Es tarea de todos los cristianos hacer resonar hoy en los oídos de nuestros coetáneos el primer anuncio del infinito amor de Dios a los hombres que se revela en Cristo
Incluimos el texto de la conferencia de Mons. José María Yanguas, Obispo de Cuenca, el pasado día 4 de mayo, durante las jornadas ‘Diálogos de Teología 2016’, en su edición número XVIII, organizadas por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia.
Este año, las conferencias previstas tienen como telón de fondo el Jubileo de la Misericordia convocado por el Papa Francisco, con el lema: “Eucaristía y Reconciliación en el Año Santo de la Misericordia”.
Agradezco a la Biblioteca Sacerdotal Almudí y a la Facultad de Teología San Vicente Ferrer la amable invitación que me han hecho para intervenir en estos “Diálogos de Teología. Almudí 2016” con la ponencia que encabeza mi intervención, situada dentro del más amplio horizonte de esta Jornada que estudia el argumento “Eucaristía y Reconciliación en el Año Santo de la Misericordia”.
Eucaristía y Reconciliación son dos sacramentos diversos entre los que, sin embargo, existen vínculos estrechos y bien definidos. Así por, poner un ejemplo de evidente actualidad, cuando se habla de la posibilidad o no de que los divorciados vueltos a casar puedan acceder a los sacramentos, nos estamos refiriendo conjuntamente a la Penitencia y a la Eucaristía: corren idéntica suerte. Pero el título completo de esta Jornada “Eucaristía y Reconciliación en el Año Santo de la Misericordia”, celebrada en este preciso momento de la vida eclesial quizás esté sugiriendo la oportunidad de contemplar ambos sacramentos y la relación que media entre ellos a una luz parcialmente nueva, la que arroja precisamente Año Santo de la Misericordia que estamos viviendo y al que se alude en el título de la Jornada. Es decir parece que se está sugiriendo tratar el tema a la luz de la predicación y de las enseñanzas del Papa Francisco que han encontrado su concreción y mejor formulación en la convocatoria del Año Jubilar. Es tarea nuestra, de todos los cristianos, hacer resonar hoy en los oídos de nuestros coetáneos el primer anuncio que es “lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario” (AL, 58: el anuncio del infinito amor de Dios a los hombres que se revela en Cristo. Toda la enseñanza de la Iglesia −veritas− debe de inspirarse y trasmitirse a la luz de este anuncio de amor y de ternura −in caritate−, para no convertirse en la mera exposición o anuncio de una doctrina fría y sin vida (AL, 59). Sin perder de vista este contexto articularé mi intervención en los siguientes puntos.
Seguramente la experiencia es muy común: difícilmente un confesor con práctica de confesonario habrá dejado de experimentar, al menos en alguna ocasión, una cierta zozobra o inquietud interior en el ejercicio del poder de las llaves. ¿Motivo? La duda que nos asalta sobre si estaremos desempeñando el ministerio del perdón no sólo con el poder de Cristo, sino también in persona Christi, con el mismo corazón de Cristo. ¿Estamos siendo excesivamente benevolentes, una benevolencia que resulta excesiva y termina siendo dañina para las almas? ¿Estaremos dejándonos guiar por la comodidad que empuja a no querer tomar plena conciencia de lo que nos dice el penitente, por la cobardía de no abordar asuntos espinosos que vemos o intuimos, asuntos que representan verdaderos obstáculos en el camino hacia la santidad de ese hombre o mujer que tenemos ante nosotros? ¿Estaremos poniendo el listón demasiado bajo, impidiendo de algún modo que esa persona saque con la ayuda de la gracia, lo mejor de sí misma? ¿Cedemos a la cobardía ante el reto que representa afrontar la grave enfermedad que quizás padece el penitente? ¿Preferimos no llamar a las cosas por su nombre o no identificarlas para evitarnos el trabajo de una diagnosis adecuada y de un tratamiento eficaz?
O, por el contrario, ¿no estaremos siendo excesivamente exigentes? ¿No estaremos cayendo en la actitud censurada por el Señor de imponer cargas demasiado pesadas sobre los hombros de los demás? ¿No será que en vez de juez de misericordia se comporta uno como inquisidor riguroso e intransigente? ¿No me estaré dejando llevar por un ánimo intolerante y fanático baja capa de fidelidad y ortodoxia? ¿Por qué no dejar a la gente en su cómoda ignorancia, olvidando voluntariamente que sólo la verdad hace verdaderamente libres y que, por eso, la verdad es un bien de primerísima necesidad espiritual para todo hombre? ¿O no será, quizás, que, por miedo a ser perro mudo, me estoy convirtiendo en perro que ladra y muerde con un celo amargo y excesivo?
De un modo u otro quizá más de una vez hemos experimentado una tensión interior y cierto temor ante la posibilidad de caer en uno u otro de los vicios descritos. Misericordia sí, ¡cómo no!, pero no a costa de la verdad. Verdad sí, naturalmente, pero no a costa de que se obscurezca la mirada de misericordia, y de que nuestra palabra sea dardo que hiere en vez de bálsamo que cura, palía el sufrimiento y mitiga los dolores.
Es evidente que en el ámbito de una intervención como ésta debemos limitarnos a una breve recopilación de las verdades fundamentales de este sacramento. Una recopilación, es decir, una suma o resumen de las verdades fundamentales, los trazos básicos que nos permitan obtener la identidad de esta acción divina que se cumple por medio de los hombres que han sido capacitados por Dios, mediante un específico sacramento −el sacerdocio ministerial−, para poder cumplirla. Breve recopilación no quiere decir resumen superficial e irreflexivo, ligero o superficial, sino exposición sustancial, concisa, compendiosa.
Por este motivo he escogido como guía autorizado para esta tarea el Catecismo de la Iglesia Católica “compendio de toda la doctrina católica tanto sobre la fe como sobre la Moral”, como dice la Constitución Apostólica Fidei depositum por la que se promulgó y estableció dicho Catecismo. Éste expone una doctrina segura y, al mismo tiempo, adaptada a la vida actual de los cristianos, como sigue diciendo la misma Constitución Apostólica. El Papa Juan Pablo II lo declaró regla segura para la enseñanza de la fe e instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial.
La exposición doctrinal sobre el sacramento de la reconciliación, de la penitencia, de la confesión o de la conversión, que de todas estas maneras puede ser denominado, nos servirá como horizonte marco en el que situar las reflexiones de la tercera parte de mi intervención.
a) La Iglesia comienza lógicamente hablando del pecado, pues entre pecado y reconciliación se da un nexo evidente. En efecto, el sacramento de la Penitencia tiene como fin la remisión o perdón de los pecados. “El perdón de los pecados cometidos después del Bautismo es concedido por un sacramento propio” (CIC, n. 1486), justamente aquel del que estamos hablando. Se puede decir sin temor a equivocarse que se da una perceptible y constatable relación entre la conciencia del pecado que tiene un fiel cristiano y su práctica con relación la Confesión. Cuando la conciencia del pecado decae, arrastra consigo, diría que de manera necesaria, el desplome de la praxis penitencial. Si se apaga la conciencia del pecado, pierde sentido la conversión, la confesión y el perdón. Si desaparece del horizonte del cristiano la conciencia de la miseria que supone el pecado, la conversión acaba resultándole algo banal, insustancial, huero. El discurso sobre la misericordia, a no largo andar, termina muy probablemente por producir empalago, hastío y aburrimiento. Quizás pueda uno admirarlo, pero resulta más difícil que se sienta, en verdad, personalmente tocado, afectado, por él. El discurso sobre la sanidad de un país o región pierde relevancia cuando en ese lugar o no hay enfermos, o son muy raros o solo se dan enfermedades “benignas”. Nadie se sentirá especialmente animado a acudir a los centros de salud si el dolor más fuerte que padece es el de un simple y superficial dolor de cabeza. (No olvido el profundo malestar que me produjo hace ya unos años la conferencia ofrecida por Gianni Vattimo, uno de los maestros del así llamado “pensamiento débil”, en el Colegio español de Roma. ¿Razón? La banalización que en ella se hacía, a mi juicio, de la terrible realidad del pecado).
De manera bien diversa aparecen conversión y misericordia si, como dice el Catecismo, el cristiano tiene la convicción, fundada o reforzada por la fe, de que “ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero” (CIC, n. 1488). Y es así, porque el pecado alcanza realmente, de algún modo, a Dios mismo, pues lesiona su honor, hiere al hombre en su dignidad al tratarse de un comportamiento indigno de su condición de hombre y de hijo de Dios, y constituye también un ataque contra el bien de la Iglesia menoscabando su santidad. El pecado, como nos dice la doctrina cristiana constituye el mayor mal para el hombre y entraña las más perniciosas consecuencias: daña las relaciones del hombre con Dios, hiere la comunión eclesial y la comunión entre los hombres de la que ésta es sacramento y, a menudo, es el peor enemigo de la creación.
b) El poder para la remisión de los pecados fue confiada por Jesucristo Nuestro Señor a la Iglesia en sus Apóstoles el mismo día de la Resurrección, en virtud del don del Espíritu que les fue dado. Del mismo poder gozan aquellos que, mediante el sacramento del Orden, reciben el segundo grado del oficio o ministerio sacerdotal.
c) Llamamos conversión a un movimiento o camino de retorno al Señor que inicia en el corazón de Dios, rico en misericordia y deseoso de la salvación de todos los hombres; nace de su gracia y es fruto de la mirada amorosa de Dios sobre los hombres, creados a su imagen y semejanza, llamados a ser hijos de Dios. El libro de los Hecho describe perfectamente el iter de la conversión y su naturaleza. Esta comienza con la predicación de la Palabra de salvación: al cumplirse el día de Pentecostés los Apóstoles iniciaron su misión de anunciar a Jesús, a quien condenaron los jefes del pueblo y los sumos sacerdotes, lo clavaron en una Cruz por medio de hombres inicuos y a quien Dios resucitó, librándolo de la muerte (cf. Hch 2, 23-24). La Palabra penetra el interior de las personas y “traspasa” su corazón, los remueve. Es la conversión que “implica un dolor y una aversión respecto a los pecados cometidos y el propósito firme de no volver a pecar” (CIC 1490). Dolor, aversión, propósito no son ideas abstractas, son verdaderos sentimientos de pena, de rechazo y repulsión de algo que se considera un gran mal. De ahí que su efecto sea como el de “traspasar” el corazón, un dolor agudo, penetrante, vivísimo. Una especie de angina de pecho espiritual.
La conversión implica una verdadera “contrición”. Cor contritum et humiliatum, Deus non despicies. El corazón contrito es un corazón majado, machacado, reducido a polvo, roto, despedazado; un corazón endurecido que ha sido quebrantado por el arado de la contrición. Decimos con el profeta Daniel: “Hemos pecado, hemos obrado la iniquidad, hemos vivido impíamente, desviándonos de tus mandamientos y tus juicios” (9, 5). Ese corazón que reconoce el propio pecado, la iniquidad e impiedad del propio comportamiento, ese corazón es “mirado” por Dios; Dios penetra la intimidad del pecador, descubre su actitud humilde, el dolor por el pecado cometido: “mira” la humildad de esa persona. “… Deus nons despicies”: es el negativo de aspicere: mirar, ver, poner los ojos en algo; ayudar, socorrer, amparar, favorecer. Despicere, por el contrario, quiere decir mirar hacia abajo, despreciar, menospreciar; rehusar, huir, evitar a alguien. Tiene que ver, pues, con despectus, y éste con el desprecio. Se desprecia a alguien cuando no se le mira, “se le retira la mirada”, no vale la pena, no tiene valor, es como si no existiera. Es una actitud que lleva consigo un juicio previo que la provoca: no vales nada, no tienes ningún valor, “no tienes precio” y no te miro, te desprecio.
De algún modo podemos decir que, con la conversión volvemos a tener valor, a ser “alguien”, a atraer la mirada del Señor: el pecado nos rebaja, nos “deprecia” si me permiten decirlo, a bono basura. El dolor nos “aprecia”, nos valoriza a los ojos de Dios. El Señor es clemente y misericordioso, tardo a la ira y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas las criaturas (Ps 114, 6-8).
d) El movimiento de retorno a Dios que llamamos conversión va más allá del momento actual; ese impulso que nos arranca de la postración del pecado, permitiéndonos levantarnos y abandonarlo, posee una tensión y un vigor que alcanza no sólo al pecado cometido, sino que encierra una intensa repulsa frente a todo posible pecado, lo rechaza antes de su existencia: es el propósito firme, la voluntad, al menos siempre que sea verdadera, de no volver a pecar, el propósito de la enmienda. Contrición y propósito de la enmienda van unidos: el desapego, el desafecto que es abandono o alejamiento no lo es sólo del pecado cometido, sino, más bien, por su misma naturaleza es desafecto del pecado en sí mismo y, por tanto, de todo pecado. Una contrición que no comporte propósito de la enmienda, detestación o aborrecimiento, desapego de todo pecado, voluntad de no cometerlo –más o menos intensa, pero verdadera voluntad, repito− no merece ese nombre. Por eso, dice con particular acierto el Catecismo de la Iglesia Católica que la “conversión mira al pasado y al futuro” (n. 1490).
e) En este mismo número 1490, el Catecismo hace otra afirmación que juzgo de gran interés. “La conversión, afirma, se nutre de la esperanza en la misericordia divina”. La conversión se alimenta de esa esperanza. Cabe, pues, una conversión, un alejamiento del pecado, un odio del mismo, teñido de trazas de desesperación, de rabia por el pecado cometido que nace de la soberbia de la dignidad humillada. Es exactamente, pienso, la actitud de Judas, que san Mateo manifiesta con particular lucidez en su Evangelio: “Entonces Judas, el traidor, viendo que lo habían condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y ancianos diciendo: He pecado, entregando sangre inocente” (…). Él arrojando las monedas de plata en el templo, se marchó; fue y se ahorcó”. Es un ejemplo de arrepentimiento sin esperanza, vacío de la sabia vital que es la esperanza: Judas termina por ver el mal que ha hecho al entregar a Jesús a los sumos sacerdotes y ancianos; lo reconoce claramente, se arrepiente (paenitentia ductus, dice la Vulgata; metamelezeís, según el texto griego), devuelve el dinero precio de su “servicio”, lo arroja lleno de rabia, pero en vez de volver al grupo de los Apóstoles (como hará Pedro y luego Tomás, el incrédulo),en vez de volver al Padre y confesar contrito su pecado, se aleja y se ahorca. Su arrepentimiento no fue verdadera conversión. Y es que el rostro de la vuelta al Padre, a la casa, al hogar, no puede estar ensombrecido por un rictus de amarga desesperación. La conversión se nutre, en efecto, de esperanza en la misericordia divina; es dolorosa y alegre a la vez.
f) El sacramento de la Penitencia es la forma sacramental de la conversión, de la vuelta a la casa del Padre. En su estructura, junto a la contrición y al propósito −la conversión que mira al pasado y al futuro−, tenemos la confesión o manifestación de los pecados al sacerdote (CIC n. 1491). Este “acto” del penitente entra, diría que necesariamente, en la dinámica misma de la conversión. Me atrevo a decir que sin confesión no hay verdadera conversión. Hasta tal punto le es íntima. En efecto, en “el movimiento de retorno a Dios” llega un momento en que se hace necesario evidenciar el pecado, identificarlo, decirlo, llamarlo con su propio nombre. No es una exigencia extraña a ese movimiento, es uno de sus momentos. Tanto es así, que los pecados mortales no confesados por existir un impedimento que hace imposible la confesión, deben ser “dichos” −cuando desaparezca el obstáculo que la hacía imposible−, en la primera confesión sucesiva. No se trata de masoquismo por parte de la Iglesia, que no quiere eximir a nadie del “tormento” de la confesión. Las ciencias del espíritu humano enseñan mucho al respecto. Psicólogos y psiquiatras conocen bien la necesidad de que sus pacientes exterioricen lo que lleven dentro para ser sanados: que cuenten, que hablen. Por otro lado, la dimensión social es una aspecto esencial de la personas. Necesitamos comunicarnos, abrirnos a los demás, participar a otros lo que llevamos dentro. Además, y por lo que se refiere a las culpas, si no se habla de ellas terminan por producir mayores heridas interiores. Quien habla de sus problemas, de sus tensiones, de sus culpas experimenta habitualmente una liberación. En tanto que no se comunican o se dicen, mientras los nudos interiores no salen a la luz, es muy difícil, o quizás incluso imposible, que se curen, que se suelten. Lo que no se dice de algún modo y se comunica, no se cura. Quizás encontramos aquí una de las razones −que podemos llamar “psicológicas”− de cuanto afirma el Catecismo de Iglesia Católica: “El que quiera obtener la reconciliación con Dios y con la Iglesia debe confesar al sacerdote todos los pecados graves que no ha confesado aún y de los que se acuerda tras examinar cuidadosamente su conciencia” (n. 1493). La confesión debe ser por eso integra. La ocultación voluntario de un pecado reconocido como tal falsea el entero movimiento de la conversión a Dios.
g) El pecado es algo personal, como cada uno de nuestros actos. Tan nuestros que son ellos quienes van edificando nuestro yo, construyéndolo, forjándolo: somos hijos de nuestros actos. Cada uno de ellos deja huella en nuestro ser. Cada uno es responsable de lo los propios actos y, por lo mismo, del yo que con ellos se va modelando. Con ellos decide sobre sí mismo, y es uno mismo quien decide sobre ellos. Nos expresamos en nuestros actos y, a la vez, estos nos van expresando, marcando. Los pecados, como las buenas acciones, son nuestros, son personales. Podemos por eso pedir perdón por los pecados ajenos, pero en última instancia, el perdón versa sobre los propios pecados, se implora por los actos cometidos por uno mismo. Jesucristo nuestro Señor se hizo pecado, los hizo propios, los asumió de manera misteriosa, y alcanzó el perdón de los mismos para todos. Cada uno se enfrenta a los propios pecados, asume su responsabilidad, y se pone por eso delante Dios y la Iglesia para implorar y pedir perdón de todos y de cada uno de ellos y obtener su absolución. Confesamos la propia miseria y, a la vez, la misericordia y el poder de Dios, que se apiada y perdona. La confesión es por eso personal-individual.
h) La absolución del pecado, como dice el Catecismo, quita el pecado pero no remedia todos los desórdenes causados por el mismo, pues afecta a nuestras relaciones con Dios, con el prójimo y con uno mismo. Por eso el pecador debe reparar el desorden causado y debe expiar el mal hecho, debe satisfacer, hacer penitencia por el mal cometido. Es como la humilde y pobre colaboración con Dios en la destrucción del pecado y sus consecuencias. Se trata de un deseo o voluntad que acompaña al dolor por el propio pecado.
Es bien sabido que todos los entes, todos los seres encierran una esencial dimensión de verdad, de bondad y de belleza. Conocerlos de verdad, a fondo, significa percibir esa verdad, belleza y bondad. Las verdades de la fe hablan no sólo al entendimiento; tienen, por así decir, efectos en la conducta, ya que son a la vez, bienes; y su belleza despierta ecos en nuestro mundo emocional. Exponer del modo adecuado las verdades de la fe, sobre todo las verdades mayores, exige intentar anunciarlas en su totalidad de ser: también en su belleza y bondad. Hay que anunciar la verdad haciéndola amable, apetecible. De la misma manera la verdad debe ser dicha, hecha, encarnada, de manera amable.
Permítanme, a este propósito, recordar algunas ideas particularmente caras al Papa Francisco. El Jubileo de la Misericordia se sitúa en el marco de la obra de renovación que el Santo Padre está impulsando. El Papa quiere alentar una nueva etapa evangelizadora llena de fervor y dinamismo y nos insiste en que el anuncio es la tarea primordial de la Iglesia, la primera causa de la Iglesia. Promueve y quiere un estilo evangelizador que debe estar presente y colorear todas las actividades de la Iglesia. Debemos anunciar a Cristo, darlo a conocer, poner a los hombres sobre sus pasos "no como quien impone una obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable".
Somos cada vez más conscientes de que la Iglesia crece, crece de verdad, por atracción. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, tiende a hacer entrar en su círculo a otras personas. Estamos en un momento en que se hace vivo el deseo de volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio. Para esta tarea sirven “no evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino ministros del Evangelio cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría del Evangelio”.
Se necesitan evangelizadores que atraigan, que arrastren. De ahí que la renovación que el Papa pide depende en gran parte de que actualicemos nuestro encuentro personal con Cristo o, al menos, de que nos dejemos encontrar por Él. El encuentro con el Señor es siempre sanador, nos rescata de nuevo, “nos acepta entre sus brazos, nos perdona, nos hace objeto de su amor que se apiada y se compadece”. La experiencia de ser salvados, de ser objeto del amor de Dios, nos lleva a hacerlo conocer. Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos, a subyugarnos, a encantarnos. "Una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie"; pronto perderá el entusiasmo, dejará de estar segura de lo que trasmite, le faltará fuerza y pasión.
Al mismo tiempo, el Papa quiere que volvamos a lo esencial, al anuncio y vivencia del amor de Dios que le ha llevado a hacerse uno como nosotros, a llegar hasta el abismo de la muerte para rescatarnos de ella y darnos la vida que no acabará nunca. Dios es amor, se ha manifestado la benignidad de nuestro Dios, y nosotros hemos creído en el amor. Conocer de verdad a Dios es descubrir su amor por nosotros. Y Dios se ha revelado en Jesucristo, rostro de la misericordia del Padre. La vida eterna consiste en conocer a Dios y a aquel que ha enviado. Quien ve a Jesús ve al Padre.
Es la vía que une a Dios y al hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados sin tener en cuenta el límite de nuestro pecado. Dios se revela a los hombres como rico en misericordia, amable con todos, benigno, paciente, lleno de misericordia y de bondad. Y la Iglesia desea mostrarse como sacramento de ese Dios de misericordia y de perdón. Nos dice el Papa: "¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios! A todos, creyentes y lejanos, pueda llegar el bálsamo de la misericordia como signo del reino de Dios que está ya presente en medio de nosotros".
“La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia”. Todo en su actividad pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio puede carecer de misericordia. “La credibilidad de la Iglesia pasa a través del amor misericordioso y compasivo”.
Como ven, aquí no se está hablando en concreto de esta o la otra obra de misericordia, sino del clima de misericordia, del amor sobrenatural y de su reflejo humano, en que debe desarrollarse toda la actividad de la Iglesia. Un "nuevo" ambiente más humano y cordial, más amable, que invita, que sugiere, que atrae, que cautiva, porque es el clima en el que todos quisiéramos vivir, el que quisiéramos encontrar y crear en nuestras relaciones familiares y sociales en general.
Misericordia y perdón. Sin el testimonio del perdón queda solo una vida infecunda y estéril, como si se viviese en un desierto desolado. Ha llegado de nuevo para la Iglesia el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es el tiempo de volver a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros hermanos.
La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del evangelio. Actitud de salir a encontrar a todos, sin excluir ninguno. El anuncio de la misericordia de Dios debe ser propuesto una vez más con nuevo entusiasmo y una renovada acción pastoral. “Se trata de vivir cada día la misericordia que Dios nos dispensa”. Es preciso poner en el centro el sacramento de la Reconciliación, porque nos permite experimentar en la propia carne la grandeza de la misericordia. Será fuente de verdadera paz interior.
El amor de Dios se revela en el envío de su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados. "La plenitud de Dios se nos revela y se nos da en Cristo, en el amor de Cristo, en el Corazón de Cristo". "No viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestras indigencias o nuestra mezquindad: viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría", repetía San Josemaría Escrivá. Es el corazón del kerigma apostólico, como dice Francisco en su Mensaje de este año con motivo de la Cuaresma. Y el mandamiento del Señor concuerda con el kerigma: “Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón… y al prójimo como a ti mismo”. “Amaos los unos a los otros como os he amado”. La verdadera sabiduría es la del amor. El verdadero culto se traduce en servicio al prójimo: el sacrificio de obediencia al Padre en la Cruz es para la redención de los hombres.
Tres grandes verdades sirven para enmarcan este tercer y último punto de mi intervención.
− El Señor no ha venido para condenar; no viene para echarnos en cara nuestras indigencias o nuestra mezquindad: viene a salvar, a perdonar, a disculpar, a traer la paz y la alegría (cfr. San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 165d).
− Debemos nutrir la convicción de que todo el apostolado cristiano es de amor, de cariño, de caridad de Cristo, decía igualmente San Josemaría. Y la sacra potestad conferida al sacerdote por el sacramento del Orden, le permite actuar en la persona de Cristo, de Cristo misericordioso para “ofrecer el sacrifico y perdonar los pecados” (DS 1763-1768).
− La confesión es “tribunal de la misericordia” de Dios “más que de estrecha y rigurosa justicia, de modo que no es comparable, sino por analogía a los tribunales humanos (Reconc. et Poenit, 31, II).
a) Toda la actividad ministerial debe estar embebida del espíritu de misericordia. El apostolado es, en efecto, ejercicio de amor. Los sacerdotes debemos vivir la misericordia sobre todo en el ejercicio del ministerio que llena nuestros días. Pero no cabe duda de que de manera muy particular el sacramento del perdón divino debe ser administrado por el sacerdote como un ejercicio también de humana misericordia. El modo de administrarlo debe trasparentar el milagro de la misericordia divina. Diría que se nos pide un verdadero empeño por hacer amable el sacramento, amable por el cuidado, la atención, el respeto, la delicadeza, la paciencia, el afecto que trasluce toda nuestra actuación, la paz que sabemos infundir en las almas que nos llegan agobiadas por el peso de sus pecados y que buscan descanso y reposo para sus corazones. Lo ha dicho con particular acierto el Papa Francisco: “Nunca me cansaré de insistir en que los confesores sean un verdadero signo de la misericordia del Padre” (MV, 17d). Se trata del primer gran principio, de la primera regla, a la hora de administrar el sacramento de la penitencia. Lo diré con otras palabras del Papa: “Los confesores estamos llamados a ser siempre, en todas parte, en cada situación y a pesar de todo, el signo del primado de la misericordia” (ibídem). Los penitentes deben sentirse cómodos, quizás avergonzados, siempre dolidos, pero cómodos ante la mirada de un Dios que acoge, abraza y perdona.
Ser buen confesor consiste, pues, fundamentalmente, en hacer que los penitentes, también a través de nuestro modo de administrar el sacramento, lleguen a tocar, a experimentar la misericordia de Dios. Deben poder ver en nosotros al Padre que los ama con amor infinito. Nuestro modo de tratar a los fieles debe ser reflejo, trasparencia, de la acción misericordiosa de Dios. “Nunca olvidemos, dice el Papa, que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva”.
Los penitentes deben “percibir” que son bien recibidos, que no molestan, que no dan fastidio, que su encuentro con Dios y con su ministro es algo deseado, esperado. No siempre es fácil. De ahí que deba uno prepararse, disponerse para recibir las confesiones de sus hermanos, actualizando su conciencia de administrador de los misterios divinos, de re-presentante de Cristo. Se requiere que el sacerdote se disponga para que el encuentro sanador con los penitentes sea un “encuentro cargado de humanidad, fuente de liberación” (MV, 18a). Se trata de acoger a los fieles como el Padre en la parábola del hijo pródigo. “Los confesores están llamados a abrazar a ese hijo arrepentido que vuelve a casa y a manifestar la alegría por haberlo encontrado” (MV, 17d).Hay que acoger con amor y ternura, mirar a todos con esos ojos, “acompañando sus pasos con verdad, paciencia y misericordia, al anunciar las exigencias del Reino de Dios” (AL, 60).
Hay que procurar infundir confianza en el penitente: la Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de discípulos en camino, que siguen al Señor porque se reconocen pecadores y necesitados de su perdón (cfr. Francisco, Alocución, 13.04.16). Cuando una persona experimenta una profunda vergüenza por sus pecados, conviene recordarle las palabas de Jesús: “No necesitan de médico los que están fuertes, sino los que están mal”. Jesús se presenta como un buen médico. Frente a Jesús ningún pecados es excluido, porque el poder sanador de Dios no conoce enfermedades que no puedan ser curadas. Por otro lado, es bueno recordar a esas personas que todos necesitamos del perdón de Dios, que Jesús ha venido a buscar a los pecadores y que no nadie que no necesite de curación.
b) El sacerdote debe esforzarse por ser amable en el trato con los penitentes. En Amoris laetitia, el Papa concreta esta dimensión del amor que es la amabilidad en el trato con los demás, que, en mi opinión, resulta particularmente necesaria al confesor: “(…) el amor no obra con rudeza, no actúa de modo descortés, no es duro en el trato. Sus modos, sus palabras, sus gestos, son agradables y no ásperos ni rígidos” (n. 99). Y poco más adelante hace presente que “para disponerse a un verdadero encuentro con el otro, se requiere una mirada amable puesta en él (…). El que ama es capaz de decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan” (n. 100). Las palabras de Jesús no son nunca palabras que “humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian” (ibídem).
c) El examen de conciencia no tiene nada que ver con el que se sufre en unas oposiciones para la obtención de un título de particular responsabilidad; ni se trata de una especie de interrogatorio policial o de la instrucción de una causa que será sometida al dictamen de un juez como ocurre en las causas humanas. No se trata de ofrecer una detallada y exhaustiva lista de los propios pecados, fruto de una prolongada y agobiante, quizás angustiosa, labor de introspección.
Se trata, sí, de un diligente examen, cuidadoso no escrupuloso, y sobre todo diligente, un examen que nace del amor de Dios que reconoce las propias faltas, y del deseo de obtener el perdón de las mismas. Su sentido no el de efectuar un registro minucioso de las propias deudas, con el fin de saldar cuentas pendientes. Es conveniente animar a los fieles a realizar ese examen como acto de humildad que desea poner delante de Dios las propias miserias, las traiciones hechas a su amor infinito, para recibir, con actitud agradecida y gozosa, el perdón. Un examen que huye de la superficialidad de quien desconoce la verdadera naturaleza y alcance del pecado; de la inconsciencia de quien tiene la torpe pretensión de poder ocultarlo; de la cómoda actitud del que desea ahorrarse la molestia de reconocer los propios males. A menudo habrá que ayudar a los fieles a hacer el examen de conciencia: no los despidamos para que hagan ellos el examen. En general no lo harán nunca como cuando son ayudados por el confesor a examinarse sobre los pecados más usuales dada su condición y “alcances”.
d) Si la confesión debe ser integra en la medida de lo posible, con cierta frecuencia deberemos conformarnos con una integridad formal, sobre todo en los primeros momentos de una conversión, después de muchos años, quizás, de una vida alejada de Dios. La formación doctrinal religiosa de esa persona no le permitirá, quizás, distinguir con claridad el número de sus pecados ni tanto menos la “especie” de los mismos. Por todas las circunstancias de la confesión, el sacerdote podrá hacerse fácilmente cargo de la situación del alma del penitente, sin necesidad de añadir más dificultad a la que ya experimenta. Bastarán algunas preguntas que nos sirvan para hacernos cargo de su situación. Con particular cuidado hemos de evitar lo que el Papa denomina “preguntas impertinentes” y que, añado, no son estrictamente necesarias para conocer el estado del alma de quien se acerca con corazón contrito. Papa Francisco, en la Audiencia General del 20 de abril de 2016, al comentar la escena de la pecadora pública en la casa de Simón el fariseo, destacaba cómo el Señor perdona los pecados de aquella mujer que acude a Él para ser sanada y llora en silencio sus pecados, como sincera expresión de su fe y conversión. Todos conocen su condición de pecadora pública. No es necesario pedir más. Llora sus pecados y desea comenzar una vida nueva. Y recibe la absolución de Jesús: “Tus pecados quedan perdonados”. Hay que evitar torturar a la gente con preguntas que poco añaden al conocimiento de las almas y que, en cambio, pueden ser motivo de gran turbación. Basta con tener un suficiente conocimiento de sus pecados habida cuenta de sus actuales circunstancias.
Me permito llamar la atención sobre algo que exige reflexión por nuestra parte para una prudente actuación que debe buscar, como siempre, y por encima de todo, el bien de las lamas. Todos somos conscientes de la necesidad de que los fieles se sientan miembros del Cuerpo místico de Cristo, parte de una comunidad cristiana, superando de ese modo un excesivo subjetivismo en la manera de entender la vida cristiana. Sabemos bien que nuestros pecados tienen una dimensión eclesial que va más allá del propio sujeto. La fórmula B en la administración del sacramento de la penitencia, las así llamadas celebraciones comunitarias de la penitencia con confesión y absolución personal de los pecados, favorece la toma de conciencian de esa dimensión eclesial-social de la propia vida cristiana. Pero no deja de ser cierto que la presencia de numerosos penitentes obliga a limitar muy notablemente el tiempo de la confesión-absolución.
e) Con mucha frecuencia, las personas necesitan ser escuchadas; su tensión interior disminuye cuando pueden “contar”, pues experimenta que su problema interesa al confesor, se sienten valoradas. Es cierto que hay que saber conducir la conversación para que no siga derroteros que terminan en crítica o en simple desahogo. Pero sabemos que a veces hay que armarse de paciencia y poner en práctica una de las obras de misericordia, la de soportar a quien no puede llevar el peso de sus problemas. El amor a las almas empuja a evitar “reaccionar bruscamente ante la debilidad o errores de los demás” (AL, 103).
De manera muy particular pueden poner a prueba nuestra paciencia las personas escrupulosas. Es frecuente que en los últimos años de la vida, personas que han consagrado su vida a Dios y a los demás, se vean asaltados por dudas y escrúpulos sobre si habrán confesado o no algunos pecados, incluso después de haber hecho una confesión general. En general, hay que animarle con fuerza a confiar en Dios y no someterles a la fatiga de una nueva confesión. Seguramente han confesado ya esos pecados y probablemente en más de una ocasión. Basta con exhortarles con determinación y razones sobrenaturales, a un arrepentimiento general y a dejarse en las manos de Dios que no desea que vivamos inquietos los años finales de la vida.
A veces nos encontramos con personas con una cierta formación doctrinal religiosa o que forman parte de nuestro mundo y que pretenden no solo tener razón en cuestiones particularmente delicadas, sino que muestran enorme interés en que se la des. Tras exponer brevemente lo que consideramos ser la solución adecuada al problema, es mejor no entrar en discusiones que casi nunca convencen. Basta remitirles serenamente, sin perder la paz y la compostura a la lectura, por ejemplo, de los textos magisteriales que se ocupan de esas cuestiones, y que después actúen en consecuencia. Harán, de todos modos, según el propio parecer. Suele ayudar hacer ver que nos sería más cómodo no llevarles la contraria, darles sin más la razón, pero que es un deber gravísimo por nuestra parte, decirles la verdad, y que Dios nos pedirá cuentas de cómo hemos desempeñado nuestro ministerio. No queremos de ningún modo que un día nos echen duramente en cara que no tuvimos el coraje del buen pastor que dice la verdad aunque pueda resultar molesta en un momento.
f) Hemos de evitar también reavivar situación es o experiencias especialmente dolorosas. La delicadeza y el buen sentido ha de llevarnos a evitar pesos añadidos a los que ya supone el reconocimiento de los propios pecados y errores. Al mismo tiempo, es conveniente excitar al penitente al dolor de sus pecados, al arrepentimiento.
g) Los penitentes están, por lo general, bien dispuestos para escuchar las razones sobrenaturales. Les resultan más convincentes que otras razones humanas cargadas de buen sentido, pero que sienten quizás como demasiado humanas. En esos momentos están particularmente abiertos a esas razones sobrenaturales, a la consideración del amor de Dios, de su paternidad y providencia amorosa. De manera particular cuando se trata de penitentes que están bajo la fuerte impresión producida por desgracias familiares. En muchas ocasiones, la “rebelión” contra la voluntad divina” cede cuando se invocan esas razones sobrenaturales: convicción del amor de Dos, confianza en la divina providencia, visión más amplia y completa que Dios tiene de nuestras vidas, la esperanza del cielo, los sufrimientos de la Madre de Dios…
h) “La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación personal del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la gravedad y la naturaleza de los pecados cometidos” (CIC, 1460). De todos modos, en general poner penitencias que sean fáciles de cumplir, no complicadas o particularmente gravosas. La penitencia que falta puede ser cumplida por el sacerdote, como aconsejaba la moral.
i) Con las personas que se acercan a recibir el sacramento con cierta frecuencia se puede iniciar una sencilla labor de dirección espiritual que les ayude a progresar en la vida interior, recomendando de manera particular la participación en la Santa Misa, la lectura y meditación de la Palabra de Dios, la práctica de alguna obra de caridad.
j) El Papa nos recuerda a todos que llegar a ser buenos confesores no es algo que se improvisa. Hay una escuela, una buena escuela, cuya matrícula está al alcance de todos: “Se llega a serlo cuando, ante todo, nos hacemos nosotros penitentes en busca de perdón” (ibídem). Las virtudes y defectos que observamos cuando somos sujetos pasivos del sacramento nos enseñan aquellos modos y actitudes que debemos evitar o en los que debemos crecer y avanzar. Todos conocemos “maestros” en una u otra disciplina que nos han hecho amar una asignatura. Y hemos procurado imitarlos cuando hemos debido impartir esa misma asignatura.
Mons. José María Yanguas. Obispo de Cuenca
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