Han pasado 30 años desde que el Papa san Juan Pablo II iniciara las Jornadas Mundiales de la Juventud
Karol Wojtyła falleció en abril de 2005 y es posible que, once años después, muchos de los jóvenes que acudirán en julio a la XXXI JMJ de Cracovia ignoren ya su extraordinaria figura. Estas páginas ayudan a conocer su legado intelectual, centrado en el valor de la persona, del amor y del cuerpo.
El pensamiento de Karol Wojtyła/Juan Pablo II como filósofo, teólogo y poeta resulta, a la vez, extenso y profundo. Ofrece aportaciones en cuestiones muy variadas: desde la mujer (Mulieris dignitatem y Carta a las mujeres) hasta su nación, Polonia, o la patria. Entendió, por ejemplo, que la sociedad debía fundarse en la participación y no en la alienación, y que el sistema-prójimo debía tener la prioridad sobre el sistema-comunidad; defendió en Naciones Unidas su visión de los derechos humanos y de las relaciones internacionales; y consideró la familia como “communio personarum”.
Aquí, por cuestión de espacio, nos ocuparemos solo de sus aportaciones más fundamentales y a las que dedicó más espacio en sus escritos.
Pero para poder interpretar y valorar su pensamiento, es necesario conocer antes su interesante historia intelectual. Y esa historia comienza con la poesía. De hecho, su primer texto publicado, bajo seudónimo, es el poema Sobre tu blanca tumba: “Sobre tu blanca tumba / madre, amor mío apagado, / una oración desde mi amor filial: / dale el reposo eterno”.
El joven Wojtyła llora a su madre muerta mientras inicia sus estudios de filología polaca en la Universidad Jagellónica de Cracovia. Su vocación literaria y artística era tan fuerte que continuó escribiendo poesía hasta su muerte (Tríptico romano), pero, por encima de ella, prevaleció la llamada al sacerdocio en el contexto de una Polonia ocupada por las tropas nazis. Fue así como entró en contacto con la filosofía y, más concretamente, con el tomismo. “Al principio fue el gran obstáculo. Mi formación literaria, centrada en las ciencias humanas, no me había preparado en absoluto para las tesis ni para las fórmulas escolásticas que me proponía el manual, de la primera a la última página. Tenía que abrirme camino a través de una espesa selva de conceptos, análisis y axiomas, sin poder identificar siquiera el terreno que pisaba. Al cabo de dos meses de desbrozar vegetación se hizo la luz y se me alcanzó el descubrimiento de las razones profundas de aquello que aún yo no había experimentado o intuido. Cuando aprobé el examen, dije al examinador que, a mi juicio, la nueva visión del mundo que había conquistado en aquel cuerpo a cuerpo con mi manual de metafísica era más preciosa que la nota obtenida. Y no exageraba. Aquello que la intuición y la sensibilidad me habían enseñado del mundo hasta entonces, había quedado sólidamente corroborado” (No tengáis miedo, André Frossard, pp. 15-16).
Wojtyła consolidó su formación de filósofo (y teólogo) tomista en el Angelicum de Roma, con una tesis sobre san Juan de la Cruz, otra de sus grandes fuentes de inspiración. Pero al volver a Cracovia sucedió algo relevante: le propusieron realizar la tesis de habilitación sobre el fenomenólogo Max Scheler, entonces muy de moda. Sucedía que Scheler, aunque era discípulo de Husserl −y, por lo tanto, se encuadraba en la filosofía moderna (muy alejada del tomismo)−, proponía una ética que parecía tener muchos puntos de contacto con el cristianismo. Wojtyła decidió analizar esta cuestión, que resultó determinante en su evolución intelectual. “Debo verdaderamente mucho a este trabajo de investigación [la tesis sobre Scheler]. Sobre mi precedente formación aristotélico-tomista se injertaba así el método fenomenológico, lo cual me ha permitido emprender numerosos ensayos creativos en este campo. Pienso especialmente en el libro Persona y acción. De este modo me he introducido en la corriente contemporánea del personalismo filosófico, cuyo estudio ha tenido repercusión en los frutos pastorales” (Don y misterio, p. 110). El estudio sobre Scheler, en efecto, le puso en contacto con la filosofía contemporánea mostrándole que poseía elementos valiosos que debían ser integrados en ella, y que el mejor modo para lograrlo era el personalismo filosófico.
Cuando Karol Wojtyła formula esta convicción, su camino de formación intelectual ha concluido. A partir de aquí comenzará su propio itinerario con un punto de partida muy preciso: la persona.
La persona fue el gran tema intelectual de su vida y también su tema existencial. De hecho, la unión de vida y pensamiento en Karol Wojtyła fue tan intensa, que la mayor parte de su esfuerzo teórico tenía como objetivo responder a interrogantes suyos o de quienes le rodeaban. Y este es el caso, ante todo, para “su” tema: la persona.
Wojtyła se interroga sobre sí mismo y sobre quienes tiene a su lado. Se asombra ante el misterio y la grandeza del ser humano y también ante el mal, el horror y la depravación que pudo comprobar personalmente en toda su magnitud, ya que su ciudad natal, Wadowice, se encuentra a pocos kilómetros de Auschwitz. Su respuesta consistirá en afirmar el valor único e irrepetible de cada persona humana, arraigado en la subjetividad y en la intimidad de cada hombre, de cada mujer. Un valor de tal magnitud que, según expresará en su famosa “norma personalista”, la única actitud adecuada ante ella es el amor.
El personalismo de Juan Pablo II nace, pues, de la experiencia, se eleva como teoría y, desde esa nueva comprensión, retorna al hombre como bálsamo, orientación y guía. “Es difícil formular una teoría general sobre el modo de tratar a las personas. Sin embargo, para mí ha sido de gran ayuda el personalismo, en el que he profundizado en mis escritos filosóficos. Cada hombre es una persona individual, y por eso yo no puedo programar a priori un tipo de relación que valga para todos, sino que cada vez, por así decir, debo volver a descubrirlo desde el principio”.
Lo expresará con acierto la poesía de Jerzy Liebert: “Te estoy aprendiendo, hombre. / Te aprendo despacio, despacio. / De este difícil estudio / goza y sufre el corazón” (¡Levantaos! ¡Vamos!, p. 69).
Pero también lo expresa con acierto su propia obra poética; una poesía profunda y simbólica que busca sondear la experiencia primordial del hombre, que antecede toda teoría. Valga por todos estos espléndidos versos del poema titulado Cantera de piedra, que refleja su experiencia como obrero: “Escucha el ritmo constante de los martillos, tan conocido, / yo lo proyecto en los hombres, para probar la fuerza de cada golpe. / Escucha. Una descarga eléctrica corta el río de piedra, / y en mí crece un pensamiento de día en día, / que toda la grandeza del trabajo está dentro del hombre”.
El mensaje es preciso. Por sorprendente y llamativa que nos resulta la grandeza del trabajo humano, el elemento más excelso, más poderoso, está siempre en su interior. Una poderosa idea que, muchos años más tarde, retomaría en su encíclica Laborem exercens, a través de la distinción entre la dimensión objetiva y subjetiva del trabajo. El personalismo wojtyliano incluye una dimensión religiosa que se despliega en sus dos procesos constitutivos: el existencial y el reflexivo. En el primero se hace vida a través de una Persona esencial: Cristo, Hijo de Dios; como toda persona, única e irrepetible, pero en este caso divina. Y en el nivel teológico se expresa con particular fuerza en tres momentos. El primero lo conforman sus intervenciones en el Concilio Vaticano II, de las que nos narra este significativo recuerdo: “Otro francés con el que estreché lazos de amistad fue el teólogo Henri de Lubac, S. I., que yo mismo, años después, creé cardenal. […] Cuando fue presentado el Esquema 13 [que después se convirtió en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, Gaudium et spes] yo hablé del personalismo. El padre de Lubac se me acercó y me dijo: ‘Así, así, en esa dirección’. De este modo me dio ánimos y eso significó mucho para mí, que era relativamente joven” (Levantaos! ¡Vamos!, p. 146).
El segundo momento es su genial obra de antropología teológica Varón y mujer los creó, también denominada “teología del cuerpo”, en la que se enlazan brillantemente la persona, la interpersonalidad, la corporeidad, la antropología, la revelación y la teología. Y el tercero es su ingente obra magisterial.
Con este telón de fondo podemos pasar ya a mostrar algunas de sus aportaciones más relevantes, para lo cual seguiremos un orden cronológico.
Karol Wojtyła comenzó por la ética porque tuvo que dar clases de esta materia en la Universidad Católica de Lublin (la universidad Jagellónica, su alma mater, había sido cerrada por los comunistas), y porque fue un tema que siempre le interesó. Partía de su posición tomista, pero el contacto con la perspectiva scheleriana le llevó a concluir que los contenidos y formulaciones de la ética clásica eran insuficientes. No era sólo una cuestión de formulación. El problema era más profundo y se propuso abordarlo dando origen a lo que después se llamó escuela ética de Lublin. Su objetivo: refundar las bases de la ética clásica mediante la perspectiva fenomenológica y personalista.
Para ello trabajó principalmente en tres áreas.
Primero, el análisis y confrontación con las posiciones éticas de sus cuatro principales autores de referencia: Tomás de Aquino, Kant, Hume y Scheler.
En segundo lugar, la justificación de la ética frente al hedonismo, el emocionalismo, el positivismo, o, en un sentido muy diverso, el apriorismo kantiano. Alfred Ayer, por ejemplo, sostenía que la ética se reduce a la emoción (una tesis completamente actual) y no implica ningún contenido intelectual. El problema de Kant era el contrario: un rotundo y nítido formalismo moral sin contenidos. Para superar estas objeciones, Wojtyła recurrió a la experiencia moral indicando que la ética no surge de ninguna estructura externa al sujeto, ni es una construcción mental generada por presiones sociológicas. Nace de la experiencia del deber, pero no entendida en modo kantiano, como la estructura formal de la razón práctica, sino en un sentido profundamente realista, como la experiencia que todo sujeto posee –en cada acción ética concreta– de que debe hacer el bien y evitar el mal.
Por último, se esforzó por conectar la ética con la vida personal. La ética no puede pensarse como un conjunto de normas que obligan a la persona desde una perspectiva heterónoma; debe implicar activamente al sujeto y poseer carácter motivador. De otro modo, el sujeto la acabará considerando como algo que se le impone desde fuera por los padres, la sociedad o la Iglesia. Y, pronto o tarde, la abandonará. El único modo de que la ética tenga fuerza efectiva es que el sujeto asuma esas reglas como propias y conecte su realización con la adquisición de la plenitud personal, de su perfeccionamiento como ser humano.
Los estudios sobre el amor humano hunden sus raíces en su actividad pastoral como sacerdote, siempre con una dedicación especial a los jóvenes, que quiso continuar muchos años después, como Papa, a través de las Jornadas Mundiales de la Juventud. “En aquellos años, lo más importante para mí se había convertido en los jóvenes, que me planteaban no tanto cuestiones sobre la existencia de Dios, como preguntas concretas sobre cómo vivir, sobre el modo de afrontar y resolver los problemas del amor y del matrimonio, además de los relacionados con el mundo del trabajo [...]. De nuestra relación, de la participación en los problemas de su vida nació un estudio, cuyo contenido resumí en el libro titulado Amor y responsabilidad” (Cruzando el umbral de la esperanza, p. 198).
Este texto, de enorme atractivo y riqueza, fue particularmente original por su revolucionario planteamiento sobre la ética sexual. La moral sexual de la época tenía una perspectiva negativa: se reducía a un conjunto de acciones que no se debían realizar y sobre estas la casuística daba todos los detalles necesarios. Pero este planteamiento era insatisfactorio e insuficiente para Wojtyła. Se centraba únicamente en el objeto: la sexualidad, la acción sexual, y olvidaba al sujeto. Por eso, las acciones quedaban sin referencia y se convertían en entidades autónomas justificadas por normas tendencialmente heterónomas incapaces de motivar a la persona. Y, consecuentemente, se cumplían solo por temor o por obediencia, pero sin que se lograse atisbar las razones que las justificaban.
Wojtyła tuvo la lucidez de advertir que esta importante dificultad sólo se podía superar con un replanteamiento global del problema. Su solución, muy original en su momento (1960), consistió en integrar la sexualidad en la perspectiva global de las relaciones interpersonales entre el hombre y la mujer. A partir de este fundamento sí era posible elaborar una teoría de la sexualidad comprensible, justificable e incluso estimulante. Y esa es justamente la tarea que afrontó en Amor y responsabilidad. Baste decir aquí que en esta obra, completamente vigente y de particular interés para los jóvenes, recorre las etapas, modalidades y deformaciones del amor (concupiscencia, benevolencia, amistad, emoción, pudor, continencia, templanza, ternura, etcétera) y sienta unas bases sólidas de una teoría personalista del amor sexual que debe confluir en el matrimonio como expresión plena de ese amor.
Años más tarde, como cardenal, tendría la posibilidad de proponer muchas de estas ideas en las discusiones del Concilio Vaticano II. Y buena parte de ellas acabarían formado parte de la visión renovada del matrimonio que ofrece la Constitución Gaudium et spes, en el que el anticuado planteamiento contractualista quedó superado por una perspectiva en la que el matrimonio consiste en la entrega mutua, basada en el amor conyugal, de un hombre y una mujer que quieren fundar “una comunidad de vida y de amor”.
El itinerario cronológico que estamos siguiendo nos conduce ahora a Persona y acción (1969), su obra maestra, un escrito profundo, rico y complejo que puede interpretarse al menos desde dos puntos de vista. El primero lo percibe como la deriva natural de sus investigaciones éticas que le condujeron a una convicción profunda: la necesidad de disponer de una antropología potente para fundarla. No era posible elaborar una concepción potente de la moral, es decir, del bien de la persona, sin poseer una sólida teoría de la persona. Esto significaba, en otros términos, que el repensamiento de la ética que había comenzado en Lublin sólo podía llevarse a cabo a través de un repensamiento de la antropología.
Pero hay también una segunda lectura posible de Persona y acción o, si se prefiere, una radicalización de la primera. Junto a la necesidad de construir una antropología novedosa, en la mente de Wojtyła se afirmaba también cada vez con más fuerza la necesidad de unificar tomismo y fenomenología, porque sólo de su fusión podía surgir la filosofía del futuro, ya que ambas se complementaban. El tomismo proporcionaba la base realista y ontológica, y la fenomenología los temas de la filosofía moderna: yo, autoconciencia, autodeterminación, subjetividad, etcétera. ¿Y qué mejor oportunidad para abordar ese proyecto que la búsqueda de una nueva fundamentación antropológica?
Persona y acción, por tanto, responde a un doble objetivo: solventar una necesidad de sus investigaciones éticas y fundir tomismo y fenomenología en una antropología personalista. Wojtyła afrontó el tema con extrema radicalidad, porque no pretendía meramente innovar, sino refundar la antropología. Por eso, Persona y acción es una empresa titánica que comprende, entre otras, las siguientes novedades:
1. Accede a la persona a través de la acción; es la acción la que revela a la persona, y no al revés.
2. Ofrece un novedoso concepto de experiencia con el objetivo de acercar, integrar y superar las posiciones enfrentadas del objetivismo (verdad sin sujeto) y de la filosofía de la conciencia (sujeto sin verdad). “Me atrevería a decir que la experiencia del hombre con la característica escisión del aspecto interior y exterior se encuentra en la raíz de la división de esas dos potentes corrientes de pensamiento filosófico, la corriente objetiva y la subjetiva, la filosofía del ser y la filosofía de la conciencia”. Por eso, “se debe generar la convicción de que, en lugar de absolutizar cualquiera de los dos aspectos de la experiencia del hombre, es necesario buscar su recíproca interrelación” (Persona y acción, p. 53).
3. La conciencia se extiende del mero conocimiento de las propias acciones (posición clásica) a la vivencia de tales acciones (modernidad). Una muestra más de su proyecto de integración entre clasicismo y modernidad.
4. Asume la subjetividad de la persona porque “la subjetividad es objetiva”. Y lo logra a través de su compleja y equilibrada concepción de la autoconciencia.
5. La libertad no es entendida solo como elección, sino como autodeterminación de la persona a través de sus elecciones, lo cual resulta antropológicamente posible por el autodominio y autoposesión propios de la persona.
6. Cuerpo, psique y sentimientos son otros de los muchos temas que también trata Wojtyła en esta obra crucial de la antropología del siglo XX.
Aunque en estas líneas nos hemos centrado en algunas aportaciones filosóficas fundamentales de san Juan Pablo II, no podemos dejar de mencionar su gran obra de antropología teológica: Varón y mujer lo creó. Publicada ya siendo Papa, Wojtyła sorprendió al mundo, en primer lugar, porque se trataba de una obra original de teología, algo totalmente inusual en los últimos siglos de la historia del papado, que se había limitado a sentar doctrina sobre los temas discutidos. Pero con esta obra, Juan Pablo II no solo no lanzaba algún anatema o condenación, sino que ni siquiera planteaba una solución a una disputa teológica. Era él mismo quien innovaba ofreciendo una nueva teología a los católicos (una línea que continuaría luego Benedicto XVI).
Y esa nueva teología, conocida posteriormente como teología del cuerpo, sostiene que el hombre y la mujer han sido creados iguales, pero también diferentes: “varón y mujer los creó”. Y esa “unidualidad”, esa diferencia en la igualdad, es la que refleja con la mayor perfección la imagen divina y, más en particular, la visión cristiana de la divinidad.
El Dios cristiano es “tripersonal”, no es un Dios solitario. Por eso, la interpretación tradicional que mostraba al hombre individual como imagen de Dios se quedaba corta, porque solo podía reflejar la existencia de un Dios unipersonal. Pero la díada hombre-mujer, que muestra a la persona en diálogo, en relación de complementariedad y de “necesitación” amorosa sí es capaz de reflejar esa tripersonalidad divina. Por eso, la carne, el cuerpo, esencial en la diferenciación entre el hombre y la mujer, no solo no es algo negativo o pecaminoso sino que resulta ser un testimonio de la esencia de la divinidad.
Estas son algunas de las aportaciones de Karol Wojtyła que consideramos más fundamentales y que se reflejan más extensamente en sus escritos. Pero, lógicamente, su pensamiento y su influjo trascienden estos breves trazos.
Juan Manuel Burgos
Profesor titular de la Universidad CEU - San Pablo
Fuente: Revista Palabra.
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