Breves reflexiones que buscan sólo subrayar la relevancia pastoral del aspecto objetivo de justicia en las situaciones llamadas irregulares
La reciente exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia (AL) del Papa Francisco sobre el amor en la familia (19 marzo 2016), ha enfocado desde el punto de vista pastoral la cuestión de los fieles divorciados que se han vuelto a casar civilmente, y otras situaciones en contraste manifiesto y estable con el bien del verdadero matrimonio. En el capítulo VIII, titulado de modo sugestivo «Acompañar, discernir e integrar la fragilidad», siguiendo de cerca las conclusiones de los dos Sínodos de Obispos por él convocados acerca de la familia, el Santo Padre invita a una actitud pastoral, positiva y gradual, llena de misericordia y esperanza, ante todas esas situaciones, de manera que no se excluya a nadie ni se le dé por perdido. Se pone de relieve la variedad de esas situaciones y su distinto grado de oposición al designio divino sobre el matrimonio y la familia, la complejidad de los casos singulares que han de ser objeto de discernimiento, y los diversos grados de responsabilidad moral en las personas implicadas. En el contexto de la exhortación, resulta claro que la realización de ese ambicioso programa pastoral requiere el redescubrimiento del verdadero amor conyugal y familiar, que constituyen el centro del documento (cfr. AL, cap. IV y V), y el impulso de una pastoral y una espiritualidad del vínculo matrimonial habitado por el amor divino (cfr. AL, 211 y 315).
En el marco de tantos comentarios iniciales sobre Amoris laetitia, estas breves reflexiones buscan sólo subrayar la relevancia pastoral del aspecto objetivo de justicia en las situaciones llamadas irregulares (cfr. AL, 296-300). El mismo documento, que tanta importancia da a la dimensión subjetiva (cfr. AL, 301-303), tiene presente la realidad de lo que tradicionalmente se ha llamado “pecado objetivo” (cfr. AL, 297), así como la plenitud del “ideal objetivo” hacia el que se tiende (cfr. AL, 303). Como antecedentes inmediatos, que no han sido contradichos por el nuevo documento papal, conviene recordar que la exhortación apostólica Familiaris consortio de San Juan Pablo II (22-XI-1981) enfoca objetivamente la imposibilidad de que los divorciados que se casan otra vez sean admitidos a la Comunión eucarística: «Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio» (n. 84). En el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) se recuerda que: «Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales». La Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 14-IX-1994, citando el texto de Familiaris consortio, 84, comenta: «Esta norma de ninguna manera tiene un carácter punitivo o en cualquier modo discriminatorio hacia los divorciados vueltos a casar, sino que expresa más bien una situación objetiva que de por sí hace imposible el acceso a la Comunión eucarística» (n. 4; los subrayados de estas citas son añadidos).
Para comprender mejor la relación de esta dimensión objetiva con la recepción de los sacramentos, conviene considerar que en el plan de Dios sobre el matrimonio y la familia en la Iglesia, la vida matrimonial y familiar según el bien integral de los cónyuges y de los hijos forma parte de la vida eclesial, cuyo centro es la sagrada liturgia, ante todo la santísima Eucaristía. La comunión eclesial comprende y exige la armonía entre los dos aspectos, la cual es don de Dios y responsabilidad de los fieles, y posee una indudable dimensión de justicia intraeclesial, es decir implica el respeto delicado de los derechos del otro cónyuge, de los hijos de esa unión, de toda la Iglesia. Por lo demás, también los fieles no casados están llamados a vivir la misma armonía entre su vocación cristiana como célibes y su participación en la vida de la Iglesia, en primer lugar en la liturgia, y también en ese caso ellos han de conducirse de acuerdo con las exigencias de lo que es justo en la Iglesia.
En este contexto la cuestión concreta sobre la admisión a los sacramentos de los fieles divorciados vueltos a casar civilmente, y más en general de los fieles que viven relaciones en el orden afectivo-sexual que no son matrimoniales, se aclara más si se tiene presente que su situación es contraria a lo que la justicia requiere de ellos como aspecto esencial de su comunión eclesial. Es frecuente plantear este tema como si esas situaciones constituyeran un pecado como cualquier otro, sin especificar su aspecto de injusticia. Se argumenta entonces que, como todo pecado, el de estos fieles siempre podría ser perdonado mediante el sacramento de la penitencia, si se dan las condiciones generales para ese perdón, y teniendo en cuenta las circunstancias que pueden influir en la responsabilidad moral. De este modo la denegación, o si se prefiere la dilación, de la penitencia sacramental y de la Comunión eucarística se perciben como opuestas a la amplitud y profundidad de la misericordia divina. También cuando se defiende la praxis tradicional se suele esgrimir el argumento moral del pecado, haciendo presente que se trata de un pecado que objetivamente continúa en el tiempo. No faltan quienes precisan que no se trata de un pecado en sentido propio, sino de una situación objetivamente desordenada, en contradicción con el misterio de amor que es la Eucaristía. De todos modos, no suele ponerse de relieve que se trata de una injusticia.
A mi juicio, la situación resulta mucho más clara si es presentada en la óptica de la justicia en la Iglesia, entre otras razones porque así se comprende la posibilidad de que la dimensión objetiva pueda tener una relevancia manifiesta y estable. Lo justo entre marido y mujer es ante todo reconocerse como tales y comportarse coherentemente. La fidelidad conyugal es un mutuo deber de justicia, un bien al que el otro tiene derecho, en la medida en que se han dado y aceptado mutuamente en toda la profundidad y extensión de su dimensión personal respectivamente masculina y femenina. Como sucede con todos los deberes de justicia, en virtud de la exterioridad y alteridad que los caracteriza, es posible que lo justo se viva de muchos modos, con mayor o menor convicción y amor. Por lo mismo, la injusticia de la infidelidad puede darse de maneras subjetivamente muy diversas, desde un pecado lúcida y deliberadamente elegido en toda su gravedad, hasta una actitud muy superficial que casi no capta el valor de la fidelidad y que puede incluso estar ligada a una falta de auténtica voluntad matrimonial. Ahora bien, hay algo común que se da en todos esos casos: la voluntaria violación externa de un vínculo matrimonial que en ese orden externo se presume válido, lo que puede dar lugar a una relación externa y estable con otra persona.
Esta dimensión objetivamente estable de injusticia, de conducta contra los derechos de las personas ligadas por un vínculo matrimonial reconocido por la Iglesia, es un aspecto que no puede ignorarse en el discernimiento pastoral que es presupuesto de la administración de los sacramentos. Es una consecuencia del principio según el cual «este discernimiento no podrá jamás prescindir de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia» (AL, 300), puesto que la verdad del Evangelio incluye la justicia fundada sobre verdaderos derechos eclesiales. Tener en cuenta esa dimensión no implica un juicio de culpabilidad moral, ya que la injusticia objetiva se da aun en la hipótesis de que, desde el punto de vista moral, no existiera pecado subjetivo de adulterio o de fornicación, por ignorancia invencible u otras circunstancias subjetivas. No entro en este punto, sencillamente porque se refiere una cuestión distinta. Lo que importa aquí es reconocer que esa injusticia objetiva, que perdura de manera voluntaria, plantea un verdadero problema de comunión eclesial en su aspecto externo. Así, los fieles divorciados que se vuelven a casar dan vida a una situación continua que se opone objetivamente a lo que requiere el matrimonio verdadero que han contraído, lo mismo que los fieles que conviven sin que se hayan casado de un modo reconocido por la Iglesia. Su comunión eclesial incluye su comunión como esposos en el único matrimonio indisoluble −aunque no sean conscientes de ello− y exige también el respeto de lo que aparece como matrimonio válido ante la comunidad eclesial, aunque después sea declarado nulo. Por tanto, la injusticia conyugal de carácter estable, atenta contra esa comunión eclesial e impide entretanto la máxima expresión de esa comunión en la recepción de la Eucaristía y de los demás sacramentos.
Por otra parte, no se trata de una pena, que por lo demás siempre requeriría un juicio sobre la imputabilidad subjetiva, sino de la constatación de una exigencia intrínseca de la comunión eclesial. Por lo demás, incluso en el caso de la pena de excomunión, por lo demás inexistente en las situaciones que contemplamos, la privación de los sacramentos posee siempre un sentido esencialmente medicinal: la Iglesia no puede nunca querer apartar a sus hijos de los sacramentos para desentenderse de ellos, sino que incluso con esa pena busca ayudarles a ser conscientes de su situación, precisamente para poder superarla.
Además, conviene no olvidar que se aplica a este caso un principio general, según el cual toda situación objetivamente injusta en la Iglesia que perdura voluntariamente en el tiempo impide la recepción de los sacramentos. Basta pensar en un fiel que adhiere a una asociación que promueve el aborto, o que se une a una confesión religiosa no católica. Es verdad que, como ha insistido la reciente exhortación (cfr. AL, cap. VIII), tratándose del matrimonio y la familia en los tiempos actuales, hay a menudo motivos para pensar que en estos comportamientos influye mucho la fragilidad, la ignorancia, la presión del ambiente, etc. Sin embargo, hay que recordar que en este aspecto la disciplina eclesiástica es completamente objetiva, no juzga el grado de culpabilidad, sino que busca proteger y promocionar las exigencias externas de la comunión en la Iglesia, que son fundamentales para el bien de las almas de todos los fieles, también de quienes se encuentran en esas situaciones.
En efecto, la tutela del bien común de la Iglesia y de la sociedad civil (por la dimensión secular de todo matrimonio), se une aquí muy inmediatamente al bien espiritual y moral de los mismos interesados, para quienes esta praxis se convierte en una ayuda de gran importancia para su propia conversión. Puede ocurrir que ellos al principio se rebelen contra lo que les parece precisamente una grave injusticia. Sin embargo, el verdadero proceso de maduración de la fe y de la vida les impulsará gradualmente a descubrir la belleza del plan matrimonial de Dios para el hombre y la mujer, el sentido profundo de la indisolubilidad del matrimonio como don permanente de Dios, la necesidad eventual de examinar en un proceso canónico la validez del matrimonio contraído cuando haya hechos que hagan verosímil su nulidad y no resulte posible convalidarlo, la posibilidad real (superando las eventuales dificultades de asimilación de esta praxis indicadas en AL, nt. 329) de vivir como hermano y hermana cuando la nueva unión no matrimonial deba ser mantenida porque constituye un bien para los hijos o para ellos mismos. Todas estas son consecuencias operativas de la espiritualidad del vínculo habitado por el amor divino, de la que habla Papa Francisco (cfr. AL, 315).
El problema no se puede resolver ni con una mentalidad de derechos entendidos de manera individualista, que pierden de vista lo justo, ni con una visión meramente disciplinar de la prohibición de recibir los sacramentos, que tiende a aplicarla como si con eso hubiera dado ya una respuesta adecuada, «como si fueran rocas que se lanzan sobre la vida de las personas» (AL, 305). Los derechos verdaderos de los fieles divorciados y vueltos a casar, y de todos lo que se hallan en situaciones llamadas irregulares desde el punto de vista matrimonial, piden un cambio de enfoque, planteado por el Papa Francisco, que se base precisamente en la misericordia y en la consiguiente percepción, más profunda y operativa, de lo que requiere la justicia intraeclesial. Se trata de hacerse cargo de todos los problemas para aplicar las soluciones justas, mediante el acompañamiento paciente y siempre esperanzado de las personas y de las parejas, facilitándoles su efectiva participación en la vida eclesial de modo compatible con su situación. Ello debe darse siempre en un horizonte auténticamente matrimonial, que reconozca el eventual vínculo conyugal que subsiste para siempre aunque algunas de sus consecuencias existenciales no puedan realizarse, y que llegue a comprender el sentido positivo de una abstención de los actos que sólo son propios de los cónyuges. Esta abstención manifiesta el amor debido en justicia al propio marido o mujer, y a los hijos habidos con él o ella. La nueva relación familiar que puede haberse instaurado no es plena precisamente por no fundarse en el matrimonio, pero aunque haya nacido y continuado como objetivamente injusta por contradecir un matrimonio reconocido, cuando comienza a ser vivida como el bien realmente posible en esas circunstancias, reconociendo con la conducta que no hay mutua pertenencia conyugal, puede y debe ser vivificada por auténtico amor a la otra parte y a los hijos que dependen de ellos. Entonces la injusticia objetiva ha cesado, aunque subsistan los límites inherentes a una separación matrimonial legítima, y deba evitarse el eventual escándalo que derive del desconocimiento por parte de los demás de la decisión de vivir como hermano y hermano. En estos casos, los fieles que así viven tienen derecho a recibir los sacramentos −se aplica AL, nt. 351−, porque el desorden objetivo ya no es real, es sólo aparente para quienes no conozcan ese nuevo modo de vivir la relación.
Con este enfoque se evidencia también que no estamos ante una cuestión meramente disciplinar, que se puede afrontar mediante normas prudenciales basadas en motivos de conveniencia. Está en juego la verdad de lo justo, y por tanto la misma doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia, no como enunciado abstracto, sino como expresión de una realidad viva, que incluye realmente una dimensión de justicia. Todas las normas que a lo largo de la historia de la Iglesia han excluido de los sacramentos a los fieles que se hallan en situación objetiva y estable de injusticia en la Iglesia, no son meras normas humanas de carácter general, respecto a las cuales lógicamente cabrían excepciones por epiqueya, dispensa, etc. En este caso se trata de leyes que contienen un aspecto de la misma ley divina para la Iglesia, que en su aspecto jurídico corresponde al derecho divino. Son reglas que declaran, no constituyen, el deber intrínseco e ineludible de adecuar la propia vida sacramental a una dimensión visible de la comunión en el Pueblo Santo de Dios, como es la fundada en el matrimonio, sacramental cuando vincula a dos bautizados.
Un fiel cuyo matrimonio ha sido reconocido por la Iglesia no puede pretender que ese vínculo, al menos presunto, sea desconocido por la misma Iglesia en la recepción de los sacramentos. Se pretende así que la Iglesia se contradiga a sí misma. Lo que generalmente hay detrás de esa pretensión es una relativización del mismo matrimonio como unión para siempre. Se entiende que al haberse interrumpido la convivencia conyugal y no parecer posible reanudarlo habría terminado la unión. Por eso es tan frecuente hablar sin más de una nueva unión, sin precisar si es válido o no («divorciados vueltos a casar»): en realidad con frecuencia no se llega a captar la esencia del matrimonio como vínculo de amor debido en justicia; existirían sólo sucesivas uniones fácticas, generalmente llamadas matrimonio simplemente por haber sido formalizadas canónica o civilmente. Cuando se descubre realmente lo que es el matrimonio como vínculo de copertenencia indisoluble y de fundación de una familia, se está en condiciones de comprender por qué el bien de todas las personas implicadas exige el respeto de la condición conyugal, tanto en la intimidad como en la celebración de lo sacramentos y demás ámbitos institucionales de la vida de la Iglesia, y naturalmente también de la sociedad civil, no obstante la actual cultura divorcista haga a menudo ineficaz este reconocimiento. Las consecuencias del hecho de contradecir esa exigencia de justicia son evidentes: se refuerza la tendencia ya operante a relativizar ante la comunidad cristiana el mismo matrimonio, del cual la indisolubilidad es propiedad esencial y constitutiva, y la fidelidad un bien fundamental; en esas circunstancias la administración de la Comunión eucarística o de otro sacramento como el de la penitencia viene a constituir la aprobación oficial por parte de la Iglesia de una situación contraria al matrimonio, aunque el hecho no se divulgue. La celebración de un sacramento, aunque sea realizada en el más estricto secreto, no es nunca un acto privado, sino de la misma Iglesia (cfr. Concilio Vaticano II, const. Sacrosanctum Concilium, 26).
Amoris laetitia nos invita a profundizar en estos aspectos, sobre todo para no percibirlos como límites negativos cuya función en la práctica no sería otra que la de discriminar y alejar a las personas, sin comprenderlas y amarlas hasta el fondo. Una doctrina de este tipo puede ser percibida como contraria a la misericordia, aunque el pastor proceda con muy buena fe e incluso con un notable sufrimiento suyo. No obstante, en la medida en que se afronte con la valentía del verdadero amor pastoral el problema de justicia que está en juego, se ayudará pacientemente a los fieles a que alcancen un enfoque que lleve a su plenitud el encuentro personal y relacional con Cristo y con la Iglesia. Desde esta perspectiva, la dimensión objetiva de la justicia está dotada de gran relevancia moral. Pero no puede olvidarse su importancia jurídica: se trata de la afirmación positiva, según la justicia objetiva, de la fidelidad al matrimonio indisoluble, como vínculo que comporta derechos para los cónyuges, para los hijos, para la Iglesia y para la sociedad civil, también cuando no puedan realizarse otros aspectos de la vida matrimonial. El respeto y promoción de estos derechos es camino cierto de santificación humilde y fecunda, de conversión auténtica. Hay que evidenciar en profundidad la armonía de esta dimensión objetiva de justicia con las entrañas de la misericordia de Cristo, que supera divinamente mas no contradice el plano de lo justo. Me parecen iluminantes a este propósito estas palabras del Papa Francisco: «Es lo que hizo Jesús con la samaritana (cf. Jn 4,1-26): dirigió una palabra a su deseo de amor verdadero, para liberarla de todo lo que oscurecía su vida y conducirla a la alegría plena del Evangelio» (AL, n. 294).
Carlos José Errázuriz Mackenna
Facultad de Derecho Canónico de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma).
Fuente: collationes.org.
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