Incluimos la presentación que de la Exhortación Apostólica Postsinodal del Papa Francisco realizó en Génova el Cardenal Angelo Bagnasco el pasado 15 de abril
Con alegría presento y entrego a la Diócesis la Exhortación Apostólica del Santo Padre Francisco como conclusión del Sínodo sobre la familia que ha involucrado a las comunidades cristianas de todo el mundo. El título del Documento −Amoris lætitia− indica en seguida la amplitud del argumento así como el afán pastoral que se deriva. Efectivamente, desde siempre el Papa ha recordado que razonar sobre la realidad de la familia hoy, significa afrontar también el decisivo tema del amor humano, que halla en el núcleo familiar su forma humanamente más evidente, y en el sacramento del matrimonio su vértice de significado y de gracia. Agradecemos al Santo Padre este ulterior don que hace a la Iglesia y también a cada persona de buena voluntad.
El documento afronta, en nueve capítulos y 325 puntos, la realidad del amor en su belleza y en sus desafíos, la preparación al matrimonio, la realidad de los cónyuges que viven −con la gracia de Dios y su esfuerzo personal− la fidelidad del matrimonio. Pero también ofrece numerosos puntos e indicaciones para la pastoral familiar, el acompañamiento de las jóvenes parejas, el apoyo a la familia, la educación de los hijos, las situaciones de fragilidad y las heridas. Es pues una reflexión a todo campo. El texto requiere, por tanto, una lectura personal, atenta y completa, sin la cual se cae inevitablemente en interpretaciones apresuradas y distorsionadas.
Me parece que una afirmación del punto 300 revela el género literario del documento: “puede comprenderse que no debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa general de tipo canónica, aplicable a todos los casos. Sólo cabe un nuevo aliento a un responsable discernimiento personal y pastoral de los casos particulares”. El Papa, pues, relanza el aliento al discernimiento que se basa en algunos criterios de orden espiritual, moral y pastoral.
La Exhortación es como un gran fresco, donde encontramos tintes claros y netos −que son el mensaje de la Palabra de Dios y el magisterio de la Iglesia (cap. 1 y 3)− junto a colores difuminados que expresan una complejidad que requiere ser acompañada con particular discernimiento (cap. 2,6,8). En el fresco hallamos también una rica y feliz mezcla de tipo antropológico-existencial, que se refiere a la naturaleza y a la pedagogía del amor, a su innata fecundidad, a la educación de los hijos (cap. 4,5,7), para concluir con la espiritualidad conyugal y familiar (cap. 9). Este amplio cuadro está enmarcado en la gracia y la misericordia de Dios, que en Cristo desvela su rostro y su estilo, y que ilumina y da tono a toda consideración. Es evidente que no es posible recoger toda la riqueza del Documento, pero intentaré hacer una síntesis esencial y fiel. Dejo el capítulo primero −a la luz de la Palabra− porque será retomado en el capítulo tercer a la luz de Jesús.
Comienzo por tanto por el segundo capítulo sobre la lectura de la realidad. El Papa, tras haber afirmado que “el bien de la familia es decisivo para el futuro del mundo y de la Iglesia” (n. 31), con gran lucidez levanta acta de la situación: “hay que considerar el creciente peligro que representa un individualismo exasperado que desvirtúa los vínculos familiares y acaba por considerar a cada componente de la familia como una isla, haciendo que prevalezca, en ciertos casos, la idea de un sujeto que se construye según sus propios deseos asumidos con carácter absoluto” (n. 33); “se teme la soledad (…) pero al mismo tiempo crece el temor a ser capturados por una relación” (n. 34). Y en seguida añade que, a pesar de todo, “no podemos renunciar a proponer el matrimonio con el fin de no contradecir la sensibilidad actual, para estar a la moda” (n. 35). Procurando motivar la difundida renuncia a celebrar el matrimonio, el Papa −haciendo eco a los Padres sinodales− recuerda motivos de tipo económico, de estudio, de trabajo, de casa y otros, y denuncia “el descenso demográfico, debido a una mentalidad antinatalista y promovido por las políticas mundiales de salud reproductiva” (n. 42). Una palabra particularmente encendida y severa resuena por la miseria (cfr. n. 49) y por la situación inaceptable de los niños violados de muchos modos −del abuso sexual al trabajo de los menores−, a los niños de la calle, a los niños inmigrantes. Su voz se alza también a algunas derivas que parecen avanzar sin impedimentos como derechos de ciudadanía: “La eutanasia y el suicidio asistido son graves amenazas para las familias en todo el mundo” (n. 48). La lectura de la realidad es puntual y muy amplia, y no es posible darle aquí plena cuenta: entre otras cosas, afirma que “las uniones de hecho o entre personas del mismo sexo no pueden equipararse sin más al matrimonio” (n. 52), y añade que “avanza en muchos países una deconstrucción jurídica de la familia que tiende a adoptar formas basadas exclusivamente en el paradigma de la autonomía de la voluntad” (n. 53). Hablando luego de la dignidad de la mujer, recuerda “la práctica del vientre de alquiler o la instrumentalización y mercantilización del cuerpo femenino en la actual cultura mediática” (n. 54), mientras, a propósito de la ideología de género, que niega la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer. Esta presenta una sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia. (…) Una cosa es comprender la fragilidad humana o la complejidad de la vida, y otra cosa es aceptar ideologías que pretenden partir en dos los aspectos inseparables de la realidad” (n. 56). Ante estos desafíos, el Papa advierte que “nadie puede pensar que debilitar a la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio es algo que favorece a la sociedad. Ocurre lo contrario: perjudica la madurez de las personas, el cultivo de los valores comunitarios y el desarrollo ético de las ciudades y pueblos. Ya no se advierte con claridad que sólo la unión exclusiva e indisoluble entre un varón y una mujer cumple una función social plena, por ser un compromiso estable y hacer posible la fecundidad” (n. 52). Y luego recuerda que “el matrimonio va más allá de cualquier moda pasajera y persiste. Su esencia está arraigada en la naturaleza misma de la persona humana y de su carácter social” (n. 131).
Alzando la mirada a Cristo, en el capítulo tercero, el Santo Padre abre una especie de himno, lleno de asombro y gratitud, sobre la belleza del matrimonio y la familia: “es el misterio de la Navidad y el secreto de Nazaret, ¡lleno de aroma de familia!” (n. 65). E inspirándose en el Concilio Vaticano II, recuerda que “definió el matrimonio como comunidad de vida y amor (…). El verdadero amor entre marido y mujer implica la mutua entrega de sí, incluye e integra la dimensión sexual y la afectividad (…). Cristo el Señor sale al encuentro de los cónyuges cristianos en el sacramento del matrimonio, y se queda con ellos. (…) Él asume el amor humano, lo purifica, lo lleva a plenitud, y da a los esposos, con su Espíritu, la capacidad de vivirlo” (n. 67), para convertirse en “Iglesia doméstica”. Por eso, “la unión sexual, vivida de modo humano y santificada por el sacramento, es a su vez para los esposos camino de crecimiento en la vida de la gracia” (n. 74). La belleza de la familia es tan grande y profunda, arraigada en el corazón de la Trinidad Santa, que es espejo para la Iglesia que se concibe como “familia de familias” (n. 87).
El capítulo cuarto es un ejemplo de educación en el amor a partir del himno a la caridad del Apóstol Pablo. Considero que será paradigmático para la educación afectiva de los niños y jóvenes, así como una utilísima profundización y un vademécum para los esposos de cualquier edad. En 75 puntos (89-164) el Papa entra en la complicada realidad del amor en los diversos aspectos y estados de vida, desde el matrimonio a la virginidad, deteniéndose, entre otros, en un tema muy querido para él, el de la ternura: en la sociedad de consumo “todo existe para ser comprado, poseído y consumado: incluso las personas. La ternura, en cambio, es una manifestación de ese amor que se libera del deseo de la posesión egoísta” (n. 127). Y añade: “la experiencia estética del amor se expresa en esa mirada que contempla al otro como fin en sí mismo, aunque esté enfermo, viejo o privado de atractivos sensibles” (n. 128). Con gran concreción, el Papa pone en guardia también de una “idea celestial del amor terreno (que) olvida que lo mejor es lo que todavía no ha sido alcanzado, el vino madurado con el tiempo” (n. 135), recordando que el aspecto físico cambia pero la persona permanece.
El capítulo quinto está dedicado al amor fecundo, con aspectos emocionantes a la espera típica del embarazo, al “valor inmenso” (n. 170) del “embrión desde el instante en que es concebido” (n. 168). Defiende de modo neto el derecho de todo niño “de recibir el amor de una madre y de un padre, ambos necesarios para su madurez íntegra y armoniosa” (n. 172), y exalta el papel de las madres como “el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta. Son ellas quienes dan testimonio de la belleza de la vida” (n. 174).
El capítulo sexto afronta algunas perspectivas pastorales y se detiene de modo particular en la preparación al matrimonio, invitando a hablar a la vida concreta de los novios, de modo que puedan intuir que el mensaje evangélico no solo es hermoso en sí, sino que tiene que ver con su amor, sus expectativas, quizá miedos e incertidumbres. ¡Tiene que ver, ilumina y sostiene! En once puntos (205-2016), el Papa da indicaciones y sugerencias puntuales que serán de gran ayuda también para nuestra Diócesis en este importante servicio. También pone en evidencia un peligro nada raro para la vida de los esposos, el de tener expectativas demasiado altas respecto a la vida conyugal (cfr. n. 221), olvidando que “el amor es artesanal”, es decir, es obra humilde y paciente de todos los días. Para la pastoral de las familias recomienda −especialmente en los primeros años− “la presencia de parejas de esposos con experiencia” (n. 223) que puedan acompañar con discreción a las parejas más jóvenes; así como los grupos para “reunirse regularmente, para promover el crecimiento de la vida espiritual y la solidaridad en las exigencias concretas de la vida” (id.), y retiros personales y de pareja, y “espacios de espiritualidad compartida” (225). Otra llamada animante es la d utilizar con espíritu misionero toda ocasión para acercar y hablar a los esposos que ya no frecuentan o nunca han frecuentado la Iglesia: bautismos, bodas, primeras comuniones, funerales, bendición de las casas… (cfr. n. 230).
Con agudeza de análisis, el Papa indica las dificultades que fácilmente se presentan a la pareja, poniéndola en riesgo: lo hace con confianza, con la serenidad que viene de la fe en la gracia de Dios y en la buena voluntad de los corazones que se han elegido de por vida. En este capítulo se entra en las situaciones más delicadas: retomando la enseñanza constante dice que “hay que reconocer que hay casos donde la separación es inevitable” (n. 241), y que “un discernimiento particular es indispensable para acompañar pastoralmente a los separados, los divorciados, los abandonados” (n. 242), y recuerda que “hay que alentar a las personas divorciadas que no se han vuelto a casar (…) a encontrar en la Eucaristía el alimento que las sostenga en su estado (…), (y) a las personas divorciadas que viven en nueva unión, es importante hacerles sentir que son parte de la Iglesia, que «no están excomulgadas» y no son tratadas como tales” (n. 242, 243).
En este horizonte, el Papa, haciendo suyo un deseo de los Padres Sinodales, invita a considerar el eventual “reconocimiento de los casos de nulidad” a través de los Tribunales eclesiásticos o bien, en casos precisos, a través del mismo Obispo (cfr. n. 244). El Papa afirma que “el divorcio es un mal, y es muy preocupante el crecimiento del número de divorcios” (n. 246). Al afrontar estas situaciones particulares, usa tres verbos muy presentes en el texto: “discernir, acompañar e integrar”.
El capítulo séptimo se refiere a la educación de los hijos, incluida la educación sexual y en la fe. En 31 puntos (259-290) encontramos un programa de escuela para padres que será muy útil también para nuestra pastoral.
En el octavo capítulo hallamos la continuación del sexto, con el título “acompañar, discernir, integrar la fragilidad”. Comienza declarando que “toda ruptura del vínculo matrimonial va contra la voluntad de Dios” y que “la Iglesia debe acompañar con atención y cuidado a sus hijos más frágiles, marcados por el amor herido y extraviado” (n. 291). Tras recordar lo que es el matrimonio cristiano, confirma la praxis para quienes ciertas situaciones −como “el matrimonio solo civil o, salvadas las distancias, incluso de la mera convivencia”− puede ser vista como una ocasión de acompañamiento en la evolución hacia el sacramento del matrimonio”(cfr. n. 293).
Pero la mayor delicadeza se impone en los casos de los divorciados vueltos a casar. ¿Qué quiere decir poner en acto el necesario discernimiento, discernimiento que todo sacerdote está llamado a tener especialmente en el confesionario, y que está compuesto de ciencia y prudencia? ¿Ciencia que conoce los principios del obrar moral, y prudencia que es la capacidad de traducirlos en los casos concretos, sabiendo que no existen soluciones sencillas ni fáciles excepciones? Discernimiento, pues, que nunca puede separarse de las exigencias de la verdad y la caridad del evangelio, y de la enseñanza de la Iglesia. En este punto, el Papa cita a Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica Familiaris consortio (22-XI-1981), donde el Santo Pontífice habla de la “ley de la gradualidad” y precisa que “la ley de la gradualidad, o camino gradual, no puede identificarse con la gradualidad de la ley, como si hubiera varios grados y varias formas de precepto en la ley divina para hombres y situaciones diversas” (Familiaris consortio, 34). El Papa Francisco comenta diciendo que se trata de la “gradualidad en el ejercicio prudencial de los actos libres en sujetos que no están en condición de comprenderé, de apreciar o de practicar plenamente las exigencias objetivas de la ley” (n. 295).
Para intentar aclarar el criterio indicado, hay que remontarse a un principio general de la moral fundamental, que es la que se ocupa también de la formación de la conciencia y de su papel en el juicio de moralidad de los propios actos. El principio se formula así: no siempre la gravedad objetiva de una acción corresponde a la responsabilidad subjetiva de quien la hace. El Catecismo de la Iglesia Católica −confirmando la doctrina de siempre− y que el Santo Padre cita, así lo afirma: “La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales” (n. 302). Son las llamadas circunstancias atenuantes: “Por esta razón −continua la Exhortación−, un juicio negativo sobre una situación objetiva no implica (automáticamente) un juicio sobre la imputabilidad o la culpabilidad de la persona involucrada” (id). Este es el discernimiento que el Pastor está llamado desde siempre a hacer en el trato con las almas, y que el Papa recuerda y anima: “Los presbíteros tienen la tarea de acompañar a las personas interesadas en el camino del discernimiento de acuerdo a la enseñanza de la Iglesia y las orientaciones del Obispo” (n. 300). “La conversación con el sacerdote, en el fuero interno, contribuye a la formación de un juicio correcto sobre lo que obstaculiza la posibilidad de una participación más plena en la vida de la Iglesia (…). Dado que en la misma ley no hay gradualidad, este discernimiento no podrá jamás prescindir de las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia” (id). El Papa precisa, luego, la necesidad de algunas actitudes en el corazón de quien se encuentra en dificultad y quiere aclarar verdaderamente su situación: “humildad, reserva, amor a la Iglesia y a su enseñanza, en la búsqueda sincera de la voluntad de Dios y con el deseo de alcanzar una respuesta a ella más perfecta. Estas actitudes −continúa el Papa− son fundamentales para evitar el grave riesgo de mensajes equivocados, como la idea de que algún sacerdote puede conceder rápidamente «excepciones», o de que existen personas que pueden obtener privilegios sacramentales a cambio de favores. Cuando se encuentra una persona responsable y discreta, que no pretende poner sus deseos por encima del bien común de la Iglesia, con un pastor que sabe reconocer la seriedad del asunto que tiene entre manos, se evita el riesgo de que un determinado discernimiento lleve a pensar que la Iglesia sostiene una doble moral” (id).
El Santo Padre, anteriormente, también había animado a que los divorciados vueltos a casar sean “más integrados en la comunidad cristiana en las diversas formas posibles, evitando cualquier ocasión de escándalo” (n. 299); “obviamente −añade− si alguien ostenta un pecado objetivo como si fuese parte del ideal cristiano, o quiere imponer algo diferente a lo que enseña la Iglesia, no puede pretender dar catequesis o predicar, y en ese sentido hay algo que lo separa de la comunidad. (…) Pero aun para él puede haber alguna manera de participar en la vida de la comunidad, sea en tareas sociales, en reuniones de oración o de la manera que sugiera su propia iniciativa, junto con el discernimiento del pastor” (n. 297).
Finalmente, el último capítulo trata de la espiritualidad conyugal y familiar: es en este nivel cuando ocurre la síntesis del amor en la vida ordinaria de la pareja y de la familia. El Papa, por medio de algunos subtítulos muy significativos, describe el camino de la santidad dentro del amor sacramento. Hablando de la comunión sobrenatural, de la oración en familia, de la espiritualidad del amor exclusivo y libre, y de la espiritualidad del cuidado, del consuelo y del estímulo, el fresco se completa en la luz: es don pero no sin precio, viene del cielo pero se fragua cada día en la tierra fecunda de la vida de los cónyuges y de la familia. Verdaderamente, como leemos al inicio de la Exhortación, “la alegría del amor que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia” (n. 1).
Cardenal Angelo Bagnasco, Arzobispo de Génova
Fuente: avvenire.it.
Traducción de Luis Montoya.
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