Tercera meditación del Retiro predicado por el Santo Padre en el Jubileo de los sacerdotes, el jueves, 2 de junio de 2016, en la Basílica de San Pablo Extramuros
En el marco del Jubileo sacerdotal ─en la víspera de la Solemnidad del Sacratísimo Corazón de Jesús, del Año Santo de la Misericordia, y de su culmen, con la Misa presidida por el Papa Francisco en la Plaza de San Pedro, en el 160 aniversario de la institución de esta solemnidad para la Iglesia universal─ el Santo Padre propuso «meditar con las obras de misericordia, ya sea tomando alguna de ellas, la que más sintamos ligada a nuestro carisma, ya sea contemplándolas todas juntas, viéndolas con los ojos misericordiosos de nuestra Señora, que nos hacen descubrir «el vino que falta» y nos alientan a «hacer todo lo que Jesús nos diga» (cf. Jn 2,1-12), para que su misericordia obre los milagros que nuestro pueblo necesita».
Esperemos que el Señor nos conceda lo que hemos pedido en la oración: imitar el ejemplo de la paciencia de Jesús, y con la paciencia superar las dificultades. Esta tercera meditación tiene como título: “El buen olor de Cristo y la luz de su misericordia”.
En este tercer encuentro os propongo meditar sobre las obras de misericordia, ya sea tomando alguna que sintamos más ligada a nuestro carisma, o ya sea contemplándolas todas juntas, viéndolas con los ojos misericordiosos de la Virgen, que nos hacen descubrir “el vino que falta” y nos animan a “hacer todo lo que Jesús nos dirá” (cfr. Jn 2,1-12), para que su misericordia haga los milagros que nuestro pueblo necesita.
Las obras de misericordia están muy ligadas a los “sentidos espirituales”. Rezando pidamos la gracia de “sentir y gustar” el Evangelio de modo tal que nos haga sensibles para la vida. Movidos por el Espíritu, y guiados por Jesús que podamos ver ya de lejos, con ojos de misericordia, a quien yace por tierra al borde del camino, que podamos escuchar los gritos de Bartimeo, que podamos sentir como siente el Señor en la orla de su manto el toque tímido pero decidido de la hemorroisa, que podamos pedir la gracia de gustar con él en la cruz el sabor amargo de la hiel de todos los crucificados, para sentir así el olor fuerte de la miseria en hospitales de campaña, en trenes y barcazas llenas de gente; ese olor que el óleo de la misericordia no tapa, sino que ungiéndolo hace que se despierte una esperanza.
El Catecismo de la Iglesia Católica, hablando de las obras de misericordia, cuenta que santa Rosa de Lima, el día en que su madre la regañó por acoger en casa a pobres y enfermos, santa Rosa de Lima sin dudar le dijo: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de Cristo» (n. 2449). Ese buen olor de Cristo ─el cuidado de los pobres─ es característico de la Iglesia, siempre lo ha sido. Pablo centró aquí su encuentro con “las columnas”, como él les llama, con Pedro, Santiago y Juan. Ellos «nos piden solo que nos acordemos de los pobres» (Gal 2,10). Esto me recuerda un hecho que he contado algunas veces: recién elegido Papa, mientras continuaba el escrutinio, se me acercó un hermano Cardenal, me abrazó y me dijo: “No te olvides de los pobres”. El primer mensaje que el Señor me hizo llegar en aquel momento. El Catecismo dice también, de manera sugestiva, que «los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos» (n. 2448). Y eso sin ideologías, solo con la fuerza del Evangelio.
En la Iglesia hemos tenido y tenemos muchas cosas no tan buenas, y muchos pecados, pero en esto de servir a los pobres con obras de misericordia, como Iglesia siempre hemos seguido al Espíritu, y nuestros santos lo han hecho de modo muy creativo y eficaz. El amor por los pobres ha sido la señal, la luz que hace que la gente glorifique al Padre. Nuestra gente aprecia esto, al cura que cuida de los pobres, de los enfermos, que perdona a los pecadores, que enseña y corrige con paciencia… Nuestro pueblo perdona muchos defectos a los curas, salvo el de estar apegados al dinero. El pueblo no lo perdona. Y no es tanto por la riqueza en sí, sino porque el dinero nos hace perder la riqueza de la misericordia. Nuestro pueblo reconoce “de olfato” qué pecados son graves para el pastor, cuáles matan su ministerio porque lo hacen ser un funcionario, o peor un mercenario, y cuáles en cambio son, no diré pecados secundarios ─porque no sé si teológicamente se puede decir eso─, sino pecados que se pueden soportar, cargar como una cruz, hasta que el Señor al final los purifique, como hará con la cizaña. En cambio, lo que atenta contra la misericordia es una contradicción principal. Atenta contra el dinamismo de la salvación, contra Cristo que “se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (cfr. 2Cor 8,9). Y eso es así porque la misericordia cura “perdiendo algo de sí”: un jirón de corazón se queda con la persona herida; un tiempo de nuestra vida, en el que teníamos ganas de hacer algo, lo perdemos cuando lo regalamos al otro, en una obra de misericordia.
Por eso, no es cuestión de que Dios me dé misericordia en alguna falta, como si en el resto yo fuese autosuficiente, o que de vez en cuando yo haga algún acto particular de misericordia con un necesitado. La gracia que pedimos en esta oración es la de dejar que Dios tenga misericordia de todos los aspectos de nuestra vida y de ser misericordiosos con los demás en todo nuestro obrar. Para nosotros sacerdotes y obispos, que trabajamos con los Sacramentos, bautizando, confesando, celebrando la Eucaristía…, la misericordia es el modo de trasformar toda la vida del pueblo de Dios en “sacramento”. Ser misericordioso no Es solo un modo de ser, sino el modo de ser. No hay otra posibilidad de ser sacerdote. El Cura Brochero decía: «El sacerdote que no siente mucha compasión de los pecadores es medio sacerdote. Estos trapos benditos que llevo encima no son los que me hacen sacerdote; si no llevo en mi pecho la caridad, no soy ni siquiera cristiano».
Ver lo que falta para poner remedio inmediatamente, y mejor aún preverlo, es precisamente la mirada de un padre. Esta mirada sacerdotal ─de quien hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre─ que nos lleva a ver las personas en la óptica de la misericordia, es lo que se debe enseñar a cultivar desde el seminario y debe alimentar todos los planes pastorales. Deseamos y pedimos al Señor una mirada que aprenda a discernir los signos de los tiempos en la perspectiva de “qué obras de misericordia son necesarias hoy para nuestra gente” para poder sentir y gustar al Dios de la historia que camina en medio de ellos. Porque, como dice el Documento de Aparecida, citando a san Alberto Hurtado, «en nuestras obras, nuestro pueblo sabe que comprendemos su dolor» (n. 386).
La prueba de esta comprensión de nuestro pueblo es que en nuestras obras de misericordia somos siempre bendecidos por Dios y encontramos ayuda y colaboración en nuestra gente. No así para otros tipos de planes, que a veces van bien y otras no, y algunos no se dan cuenta de por qué no funciona y se rompen la cabeza buscando un nuevo, enésimo plan pastoral, cuando se podría simplemente decir: no funciona porque le falta misericordia, sin necesidad de entrar en particulares. Si no es bendecido es porque le falta misericordia. Falta esa misericordia que pertenece más a un hospital de campaña que a una clínica de lujo, esa misericordia que, apreciando algo bueno, prepara el terreno a un futuro encuentro de la persona con Dios en vez de alejarla con una crítica puntual…
Os propongo una meditación con la pecadora perdonada (cfr. Jn 8,3-11), para pedir la gracia de ser misericordiosos en la Confesión, y otra sobre la dimensión social de las obras de misericordia.
Me emociona siempre el pasaje del Señor con la mujer adúltera, como, cuando no la condenó, el Señor “faltó” el respeto a la ley; en aquel punto en el que le pedían pronunciarse ─“¿hay que lapidarla o no?”─ no se pronunció, no aplicó la ley. Hizo como si no entendiera ─hasta en esto el Señor es un maestro para todos nosotros─ y, en aquel momento, sacó otra cosa. Inició así un proceso en el corazón de la mujer que necesitaba esas palabras: «Ni yo tampoco te condeno». Tendiéndole la mano la levantó y eso le permitió encontrarse con una mirada llena de dulzura que le cambió el corazón. El Señor tiende la mano a la hija de Jairo: “Dadle de comer”. Al chico muerto, en Naim: “Levántate”, y se lo da a su madre. Y a esta pecadora: “Levántate”. El Señor nos pone como Dios quiso que el hombre esté: de pie, alzado, nunca por tierra. A veces me da una mezcla de pena y de indignación cuando alguno se apresura en explicar la última recomendación, el «no peques más». Y utiliza esa frase para “defender” a Jesús y no quede el hecho de que se ha saltado la ley. Pienso que las palabras que usa el Señor son todo uno con sus acciones. El hecho de inclinarse a escribir en la tierra dos veces, creando una pausa antes de lo que dice a aquellos que quieren lapidar a la mujer y, antes de lo que le dice a ella, nos habla de un tiempo que el Señor se toma para juzgar y perdonar. Un tiempo que lleva a cada uno a su propia interioridad y hace que aquellos que juzgan se retiren.
En su diálogo con la mujer el Señor abre otros espacios: uno es el espacio de la no condena. El Evangelio insiste en este espacio que ha quedado libre. Nos coloca en la mirada de Jesús y nos dice que “no ve a nadie alrededor, sino solo a la mujer”. Y luego Jesús mismo hace mirar a la mujer con la pregunta: “¿Dónde están los que te clasificaban?” (la palabra es importante, porque es lo que tanto rechazamos, como que nos etiqueten y nos caricaturicen). Una vez que la hace mirar ese espacio libre del juicio ajeno, le dice que tampoco Él lo invade con sus piedras: «Tampoco yo te condeno». Y en ese mismo momento le abre otro espacio libre: «Vete y de ahora en adelante no peques más». El mandamiento se da para el futuro, para ayudar a ir, para “caminar en el amor”. Esta es la delicadeza de la misericordia que mira con piedad el pasado y anima para el futuro. Ese «no peques más» no es algo obvio. El Señor lo dice “con ella”, la ayuda a expresar en palabras lo que ella misma siente, ese “no” libre al pecado que es como el “sí” de María a la gracia. El “no” se dice en relación a la raíz del pecado de cada uno. En la mujer se trataba de un pecado social, del pecado de alguien a quien la gente se acercaba o para estar con ella o para lapidarla. No había otro tipo de cercanía con esta mujer. Por eso el Señor no solo le despeja el camino sino que la pone en camino, para que deje de ser “objeto” de la mirada ajena, para que sea protagonista. El “no peques” no se refiere solo al aspecto moral, creo yo, sino a un tipo de pecado que no la deja hacer su vida. También al paralítico de Betesda Jesús le dice: «No peques más» (Jn 5,14); pero ese, que se justificaba por las cosas tristes que le pasaban, que tenía una psicología de víctima ─la mujer no─, lo pica un poco con aquel «para que no te venga alguna cosa peor». El Señor aprovecha su modo de pensar, lo que teme, para hacerlo salir de su parálisis. Lo remueve con el miedo, digamos. Así, cada uno de nosotros debe escuchar ese «no peques más» de manera íntima y personal.
Esta imagen del Señor que pone en camino a las personas es muy apropiada: Él es el Dios que se pone a caminar con su pueblo, que manda adelante y acompaña nuestra historia. Por eso, el objeto al que se dirige la misericordia es bien preciso: se dirige a lo que hace que un hombre y una mujer no caminen en su sitio, con sus seres queridos, con su propio ritmo, hacia la meta a la que Dios le invita a ir. La pena, lo que conmueve, es que uno se pierda, o que se quede atrás, o que se equivoque por presunción; que esté fuera de lugar, digamos; que no esté preparado para el Señor, disponible para la tarea que Él quiere confiarle; que uno no camine humildemente en la presencia del Señor (cfr. Mi 6,8), que no camine en la caridad (cfr. Ef 5,2).
Ahora pasamos al espacio del confesionario, donde la verdad nos hace libres. Y, hablando de espacio, vayamos al del confesionario. El Catecismo de la Iglesia Católica nos hace ver el confesionario como un lugar donde la verdad nos hace libres para un encuentro. Dice así: «Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador» (n. 1465). Y nos recuerda que «el confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la intención y a la caridad de Cristo» (n. 1466).
Signo e instrumento de un encuentro. Eso somos. Atracción eficaz para un encuentro. Signo quiere decir que debemos atraer, como cuando uno hace señales para llamar la atención. Un signo debe ser coherente y claro, pero sobre todo comprensible. Porque hay signos que son claros solo para los especialistas, y esos no sirven. Signo e instrumento. El instrumento se juega la vida en su eficacia ─¿sirve o no sirve?─, en estar disponible e incidir en la realidad de modo preciso, adecuado. Somos instrumento si verdaderamente la gente se encuentra con el Dios misericordioso. A nosotros nos corresponde “lograr que se encuentren”, que se encuentren cara a cara. Lo que hagan luego es cosa de ellos. Hay un hijo pródigo en la pocilga y un padre que todas las tardes sube a la terraza para ver si viene; hay una oveja perdida y un pastor que ha ido a buscarla; hay un herido abandonado al borde del camino y un samaritano que tiene el corazón bueno. ¿Cuál es, pues, nuestro ministerio? Ser signos e instrumentos para que esos se encuentren. Tengamos bien claro que no somos ni el padre, ni el pastor, ni el samaritano. Más bien estamos junto a los otros tres, en cuanto pecadores. Nuestro ministerio debe ser signo e instrumento de dicho encuentro. Por eso nos ponemos en el ámbito del misterio del Espíritu Santo, que es Quien crea la Iglesia, Quien hace la unidad, Quien reaviva cada vez el encuentro.
Lo otro propio de un signo y de un instrumento es no ser autorreferencial, por decirlo de manera difícil. Nadie se queda en el signo una vez que lo ha comprendido; nadie se queda a mirar el destornillador o el martillo, sino que mira el cuadro que ha quedado bien fijado. Somos siervos inútiles. Instrumentos y signos que fueron muy útiles para otros dos que se unieron en un abrazo, como el padre con el hijo.
La tercera característica propia del signo y del instrumento es su disponibilidad. Que esté preparado para el uso el instrumento, que sea visible el signo. La esencia del signo y del instrumento es ser mediadores, disponibles. Quizá aquí se halla la llave de nuestra misión en ese encuentro de la misericordia de Dios con el hombre. Probablemente es más claro usar un término negativo. San Ignacio hablaba de “no ser impedimento”. Un buen mediador es el que facilita las cosas y no pone impedimentos. En mi tierra había un gran confesor, el padre Cullen, que se sentaba en el confesionario y, cuando no había gente, hacía dos cosas: una era arreglar balones de cuero para los niños que jugaban a fútbol, la otra era leer un gran diccionario chino. Había estado tanto tiempo en China, y quería conservar la lengua. Decía él que cuando la gente lo veía en actividades tan inútiles, como arreglar viejos balones y leer un diccionario chino, pensaba: “Puedo acercarme a hablar un poco con este cura porque se ve que no tiene nada que hacer”. Era disponible para lo esencial. Tenía un horario para el confesionario, pero estaba allí. Evitaba el impedimento de tener siempre el aspecto de estar muy ocupado. Ahí está el problema. La gente no se acerca cuando ve a su pastor muy, muy ocupado, siempre ocupado.
Cada uno de nosotros ha conocido buenos confesores. Hay que aprender de nuestros buenos confesores, de esos a los que la gente se acerca, los que no asuntan y saben hablar hasta que el otro cuenta lo que le ha pasado, como Jesús con Nicodemo. Es importante entender el lenguaje de los gestos; no preguntar cosas que son evidentes por los gestos. Si uno se acerca al confesionario es porque está arrepentido, ya hay arrepentimiento. Y si se acerca es porque tiene el deseo de cambiar. O al menos desea el deseo, y si la situación le parece imposible (ad impossibilia nemo tenetur, como dice el adagio, nadie está obligado a hacer lo imposible). El lenguaje de los gestos. He leído en la vida de un santo reciente de estos tiempos que, pobrecillo, sufría en la guerra. Había un soldado que iba a ser fusilado y él fue a confesarlo. Y se ve que aquel hombre era un poco libertino, hacía muchas fiestas con las mujeres… “Pero tú estás arrepentido de eso?” “No, era tan hermoso, padre”. Y este santo no sabía cómo salir de aquella. Allí estaba el pelotón para fusilarlo, y entonces le dice: “Di al menos: ¿te arrepientes de no estar arrepentido?” “Eso sí”. “¡Ah, bueno!”. El confesor busca siempre el camino, y el lenguaje de los gestos es el lenguaje de las posibilidades para llegar al punto.
Hay que aprender de los buenos confesores, esos que tienen delicadeza con los pecadores y a los que les basta media palabra para entenderlo todo, como Jesús con la hemorroisa, y justo en aquel momento sale de ellos la fuerza del perdón. Me quedé muy edificado con uno de los Cardenales de la Curia, que a priori pensaba que era muy rígido. Y él, cuando había un penitente que tenía un pecado que le daba vergüenza decirlo y comenzaba con una palabra o dos, en seguida comprendía de qué se trataba y decía: “¡Siga, siga, le he entendido, le he entendido!”. Y lo paraba, porque había entendido. Eso es delicadeza. Pero esos confesores ─perdonadme─ que preguntan y preguntan…: “A ver dime, por favor…”. ¿Tú necesitas tantos detalles para perdonar, o “te estás montando la película”? Aquel cardenal me edificó mucho. Lo completo de la confesión no es una cuestión matemática ─¿Cuántas veces? ¿Cómo? ¿Dónde?...─. A veces la vergüenza se esconde más por el número que por el pecado mismo. Pero para eso hay que dejarse conmover ante la situación de la gente, que a veces es una mezcla de cosas, de enfermedad, de pecado y de condicionamientos imposibles de superar, como Jesús que se conmovía viendo a la gente, lo sentía en sus entrañas, en las tripas, y por eso curaba y curaba aunque el otro “no lo pidiera bien”, como aquel leproso, o daba vueltas, como la Samaritana, que era como la abubilla: aportaba en una parte pero tenía el nido en la otra. Jesús era paciente.
Hay que aprender de los confesores que saben lograr que el penitente sienta la corrección dando un pequeño paso adelante, como Jesús, que daba una penitencia que bastaba, y sabía apreciar a quien volvía a dar gracias, a quien podía mejorar aún. Jesús hacía coger la camilla al paralítico, o se hacía de rogar un poco por los ciegos o por la mujer sirofenicia. No le importaba si luego no le volvían a prestar atención a Él, como el paralítico de la piscina de Betesda, o si contaban cosas que les había dicho que no contaran y luego parecía que el leproso fuese Él, porque no podía entrar en los pueblos o sus enemigos encontraban motivos para condenarlo. Él curaba, perdonaba, daba alivio, reposo, hacía respirar a la gente un aliento del Espíritu consolador.
Esto que diré ahora lo he dicho muchas veces, quizá alguno de vosotros lo ha oído. Conocí en Buenos Aires a un fraile capuchino ─vive todavía─, un poco más joven que yo, que es un gran confesor. Ante el confesionario siempre tiene una fila, mucha gente ─de todo: gente humilde, acomodada, curas, monjas, una fila─, un sucederse de personas, todo el día confesando. Y él es un gran perdonador. Siempre encuentra el camino para perdonar y para dar un paso adelante. Es un don del Espíritu. Pero, a veces, le viene el escrúpulo de haber perdonado demasiado. Y una vez hablando me dijo: “A veces tengo ese escrúpulo”. Y yo le pregunté: “¿Y qué haces cuando tienes ese escrúpulo?” “Voy ante el sagrario, miro al Señor, y le digo: Señor, perdóname, hoy he perdonado mucho. Pero que quede claro: ¡la culpa es tuya porque has sido tú el que me ha dado mal ejemplo!” Es decir, la misericordia la mejoraba con más misericordia.
Finalmente, sobre este tema de la Confesión, dos consejos. Uno, no tengáis nunca la mirada del funcionario, del que solo ve “casos” y se los quita de encima. La misericordia nos libera de ser un cura juez-funcionario, digamos, que a fuerza de juzgar “casos” pierde la sensibilidad por las personas y por los rostros. Recuerdo cuando estaba en segundo de Teología, que fui con mis compañeros a ver un examen de “audiendas”, que se hacía en tercero de Teología, antes de la ordenación. Fuimos para aprender un poco, siempre se aprendía. Y una vez, recuerdo que a un compañero le hicieron una pregunta, era sobre la justicia, de iure, pero tan intricada, tan artificial… Y aquel compañero dijo con mucha humildad: “Pero padre, eso no se encuentra en la vida”. “¡Pero se encuentra en los libros!” Esa moral “de los libros”, sin experiencia. La regla de Jesús es “juzgar como queremos ser juzgados”. En esa medida íntima que se tiene para juzgar si se es tratado con dignidad, si se es ignorado o maltratado, si se ha ayudado a ponerse de pie… Esa es la clave para juzgar a los demás. Prestemos atención, porque el Señor confía en esa medida que es tan subjetivamente personal. No tanto porque esa medida sea “la mejor”, sino porque es sincera y, a partir de ella, se puede construir una buena relación. El otro consejo: no seáis curiosos en el confesionario. Ya lo he apuntado. Cuenta santa Teresita que, cuando recibía las confidencias de sus novicias, su cuidaba mucho de preguntar cómo le fueron después las cosas. No curioseaba en el alma de las personas (cfr. Historia de un alma, Manuscrito C, A la madre Gonzaga, c. XI 32r). Es propio de la misericordia “tapar con su manto”, cubrir el pecado para no herir la dignidad. Es bonito ese pasaje de los dos hijos de Noé que taparon con el manto la desnudez de su padre que se había emborrachado (cfr. Gen 9,23).
Ahora pasamos a decir dos palabras sobre la dimensión social de las obras de misericordia.
Al final de los Ejercicios, san Ignacio pone la “Contemplación para llegar al amor”, que conjuga lo que se ha vivido en la oración con la vida ordinaria. Y nos hace reflexionar sobre como el amor hay que ponerlo más en las obras que en las palabras. Dichas obras son las obras de misericordia, esas que el Padre «ha preparado para que en ellas caminemos» (Ef 2,10), esas que el Espíritu inspira a cada uno para el bien común (cfr. 1Cor 12,7). Mientras agradecemos al Señor tantos beneficios recibidos de su bondad, pidamos la gracia de llevar a todos los hombres la misericordia que nos salvó a nosotros.
Os propongo, en esta dimensión social, meditar algunos pasajes conclusivos de los Evangelios. Ahí, el Señor mismo establece esa conexión entre lo que hemos recibido y lo que debemos dar. Podemos leer estas conclusiones en clave de “obras de misericordia”, que actualizan el tiempo de la Iglesia en el que Jesús resucitado vive, acompaña, envía y atrae nuestra libertad, que encuentra en Él su realización concreta y renovada cada día.
La conclusión del Evangelio de Mateo nos dice que el Señor envía a los apóstoles y les dice: “enseñándoles a guardar todos lo que os he mandado” (cfr. 28,20). Este “enseñar a quien no sabe” es en sí mismo una de las obras de misericordia. Y se refracta como la luz en las demás obras: en las de Mateo 25, que consisten sobre todo en las obras llamadas corporales, y en todos los mandamientos y consejos evangélicos, de “perdonar”, “corregir fraternalmente”, consolar a quien está triste, soportar las persecuciones, etc.
Marcos termina con la imagen del Señor que “colabora” con los apóstoles y “confirma la Palabra con las señales que la acompañan” (cfr. 16,20). Esas “señales” tiene la característica de las obras de misericordia. Marco habla, entre otras, de curar enfermos y expulsar los malos espíritus (cfr. 16,17-18).
Lucas continúa su Evangelio con el Libro de los “Hechos” ─praxeis─ de los Apóstoles, narrando su modo de proceder a las obras que realizan, guiados por el Espíritu.
Juan termina hablando de las «muchas otras cosas» (21,25) o «signos» (20,30) que Jesús hizo. Los actos del Señor, sus obras, no son meros hechos sino signos en los que, de modo personal y único para cada uno, se muestra su amor y su misericordia.
Podemos contemplar al Señor que nos envía a esa labor con la imagen de Jesús misericordioso, como fue revelada a Sor Faustina. En esa imagen podemos ver la Misericordia como una única luz que viene de la interioridad de Dios y que, pasando a través del corazón de Cristo, sale diversificada, con un color propio para cada obra de misericordia.
Las obras de misericordia son infinitas, cada una con su impronta personal, con la historia de cada rostro. No son solo las siete corporales y las siete espirituales en general. O más bien, esas, así numeradas, son como la materia prima ─las de la vida misma─ que, cuando las manos de la misericordia la tocan o la modelan, se transforman, cada una de ellas, en una obra artesanal. Una obra que se multiplica como el pan en las cestas, que crece desmesuradamente como la semilla de mostaza. Porque la misericordia es fecunda e inclusiva. Estas dos características son importantes: la misericordia es fecunda e inclusiva. Es verdad que habitualmente pensamos en las obras de misericordia una a una, y en cuanto ligadas a una obra: hospitales para los enfermos, comedores para los que pasan hambre, albergues para aquellos que están en la calle, escuelas para los que necesitan educación, el confesionario y la dirección espiritual para quien necesita consejo y perdón… Pero si las miramos juntas, el mensaje es que el objeto de la misericordia es la misma vida humana y en su totalidad. Nuestra vida misma en cuanto “carne” tiene hambre y sed, necesita vestido, casa, visitas, como también una sepultura digna, cosa que nadie puede darse a sí mismo. Hasta el más rico, cuando muere, se reduce a una miseria y nadie lleva tras su cortejo el camión del traslado. Nuestra vida misma, en cuanto “espíritu”, necesita ser educada, corregida, animada, consolada. Palabra muy importante, esta, en la Biblia: pensemos en el Libro de la consolación de Israel, del profeta Isaías. Necesitamos que otros nos aconsejen, nos perdonen, nos sostengan y recen por nosotros. La familia es la que practica esas obras de misericordia de manera tan adecuada y desinteresada que no se nota, pero basta que en una familia con niños pequeños falte la madre para que todo acabe en miseria. La miseria más absoluta y crudelísima es la de un niño por la calle, sin padres, a merced de los buitres.
Hemos pedido la gracia de ser signo e instrumento; ahora se trata de “actuar”, y no solo de hacer gestos, sino de hacer obras, de institucionalizar, de crear una cultura de la misericordia, que no es lo mismo que una cultura de la beneficencia; hay que distinguir. Puestos a la obra, sentimos inmediatamente que es el Espíritu el que empuja, saca adelante esas obras. Y lo hace utilizando los signos e instrumentes que quiere, aunque a veces no sean en sí mismos los más adecuados. Es más, se diría que para ejercer las obras de misericordia el Espíritu escoge más bien los instrumentos más pobres, los más humildes e insignificantes, que tienen ellos mismos más necesidad del primer rayo de la misericordia divina. Esos son los que mejor se dejan formar y preparar para realizar un servicio de verdadera eficacia y calidad. La alegría de sentirse “siervos inútiles”, a los que el Señor bendice con la fecundidad de su gracia, y que Él mismo en persona hace sentar a su mesa y a quienes ofrece la Eucaristía, es una confirmación de que se está trabajando en sus obras de misericordia.
A nuestro pueblo fiel le gusta recogerse en torno a las obras de misericordia. Basta venir a una de las Audiencias generales de los miércoles y vemos cuántos hay: grupos de personas que se juntan para hacer obras de misericordia. Tanto en las celebraciones ─penitenciales y festivas─ como en la acción solidaria y formativa, nuestra gente se deja reunir y apacentar de un modo que no todos reconocen y aprecian, a pesar de que fracasen muchos otros planes pastorales centrados en dinámicas más abstractas. La presencia masiva de nuestro pueblo fiel en nuestros santuarios y peregrinaciones, presencia anónima por exceso de rostros y por deseo de dejarse ver solo por Aquel y Aquella que les miran con misericordia, así como por la colaboración numerosa que, sosteniendo con su empeño tantas obras solidarias, debe ser motivo de atención, de aprecio y de promoción por parte nuestra. Y para mí fue una sorpresa que aquí en Italia esas organizaciones sean tan fuertes y reúnan a tanta gente.
Como sacerdotes, pidamos dos gracias al Buen Pastor: la de dejarnos guiar por el sensus fidei de nuestro pueblo fiel, y también por su “sentido de lo pobre”. Ambos “sentidos” están unido al “sensus Christi”, del que habla san Pablo, al amor y a la fe que nuestra gente tiene por Jesús.
Concluyamos rezando el Anima Christi, que es una hermosa oración para pedir misericordia al Señor venido en la carne, que tiene misericordia de nosotros con su mismo Cuerpo y Alma. Le pedimos que tenga misericordia de nosotros junto a su pueblo: a su alma le pedimos «santifícanos»; a su cuerpo le suplicamos «sálvanos»; a su sangre le imploramos «embriáganos», quítanos cualquier otra sed que no sea de ti; al agua de su costado le pedimos «lávanos»; a su pasión le rogamos «confórtanos», consuela a tu pueblo, Señor crucificado; en tus llagas te suplicamos «escóndenos»... No permitas que tu pueblo, Señor, se aparte de ti. Que nada ni nadie nos separe de tu misericordia, la cual nos defiende de las insidias del maligno enemigo. Así podremos cantar las misericordias del Señor junto a todos tus santos cuando nos mandes venir a ti.
He escuchado alguna vez comentario de sacerdotes que dicen: “Pero este Papa nos pega mucho, nos regaña”. Y algún palo, algún reproche hay. Pero debo decir que he quedado edificado por tantos sacerdotes, tantos curas valientes. Por esos ─los he conocido─ que, cuando no existía la secretaría telefónica, dormían con el teléfono en la mesilla de noche, y ninguno moría sin sacramentos; llamaban a cualquier hora, y ellos se levantaban e iban. ¡Buenos sacerdotes! Y agradezco al Señor esa gracia. Todos somos pecadores, pero podemos decir que hay tantos buenos, santos sacerdotes que trabajan en silencio y escondidos. A veces hay un escándalo, pero sabemos que hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece.
Ayer recibí una carta, y la dejé ahí, con las otras personales. La he abierto antes de venir y creo que ha sido el Señor quien me lo ha sugerido. Es de un párroco de Italia, párroco de tres pueblos. Creo que nos vendrá bien oír este testimonio de un hermano nuestro. Está escrita el 29 de mayo, hace pocos días.
“Perdone la molestia. Aprovecho la ocasión de un amigo sacerdote que en estos días está en Roma por el Jubileo sacerdotal, para hacerle llegar sin ninguna pretensión ─de simple párroco de tres pequeñas parroquias de montaña, prefiero hacerme llamar ‘pastorcito’─ algunas consideraciones sobre mi sencillo servicio pastoral, provocadas ─se lo agradezco de corazón─ por algunas cosas que Usted ha dicho y que me llaman cada día a la conversión. Soy consciente de que no le escribo nada nuevo. Ciertamente ya habrá escuchado estas cosas. Siento la necesidad de hacerme yo también portavoz. Me ha llamado la atención, me asombra esa invitación que Usted muchas veces nos hace a los pastores de tener el olor de las ovejas. Estoy en la montaña y sé bien lo que quiere decir. Se es cura para sentir ese olor, que luego es el verdadero perfume del rebaño. Sería hermoso de verdad si el contacto diario y la frecuencia asidua de nuestra grey, motivo auténtico de nuestra llamada, no se sustituyese por las incumbencias administrativas y burocráticas de las parroquias, de la escuela infantil y otras. Tengo la suerte de tener buenos y válidos laicos que siguen desde dentro estas cosas. Pero siempre está esa incumbencia jurídica del párroco, como único y solo representante legal. Por eso, al final, tiene que ir corriendo a todas partes, relegando a veces la visita a los enfermos, a las familias, hecha quizá de prisa y de cualquier manera. Lo digo en primera persona, a veces es de verdad frustrante constatar que en mi vida de cura se corra tanto por el aparato burocrático y administrativo, dejando a la gente, ese pequeño rebaño que me ha sido confiado, casi abandonado a su suerte. Créame, Santo Padre, es triste y muchas veces me dan ganas de llorar por esta carencia. Uno procura organizarse, pero al final solo queda el torbellino de las cosas diarias. Como también otro aspecto, recordado también por Usted: la carencia de paternidad. Se dice que la sociedad de hoy está carente de padres y de madres. Me parece constatar que a veces también nosotros renunciamos a esa paternidad espiritual, reduciéndonos brutalmente a burócratas de lo sagrado, con la triste consecuencia de sentirnos abandonados a nuestra suerte. Una paternidad difícil, que luego repercute inevitablemente también en nuestros superiores, cogidos también ellos por comprensibles incumbencias y problemáticas, corriendo el riesgo así de vivir con nosotros un trato formal, ligado a la gestión de la comunidad, más que a nuestra vida de hombres, de creyentes y de curas. Todo esto ─y concluyo─ no quita la alegría y la pasión de ser cura para la gente y con la gente. Si a veces, como pastor, no tengo el olor de las ovejas, me emociono cada vez de mi grey, ¡que no ha perdido el olor del pastor! Qué hermoso, Santo Padre, cuando advertimos que las ovejas no nos dejan solos, tienen el termómetro de nuestro estar ahí para ellos, y si por casualidad el pastor sale del sendero y se extravía, ellos lo agarran y lo llevan de la mano. No dejaré nunca de agradecer al Señor, porque siempre nos salva a través de su grey, ese rebaño que se nos ha confiado, esa gente sencilla, buena, humilde y serena, esa grey que es la verdadera gracia del pastor. De modo confidencial le he hecho llegar estas pequeñas y sencillas consideraciones, porque Usted está cerca del rebaño, es capaz de entender y puede continuar ayudándonos y sosteniéndonos. Rezo por Usted y le doy las gracias, como también por esos “tirones de orejas” que siento necesarios para mi camino. Bendígame Papa Francisco y rece por mí y por mis parroquias”. Firma y al final ese gesto propio de los pastores: “Le dejo un pequeño obsequio. Rece por mis comunidades, en particular por algunos enfermos graves y por algunas familias en dificultad económica y no solo. Gracias”
Este es un hermano nuestro. ¡Hay tantos así, hay tantos! También aquí, seguro. Tantos. Nos indica el camino. ¡Adelante! No perdáis la oración. Rezad como podáis, y si os dormís delante del sagrario, bendito sea. Pero rezad. No perdáis esto. No perdáis ese dejarse mirar por la Virgen y mirarla como Madre. No perdáis el celo, ved qué hacéis… No perdáis la cercanía ni la disponibilidad a la gente y también, me permito deciros, no perdáis el sentido del humor. ¡Adelante!
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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