El sujeto de la ‘actio liturgica’, el sentido auténtico de la ‘actuosa participatio’, y la necesidad de desarrollar un ‘ars celebrandi’ que oriente a los fieles a vivir la liturgia con espíritu verdaderamente cristiano
Una reflexión, a la luz del magisterio Pontificio y del magisterio conciliar, del Prof. Juan José Silvestre, de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz.
El concilio Vaticano II, recogiendo los frutos del movimiento litúrgico y del magisterio pontificio de la primera mitad del siglo XX, presenta una concepción teológica de la liturgia que supera todo un pensamiento extrinsecista de la liturgia que ha sido predominante durante décadas. Pío XII se refería ya a este modo equivocado de entender la liturgia cuando apuntaba, “no tienen, pues, noción exacta de la sagrada liturgia los que la consideran como una parte sólo externa y sensible del culto divino o un ceremonial decorativo; ni se equivocan menos los que la consideran como un mero conjunto de leyes y de preceptos con que la jerarquía eclesiástica ordena el cumplimiento de los ritos”[1].
Como manifestación superadora de esta noción juridicista y estática encontramos la doctrina conciliar de la Sacrosanctum concilium, recogida después por el Catecismo de la Iglesia Católica[2], que afirma: “Realmente, en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre Eterno. Con razón, pues, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro”[3].
Como recordaba Papa Francisco: “La constitución Sacrosanctum Concilium y el ulterior desarrollo del Magisterio nos han permitido comprender más la liturgia a la luz de la revelación divina como «el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo», en el que «el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (Sacrosanctum Concilium, 7). Cristo se revela como el verdadero protagonista de toda celebración, y «asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre eterno» (ib.). Esta acción, que tiene lugar por el poder del Espíritu Santo, posee una profunda fuerza creadora capaz de atraer a sí a todo hombre y, en cierto modo, a toda la creación”[4]
Podemos fijarnos ahora en dos aspectos de esta definición. Primero en la necesaria presencia de Cristo en su Iglesia, sobre todo en las acciones litúrgicas para que éstas actualicen el Misterio pascual, centro de la vida diaria de la Iglesia y prenda de su Pascua eterna. Y en segundo lugar, recordar la realidad de los signos sensibles y símbolos que entretejen cualquier celebración sacramental. La unión de ambas consideraciones nos permite concluir que “toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y tal encuentro se expresa como un diálogo, a través de acciones y palabras”[5]. La liturgia es, por consiguiente, “el lugar privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien Él envió, Jesucristo”[6]. Encuentro que se realiza bajo los signos visibles que usa la sagrada liturgia escogidos por Cristo o por la Iglesia significando realidades divinas invisibles[7].
Así pues la Sagrada Liturgia, calificada por la constitución Sacrosanctum Concilium como la cumbre de la vida eclesial, jamás puede reducirse a una simple realidad estética, ni puede ser considerada como un instrumento con fines meramente pedagógicos o ecuménicos. “La celebración de los santos misterios es, sobre todo, acción de alabanza a la soberana majestad de Dios, Uno y Trino, y expresión querida por Dios mismo. Con ella el hombre, personal y comunitariamente, se presenta ante Él para darle gracias, consciente de que su mismo ser no puede alcanzar su plenitud sin alabarlo y cumplir su voluntad, en la constante búsqueda del Reino que está ya presente, pero que vendrá definitivamente el día de la Parusía del Señor Jesús”[8].
Sin olvidar que la liturgia es obra de Dios o no existe. El mismo Dios es quien actúa primero y nosotros, al actuar Él, somos redimidos con su acción. Por tanto “no es temerario afirmar que en una liturgia totalmente centrada en Dios, en los ritos y en los cantos, se ve una imagen de la eternidad”[9]. Y como consecuencia “en toda forma de esmero por la liturgia, el criterio determinante debe ser siempre la mirada puesta en Dios. Estamos en presencia de Dios; Él nos habla y nosotros le hablamos a Él. Cuando en las reflexiones sobre la liturgia, nos preguntamos cómo hacerla atrayente, interesante y hermosa, ya vamos por mal camino. O la liturgia es opus Dei, con Dios como sujeto específico o no lo es”[10].
Quedan así delimitados los tres apartados de este guión: los dos primeros se refieren a los dos sujetos o interlocutores de este encuentro privilegiado, Dios que toma la iniciativa y el fiel cristiano miembro del Cuerpo de la Iglesia que en ella responde, y el tercero procura describir un modo, un arte que facilite ese “estar con Él” que constituye toda celebración litúrgica.
Señalábamos hace un instante que la liturgia es obra de Dios o no existe. Este primado de Dios y de su acción, que nos busca por medio de signos terrenos, presenta la universalidad y apertura a todos, propia de toda celebración litúrgica. De este modo la liturgia no puede ser entendida en su totalidad desde el concepto de comunidad; sino únicamente a partir de la categoría de Pueblo de Dios y de Cuerpo de Cristo. Ciertamente la Iglesia está presente en la comunidad, según una idea especialmente sentida en nuestros días, porque “siempre que dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo” –dice el Señor- (Mt 18,20). Pero también hay que decir, a la inversa, que la comunidad sólo está junto al Señor, y sólo se reúne en su nombre, cuando está también en la Iglesia, cuando forma parte del todo. De ahí que “si la liturgia ha de sobrevivir o renovarse, es elemental que la Iglesia sea descubierta de nuevo. Si es preciso superar la alienación del ser humano y reencontrar su identidad, es imprescindible que él reencuentre a la Iglesia, que no es una institución hostil al hombre sino ese nuevo nosotros que proporciona el fundamento y el cobijo al yo”[11].
Vistas así las cosas el elemento decisivo es el primado de la cristología. “La Liturgia es acción del Cristo total (Cristus totus)”[12] por eso, dirá el Catecismo, “es toda la comunidad, el Cuerpo de Cristo unido a su cabeza quien celebra”[13]. En el centro de la asamblea se encuentra por tanto el mismo Jesucristo (cf. Mt 18,20), ahora resucitado y glorioso. Cristo precede a la asamblea que celebra. Él –que actúa inseparablemente unido al Espíritu Santo- la convoca, la reúne y la enseña. Él, Sumo y Eterno Sacerdote es el protagonista principal de la acción ritual que hace presente el evento fundador, si bien se sirve de sus ministros para re-presentar su sacrificio redentor y hacernos partícipes de los dones conviviales de su Eucaristía.
A partir de estas consideraciones podemos afirmar que la asamblea que celebra es la comunidad de los bautizados que, “por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales”[14]. Este “sacerdocio común” es el de Cristo único Sacerdote, participado por todos sus miembros[15]. Así se entiende que “en una obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a la Iglesia, su esposa amadísima, que invoca a su Señor y por Él rinde culto al Padre eterno. Con razón entonces, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Cristo”[16].
Cuando nos referimos a la asamblea como sujeto de la celebración se significa que cada uno, como actor obra como miembro de la asamblea, hace todo y sólo lo que le corresponde. “Todos los miembros no tienen la misma función” (Rom 12,4) Algunos son llamados por Dios en y por la Iglesia a un servicio especial de la comunidad. Estos servidores son escogidos por el sacramento del Orden, por el cual el Espíritu Santo los hace aptos para actuar en representación de Cristo-Cabeza para el servicio de todos los miembros de la Iglesia[17]. Como ha aclarado en diversas ocasiones Juan Pablo II, “in persona Christi quiere decir más que en nombre, o también, en vez de Cristo. In persona: es decir, en la identificación específica, sacramental con el sumo y eterno sacerdote, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie”[18]. Podemos decir gráficamente como señala el Catecismo que “el ministro ordenado es como el icono de Cristo Sacerdote”[19].
Efectivamente en los sagrados misterios el sacerdote no se representa a sí mismo y no habla expresándose a sí mismo, sino que habla en la persona de Otro, de Cristo. En el momento de la ordenación sacerdotal, la Iglesia hace visible y palpable, también externamente, la realidad del revestirnos de Cristo, nos entregamos a Él como Él se entregó a nosotros. Como recordaba Benedicto XVI, “este acontecimiento, el revestirnos de Cristo, se renueva continuamente en cada Misa cuando nos revestimos de los ornamentos litúrgicos. Para nosotros, revestirnos de los ornamentos debe ser algo más que un hecho externo; implica renovar el "sí" de nuestra misión, el "ya no soy yo" del bautismo que la ordenación sacerdotal de modo nuevo nos da y a la vez nos pide. El hecho de acercarnos al altar vestidos con los ornamentos litúrgicos debe hacer claramente visible a los presentes, y a nosotros mismos, que estamos allí en la persona de Otro”[20].
Sin olvidar que formando con Cristo-Cabeza “como una única persona mística”[21], la Iglesia actúa en los sacramentos como “comunidad sacerdotal”, “orgánicamente estructurada”: gracias al Bautismo y la Confirmación, el pueblo sacerdotal se hace apto para celebrar la liturgia. Podemos decir con el Catecismo que “así, en la celebración de los sacramentos, toda la asamblea es liturgo, cada cual según su función, pero en la unidad del Espíritu que actúa en todos”[22]. Por eso el sacerdote debe sintonizar bien, entender bien la estructura litúrgica para poder así entrar con su mens en la vox de la Iglesia. Como recordaba Benedicto XVI a los sacerdotes: “en la medida en que hayamos interiorizado esta estructura, asimilado las palabras de la liturgia, podemos entrar en esta consonancia interior y de ese modo no hablamos con Dios como personas singulares sino que entramos en el nosotros de la Iglesia que reza. De ese modo transformamos también nuestro yo, rezando con la Iglesia, con las palabras de la Iglesia, estando realmente en coloquio con Dios”[23].
En esta línea conviene recordar la doble perspectiva del ministerio sacerdotal: representa sacramentalmente a Cristo, “único mediador entre Dios y los hombres” (1Tim 2,5) que reúne y conduce a su pueblo, y representa también a la Iglesia, en cuyo servicio realiza su acción[24]. De ese modo el sacerdote no es una simple persona privada, es icono de Cristo y, al mismo tiempo, su acción en nombre de la Iglesiano sustituye la participación activa del pueblo fiel, sino que debe hacerla posible. El sacerdote debe tener siempre en cuenta que los fieles están llamados a tomar parte en la actio liturgica, no sólo a presenciarla. Como recordaba Juan Pablo II: “la celebración litúrgica es una acción sacra de toda la asamblea no sólo del clero”[25].
En resumen podemos decir que ni el sacerdote por sí, ni la comunidad por sí misma, son responsables de la liturgia; sino que lo es Cristo total, Cabeza y miembros. El sacerdote, la comunidad, cada uno es responsable en la medida en la que está unido con Cristo y en la medida en que lo representa en la comunidad de Cabeza y Cuerpo. Desde esta perspectiva es fundamental el principio de que “el verdadero sujeto de la liturgia es la Iglesia, concretamente la communio sanctorum de todos los lugares y de todos los tiempos”[26].
En cada celebración litúrgica coparticipa toda la Iglesia, cielos y tierra, Dios y los hombres. La liturgia cristiana, aunque se celebre solamente aquí y ahora, en un lugar concreto y exprese el sí de una comunidad determinada, es por naturaleza católica, proviene del todo y conduce al todo, en unidad con el Papa, con los obispos, con los creyentes de todas las épocas y lugares. Cuanto más una celebración está animada de esta conciencia, tanto más concretamente en ella se realiza el sentido de la liturgia. En realidad es lo que, de modo sintético, se lee en la exhortación postsinodal Sacramentum caritatis: “la belleza intrínseca de la liturgia tiene como sujeto propio a Cristo, resucitado y glorificado en el Espíritu Santo que, en su actuación, incluye a la Iglesia”[27].
El Concilio Vaticano II ha llamado la atención en diferentes ocasiones, y recordado de modo enérgico, que la liturgia en el lenguaje de la Iglesia significa “actio”[28], “actio Dei que nos une a Jesús a través de su Espíritu”[29]. Por ello se desea la “actuosa participatio”, la participación activa de todos los fieles. “Ciertamente, la renovación llevada a cabo en estos años ha favorecido notables progresos en la dirección deseada por los Padres conciliares. Pero no hemos de ocultar el hecho de que, a veces, ha surgido alguna incomprensión sobre el sentido de esta participación”[30]. La “actuosa participatio” ha sido, a menudo
− malentendida y reducida a su significado exterior, aquel de la necesidad de un obrar común, como si se tratase de poner en acción el mayor número posible de personas y con la mayor frecuencia[31].
− sobrecargada por una dimensión de permanente incitación al activismo participativo. Es lógico que uno se pregunte si la importancia dada por el movimiento litúrgico a la acción no ha hecho nacer una especie de exteriorización exagerada de las acciones de lo ministros, preocupados por el “hacer hacer” a los demás[32].
− vinculada con la exigencia de hacer que la liturgia sea más accesible a la comprensión de todos y más cercana a la sensibilidad general de los hombres. Esta relación, sin duda positiva, en ocasiones ha sido sinónimo de desacralización, de pérdida de la belleza o del sentido del misterio. No se debe despojar a la liturgia de los signos santos y de la belleza, que son necesarios para que sea verdaderamente actuado en la comunidad cristiana el misterio de la salvación y sea también comprendido bajo el velo de las realidades visibles, a través de una catequesis adecuada. “La sencillez, recordaba Juan Pablo II, no debe degenerar en emprobrecimiento de los signos, sino que los signos, sobre todo los sacramentales deben contener la mayor expresividad posible. El pan y el vino, el agua y el aceite, y también el incienso, las cenizas, el fuego y las flores, y casi todos los elementos de la creación tienen su lugar en la Liturgia como ofrenda al Creador y como aporte a la dignidad y belleza de la celebración”[33].
“En realidad la participación activa deseada por el Concilio se ha de entender en términos más sustanciales partiendo de una mayor toma de conciencia del misterios que se celebra y de su relación con la vida cotidiana”[34]. Como afirma Papa Francisco: “la Iglesia nos llama a tener y promover una vida litúrgica auténtica, a fin de que pueda haber sintonía entre lo que la liturgia celebra y lo que nosotros vivimos en nuestra existencia. Se trata de expresar en la vida lo que hemos recibido mediante la fe y lo que hemos celebrado (cf. Sacrosanctum Concilium, 10). El discípulo de Jesús no va a la iglesia sólo para cumplir un precepto, para sentirse bien con un Dios que luego no tiene que «molestar» demasiado. «Pero yo, Señor, voy todos los domingos, cumplo..., tú no te metas en mi vida, no me molestes». Esta es la actitud de muchos católicos, muchos. El discípulo de Jesús va a la iglesia para encontrarse con el Señor y encontrar en su gracia, operante en los sacramentos, la fuerza para pensar y obrar según el Evangelio. Por lo que no podemos ilusionarnos con entrar en la casa del Señor y «encubrir», con oraciones y prácticas de devoción, comportamientos contrarios a las exigencias de la justicia, la honradez o la caridad hacia el prójimo. No podemos sustituir con «honores religiosos» lo que debemos dar al prójimo, postergando una verdadera conversión. El culto, las celebraciones litúrgicas, son el ámbito privilegiado para escuchar la voz del Señor, que guía por el camino de la rectitud y de la perfección cristiana”[35]
Además, puesto que la muerte de Cristo en la Cruz y su resurrección constituyen el centro de la vida diaria de la Iglesia y la prenda de su Pascua eterna, “la liturgia tiene como primera función conducirnos constantemente a través del camino pascual inaugurado por Cristo, en el cual se acepta morir para entrar en la vida”[36].
Se presenta así como misión de los pastores formar con empeño constante a los fieles para que cuando participan en la Eucaristía, comprendan verdaderamente que, “cada vez que se celebra el memorial de la muerte del Señor, se realiza la obra de nuestra Redención”[37]. De ahí que el Concilio Vaticano II enseñe que todos los fieles “al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y cima de la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella”[38].
Recogen muy bien estas ideas la Plegaria Eucarística III cuando señala: “Réspice, quaésumus, in oblatiónem Ecclésiae tuae et, agnóscens Hóstiam, cuius voluísti immolatióne placári, concéde ut qui Córpore et Sánguine Fílii tui refícimur, Spíritu eius Sancto repléti, unum corpus et unus spíritus inveniámur in Christo. Ipse nos tibi perfíciat munus aetérnum, ut cum eléctis tuis hereditátem cónsequi valeámus”[39]. De este modo la Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. “No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado -apuntaba Benedicto XVI- sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega”[40]. En cada celebración de la Eucaristía no estamos únicamente frente a Dios sino que nos unimos a Él por la participación en la entrega de Jesús, en su cuerpo y en su sangre.
La formación litúrgica está llamada a hacer posible el camino de acercamiento a esta actio essential que constituye la liturgia. Se trata no tanto de aprender y ensayar acciones exteriores como de acercarnos al poder transformador de Dios que, a través del acontecimiento litúrgico, quiere transformarnos a nosotros mismos y al mundo. Ahí se encuentra la singularidad de la liturgia, especialmente eucarística, es Dios quien actúa y nosotros nos sentimos atraídos hacia esa acción. El hacer queda en un segundo plano y lo importante será dar paso a la acción de Dios. “Quien haya comprendido esto, entiende fácilmente que ya no se trata de mirar al sacerdote o dejar de mirarlo, sino de mirar al Señor, salir a su encuentro”[41].
Introducción
El arte de celebrar se encuentra entre los primeros instrumentos que hacen posible la tan necesaria formación litúrgica de sacerdotes y laicos. Como se lee en Sacramentum caritatis: “por lo que se refiere a la relación entre el ars celebrandi y la actuosa participatio, se ha de afirmar ante todo que la mejor catequesis sobre la Eucaristía es la Eucaristía misma bien celebrada”[42].
Este es el objetivo de cualquier liturgia celebrada, el ideal de la verdadera “ars celebrandi”: implicar a los fieles, hacerles comprender el significado de cuanto sucede. Cuando este tiene lugar se produce la participación activa de todos porque no sólo toman parte externamente de la celebración, sino que quedan profunda y espiritualmente implicados, de modo que entran en la acción de Cristo y de la Iglesia, y se produce en ellos un crecimiento de santidad y una transformación de su vida. En verdad la celebración litúrgica es participada de modo auténtico si en ella se alcanza el misterio de Cristo, que es el Salvador, y desde ella se recomienza interiormente cambiados y capaces de donarse sin reservas a Dios y a los hermanos[43].
Como recuerda Papa Francisco: “La constitución conciliar Sacrosanctum Concilium define la liturgia como «la primera y más necesaria fuente en la que los fieles beben el espíritu verdaderamente cristiano» (n. 14). Esto significa reafirmar el vínculo esencial que une la vida del discípulo de Jesús y el culto litúrgico. Esto no es ante todo una doctrina que se debe comprender, o un rito que hay que cumplir; es naturalmente también esto pero de otra forma, es esencialmente distinto: es una fuente de vida y de luz para nuestro camino de fe”[44].
Sin olvidar que “si bien es cierto que todo el Pueblo de Dios participa en la Liturgia eucarística, en el correcto ars celebrandi tienen un papel imprescindible los que han recibido el sacramento del Orden. Obispos, sacerdotes y diáconos, cada uno según su propio grado, han de considerar la celebración como su deber principal”[45].
En la Sacramentum caritatis se lee: “Una auténtica acción litúrgica expresa la sacralidad del Misterio eucarístico. Ésta debería reflejarse en las palabras y las acciones del sacerdote celebrante mientras intercede ante Dios, tanto con los fieles como por ellos”[46]. Un objetivo en el que se puede y debe mejorar también “en la celebración de la Misa según el Misal de Pablo VI donde se podrá manifestar, en un modo más intenso de cuanto se ha hecho a menudo hasta ahora, aquella sacralidad que atrae a muchos hacia el uso antiguo”[47].
Unas palabras de Mons. Javier Echevarría, refiriéndose a san Josemaría, nos pueden dar luces para introducir este último apartado: “Quería que en las acciones litúrgicas se fomentase una piedad honda y doctrinal, consecuencia de la participación de los asistentes, lejos de todo anonimato. Amaba las rúbricas y meditaba su contenido para alimentar la fe, pues en cada gesto sabía distinguir un signo que ayuda a tratar al Señor con nuevo encendimiento. Estaba persuadido de que aumentaban la devoción de los que oficiaban y participaban; y deseaba que no hubiese ninguna improvisación, para evitar distracciones ¡cómo acerca al Señor el rigor de la liturgia, cuando se hace con amor de Dios y con piedad!”[48].
De ahí que resulte lógico que “el primer modo con el que se favorece la participación del Pueblo de Dios en el Rito sagrado es la adecuada celebración del Rito mismo. El ars celebrandi es la mejor premisa para la actuosa participatio. El ars celebrandi proviene de la obediencia fiel a las normas litúrgicas en su plenitud, pues es precisamente este modo de celebrar lo que asegura desde hace dos mil años la vida de fe de todos los creyentes, los cuales están llamados a vivir la celebración como Pueblo de Dios, sacerdocio real, nación santa (cf. 1 P 2,4-5.9)”[49]. Esto se explica también porque “las palabras y los ritos litúrgicos son expresión fiel, madurada a lo largo de los siglos, de los sentimientos de Cristo y nos enseñan a tener los mismos sentimientos que él; conformando nuestra mente con sus palabras, elevamos al Señor nuestro corazón”[50].
Para desarrollar esos mismos sentimientos de Jesucristo en nosotros, el Benedicto XVI aconsejaba: celo, humildad y encontrar aquellos “espacios abiertos” que nos permitan respirar de nuevo[51] porque “quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo”[52]. Y como primero de estos “espacios abiertos” señalaba ante todo la celebración de la Santa Misa[53]. Necesitamos esos “espacios abiertos” porque la historia de amor entre Dios y los hombres “es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por concluido y completado... querer lo mismo y rechazar lo mismo, hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y los hombres consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más”[54].
En el principio de esa historia se encuentra la llamada del Señor a ser sus amigos. Ahí se encuentra también el núcleo, el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo. Amistad que significa comunión de pensamiento y de voluntad y en esta comunión de pensamiento con Jesús debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo en la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 2-5) pues no es algo meramente intelectual. Como centro de esa amistad, porque está al centro del servicio de Jesús como pastor, encontramos el misterio de la Cruz por el que se entrega a sí mismo y no sólo en un pasado lejano. En la sagrada Eucaristía, Jesús realiza esto cada día, se da a sí mismo mediante las manos del sacerdote. Por eso, con razón, en el centro de la vida sacerdotal está la sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz está siempre realmente presente entre nosotros[55].
Benedicto XVI, dirigiéndose a los sacerdotes, desarrollaba esta idea diciendo: “A partir de esto aprendemos también qué significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado: es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a sí mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo. La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida”[56].
De ahí brota el consejo claro: “No la celebremos con rutina como algo que de todos modos debemos hacer; celebrémosla desde dentro. Sumerjámonos en las palabras, en las acciones, en el acontecimiento que allí se realiza. Si celebramos la misa orando; si, al decir "Esto es mi cuerpo", brota realmente la comunión con Jesucristo que nos impuso las manos y nos autorizó a hablar con su mismo "yo"; si realizamos la Eucaristía con íntima participación en la fe y en la oración, entonces no se reducirá a un deber exterior, entonces el ars celebrandi vendrá por sí mismo, pues consiste precisamente en celebrar partiendo del Señor y en comunión con él, y por tanto como es preciso también para los hombres. Entonces nosotros mismos recibimos como fruto un gran enriquecimiento y, a la vez, transmitimos a los hombres más de lo que tenemos, es decir, la presencia del Señor”[57].
Como advertía con fuerza Papa Francisco: “Celebrar el verdadero culto espiritual quiere decir entregarse a sí mismo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). Una liturgia que estuviera separada del culto espiritual correría el riesgo de vaciarse, de perder su originalidad cristiana y caer en un sentido sagrado genérico, casi mágico, y en un esteticismo vacío”[58].
a) “Ars celebrandi” para estar con Él
A la pregunta ¿cómo se puede realizar ese estar con Él? responde Benedicto XVI, “lo primero y más importante para el sacerdote es la misa diaria, celebrada siempre con una profunda participación interior. Si la celebramos como verdaderos hombres de oración, si unimos nuestras palabras y nuestras acciones a la Palabra que nos precede y al rito de la celebración eucarística, si en la Comunión de verdad nos dejamos abrazar por él y lo acogemos, entonces estamos con Él”[59].
Como recordaba el Papa Benedicto XVI comentando la oración que se rezaba al revestirse el amito éste se colocaba primero sobre la cabeza simbolizando la disciplina de los sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna celebración de la santa Misa. “Nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupaciones y las expectativas de nuestra vida diaria; los sentidos no deben verse atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente quisiera secuestrar los ojos y los oídos. Nuestro corazón debe abrirse dócilmente a la palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para que nuestro pensamiento reciba su orientación de las palabras del anuncio y de la oración. Y la mirada del corazón se debe dirigir hacia el Señor, que está en medio de nosotros: eso es lo que significa ars celebrandi, el modo correcto de celebrar. Si estoy con el Señor, entonces al escuchar, hablar y actuar, atraigo también a la gente hacia la comunión con él”[60].
Así entramos en lo que podríamos calificar de primera dimensión del ars celebrandi, y de toda participación activa que es participación en la oración que Cristo dirige al Padre. Efectivamente“la celebratio es oración y coloquio con Dios, de Dios con nosotros y de nosotros con Dios. Por tanto, la primera exigencia para una buena celebración es que el sacerdote entable realmente este coloquio. Al anunciar la Palabra, él mismo se siente en coloquio con Dios. Es oyente de la Palabra y anunciador de la Palabra, en el sentido de que se hace instrumento del Señor y trata de comprender esta palabra de Dios, que luego debe transmitir al pueblo. Está en coloquio con Dios, porque los textos de la santa misa no son textos teatrales o algo semejante, sino que son plegarias, gracias a las cuales, juntamente con la asamblea, hablamos con Dios”[61].
Para que este celebrar “desde dentro” caracterice nuestro ars celebrandi también “hace falta, en concreto, fomentar, tanto en la celebración de la Misa como en el culto eucarístico fuera de ella, la conciencia viva de la presencia real de Cristo, tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, los movimientos y todo el modo de comportarse”[62]. En las celebraciones litúrgicas, recordaba san Josemaría, “además del Amor, debe urgirnos la necesidad de parecernos a Jesucristo, no solamente en lo interior, sino también en lo exterior, moviéndonos -en los amplios espacios del altar cristiano- con aquel ritmo y armonía de la santidad obediente, que se identifica con la voluntad de la Esposa de Cristo, es decir, con la Voluntad del mismo Cristo”[63].
Para conseguirlo, nos aconseja el prelado del Opus Dei, repasemos con frecuencia las oraciones y ceremonias del Ordinario de la Misa[64]. De igual modo más recientemente se lee en Sacramentum caritatis: “El ars celebrandi ha de favorecer el sentido de lo sagrado y el uso de las formas exteriores que educan para ello, como, por ejemplo, la armonía del rito, los ornamentos litúrgicos, la decoración y el lugar sagrado. Favorece la celebración eucarística que los sacerdotes y los responsables de la pastoral litúrgica se esfuercen en dar a conocer los libros litúrgicos vigentes y las respectivas normas, resaltando las grandes riquezas de laOrdenación General del Misal Romano y de la Ordenación de las Lecturas de la Misa. En las comunidades eclesiales se da quizás por descontado que se conocen y aprecian, pero a menudo no es así. En realidad, son textos que contienen riquezas que custodian y expresan la fe, así como el camino del Pueblo de Dios a lo largo de dos milenios de historia”[65].
Sin olvidar, que “hay modos de estar y de moverse en el presbiterio y ante el altar, de tratar los vasos sagrados, de realizar las lecturas, etc., que quizá nunca estuvieron explícitamente preceptuados, pero que siempre han sido, y serán, muestras de respeto, de urbanidad de la piedad -¡de amor!-, que sería lamentable descuidar por dejadez o por una mal entendida naturalidad. La liturgia es sagrada liturgia, y exige actitudes -interiores, en primer lugar, pero también exteriores- igualmente sagradas”[66]. Actitudes que están muy lejos tanto del ieratismo como de una familiaridad chata que banaliza las palabras y los gestos[67].
Especialmente en los sacerdotes, este ars celebrandi constituye una gran catequesis, cada vez más necesaria, pues “el Pueblo de Dios necesita ver, en los sacerdotes y en los diáconos, un comportamiento lleno de reverencia y de dignidad, que sea capaz de ayudarle a penetrar las cosas invisibles, incluso sin tantas palabras y explicaciones”[68]. “Me parece, decía Benedicto XVI, que la gente percibe si realmente nosotros estamos en coloquio con Dios, con ellos y, por decirlo así, si atraemos a los demás a nuestra oración común, si atraemos a los demás a la comunión con los hijos de Dios; o si, por el por el contrario, sólo hacemos algo exterior”[69]. Sin que esto implique un exhibicionismo que transforma la liturgia en “teatro” y que es fruto de un exceso de expresión sentimental o de la excesiva inspiración personal. En este caso el sacerdote deja de “ser signo” de Cristo, deja de ser su servidor para seducir, atraer a sí[70].
En esta línea resultan significativas y ayudan a profundizar en lo que estamos diciendo unas palabras de Papa Francisco: “a vestimenta sagrada del sumo sacerdote es rica en simbolismos; uno de ellos, es el de los nombres de los hijos de Israel grabados sobre las piedras de ónix que adornaban las hombreras del efod, del que proviene nuestra casulla actual, seis sobre la piedra del hombro derecho y seis sobre la del hombro izquierdo (cf. Ex 28,6-14). También en el pectoral estaban grabados los nombres de las doce tribus de Israel (cf. Ex 28,21). Esto significa que el sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo que se le ha confiado y llevando sus nombres grabados en el corazón. Al revestirnos con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires, que en este tiempo son tantos. De la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los trapos, sino presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado”[71]
A su vez, un adecuado arte de celebrar constituye un eficaz factor de unidad. Como recordaba Benedicto XVI, “la garantía más segura para que el Misal de Pablo VI pueda unir a las comunidades parroquiales y sea amado por ellas consiste en celebrar con gran reverencia de acuerdo con las prescripciones; esto hace visible la riqueza espiritual y la profundidad teológica de este Misal”[72].
Otro aspecto que es preciso cultivar con más esmero es la experiencia del silencio. Resulta necesario “para lograr la plena resonancia de la voz del Espíritu Santo en los corazones y para unir más estrechamente la oración personal con la palabra de Dios y la voz pública de la Iglesia” (Institutio generalis Liturgiae Horarum, 202)[73]. El silencio es también elemento fundamental del ars celebrandi. Uno de estos momentos de silencio, indicados por la misma liturgia y que no interrumpen la acción litúrgica, sino que forman parte integrante de ella, son las oraciones que el sacerdote reza en voz baja. Estas oraciones invitan al sacerdote a personalizar su tarea, a entregarse al Señor, también con su mismo yo[74]. Son al mismo tiempo, un modo excelente de encaminarse como los demás al encuentro del Señor, de manera enteramente personal, pero a la vez yendo junto con los otros[75]. Si bien los fieles no escuchan las oraciones secretas, el hecho mismo de ver al celebrante recitarlas les recuerda la importancia de esos gestos que se cumplen a lo largo de la celebración[76]. Estas oraciones se presentan pues como una ayuda para ese celebrar “desde dentro”, partiendo del Señor y en comunión con Él.
Junto al silencio y la necesidad de que el corazón se eleve realmente al Señor, aquel “Mens concordet voci” de San Benito, se deben añadir también cosas exteriores. El Papa Benedicto XVI recordaba en el encuentro con sacerdotes al que nos hemos referido en diversos momentos: “Debemos aprender a pronunciar bien las palabras. Cuando yo era profesor en mi patria, a veces los muchachos leían la sagrada Escritura, y la leían como se lee el texto de un poeta que no se ha comprendido. Como es obvio, para aprender a pronunciar bien, antes es preciso haber entendido el texto en su dramatismo, en su presente. Así también el Prefacio. Y la Plegaria eucarística. Para los fieles es difícil seguir un texto tan largo como el de nuestra Plegaria eucarística. Por eso, se han "inventado" siempre plegarias nuevas. Pero con Plegarias eucarísticas nuevas no se responde al problema, dado que el problema es que vivimos un tiempo que invita también a los demás al silencio con Dios y a orar con Dios. Por tanto, las cosas sólo podrán mejorar si la Plegaria eucarística se pronuncia bien, incluso con los debidos momentos de silencio, si se pronuncia con interioridad pero también con el arte de hablar. De ahí se sigue que el rezo de la Plegaria eucarística requiere un momento de atención particular para pronunciarla de un modo que implique a los demás”[77].
Se produce así aquel entrar con la mens en la vox de la Iglesia, del que hablábamos antes. El celebrante aprende que, en la celebración litúrgica, no habla con Dios como persona singular, sino que entra en el “nosotros” de la Iglesia que reza. Transforma su “yo”, rezando con la Iglesia, con las palabras de la Iglesia, estando realmente en coloquio con Dios. Sin olvidar que “esta ars celebrandi no busca invitar a una especie de teatro, de espectáculo sino a una interioridad que se hace sentir y se hace aceptable y evidente para la gente que asiste a la celebración. Sólo si ven que esta no es un ars exterior, espectacular -¡no somos actores!- sino que es la expresión del camino de nuestro corazón, que atrae incluso a nuestro propio corazón, entonces la liturgia se vuelve bella, se convierte en comunión de todos los presentes con el Señor”[78].
b) Recuperar el primado de Dios en la acción litúrgica por medio de la orientación espiritual unitaria de sacerdotes y laicos: versus Deum per Iesum Christum
Un último aspecto, en relación directa con ese arte del celebrar del que estamos hablando, lo constituye la necesaria recuperación de una orientación en nuestra oración litúrgica[79]. Se trata de conseguir hacer visible que toda celebración litúrgica es versus Deum per Iesum Christum. Es innegable observar que la orientación, entendida como expresión de la dimensión escatológica de la celebración eucarística y como narración del pueblo de Dios en camino hacia el Reino, a menudo está hoy ausente de nuestras celebraciones litúrgicas.
Se tiene la impresión de que la asamblea de los fieles está desorientada, o bien que nunca haya en la oración aquella dirección única y clara que sea capaz de expresar y significar su tensión escatológica. La orientación litúrgica, que es el dirigirse la asamblea para rezar en una única dirección, queda como un elemento que espera ser recuperado en todo su valor[80]. En realidad, cuando se olvidan este valor y su significación tradicional, la asamblea se concibe, a veces, como comunidad cerrada sobre sí misma deformándose de esta manera[81].
Como afirmaba Benedicto XVI, “en verdad, la liturgia es un proceso por el que uno se deja introducir en la gran fe y la gran oración de la Iglesia. Por ese motivo, los primeros cristianos rezaban hacia Oriente, hacia el sol naciente, símbolo de Cristo que vuelve. Con ello querían señalar que el mundo entero está de camino hacia Cristo y que Él abarca este mundo en su totalidad”[82].
Lo que hoy en día llamamos “dar la espalda al pueblo por parte del sacerdote” era originariamente, como ha señalado repetidas veces J. A. Jungmann, un volverse tanto el sacerdote como el pueblo hacia el acto común de la adoración trinitaria[83]. Ambos sabían que caminaban juntos hacia el Señor. Pueblo y sacerdote no se cierran en un círculo, no se miran unos a otros, sino que como pueblo de Dios en camino, se ponen en marcha hacia Cristo que avanza y sale a nuestro encuentro. No nos reunimos en la iglesia para quedarnos en ella, sino para ponernos en marcha hacia una peregrinación común en el mundo actual por el que tenemos que pasar en dirección al Reino eterno, la presencia escatológica del Dios vivo. Por tanto, la iglesia cristiana, como antes hizo la sinagoga, debería estar orientada a lo largo de un eje común para que la celebración encarnara el paso de un foco a otro: primero la llamada de la Palabra de Dios y luego la subida al altar y, más allá del altar visible, nuestro viaje por este mundo en dirección al mundo venidero.
Así lo vemos en la liturgia de los primeros siglos, “al término de la liturgia de la Palabra, durante la cual los fieles están de pie, rodeando la cátedra del obispo, todos juntos se dirigen al altar, donde resuena la voz: Conversi ad dominum, dirigíos hacia el Señor, es decir, mirad junto con el obispo hacia el oriente en el sentido de las palabras de la carta a los Hebreos: Fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe(Hb 12, 2). La liturgia eucarística se realiza con la mirada puesta en Jesús, es una mirada dirigida hacia Él. La liturgia tiene, por tanto, dos lugares en la estructura de la Iglesia primitiva. El primero de ellos es el de la liturgia de la Palabra, en el centro del espacio, durante la cual, los fieles se agrupan en torno al bema, el terreno elevado, en el que se encontraban el trono del Evangelio, la silla del obispo y el ambón. Después, la celebración eucarística propiamente dicha, tiene lugar en el ábside, junto al altar que es “rodeado” por los fieles que, juntamente con el celebrante, miran hacia el oriente, hacia el Señor que viene”[84].
Esta reorientación de todos hacia el exterior tenía como punto de referencia común el Oriente, es decir, incorporaba el simbolismo cósmico en la celebración comunitaria. El verdadero espacio y el verdadero marco de la celebración eucarística es todo el cosmos. De ahí que Ratzinger afirme: “la liturgia cristiana es un acontecimiento cósmico –la creación reza con nosotros, nosotros rezamos con la creación y de ese modo se abre contemporáneamente el camino para la nueva creación que todas las criaturas esperamos”[85].
Mediante la orientación se hacía patente la dimensión cósmica de la Eucaristía. El oriente, además de símbolo del sol naciente, también lo era de la Resurrección y de esperanza en la parusía. Volverse comunitariamente en esa dirección implica por tanto, además de la posición cósmica, una manera de entender la Eucaristía desde la perspectiva de la teología de la Resurrección, y de la Trinidad, así como la interpretación escatológica, una teología de la esperanza, en la que cada Misa es un caminar hacia la venida de Cristo. En pocas palabras “volverse hacia el altar” era en realidad la expresión de una visión cósmico–parusial de la celebración eucarística.
Como afirma Benedicto XVI en Luz del mundo: “esta relación con el cielo y la tierra es muy importante. No es casual que las antiguas iglesias estuviesen construidas de tal modo que el sol proyectase su luz en el templo en un momento muy determinado. Justamente hoy, cuando tomamos nuevamente conciencia de la importancia de las interacciones entre la Tierra y el universo, debería reconocerse también el carácter cósmico de la liturgia”[86].
El significado intrínseco de este gesto litúrgico, rezar en una misma dirección, trasciende el hecho de dirigirse simplemente hacia uno de los puntos cardinales. En realidad “la orientación litúrgica” en sentido ideal puede también prescindir de un estrecho contexto geográfico. De lo que se trata es de la orientación común del sacerdote y de la asamblea en la oración litúrgica: “es una orientación hacia el Señor, es decir, hacia el Padre, por medio de Cristo, en el Espíritu Santo”[87]. Por ello probablemente no hay que fijarse tanto en la materialidad de la antigua tradición como en su sentido[88]. Si de verdad el símbolo material no puede conservarse, conviene encontrar alguna otra manera de expresar su sentido. Por eso, descubrir que el cosmos no es ajeno a nosotros, mostrar visiblemente que la oración abarca la creación entera, no supone una huida romántica hacia lo antiguo, sino el redescubrimiento de lo esencial, en lo que la liturgia expresa su orientación permanente. Por otra parte el hecho de que la celebración eucarística tenga una orientación escatológica, de que no sea un punto final, sino que espere su consumación en el futuro debe subrayarse de algún modo.
Una indicación válida la encuentra Benedicto XVI en la praxis de los primeros siglos, cuando Oriente e imagen de la cruz, así como orientación cósmica e histórico–salvífica de la devoción, están fundidas. En la imagen de la cruz se expresa a la vez el memorial de la Pasión, la fe en la Resurrección y la esperanza de la parusía. La mirada dirigida a la cruz también resume en sí misma, de algún modo, la teología de los iconos, que es una teología de la encarnación y de la transfiguración. Por todo ello “allí donde la orientación de unos y otros hacia el este no es posible, la cruz puede servir como el oriente interior de la fe. La cruz debería estar en el centro del altar y ser el punto de referencia común del sacerdote y la comunidad que ora”[89].
Esta posición de la cruz en el centro del altar indica la centralidad del crucifijo en la celebración eucarística y la orientación exacta que toda la asamblea está llamada a tener durante la liturgia eucarística: no nos miramos unos a otros sino que se mira a Aquél que ha nacido, muerto y resucitado por nosotros, el Salvador. Es a él, de quien toda salvación proviene, el sol que surge, a quien todos hemos de dirigir nuestra mirada, de quien hemos de recibir el don de la gracia[90].
Benedicto XVI afirma en el Prefacio del volumen XI de sus Obras completas: “El resultado es claro: la idea de que sacerdote y pueblo deben mirarse recíprocamente durante la oración se formó solo en la época moderna y es totalmente extraña en el antiguo cristianismo. Sacerdote y pueblo no oran uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. Por eso miran durante la oración en la misma dirección: hacia el este, como símbolo cósmico del Señor que llega, o, cuando esto no era posible, hacia la imagen de Cristo en el ábside, hacia una cruz o simplemente hacia arriba, como hizo el Señor durante la oración sacerdotal en la noche antes de su pasión (Jn 17,1). Entre tanto, se impone afortunadamente cada vez más la sugerencia que hice al final de referido capítulo en mi libro: no hacer nuevas construcciones, sino colocar simplemente en medio del altar la cruz, hacia la que miran sacerdote y fieles a la vez, dejándose así conducir hacia el Señor, al que rezamos todos unidos”[91].
En un uso exagerado y mal interpretado de la celebración versus populum, recordaba el entonces cardenal Ratzinger, “se han quitado sistemáticamente las cruces del centro del altar, para no impedir que se vean el celebrante y el pueblo”[92]. Es este “uno de los fenómenos verdaderamente absurdos de los últimos decenios: colocar la cruz a un lado para ver al sacerdote”[93]. En realidad no sólo “conviene no confundir la participación en la celebración con el simple hecho de mirarla”[94], sino que la cruz del altar no es un obstáculo para verse, sino el punto de referencia común. “Me atrevería a lanzar la tesis de que la cruz en el altar no sólo no es un obstáculo, sino que es requisito de la celebración versus populum. De esta manera quedaría clara la diferencia entre liturgia de la palabra y canon. Mientras que la primera es predicación y, en consecuencia, atención directa, el segundo es adoración común, en el que hoy como ayer invocamos: “Conversi ad Dominum”, ¡volvámonos hacia el Señor, convirtámonos al Señor”[95].
Los protagonistas del debate sobre la orientación del altar y del celebrante ponen de manifiesto cómo la figura del presbítero que reza en la misma dirección de la asamblea, es expresión del carácter sacrificial de la Misa, mientras que por el contrario, la elección de la celebración versus populum responde mejor a la naturaleza convivial de la Eucaristía. Siguiendo esta explicación se podría decir que “el ideal” sería que el celebrante celebrase mirando al pueblo en aquellos ritos que manifiestan más inmediatamente el carácter convivial –liturgia de la palabra– y que durante la plegaria eucarística ambos, sacerdote y pueblo fiel, miren al Señor, hagan realidad aquel “versus Deum per Iesum Christum”[96].
Juan José Silvestre
Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma
Fuente: collationes.org.
[1] PÍO XII, Carta enc. Mediator Dei, Acta Apostolicae Sedis 39 (1947), 532. Utilizamos la trad. española: H. DENZINGER – P. HÜNERMANN, El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum Definitionum et Declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona 20002, n. 3843.
[2] Cf. CATECISMO IGLESIA CATÓLICA, nn. 1070, 1089.
[3] CONCILIO VATICANO II, Const. Sacrosanctum concilium, n. 7.
[4] FRANCISCO, Mensaje a los participantes en el Simposio “Sacrosanctum Concilium. Gratitud y compromiso por un gran movimiento eclesial”, 18.II.2014.
[5] CATECISMO IGLESIA CATÓLICA, n. 1153.
[6] JUAN PABLO II, Carta apost. Vicesimus quintus annus, n. 7.
[7] Cf. CONCILIO VATICANO II, Const. Sacrosanctum concilium, n. 33.
[8] JUAN PABLO II, Mensaje a la Asamblea plenaria de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (21.IX.2001).
[9] BENEDICTO XVI, Discurso a los monjes cistercienses de la abadía de Heiligenkreuz, 9-IX-2007.
[10] Ibidem.
[11] J. RATZINGER, Un canto nuevo para el Señor, Ed. Sígueme, Salamanca 1999, p. 138.
[12] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1136.
[13] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1140.
[14] CONCILIO VATICANO II, Const. Dogmática Lumen Gentium, n. 10.
[15] Cf. CONCILIO VATICANO II, Const. Dogmática Lumen Gentium, n. 10.34; Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2.
[16] CONCILIO VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 7.
[17] Cf. CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2 y 15.
[18] JUAN PABLO II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, 29. En nota 59 y 60 se reproducen las intervenciones magisteriales del siglo XX sobre este punto: “El ministro del altar actúa en la persona de Cristo en cuanto cabeza, que ofrece en nombre de todos los miembros”.
[19] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1142.
[20] BENEDICTO XVI, Homilía de la Misa Crismal, Basílica de san Pedro 5-IV-2007.
[21] PÍO XII, Carta encíclica Mystici Corporis cit. en Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1119.
[22] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1144.
[23] BENEDICTO XVI, Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Albano, 31.VIII.2006.
[24] Cf. BENEDICTO XVI, Exh. apost. postsinodal Sacramentum caritatis, n. 23.
[25] JUAN PABLO II, Exh. apost. postsinodal Christifideles laici, n. 61.
[26] Cf. J. RATZINGER, Un canto nuevo para el Señor, p. 139.
[27] BENEDICTO XVI, Exh. apost. postsinodal Sacramentum caritatis, n. 36.
[28] Cf. CONCILIO VATICANO II, Const. Sacrosanctum concilium, nn. 7, 11, 25, 28.
[29] BENEDICTO XVI, Exh. apost. postsinodal Sacramentum caritatis, n. 37.
[30] BENEDICTO XVI, Exh. apost. postsinodal Sacramentum caritatis, n. 52.
[31] Cf. J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia, Ediciones Cristiandad, Madrid 20022, p. 195.
[32] Cf. Y. HAMELINE, “Observations sur nos manières de célébrer”, La Maison-Dieu 192 (1992), p. 11.
[33] JUAN PABLO II, Carta apost. Vicesimus quintus annus, n. 10. La misma idea: “Para una adecuada ars celebrandi es igualmente importante la atención a todas las formas de lenguaje previstas por la liturgia: palabra y canto, gestos y silencios, movimiento del cuerpo, colores litúrgicos de los ornamentos. En efecto, la liturgia tiene por su naturaleza una variedad de formas de comunicación que abarcan todo el ser humano. La sencillez de los gestos y la sobriedad de los signos, realizados en el orden y en los tiempos previstos, comunican y atraen más que la artificiosidad de añadiduras inoportunas“ (BENEDICTO XVI, Exh. apost. postsinodal Sacramentum caritatis, n. 40).
[34] BENEDICTO XVI, Exh. apost. postsinodal Sacramentum caritatis, n. 52.
[35] FRANCISCO, Homilía III Domingo de Cuaresma, 7.III.2015.
[36] JUAN PABLO II, Carta apost. Vicesimus quintus annus, n. 6.
[37] Cf. MISAL ROMANO, Misa vespertina “In Cena Domini”, oración sobre las ofrendas.
[38] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 11.
[39] MISAL ROMANO, Prex Eucharistica III.
[40] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus caritas est, n. 13.
[41] J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia, p. 199.
[42] BENEDICTO XVI, Exh. apost. postsinodal Sacramentum caritatis, n. 64.
[43] Cf. G. MARINI, “L’oggi del Natale”, L’Osservatore Romano 24-25 dicembre 2007.
[44] FRANCISCO, Homilía III Domingo de Cuaresma, 7.III.2015.
[45] BENEDICTO XVI, Exh. apost. postsinodal Sacramentum caritatis, n. 39.
[46] Ibidem.
[47] BENEDICTO XVI, Carta a los Obispos que acompaña a la Carta apost. Motu Proprio data Summorum Pontificum, 7-VII-2007.
[48] J. Echevarría, Memoria del Beato Josemaría, p. 244.
[49] BENEDICTO XVI, Exh. apost. postsinodal Sacramentum caritatis, n. 38.
[50] CONGREGATIO PRO CULTU DIVINO ET DISCIPLINA SACRAMENTORUM, Instr. Redemptionis Sacramentum, n. 4.
[51] BENEDICTO XVI, Discurso a los sacerdotes y diáconos permanentes, Frisinga 14.IX.2006.
[52] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus caritas est, n. 7.
[53] Cf. JUAN PABLO II, Carta apost. Dies Domini, n. 34.
[54] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus caritas est, n. 17.
[55] Cf. BENEDICTO XVI, Homilía Misa Crismal, Basílica de san Pedro 13-IV-2006.
[56] BENEDICTO XVI, Ordenación sacerdotal, Basílica de san Pedro 7-V-2006.
[57] BENEDICTO XVI, Discurso a los sacerdotes y diáconos permanentes, Frisinga 14.IX.2006.
[58] FRANCISCO, Mensaje a los participantes en el Simposio “Sacrosanctum Concilium. Gratitud y compromiso por un gran movimiento eclesial”, 18.II.2014.
[59] BENEDICTO XVI, Vísperas marianas con religiosos y seminaristas. Homilía en la Basílica de Santa Ana de Altötting, 11.IX.2006.
[60] BENEDICTO XVI, Homilía de la Misa Crismal, Basílica de san Pedro 5-IV-2007.
[61] BENEDICTO XVI, Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Albano, 31.VIII.2006.
[62] JUAN PABLO II, Carta apost. Mane nobiscum Domine, n. 18.
[63] Cf. SAN JOSEMARÍA, Forja, n. 833.
[64] J. Echevarría, Carta pastoral, 1.XII.2004.
[65] BENEDICTO XVI, Exh. apost. postsinodal Sacramentum caritatis, n. 40.
[66] Á. del Portillo, Carta pastoral, 15.X.1991.
[67]Cf. E. BIANCHI, “Ars celebrandi. L’Eucaristia, fonte della spiritualità del presbitero”, La Rivista del Clero italiano 2007/5, p. 328. “Quando il presbitero entre nell’assemblea eucaristica, non vi entra come un qualsiasi fedele, perché egli fa segno al Cristo veniente in mezzo ai suoi, fa segno quando predica la Parola all’ambole, fa seguno al Cristo quando spezza il pane eucaristico... C’è un modo di camminare, di sedersi, di parlale, di fare gesti, che se rimane inscritto nella banalità dei gesti comuni e quotidiani, non fa segno, anzi ostacola la possibilità di ‘vedere oltre’ da parte di chi partecipa alla liturgia. Si è vero che le azione sono umane e tali restano nella liturgia –prendere il pane, spezzarlo, mangiare, accendere un cero, aprire un libro-, ma per fare segno devono essere strappate alla logica utilitarista o, peggio, a quella di un comportamento distrato, meccanico, abitudinario, per essere investite di un nuovo significato nel contesto rituale e sacramentale cristiano” (Ibidem, p. 333-334).
[68] JUAN PABLO II, Mensaje a la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, 21.IX.2001.
[69] BENEDICTO XVI, Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Albano, 31.VIII.2006.
[70] “Es necesario, por tanto, que los sacerdotes sean conscientes de que nunca deben ponerse ellos mismos o sus opiniones en el primer plano de su ministerio, sino a Jesucristo. Todo intento de ponerse a sí mismos como protagonistas de la acción litúrgica contradice la identidad sacerdotal. Antes que nada, el sacerdote es servidor y tiene que esforzarse continuamente en ser signo que, como dócil instrumento en sus manos, se refiere a Cristo. Esto se expresa particularmente en la humildad con la que el sacerdote dirige la acción litúrgica, obedeciendo y correspondiendo con el corazón y la mente al rito, evitando todo lo que pueda dar precisamente la sensación de un protagonismo inoportuno. Recomiendo, por tanto, al clero profundizar siempre en la conciencia del propio ministerio eucarístico como un humilde servicio a Cristo y a su Iglesia. El sacerdocio, como decía san Agustín, es amoris officium,(74) es el oficio del buen pastor, que da la vida por las ovejas (cf. Jn 10,14-15)” (BENEDICTO XVI, Exh. apost. postsinodal Sacramentum caritatis, n. 23).
[71] FRANCISCO, Homilía en la Santa Misa Crismal, 28.III.2013.
[72] BENEDICTO XVI, Carta a los Obispos que acompaña a la Carta apost. Motu Proprio data Summorum Pontificum, 7-VII-2007.
[73] JUAN PABLO II, Carta apost. Spiritus et Sponsa, n. 13.
[74] Como presidente, el sacerdote pronuncia las oraciones en nombre de la Iglesia y de la comunidad congregada, mientras que algunas veces lo hace solamente en su nombre, para poder cumplir su ministerio con mayor atención y piedad. De tal manera que las oraciones que se proponen antes de la lectura del Evangelio, en la preparación de los dones, así como antes y después de la Comunión, se dicen en secreto” (Instrucción General del Misal Romano, n. 33).
[75] Cf. J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia, p. 237-238.
[76] Cf. E. LODI, “Les prières privées du prêtre dans le déroulement de la messe romain” en L'Eucharistie: célebrations, rites, piétés, BEL Subsidia 79, CLV-Edizioni Liturgiche, Roma 1995, p. 257.
[77] BENEDICTO XVI, Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Albano, 31.VIII.2006.
[78] Cf. BENEDICTO XVI, Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Albano, 31.VIII.2006.
[79] Sobre este punto el entonces cardenal Ratzinger ha publicado diversos artículos y se ha referido a algunos autores que recogen ideas compartidas por él. Benedicto XVI en el Prefacio al vol. XI de sus Obras completas afirma: “habían sido publicados dos excelentes trabajos en los que la cuestión de la orientación de la oración en la Iglesia de los primeros siglos se aclaraba de modo convincente. Me refiero en primer lugar al importante librito de U. M. LANG, Conversi ad Dominum. Zu Geschichte und Theologie christlichen Gebetsritchtung(Johannes Verlag Einsiedeln, Freiburg 2003) y muy especialmente a la gran contribución de S. Heid, “Gebetshaltung und Ostung in der frühchristlichen Zeit”, RAC 72 (2006) 347-404“ (BENEDICTO XVI, Obras completas, vol. XI, Teología de la liturgia, XIV). El libro de Lang que está traducido al español cuenta con un Prefacio del mismo cardenal Ratzinger en el que tomando pie de la respuesta de la CCDDS hace unas consideraciones especialmente ilumiantes sobre el tema de la orientación del altar. Cf. U. M. LANG, Volverse hacia el Señor. Orientación en la plegaria litúrgica, Ed. Cristiandad, Madrid 2007. Para la respuesta de la Congregación para el Culto Divino cf. CONGREGATIO PRO CULTU DIVINO ET DISCIPLINA SACRAMENTORUM, I Responsum Congregationis die 25 septembris 2000, Prot. No. 2036/00/L, Communicationes 32/2 (2000) 171.
[80] Cf. E. BIANCHI, Del discurso de apertura del IV Convenio litúrgico Internacional, “Lo spazio liturgico e il suo ordinamento”, Bose 1-3 junio 2006, “Riorientare la preghiera liturgica” en Avvenire, 1.VI.2006.
[81] Cf. R. BLAZQUEZ, “Liturgia y teología en Joseph Ratzinger” en J. S. MADRIGAL-TERRAZAS (ed.), El pensamiento de Joseph Ratzinger, San Pablo, Madrid 2009, 317.
[82] BENEDICTO XVI, Luz del mundo, 118.
[83] “El gran liturgo J. A. Jungmann, que ha influido decisivamente en la Constitución sobre Liturgia del Concilio y ha colaborado de una manera importante también en la reforma postconciliar, ha rechazado expresamente esta fórmula negativa como desorientadora. No hay que hablar –dijo él- del apartamiento (Abwendung) del sacerdote del pueblo, sino de la igualdad de dirección (Gleichwendung) del sacerdote con su pueblo. De hecho, se trata de eso: en la liturgia de la Palabra el sacerdote anuncia al pueblo la Palabra de Dios y por eso es claro que en ese momento tiene que estar vuelto al pueblo (lo que antes del Concilio por desgracia no era el caso). Durante la Plegaria Eucarística, ora él con el pueblo y por el pueblo, y por eso debe estar en la misma dirección que el pueblo. Jungmann subrayó esto también con la advertencia de que la imagen de la Eucaristía no es un círculo cerrado, sino la procesión abierta hacia delante, en la que la Iglesia sale en comunidad al encuentro del Señor que viene: el sacerdote va delante, pero camina en la misma dirección de todos los demás” (J. RATZINGER, “Respuesta del cardenal Joseph Ratzinger a Pere Farnés”, Phase 252 (2002) 510-511).
[84] J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia, 94.
[85] J. RATZINGER, Presentación de la edición coreana de Introducción al espíritu de la liturgia.
[86] BENEDICTO XVI, Luz del mundo, 118.
[87] J. RATZINGER, “Prólogo” en U. M. LANG, Volverse hacia el Señor, Ed. Cristiandad, Madrid 2007, 14.
[88] En el contexto de la Semana de oración por la unidad de los cristianos de 2008 afirmaba Benedicto XVI: “En la liturgia de la Iglesia antigua, después de la homilía del obispo o del que presidía la celebración, el celebrante principal decía: "Conversi ad Dominum". A continuación, él mismo y todos se levantaban y se volvían hacia Oriente. Todos querían mirar hacia Cristo. Sólo convertidos, sólo con esta conversión a Cristo, con esta mirada común dirigida a Cristo, podemos encontrar el don de la unidad” (BENEDICTO XVI, Audiencia general, 23.I.2008). En la homilía de la Vigilia pascual de ese mismo año también desarrollaba esta idea: “En la Iglesia antigua existía la costumbre de que el obispo o el sacerdote, después de la homilía, exhortara a los creyentes exclamando: «Conversi ad Dominum», «Volveos ahora hacia el Señor». Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el este, en la dirección por donde sale el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse interiormente hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios vivo, hacia la luz verdadera” (BENEDICTO XVI, Homilía en la Vigilia Pascual, 22.III.2008).
[89] J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia, 105.
[90] “P. Farnés nos dice que los fieles no tendrían que mirar a la cruz (como yo, siguiendo una antiquísima tradición he propuesto), sino al sacerdote. Porque en la cruz está Cristo solo figurado, mientras que en el sacerdote está realmente presente porque el sacerdote representa a Cristo (pág. 72). Esta es una argumentación que se repite mucho últimamente, pero según mi convicción es precisamente lo contrario. Es verdad que en el momento culminante de la Plegaria Eucarística el sacerdote actúa in persona Christi, pero en la mayor parte de la Plegaria él habla y actúa con el pueblo y por el pueblo, como bien da a entender en seguida, por otra parte una mirada a la forma del lenguaje de la Plegaria que habla del Nosotros al Tú: el Tú es el Dios Trino, y el Nosotros son ‘nos servi tui sed et plebs tua sancta’. Ambos juntos forman aquel Nosotros que se dirige al Padre por Cristo en el Espíritu Santo. La representación del sacerdote se realiza en el acto sacramental, en el que con respeto y estremecimiento se puede hablar y actuar en nombre de Cristo, pero no quiere decir que haya que mirar al sacerdote, como si él fuera en su figura física un icono de Cristo. Él debe intentar llegar a serlo por su vida, pero pertenece precisamente a ello que él, junto con los fieles, mire a Cristo para poder imitarlo. El traslado de la representación de Cristo a la forma física del sacerdote, que P. Farnés y otros nos ofrecen, lleva a la falsa divinización del sacerdote, de la que deberíamos liberarnos cuanto antes. No, cada vez me resulta más insoportable ver cómo la cruz se deja a un lado para que se pueda ver al sacerdote. El carácter esencial de la Iglesia como una procesión, como un caminar orante hacia el Señor, se oscurece así de una manera inadecuada” (J. RATZINGER, “Respuesta del cardenal Joseph Ratzinger a Pere Farnés”, Phase 252 (2002) 511-512).
[91] BENEDICTO XVI, Prefacioen J. RATZINGER, Obras completas, vol. XI, Teología de la liturgia, XV.
[92] J. RATZINGER, La fiesta de la fe, 193.
[93] J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia, 106.
[94]L. BOUYER, Architecture et liturgie, Éd. du Cerf, Paris 1967. Trad. española: Arquitectura y liturgia, Grafite Ediciones, Bilbao 2000, 41. La misma idea también: S. SCHLOEDER, Architecture in Communion, Ignatius Press, San Francisco 1998. Trad. italiana: L’Architettura del Corpo Mistico. Progettare chiese secondo il Concilio Vaticano II, Edizioni L’Epos, Palermo 2005, 107-108.
[95] J. RATZINGER, La fiesta de la fe, 193-194.
[96] “La opinión general va por otros caminos. Está condicionada por el carácter comunitario, fuertemente sentido, de la celebración eucarística, en la que el sacerdote y la comunidad se encuentran frente a frente en una relación de diálogo. También esto es una dimensión de la Eucaristía. El peligro está en el hecho de que lo comunitario convierte a la comunidad en un círculo cerrado y no percibe la explosiva dinámica trinitaria que otorga a la Eucaristía su grandeza” (J. RATZINGER, La fiesta de la fe, 190).
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