La exclusión del perdón en la interpretación secular de la experiencia moral es la expresión máxima de lo limitado de su planteamiento y de la inhumanidad que habita en su interior
Conferencia pronunciada por el Autor en el Curso sobre Laicidad y Laicismo II, en la Fundación Universitaria Española, 27 de enero 2010.
“Habéis oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo». Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,43-48).
Esta indicación imperativa de Cristo es un hito asombroso en la historia de la ética de la humanidad. Abre al hombre un nuevo horizonte que ya no podrá olvidar jamás. Apunta al centro mismo de la mayor dificultad que cualquier persona experimenta para poder vivir en plenitud: la existencia de enemigos.
Al exhortarnos de tal modo, Jesucristo es bien consciente de que pide algo muy especial, la situación de esta perícopa dentro del Sermón del Monte, indica que toca lo específico de la vida cristiana[1]. Señala con precisión aquello que diferencia al discípulo de los que no lo son, a los que el Señor se refiere con el nombre genérico de “los gentiles”, los cuales excluyen del trato a los que se consideran extraños o enemigos. Este hecho es de tal relevancia moral que ha de considerarse el contenido real de la llamada a la “perfección”: la posibilidad de amar a los enemigos[2].
Con la firmeza y sabiduría propias de un Maestro, Jesucristo señala al mismo tiempo el ámbito real del amor que impera y la raíz del mismo que lo hace posible. Afirma sin límite alguno un horizonte universal que se evidencia en su discurso mediante el recurso a la comparación que establece con los fenómenos cósmicos como son el salir del sol y las lluvias[3]. Así como la Providencia divina es expresión privilegiada de la presencia de su amor en la tierra y alcanza a todos los hombres de este mundo, incluidos los pecadores e injustos. Por tanto, desde la luz propia del amor creador de Dios, el amor del discípulo ha de participar de dicha universalidad sin restricciones.
Por su parte, la raíz de este amor queda indicada con exactitud al expresar que solo es posible por medio de la oración. Cuando el Señor manda “rogad por los que os persiguen” nos está mostrando la fuente real de ese amor que tendencialmente alcanza a todos los hombres. En definitiva, se trata de participar del amor providente de Dios mediante una transformación del corazón del hombre nacida de un don divino. Nos hallamos ante una revelación específica del amor del Padre que abre un camino nuevo para la vida de los hombres. Comienza así una nueva historia porque, al mismo tiempo, tal mandato es de una exigencia inaudita y se convierte en un auténtico desafío para la humanidad.
La importancia de tal revelación es máxima porque no se trata de un aspecto marginal, toca el núcleo íntimo de las relaciones humanas. Es más, se ha de entender como la respuesta de Dios a una fractura del corazón del hombre. No podemos olvidar que la Sagrada Escritura para ejemplificar la extensión de mal moral en el mundo sitúa en el comienzo de la humanidad el fratricidio de Caín sobre Abel[4]. La fraternidad humana, que debería ser la consecuencia lógica de la unidad de la humanidad en su origen, queda definitivamente rota porque ha sido alcanzada por la violencia inusitada de un homicidio. La dramaticidad de la escena está reforzada por el remordimiento de la conciencia de Caín y el temor a la venganza. Se ha desatado una fuerza asesina en el interior del hombre que parece que no puede sino crecer. La sangre de Abel clama a Dios desde la tierra (cfr. Gen 4,10), pero la respuesta de Dios a este grito es desconcertante, pues no da lugar a la venganza: “«Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces.» Y Yahveh puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara” (Gen 4,15). Dios protege a Caín de lo que sería según la mentalidad semita de aquel tiempo su justo castigo: la muerte por parte del vengador. Esta protección abre al misterio de la Providencia divina que responderá al grito de la sangre de otro modo que Él se reserva. Sin esta promesa implícita del vencimiento de la mayor de las injusticias, el asesinato, parecería que la justicia que los hombres han de vivir entre sí quedaría burlada. “Ahora Dios revela su rostro precisamente en la figura del que sufre y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe, y Dios sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe. Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la «revocación» del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho”[5].
La fraternidad entre los hombres no es una mera tendencia, sino una aspiración que encuentra el obstáculo de una ruptura inicial y necesita el complemento de una experiencia de perdón. No se puede confiar a la simple espontaneidad humana la construcción de la sociedad. Tras el homicidio y la extensión de la maldad, la diversidad de lenguas (Gen 11,1-9) divide a los hombres como expresión de las profundas incomprensiones que impiden la convivencia[6]. Si la promesa de Dios a Abraham cuenta con un aliento de una familia universal[7], solo lo es a modo de un futuro y siempre incierto. Tal horizonte sin barreras queda relegado a las profecías mesiánicas, porque la realidad concreta es muy distinta.
Todo este panorama es el que Cristo cambia radicalmente con su anuncio del amor a los enemigos que realiza en presente. Lo que era un anhelo dentro de una fractura, pasa a ser en Él una realidad que abre el corazón humano a una nueva experiencia.
Lo que quisiera mostrar en este breve artículo es que se trata de una verdadera experiencia fundamental en el hombre, que configura una nueva moral. No es un simple principio universal que cada persona pueda aplicar sin más desde su propia capacidad de proyectar su vida. Las palabras de Cristo hablan de una realidad de la que puede surgir un corazón nuevo. Por eso, la pretensión de aplicar este principio sin Cristo es de hecho imposible. La conclusión que se desprende es entonces clara: “fuera del cristianismo y de la fe es humanamente imposible vivir los valores cristianos”[8]. Es la hipótesis que nos va a iluminar en nuestro camino.
Asombra la dimensión grandiosa de la promesa de Cristo en el Sermón del Monte. Sobre todo si tenemos en cuenta quiénes eran sus interlocutores inmediatos y la precariedad de medios y de personas en los primeros pasos del cristianismo. La tarea encomendada parece superar ampliamente cualquier previsión real y podría calificarse su mensaje como una utopía siempre atrayente, pero en la que late una profunda amenaza de desesperación por la imposibilidad práctica de llevarla a cabo.
Pero todavía resulta más admirable la realidad histórica de la Iglesia, su arrojo en la tarea de hacer realidad la misión de Cristo y de comprenderla como el principio mismo de su ser. Se trataba de realizar su propia identidad y no simplemente de una estrategia necesaria para su expansión. De hecho, la única explicación del desarrollo del cristianismo procede del empuje interno de superar cualquier límite y, extrañamente, se realiza al compás de la respuesta obligada a los acontecimientos históricos, tantos de ellos inesperados, que cambiaban el mundo, y que reafirmaban el cristianismo en su aspiración universal.
Hay momentos estelares en los que la vida cristiana está permeada de este mandato de Cristo. En este sentido es del todo paradigmática la primera extensión del cristianismo que se realiza en la κοίνή de la cultura greco-latina que abarcaba todo el Mediterráneo. Sucede en medio de unas crueles persecuciones por parte de un paganismo que primero desprecia y luego rechaza la “novedad cristiana”. En medio de todas esas dificultades, el empeño de cambiar el mundo, de iluminarlo con la vida de Cristo, se extiende de una forma imparable y descubre una cosmovisión nueva que supera con mucho todas las ideas del mundo anterior[9].
El estoicismo, que propugnaba igualmente una ética universal y que proporcionará al cristianismo naciente una terminología más adecuada y valiosas intuiciones éticas, sin embargo, queda claramente superado por el principio del perdón que se remonta a la misericordia divina, una realidad afectiva de un Dios que es amor[10].
Cuando todavía está en marcha la cristianización de la sociedad pagana, la debilidad del Imperio Romano llega hasta sus extremos y los pueblos bárbaros pujantes comienzan a repartirse los despojos de ese gigante sin fuerzas. La misma invasión de estos pueblos emergentes es ocasión de una nueva extensión del cristianismo que se muestra muy por encima de las violencias y dramas de una civilización que desaparecía. La nueva evangelización realizada por medio de los monasterios benedictinos[11], ofrece a los invasores una nueva experiencia que es capaz de construir una nueva cultura, lo que actualmente denominamos Edad Media y que, entre otras cosas, configura lo que ahora entendemos como Europa.
El siguiente momento decisivo en el que se manifiesta la fuerza universal del anuncio evangélico es el del descubrimiento de América que despierta cuestiones morales de gran relieve y que va a hacer de la moral la disciplina teológica a la que más se recurre en esos momentos[12]. En particular, tras la pregunta −“¿acaso no son hombres?”− que el dominico Montesinos pronuncia en Santo Domingo se alza la cuestión de una ética fundada en la dignidad humana[13]. No podemos olvidar que esta universalidad se percibe precisamente a partir de la intención prioritaria de evangelizar, que es uno de los puntos clave para todas las disputas acerca del derecho de conquista que el emperador Carlos V propone a la Universidad de Salamanca.
Tras estos hitos se constata el modo como la Iglesia responde con energía a los distintos desafíos históricos con los que se encuentra y muestra que su propuesta moral no se circunscribe a ser un ethos de una sociedad cerrada e inmóvil. Más bien se descubre en ellos una capacidad asombrosa de responder a un amor universal sin perder la referencia concreta a determinadas normas básicas que considera propias de la naturaleza común que une a los hombres[14]. Pero en todo este proceso, en medio del impulso que guía las propuestas eclesiales con un carácter siempre más universal, la referencia a Dios es parte esencial del mismo, su inspiración más profunda.
Hemos de tener en cuenta que es en el momento preciso de la Evangelización de América cuando se produce una revolución en Europa con unas enormes consecuencias en el ámbito de la consideración de la verdad moral. Aparece de la reforma luterana que rompe la unidad interna de fe que se vivía en Europa y que con gran rapidez se fragmenta sucesivamente con el surgir de nuevos reformadores que reinterpretan de formas diversas el cristianismo.
En particular, a partir de Martín Lutero se propugna una división radical entre una moral mundana (Weltethos) y otra propia de la fe (Heilethos)[15]. No es simplemente una variación de ámbitos de obligaciones, se trata más bien de dos modos del todo diversos de concebir la moral. La primera tiene que ver con los acuerdos humanos a alcanzar en vista de un interés político. Esto es, se trata, por vez primera, de una moral secularizada que mira el mundo como autosuficiente en sí mismo. La segunda, en cambio, se refiere a las convicciones de la conciencia subjetiva propia de la fe fiducial que discierne los contenidos básicos de la revelación divina como un anuncio de salvación.
Este modo tan radical de presentar una fractura interna a la experiencia moral del hombre va a afectar a una cuestión tan esencial para la vida humana como es el matrimonio, que el reformador alemán concibe como un asunto que no hace referencia alguna a Dios[16]. Parece claro que no se podría haber llegado a una formulación tan extrema sin la gran fuerza que se desprende de la intuición teológica de fondo en la que se funda todo el planteamiento luterano. Este modo tan radical de romper la experiencia moral, es la que hace nacer la idea de una moral pública sin contar con Dios. Será una idea que toma cuerpo durante las guerras de religión del siglo XVII y que va a hacer centrar todos los intentos morales en la búsqueda de una paz social que se ha perdido dramáticamente. Es decir, la historia nos muestra que el apartamiento de Dios de la ética social se debe paradójicamente a un presupuesto de carácter teológico.
En la difícil situación de una Europa ensangrentada y dividida, la urgencia moral es conseguir un principio de convivencia que parece pasar por poner a Dios entre paréntesis, porque se ha generado la convicción de que Dios divide irremisiblemente a los hombres[17]. Desde distintos sectores se propugna una ética social tal como la formulará explícitamente Grocio: “como si Dios no existiese”[18].
Excluir a Dios del fundamento de la moral requería encontrar un principio alternativo que ocupase su lugar. No es una tarea fácil, dado el valor absoluto que impone la presencia de Dios en cuanto aparece. Se trataba entonces de proponer algún principio que fuera plausible en su momento histórico y, sobre todo, que permitiera despertar una esperanza fundada de un mundo en paz. Este objetivo se va a conformar como un fin moral pretencioso que comienza a ganar muchos adeptos en la perspectiva nueva, que piensa más en un mundo ideal que construir, que el valor de los actos humanos concretos que se considera algo del todo secundario y, en muchos casos, hasta irrelevante para la salvación[19].
Introducidos en este sentido novedoso de ética, el primer candidato que se propone para ocupar el puesto de Dios en la moral es la razón. Ya desde el crecimiento renacentista de la ciencia empírica el recurso procedimental a la razón había adquirido carta de ciudadanía en los ámbitos filosóficos. A partir de Descartes va a considerarse el único recurso posible a la universalidad necesaria para llegar a un conocimiento cierto para todos los hombres. La novedad de la propuesta y el apoyo cientificista con el que aparece, hace despertar una gran expectación de un camino adecuado para la consecución de una moral que devuelva la paz a los hombres.
El problema era llevar a cabo esta tarea con la suficiente claridad para conseguir un acuerdo universal en una moral normativa deducida. Aquí surge un problema inicialmente no previsto. Es lo que Descartes denomina “la moral provisional”[20], ante la dificultad de poder construir mediante el método deductivo una ética en la que todos estén de acuerdo, al filósofo francés solo le queda la salida de decir que ahora mismo no se vislumbra cómo alcanzarla, pero que se ha de confiar sin duda alguna que se conseguirá en un futuro en el que los hombres de forma irrefutable serán mejores. Nace entonces, al mismo tiempo que el racionalismo radical, la confianza desmedida en un futuro. Se extiende así por vez primera a modo de un principio inequívoco, el mito de un desarrollo siempre a mejor por la confianza en un saber seguro y cumulativo como ocurre en las ciencias empíricas[21].
Como objeto propio para dar a la razón la materia adecuada para el conocimiento moral se ofrece la naturaleza, entendida tal como ahora la consideran las ciencias denominadas naturales. Así como en la física, la química y la astronomía se han podido deducir, a partir de unas apariencias a las que dar explicación, las leyes que las rigen; en el caso de la “ley natural” moral, se cree que se puede llegar a demostrar de forma indudable el conjunto básico de normas en las que sustentar coherentemente la ética social. Este intento conforma el iusnaturalismo clásico que, dentro de una sociedad que parecía derrumbarse envuelta en terribles violencias, era una propuesta que abría un camino de reconstrucción de la vida en sociedad a partir de unos principios estables que habrían de ser principios de unión entre los hombres y una plataforma para un futuro en paz[22].
Es la consagración de un modelo puramente racional en el que se excluye cualquier referencia afectiva como principio de construcción ética. Es más, se extiende la suposición de que cualquier recurso a los afectos es de por sí un principio de privatización que corrompería la luminosa universalidad de la razón demostrativa.
No hemos destacado de modo casual la marginación de los afectos que se produce en los intentos anteriores de sistematización de la ética. Es necesario tenerla en cuenta, porque es la causa primera del olvido de la centralidad del perdón a los enemigos como experiencia necesaria para la construcción de una sociedad. La reivindicación de la razón como único apoyo para la ciencia moral conllevaba el no tener en cuenta toda una serie de experiencias básicas humanas que surgen de los afectos y que una razón que se autoconstituye como único juez de los actos considera sin significado. Si hacemos un breve elenco de ellas se puede ver lo erróneo de esta posición: el dolor, el sufrimiento, el agradecimiento, la ofensa, la esperanza, etc.[23]. Es evidente que poner entre paréntesis las cuestiones que no encajan en un sistema preestablecido, puede favorecer la coherencia aparente del conjunto, pero encierra una pobreza antropológica que se manifestará posteriormente de algún modo.
El olvido de la cuestión del mal por parte de un racionalismo ingenuo que quería dar una razón completa de la sociedad, pedía entonces a nivel práctico una corrección suficiente con la que se pudiera gestionar todos los problemas que se derivaban de los efectos del desorden moral que se vivían a nivel social y que requerían algún tipo de orientación para poderlos solventar. Presentar un sistema cerrado de normas éticas ajeno a las muchas dificultades que perciben los hombres para poder convivir entre ellos, no ayuda a la construcción de una ética social válida. No bastaba con ignorar la cuestión.
Es en esta línea, como Thomas Hobbes va a ser el primero que afronta con decisión el problema de integrar en una explicación moral el enorme mal causado por las divisiones y los odios entre los hombres. El principio era muy claro, partir de la antigua expresión de Plutarco: “el hombre es un lobo para el hombre”. Hobbes presenta la percepción de los demás a modo de límites de la propia libertad y obstáculos para los más íntimos deseos. La pregunta acerca de la estructura de la sociedad se convierte en un dilema moral: ¿cómo se puede constituir una sociedad formada por lobos? La respuesta es sencilla en su contenido: mediante un pacto original que sea para beneficio de todos, en el que la autoridad sea el único argumento para la ley[24]. El pacto interesado sería de hecho la base de toda ética social plausible cuyos contenidos se configurarían no por un empleo deductivo de la razón, sino por un modo estratégico de sacar el máximo beneficio de una situación dada. Se parte de la experiencia del mal, pero se deriva el problema a un procedimiento formal que evita el darle respuesta[25]. Todo queda en un intercambio de ideas humano en el que Dios no está presente, sería cuestión de un pacto de hombres libres y autosuficientes. Con esta concepción, Hobbes sabe muy bien que no explica la realidad, de ningún modo quiere describir el surgimiento real de las sociedades humanas, entiende que su hipótesis de un “estado originario” de violencia extrema no es sino un artificio intelectual; lo que intenta en definitiva es presentar la corrección efectiva de una concepción ética procedimental que sirva para resolver conflictos, no para dar razones de la bondad de las acciones.
Será Jean-Jacques Rousseau el que haga una propuesta alternativa. En ella toma también como origen de su pensamiento la experiencia del mal moral a nivel social, la considera la cuestión clave a la que dar respuesta para el buen funcionamiento de una sociedad. Por eso, acepta el mismo punto de partida que Hobbes, pero lo afronta desde una perspectiva nueva en cuanto a la explicación del origen del mal. Lo que hace malo al hombre sería ahora la sociedad, el contacto con malas tendencias exteriores de un mundo corrompido que el hombre interioriza como referentes primeros de sus experiencias básicas. Para dar respuesta a este problema, cambia el modo de concebir la estructura social. En ella, la moral requiere ahora, no solo un pacto inicial que determina el contenido de una ética común, sino también la educación de los ciudadanos[26]. Es la manera como estos puedan identificarse con los modelos de vida desde la amplitud de horizontes que le comunica el acuerdo social a modo de síntesis de distintas posturas.
Una vez presentadas estas teorías, para ir adelante en nuestro camino, debe quedar clara la dificultad máxima que ambas posiciones causan a la comunidad humana y a las personas en particular. Es un modo de configurar la sociedad como si estuviera formada por meros individuos sin relaciones fuertes previas o, todo lo más, simplemente constituidas a partir de una elección arbitraria siempre exterior. La consecuencia de esta posición es entonces implacable, pues condena al hombre a una terrible soledad. Por ello, por ser una auténtica enfermedad de nuestra sociedad, Benedicto XVI la considera en la encíclica Caritas in veritate como “una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar”[27].
Así se comprueba patentemente en el caso de Rousseau, el pensador suizo llevó a la inclusa los distintos hijos que tuvo con Teresa Levasseur. Y, tras una vida ajetreada acaba sumido en una amarga soledad. Así queda reflejado en su último libro póstumo autobiográfico que lleva el significativo título de “sueños de un caminante solitario”[28].
La pretensión de una humanidad unida por argumentos racionales por encima de los odios y los males que aquejan a los seres humanos, acaba al final en la profunda amargura de una más radical separación entre los hombres en la más profunda de las soledades. Pretender superar la división de las personas por un simple procedimiento de acuerdos, extiende de modo inevitable una mayor ruptura entre ellos.
El presupuesto de vivir “como si Dios no existiese” que es la base de todos los intentos anteriores, no suponía en estos autores de ningún modo la negación de Dios. Por el contrario, todos ellos eran creyentes y tenían a Dios en cuenta en sus pensamientos. Pero, entendían que había cambiado radicalmente su papel en la moral, pues no acababan de comprender su lugar en la configuración de una sociedad plural. El puesto que ahora concedían a Dios estaba recluido en la conciencia y esta la comprendían de un modo solipsista. Es el principio de su radical subjetivización. Aparentemente, se la sublima porque se la absolutiza y se la adorna con atributos divinos[29], pero se la separa de su raíz, la relación con Dios. Se llega así al extremo de Kant que cree que en ella hay que descubrir a un Dios al que ha negado todo papel en el mundo exterior. En el fondo, como se puede suponer, se la ha reducido enormemente en su comprensión real.
La posición de Kant en este sentido parte de una fuerte determinación, para él es preciso resguardar el lugar de Dios en la conciencia humana para que el hombre actúe con dignidad, fuera de todo utilitarismo. Esto significa, dentro de su concepción, que el hombre debe vivir en lo íntimo de su conciencia “como si Dios existiera”[30]. Es importante entender el alcance de esta expresión porque define muy bien todo el sistema de pensamiento kantiano en el que la ética tiene un valor decisivo. Con tal afirmación, Kant no asegura de ningún modo que Dios exista, pues ha determinado antes que la razón pura no puede demostrar su existencia para producir un asentimiento de la inteligencia, pero sí que se ha de “postular” de modo práctico para encontrar las razones que convencen para llevar una vida honesta. En definitiva, el papel que concede a la divinidad no es otro que la necesidad moral de tenerlo presente en el propio comportamiento.
Por ello, de forma consecuente con la comprensión trascendental de la ética personal, el filósofo de Königsberg afirma con toda claridad el puesto de la religión en la sociedad. De un modo sorprendente, lejos de su aversión a tomar como principio para una ciencia filosófica los hechos empíricos, parte aquí de la indudable existencia de lo que denomina “el mal radical”[31]; esto es, la tendencia del hombre a obrar el mal. Lo terrible de este hecho, el enorme desorden que causa, es lo que para él fundamenta la exigencia de proponer las normas sociales con el mayor valor impositivo para el hombre, esto es, la fuerza de ser mandatos divinos. Este sería el único papel de Dios en un ámbito público, parece una posición fuerte, pero internamente ha quedado muy debilitada por la anterior premisa agnóstica. La misma experiencia religiosa queda así reducida a: “el conocimiento de todos nuestros deberes como mandatos divinos”[32].
Esta compleja visión ética kantiana es, posiblemente, el modo más refinado de encerrar a Dios en una “pura intimidad” que requeriría el máximo de respeto social, pero dentro de una posición demasiado forzada en la intimidad humana, imposible de mantener. Arrinconar a Dios en la conciencia, la ambigüedad al afrontar la experiencia del mal y de la culpa, son dificultades que emergen aquí de una posición de fondo excesivamente endeble. Era lógico que se marginase esta consideración y que se buscase formular una ética sin necesidad alguna de referirse a la conciencia individual. ¿Cómo? Mediante un cambio radical de perspectiva. ¿Por qué la conciencia es el núcleo de la moralidad? ¿No se pierde con ello la capacidad del hombre de proveerse a sí mismo? El auténtico fin del hombre, lo que gobierna su esfuerzo moral, sería ahora “hacer un mundo mejor”. Con ello, se podría alcanzar una formulación del todo objetiva en la que podemos ponernos de acuerdo. La propuesta de una nueva ética pasa a ser la siguiente: olvidemos la conciencia como un reducto subjetivo, dejémosla protegida por una tolerancia social suficientemente amplia y dediquémonos a construir ese mundo mejor que es lo que nos debe ocupar con todas nuestras fuerzas. Además, en ese momento (s. XVIII) acaba de hacer su entrada en la civilización occidental un nuevo descubrimiento: la herramienta de la técnica que es capaz de transformar este mundo según nuestros deseos. La continua aparición de nuevas máquinas que cambian la relación con el entorno, la comunicación entre los hombres y la capacidad de producción, abren la esperanza de vencer sucesivamente los males que aquejan a los hombres[33].
El primero que formula una ética así es David Hume, el primer filósofo contemporáneo totalmente ateo. También es el primero que reduce la conciencia a ser una impresión emotiva sin otra referencia de valor personal. Se trata de la definición de un “sujeto emotivo” cuya única unidad interna es el hábito nacido a partir de una sucesión determinada de emociones particulares[34]. El hombre, por tanto, no cuenta con una identidad sino meramente psicológica, sin fundamento metafísico alguno, y el amor queda reducido a la simple simpatía[35] dentro de un planteamiento de gestión utilitarista de los afectos.
La razón, por consiguiente, es “esclava de las pasiones”[36]. Se trata de una razón utilitaria que no sabe de fines sino solo de medios, no orienta las acciones sino que simplemente nos ayuda a determinar su ejecución más ventajosa. De este modo, la moral va a centrarse en el cálculo de los resultados que están orientados a partir de los propios deseos que son los que fundamentan los intereses que mueven las acciones.
Es lógico que de este sustrato, emotivista en la conciencia y utilitario en la razón, surgiera el utilitarismo clásico. En un momento de grandes cambios tecnológicos todo parece subordinarse a la capacidad de previsión de los resultados. La novedad con la que se plantea en este momento el bien útil respecto de tiempos anteriores es que todo parte del interés individual sin referencia al bien común[37]. En este ambiente ideológico nace la primera formulación del capitalismo cuyo éxito económico es inmediato. El gran olvido de este modo de entender la moral es el sujeto agente que se pone entre paréntesis a favor de un “observador imparcial” con la posición que ya había postulado Hume.
A pesar de que el utilitarismo clásico nace de un ámbito religioso, eso sí, con un marcado acento puritano[38], no prescinde en el fondo del gran influjo humeniano que está en su base. Por eso mismo, en su racionalidad Dios no entra para nada, simplemente es un postulado de corrección última a modo de la “mano invisible” invocada por Adam Smith. Es una clara expresión de la asunción teórica de un Dios teísta que no entra en la contingencia de las acciones humanas. Con ello, se extiende en la moral la marginación real del amor en cuanto principio de discernimiento[39], fruto de una radical consideración extrinsecista del amor de Dios en el mundo.
La construcción del futuro queda a merced de una esperanza en la capacidad de convencer por razonamientos de la que se desconocía su debilidad. El simple desarrollo económico potenciado por la aplicación de las nuevas máquinas se realiza de un modo desigual, el beneficio alcanza solo a aquellos que tienen acceso a la técnica y sus nuevas posibilidades, esto es, los “medios de producción”. En definitiva, se trata de un mundo burgués reducido del que muchos son excluidos[40]. Surge ahora otra pregunta moral inquietante: de qué “mundo mejor” se habla cuando se quiere señalar el fin moral por excelencia. La simple corrección inicial de buscar una maximización de los bienes que deben llegar al mayor número de personas, se ha quedado en una intención no efectiva. Vuelve a aparecer el tema de la conciencia a nivel social, y lo hace con fuerza porque los resultados del experimento utilitario son claramente inmorales, pero se ha producido ahora un cambio significativo en el modo de concebir tal conciencia, se trata ahora de la “conciencia de clase”, sin trascendencia alguna.
Esta secularización de la conciencia se produce explícitamente con Feuerbach en su planteamiento de La esencia del cristianismo. Nos hallamos, por tanto, ante una segunda negación de la esencia de la conciencia que procede de la subordinación de la misma a la humanidad. La conciencia individual sería parte de un todo que la supera. Se sigue una secuencia de diversos referentes para ese “todo” que asumirían el valor “absoluto” que antes se ponía en la conciencia: para Hegel era el Estado, para Feuerbach la humanidad, para Marx la clase social. El mundo mejor debe provenir inicialmente de un cierto altruismo del cual el cristianismo ha sido causa, porque ha enseñado a ver al otro como fin, pero que se ha visto lastrado por una fe que juzgaba entre los hombres y los separaba entre buenos y malos. Para recuperar lo bueno que el cristianismo había aportado a la sociedad, que eran los sentimientos éticos primeros, habría que abandonar la fe. En definitiva, para ser un cristiano consciente, había que dejar de ser cristiano oficialmente. El Dios que pretendidamente guiaba el mundo, no es sino una proyección del hombre[41].
La referencia a Dios se ha convertido ahora en esencialmente conflictiva porque se entiende como una negación del hombre. El intento ético ilustrado termina así en un cierto callejón sin salida: la religión habría entrado en la conciencia de la humanidad por la moral y es la moral ahora la que la tiene que expulsar lo divino de la sociedad. La dimensión de necesidad que pertenece a la experiencia moral no sería, como se había pensado siempre, de proveniencia divina, sino que vendría de una sublimación de la importancia de los encuentros humanos dentro de la percepción de una historia de la humanidad de la que se ha de averiguar el destino.
Entonces, la ética se convierte en subordinar la propia vida a este nuevo sentido de la historia. Cualquier referencia a Dios se comprenderá como algo superado que, en la actualidad, será contrario al progreso de la humanidad. La fuerza de obligación que Kant atribuía a Dios ahora se ha de empeñar en la construcción del futuro humano. Las éticas sociales pasan a tener el valor de una “religión de sustitución”, pues parecen descubrir nuevas capacidades hasta entonces escondidas en el hombre y mal dirigidas hacia un ser superior inexistente. La novedosa hipótesis de Darwin de un evolucionismo en la naturaleza será considerada entonces como la gran confirmación de esta comprensión que el hombre hace de sí mismo[42].
Esta forma de conformar la ética que está volcada en la estructura social de un “mundo mejor” queda a merced de la interpretación de cada pensador. Se entiende así cómo a una reducción tan radical de la experiencia moral, siguió la proliferación de los fenómenos revolucionarios del siglo XIX que se surgen a modo de una especie de experimentos sociales sucesivos a partir de la interpretación ideológica de turno. Su consecuencia es la extensión de una violencia terrible entre los hombres, justo lo contrario de lo que propugnaba la idea inicial de tales teorías. Así lo dice Benedicto XVI refiriéndose al marxismo: “En realidad, esta es una filosofía inhumana. El hombre que vive en el presente es sacrificado al Moloc del futuro, un futuro cuya efectiva realización resulta por lo menos dudosa. La verdad es que no se puede promover la humanización del mundo renunciando, por el momento, a comportarse de manera humana”[43].
Dentro de la ciencia ética, el olvido del perdón es ahora total. Dios no tiene lugar alguno en el ámbito moral científico. Se le ha expulsado de una forma consciente, porque su presencia se llega a considerar un impedimento para la evolución moral de la historia.
Pero en nuestro itinerario de análisis de los intentos de hacer una moral “sin Dios”, hemos de dar un paso ulterior. A pesar de que tantas propuestas éticas hayan borrado intencionadamente cualquier rastro de la presencia divina en el hombre, la experiencia humana es distinta de lo que cualquier ideología propugna y todavía quedaba un último reducto en el que Dios permanecía. En lo íntimo del hombre, a pesar de los intentos secularizadores de la conciencia[44], quedaba todavía un molesto inquilino: la culpa. El hombre sigue percibiendo un cierto sentido absoluto en su conciencia que no es fácil de interpretar, pues no parece suficiente la teoría sociológica de una mera interiorización de las normas sociales[45]. La culpa es un reducto difícil de asaltar, sobre todo, porque cualquier modo de explicación choca con el hecho de que la dificultad enorme de superar el sentimiento de culpa por las propias fuerzas, su radicalidad parece remitir a algo superior al hombre. Aparece ahora muy claro que la erradicación de la culpa en el hombre significaría la eliminación definitiva de Dios en la vida ética.
En esta línea, se mueve el intento espasmódico y visceral que realiza Nietzsche el cual comprende la culpa como la razón fundamental de una moral de esclavos llena de límites impuestos a los deseos humanos. Dentro de su especial concepción antropológica, describe la necesaria madurez del super-hombre como la superación definitiva de la limitación que la conciencia impone al hombre por medio de la dolorosa experiencia de la culpa. Así lo explica en su teoría de “las tres metamorfosis del espíritu” que se puede describir así: “cómo el espíritu se transforma en camello, el camello en león, y finalmente el león en niño”[46]. Es un modo de exponer narrativamente el origen y la evolución de la conciencia mediante un recurso psicológico.
El camello está muy contento de cargar fuertes pesos y de llevarlos de un sitio a otro. Para ello se inclina gustoso en el momento de la carga. No ahorra esfuerzos ya que su orgullo reside en el servicio que presta. Cuando más peso le ponen piensa: “¡qué buen camello soy!” Esto le sirve de consuelo hasta el momento en el que se da cuenta que “está haciendo el camello”. Esto le produce una profunda irritación, la de sentirse explotado. Esta ira es la que produce la metamorfosis en león porque quiere conquistar su propia libertad. Ahora se revela contra el que le imponía los trabajos, pues comprende que debe ser “él mismo” y no un mero siervo humillado. Nietzsche califica este cambio como pasar del “Tú debes”, que representa el filósofo a modo de un terrible dragón seductor, al “Yo quiero” liberador. Pero todavía el león vive fuera de sí, su irritación le hace estar volcado hacia fuera, contra aquellos que le querían esclavizar. Queda la tercera metamorfosis aquella que le permite acceder a sí mismo y vivir fuera de cualquier referencia al deber para descansar en la propia paz. Es ahora cuando emerge el niño a modo de inocencia y olvido, nuevo comienzo, juego, rueda que se mueve a sí misma, primer móvil, afirmación santa, pues: “para el juego divino del crear se necesita un santo decir «sí»: el espíritu lucha ahora por su voluntad propia”[47].
De una forma evolucionista, anclada en un cierto determinismo interior, el pensador alemán apunta a una definitiva “muerte de Dios” en la misma conciencia humana. Pero era fácil ver el terrible resultado de este intento voluntarista. Esto suponía en su antropología solipsista dejar al hombre excesivamente solo dentro de múltiples luchas interiores con una amenaza de caos próxima a la locura.
Parecía entonces claro que el siguiente intento de erradicación de la culpa debía provenir de lo íntimo de la conciencia humana. Será Freud, en una cierta continuidad de pensamiento con Schopenhauer y Nietzsche[48], el que definitivamente considera la conciencia como una mera estructura psicológica. Al desentrañar su dinamismo, se explicaría perfectamente la culpa a partir de una hermenéutica nueva que pone en cuestión la misma concepción de la conciencia[49].
Ahora el relativismo moral es total, porque la aparición de la culpa se interpreta como un modo peculiar de emergencia de la energía psíquica y que no tiene que ver de ningún modo con un Dios personal. Consiste en la consolidación de un “super-yo” a modo de barrera psíquica que impide el acceso a la vida humana consciente de los impulsos del subconsciente[50]. En su modo de comprender la actuación humana, la misma libertad del hombre está puesta en entredicho por un determinismo psicológico. Esta hermenéutica es la que ha conducido en gran medida a lo que se ha llegado a denominar “el temor a la libertad”, basado en una forma de comprender la libertad a modo de un espacio vacío, ajeno a cualquier relación personal por lo que no construye una vida[51].
A pesar del paréntesis que supone para este proceso la segunda guerra mundial, este modo de comprender la conducta humana se va extendiendo socialmente y se complica por el surgimiento de toda una serie de referentes sociales nuevos. En particular, hay que destacar la importancia de lo que significa la revolución sexual de los años sesenta, que propugna una cierta mística del impudor[52], y que tiene como base la experiencia de la trasgresión como liberación interior[53]. No es una cuestión secundaria, detrás de estas propuestas hay un modo de desfigurar la moral en sus puntos clave que afectan a la conciencia y al significado de las relaciones personales. De este modo, se ha llegado a configurar una sociedad pansexualista que impregna las estructuras sociales[54]. En el fondo, es la aceptación de un cinismo moral radical, que es un modo de nihilismo de pensamiento[55]: no existiría ninguna verdad moral, la ética sería un campo dominado solo por las opiniones subjetivas por la imposibilidad de responder a la pregunta que consideran primera: “¿por qué he de ser moral?”[56].
Es fácil darse cuenta de las proporciones enormes de la crisis moral que se ha producido por tal interpretación reductiva de la experiencia moral. Pero no es tan fácil descubrir una de las raíces más relevantes de esta crisis: que el perdón deja de tener sentido en la sociedad.
Tras la segunda guerra mundial el tema del perdón ha sido una de las cuestiones más discutidas en el campo del pensamiento a causa del horror del Holocausto[57]. Pero el resultado final de este debate a nivel social ha sido una cierta prevención ante el perdón como si fuera expresión de una debilidad humana y, desde luego, incapaz de asegurar la extensión de la justicia. Juan Pablo II ya llamó la atención sobre estas reservas cuando dijo: “La mentalidad contemporánea, quizá en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia”[58].
Junto a la reflexión sobre la posibilidad y los límites del perdón, se han llevado a cabo algunos intentos de una cierta fenomenología del mal para responder a los interrogantes que despierta la extensión tan terrorífica de crueldad e inhumanidad de los conflictos bélicos del siglo XX. Entre ellos[59], hay que destacar el que hace Max Scheler sobre el resentimiento en el que muestra de qué modo es un afecto que nace ante la imposibilidad de vencer desigualdades que se consideran injustas[60]. Se trata de una pasión que permanece latente, pero que esconde en sí una violencia desmesurada. Podemos afirmar así que, donde no hay un perdón verdadero, solo hay lugar para el resentimiento y que muchos acontecimientos históricos supuestamente superados, siguen separando a los hombres y corrompen internamente la ética social más básica.
Si es fácil entender que en una ética reducida a la conciencia no cabe el perdón, porque la conciencia solo acusa y nunca perdona, todavía esto es más real en una ética emotivista donde el resentimiento oculto puede estallar con una ira destructiva, como ocurre en el fenómeno tan estudiado del “chivo expiatorio”[61].
En definitiva, el perdón es algo que el hombre no se puede dar a sí mismo, ni que la sociedad es capaz de conceder de modo perfecto ante la dificultad enorme de reparar determinadas injusticias. La “sangre de Abel” que clama al cielo (cfr. Gen 4,10), y que ha sido el punto inicial para nuestras reflexiones, solo puede esperar una última respuesta de lo alto.
Un mundo en el que Dios no está presente es un mundo que no puede superar las enormes tensiones internas que se engendran en él, porque el perdón de las mismas es siempre inalcanzable. La historia de los hombres en esta situación permanece, además, sin la posibilidad de un juicio ético que la oriente, sin una moralidad real que sea para ella una esperanza de salvación que esté presente en la experiencia moral más básica de las personas. Es esta la que queda radicalmente afectada cuando se la separa de la esfera de lo divino. Así lo expresa Livio Melina: “Alejar a Dios del horizonte del proceder mundano y de las elecciones en las que se expresa nuestra voluntad significa concebir la moral como responsabilidad del hombre solamente hacia sí mismo, hacia los otros y al mundo. Una enorme responsabilidad, pero refiriéndose sólo a la mejor marcha posible de las cosas. Sin embargo, cuando Dios está lejos, la soledad se hace inmensa y la responsabilidad moral demasiado pesada de soportar. Cuando Dios está lejos, entonces no es posible el perdón de los pecados. Y cuando no hay perdón surge la desesperación en los hombres magnánimos, mientras que en los otros, que se adaptan mezquinamente a vivir en el mundo como su único horizonte, surge la gran tentación de hacerse una ley a su propia medida, para sentirse justos frente a ella, una ley que sustituya a la escrita en el corazón de cada uno por la Sabiduría del Creador. Sin el encuentro con la misericordia de Dios que perdona, se le hace imposible al hombre pecador custodiar también íntegra la fidelidad al Dios Creador. Sin la luz del Evangelio, todavía la chispa de la conciencia moral natural corre el riesgo de oscurecerse, o, al menos, de no llegar a iluminar las cuestiones de la vida concreta donde estamos más inmersos”[62].
La exclusión del perdón en la interpretación secular de la experiencia moral es la expresión máxima de lo limitado de su planteamiento y de la inhumanidad que habita en su interior. En definitiva, hemos de decir con Giuseppe Abbà que es imposible una ética laica completa, porque parte de una comprensión inadecuada de la experiencia moral básica: “Concluimos por tanto que la experiencia moral moderna en cuanto secularizada en la autonomía es intrínsecamente inadecuada”[63].
Queda la esperanza de la respuesta última de Dios, de una “sangre que habla mejor que la de Abel” (Hb 12,24), la sangre de Jesucristo que alcanza el perdón de los pecados y “purifica la conciencia de sus obras muertas” (Hb 9,14)[64]. Nos queda asombrarnos de la entrega salvadora de Aquel que, en la Cruz, perdonó a sus enemigos que lo asesinaban (cfr. Lc 23,34) con un amor de alcance universal de modo que se ha de afirmar que: “Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, el odio” (Ef 2,14). Podemos concluir ahora que el ofrecimiento y la recepción del perdón conforman internamente la experiencia moral humana[65]. De aquí la relevancia inmensa para nuestro mundo de la promesa de una vida en Dios que repara todas las heridas de los corazones ofendidos y puede conceder una vida eterna que dé sentido a todos los dolores, pues vence todas las injusticias[66].
A partir de esta experiencia surge un anuncio nuevo que ha de ser principio de diálogo y propuesta de iluminación de la experiencia ética[67]. Nos resta hacer la propuesta valiente de llevar una vida moral “como si Dios existiese”. Es una afirmación que ya hizo explícita el entonces Prefecto de la Doctrina de la Fe el Cardenal Ratzinger que cada vez enunciaba con más fuerza: “tendremos que dar la vuelta al axioma de los iluministas y afirmar que aun el que no logra encontrar el camino de la libre aceptación de Dios debería tratar de vivir y organizar su vida veluti si Deus daretur, como si Dios existiera. Ese es el consejo que daba Pascal a sus amigos no creyentes, y ese es el consejo que también nosotros querríamos ofrecer a nuestros amigos no creyentes”[68].
Es aquí donde se entiende la necesidad absoluta de repetir y hacer vida el anuncio de Cristo en el Sermón del Monte: ¡Es posible el perdón de los enemigos! Esta es la misión más genuina que la Iglesia ha recibido del mismo Cristo: “La Iglesia considera justamente como propio deber, como finalidad de la propia misión, custodiar la autenticidad del perdón, tanto en la vida y en el comportamiento como en la educación y en la pastoral”[69]. Este anuncio del perdón que se actualiza en la vida en la Iglesia, de un perdón es la única esperanza posible para nuestro mundo.
Juan José Pérez-Soba Díez del Corral
Fuente: jp2.madrid.es.
[1] Cfr. L. SÁNCHEZ NAVARRO, La Enseñanza de la Montaña. Comentario contextual a Mateo 5-7, Verbo divino, Estella 2005, 88-95.
[2] Cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, QD De caritate, q. un., a. 11, ad 4: “illud quod dicitur, ‘Estote perfecti’ etc., videtur esse referéndum ad dilectionem inimicorum”.
[3] Es el argumento que desarrolla: W. PANNENBERG, Grundlagen der Ethik. Philosophisch-theologische Perspektiven, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttigen 1996, 80.
[4] Así lo explica: JUAN PABLO II, C.Enc. Evangelium vitae, nn. 7-24.
[5] BENEDICTO XVI, C.Enc. Spe salvi, n. 43.
[6] Lo explica: JUAN PABLO II, Ex.Ap. Reconciliatio et paenitentia, n. 13.
[7] Cfr. Gen 12,1-3: “Yahveh dijo a Abram: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra»”.
[8] L. MELINA, Moral: entre la crisis y la renovación, EIUNSA, Madrid 21998, 27.
[9] Cfr. P. DOMÍNGUEZ PRIETO, “La cosmovisión cristiana y la creación”, en J.J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL –A. GARCÍA DE LA CUERDA –A. CASTAÑO FÉLIX (eds.) En la escuela del Logos. A Pablo Domínguez in memoriam, I: P. DOMÍNGUEZ, La sabiduría de una enseñanza (textos filosóficos), Publicaciones “San Dámaso”, Madrid 2010, 375-377.
[10] Cfr. M. SPANNEUT, Le stoïcisme des Pères de l’Église. De Clément de Rome a Clément d’Alexandrie, Éditions du Seuil, Paris 1957.
[11] Cfr. J. RATZINGER, El cristiano en la crisis de Europa, Ediciones Cristiandad, Madrid 2005; BENEDICTO XVI, Discurso con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardens (12-IX-2008).
[12] Cfr. para esos momentos: V.D. CARRO, La teología y los teólogos-juristas españoles ante la Conquista de América, 2 vol., CSIC, Madrid 1944.
[13] Cfr. Bartolomé DE LAS CASAS, Historia de las Indias, l. 3, c. 4, Alianza Editorial, Madrid 1994.
[14] Para este concepto: cfr. COMMISSION THÉOLOGIQUE INTERNATIONALE, A la recherche d’une éthique universelle: nouveau regard sur la loi naturelle, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2009.
[15]Cfr. B. WALD, Genitrix virtutum. Zum Wandel des aristotelischen Begriffs praktischer Vernunft, LIT, Münster 1986.
[16] Cfr. J.J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, “El Evangelio de la familia y la nueva evangelización”, en ID., El corazón de la familia, Publicaciones de la Facultad de Teología “San Dámaso”, Madrid 2006, 101-144.
[17] Una reflexión sobre esta propuesta: cfr. W. PANNENBERG, Ética y eclesiología, Sígueme, Salamanca 1985.
[18] Cfr. H. GROTIUS, De jure belli et pacis, Prolegomena: “Haec quidem quae iam diximus locum aliquem haberent, etsi daremus, quod sine summo scelere dari nequit, non esse Deum”.
[19] Cfr. J. RATZINGER, “Il rinnovamento della teologia morale: prospettive del Vaticano II e di Veritatis splendor”, en L. MELINA – J. NORIEGA (eds.), “Camminare nella Luce”. Prospettive della teologia morale a partire da Veritatis splendor, Lateran University Press, Roma 2004, 38: “«Ma che cos’è la legge?» e «la morale fa parte della legge e quindi di una realtà che è superata da Cristo, che non più valore perché era una pedagogia e una via per condurci al contrario di essa?». «Il Decalogo fa parte anch’esso della legge ed è forse quindi proprio quella legge che è stata ora superata dalla grazia e dal Vangelo?». «E quelle opere, che non possono meritarci la salvezza, vanno identificate con la nostra azione morale? E se è così, a cosa serve allora la nostra azione morale? Quale dignità teologica ha? Quale nesso con la figura di Cristo, se Cristo è Vangelo, mentre l’azione morale è opera nostra?»”. Ratzinger atribuye explícitamente el origen de esta dialéctica a Lutero.
[20] Cfr. R. DESCARTES, Discurso del método, Tercera Parte, en Discurso del Método. Meditaciones Metafísicas, Ed. y Traducción M. García Morente, Espasa Calpe, Madrid 261991, 59-66.
[21] Cfr. BENEDICTO XVI, C.Enc. Spe salvi, nn. 17-18.
[22] Así lo define la COMMISSION THEOLOGIQUE INTERNATIONALE, A la recherche d’une éthique universelle: nouveau regard sur la loi naturelle, n. 33: “Le modèle rationaliste moderne de la loi naturelle se caractérise: 1/ par la croyance essentialiste en une nature humaine immuable et an-historique, dont la raison peut parfaitement saisir la définition et les propriétés essentielles; 2/ par la mise entre parenthèses de la situation concrète des personnes humaines dans l’histoire du salut, marquée par le péché et la grâce, dont l’influence sur la connaissance et la pratique de la loi naturelle sont pourtant décisives; 3/ par l’idée qu’il est possible à la raison de déduire a priori les préceptes de la loi naturelle à partir de la définition de l’essence de l’homme; 4/ par l’extension maximale donnée aux préceptes ainsi déduits, de sorte que la loi naturelle apparaît comme un code de lois toutes faites qui règle la quasitotalité des comportements”; para pasar a considerarlo un modelo inadecuado de ética.
[23] Pasó algo semejante con la manualística: cfr. S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona 1988, 51-55.
[24]TH. HOBBES, Léviathan, Pars 2, c. 26 (trad. F. Tricaud, Paris, 1971, p. 295, note 81): “auctoritas, non veritas, facit legem”. Citado en: COMMISSION THEOLOGIQUE INTERNATIONALE, A la recherche d’une éthique universelle, n. 30.
[25] Cfr. G. ABBÀ, Quale impostazione per la filosofia morale?, Las, Roma 1996, 106-107: “A quella che Hobbes considera legge morale vero e propria si arriva, secondo la spiegazione di Hobbes, solo mediante contratto”.
[26] Su libro más conocido: Emilio es un tratado sobre la educación.
[27]BENEDICTO XVI, C.Enc. Caritas in veritate, n. 53.
[28] Rêveries du promeneur solitaire (1782).
[29] Así en el caso de: J.-J. ROUSSEAU, Emilio, o de la educación, Edaf, Madrid 1972, 323: “¡Conciencia, conciencia!, instinto divino, inmortal y celeste voz; guía segura de un ser ignorante y limitado, pero inteligente y libre; juez infalible del bien y del mal, que hace al hombre semejante a Dios; tú eres quien forma la excelencia de su naturaleza y la moralidad de sus acciones”.
[30]Cfr. H. SCHOLZ, Die Religionsphilosophie des Als-Ob. Eine Nachprüfung Kants, Leipzig 1921.
[31]Cfr. I. KANT, Die Religion innerhalb der Grenzen der bloDen Vernunft, c. 1, en Immanuel Kant. Werke, IV, Insel Verlag, Frankfurt a.M. 51983, 27: “so werden wir diesen einen natürlichen Hang zum Bösen, und, da er doch immer selbstverschuldet sein mug, ihn selbst ein radikales, angebornes (…) Böse in der menschlichen Natur nennen können”.
[32] Ibidem, 229.
[33] Cfr. BENEDICTO XVI, C.Enc. Spe salvi, nn. 17-19, en la que habla de la esperanza que despierta la ciencia y la técnica.
[34]El sujeto del amor es, en el fondo, la simple emoción: cfr. D. HUME, The Philosophical Works, T.H. Green and T.H. Grose (ed.), Scientia Verlag, Aalen, Darmstadt 1964, 87 s.: “The object of love and hatred is some other person: The causes, in like manner, are either excelencies or faults. With regard to all these passions, the causes are what excite the emotion; the object is what the mind directs its view to when the emotion is excited.” Para comprender la configuración de su ética: cfr. G. ABBÀ, Quale impostazione per la filosofia morale?, cit., 129-141.
[35] Una confusión que no se aclarará hasta el libro de: M. SCHELER, Wesen und Formen der Sympathie, Francke Verlag, Bern und Müchen 1973 (del año 1912).
[36]Cfr. D. HUME, A Treatise of Human Nature, Book II, Part III, Sec. III, L. A. Selby Biggs, Oxford 1951, 415: cfr. n. 28: “Reason is, and ought only to be the slave of the passions, and can never pretend to any other office than to serve and obey them”.
[37] El punto fundamental que quiere recuperar: BENEDICTO XVI, C.Enc. Caritas in veritate, n. 7: “Hay que tener también en gran consideración el bien común. Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común”.
[38] A pesar de los matices que hay que poner (cfr. G. ABBÀ, Quale impostazione per la filosofia morale?, cit., 145-175), no se puede olvidar la explicación de: M. WEBER, “Die protestantische Ethik und der ‘Geist’ des Kapitalismus”, en Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik 20 (1905) 1-54; 21 (1905) 1-110.
[39]Como lo destaca: M.C. NUSSBAUM, Love’s Knowledge. Essays on Philosophy and Literature, Oxford University Press, New York-Oxford 1990.
[40] Cfr. BENEDICTO XVI, C.Enc. Spe salvi, n. 20: “Sin embargo, el avance cada vez más rápido del desarrollo técnico y la industrialización que comportaba crearon muy pronto una situación social completamente nueva: se formó la clase de los trabajadores de la industria y el así llamado «proletariado industrial», cuyas terribles condiciones de vida ilustró de manera sobrecogedora Friedrich Engels en 1845. Para el lector debía estar claro: esto no puede continuar, es necesario un cambio. Pero el cambio supondría la convulsión y el abatimiento de toda la estructura de la sociedad burguesa”.
[41] Cfr. L. FEUERBACH, La esencia del cristianismo, Sígueme, Salamanca 1975, 263: “Dios mismo existe solo en lo humano mismo, solo en la fuerza de distinción humana”. Su planteamiento sigue teniendo una gran actualidad: cfr. C. FABRO, “Il neo umanesimo ateo di Feuerbach”, en Studi Cattolici 140 (1972) 665-677.
[42]Cfr. E. GILSON, D’Aristote a Darwin et retour, Vrin, Paris 1970.
[43] BENEDICTO XVI, C.Enc. Deus caritas est, n. 31 b. También en: ID., C.Enc. Spe salvi, n. 21: “Había hablado [Marx] ciertamente de la fase intermedia de la dictadura del proletariado como de una necesidad que, sin embargo, en un segundo momento se habría demostrado caduca por sí misma. Esta «fase intermedia» la conocemos muy bien y también sabemos cuál ha sido su desarrollo posterior: en lugar de alumbrar un mundo sano, ha dejado tras de sí una destrucción desoladora”.
[44] Que desenmascara tan acertadamente: J.H. NEWMAN, Carta al Duque de Norfolk, Rialp, Madrid 1996.
[45] Cfr. É. DURKHEIM, Les formes élémentaires de la vie religieuse, Alcan, Paris 1912.
[46] F. NIETZSCHE, Así habló Zaratrusta, Orbis, Barcelona 1982, 61. Una exposición de este proceso en: A. LÉONARD, El fundamento de la moral. Ensayo de ética filosófica general, BAC, Madrid 1997, 144-153.
[47] F. NIETZSCHE, Así habló Zaratrusta, cit., 63.
[48] Cfr. J. CHOZA, Conciencia y afectividad. Aristóteles, Nietzsche, Freud, EUNSA, Pamplona 1978.
[49] Cfr. P. RICOEUR, Hermenéutica y psicoanálisis, Ediciones la Aurora, Buenos Aires2 1984, 60: “El filósofo formado en la escuela de Descartes sabe que las cosas son dudosas, que no son tal como aparecen; pero no duda que la conciencia no sea tal como se aparece a sí misma (…); después de Marx, Nietzsche y Freud lo dudamos. Después de la duda sobre la cosa, hemos entrado en la duda sobre la conciencia”.
[50] Cfr. E.S. FREUD, El yo y el ello, en ID., Obras Completas, v. II, Madrid 1948.
[51] Es lo que destaca: E. FROMM, El miedo a la libertad, Paidós, Barcelona 1990.
[52] Cfr. J. PIEPER, Amor, en ID., Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1980, 534: “Ha habido un americano que ha formulado este estado de cosas, de forma humorística, pero definitiva, al decir que, para la vista del «play-boy», la hoja de parra se ha cambiado de sitio: lo que ahora cubre es el rostro de la mujer”; es una cita de: R. MAY, Love and Will, W.W. Norton & Company, New York 1969, 57.
[53] Cfr. L. MELINA, “Des limites pour la liberté? Les conflits de devoir”, en Anthropotes 20 (2004) 379-391.
[54] Cfr. C. GIULIODORI, “La missione evangelizzatrice della famiglia di fronte alla cultura pansessuale”, en Anthropotes 20/1 (2004) 189-214.
[55] Cfr. J.J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, “La persona y el bien en el acto moral”, en C.A. SCARPONI (ed.), La verdad os hará libres. Congreso Internacional sobre la encíclica Veritatis splendor. Pontificia Universidad Católica Argentina. Cátedra Juan Pablo II, Ediciones Paulinas, Buenos Aires, Argentina 2005, 165-178.
[56]Así lo explica: J. HABERMAS, The Future of Human Nature, Polity Press, Cambridge, UK 2003, 4: “Deontological theories after Kant may be very good at explaining how to ground and apply moral norms; but they still are unable to answer the question of why we should be moral at all”.
[57] Para conocer estas disputas junto con una reflexión profunda sobre el perdón cristiano: cfr. J. LAFFITTE, El perdón transfigurado, EIUNSA, Madrid 1999.
[58] JUAN PABLO II, C.Enc. Dives in misericordia, n. 2 c.
[59] Al menos hemos de hacer referencia a: J. NABERT, Ensayo sobre el mal, Caparrós Editores, Madrid 1997; J. LACROIX, Filosofía de la culpabilidad, Herder, Barcelona 1980; P. RICOEUR, Finitud y culpabilidad, Taurus, Madrid 1982; CH. JOURNET, El mal (estudio teológico), Rialp, Madrid 1965.
[60] Cfr. M. SCHELER, El resentimiento en la moral, Espasa Calpe, Buenos Aires 1938.
[61] Cfr. R. GIRARD, El chivo expiatorio, Anagrama, Barcelona 1988.
[62] L. MELINA, La Moral: entre la crisis y la renovación, EIUNSA, Madrid 21998, 78.
[63] G. ABBÀ, Costituzione epistemica della filosofia morale. Ricerche di filosofia morale -2, Las, Roma 2009, 85-86: “Concludiamo perciò che l’esperienza morale moderna, in quanto secolarizzata nell’autonomia, è intrinsecamente incongrua”.
[64] Cfr. JUAN PABLO II, C.Enc. Evangelium vitae, n. 25.
[65] Así lo interpreta: A. CHAPELLE, Les fondements de l’éthique. La Symbolique de l’action, Éditions del’Institut d’Études Théologiques, Bruxelles 1987, que lo expone desde la parábola del hijo pródigo.
[66] Recordemos la reflexión de: BENEDICTO XVI, C.Enc. Spe salvi, n. 43: “Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva”.
[67] Creo que esta es la intención profunda del Papa al redactar su primera encíclica Deus caritas est: cfr. J.J. PÉREZ-SOBA, “Una nuova apologetica: la testimonianza dell’amore. L’enciclica «Deus Caritas est» di Benedetto XVI”, en Anthropotes 22 (2006) 145-169.
[68] J. RATZINGER, El cristiano en la crisis de Europa, Ediciones Cristiandad, Madrid 2005, 47.
[69] JUAN PABLO II, C.Enc. Dives in misericordia, n. 14 k.
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