El fruto más hermoso de la misericordia que se experimenta en el sacramento de la Penitencia es volver a descubrir a Aquél que es el origen y el fin de la propia vida
El interés suscitado por el Jubileo de la Misericordia ha encontrado una multiplicidad de expresiones. También la revista Notitiae quiere contribuir con una serie de artículos que quieren manifestar la relevancia de la misericordia de Dios anunciada, celebrada y vivida en las acciones litúrgicas.
Si toda la economía sacramental está penetrada por la misericordia divina, comenzando por el bautismo «para el perdón de los pecados», la obra reconciliadora de Dios se ofrece y manifiesta continuamente en el sacramento de la Penitencia[1]. Por eso, en la Bula de convocación del Jubileo Misericordiae vultus, el Papa ha pedido que pongamos de nuevo en el centro «el sacramento de la Reconciliación, porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia» (MV 17).
Celebrar la misericordia de Dios ayuda al hombre a ponerse con honestidad ante su propia conciencia y reconocerse necesitado de ser reconciliado con el Padre, que con paciencia sabe esperar al pecador para darle un abrazo que le devuelva su dignidad. Reconocer los propios pecados y arrepentirse no es una humillación; al contrario, es volver a descubrir el verdadero rostro de Dios, abandonándose confiadamente a su designio de amor y, al mismo tiempo, redescubrir el verdadero rostro del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. El fruto más hermoso de la misericordia que se experimenta en el sacramento de la Penitencia es volver a descubrir a Aquél que es el origen y el fin de la propia vida.
En este espíritu, se desea ofrecer unas reflexiones sobre el Ordo Paenitentiae, deteniéndonos, sobre todo, en algunos aspectos teológico-litúrgicos y, más ampliamente, sobre la dinámica celebrativa del Rito mismo.
Es muy pedagógico retomar este libro litúrgico, releer los Praenotanda, acercarse a sus textos y gestos, asimilar las actitudes sugeridas y comprender cómo la Iglesia dispensa la misericordia de Dios, a través de los ritos y oraciones.
El 2 de diciembre de 1973 fue promulgado el Ordo Paenitentiae que, obedeciendo al mandato conciliar, revisó el rito y las fórmulas «de manera que expresen más claramente la naturaleza y el efecto del sacramento» (SC 72). A distancia de algunos decenios, se debe constatar que frecuentemente son ignoradas, quizás porque son juzgadas inoportunas y demasiado pesadas, algunas sugerencias celebrativas, que aunque no son esenciales para la validez del sacramento, sin embargo, constituyen una riqueza para una celebración en la que se actualiza aquella plena, consciente y activa participación de ministro y fieles que «hay que tener en cuenta al reformar y fomentar la sagrada Liturgia» (SC 14).
Muchos obispos manifiestan con preocupación una permanente desafección de los fieles y sacerdotes hacia el sacramento de la Reconciliación en todo el mundo, como se confirma con ocasión de las Visitas ad limina. En la raíz está, sin duda alguna, una desorientación, más allá de un genérico reconocerse pecadores, para especificar la naturaleza del pecado y confesarlo solicitando el perdón de Dios. Hace más de cincuenta años, el beato Pablo VI hacía esta observación en una homilía suya: «No encontraréis ya en el lenguaje de la gente de bien actual, en los libros, en las cosas que hablan de los hombres, la tremenda palabra que, por otro lado, es tan frecuente en el mundo religioso, en el nuestro, particularmente en el cercano a Dios: la palabra pecado. Los hombres, en los juicios de hoy, no son considerados pecadores. Son catalogados como sanos, enfermos, malos, buenos, fuertes, débiles, ricos, pobres, sabios, ignorantes; pero la palabra pecado no se encuentra jamás. Y no retorna porque, distanciado el intelecto humano de la sabiduría divina, se ha perdido el concepto de pecado. Una de las palabras más penetrantes y graves del Sumo Pontífice Pío XII, de venerable memoria, es ésta: “el mundo moderno ha perdido el sentido del pecado”; es decir, la ruptura de la relación con Dios, causada por el pecado»[2]. El Año Jubilar de la Misericordia puede ser un tiempo propicio para recuperar el verdadero sentido del pecado a la luz del sacramento del perdón, teniendo presente que esto se inserta en el marco de la dialéctica entre el misterio del pecado del hombre y el misterio de la infinita misericordia de Dios, que recorre toda la historia bíblica.
Para volver a descubrir el valor del Ritual de la Penitencia[3] sería necesario apreciar algunos elementos de la teología del sacramento, tal como pueden ser leídos en los Praenotanda del mismo Ritual. «El pecado es una ofensa a Dios, que rompe nuestra amistad con él, la finalidad última de la penitencia consiste en lograr que amemos intensamente a Dios y nos consagremos a él» (RP 5). Por otra parte, el pecado de uno perjudica a todos «por ello la penitencia lleva consigo siempre una reconciliación con los hermanos» (RP 5). No se puede olvidar que la experiencia sacramental exige, sobre todo, la acogida de la invitación precisa con la que Jesús inició su ministerio: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).
El concilio de Trento enumera cuatro actos de la penitencia: tres actos del penitente (contrición, confesión, satisfacción) y la absolución dada por el ministro, y considera esta última la parte más importante del sacramento[4]. El Ritual de la Penitencia retoma la doctrina de Trento poniendo en particular evidencia los actos del penitente, entre los cuales el primero y más relevante es la contrición o «la íntima conversión del corazón» (RP 6). El hijo pródigo es un ejemplo de todo esto, cuando, con corazón contrito y arrepentido, decide volver a la casa paterna. El sacramento se explica en directa continuidad con la obra de Cristo, ya que él anunciaba la metanoia como condición para acceder al Reino. En ausencia de la conversión/metanoia, disminuyen para el penitente los frutos del sacramento, porque: «de esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia» (RP 6). Adviértase que los Praenotanda, incluso citando el texto tridentino que entiende la contrición como dolor del alma y reprobación del pecado cometido, interpreta la contrición en el sentido más rico y bíblico de conversión del corazón: «La conversión debe penetrar en lo más íntimo del hombre para que le ilumine cada día más plenamente y lo vaya conformando cada vez más a Cristo» (RP 6).
En la antropología global y concreta de la Biblia, el corazón del hombre es la fuente misma de su personalidad consciente, inteligente y libre, el centro de sus operaciones decisivas y de la acción misteriosa de Dios. El justo camina con «rectitud de corazón» (Sal 101,2), pero «de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos» (Mc 7,21). Por eso Dios no desprecia «un corazón quebrantado y humillado» (Sal 51,19). El corazón es el lugar en el que el hombre se encuentra con Dios. El corazón, en el lenguaje bíblico, indica la totalidad de la persona humana, diferente de cada una de las facultades y de los actos de la persona misma; su ser íntimo e irrepetible; el centro de la existencia humana, la confluencia de la razón, voluntad, carácter y sensibilidad, donde la persona encuentra su unidad y orientación interior, de la mente y del corazón, de la voluntad y de la afectividad. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica (CCE), «la tradición espiritual de la Iglesia también presenta el corazón en su sentido bíblico de “lo más profundo del ser”, donde la persona se decide o no por Dios» (n. 368). El corazón es, pues, el alma indivisa con la que amamos a Dios y a los hermanos.
La conversión del corazón no es sólo el elemento principal, es también el que unifica entre sí todos los actos del penitente constitutivos del sacramento, dado que cada elemento es definido en orden a la conversión del corazón: «Esta íntima conversión del corazón, que incluye la contrición del pecado y el propósito de una vida nueva, se expresa por la confesión hecha a la Iglesia, por la adecuada satisfacción y por el cambio de vida» (RP 6). La conversión del corazón no hay que entenderla como un acto único, en sí mismo, cumplido una vez para siempre, sino como un decidido alejamiento del pecado para emprender un camino progresivo y continuo de adhesión a Cristo y de amistad con él. Los diversos elementos del Ritual de la Penitencia son, por decir de algún modo, la expresión de varios momentos o etapas de un camino que no acaba en el momento de la celebración del sacramento, sino que conforma toda la vida del penitente.
En este contexto, hay que valorar las celebraciones penitenciales no sacramentales. En efecto, si en la base del sacramento de la Penitencia está la conversión del corazón, es necesario dar la máxima relevancia a tales celebraciones que, como leemos en los Praenotanda «son reuniones del pueblo de Dios para oír la palabra de Dios, por la cual se invita a la conversión y a la renovación de vida, y se proclama, además, nuestra liberación del pecado por la muerte y resurrección de Cristo» (RP 36). Estas celebraciones no sacramentales pueden hacerse antes o después del sacramento de la Penitencia, porque la conversión del corazón presupone el conocimiento de lo que es pecado y de los pecados cometidos. Recordemos el papel que la palabra de Dios tuvo en la conversión de san Agustín: «… Domine, amo te. Percussisti cor meum verbo tuo, et amavi te»[5]. Al amor misericordioso de Dios, se responde con amor.
Es importante también considerar la tarea del ministro del sacramento que, según la Bula Misericordiae vultus, debería ser «verdadero signo de la misericordia del Padre» (MV 17). También él, siendo pecador, no olvida hacerse penitente, experimentando en el sacramento la alegría del perdón. La tradición católica ha señalado cuatro figuras que expresan la tarea propia del sacerdote confesor. Es doctor y juez −para indicar la objetividad de la ley−, pero también padre y médico −para significar la caridad pastoral hacia el penitente. Estas figuras se han destacado, una vez una y otras veces otra, según las diversas épocas históricas y las diversas tendencias teológicas. El concilio de Trento afirma que los sacerdotes ejercen la función de perdonar pecados «como ministros de Cristo», cumpliendo esta tarea «a modo de un acto judicial» (ad instar actus iudicialis)[6]. También el Ritual de la Penitencia habla del confesor como juez y médico, cuando dice: «Para que el confesor pueda cumplir su ministerio con rectitud y fidelidad, aprenda a conocer las enfermedades de las almas y a aportarles los remedios adecuados; procure ejercitar sabiamente la función de juez» (RP 10). Más adelante se subraya que el confesor «cumple su función paternal, revelando el corazón del Padre a los hombres y reproduciendo la imagen de Cristo Pastor» (RP 10). El confesor es testigo de la misericordia de Dios hacia el pecador arrepentido[7]. En el Antiguo Testamento, la misericordia es el sentimiento compasivo y también materno de Dios por sus criaturas, a pesar de su infidelidad (cf. Éx 34,6; Sal 51,3; Sal 130; Jer 12,15; 30,18). En el Nuevo Testamento, Jesús es presentado como el «sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo» (Cf. Hb 2,17).
El Catecismo de la Iglesia Católica resume muy bien todas estas tareas del confesor: «Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador» (n. 1465). Las fórmulas y los gestos rituales de la celebración del sacramento denotan la presencia misericordiosa del Padre, el don oblativo del Hijo, el amor purificante y sanador del Espíritu Santo. El confesor debe ser la expresión y el medio humano de este amor, que por medio de él se difunde en el penitente y lo conduce nuevamente a la vida, a la esperanza, a la alegría.
Las reflexiones expuestas hasta aquí encuentran su realización concreta en la celebración misma del sacramento, que per ritus et preces, guían a penitentes y ministros en la experiencia de la misericordia de Dios. En efecto, cada celebración del sacramento es un «Jubileo de la Misericordia». Hay otros ámbitos de carácter espiritual, disciplinar, pastoral vinculados a la celebración del sacramento, no considerados en estas reflexiones pero merecedores de atención. Pensemos, por ejemplo, en el cuidado que hay que prestar tanto a la formación permanente del clero, como a la inicial de los seminarios e institutos de formación. También en la observancia de la disciplina sobre las absoluciones colectivas (cf. CIC can. 961-963) y prestar atención a los riesgos relacionados con la discreción y reserva, la protección del anonimato y del secreto, amenazados en la actualidad por la fácil y sacrílega interceptación, grabación y difusión del contenido de las confesiones (cf. CIC can. 983).
Al fijar nuestra atención en una lectura mistagógica del «Rito para reconciliar a un solo penitente» (cap. I) se debe tener presente también la dimensión eclesial, puesta de mayor relieve en el capítulo II: «Rito para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución individual». La naturaleza profundamente personal del sacramento de la Penitencia se asocia estrechamente a la eclesial, siendo un acto que reconcilia con Dios y con la Iglesia (cf. CCE 1468-1469). Desde este punto de vista, los Praenotanda afirman que «la celebración común manifiesta más claramente la naturaleza eclesial de la penitencia» (RP 22). Según la enseñanza conciliar, «las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia […]. Por eso pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan» (SC 26).
El Año Jubilar de la Misericordia representa una oportunidad significativa para volver a descubrir el «Rito para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución individual» en las comunidades diocesanas y parroquiales[8]. El orden ritual que encontramos en este capítulo segundo del Ritual de la Penitencia ayuda a poner de relieve dos aspectos importantes de la naturaleza eclesial de su celebración. Sobre todo, la escucha de la palabra de Dios, que asume la estructura de una Liturgia de la Palabra, por tanto, de un verdadero y propio acto de culto (cf. SC 56). Aquí el anuncio evangélico de la misericordia y la llamada a la conversión resuenan en una asamblea en la cual «los fieles oyen juntos la palabra de Dios, la cual, al proclamar la misericordia divina, les invita a la conversión; juntos, también examinan su vida a la luz de la misma palabra de Dios y se ayudan mutuamente con la oración» (RP 22). También el apóstol Santiago invita: «Confesaos mutuamente los pecados y rezad unos por otros para que os curéis» (Sant 5,16).
Si la escucha habitual de la Palabra, que «enciende el corazón», y el recíproco apoyo de la oración son importantes, no lo son menos la alabanza y la acción de gracias común con las que se concluye el rito (cf. RP 29). En efecto, «después que cada uno ha confesado sus pecados y recibido la absolución, todos a la vez alaban a Dios por las maravillas que ha realizado en favor del pueblo que adquirió para sí con la sangre de su Hijo» (RP 22).
Estas breves alusiones al capítulo II del Ritual de la Penitencia descubren la dinámica social y personal tanto del pecado como de la conversión. La dimensión eclesial y personal se funden, de modo particular, en este sacramento, poniendo de relieve que «la penitencia, por tanto, no se puede entender como puramente interna y privada. Porque (no: ¡aunque!) es un acto personal, tiene también una dimensión social. Este punto de vista es también de importancia para la fundamentación del aspecto eclesial y sacramental de la penitencia»[9].
Recorremos ahora los diversos elementos rituales del capítulo I «Rito para reconciliar a un solo penitente» para favorecer no sólo una renovada comprensión del sacramento, sino también una celebración más auténtica, conscientes de que en los actos del penitente y del sacerdote, en los gestos y en las palabras, se comunica la gracia del perdón. Precisamente porque mens concordet voci es necesaria una digna celebración, convencidos de la importancia de la forma ritual, porque en la liturgia, la palabra precede a la escucha, la acción configura la vida[10].
La rúbrica n. 83 del Ritual indica cómo debe ser escuchado el penitente: «El sacerdote acoge con bondad al penitente y le saluda con palabras de afecto». Esta es la apertura que introduce en la acción ritual. El Ritual de la Penitencia se preocupa de que el ministro del sacramento, representante de Cristo, actúe de tal manera que este momento inicial sea vivido por el penitente del modo más fácil y confiado posible. Todos sabemos lo difícil que puede ser acercarse a la confesión. Cuando se consigue dar el primer paso, ya está actuando la gracia. Por eso, el sacerdote ha de acoger a quien acude a él con la misma actitud del padre del hijo pródigo, que corre al encuentro de su hijo arrepentido en cuanto lo ve de lejos. Los sacerdotes deben prepararse para desempeñar este ministerio, conscientes de representar a Cristo que, en la parábola, nos descubre el rostro del Padre celestial que hace fiesta y se alegra por el que retorna a él (cf. Lc 15,11-32). El inicio del Ritual de la Penitencia nos ayuda a comprender que Dios Padre celebra un «Jubileo» cada vez que un pecador viene a este sacramento: «Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15, 7).
Después de haber sido acogido, el penitente hace la señal de la cruz diciendo: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (RP 84). Es un acto de fe distintivo del cristiano[11]. Esta apertura es importante por una razón tanto práctica como teológica. Este signo ritual tan familiar, unido a las palabras, subraya el momento en el que inicia verdaderamente la liturgia. Incluso al final del rito, en la absolución penitencial, estará presente el signo de la cruz. La fórmula trinitaria además de recordar el Bautismo, en el que hemos renacido a la vida divina, nos orienta hacia la celebración de la Eucaristía, que conserva, incrementa y renueva la vida de gracia en nosotros.
Este momento ritual prepara progresivamente lo que sigue. El sacerdote no debe decir simplemente al penitente: «Ahora dime tus pecados». Por el contrario, sus palabras de acogida deberían establecer inmediatamente una atmósfera de profunda seriedad y al mismo tiempo suscitar la confianza en Dios. El sacerdote dice: «Dios, que ha iluminado nuestros corazones, te conceda un verdadero conocimiento de tus pecados y de su misericordia» (RP 84). ¡Qué intensas y dulces resuenan estas palabras en el corazón del penitente si el sacerdote las pronuncia con convicción y desde lo profundo del corazón, consciente del ministerio que la Ordenación le capacitó para cumplir!
Los parágrafos 85-86 del Ritual de la Penitencia presentan fórmulas alternativas para el inicio del rito, ricas en resonancias bíblicas y teología. En estas fórmulas podrían inspirarse nuestra predicación y catequesis para invitar a celebrarlo con alegría, seriedad y serenidad. Pensemos, por ejemplo, en el impacto que tiene el penitente al sentir decir al sacerdote las palabras del profeta Ezequiel: «Acércate confiadamente al Señor, que no se complace en la muerte del pecador, sino en que se convierta y viva» (cf. 33,11). El sacerdote habla aquí con la autoridad de la palabra de Dios y no simplemente con palabras de cumplimiento.
Aunque la sagrada Escritura resuena ya en las diferentes fórmulas de invitación a la confesión de los pecados, el rito continua con la escucha de la palabra de Dios. A pesar de que en el Ritual esto sea ad libitum, solo debería omitirse en caso de verdadero impedimento. En la economía del Ritual de la Penitencia, la proclamación de la palabra de Dios aparece como un momento importante de la celebración (cf. RP 17). Los versículos escriturísticos que se ofrecen están caracterizados por expresiones que anuncian la misericordia de Dios e invitan a la conversión (cf. RP 87). El Ritual sugiere doce citas bíblicas (cf. RP 88-93) y otras lecturas alternativas (cf. RP 160-165), pero se puede recurrir también a otros textos de la sagrada Escritura que el sacerdote o el penitente consideren oportunos.
En la forma ritual, la precedencia dada a la escucha de la palabra de Dios reclama el hecho de que cuanto viene proclamado se cumple, aquí y ahora, en la celebración. Lo que se anuncia es experimentado por el penitente con absoluta novedad y frescura, porque la Palabra resuena enriquecida con un significado nuevo, gracias al momento sacramental que vive con fe. El Jubileo de la Misericordia es una ocasión propicia para que sacerdotes y fieles valoren de verdad el recurso a la palabra de Dios. En cada uno de los textos propuestos por el Ritual, los sacerdotes podrán descubrir la grandeza del ministerio a ellos confiado y los penitentes podrán vislumbrar con admiración la luz que les guía hacia el encuentro con Cristo en el sacramento.
Por ejemplo, la elección del texto de Ezequiel 11, 19-20 (cf. RP 88), permite sentir al penitente que es a él a quien se dirige el oráculo divino: «Les daré un corazón íntegro e infundiré en ellos un espíritu nuevo; les arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne…». Cuando el penitente se da cuenta que tal promesa es para él, en ese mismo momento, su corazón puede abrirse al consuelo y a la confianza y confesar sus pecados. Si se elige el texto de Marcos 1,14-15 (cf. RP 90), tanto el sacerdote como el penitente, experimentan que Cristo mismo está presente, aquí y ahora, para anunciar con fuerza a quien se confiesa: «Está cerca el Reino de Dios: Convertíos y creed la Buena Noticia». La respuesta a la presencia de Cristo y a sus palabras será la confesión de los pecados. O bien, con la elección del pasaje de Lucas 15,1-7 (cf. RP 162), el penitente deberá comprender que Jesús se defiende de las acusaciones de comer con los pecadores también por él. De hecho, en la celebración, Jesús está junto al penitente −un pecador− y manifiesta que quiere restablecer la comunión con él, volver a buscarlo como hace el pastor con la oveja perdida. La palabra de Dios, ¿no está quizás anunciando aquí un Jubileo de Misericordia, dándonos la valentía de confesar nuestros pecados con esperanza y confianza?
El momento ritual siguiente es una parte esencial de la celebración sacramental: la confesión de los pecados por parte del penitente y la aceptación de un acto de satisfacción propuesto por el sacerdote (cf. RP 94). Merecen ser subrayados algunos aspectos sobre el valor ritual de la confesión y la forma que asume. A diferencia de otros momentos, aquí no se indican textos ni palabras para ser dichos, sino que el penitente es llamado a confesar los propios pecados. Lo que ha precedido ritualmente, sobre todo la proclamación de la palabra de Dios, muestra que la confesión de los pecados no surge solo por iniciativa del penitente. En verdad, se fundamenta en la gracia de haber escuchado la palabra de Dios, dando como resultado el sentirse animado al arrepentimiento y a la contrición.
En este momento, no se indican textos específicos, sino solamente rúbricas, redactadas con sumo cuidado, para expresar su profundo significado teológico. No se trata simplemente, por parte del penitente, de pronunciar en voz alta un elenco de pecados en el vacío, como si nadie estuviera presente. Se confiesa delante del sacerdote. Al sacerdote, por su parte, se le pide entrar en profunda relación con quien se confiesa: «El sacerdote ayuda al penitente a hacer una confesión íntegra, le da los consejos oportunos» (RP 94). Este paso constante del penitente al sacerdote, no es más que la forma ritual que hace posible el encuentro del penitente con Cristo a través del sacerdote. Por eso el confesor es invitado a ayudar al penitente a comprender el sentido profundo de este encuentro: «Lo exhorta [el sacerdote al penitente] a la contrición de sus culpas, recordándole que el cristiano por el sacramento de la penitencia, muriendo y resucitando con Cristo, es renovado en el misterio pascual» (RP 94). Es un elemento teológico esencial para comprender correctamente el sacramento. Todo lo que sucede en él se fundamenta en el misterio pascual. El penitente es renovado según el modelo original del bautismo, donde muere con Cristo al pecado y resucita con él a la vida nueva.
Es deseable que, ayudados por el Año Jubilar, tanto los sacerdotes como los penitentes puedan celebrar este sacramento con una mayor conciencia de la profundidad de este encuentro. Recordemos las fuertes palabras de san Juan Pablo II en su primera encíclica Redemptor hominis: «La Iglesia, pues, observando fielmente la praxis plurisecular del Sacramento de la Penitencia −la práctica de la confesión individual, unida al acto personal de dolor y al propósito de la enmienda y satisfacción− defiende el derecho particular del alma. Es el derecho a un encuentro del hombre más personal con Cristo crucificado que perdona, con Cristo que dice, por medio del ministro del sacramento de la Reconciliación: “tus pecados te son perdonados”; “vete y no peques más”» (n. 20). Es inusual y muy incisivo que el Papa defina el encuentro entre penitente y sacerdote como un “derecho” humano. Con esto se refiere a algo que está en lo profundo del corazón herido de la humanidad pecadora. Hablando del Redentor del hombre afirma que cada persona desea un encuentro intenso, personal con Cristo, «con Cristo crucificado que perdona». La estructura litúrgica del sacramento intenta dar forma a este deseo y satisfacerlo.
Después que el penitente ha confesado los pecados, el sacerdote «le propone una obra de penitencia que el fiel acepta para satisfacción por sus pecados y para enmienda de su vida» (RP 94). De este modo, la rúbrica subraya de nuevo el significado del profundo encuentro e intercambio que se produce entre sacerdote y penitente. En lo que hace, el sacerdote es invitado a «acomodarse en todo a la condición del penitente, tanto en el lenguaje como en los consejos que le dé». El penitente encuentra, aquí y ahora, a «Cristo crucificado que perdona» y que muestra también el camino para la enmienda y un nuevo estilo de vida.
El sacerdote continua su diálogo con el penitente invitándolo «a que manifieste su contrición» con una oración (RP 95). Esto pone, de nuevo, en primer plano, la dimensión litúrgica del sacramento. El rito reclama manifestar claramente la contrición en forma de oración, ofreciendo una vasta posibilidad de fórmulas. En efecto, se ofrecen en el Ritual siete posibles oraciones (cf. RP 95-101). Aunque, como para las perícopas bíblicas, solo se usa una en cada celebración, meditar todos y cada uno de los textos propuestos puede ayudar a vislumbrar las múltiples caras de la piedra preciosa insertada en este momento del sacramento. La meditación ayudará a las personas a prepararse para la confesión y para pronunciar, de corazón, tales palabras durante la celebración sacramental.
La fórmula indicada en el RP 101 es una tradicional oración que muchos conocen como “Acto de dolor”. Ha superado el paso de los siglos y quizás no tiene necesidad de comentario. El Jubileo es pues la ocasión para poner de manifiesto las palabras y la profundidad teológica que encierra esta oración en su formulación latina. Quien ora suplica: «Per merita passionis Salvatoris nostri Iesu Christi, Domine, miserere». La Misericordia que celebramos se fundamenta en los méritos de la Pasión de Jesucristo.
Las demás opciones propuestas (cf. RP 95-100) están claramente inspiradas en la Sagrada Escritura. En efecto, dos de ellas (RP 96,97) ponen directamente en los labios del penitente algunos versículos de los salmos: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas…»; o bien: «Lava del todo mi delito, Señor…». Como respuesta a la invitación del sacerdote para manifestar la propia contrición, el penitente pronuncia las mismas palabras usadas durante milenios por Israel y la Iglesia. Orando hoy con tales fórmulas, los penitentes experimentan que su historia de pecado y el perdón de Dios forman parte del gran drama narrado en las páginas de la Biblia. El drama del pecado y del perdón continua ahora en nuestra existencia, y las mismas oraciones suscitadas por el Espíritu Santo iluminan perfectamente este momento.
Lo mismo se puede decir de la oración que pone en los labios del penitente las palabras que el hijo pródigo dirige al padre nada más llegar a casa: «Padre, he pecado contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo. Ten compasión de este pecador» (RP 98). Alentados por la parábola a no tener miedo y animados a la contrición, los penitentes manifiestan la conversión del corazón pronunciando las palabras del hijo, que retorna con fe a la casa paterna.
Otra fórmula de especial valor es una oración dirigida a cada Persona de la Trinidad, con imágenes tomadas del Nuevo Testamento, de tal forma que los penitentes puedan reconocerse en ellas (cf. RP 95). Esta oración se dirige sobre todo al «Padre lleno de clemencia» y utiliza nuevamente las palabras del hijo pródigo, introducidas por una explícita referencia a la parábola: «…como el hijo pródigo…». Después se dirige a «Cristo Jesús, Salvador del mundo», y el penitente invoca que le suceda ahora a él lo mismo que le sucedió al buen ladrón, cuando se le abrieron las puertas del paraíso, mientras Jesús moría. El penitente hace suyas las mismas palabras del malhechor arrepentido: «Acuérdate de mí, Señor, en tu reino». La última invocación se dirige al Espíritu Santo, denominado «fuente de amor». El penitente pide al Espíritu Santo «purifícame, y haz que camine como hijo de la luz».
El Ritual ofrece al penitente también otras fórmulas que ahora no comentamos. Sin embargo es deseable que, alentados también por el Año Jubilar, sean más conocidas y usadas. Con ellas aprendemos a orar con las mismas palabras e imágenes de la Escritura, expresando nuestra contrición y pidiendo perdón. Con ellas aprendemos que también nosotros estamos implicados en los admirables acontecimientos de misericordia narrados en la Biblia. Como el publicano, alabado por Jesús en la parábola, también nosotros nos golpeamos el pecho y oramos: «Jesús, Hijo de Dios, apiádate de mí, que soy un pecador» (RP 100, inspirado en Lc 18, 13).
En el Ritual de la Penitencia, la oración del penitente y la absolución del sacerdote figuran bajo un único título. Las hemos diferenciado para facilitar un comentario, sin olvidar que es importante captar el profundo vínculo entre los dos momentos. En la oración a Dios, el penitente expresa la contrición y pide misericordia. La inmediata respuesta a esta súplica se da rápidamente por parte de Dios, a través del ministerio del sacerdote.
La atmósfera litúrgica se intensifica. El sacerdote extiende las manos sobre la cabeza del penitente y comienza a pronunciar las palabras. Este gesto debe ser realizado con la misma atención e intensidad que cualquier otro gesto similar de una acción litúrgica. El penitente ha de ser capaz de percibir, a través del cambio de postura corporal y del gesto del sacerdote, que se va a realizar un acto sacramental solemne. Las manos extendidas indican que la misericordia de Dios −invisible, pero inmensamente poderosa y presente− va a irrumpir sobre el penitente arrepentido.
También las palabras pronunciadas por el sacerdote para la absolución merecen una justa atención. Aunque son breves, tienen un gran valor teológico y expresan el significado central de este sacramento. El Ritual de la Penitencia expone claramente los elementos teológicos esenciales de la fórmula (cf. RP 19). Ante todo, se señala la evidente estructura trinitaria. La reconciliación, otorgada en este sacramento, viene de Dios, llamado «Padre misericordioso», y expresa lo que ya ha realizado: «Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo». Tal reconciliación se ha realizado «por la muerte y la resurrección de su Hijo», que la fórmula pone en relación inmediata con la efusión del «Espíritu Santo para la remisión de los pecados». En esta primera parte de la fórmula se encuentra la anamnesis litúrgica, es decir, se recuerda, proclama y anuncia la muerte y resurrección de Jesús. La anámnesis se expresa en términos trinitarios y con un lenguaje que indica inmediatamente la importancia de este solemne acto de Dios que ahora se va a realizar en favor del penitente. Dios ha reconciliado consigo al mundo y ha infundido sobre nosotros el Espíritu Santo para la remisión de los pecados.
La fórmula continua en el tiempo de presente, y el sacerdote se dirige directamente al penitente. Este paso del pasado al presente indica que el gran acontecimiento obrado por Dios en el misterio pascual se derrama, con todos sus frutos, sobre este penitente concreto, aquí y ahora, por medio de las palabras del sacerdote. Al mismo tiempo, la fórmula explicita que cuanto está realizando Dios adquiere una fuerte dimensión eclesial «ya que la reconciliación con Dios se pide y se otorga por el ministerio de la Iglesia» (RP 19).
Dirigiéndose al penitente el sacerdote dice, ante todo, Dios «te conceda el perdón y la paz». Es un lenguaje que se caracteriza por ser una invocación o bendición; el verbo está en subjuntivo con valor exhortativo (tribuat), característico de muchas invocaciones y bendiciones de la Iglesia, siempre eficaces. Después cambia el estilo del lenguaje y el sacerdote continua pronunciando lo que el Ritual llama la «parte esencial» (RP 19). Dirigiéndose directamente al penitente y haciendo la señal de la cruz, dice: «Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». Con las palabras: «Yo te absuelvo», el sacerdote manifiesta que actúa in persona Christi.
A través de los gestos y de las palabras del sacerdote, en virtud del poder dado por Cristo a la Iglesia para perdonar pecados (cf. Jn 20,23), el pecador es devuelto a la inocencia original del bautismo. El penitente ve cumplido, de este modo, su deseo de un encuentro personal y profundo con Cristo crucificado y dispuesto al perdón. El Señor ha venido y se ha encontrado con ese pecador, en ese momento clave de su vida, marcado por la conversión y el perdón. ¡Un encuentro como éste constituye la verdadera esencia del Jubileo de la Misericordia, un jubileo para los pecadores arrepentidos y un jubileo para Cristo mismo!
Las leyes del lenguaje ritual imponen que un momento tan intenso y rico, como es la absolución, necesita un epílogo. Sería raro salir de un ámbito tan espiritual como éste para volver a la vida de cada día sin un momento de tránsito. Con todo, a veces, sin respetar el evidente sentido litúrgico, la celebración sacramental puede terminar de forma precipitada: «Hemos terminado, vete en paz». El Ritual de la Penitencia dice con claridad lo que se ha de hacer: «El penitente proclama la misericordia de Dios y le da gracias con una breve aclamación tomada de la Sagrada Escritura; después el sacerdote lo despide en la paz del Señor» (RP 20).
Esta sobria ritualidad se encuentra en RP 103. Sacerdote y penitente no dicen palabras suyas, sino expresiones tomadas de la Escritura. Citando las palabras inspiradas en el Salmo 118,1, el sacerdote exclama: «Dad gracias al Señor, porque es bueno». El penitente concluye con el versículo siguiente del mismo Salmo: «Porque es eterna su misericordia» (también Sal 136,1). Estas palabras de alabanza usadas por el pueblo de Israel y por la Iglesia durante milenios se han cumplido de nuevo y de forma concreta, aquí y ahora, con admirable fuerza y absoluta novedad.
Toda liturgia de la Iglesia termina enviando al mundo a cuantos han participado en ella, llenos de renovada fuerza divina, destinada a vivificar la humanidad. La despedida no es otra cosa que la forma ritual del envío de Cristo mismo: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo», dice el Señor Resucitado a sus discípulos (cf. Jn 20,21). Esto es lo que se hace en el Ritual de la Penitencia con fórmulas concisas: «El Señor ha perdonado tus pecados. Vete en paz», o bien: «Vete en paz y anuncia a los hombres las maravillas de Dios, que te ha salvado». El sacerdote las pronuncia como ministro de Cristo y el penitente se da cuenta que es enviado por la Iglesia.
El Papa Francisco invita continuamente a la Iglesia a redescubrir la alegría del Evangelio y a estar “en salida”, a ser misionera, capaz de arriesgarse, de tomar iniciativa sin miedo, mostrando vivir «un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza»[12].
La vocación de la Iglesia es también la de todo discípulo de Cristo, fortalecido por el sacramento del perdón. La misericordia celebrada per ritus et preces compromete a poner en práctica la enseñanza de Jesús: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36).
Congregación para el Culto divino y la Disciplina de los Sacramentos
(Notitiae, vol. 51 (2015), págs. 380-398).
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
[1] «Como sabemos, los sacramentos son el lugar de la cercanía y de la ternura de Dios por los hombres; son el modo concreto que Dios ha pensado, ha querido para salir a nuestro encuentro, para abrazarnos sin avergonzarse de nosotros y de nuestro límite. Entre los sacramentos, ciertamente el de la Reconciliación hace presente con especial eficacia el rostro misericordioso de Dios: lo hace concreto y lo manifiesta continuamente, sin pausa. No lo olvidemos nunca, como penitentes o como confesores: no existe ningún pecado que Dios no pueda perdonar. Ninguno. Sólo lo que se aparta de la misericordia divina no se puede perdonar, como quien se aleja del sol no se puede iluminar ni calentar»: FRANCISCO, Audiencia a los participantes en el Curso promovido por la Penitenciaria Apostólica, 12 de marzo de 2015.
[2] PABLO VI, Homilía, 20 de septiembre de 1964. Cf. también JUAN PABLO II, Exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio et Paenitentia, 2 de diciembre de 1984, 18.
[3] Ritual de la Penitencia, Barcelona 1975 (en adelante se cita con la abreviatura RP seguido del número del parágrafo).
[4] Cf. CONCILIO DI TRENTO, Sessione XIV, Il sacramento della Penitenza, cap. IV-VI: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Dehoniane, Bologna 1991, 705-708.
[5] «Señor, yo te amo. Heriste mi corazón con tu palabra y te amé»: S. AGUSTIN, Confesiones 10,8: CCL 27,158s.
[6] Conciliorum Oecumenicorum Decreta, 707.
[7] «Nunca olvidemos que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva» (MV 17).
[8] «La segunda forma de celebración, precisamente por su carácter comunitario y por la modalidad que la distingue, pone de relieve algunos aspectos de gran importancia: la Palabra de Dios escuchada en común tiene un efecto singular respecto a su lectura individual, y subraya mejor el carácter eclesial de la conversión y de la reconciliación. Esta resulta particularmente significativa en los diversos tiempos del año litúrgico y en conexión con acontecimientos de especial importancia pastoral»: Reconciliatio et Paenitentia, 32.
[9] COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La reconciliación y la penitencia, 29 de junio de 1983, A,II,2.
[10] «Dios nos dio la palabra, y la sagrada liturgia nos ofrece las palabras; nosotros debemos entrar dentro de las palabras, en su significado, acogerlas en nosotros, ponernos en sintonía con estas palabras; así nos convertimos en hijos de Dios, semejantes a Dios»: BENEDICTO XVI, Catequesis en la audiencia general, 26 de septiembre de 2012.
[11] «La cruz es un signo de la Pasión y es, a la vez, signo de la resurrección; es, por así decir, el báculo de salvación que Dios nos ofrece, el puente que nos permite atravesar el abismo de la muerte y todas las asechanzas del mal para, finalmente, llegar a Él. […] la señal de la cruz con la invocación trinitaria resume la esencia toda del cristianismo, representa lo específicamente cristiano»: J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia, en Obras completas, XI, BAC, Madrid 2012, 102.
[12] FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 24 de noviembre de 2013, 24.
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