Los esposos cristianos están llamados a la perfección de la vida cristiana sin tener que abandonar su estado, es más, en y a través de la vida conyugal y familiar
Intervención de Pablo Marti del Moral, del departamento de Teología Moral y Espiritual de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, durante el XII Curso de Actualización 2015 sobre Cuestiones teológicas y pedagógicas de actualidad, celebrado en Pamplona, 26 al 28 de agosto de 2015.
“Una civilización del amor”. Esta bella fórmula de Pablo VI, recogida y ampliada por Juan Pablo II, sintetiza y expresa una profunda y misteriosa realidad. La Iglesia (y la teología) tienen un proyecto para la familia y para la sociedad, derivado de su concepción de Dios y del hombre, y fundamentado en una visión fuerte del mundo. El amor de Dios constituye no sólo el núcleo de la vida del cristiano, sino también el núcleo sobre el que construir la sociedad en la que vive. Es decir, el progreso y la historia de los hombres se mueven por el amor y hacia el amor.
Como afirma el Concilio:
“el Verbo de Dios nos revela que Dios es amor, a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles. Al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria”[1].
Buscando el punto de partida para una reflexión de este tipo, nos encontramos con un relato que está en el inicio de la tradición judía y de la tradición cristiana más antigua. Nos referimos al texto del Génesis sobre la creación del hombre y de la mujer, especialmente en el relato yahvista:
“Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada. Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne. Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban” (Gen 2, 23-25).
En este texto de la tradición judía, el matrimonio se sitúa con relación a la concepción sobre el Dios único creador y padre, el hombre como imagen de Dios, la unidad del género humano y el curso que debe tomar la historia. La tradición cristiana también lo recoge. Pero no simplemente como acoge la tradición judía, sino que lo enmarca en las palabras de Jesús sobre “el principio” del designio de Dios (Mt 19[2]) y en la enseñanza de san Pablo, que hace del texto del Génesis en realidad una “profecía cristológica”[3]: la alianza de los cónyuges es tipo de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia (Efesios 5[4]).
Casi toda la enseñanza magisterial y la investigación teológica parten de estos pasajes. Evidentemente la inclusión en el Génesis de esta verdad es plenamente significativa de la importancia del matrimonio para comprender a Dios, el hombre y el mundo:
− matrimonio y Dios: “A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano. Esta estrecha relación entre eros y matrimonio que presenta la Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno en la literatura fuera de ella”[5].
− matrimonio y mundo: “El matrimonio monógamo ha sido conformado como figura ordenadora fundamental de las relaciones entre hombre y mujer y a la vez como célula de la formación comunitaria del Estado, a partir de la fe bíblica. Tanto la Europa del Oeste como la Europa del Este han configurado su historia y su concepción del hombre a partir de unos preceptos muy precisos de fidelidad y de comunión. Europa ya no sería Europa si esta célula básica de su estructura social desapareciera o cambiara de forma sustancial”[6].
Lógicamente no podemos ni queremos detenernos en todas las implicaciones de esta realidad. Solamente vamos a subrayar tres aportaciones a la discusión fundamentadas en el magisterio reciente. En concreto, el paso adelante que supone la doctrina de Gaudium et spes sobre el matrimonio con su caracterización como “íntima comunidad de vida y amor”; una de las aportaciones más importantes de san Juan Pablo II al tema, el significado esponsal del cuerpo; y una reflexión muy ilustrativa de Benedicto XVI para comprender el amor cristiano, sin duda uno de los temas más necesarios sobre los que debemos pensar.
Probablemente todos los desarrollos de la constitución pastoral Gaudium et spes sobre la relación de la Iglesia con el mundo pueden referirse a su antropología personalista, fundada en el misterio de Jesucristo. En primer lugar, el tan citado n. 22 de Gaudium et Spes: Cristo, el Hombre nuevo, verdadero Adán que en la revelación del misterio del Padre y de su amor, descubre al hombre la sublimidad de su vocación[7].
Además, Dios ha querido que los hombres constituyan una sola familia. Jesús cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17, 21-22), sugiere una semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. “Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”[8]. Esta doctrina antropológica parece crucial. Ahí se pone en relación la imagen o semejanza con Dios, la unión con la Trinidad, la unión del género humano y la unión con la verdad y la caridad. Y, consecuentemente, explica que el vivir y la realización de la persona encuentra su plenitud en la entrega sincera de sí mismo por el amor.
El análisis de todas estas verdades nos llevaría muy lejos. Por eso, simplemente las enumeramos, para que sirvan de marco a nuestro punto de interés: el matrimonio.
¿Cuál es el descubrimiento, mejor el paso adelante o el punto más destacado, de la doctrina conciliar sobre el matrimonio? La profunda relación entre amor y matrimonio[9]. Delhaye comentando la enseñanza del Vaticano II, explica que detrás de las discusiones sobre los fines del matrimonio y la paternidad responsable, existe una comprensión más profunda del amor conyugal como núcleo del matrimonio. Un amor de los esposos que tiene en cuenta tanto su especificidad natural como relación interpersonal y sexual, como su asunción por la caridad[10].
En concreto la definición de matrimonio como “íntima comunidad conyugal de vida y amor”, que aparece en el número 48, con estos términos:
“Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable”.
Esta expresión es el culmen de un interesante debate conciliar, que comienza con una intervención del Cardenal Léger. Al hacer sus observaciones al esquema sobre el matrimonio presentado al Concilio por los redactores pide que se ponga de relieve el valor intrínseco del amor de los cónyuges, que no solo tiene valor moral porque se siga de él la fecundidad. Para el Cardenal el texto debería afirmar que el amor conyugal es un verdadero fin de la unión de los esposos[11].
En una intervención posterior, el Cardenal propone que se hable del matrimonio como comunidad de vida y amor. Dado que el matrimonio es la unión de dos personas es necesario referirse a él con una expresión que lo ponga de manifiesto, sin por ello descuidar la ordenación que tiene a la procreación. Por lo que su propuesta es:
“a) se diga abierta y claramente que el matrimonio es una comunidad de vida y amor; b) se exponga con nitidez el profundo significado que la generación de hijos tiene para el amor y la vida conyugal; c) se ponga de relieve que la voluntad de Dios es que los esposos, en su matrimonio, engendren y sean así sus cooperadores, de manera que sepan que su amor no solo se ordena a ellos, sino que forma parte de la Providencia divina creadora”[12].
En el fondo estos debates giran acerca de los fines del matrimonio. El Magisterio, la teología y la propia vida habían ido haciendo nuevos planteamientos sobre qué es el matrimonio[13]. Por un lado estaban los partidarios de que el fin primario del matrimonio es la procreación y la educación de los hijos. Otros, querían hacer hincapié para ver el matrimonio como comunidad de vida y amor. Ante esta división Mons. Carlo Colombo trata de aunar las dos posturas afirmando que “el amor conyugal es una finalidad intrínseca del matrimonio”, pero él consideraba esta finalidad como “consecuencia de la finalidad de la procreación”[14]. Hacia este equilibrio van a discurrir los textos conciliares, aunque la discusión posterior sobre la unidad entre amor de los esposos y amor a los hijos, técnicamente amor unitivo y amor procreativo, ha sido complicada.
De todas maneras, el paso adelante es tan claro como relevante: el matrimonio es cuestión de amor. El problema de esta afirmación, y de ahí las discusiones y equilibrios conciliares, quedaría formulado con esta pregunta directa: entonces, ¿cuándo se acaba el amor, se acaba el matrimonio?
Esta paradoja nos empuja a volver a la pregunta sobre ¿qué es el amor? No debemos renunciar a la enseñanza, por la complejidad de la problemática. Al contrario, es preciso reflexionar con profundidad cómo es el amor conyugal que origina una comunidad de vida familiar y cuál es la especificidad del amor cristiano. En definitiva, repensar a la luz de Cristo en qué radica esa comunidad de vida y amor, esencia del matrimonio. A ello pasamos a ocuparnos, con la ayuda de Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Este texto establece muy bien la conexión entre el Concilio y la enseñanza de Juan Pablo:
“El Creador quiere desde el principio que el matrimonio sea una communio personarum en la que el hombre y la mujer «se entreguen y se reciban mutuamente» (cfr. GS 48), realizando el ideal de la unión de personas día a día y con una proyección para toda la vida. El amor esponsal puede entenderse precisamente como realización de este ideal. En una unión de este tipo, in communione personarum, se trata justamente de que la persona sea tratada siempre y en cualquier circunstancia como persona, esto es, como «la única criatura en el mundo a la que Dios quiere por sí misma» (GS 24). De modo que la mujer debe ser tratada así por el hombre, y el hombre por la mujer, tanto más cuanto que cada uno de ellos va al matrimonio con aquella «entrega desinteresada de sí mismo», de la que habla el Vaticano II (GS 24)”[15].
Lógicamente no podemos referirnos a todo el magisterio de san Juan Pablo II, con su intención de dar continuidad al Concilio Vaticano II. Por eso, nos limitamos a plantear el marco donde nos situaremos: la teología sobre la familia y en gran medida lo que se ha denominado teología del cuerpo, desde Amor y responsabilidad y la Catequesis sobre varón y mujer (que ya traía escrita desde Polonia), hasta la cristalización en la Familiaris Consortio[16].
Quizá el valor incuestionable de la teología del cuerpo consiste en explicar la sexualidad como algo positivo y bueno en sí mismo. No por las consecuencias que puede tener, la vida; sino en sí. Como apunta Ratzinger, la bondad en sí del sexo tiene una historia complicada en la teología católica, en parte condicionada desde la perspectiva de san Agustín[17]. Para ello, nos fijaremos en un punto central: el significado esponsal del cuerpo dentro del amor como donación.
La teología del cuerpo tiene como objetivo “comprender la razón y las consecuencias de la decisión del Creador de que el ser humano exista sólo siempre como mujer y como varón”[18]. La principal de esas consecuencias es la naturaleza relacional del ser humano, que se manifiesta en la dimensión esponsal del cuerpo, es decir, en su capacidad de expresar el amor.
Cuando Juan Pablo II habla aquí del cuerpo,
“no se trata solamente del cuerpo sino del hombre, que se expresa a sí mismo por medio de ese cuerpo y en ese sentido «es», por así decirlo, ese cuerpo, el cuerpo humano en toda su verdad; se trata, por tanto, de un cuerpo impregnado, ante todo, (si así se puede expresar) de toda la realidad de la persona y de su dignidad”[19].
Porque “el cuerpo nunca puede reducirse a pura materia: es un cuerpo «espiritualizado», así como el espíritu está tan profundamente unido al cuerpo que se puede definir como un espíritu «corporeizado»”[20].
Podemos destacar tres ideas fundamentales para entender la teología del cuerpo en relación a los esposos[21]:
• El amor como entrega de sí constituye el fundamento del vínculo sagrado del matrimonio y mediante esta entrega de sí es como las personas pueden alcanzar la plena realización de lo que son en cuanto persona.
• El matrimonio es el comienzo de nuestra comprensión de la vida interior de Dios, de Dios en cuanto Trinidad de personas, en la que cada una de las Personas es entrega total de Sí misma.
• El matrimonio es la experiencia humana concreta por la que Dios se vuelve comprensible, accesible para el hombre: el matrimonio es icono de la Trinidad.
El Papa Juan Pablo II explica que la revelación y el descubrimiento originario del significado esponsalicio del cuerpo, consiste en presentar al hombre, varón y mujer, en toda la verdad de su cuerpo y sexo, y a la vez, en la plena libertad de toda coacción del cuerpo y del sexo. Este es el significado antropológico de la desnudez originaria de Adán y Eva.
“Esta libertad está precisamente en la base del significado esponsalicio del cuerpo. El cuerpo humano, con su sexo, y con su masculinidad y feminidad, visto en el misterio mismo de la creación, es no sólo fuente de fecundidad y de procreación, como en todo el orden natural, sino que incluye desde «el principio» el atributo «esponsalicio», es decir, la capacidad de expresar el amor: ese amor precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don y −mediante este don− realiza el sentido mismo de su ser y existir”[22].
Ya vimos que la antropología del Concilio subraya que el hombre es la única criatura en el mundo visible a la que Dios ha querido por sí misma, añadiendo que este hombre no puede “encontrar su propia plenitud si no a través de un don sincero de sí” (GS 24). Esta verdad sobre el hombre tiene dos acentos principales: el hombre es la única criatura en el mundo a la que el Creador ha querido por sí misma; y, este hombre puede encontrarse a sí mismo sólo a través de un don desinteresado de sí.
Esta interpretación nos ayuda a entender todavía mejor el significado esponsalicio del cuerpo, que aparece inscrito en la condición originaria del varón y de la mujer (Génesis 2, 23-25) y en particular en el significado de su desnudez originaria.
“Si, como hemos constatado, en la raíz de la desnudez está la libertad interior del don −don desinteresado de sí mismos−, ese don precisamente permite a ambos, varón y mujer, encontrarse recíprocamente, en cuanto el Creador ha querido a cada uno de ellos «por sí mismo». Así el hombre en el primer encuentro beatificante encuentra de nuevo a la mujer y ella le encuentra a él. De este modo él la acoge interiormente; la acoge tal como el Creador la ha querido «por sí misma», como ha sido constituida en el misterio de la imagen de Dios a través de su feminidad; y recíprocamente, ella le acoge del mismo modo, tal como el Creador le ha querido «por sí mismo», y le ha constituido mediante su masculinidad. En esto consiste la revelación y el descubrimiento del significado «esponsalicio» del cuerpo”[23].
El cuerpo humano, orientado interiormente por el don sincero de la persona, revela no sólo su masculinidad o feminidad físicas, sino que revela también un valor y una belleza que sobrepasan la dimensión simplemente física de la sexualidad. La belleza de una persona que se entrega a sí misma plenamente (con su cuerpo) a otra persona, como varón o como mujer respectivamente y, por amor, es decir, respetando la verdad y la libertad plena del otro.
De este modo se completa la conciencia del significado esponsalicio del cuerpo, vinculado a la masculinidad-feminidad de la persona humana. Por un lado, este significado indica una particular capacidad de expresar el amor, en el que la persona se convierte en don. Por otro, le corresponde la capacidad y la disponibilidad a la afirmación de la persona, esto es, la capacidad de vivir el hecho de que el otro −la mujer para el varón y el varón para la mujer− es, por medio del cuerpo, alguien a quien ha querido el Creador por sí mismo, único e irrepetible, alguien elegido por el Amor eterno.
Esta afirmación de la persona es la acogida del don, la cual, mediante la reciprocidad, crea la comunión de las personas. Esta comunión se construye desde dentro, es decir, desde esa acogida recíproca en la que consiste el amor; pero comprendiendo también toda la «exterioridad» del hombre, esto es, todo lo que constituye la desnudez del cuerpo en su masculinidad y feminidad.
Con estas pinceladas del pensamiento de Juan Pablo II penetramos profundamente en la estructura misteriosa, teológica y a la vez antropológica, de este «principio» de la historia humana. Efectivamente, en toda la perspectiva de la propia historia, el hombre no dejará de conferir un significado esponsalicio al propio cuerpo. Aun cuando este significado sufre y sufrirá múltiples deformaciones, siempre permanecerá el nivel más profundo. Este significado esponsalicio del cuerpo humano se puede comprender solamente en el contexto de la persona. El cuerpo tiene su significado esponsalicio porque la persona humana es una criatura que Dios ha querido por sí misma y que, al mismo tiempo, no puede encontrar su plenitud si no es mediante el don de sí. En el ámbito del amor conyugal, no es posible separar por tanto verdad-libertad, cuerpo-persona, sexualidad-amor. Ni en un sentido ni en otro, es decir: la sexualidad lleva al amor, pero el amor necesita la expresión sexual; el cuerpo lleva a la persona, pero también al revés, la persona se manifiesta al amar con el cuerpo; el amor verdadero es libre, pero la libertad necesita respetar la verdad del amor conyugal, único y exclusivo.
La segunda enseñanza del magisterio que queremos destacar tiene que ver con la relación entre el amor humano y el amor de Jesucristo. No es un tema nuevo, y está muy estudiado. En este sentido, con relación al matrimonio son muy significativas las reflexiones en torno al texto de Efesios 5, donde el apóstol Pablo expresa el paralelo crucial entre el amor de los cónyuges y el amor entre Cristo y la Iglesia. Sin embargo, los matices y precisiones que aparecen en la Deus Caritas est de Benedicto XVI merecen una atención particular[24].
El contexto de la encíclica es definir la novedad del amor cristiano, en un mundo que ha aceptado el mensaje de la caridad, pero que se plantea si la caridad que nos propone el cristianismo, con sus preceptos y sus distinciones, ¿no es la negación del amor libre y auténtico? El Papa afirma la unidad y continuidad de la verdad filosófica del amor como eros, hasta el planteamiento del amor cristiano −ágape− que nos enseña la Sagrada Escritura. El centro de la encíclica es el amor de Jesucristo. De nuevo seguimos bajo la estela de GS 22: el misterio de Jesucristo revela el misterio del hombre. La consideración antropológica sobre el amor nos lleva hasta el amor de Jesús, que da la vida por sus amigos. A partir de Cristo, el amor humano adquiere su plenitud por cuanto nos descubre la unidad inseparable entre amor a Dios y amor a los hombres.
La primera pregunta fundamental es si el amor tiene límites o no. Los griegos, y también otras culturas, consideran el amor/eros ante todo como un arrebato, una locura divina que prevalece sobre la razón, arranca al hombre de la limitación de su existencia y le hace experimentar la dicha más alta. A la vez experimentan que ese arrebato puede ser motivo de desgracia para la persona[25].
Observamos así que el amor tiene dos aspectos esenciales. De un lado, promete infinitud, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. En este sentido, el amor está emparentado con lo divino. De otro lado, como el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto, hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Pero esto no es rechazar el eros ni envenenarlo, sino sanarlo para que alcance su verdadera grandeza.
Ambos aspectos dependen de la constitución del ser humano, compuesto de cuerpo y alma:
“El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo el amor −el eros− puede madurar hasta su verdadera grandeza”[26].
Porque el eros, degradado a puro sexo, se convierte en mercancía, en simple objeto que se puede comprar y vender; y con él, la persona misma se transforma en mercancía. En realidad, nos encontramos ante una degradación del cuerpo humano, que ya no está integrado en el conjunto de la libertad de nuestra existencia, ni es expresión viva de la totalidad de nuestro ser, sino que es relegado a lo puramente biológico.
De esta manera, experimentamos que el amor/eros quiere remontarnos hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de purificación, un camino hacia cotas más altas y puras, un progreso que aspira a lo definitivo. En definitiva, el amor es trascendente, «éxtasis», salida de sí hacia el otro. Pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios −que está en lo más íntimo de la persona−.
Siguiendo esta progresión, vemos como las palabras de la Sagrada Escritura encajan perfectamente con la idea anterior: “el que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará” (Lc 17, 33). Estas palabras describen la esencia del amor y de la existencia humana en general: la persona se realiza a través del don de sí. Pero también describen el itinerario de Jesús, que a través de la cruz llega a la resurrección: el camino del grano de trigo que cae en tierra y muere, dando así fruto abundante. De este modo, el razonamiento filosófico nos ha llevado a la fe bíblica. Y dentro de la fe a su centro: la persona de Jesucristo.
La novedad del mensaje cristiano es Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre. También en lo referente al amor. Jesús es la carne y la sangre del concepto amor: su vida es amor a Dios Padre sobre todas las cosas y amor a los hombres hasta dar la vida. Cuando Cristo enseña las parábolas de la misericordia, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar. Con su muerte en la cruz se entrega para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Este acto de entrega se perpetúa mediante la institución de la Eucaristía, que nos adentra en el acto oblativo de Jesús.
Para comprender el significado de “Dios es amor”, es preciso mirar el costado traspasado de Cristo. En la cruz y en la Eucaristía contemplamos la verdad del amor de Dios. Una vez que Jesús ha pisado la tierra, sólo se puede definir qué es el amor a partir de Cristo. Y desde esta mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar, porque la belleza de la vida cristiana como vida humana plena, se muestra a partir de Cristo y de su amor.
1) Esta experiencia muestra que Dios nos ama primero. Dios no impone un sentimiento de amor que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este “antes” de Dios puede nacer en nosotros el amor como respuesta. La experiencia de Dios tiene como presupuesto la presencia de Dios entre nosotros.
2) En el desarrollo de este encuentro con Dios se muestra también claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades de la persona, que incluya, por así decir, a la persona en su integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por concluido y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo.
3) El camino del amor se dirige hacia la unión. Pero, ¿en qué radica la unión de amor? La fusión entre los dos implica hacerse uno semejante al otro, lo que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más. La voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío.
Pero ¿cuál es el pensamiento, el sentimiento y la voluntad de Dios? La voluntad de Dios cristaliza en los mandamientos de la ley de Dios, en el doble precepto del amor y los diez mandamientos del Decálogo que despliegan ese amor.
De este modo se ve que es posible el amor al prójimo enunciado por Jesús: “amarás al prójimo como a ti mismo”. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Así amor a Dios y amor al prójimo se descubren inseparables. Además ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así pues, la caridad no es un “mandamiento” externo que nos impone lo imposible, sino un camino de crecimiento espiritual. Una experiencia de amor nacida desde dentro y un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros.
Desde otra perspectiva, la relación entre el fenómeno del amor y el amor de Cristo, llegamos a algunas características intrínsecas de ese amor que da vida al matrimonio. 1) El amor nos lleva a lo divino, a lo más grande, pero necesita purificación; 2) El amor es trascendente, éxtasis, salida de uno mismo hacia el otro, pero como camino permanente no como instante; 3) El amor es donación: perder es ganar; 4) Dios nos ha amado primero y ese don fundamenta el don que podemos hacer de nuestra vida; 5) El amor es de la persona en su integridad, lo que exige duración, fidelidad; 6) El amor se dirige a la unión, que es principalmente un pensar y un desear común, una unión de voluntades, una comunión personal de vida.
Dice el Vaticano II que a los fieles laicos “pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios”[27]. Su existencia se desarrolla en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, en todas y a cada una de las actividades y profesiones. En ese ámbito están llamados por Dios a cumplir su propio cometido guiándose por el espíritu evangélico, de modo que contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, con el testimonio de su vida de caridad. Pero esta labor depende de su unión vital con Cristo. De ahí que el fiel laico en el cumplimiento de sus responsabilidades temporales, en medio de la vida ordinaria, no debe separar la unión con Cristo, de su vida personal.
Para ello es preciso volver a resaltar la novedad que el amor cristiano trae a los hombres. Esta novedad es Jesucristo, y su traducción a la letra es el mandamiento del amor: la inseparabilidad del amor a Dios y el amor al prójimo. En Jesucristo el Amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones. Ese “amor de Dios” se difunde en “amor a Dios” y “amor al prójimo” que transforma el mundo construyendo una civilización del amor. Se realiza así la redención del universo dirigiendo la creación a su orden original de dar gloria a Dios.
Llegamos así a afirmar que la santidad cristiana fundamentada en la caridad y la construcción de la sociedad forman una unidad inseparable. Pero esta unidad sólo se puede realizar en la vida santa de los cristianos. Los esposos cristianos están llamados a la perfección de la vida cristiana sin tener que abandonar su estado, es más, en y a través de la vida conyugal y familiar. De hecho la tarea más propia de los esposos en la edificación de la Iglesia y de la sociedad es la construcción de un hogar cristiano. Porque es en la familia donde se crean las nuevas personas que construyen la Iglesia y la sociedad. La civilización del amor proviene de la conjunción del amor de Jesucristo, del amor conyugal y del amor a los hijos que realiza la vida matrimonial de los fieles cristianos casados.
Este amor es el que constituye la civilización. Este amor constituye la familia. Pero además este amor configura a la persona. Y este es el primer paso, que no puede darse por supuesto. El amor del que venimos hablando tiene su raíz en la persona. Solo la persona, el corazón de la persona construye la sociedad. Pero también al revés: la persona para realizarse debe vivir así. El matrimonio y la familia versan sobre los hijos y la educación de los hijos. De ahí toda la tradición sobre los fines del matrimonio, y su ordenación en fin primario y fin secundario. Pero no podemos pasar por alto −por evidente− que el matrimonio se apoya principalmente en las personas de los cónyuges: varón y mujer, padre y madre.
En este sentido, debemos subrayar que el matrimonio es la vocación y la misión de los cónyuges. Es decir, su camino, su verdad y su vida. El matrimonio es una realidad santificable y santificadora. Mi aportación a la Iglesia y a la sociedad es el matrimonio vivido, pero a la vez el matrimonio vivido me hace ser yo mismo, me hace crecer, me realiza. Y en la misma medida en que la persona se personaliza, se humaniza, se espiritualiza, se santifica, está personalizando, humanizando, espiritualizando, santificando la sociedad.
Pablo Martí del Moral
Facultad de Teología de la Universidad de Navarra
Fuente: unav.edu.
[1] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et Spes, n. 38.
[2] Mt 19, 4-6: “Él respondió: ¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo hombre y mujer, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.
[3]Cfr. J. RATZINGER, «Zur Theologie der Ehe», Tübinger Theologische Quartalschrift 149 (1969), pp. 53-74.
[4] Ef 5, 31-32: “Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. Gran misterio es éste, pero yo lo digo en relación a Cristo y a la Iglesia”
[5] BENEDICTO XVI, Encíclica Deus Caritas est, n. 11.
[6] Cfr. J. RATZINGER, "Europa, política y religión", Berlín, 28.XI.2000 y “Fundamentos espirituales de Europa”, en el Senado de la República Italiana, 13.V.2004.
[7] “Este número ofrece el sentido último a todo el esfuerzo antropológico realizado por el Concilio”, J. MOUROUX, «Situation et signification du chapitre I: Sur la dignité de la personne humaine», en L’Eglise dans le monde de ce temps, Editions du Cerf, Paris 1967, p. 248.
[8] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et Spes, n. 24.
[9] Ente la abundante bibliografía, cfr. L.C. BERNAL, «Génesis de la doctrina sobre el amor conyugal de la Constitución Gaudium et spes», Ephemerides Theologicae Lovanienses 51 (1975), pp. 48-81; F. GIL-HELLÍN, «El lugar propio del amor conyugal en la estructura del matrimonio según la Gaudium et spes», Anales Valentinos 11 (1980), pp. 1-35; A. MIRALLES, «Amor y matrimonio en la Gaudium et spes», Lateranum 48 (1983), pp. 295-354; A. SARMIENTO, «El "nosotros" del matrimonio: Una lectura personalista del matrimonio como "comunidad de vida y amor"», Scripta Theologica 31 (1999), pp. 71-102.
[10] PH. DELHAYE, «Dignité du mariage et de la famille», en L’Eglise dans le monde de ce temps, Editions du Cerf, Paris 1967, pp. 387-453.
[11] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, vol. III, pars VI, Typis Polyglottis Vaticanis, 1973-1976, pp. 55-56.
[12] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Acta Synodalia..., vol. IV, pars III, 1976-1978, pp. 21-28.
[13] Cfr. R. B. ARJONILLO, Sobre el amor conyugal y los fines del matrimonio : el pensamiento de algunos autores católicos y la doctrina del Concilio Vaticano II (1930-1965), Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 1999.
[14] G. ALBERIGO, Historia del Concilio Vaticano II: V.1. El catolicismo hacia una nueva era. El anuncio y la preparación, Sígueme, Salamanca 1999, p. 154.
[15] K.WOJTYLA, El don del amor: escritos sobre la familia, Palabra, Madrid 2001, p. 216.
[16] Cfr. L. MELINA-S. GRYGIEL, Amar el amor humano: el legado de Juan Pablo II sobre el matrimonio y la familia, EDICEP, Valencia 2008.
[17]Cfr. J. RATZINGER, «Zur Theologie der Ehe», Tübinger Theologische Quartalschrift 149 (1969) 53-74.
[18] JUAN PABLO II, Mulieris dignitatem, n. 1. Sobre la teología del cuerpo, cfr. C.A. ANDERSON-J. GRANADOS, Llamados al amor. Teología del cuerpo en Juan Pablo II, Monte Carmelo, Burgos 2011; C. WEST, Theology of the body explained: a commentary on John Paul II's "gospel of the body", Pauline Books & Media, Boston 2003.
[19] JUAN PABLO II, Audiencia General 4-2-1981.
[20] JUAN PABLO II, Carta a las familias, n. 19§9.
[21] Cfr. Y. SEMEN, La sexualidad según Juan Pablo II, Desclée de Brouwer, Bilbao 2006, pp. 42-43.
[22] JUAN PABLO II, Audiencia General, 16-I-80.
[23] JUAN PABLO II, Audiencia General, 16-I-80.
[24] Cfr. P.J. CORDES [et al.], Deus caritas est: Comentarios y texto de la Encíclica, EDICEP, Madrid 2006; R. PELLITERO (ed.), Vivir el amor: en torno a la encíclica Deus caritas est, Rialp, Madrid 2007.
[25] BENEDICTO XVI, Encíclica Deus Caritas Est, n. 4.
[26] BENEDICTO XVI, Encíclica Deus Caritas Est, n. 5.
[27] CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, n. 31.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
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