El Papa Francisco está convencido de que el deseo de familia, presente en el corazón de todos los hombres, puede ser satisfecho
El autor ofrece las claves de lectura de este ambicioso documento (325 números), y de la tarea de la Iglesia para ayudar a cada familia, centrada en un objetivo: “enseñar y cuidar el amor”.
El camino hacia Emaús de aquellos dos discípulos desencantados se ha convertido en paradigma de la pedagogía divina y de sus efectos en los corazones de los hombres. Allí el Resucitado, escondido bajo la apariencia de un caminante más, permite a sus compañeros interpretar adecuadamente las Escrituras, que ya conocían, y caldea su corazón con el fuego del amor. Así, tras el encuentro en la mesa, pueden retornar a la comunidad de discípulos con luz en la inteligencia y alegría en el corazón.
Aquel primer encuentro marca la senda de otros muchos más que se han producido a lo largo de estos siglos.
También ahora el Resucitado camina junto a cada hombre, oculto bajo la identidad de tantos discípulos suyos que, en su nombre, explican las Escrituras y se hacen instrumentos del Único que puede encender los corazones en el fuego del amor divino. La historia de la Iglesia es fundamentalmente la historia de esos encuentros de los hombres con Cristo, que les devuelven la ilusión perdida y les hacen conscientes de la sublimidad de su vocación (cf. Gaudium et Spes, GS, 22).
En Amoris Laetitia (AL) es el Papa Francisco quien se pone en camino junto a cada hombre que quiera leer el texto.
Como sucesor de Pedro, en nombre de Cristo, busca iluminar las mentes y encender los corazones de quienes están llamados a sacar adelante su propia familia y, en ella, su propia existencia en plenitud. Para que todos puedan, al descubrir la belleza de su camino, volver a saberse en la Iglesia como en su propio hogar.
Por eso la Exhortación apostólica se convierte en un indicador autorizado para quienes también están llamados a caminar junto a las familias, ayudándolas con la luz y la gracia de Cristo. Se trata de una auténtica guía pastoral para la realización de esta tarea, esencial para la Iglesia y para la humanidad.
El episodio de Emaús constituye la mejor clave de lectura para un texto que, por su notable extensión, contiene una multitud de elementos que requieren una lectura reposada (cf. AL, 4).
Todos, sin embargo, encajan en una larga conversación en el camino de la vida que, como a semejanza de Emaús, busca devolver a las inteligencias y a los corazones de los hombres la alegría del amor.
“Enseñar y cuidar el amor”. Esa es la pretensión del Papa y de la Iglesia en su tarea de ayudar a cada familia. A su luz se entiende la afirmación de que “el amor matrimonial no se cuida ante todo hablando de la indisolubilidad como una obligación, o repitiendo una doctrina, sino afianzándolo gracias a un crecimiento constante bajo el impulso de la gracia” (AL, 134).
La doctrina sobre el matrimonio en toda su extensión constituye la posibilidad de la conversación que el Papa quiere sostener con cada familia. Ella es la “buena noticia” que hay que enseñar a vivir, la que consiente que la vida concreta de todos y cada uno se encamine hacia la plenitud que sueñan y a la que Dios mismo les ayuda con su gracia.
Por ello el capítulo tercero debe tomarse como criterio interpretativo de todo el documento. En la mente del Papa se trata de aquello que él y las familias con las que dialoga ya conocen. Así lo ha manifestado numerosas veces a lo largo de su pontificado: no considera necesario repetir una doctrina suficientemente explicada y fácilmente identificable en el Catecismo de la Iglesia Católica. Por eso el resumen de la enseñanzas del Concilio Vaticano II y de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI en los números 67-70 son una inequívoca invitación para tomar su magisterio como marco último de interpretación de todas las afirmaciones de naturaleza pastoral que realiza Francisco y que buscan ayudar a hacer vida lo que la Iglesia cree y enseña. Si el interlocutor del Papa en esta conversación no aceptara como terreno común la doctrina de la Iglesia, difícilmente encontrará el sentido verdadero de cuanto Francisco le propone, arriesgándose a que su mente quede a oscuras y su corazón desilusionado.
La necesidad de recurrir a otros documentos de la Iglesia para una adecuada comprensión de la pastoral familiar es uno de los límites deliberadamente queridos por el Papa al redactar la Exhortación. De esta manera sigue la lógica eclesial de considerarse un eslabón más de una cadena que se nutre de las enseñanzas del mismo Cristo y en la que no hay fisuras ni contradicciones. El otro límite tiene que ver con el carácter deliberadamente concreto de sus afirmaciones. La perspectiva es ayudar a cada familia en sus circunstancias específicas. Por ello el documento se mueve más en la línea del consejo práctico que en el de las grandes afirmaciones. De ahí que a Francisco no le importe reconocer ni el carácter “opinable” de algunos de su pasajes (cf. AL, 3) ni la necesidad de que muchas de sus enseñanzas se completen y adapten por quienes conocen más de cerca la realidad de las familias en los distintos contextos socio-culturales (principalmente los obispos de cada territorio y los sacerdotes en las parroquias).
“Cada matrimonio es una historia de salvación, y esto supone que se parte de una fragilidad que, gracias al don de Dios y a una respuesta creativa y generosa, va dando paso a una realidad cada vez más sólida y preciosa” (AL, 221).
La fragilidad con que cada hombre afronta la tarea de “vivir su propia familia” tiene una de sus raíces en el ambiente, convertido en tóxico por la extensión de comportamientos contrarios a la institución familiar y por ideologías que los justifican y buscan imponerlos. Todo aquello que hace tóxico el ambiente en el que debe desarrollarse la vida familiar se encuentra denunciado por el Papa en diversas partes del documento: desde el aborto y la eutanasia a la ideología de género, pasando por el maltrato infantil o las condiciones laborales injustas.
Pero a los ojos de Francisco hay otro enemigo más importante y radical, que amenaza la consecución del proyecto familiar. Este anida en el corazón de cada hombre y no en la sociedad. Su nombre es egoísmo. “Enseñar y cuidar el amor” significa enseñar a reconocerse como atrapados por un egoísmo que se manifiesta en dimensiones tan importantes de la vida familiar como son el ejercicio de la sexualidad (cf. AL, 153-156), la comprensión de la paternidad y de la maternidad como un derecho absoluto al hijo “a la carta” (cf. AL, 170) y de los ancianos como una carga insoportable que hay que minimizar (cf. AL, 193). Buena parte de la Exhortación ofrece valiosísimos consejos para vencer este feroz enemigo de la felicidad de las familias.
En el camino de la familia, que debe serlo de crecimiento, aparece siempre el Amigo. Que Dios no abandona a sus hijos en su tarea de construir su familia es una de las convicciones que con mayor firmeza expresa Francisco. El evangelio de la familia es una buena noticia porque no es un ideal inalcanzable. Hay Alguien que nos ayuda a conseguirlo, dándonos la posibilidad de superar y sanar nuestras fragilidades. De ahí que el recurso a la gracia, a través de la oración y de los sacramentos, sea el consejo fundamental que se da a las familias, el principal tesoro que la Iglesia les ofrece.
La vida familiar que surge del matrimonio y se prolonga hasta el final de la vida en esta tierra es un proyecto que comporta una serie de elementos constitutivos y que es camino de felicidad y plenitud solo si dichos elementos de asumen y se viven adecuadamente a lo largo del tiempo. Enseñar a ser feliz siendo familia implica ayudar a que se contemplen dichos elementos como caminos de plenitud más que como dificultades.
El primer elemento es la convivencia. Ayudar a la familia es enseñarla a convivir. Para ello Francisco propone el himno a la caridad de san Pablo (cf. 1 Cor 13) como la mejor escuela para esta asignatura fundamental. Como en cualquier aprendizaje, se encontrarán dificultades y ayudas (ya señaladas en el epígrafe anterior), pero el empeño diario en este aspecto constituye requisito indispensable para una vida familiar plena.
El segundo es la generación y educación de los hijos, que pertenecen al proyecto familiar desde su mismo origen. Por ello, resulta necesario aprender a ser padre y madre (cf. AL, 172-177); y esto desde la necesidad de ser responsables en la generación de los hijos −donde la virtud de la generosidad tiene un papel fundamental (cf. AL, 222)− hasta el empeño en una tarea educativa que va desde la formación de la conciencia a la transmisión de la fe y que exige un uso inteligente de los distintos recursos pedagógicos que los padres tienen a su disposición, sin excluir la firmeza y el castigo cuando fuera necesario (cf. todo el capítulo 7).
El tercero es el ejercicio de la sexualidad como parte fundamental de la vida matrimonial y, para los cristianos, camino de unión con Dios. Para ello resulta necesario aprender a valorar y a purificar. Valorar, huyendo de cualquier visión distorsionada que niegue la santidad de la vida conyugal y del placer que lleva unido (cf. AL, 157); purificar, para evitar que la insaciabilidad del deseo de placer lleve a formas de dominio incompatibles con la dignidad de la persona o ciegue las fuentes de la vida convirtiéndolo en un acto marcado por el egoísmo.
El cuarto es el paso del tiempo, con sus consecuencias en el modo de percibir y expresar el amor y en la situación real de la vida de la familia (sin hijos, con hijos que van creciendo, otra vez solos…). Enseñar a reinventarse en cada etapa es enseñar a vivir una de las características esenciales del amor auténtico, que ni pasa ni envejece (cf. AL, 163-165).
El quinto es la presencia del sufrimiento y la muerte (cf. AL, 253-258), ya anunciadas en la fórmula misma del consentimiento pero cuya aparición constituye siempre un reto para la familia, que debe asumirlo como parte integrante de esa “historia de salvación” que están realizando junto a Dios.
Finalmente, el sexto es el carácter abierto de la vida familiar, que se manifiesta en su inserción en la propia familia en sentido amplio, pero también en su capacidad de tejer relaciones con otras familias con quienes comparten vecindad o amistad y en su preocupación concreta y generosa por quienes atraviesan dificultades materiales. Sólo aprendiendo se evita el riesgo de que el amor, excesivamente cerrado en sí mismo, se estanque; y se logra que las familias cristianas, viviendo con naturalidad su propio camino, se hagan testigos del evangelio de la familia para quienes conviven con ellas (cf. AL, 182-184).
Cómo y cuándo enseñar a ser familia son las dos preguntas principales a las que debe responder la pastoral familiar. El Papa excluye deliberadamente presentar todo un programa de pastoral familiar (cf. AL, 199), pero en la Exhortación (sobre todo en los capítulos 6 y 8) se encuentran indicaciones preciosas tanto sobre el método propio de la pastoral familiar como sobre sus tiempos privilegiados.
El método de la pastoral familiar propuesto por Francisco debe ser realista, positivo y progresivo.
El realismo debe impulsar a quienes se dedican a la pastoral familiar a no quedarse en formulaciones teóricas, “desvinculadas de los problemas reales de las personas” (AL, 201). Por ello debe atender también la situación de cada familia, para ofrecer a cada una la ayuda que necesita. La imagen del “hospital de campaña”, donde los heridos reciben ayuda para su dolencia específica y no una asistencia genérica, ilumina particularmente la metodología impulsada por Francisco.
El realismo debe impregnar también las ofertas pastorales que se preparen para acompañar a las familias en los distintos momentos de su vida, “porque aquí también vale que ‘no el mucho saber harta y satisface el alma, sino el sentir y gustar las cosas interiormente’ (S. Ignacio de Loyola). Interesa más la calidad que la cantidad, y hay que dar prioridad −junto con el anuncio renovado del kerigma− a aquellos contenidos que, comunicados de manera atractiva y cordial, les ayuden a comprometerse en un camino de toda la vida con gran ánimo y liberalidad” (AL, 207). Junto con esta indicación, el Papa concede una gran importancia a los pequeños gestos, a veces surgidos de la religiosidad popular (cf. AL, 208) y, sobre todo, al recurso a la confesión y a la dirección espiritual (cf. AL, 204, 211)
Además, en el diálogo pastoral debe partirse de aquellos elementos positivos que se encuentren en la situación de cada familia, “a fin de poner de relieve los elementos de su vida que pueden llevar a una mayor apertura al Evangelio del matrimonio en su plenitud” (AL, 293). De este modo, las semillas de bien (cf. AL, 76) que puedan encontrarse incluso en las situaciones más complicadas, servirán de estímulo para emprender −con el auxilio de la gracia− un itinerario de conversión y de crecimiento.
Finalmente, el método debe ser progresivo, conduciendo a las personas por un plano inclinado y discerniendo cuál es el mayor bien posible en cada momento del camino, sabiendo que pueden darse circunstancias atenuantes, que hay que tener en cuenta a la hora de juzgar la moralidad de determinados casos (cf. AL, 301-303). Ese discernimiento permitirá, en quienes plantean situaciones matrimoniales irregulares, determinar los pasos que deben darse para su mayor integración en la vida de la comunidad cristiana. Lógicamente, se trata de discernir el grado de coherencia que las personas van logrando en su empeño por vivir el evangelio de la familia en su plenitud, no de adaptar éste a las percepciones o condicionamientos subjetivos (cf. AL, 297).
Respecto a los tiempos en los que debe desarrollarse la pastoral familiar, el Papa privilegia algunos. Siguiendo el esquema ya trazado en la Familiaris Consortio y recogido en los dos sínodos que están en la base de esta Exhortación, se distingue una preparación al matrimonio (que puede ser remota o inmediata inmediata), un acompañamiento a las familias (con especial atención a los primeros años y a la ayuda en la superación de las eventuales crisis) y una amorosa solicitud tanto por quienes no han constituido una familia según el evangelio como por quienes han fracasado en este camino y han emprendido otro que objetivamente se aleja de las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia.
Las indicaciones pastorales dadas por Francisco para cada uno de estos momentos en los que la familia debe esperar una palabra de aliento por parte de la Iglesia son numerosas y, como ya se ha dicho, están llamadas a completarse en la acción pastoral concreta de cada comunidad cristiana. De todas ellas, considero dos de particular importancia.
La primera es que las crisis no se identifican con el fracaso, sino con una oportunidad para crecer. Esto exige a la Iglesia una atención particular a la preparación de quienes se dedican a la pastoral familiar y que se continúen y favorezcan iniciativas que ya existen para ayudar a los matrimonios a superar estos momentos tan delicados.
La segunda es el papel fundamental que se atribuye al sacerdote. La pastoral familiar se concibe en todos sus tiempos como un acompañamiento, en el que cada familia encuentra luz y aliento. Aquí resuena nuevamente la conversación de Emaús. En este acompañamiento corresponde al sacerdote ayudar a que las inteligencias se abran y los corazones se enciendan con el evangelio de la familia. De este evangelio es servidor y no dueño. A él, a través de un plano inclinado, tiene que llevar a cada persona; también a quienes viven en situaciones irregulares. Discernir cuándo cada persona ha decidido volver a hacer vida suya el evangelio de la familia, es su tarea, su responsabilidad y su gozo.
El deseo de familia que anida en el corazón de todos (cf. AL, 1) puede ser causa de desánimo para muchos por aparecer insatisfecho en su horizonte vital. Pero Francisco cree firmemente que este deseo puede satisfacerse confiando en el poder de la gracia y en la belleza del evangelio. Para ello invita a la Iglesia a caminar junto a los hombres, de tal forma que en todos se reviva la experiencia de Emaús y se posibilite lo que a muchos parece irrealizable. El estudio y la aplicación de las líneas trazadas en esta Exhortación contribuirán sin duda a que el deseo pueda cumplirse.
Nicolás Álvarez de las Asturias
Universidad Eclesiástica San Dámaso (Madrid)
Fuente: Revista Palabra.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |