Intervención del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
¿En quién puede esperar la familia? ¿Qué fundamento hay para sostener ese gran deseo de familia que vibra en los corazones? Existe en estos interrogantes un reto para los cristianos: ¿puede la familia esperar en la Iglesia? ¿y qué puede esperar de ella?
Intervención del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Gerhard Müller, el pasado 4 de mayo de 2016 en el Seminario Conciliar de Oviedo, sobre el matrimonio y la comunión, con motivo de la presentación del libro Informe sobre la esperanza. Diálogo con el cardenal Gerhard Múller, a la luz de la exhortación apostólica 'Amoris Laetitia'.
¿Qué podemos esperar de la familia? Las encuestas constatan que el deseo de familia es muy grande en nuestro tiempo: esto significa que se sigue esperando mucho de ella. Ahora bien, ¿es esta una esperanza con fundamento? Un gran deseo, por sí solo, no garantiza la felicidad que busca. De hecho, al mirar la crisis de la familia, vemos que muchos de estos deseos terminan naufragando. Recordamos con dolor la crisis de tantas familias rotas, del alarmante descenso de natalidad en muchos países, de los niños que no son acogidos ni educados por sus padres... Esto nos invitaría a dar la vuelta a la pregunta: ¿En quién puede esperar la familia? ¿Qué fundamento hay para sostener ese gran deseo de familia que vibra en los corazones? Existe en estos interrogantes un reto para los cristianos: ¿puede la familia esperar en la Iglesia? ¿y qué puede esperar de ella?
Al presentar este parte de mi libro Informe sobre la esperanza, refiriéndome a lo que podemos esperar de la familia, cuento ahora con el mensaje de esperanza para las familias que el Papa Francisco nos ha dejado en su Exhortación Apostólica postsinodal Amoris Laetitia. Me gustaría empezar, como hace el Santo Padre, no con un análisis sociológico, sino con un relato bíblico de familia, haciendo así que resuene la Palabra de Dios[1].
La historia de Noé es un relato de familia pues en él, Dios no salva al individuo aislado. Aparecen Noé, su mujer, sus hijos y sus nueras. La misma arca no tiene forma de nave, sino de casa, símbolo de la familia (Gén 6, 15) y como tal ha sido representada por el arte cristiano.
Por otra parte, el tiempo de Noé también estaba lleno de amenazas para la familia y para la sociedad entera. Una antigua leyenda judía describe la generación del diluvio como muy próspera y favorecida[2]: el hombre nadaba en la abundancia, dependiendo solo de sí mismo, con poderes para manipular la naturaleza. Poco a poco, se iba olvidando de Dios y, de hecho, los embarazos duraban poco, los niños nacían ya fuertes y crecidos e incluso ayudaban ellos mismos a cortar el cordón umbilical de su madre. Es esta una imagen muy expresiva: aquellos hombres autosuficientes no pertenecían a una familia ni necesitaban aprender de otros, pues vivían encerrados en su autosuficiencia. En este panorama el diluvio aparece, más que como castigo divino, como lógica consecuencia del pecado.
En esta situación, solo la misericordia de Dios pudo generar una esperanza. Dios transformó el sufrimiento del diluvio en fecundidad: a través de las aguas, símbolo del seno materno, renació un pueblo nuevo, purificado del mal. Dios expresó su misericordia mediante una familia y su morada, el arca, donde se pudo volver a descubrir y vivir un amor verdadero. Dios bendijo a Noé en modo similar a como bendijo a Adán y Eva en su momento (Gén 8, 15-17).
Una primera enseñanza de este relato es que redescubrir el proyecto originario de Dios sobre la familia conlleva redescubrir la esperanza. En ella Dios ofrece un fundamento al deseo de plenitud que experimentan los hombres: Dios edifica para el deseo una morada, un arca donde cada persona reconozca su origen y su destino. Por ello toda familia custodia las huellas de las manos divinas, de su cuidado providente, de su amor originario gratuito. En el arca familiar aprendemos de nuevo a ser hijos, a recibirnos de otro, a acoger el propio cuerpo como testigo del don primero de Dios, a hablar el lenguaje de la diferencia sexual en apertura a la vida (cf. AL 285).
El mar del diluvio, por su parte, nos habla de las relaciones líquidas de la postmodernidad, privadas de forma y siempre inestables, recomenzando una y otra vez en múltiples uniones inconexas. El deseo de familia del hombre de hoy, si no tiene otra referencia, acaba encorvado sobre sí y es incapaz de crecer hacia la meta que promete. Es natural que este deseo se multiplique luego en los llamados “modelos” o expresiones variopintas de familia, en los que el deseo, desorientado, se pierde. En este diluvio ideológico, la morada familiar, el arca de Noé, aparece como el ámbito donde el deseo es suscitado, acogido, sanado y vigorizado hacia su meta.
Pero, podemos preguntarnos: ¿no salva Dios solo a unos privilegiados? Contemplando el relato de la familia de Noé en el conjunto de la historia bíblica, observamos que Dios quiere la salvación de muchos a través de unos pocos. En este resto de ocho personas, se encuentra la semilla de una humanidad nueva. De hecho, no se trata solo de una familia, sino de un pueblo entero que volverá a colonizar la tierra. El arca, este ambiente familiar donde el hombre encuentra su vocación y su destino, no se reduce a una familia aislada, sino que se presenta con vocación social: toda la sociedad está llamada a convertirse en ambiente y cultura donde se recuerde el amor originario de Dios y se haga posible el amor para siempre. Si desapareciera esta arca social o “cultura de la familia”, de poco servirían los esfuerzos de los individuos por escapar al diluvio del amor líquido.
De este modo, una primera lectura de Amoris Laetitia nos ayuda a descubrir que el problema de la familia actual no se refiere a esfuerzos individuales, a convicciones personales o a entregas aisladas. El gran reto está en superar la falta de un ambiente y de un tejido de relaciones donde pueda crecer y germinar el deseo de los hombres. Lo recuerda el arca de Noé, con su estructura diseñada por Dios, a la vez morada y nave que se abre camino en las aguas. Estos leños bien trabados e impermeables, con sus diversos planos, representan la cultura de la familia. Esta se custodia ante todo en el amor indisoluble de un hombre y una mujer abiertos a la transmisión y a la educación de la vida. Posteriormente, se vive en un pueblo que acompaña a las familias y fortalece sus relaciones.
Vemos aquí la gran misión y el reto de la Iglesia para la familia. La tradición cristiana ha visto en el arca de Noé una imagen de la Iglesia: esta es resto, sacramento de la salvación y cobijo a todos los hombres rescatados del diluvio[3].Así como la familia es el ambiente donde nace y germina el amor, donde se orienta y purifica el deseo, así la Iglesia está llamada a ser una gran familia, un gran ambiente, una gran arca de Noé, donde todas las familias encuentren un lugar donde germinar. La familia necesita vivir dentro de la Iglesia, donde se le recuerde la gran vocación que ha recibido y donde se haga memoria del amor que la anima y sostiene. Por su parte, en medio de un panorama de relaciones líquidas, la Iglesia debe saber crear morada, ambiente y cultura favorables en los que la familia crezca.
¿Es este reto posible? ¿Qué esperanza nueva comunica la Iglesia a la familia y, a través de ella, a la sociedad? La respuesta la podemos descubrir en el original diseño del arca de la Iglesia.
Amoris Laetitia, en su capítulo IV, ha resumido la esperanza de la familia mediante la exégesis de la 1ª carta a los Corintios 13 y dicha intuición, a mi entender, es la clave de lectura del documento. Según este, solo a la luz del verdadero y genuino amor (AL 67), es posible “aprender a amar” (AL 208) y construir una morada al deseo.
Entre la abundancia de consejos prácticos que este comentario ofrece, querría subrayar un elemento clave: las fuerzas para perdonar se hallan en el perdón que cada uno ha recibido de Dios en Cristo. Esta afirmación cristológica la encontramos también en San Pablo: cuando éramos todavía pecadores, Cristo murió por nosotros (Rom 5,8) o bien, ¿quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8,35).San Pablo concibe el amor como una abstracción o una meta bella, aunque lejana o casi inaccesible. Al contrario, el amor tiene nombre y apellidos, rostro y tono de voz, pues es el mismo Jesús de Nazaret, “mi amor crucificado”[4]. Cuando el himno de Corintios 13 concluye que “el amor no pasa nunca”, entendemos perfectamente a qué se refiere: se trata del amor de Cristo, derramado por el Espíritu en nuestros corazones (Rom 5,5).
Sobre esta esperanza que no defrauda (Rom 5,5), sobre este pilar seguro, Francisco propone edificar una cultura de la familia sólida. También el arca de Noé fue leída por los Padres desde Cristo: entregándose en la Cruz para salvarnos, había atravesado las aguas de la muerte para formar un nuevo Pueblo. El madero que surcaba las aguas se interpretó en referencia a la cruz y al Bautismo: el amor por el hombre manifestado por Cristo en la Cruz, nos toca en el Bautismo y en los demás sacramentos y nos comunica una capacidad nueva para ser amados y para amar. San Agustín vio en la economía sacramental de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, la arquitectura básica del arca de Noé, con el Bautismo como gran puerta[5]. La Iglesia puede navegar porque su casco y su arboladura tienen la forma del amor de Jesús comunicado en los sacramentos.
La gran esperanza de la familia es, por tanto, el gran don que cada familia ha recibido en el sacramento del matrimonio, por el que los cónyuges se transforman en signo eficaz del amor de Jesús y su Iglesia. El don recibido de Dios genera a su vez múltiples relaciones, porque el sacramento asume y transforma su amor. La misión de la Iglesia será recordarles y enseñarles a decir juntos a lo largo de toda su vida: “con Jesús, realmente presente en nuestro amor, somos pacientes, somos benignos; con Jesús, realmente presente en nuestro amor, no tenemos envidia, no presumimos ni nos engreímos; con Jesús, realmente presente en nuestro amor, no somos indecorosos ni egoístas...”
La relación de los esposos tendrá que crecer y madurar. Conocerá caídas y necesitará del perdón. Humanamente, será siempre imperfecta y estará siempre en camino. Sacramentalmente, sin embargo, el matrimonio proporciona a los esposos la presencia plena entre ellos del amor de Jesús, haciendo que el vínculo de su amor sea tan indisoluble, hasta la muerte, como el de Cristo y su Iglesia. La familia, por tanto, es sujeto de la vida de la Iglesia no porque los esposos sean muy eficaces, inteligentes o justos, sino porque tiene en sí la fuerza del amor de Cristo, capaz de generar un nuevo amor en el mundo. Por gracia, pueden crear a su alrededor un ambiente de vida donde el deseo encuentra su norte y su plenitud.
La pastoral matrimonial tiene que ser, por tanto, “una pastoral del vínculo” (AL 211). Frente a una pastoral emotiva, que busque solo fomentar sentimientos o que se contente con proporcionar experiencias intimistas del encuentro con Dios, una pastoral del vínculo es una pastoral que prepara al “sí para siempre”: acompaña a los novios en las etapas de su relación, preparándoles para decir “sí, quiero” y acoger el proyecto de Dios para ellos. Les ayuda a crear una morada familiar en la que su vínculo matrimonial es la clave de bóveda. Les garantiza que en cualquier caso y circunstancia, el Señor velará por ellos y les protegerá.
Hay que entender desde aquí la insistencia del Papa Francisco en lo que él llama “ideal cristiano”. Algunos lo han interpretado como objetivo lejano, abstracto y elitista. Pero el Papa no es platónico. Al contrario, según su pensamiento, el cristianismo toca la carne del hombre (cf. Evangelii Gaudium 88, 233) y busca evitar siempre “un ideal teológico matrimonial demasiado abstracto, casi artificiosamente construido, lejano de la situación concreta y de las posibilidades efectivas de las familias reales” (AL 36).El ideal cristiano es encarnado, porque la Palabra, el Logos, se ha hecho carne y acompaña su vida en los sacramentos.
La presencia viva y transformadora del amor pleno de Jesús, en este tiempo de deseos líquidos, se encuentra en los sacramentos: son la arquitectura del arca de la que Dios dio las medidas, son los signos vivos instituidos por Cristo para generar su misma vida entre los hombres. Por ello es inevitable la relación entre iniciación cristiana y vida matrimonial (AL 84, 192, 206-207, 279) y entre Eucaristía y matrimonio (AL 318), pues permiten que cada familia, al igual que la Iglesia entera, pueda ser expresión de la cultura del amor de Jesús, conservada en la economía de los sacramentos.
La Iglesia navega hacia la plenitud lejana, porque ya ha hecho experiencia de ella. Por ello, las imágenes del arca de Noé y de la nave de la Iglesia son signo de esperanza está unida al número ocho. Este, desde tiempos primitivos, simbolizaba el “octavo día”, es decir, el día de la resurrección de Cristo y, por tanto, el inicio del mundo futuro. Vivir el amor es posible, sin tener que esperar hasta el final del tiempo, porque la Iglesia, en sus sacramentos, mantiene vivo y eficaz, como don originario de Cristo, la morada que acoge, sostiene y vigoriza nuestras pobres fuerzas.
Desde el amplio horizonte de la cultura del amor, podemos afrontar una pregunta a la que el Papa ha dedicado su atención en Amoris Laetitia: ¿cómo dar esperanza a aquellos que viven alejados y especialmente a los que han vivido el drama y la herida de una segunda unión civil después de un divorcio? Nos referimos a los que naufragaron en el diluvio de la postmodernidad líquida y olvidaron aquella promesa esponsal por la que sellaron en Cristo un amor para siempre. ¿Pueden regresar al arca de Noé, construida sobre el amor de Cristo y escapar así a las aguas? Con tres palabras clave del capítulo VIII, el Papa nos indica la vía para esta tarea de la Iglesia: acompañar, discernir, integrar (AL 291-292).
Se trata, en primer lugar, de acompañar. Los bautizados que viven en esta fragilidad y cuya vida no se corresponde con las palabras de Jesús, no están excluidos de la Iglesia. Al contrario, San Agustín describe la capacidad de acogida de la Iglesia, nueva arca de Noé, estableciendo una distinción: en el arca no entraban solo los animales puros según la Ley y ello significa que la Iglesia alberga en su seno justos y pecadores. Contra los donatistas, el santo de Hipona afirmó que está hecha de hombres que caen y se levantan y que tienen que pronunciar, al inicio de cada misa: “Yo confieso”. Solo al final del tiempo separará Dios el trigo y la cizaña que germinan en cada creyente.
Por otra parte, todos los animales, puros e impuros, pasaron por la misma puerta y habitaron en una misma morada, con las mismas paredes y techado[6]. El Obispo de Hipona evocó aquí a los sacramentos, con el Bautismo como puerta y al cambio de vida que reclaman a quien quiere recibirlos, abandonando el pecado. En la armonía profunda que hay entre los sacramentos y la vida visible de los cristianos, la Iglesia expresa ante el mundo el testimonio de cómo vivió Jesús y de cómo están llamados a vivir los miembros del cuerpo de Jesús[7]. Por otra parte, en tanto que morada segura para los pecadores, les acoge con premura y a la vez les invita a un camino concreto de conversión y de superación del pecado: ni excluye a los pecadores ni excluye el pecado. Por tanto, si la Iglesia perdiera la arquitectura de los sacramentos, perdería el don originario que la sostiene y no visibilizaría el amor de Jesús y el modo en que este transforma la vida cristiana.
El primer elemento clave para el camino de acompañamiento que debe realizar la Iglesia resulta ser, por tanto, la armonía entre la celebración sacramental y la vida cristiana. Por este motivo, la Iglesia ha mantenido la disciplina eucarística desde sus orígenes. Gracias a ella, la Iglesia puede ser una comunidad que acompaña y que acoge al pecador, sin por ello bendecir el pecado. Solo así es posible ofrecer un camino posible de discernimiento e integración.
San Juan Pablo II confirmó esta disciplina en Familiaris Consortio 84 y en Reconciliatio et Poenitentia 34. La Congregación para la doctrina de la fe lo reafirmó en su documento de 1994. Benedicto XVI ahondó en ella en Sacramentum Caritatis 29. Se trata, por tanto, de una enseñanza magisterial consolidada, apoyada en la Escritura y basada en una razón doctrinal: la armonía salvífica de los sacramentos, corazón de la “cultura del vínculo” que vive la Iglesia.
Algunos han afirmado estos días que Amoris Laetitia ha eliminado esta disciplina, permitiendo, al menos en ciertos casos, que los divorciados que viven en nueva unión pudieran recibir la Eucaristía sin necesidad de transformar su modo de vida según lo indicado en Familiaris consortion.84 (abandonando la nueva unión o viviendo en ella como hermanos). A esto habría que responder que si Amoris Laetitia hubiera querido cancelar una disciplina tan arraigada y de tanto peso, lo habría expresado con claridad, ofreciendo razones para ello. No hay, sin embargo, ninguna afirmación en este sentido en la exhortación apostólica post-sinodal, ni el Papa pone en duda en ningún momento los argumentos presentados por sus predecesores, que no se basan en la culpabilidad subjetiva de estos hermanos nuestros, sino en su modo visible, objetivo de vida, contrario a las palabras de Cristo.
¿Pero no se encuentra este cambio −objetan todavía algunos– en una nota a pie de página, donde se dice que, en algunas ocasiones, la Iglesia podría ofrecer la ayuda de los sacramentos a quienes viven en situación objetiva de pecado (nota n.351)? Sin entrar en un análisis detallado[8], basta decir que esta nota se refiere a situaciones objetivas de pecado en general, sin afectar al caso específico de los divorciados en nueva unión civil. La situación de estos últimos, en efecto, tiene rasgos peculiares, que la distinguen de otras situaciones: ellos viven en contraposición con el sacramento del Matrimonio y, por tanto, con la economía de los sacramentos, que tiene su centro en la Eucaristía. Esta es, de hecho, la razón indicada por el magisterio precedente para justificar la disciplina eucarística de FC 84: un argumento que no aparece en la nota ni en su contexto. Lo que afirma la nota 351, por tanto, no toca a la disciplina anterior: sigue en pie la norma de FC 84 y SC 29 y su aplicación en todo caso[9].
El principio de fondo es que nadie puede querer de verdad un sacramento, el de la Eucaristía, sin querer también vivir de acuerdo con los demás sacramentos, entre ellos el del matrimonio. Quien vive en modo contrario al vínculo matrimonial se opone al signo visible del sacramento del matrimonio: en lo que toca a su existencia en el cuerpo, aunque luego subjetivamente no sea culpable, se hace “antisigno” de la indisolubilidad. Precisamente porque su vida en el cuerpo es contraria al signo, no puede formar parte, recibiendo la comunión, del signo supremo eucarístico, donde se revela el amor encarnado de Jesús. La Iglesia, si le admitiera, incurriría en lo que Santo Tomás de Aquino llamaba “falsedad en los signos sacramentales”[10]. Y no estamos ante una conclusión doctrinal excesiva, sino ante la base misma de la constitución sacramental de la Iglesia, que hemos comparado con la arquitectura del arca de Noé. Es una arquitectura que la Iglesia no puede modificar, porque viene del mismo Jesús; porque ella, la Iglesia, nace de aquí, y aquí se apoya para navegar en las aguas del diluvio. Cambiar la disciplina en este punto concreto, admitiendo una contradicción entre la Eucaristía y el matrimonio, significaría necesariamente cambiar la confesión de fe de la Iglesia, que enseña y practica la armonía entre todos los sacramentos, tal y como la recibió de Jesús. Sobre esta fe en el matrimonio indisoluble, no como ideal lejano sino como práctica concreta, se ha derramado sangre de mártires.
Alguno podría insistir: ¿no se queda Francisco corto en la misericordia al no dar este paso? ¿No es excesivo pedir a estas personas que caminen hacia una vida conforme a la Palabra de Jesús? Más bien sucede al contrario. Diríamos, usando la imagen del arca, que Francisco, sensible a la situación de diluvio que vive el mundo actual, ha abierto todas las ventanas posibles en la nave. Francisco ha invitado a todos a lanzar cuerdas desde estas ventanas para introducir en la barca al hombre naufrago. Pero permitir, aunque fuera solo en algunos casos, que se diera la comunión a quien se instala en un modo visible de vida contrario al sacramento del matrimonio, no sería abrir una ventana más, sino abrir un boquete en el fondo de la nave, dejando que entre en ella el mar y poniendo en peligro la navegación de todos y el servicio de la Iglesia a la sociedad. Más que una vía de integración, sería una vía de desintegración del arca eclesial: una vía de agua. Al respetar esta disciplina, por tanto, no se pone un límite a la capacidad de la Iglesia para rescatar a las familias, sino que se asegura la estabilidad de la nave y su capacidad para llevarnos a puerto. La arquitectura del arca es necesaria precisamente para que la Iglesia no permita que se estanque nadie en una condición contraria a la palabra de vida eterna de Jesús, es decir, para que la Iglesia no condene “eternamente a nadie” (cf. AL 296-297).
Preservando la arquitectura del arca se preserva, podemos decir, nuestra casa común que es la Iglesia, establecida sobre el amor de Jesús y se ofrece un servicio a la sociedad, al conservar en ella la cultura de la familia: ofreciendo una morada al deseo y al amor, se ponen los fundamentos de toda pastoral familiar y se fomenta una “cultura del vínculo” en nuestra sociedad postmoderna. De ahí la trascendencia pastoral y social del mantenimiento de la disciplina de la Iglesia.
Hemos discutido mucho estos años sobre la posibilidad de dar la comunión a los divorciados que viven en nueva unión civil. Al inicio de Amoris Laetitia el Papa ha recordado algunas posiciones exageradas. Los argumentos han sido muchos y muy variados, con el peligro de perderse en selvas intrincadas de casuística.
Intentemos, por un momento, tomar un poco de distancia y mirar la cuestión con perspectiva, dejando los detalles. Si la Iglesia admite a la comunión a los divorciados que viven en nueva unión sin pedirles un cambio de vida, dejando que sigan instalados en su situación, ¿no habría que decir simplemente que ha aceptado el divorcio en algunos casos? Ciertamente, no lo habrá aceptado sobre el papel, seguirá afirmándolo como ideal, ¿pero no lo afirma como ideal también nuestra sociedad? ¿En qué se diferenciaría entonces la Iglesia? ¿Podría seguir diciéndose fiel a las palabras de Jesús, palabras claras, que entonces sonaron duras? ¿No fueron estas palabras contrarias a la cultura y praxis de su tiempo, permisivo con un divorcio caso por caso para adaptarse a la fragilidad del hombre? En la práctica, la indisolubilidad del matrimonio quedaría como un bonito principio, porque ya no se confesaría en la Eucaristía, el verdadero lugar donde se confiesan las verdades cristianas que tocan la vida y dan forma al testimonio público de la Iglesia.
Deberíamos preguntarnos: ¿no habremos afrontado este problema desde la perspectiva de individuos aislados? Cualquiera puede entender el deseo de comulgar de estos hermanos nuestros y las dificultades que tienen para abandonar su unión, para vivir en ella de otro modo. Desde el punto de vista de cada una de estas historias, podríamos pensar: ¿qué nos cuesta, en el fondo, dejar que comulguen? Hemos olvidado, me parece, mirar las cosas desde un horizonte más grande, desde la Iglesia como comunión, desde su bien común. Pues, por un lado, el matrimonio tiene carácter intrínsecamente social: cambiar el matrimonio para algunos casos significa cambiarlo para todos. Si hay algunos casos en que no importa vivir contra el vínculo sacramental, ¿no habrá que decir a los jóvenes que se van a casar, que estas excepciones también existirán para ellos? ¿No lo percibirán enseguida aquellos matrimonios que luchan por permanecer juntos pero experimentan el peso del camino y la tentación de abandonarse? Además, por otro lado, la Eucaristía también tiene una estructura social (cf. AL 185-186), no depende solo de mis condiciones subjetivas, sino de cómo me relaciono con los otros dentro del cuerpo de la Iglesia, porque la Iglesia nace de la Eucaristía. Entender el Matrimonio y la Eucaristía como actos individuales, sin considerar el bien común de la Iglesia, disuelve al final la cultura de la familia, como si Noé, viendo muchos náufragos alrededor del arca, desmembrase su fondo y sus paredes para repartir tablas. La Iglesia perdería su ser comunional, basado en la ontología de los sacramentos, y se convertiría en reunión de individuos que flotan sin dirección a merced de las olas.
En realidad, los divorciados en nueva unión civil que se abstienen de acercarse a la Eucaristía y que caminan para poder regenerar su deseo conforme a ella, están protegiendo la morada de la Iglesia, nuestra casa común. Y también para ellos mismos es un bien mantener intactas las paredes del arca, de la morada donde se contiene el signo del amor de Jesús. Pues así la Iglesia les puede recordar: “no te detengas, es posible también para ti, no estás excluido del retorno a la alianza sacramental que contrajiste, aunque lleve tiempo; puedes vivir, con la fuerza de Dios, en fidelidad a ella”. Y si alguien dice que esto es imposible, recordemos las palabras de Amoris Laetitia: Seguramente es posible, porque es lo que pide el Evangelio (AL 102). Nadie queda, por tanto, excluido del camino hacia la vida grande de Jesús. El deseo de comulgar puede conducir, con la ayuda del pastor (y aquí se abre la vía del discernimiento) a una regeneración del deseo, para que deseemos vivir según las palabras del Señor.
En suma, el Papa nos advierte en la exhortación contra dos desvíos. Están los que quieren condenar y se contentan con un inmovilismo que no abre nuevas vías para que estas personas puedan regenerar su corazón. Están, por otro lado, los que ven la solución en encontrar excepciones en distintos casos, renunciando a regenerar el corazón de las personas. ¿No habría que levantarse por encima y tomar otro punto de vista? Este punto de vista es el de la comunión eclesial, el del bien común de la Iglesia, el de mantener vivo en su centro, como cultura de la familia, la vida misma de Cristo que nos anima en los sacramentos. Si dañamos esta estructura del arca de Noé, ¿cómo estar seguros de que se mantendrá a flote, de que no irá a pique la esperanza cristiana para todas las familias?
Dentro de esta cultura de la familia, que se apoya en la arquitectura del arca, podemos entonces preguntarnos: ¿cuáles son las nuevas vías que Amoris Laetitia nos invita a abrir? El Papa las aborda aminándonos a discernir y a integrar.
Nos preguntamos primero por el discernimiento. Algunos han interpretado que el Papa, al decir que se tengan más en cuenta las circunstancias atenuantes, pediría que el discernimiento se basara en ellas, como si este consistiera en escrutar si la persona es o no culpable subjetivamente. Ahora bien, este discernimiento sería, en último término imposible, pues solo Dios escruta los corazones. Además, la economía de los sacramentos es una economía de signos visibles, no de disposiciones interiores o de culpabilidad subjetiva. Una privatización de la economía sacramental no sería ciertamente católica. No se trata de discernir una mera disposición interior sino, como dice San Pablo, de “discernir el cuerpo” (cf. AL 185-186), las relaciones concretas visibles en que vivimos.
La Iglesia no nos deja solos ante este discernimiento. El texto de Amoris Laetitia nos indica los criterios clave para llevarlo a cabo. El primero consiste en la meta que se busca al discernir. Se trata de la meta que la Iglesia anuncia para todos, en cualquier caso y situación, y que no debe callarse por respetos humanos ni por miedo a chocar con la mentalidad del mundo, como recuerda el Papa (AL 307). Consiste en volver a la fidelidad al vínculo matrimonial, entrando de nuevo así en aquella morada o arca que la misericordia de Dios ha ofrecido al amor y al deseo del hombre. Todo el proceso se dirige, paso a paso, con paciencia y misericordia, a reconocer y sanar la herida que aqueja a estos hermanos, que no es el fracaso del anterior matrimonio, sino la nueva unión establecida.
El discernimiento es necesario, por tanto, no para elegir meta, sino para elegir camino. Teniendo claro adónde queremos llevar a la persona (la vida plena que Jesús promete) se disciernen las vías para que cada uno, según su caso particular, pueda llegar allí. Y aquí entra, como segundo criterio, la lógica de los pequeños pasos de crecimiento, de que también habla el Papa (AL 305). La clave es que estos divorciados renuncien a instalarse en su situación, que no hagan las paces con la nueva unión en que viven, que estén dispuestos a iluminarla a la luz de las palabras de Jesús. Todo lo que mueva a abandonar este modo de vivir, es un pequeño paso de crecimiento que hay que promover y animar.
En realidad, quien desea comer a Jesús en la Eucaristía, deseará también, usando la imagen bíblica, comer sus palabras, asimilarlas en su vida. O, mejor, según San Agustín, deseará ser asimilado por ellas[11]. Porque no es Jesús quien se adapta a nuestro deseo, sino nuestro deseo el que está llamado a conformarse a Jesús, para encontrar en él su realización plena. Desde aquí podemos pasar a la tercera palabra, “integrar”, y examinar las nuevas vías que Amoris Laetitia abre para los divorciados en nueva unión. El Papa nos pide, siguiendo al Sínodo, que se desarrolle un itinerario, que debe ser realizado en cada diócesis bajo la guía del obispo y siguiendo la enseñanza de la Iglesia (AL 300). Esto debería suceder, a ser posible, contando con un equipo de pastores cualificados y expertos.
Es esencial que en el camino se anuncie la palabra de Dios, especialmente en lo que toca al matrimonio (AL 297). Así estos bautizados irán haciendo luz sobre esa segunda unión que comenzaron y en la que viven. Se propiciaría aquí también la posibilidad de revisar una eventual nulidad del matrimonio sacramental, según las nuevas normas emanadas por el Papa.
En este camino se encuentra también otra novedad, abierta por el Papa en Amoris Laetitia. Sin cambiar la normativa canónica general, el Papa admite que puedan darse excepciones en lo que respecta a la asunción por estos divorciados de algunos encargos públicos eclesiales. El criterio es, como he indicado antes, el camino de crecimiento concreto de la persona hacia la sanación.
En toda esta ruta es bueno recordar que los sacramentos no son solo una celebración puntual, sino un camino: quien empieza a moverse hacia la Penitencia está ya en un proceso sacramental, no está excluido de la estructura sacramental de la Iglesia, recibe en cierto modo la ayuda delos sacramentos. De nuevo, lo importante es estar dispuesto a dejarse transformar por Jesús, aunque se sepa que el camino será largo; y a dejarse acompañar en este camino. Lo que mueve al pastor es el deseo de introducir a la persona en la cultura del vínculo, ofreciendo una morada a su deseo, para que este pueda regenerarse según las palabras del Señor.
El Papa nos invita a emprender una ruta, he aquí la clave. La comunión eucarística estará en el horizonte final, y llegará en el momento en que Dios quiera, pues Él actúa en la vida de estos bautizados, ayudándoles a regenerar sus deseos conforme al Evangelio. Empecemos paso a paso, ayudándoles a participar en la vida de la Iglesia, hasta que “alcancen la plenitud del plan de Dios para ellos” (AL 297).
Concluyo. En las aguas de la postmodernidad líquida, la Iglesia puede ofrecer una esperanza a todas las familias y a toda la sociedad, como el arca de Noé. Ella reconoce la debilidad y la necesidad de conversión de sus miembros. Precisamente para eso está llamada a mantener, al mismo tiempo, la presencia concreta en Ella del amor de Jesús, vivo y eficaz en los sacramentos, que dan al arca su estructura y dinamismo, haciéndola capaz de surcar las aguas. La clave en este gran reto que hay que afrontar, está en desarrollar una “cultura eclesial de la familia” que sea “cultura del vínculo sacramental”.
Según San Juan Crisóstomo el arca de Noé se diferencia de la Iglesia en un detalle importante[12]: la antigua arca recibió en su seno a los animales irracionales (alogos) y los mantuvo siempre irracionales. La Iglesia, por su parte, recibe también al hombre que, por el pecado, ha perdido el Logos (razón), y es por tanto “irracional”, camina sin la luz del amor. Pero, precisamente porque la Iglesia tiene el ambiente vital del cuerpo de Cristo, porque preserva la armonía de los sacramentos, Ella, a diferencia del arca de Noé, es capaz de regenerar al hombre, de conformar el corazón humano a la Palabra (Logos) de Jesús. En ella entran los hombres “irracionales” y salen “racionales”; es decir, dispuestos a vivir según la luz de Cristo, según su amor que “todo lo espera”, y “que dura para siempre”.
Gracias.
Gerhard Card. Müller
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
Fuente: jp2madrid.es.
[1] Cf. Papa Francisco, Amoris Laetitia (=AL), capítulo 1.
[2]Cf. L. Ginzberg, The Legends of the Jews (The Jewish Publication Society of America, Philadelphia 1913), vol. I, 152.
[3] Sobre el arca de Noé como imagen de la Iglesia en los Padres, cf. J. Danielou, “Noe y el diluvio”, en Id., Tipología bíblica, (ed. Paulinas, Buenos Aires 1966) 95-152; H. Rahner, Simboli della Chiesa. L’ecclesiologia dei Padri (Paoline, Milano 1995) 865-938.
[4] La expresión, de San Ignacio de Antioquía (Ad Rom. VII, 2), será explicada cristológicamente por Orígenes en el prólogo de su Comentario al Cantar de los Cantares.
[5] Cf. San Agustín, De fide et operibus XXVII, 49; más adelante volveré sobre este texto.
[6] Cf. San Agustín, De fide et operibus XXVII, 49: “Nec quia scriptum est introisse ad Noe in arcam etiam immunda animalia, ideo praepositi vetare non debent, si qui immundissimi ad Baptismum velint intrare saltantes, quod est certe mitius quam moechantes: sed per hanc figuram rei gestae praenuntiatum est immundos in Ecclesia futuros propter tolerantiae rationem, non propter doctrinae corruptionem, vel disciplinae dissolutionem. Non enim quacumque libuit intraverunt immunda animalia arcae compage confracta, sed ea integra per unum atque idem ostium, quod artifex fecerat”.
[7] Cf. San Agustín, De fide et operibus, IX, 14.
[8] Decir “situación objetiva de pecado” es muy general. La situación puede, por ejemplo, no ser manifiesta; o puede ocurrir que la persona esté en un proceso de salida de la situación, de modo que no se obstine en permanecer en ella. Del mismo modo, hablar de “situación irregular” es también general. De por sí el término dice solo que se está fuera de una regla, pero no se especifica si la regla es de derecho eclesiástico o de derecho divino. Recuérdese en todo caso que, cuando hay dudas sobre la interpretación de un documento, la única lectura posible según la hermenéutica católica, es la que sigue lo enseñado por el magisterio precedente.
[9] También se ha dicho que la nota 336 parecía abrir esta posibilidad. Ahora bien, esta es una nota de nuevo muy general que solo afirma que una norma canónica (incluso tocante a la disciplina sacramental) no debe necesariamente tener los mismos efectos sobre todos, pues en algunos casos la culpabilidad del sujeto está disminuida. Se dice: “no debe necesariamente”, es decir: puede haber normas de las que sí se sigan los mismos efectos para todos. Esto es innegable si pensamos, por ejemplo, en la norma que impide recibir los demás sacramentos a quien no esté bautizado. Se trata de una norma canónica que se aplica en todo caso y en que la Iglesia no puede obrar excepciones, porque pertenece a la estructura misma de los sacramentos; tal norma, ciertamente, no depende de la culpabilidad de la persona, sino de su condición objetiva de no bautizada. Otras normas sacramentales, sin embargo, sí que tienen efectos distintos según la culpabilidad. Pensemos en la exigencia de confesarse sacramentalmente antes de la comunión si se ha cometido un pecado grave: en algunos casos, por serios motivos, uno podría acercarse a comulgar aún en este caso, haciendo un acto de contrición y con el propósito de confesarse en cuanto sea posible. Ahora bien, la norma de FC 84 pertenece a las del primer tipo, que no dependen de la culpabilidad de la persona, sino del estado objetivo en que se encuentra, como ha aclarado constantemente el magisterio. Nada contradice en esta nota, por tanto, la validez para todo caso o situación de la norma establecida en FC 84. La nota 336 puede referirse a las normas de las que se acaba de hablar en AL 299: distintos cargos públicos en la Iglesia, que incluyen la disciplina sacramental, pues se refieren a algunos oficios litúrgicos (como el de lector o padrino), a los que podría admitirse a estos bautizados si se viera que están realizando un camino concreto de conversión y que tal admisión les ayudaría a avanzar.
[10] Cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th. III q. 68 a. 4 co.
[11] Cf. San Agustín, Conf. VII, 10, 16: “Cibus sum grandium: cresce et manducabis me. Nec tu me in te mutabis sicut cibum carnis tuae, sed tu mutaberis in me”.
[12] Cf. San Juan Crisóstomo, Hom. Laz. 6(PG 48, 1037-1038).
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