. Esto es: he intentado servirme de la sola razón humana para saber interpretar los hechos que acaecían, sin darme cuenta de que el corazón al pensar llega más lejos y ve mejor. Sólo un corazón misericordioso es capaz de comprender (no sólo entender con la razón, que es muy poco, sino de comprender con el corazón) tantos acontecimientos de la vida que por las sombras que generan los pecados, se quedarían de otro modo sin explicación posible[19].
La misericordia, como concepto y como virtud, se ha valorado siempre en función y a partir de otra virtud: la virtud cardinal de la justicia. Se podría decir, en términos muy generales, que la historia de la espiritualidad ha estado marcada en cierto modo por el modo de entender la relación entre justicia y misericordia. Y todo ello en un doble plano. Primero, en el caso de Dios, como respuesta a la pregunta: ¿Hasta qué punto es posible que Dios sea al mismo tiempo y en grado excelso tan justo como misericordioso, más aún teniendo en cuenta tantos pasajes de la Historia de la Salvación que parecerían poner en entredicho esa verdad? Luego, en un segundo momento, ya en el nivel humano, preguntándose si es posible y necesario −y por este orden− que las personas sean misericordiosas siempre, sin tener por ello que dejar de ser justas.
En este sentido, y acercándonos a la respuesta a ese supuesto dilema, nos dice el Papa Francisco que no han faltado nunca personas que oponen en efecto la justicia a la misericordia. Al convocar el jubileo, nos ha situado en guardia frente a este posible error: «No son dos momentos contrastantes entre sí, sino dos dimensiones de una única realidad que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor (...). Ante la visión de una justicia como mera observancia de la ley que juzga, dividiendo las personas en justos y pecadores, Jesús se inclina a mostrar el gran don de la misericordia que busca a los pecadores para ofrecerles el perdón y la salvación. Se comprende por qué, en presencia de una perspectiva tan liberadora y fuente de renovación, Jesús haya sido rechazado por los fariseos y por los doctores de la ley»[20].
Como en aquellos primeros tiempos del Cristianismo, también ahora en nuestros días son muchos los que tienen esa visión de Dios y del hombre que responden a una visión precristiana o, al menos, no católica. Son personas que por esto mismo no acaban de comprender que la novedad de la Nueva Ley, del Mandamiento nuevo, no consiste tanto en amar mucho o en amar más, sino en amar como ama Dios, para quien no sólo resulta compatible ser tan justo como misericordioso, sino que ambas virtudes se necesitan, se iluminan y se enriquecen, crecen juntas porque si no −también juntas− se desnaturalizarían.
De hecho, es el mismo término de naturaleza lo que está en juego, tanto la naturaleza del hombre como −antes− la naturaleza de Dios. En la base de la división de quienes piensan que justicia y misericordia son dos conceptos contrastantes, se halla una idea de naturaleza humana como por estratos, diríamos. La gracia de Dios se superpondría a un estrato natural del ser humano que sería común a todos los individuos, sin llegar por ello a transformar esa naturaleza común que permanecería irredenta. En el otro lado (aquellos que piensan que justicia y misericordia se necesitan) se hallarían quienes entienden que la naturaleza humana ha sido redimida por Cristo de raíz, de modo que no sólo la justicia sino también la misericordia son características propias de toda naturaleza humana. Para estos últimos (y esta es la enseñanza tradicional de la Iglesia), la gracia no sería tan sólo un estrato supererogatorio, sino que transformaría al ser humano en plenitud. De ahí se extraería la posibilidad y necesidad de toda persona de tender y alcanzar –siempre contando necesariamente con la gracia de Dios- la plenitud de la justicia y del amor misericordioso, la santidad.
Pero no sólo está en juego el concepto mismo de la naturaleza humana, sino que antes incluso lo que se plantea es la propia naturaleza divina. Y es aquí donde más le interesa al Papa incidir: “Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón. Esto no significa restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior donde se experimenta el amor que está a la base de una verdadera justicia”[21].
A partir de ahí, cabe concluir que el ser humano dejaría de ser verdaderamente humano si se conformara con vivir sólo con criterios de justicia, pues dejaría de mostrar la verdadera imagen de Dios en él. Y ello traería a su vez consecuencias negativas para esa persona y para quienes le rodeen: “Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor. Hemos de movernos siempre por Amor de Dios, que torna más fácil querer al prójimo, y purifica y eleva los amores terrenos”[22].
¿Dónde aprendemos a vivir conforme a ese más allá de la mera justicia? En nuestro trato con Dios en todas sus manifestaciones. Sin duda de modo privilegiado, como mencionábamos más arriba, al acercarnos al sacramento de la reconciliación, a ese tribunal de justicia y misericordia que es la confesión. Es ahí donde, como expresa el salmista con expresión tan fuerte como profunda, la justicia y la misericordia se besan como si se tratara de dos enamorados que se necesitan y se buscan. ¡Qué bien y de qué modo tan hermoso expresa el salmista la realidad de la estrechísima relación que se da entre ellas!:
Voy a escuchar lo que dice el Señor:
«Dios anuncia la paz
a su pueblo y a sus amigos
y a los que se convierten de corazón».
La salvación está ya cerca de sus fieles,
y la gloria habitará en nuestra tierra;
la misericordia y la fidelidad se encuentran,
la justicia y la paz se besan;
la fidelidad brota de la tierra,
y la justicia mira desde el cielo;
el Señor nos dará la lluvia,
y nuestra tierra dará su fruto.
La justicia marchará ante él,
la salvación seguirá sus pasos.[23]
Y comenta san Juan Pablo II aplicándolo ya al caso de la Virgen: “Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado el misterio de la cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el «beso» dado por la misericordia a la justicia. Nadie como ella, María, ha acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su «fiat» definitivo.
María pues es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Madre de la misericordia: Virgen de la misericordia o Madre de la divina misericordia; en cada uno de estos títulos se encierra un profundo significado teológico, porque expresan la preparación particular de su alma, de toda su personalidad, sabiendo ver primeramente a través de los complicados acontecimientos de Israel, y de todo hombre y de la humanidad entera después, aquella misericordia de la que « por todas la generaciones » nos hacemos partícipes según el eterno designio de la Santísima Trinidad”[24].
Así, mirando a la Virgen, innumerables santos han aprendido de Ella esta lección de no conformarse con vivir con criterios de justicia cuando ésta no sea, además, una muestra de misericordia; ni de aplicar la misericordia cuando ello no sea, también, una manifestación de justicia. Entre ellos ha estado san Josemaría Escrivá: “No podemos dirigirnos al Señor apoyándonos en derechos, sino que hemos de pedir que tenga misericordia de nosotros, como se reza en uno de los salmos: Miserére mei, Deus, secúndum magnam misericórdiam tuam (Sal 50, 2). Señor, ten compasión de mí según tu gran misericordia. No acudimos a Él exigiéndole por motivos de justicia”[25].
De un modo muy hermoso lo descubrió y expresó también una doctora de la Iglesia como santa Teresita del Niño Jesús, a la que san Josemaría le tenía tanta devoción. Ella comprendió esta verdad a partir de la lectura y meditación de otro salmo (el salmo 103), en el que se afirma que la justicia de Dios se manifiesta en que «no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga conforme a nuestras culpas», porque “tiene en cuenta nuestras debilidades, conoce perfectamente la debilidad de nuestra naturaleza”. Santa Teresita, entusiasmada por su descubrimiento, quiere cantar las misericordias del Señor, y afirma: «Me parece que si todas las criaturas gozasen de las mismas gracias que yo, nadie tendría miedo a Dios, sino que todos le amarían con locura; y que ni una sola alma consentiría nunca en ofenderle, pero no por miedo, sino por amor. […] A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas! Entonces todas se me presentan radiantes de amor; incluso la justicia (y quizás más aún que todas las demás) me parece revestida de amor. ¡Qué dulce alegría pensar que Dios es justo!; es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la debilidad de nuestra naturaleza. Siendo así, ¿de qué voy a tener miedo? El Dios infinitamente justo, que se dignó perdonar con tanta bondad todas las culpas del hijo pródigo, ¿no va a ser justo también conmigo, que estoy siempre con él?»[26]
Sigamos por tanto el consejo sobrenatural que recibió san Josemaría, procurando acercarnos a la Virgen para conseguir esa misericordia que tanto necesitamos. Es también el consejo del Papa Francisco para esta Año de la Misericordia, siguiendo la estela de los anteriores pontífices, especialmente de san Juan Pablo II: “En Ella y por Ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una madre. Es éste uno de los misterios más grandes y vivificantes del cristianismo, tan íntimamente vinculado con el misterio de la encarnación. «Esta maternidad de María en la economía de la gracia −tal como se expresa el Concilio Vaticano II− perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno cuida a los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada» (Lumen Gentium, 62)”[27].
Dirijamos a ella la antigua y siempre nueva oración del Salve Regina, para que nunca se canse de volver a nosotros sus ojos misericordiosos y nos haga dignos de contemplar el rostro de la misericordia, su Hijo Jesús[28]. Vayamos con confianza a la Virgen, trono de la gloria, para alcanzar esa misericordia que necesitamos. En la Virgen vemos el modelo de mujer que por ser Madre de la Misericordia en Persona nos enseña a dejarnos inundar por el abismo de Misericordia que brota del Corazón de su Hijo.
Fue la lección que aprendió con luces nuevas san Josemaría tras esa locución que recibió el 23 de agosto de 1971. Una continuidad de lo que ya venía viviendo desde el principio y que queda expresado al final de su Via Crucis: “Cuando me siento capaz de todos los horrores y de todos los errores que han cometido las personas más ruines, comprendo bien que puedo no ser fiel... Pero esa incertidumbre es una de las bondades del Amor de Dios, que me lleva a estar, como un niño, agarrado a los brazos de mi Padre, luchando cada día un poco para no apartarme de Él. Entonces estoy seguro de que Dios no me dejará de su mano. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré (Is XLIX, 15)”[29].
Antonio Schlatter Navarro
[1] A. Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei III, nota 56.
[2] San Josemaría, Carta 25-I-1961, n. 1.
[3] San Josemaría, Notas de una meditación, 11-IV-1952.
[4] Carta del Prelado con ocasión del Jubileo de la Misericordia, noviembre 2015, n.6.
[5] Yo soy la Madre del amor hermoso y del temor, del conocimiento y de la santa esperanza. En mí está toda la gracia del camino y de la verdad; en mí, toda esperanza de vida y de fuerza. Venid a mí cuantos me anheláis, y saciaos de mis frutos. Que mi recuerdo es más dulce que la miel, y el poseerme, más dulce que el panal (Sir 24, 24-27).
[6] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 9-IX-1971.
[7] Bula Misericordiae Vultus n.14.
[8] Diálogo del Papa Francisco con los obispos de Polonia.
[9] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 9-IX-1971.
[10] Cit. en Marti del Moral, P., El rostro del Amor, ed. Rialp, Madrid 2016, p. 104.
[11] Sousa e Silva M.F., Los pastorcitos de Fátima, ed. Homolegens, Madrid 2008, p.12. Cit en Martín de la Hoz, La Virgen y la Misericordia, ed. Palabra, Madrid 2015, p.100.
[12] Camino n. 267.
[13] Bula Misericordiae vultus n.25.
[14] Bula Misericordiae vultus, n.24.
[15] Audiencia del Papa Francisco, 10 de agosto de 2016.
[16] San Josemaría, El Corazón de Cristo, paz de los cristianos, ed. Rialp, Madrid.
[17] Libro de Job, 42,5.
[18] Libro de Job, 42,3.
[19] Recomiendo la lectura, a este respecto, de la obra “El corazón pensante de los barracones”, donde se recogen cartas de una mujer judía, Etty Hillesum, en el contexto precisamente de su deportación voluntaria a un campo de concentración. En esa obra se recogen frases tan impresionantes como ésta: «Si no podemos ofrecer nada mejor al mundo que nuestros cuerpos redimidos, será demasiado poco». He ahí una respuesta del corazón que va mucho más allá del mero estupor en el que nos dejaría la sola razón.
[20] Papa Francisco, Bula Misericordiæ vultus, 11-IV-2015, n. 20.
[21] Bula Misericordiae Vultus n.21. Como expresa lúcidamente san Juan Pablo II, la parábola del hijo pródigo es la muestra más clarividente de esta realidad de la naturaleza divina: “La relación de la justicia con el amor, que se manifiesta como misericordia, está inscrita con gran precisión en el contenido de la parábola evangélica (del hijo pródigo). Se hace más obvio que el amor se traduce como misericordia, cuando hay que superar la norma precisa de la justicia: precisa y a veces demasiado estrecha” (San Juan Pablo II, Litt. enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 5).
[22] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios n.172.
[23]Salmo 85.
[24]Enc. Dives in misericordia, n.9.
[25] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 11-IX-1971.
[26] Santa Teresita de Jesús, Historia de un alma, cap. 8 (final del manuscrito A). Ed. Populares Monte Carmelo. 2003, pag.213.
[27] Enc. Dives in misericordiae n.9.
[28] Bula Misericordiae Vultus n.24.
[29] San Josemaría, Via Crucis XIV estación, 5º punto de meditación.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |