La esperanza del hombre y la esperanza del mundo contemporáneo dependen de las muchas conversiones humanas, que son capaces de transformar no sólo la vida personal del hombre, sino la vida de los ambientes y de la sociedad entera
Incluimos el texto de la conferencia de D. Juan José Silvestre, Profesor de Teología litúrgica en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Consultor de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, y Consultor de la Congregación para el Culto Divino, el pasado día 20 de abril, durante las jornadas Diálogos de Teología 2016, en su edición número XVIII, organizadas por la Biblioteca sacerdotal Almudí y la Facultad de Teología de Valencia.
Este año, las conferencias previstas tendrán como telón de fondo el Jubileo de la Misericordia convocado por el Papa Francisco, con el lema: “Eucarístía y reconciliación en el Año Santo de la Misericordia”.
El 29 de octubre de 2015 dio comienzo en esta diócesis de Valencia el primer año Jubilar del Santo Cáliz, con el lema «Cáliz de la Misericordia», por coincidir con el Año de la Misericordia, convocado por el Papa Francisco y por ser el Santo Cáliz, según datos muy fiables de la Tradición, aquella sagrada copa de la sangre derramada por el perdón de los pecados. En la carta que escribió el señor arzobispo de Valencia, su eminencia el Cardenal Antonio Cañizares refiriéndose al misterio eucarístico decía: «en él se contienen el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre y haciéndonos partícipes de él».
Efectivamente, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). La Escritura Santa nos recuerda una y otra vez que Dios nos ama, también en nuestra caída y no nos abandona. «Et cum amicitiam tuam, non oboediens, amisisset, non eum dereliquisti in mortis imperio... Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busque...»[1], rezamos en la Plegaria eucarística cuarta.
En la Última Cena el Señor lleva su amor hasta el final, hasta el extremo: se desprende de las vestiduras de su gloria divina y se viste con ropa de esclavo. Baja hasta la extrema miseria de nuestra caída. Se arrodilla ante nosotros y desempeña el servicio del esclavo; lava nuestros pies sucios, para que podamos ser admitidos a la mesa de Dios, para hacernos dignos de participar en el banquete nupcial de Dios.
Como señalaba Benedicto XVI: «Dios desciende y se hace esclavo; nos lava los pies para que podamos sentarnos a su mesa. Así se revela todo el misterio de Jesucristo. Así resulta manifiesto lo que significa redención. El baño con que nos lava es su amor dispuesto a afrontar la muerte. Sólo el amor tiene la fuerza purificadora que nos limpia de nuestra impureza y nos eleva a la altura de Dios. El baño que nos purifica es Él mismo, que se entrega totalmente a nosotros, desde lo más profundo de su sufrimiento y de su muerte. Él es continuamente este amor que nos lava. En los sacramentos de la purificación −el Bautismo y la Penitencia− Él está continuamente arrodillado ante nuestros pies y nos presta el servicio de esclavo, el servicio de la purificación; nos hace capaces de Dios. Su amor es inagotable; llega realmente hasta el extremo»[2].
Este servicio supremo de lavarnos los pies tenía el sentido de hacer a los hombres capaces de sentarse a la mesa, de modo que pudiéramos estar juntos alrededor de ella. Jesucristo nos hace iguales ante Dios y nos hace capaces de compartir la mesa y la comunidad fraterna. En lugar de las purificaciones cultuales y externas, que purifican al hombre ritualmente, pero dejándolo tal como está, ahora se realiza un baño nuevo: Cristo nos purifica con su palabra y su amor, mediante el don de sí mismo. El evangelio del lavatorio de los pies nos invita a dejarnos lavar continuamente por esta agua pura, a dejarnos capacitar para participar en el banquete con Dios y con los hermanos.
El evangelio de Juan, cuando narra este gesto admirable de amor y servicio que es el lavatorio de los pies, verdadero acto profético simbólico de la hora de Jesús, habla de un baño y de un lavado: «El que se ha bañado, no necesita lavarse excepto los pies» (Jn 13, 10). La distinción entre ambos parece referirse, por una parte al bautismo, baño que nos purifica definitivamente y que no debe repetirse. Por él somos sumergidos en la muerte y resurrección de Cristo, cambiando así profundamente nuestra vida, dándonos así una nueva identidad que permanece si no la arrojamos como hizo Judas[3].
Pero para permanecer en esa nueva identidad, dada por el bautismo y que nos permite entrar en comunión con Jesús en el banquete, necesitamos también el «lavatorio de los pies». Necesitamos ser lavados de nuestros pecados cada día, por eso necesitamos la confesión de los pecados de la que habla san Juan en su carta (cf. 1Jn 1, 8–9). En la confesión el Señor nos lava sin cesar los pies sucios para poder así sentarnos a la mesa con Él.
Como recuerda Papa Francisco: «El sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación brota directamente del misterio pascual. En efecto, la misma tarde de la Pascua el Señor se aparece a los discípulos, encerrados en el cenáculo, y, tras dirigirles el saludo “Paz a vosotros”, sopló sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20, 21–23). Este pasaje nos descubre la dinámica más profunda contenida en este sacramento. Ante todo, el hecho de que el perdón de nuestros pecados no es algo que podamos darnos nosotros mismos. Yo no puedo decir: me perdono los pecados. El perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena de la purificación de misericordia y de gracia que brota incesantemente del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado»[4].
En este momento me parece necesario subrayar una afirmación que está en relación directa con lo que estamos diciendo respecto al Bautismo y la Penitencia. Es decir, «la Eucaristía no es por sí misma el sacramento de la reconciliación, sino que presupone ese sacramento; ella es el sacramento de los reconciliados, sacramento al cual invita el Señor a quienes han llegado a ser uno con Él; y estos, aunque ciertamente, siguen siendo pecadores y débiles, como le han tendido la mano han llegado a constituir su propia familia»[5].
Recuerdo este punto porque en determinados ambientes se difundió la idea de que la Eucaristía sería la continuación de las comidas de Jesús con los pecadores. Esta afirmación resulta seductora pues esto significaría que la Santa Misa es la mesa de los pecadores en la que se sienta Jesús; una convocatoria a la que son invitados todos, sin excepción. De ahí se seguiría una crítica a la praxis eucarística tal y como la celebra la Iglesia, es decir, se criticaría la exigencia de requisitos previos ligados a la confesión religiosa o al bautismo. Para esta corriente, la Eucaristía ha de estar abierta a todos, ha de ser la mesa en la que podemos encontrarnos con el Dios universal sin condiciones, sin límites y sin presupuestos confesionales[6].
Sin embargo los testimonios bíblicos contradicen esta idea: la Última Cena de Jesús no fue una de tantas comidas de las que Él mantuvo con publicanos y pecadores, sino que Él mismo la sometió al esquema rígido de la Pascua que supone que debe celebrarse en el ámbito de la comunidad familiar, y así Él la hizo con su nueva familia, con los Doce, con aquellos a los que había lavado los pies[7]. De ahí que desde el principio la celebración de la Eucaristía va precedida de cierta capacidad de discernimiento. Como señala san Pablo: «Así pues, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz, porque el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación» (1 Co 11, 27–29). Y la Didaché, uno de los testimonios más antiguos posteriores al Nuevo Testamento recoge, a comienzos del siglo II, esa tradición apostólica y hace decir al sacerdote antes de repartir el Cuerpo de Cristo: «¡Si alguno es santo, venga!; ¡El que no lo sea, que se convierta!»[8].
Al mismo tiempo la Eucaristía, como recuerda el Papa Francisco con la Tradición de la Iglesia, «si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles»[9].
Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda, hablando de los frutos de la comunión, que ésta nos separa del pecado[10], es decir, borra los pecados veniales[11] y preserva de futuros pecados mortales[12].
Así pues, la Eucaristía es el sacramento de quienes se han dejado reconciliar por el Señor, forman parte de su familia, y así se ponen en sus manos; por eso exige unas condiciones para participar en ella, presupone que ya se ha dado la incorporación al misterio de Jesús. No es el sacramento de la reconciliación, sino que es el sacramento de los reconciliados y al mismo tiempo es antídoto[13] pues «no puede unirnos a Cristo sin purificarnos de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados»[14]. Esta dialéctica, este doble punto de vista es el que nos presenta también la liturgia en sus oraciones.
Unas palabras admirablemente sencillas y pedagógicas de Papa Francisco nos permiten aproximarnos a lo que queremos decir: «En el sacramento del Bautismo se perdonan todos los pecados, el pecado original y todos los pecados personales, como también todas las penas del pecado. Con el Bautismo se abre la puerta a una efectiva novedad de vida que no está abrumada por el peso de un pasado negativo, sino que goza ya de la belleza y la bondad del reino de los cielos. Se trata de una intervención poderosa de la misericordia de Dios en nuestra vida, para salvarnos. Esta intervención salvífica no quita a nuestra naturaleza humana su debilidad −todos somos débiles y todos somos pecadores−; y no nos quita la responsabilidad de pedir perdón cada vez que nos equivocamos. No puedo bautizarme más de una vez, pero puedo confesarme y renovar así la gracia del Bautismo. Es como si hiciera un segundo Bautismo. El Señor Jesús es muy bueno y jamás se cansa de perdonarnos. Incluso cuando la puerta que nos abrió el Bautismo para entrar en la Iglesia se cierra un poco, a causa de nuestras debilidades y nuestros pecados, la Confesión la vuelve abrir, precisamente porque es como un segundo Bautismo que nos perdona todo y nos ilumina para seguir adelante con la luz del Señor. Sigamos adelante así, gozosos, porque la vida se debe vivir con la alegría de Jesucristo; y esto es una gracia del Señor»[15].
Una vez se nos ha abierto la puerta del amor de Dios por el bautismo, en primer lugar, y por la penitencia que «nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia»[16], podemos entonces introducirnos y llenarnos de la misericordia divina, identificarnos con el amor de Dios que se hace presente en la Santa Misa.
La Eucaristía nos introduce en este misterio del amor divino. Como recuerda la carta del cardenal Cañizares a la que nos referíamos hace un momento: «la Eucaristía es el misterio de la Última Cena en que se anticipa el Sacrificio de la Cruz, es la entrega de Jesús hasta el extremo que ahora se perenniza hasta el fin de los siglos. La Iglesia, porque es para todos este Misterio, −presencia real de Cristo, de su ofrenda, de su sacrificio, de su amor entregado por nosotros− quiere que todos los hombre participen de él y se alimenten de él, Amor de los amores, y así entren en su alegría, la alegría que los cristianos tenemos y nadie nos puede arrebatar. De aquí brota la alegría cristiana, la alegría del amor y del ser amados. El misterio eucarístico, que el Santo Cáliz presenta, alimenta en los creyentes de todas las partes la alegría profunda, que está íntimamente relacionada con el amor y la paz, y tiene su origen en la comunión con Dios, Dios −con nosotros− y los hermanos».
Se podría decir que «la Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza (Gen 1, 26) lo ha redimido del pecado –del pecado de Adán que sobre toda su descendencia recayó, y de los pecados personales de cada uno– y desea vivamente morar en el alma nuestra: el que me ama observará mi doctrina y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23)»[17]. Estas palabras de una homilía de san Josemaría Escrivá de Balaguer, fechada el Jueves Santo de 1960, reflejan su profunda compresión del misterio eucarístico como un derroche de amor de la Trinidad, que desea acercarse a los hombres. Cada uno de nosotros está llamado a ser morada de Dios. Este sueño puede hacerse realidad, si nos transformamos en Cristo, si vivimos su vida[18] y nos hacemos una cosa con Él. Esta identificación se realiza de modo singular gracias a la Eucaristía[19].
Como afirmaba Papa Francisco: «la celebración eucarística es mucho más que un simple banquete: es precisamente el memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la salvación. “Memorial” no significa sólo un recuerdo, un simple recuerdo, sino que quiere decir que cada vez que celebramos este sacramento participamos en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Eucaristía constituye la cumbre de la acción de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido por nosotros, vuelca, en efecto, sobre nosotros toda su misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos. Es por ello que comúnmente, cuando nos acercamos a este sacramento, decimos “recibir la Comunión”, “comulgar”: esto significa que en el poder del Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos conforma de modo único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ya ahora la plena comunión con el Padre que caracterizará el banquete celestial, donde con todos los santos tendremos la alegría de contemplar a Dios cara a cara»[20].
Así pues, la Santa Misa, una vez reconciliados con Dios por medio del sacramento de la misericordia[21], sigue llenándonos y haciéndonos participar del amor de la misericordia de Dios a la que nos une y con la que nos identifica. Como recordaba san Juan Pablo II: «la Eucaristía y la Penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí. La Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Co 5, 20). Así pues, si el cristiano tiene conciencia de un pecado grave está obligado a seguir el itinerario penitencial, mediante el sacramento de la Reconciliación para acercarse a la plena participación en el Sacrificio eucarístico»[22].
Necesitamos del baño del bautismo, del frecuente lavado de los pies de la confesión para poder participar del amor pleno de la Eucaristía y así, llenos de la misericordia y del amor de Dios, darnos a los demás.
Hasta el momento hemos tratado de dar algunas pinceladas acerca de la relación estrecha e íntima que existe entre la misericordia de Dios y la Eucaristía. Ahora querría, en el resto de mi exposición, señalar cómo esa relación toma forma en la celebración misma de la Santa Misa. Para hacerlo querría empezar con unas palabras del Santo Padre: «¡Aprender a vivir la Santa Misa! A esto nos ayuda, nos introduce, estar en adoración delante del Señor eucarístico en el sagrario y recibir el sacramento de la reconciliación»[23].
De estas palabras querría fijarme hoy en las últimas: recibir el sacramento de la reconciliación ayuda a celebrar bien la Santa Misa. En un primer momento, puede sorprender. Parte de la cultura actual tiende a borrar el sentido del pecado y favorece una actitud superficial que conduce a olvidar que es necesario estar en gracia de Dios para acercarse dignamente al abrazo de salvación que es la liturgia, y concretamente la Eucaristía[24].
En realidad, perder la conciencia de pecado comporta una cierta superficialidad en la forma de comprender el amor de Dios. Como afirmaba de modo gráfico san Agustín: «conozco la dignidad de tu virginidad, no te propongo como modelo al publicano que se acusaba humildemente de todos sus pecados, pero temo en ti al fariseo que se jactaba orgullosamente de sus méritos. No te digo sé como aquella mujer de quien se dijo: Se le han perdonado muchos pecados porque amó mucho; pero temo que ames poco porque juzgues que se te ha perdonado poco»[25].
En este sentido, la pérdida del sentido del pecado va unida por tanto a una pérdida de la imagen de Dios, del Dios vivo y verdadero, que desde la época de la Ilustración avanza sin cesar. El deísmo se ha impuesto prácticamente en la conciencia general. Sostiene que no es posible ya concebir a un Dios que se preocupa de los individuos y que actúa en el mundo. Dios pudo haber originado el estallido inicial del universo, si es que lo hubo, pero en nuestro mundo no le queda nada más que hacer[26]. No se acepta que Dios entre tan vivo dentro de mi vida. Él puede ser una idea espiritual, un complemento edificante de mi vida, pero es algo más bien indefinido en la esfera personal. Parece casi ridículo imaginar que nuestras acciones buenas o malas le interesen; tan pequeños somos ante la grandeza del universo. Además resulta mitológico atribuirle unas acciones en el mundo. Se admite que existan fenómenos sin aclarar, pero se buscan otras causas. Así, la superstición parece más fundamentada que la fe; los dioses −es decir los poderes inexplicados en el curso de nuestra vida, y con los que hay que acabar− son más creíbles que Dios[27].
Ahora bien, si Dios nada tiene que ver con nosotros, prescribe también la idea de pecado. De este modo, que un acto humano pueda ofender a Dios es ya inimaginable para muchos. No queda margen para la redención en el sentido clásico de la doctrina católica, porque apenas se le ocurre a nadie buscar la causa de los males del mundo y de la propia existencia en el pecado.
En un modo de pensar en el que el concepto de pecado y de redención en sentido clásico no encuentra lugar, tampoco puede haber espacio para un Hijo de Dios que venga al mundo a redimirnos del pecado y que muera en la cruz por esta causa. «Así se explica el cambio radical producido en la idea de culto y de liturgia, y que tras larga gestación se está imponiendo: su primer sujeto no es Dios ni Cristo, sino el nosotros de los celebrantes. Y tampoco puede tener como sentido primario la adoración, para la que no hay razón alguna en un esquema deísta. Ni cabe pensar en la expiación, en el sacrificio, en el perdón de los pecados. Lo que importa es que los celebrantes de la comunidad se reconozcan y confirmen entre sí y salgan del aislamiento en que sume al individuo la existencia moderna. Se trata de expresar las vivencias de la liberación, la alegría, la reconciliación, denunciar lo negativo y animar a la acción. Por eso, la comunidad tiene que hacer su propia liturgia y no recibirla de tradiciones ininteligibles; ella se representa y se celebra a sí misma»[28]. La lectura detenida de este diagnóstico puede ser un buen estímulo para un fecundo examen de conciencia sobre las celebraciones litúrgicas, sobre nuestro sentir litúrgico.
Y sin embargo el pecado existe. Tanto el pecado original, como nuestros propios pecados personales. Lo recordaba recientemente el Papa Francisco citando al profeta Joel: «”Volved a mí con todo el corazón” (2, 12). Si hay necesidad de volver es porque nos hemos alejado. Es el misterio del pecado: nos hemos alejado de Dios, de los demás, de nosotros mismos. No es difícil darse cuenta de ello: todos sabemos cuánto nos cuesta tener verdadera confianza en Dios, confiar en Él como Padre, sin miedo; cuán difícil es amar a los demás, sin llegar a pensar mal de ellos; cómo nos cuesta realizar nuestro bien verdadero, mientras que nos atraen y seducen muchas realidades materiales, que desaparecen y al final nos empobrecen»[29]. Y en otra ocasión señalaba: «Alguien podría decir: “¿Pero no somos ya todos sus hijos, por el hecho mismo de ser hombres?”. Ciertamente, porque Dios es Padre de cada persona que viene al mundo. Pero sin olvidar que nos hemos alejado de Él por el pecado original que nos separó de nuestro Padre: nuestra relación filial está profundamente herida. Por esto Dios mandó a su Hijo para rescatarnos con el precio de su sangre. Y si existe un rescate, es porque existe una esclavitud. Nosotros éramos hijos, pero nos hemos convertido en esclavos, siguiendo la voz del Maligno. Ningún otro nos rescata de esa esclavitud sustancial, sólo Jesús, que asumió nuestra carne de la Virgen María y murió en la cruz para liberarnos, liberarnos de la esclavitud del pecado y devolvernos la condición filial perdida»[30].
En este sentido resultan iluminantes unas palabras de Benedicto XVI: «Si nos preguntamos: ¿Por qué la cruz? La respuesta, en términos radicales, es esta: porque existe el mal, más aún, el pecado, que según las Escrituras es la causa profunda de todo mal. Pero esta afirmación no es algo que se puede dar por descontado, y muchos rechazan la misma palabra «pecado», pues supone una visión religiosa del mundo y del hombre. Y es verdad: si se elimina a Dios del horizonte del mundo, no se puede hablar de pecado. Al igual que cuando se oculta el sol desaparecen las sombras −la sombra sólo aparece cuando hay sol−, del mismo modo el eclipse de Dios conlleva necesariamente el eclipse del pecado. Por eso, el sentido del pecado −que no es lo mismo que el “sentido de culpa”, como lo entiende la psicología−, se alcanza redescubriendo el sentido de Dios»[31].
En este camino de acercamiento a Dios ayuda mucho recordar aquellos elementos que, dentro del rito de la santa Misa, expresan la conciencia del propio pecado y al mismo tiempo la misericordia de Dios. A este respecto, como punto de partida, podemos afirmar que «toda la celebración de la Eucaristía es un gran signo de la misericordia, de la bondad y la benevolencia, del amor y la clemencia, de la redención y la salvación actualizadas y significadas diversamente por todas las palabras y signos»[32]. Se podría decir, con la oración de Santo Tomás que recoge el Misal romano como Praeparatio ad Missam, que la celebración de la Eucaristía misma es don de misericordia, medicina y remedio de salvación[33]. Sin embargo algunos signos lo expresan más explícitamente por eso nos fijaremos únicamente en el acto penitencial de la Misa, en la presentación de las ofrendas y antes de la Comunión[34].
Esto no quiere decir que otros momentos de la celebración a los que no nos referiremos no tengan un fuerte contenido de misericordia. Por ejemplo la liturgia de la Palabra con su carácter de anuncio de la Palabra, que misericordiosamente Dios nos dirige, y con su fuerza sacramental de conversión, transformación y renovación de nuestra fe; o la Plegaria eucarística que si se reza con devoción y unción es toda ella un «signo de la inmensa misericordia del amor del Padre, ya que no sólo es anámnesis, epíclesis y doxología que actualiza y nos hace partícipes de la salvación realizada una vez para siempre en Cristo, pero presente dinámicamente en el hodie eucarístico para bien y salvación de los hombres»[35]. Únicamente no afrontamos su estudio por problemas de espacio.
En el camino hacia el Señor que se inicia acompañando la procesión de entrada y sintiéndonos ante su presencia después del saludo inicial, es fácil darse cuenta de la propia indignidad. «¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el lugar Santo?» (Sal 24 [23], 3). Y el mismo salmo nos responde: «El hombre de manos inocentes y puro corazón» (Sal 24 [23], 4).
Se hace necesario pedir a lo largo de la celebración que el mismo Dios nos transforme y acepte que participemos en esa actio Dei que configura la liturgia[36]. Cada vez que nos acercamos al Señor en la liturgia es como si escuchásemos de nuevo el mandato que el Señor dirige a Moisés desde la zarza ardiente: «No te acerques aquí; quítate las sandalias de los pies, porque el lugar que pisas es tierra sagrada» (Ex 3,5). El acto de quitarse las sandalias, hechas de piel de animal muerto, como comenta S. Agustín[37], simboliza la disposición interior que se exige a todos los que acceden a la presencia de Dios para adorarlo[38].
Entendemos que el espíritu de conversión continua sea una de las condiciones personales que hace posible la actuosa participatio de los fieles y del mismo sacerdote celebrante. «No se puede esperar una participación activa en la liturgia eucarística cuando se asiste superficialmente, sin antes examinar la propia vida»[39].
En este contexto se entiende el acto penitencial que es un acto constitutivo y esencial que pertenece a la celebración eucarística desde sus orígenes. De hecho, lo encontramos ya a finales del siglo I en el antiguo documento Didaché[40]. En este texto se trata de una confesión genérica de los pecados hecha por todos, sacerdote y pueblo fiel que se presenta como previa a la acción estrictamente eucarística (partir el pan y dar gracias), pero no se determina expresamente en qué momento de la celebración se coloca. En los libros más antiguos de la liturgia romana no encontramos rastros de una confesión general similar, a parte del sentido penitencial que tenía el Kyrie eleison[41] que, según san Gregorio Magno era rezado primero por el clero y después por los fieles[42]. También las apologías que el sacerdote rezaba durante la procesión de entrada, como se ven en el Sacramentario de Amiens y en el Ordo de Minden, tenían un marcado carácter penitencial. De todos modos no tenían un carácter comunitario. A lo largo del período medieval se irá desarrollando el acto penitencial que encontrará su estructura formal fija en el Misal Romano de 1570 aunque seguirá siendo recitado únicamente por el sacerdote celebrante y los ministros.
La estructura del acto penitencial actual reproduce exactamente la estructura de las principales liturgias penitenciales que el Pueblo de Dios vive antes del encuentro con su Señor[43] y que constan de cuatro elementos: invitatorio, silencio, confesión y bendición[44]. Estos mismos elementos constituyen ahora la secuencia ritual del acto penitencial.
El Misal, por medio de la monición introductoria, invita a sacerdote y fieles a recogerse en sí mismos: Fratres, agnoscamus peccata nostra, ut apti simus ad sacra mysteria celebranda; Hermanos, antes de celebrar los sagrados misterios reconozcamos nuestros pecados. Después de esta invitación se señala en la rúbrica que se hace una pausa de silencio. De este modo el Ordo Missae facilita que celebrante y fieles renueven su Bautismo, entren en sí mismos y se introduzcan por caminos de conversión (cfr. IGMR, n. 45). Es el momento de la conversio, de dirigir el alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios viviente, hacia la luz verdadera. El Espíritu Santo prepara a la asamblea suscitando en ella la fe en Dios que está presente y actúa −como hace en el saludo inicial− y fomentando la conversión del corazón, como hace ahora con el Rito penitencial[45]. Así pues, el recogimiento y el silencio antes y durante la celebración, ahora en este momento previo al acto penitencial, se sitúan en este contexto y facilitan que sea realidad la premisa: «Un corazón reconciliado con Dios permite la verdadera participación»[46].
Después de la invitación dirigida por el sacerdote a reconocer los propios pecados y del silencio que la sigue se entra en un tercer momento: sacerdote y fieles realizan el acto penitencial, que «se lleva a cabo por medio de la fórmula de la confesión general de toda la comunidad». Estas fórmulas de confesión general como el Confiteor, Yo confieso, tuvieron su origen en torno al siglo VIII en el ámbito monástico, y es posible que encuentren su inspiración en la carta del apóstol Santiago: «Así pues, confesaos unos a otros los pecados, y rezad unos por otros, para que seáis curados» (St 5, 16). A partir del siglo XII el Confiteor aparece en diversos manuscritos que recogen el Ordinario de la Misa[47].
Este acto penitencial busca facilitar que reconozcamos aquello que nos separa de Dios y descubramos el camino que hemos de recorrer para llegar a conformarnos a los sentimientos de Cristo, es decir, nos señala los medios para hacer posible aquel «estar con Dios» y a la vez nos «fuerza» a salir de nosotros mismos, nos mueve a rezar con y por los otros. Este momento al inicio de la celebración eucarística testimonia que cada vez que en la liturgia tenemos acceso a la santidad de Dios los fieles son llamados a vivir la experiencia del profeta Isaías en el templo de Jerusalén (Cf. Is 6, 1–8)[48].
El primer aspecto, descubrir aquello que nos impide estar con Dios, queda subrayado con las palabras: quia peccavi nimis cogitatione, verbo, opere et omissione; he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Se expresa aquí una verdadera y propia antropología litúrgica, porque todos los ámbitos de libertad, de inteligencia y de la actividad del hombre son agregados en la confesión de la culpa[49]. Es interesante notar que en la fórmula tradicional de la confesión general de la Misa no se hacía referencia a los pecados y faltas de omisión, pero han sido acogidos en el Confiteor fruto de la reforma conciliar. En un mundo en el asistimos a una cierta “globalización de la indiferencia”[50], como señala papa Francisco, la referencia a los pecados de omisión nos parece una innovación muy oportuna.
A su vez, en el acto penitencial, el lenguaje oral de penitencia y de petición de perdón es acompañado por el lenguaje del cuerpo. La afirmación de la propia culpa, mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa, se acompaña del gesto de golpearse el pecho, gesto de origen bíblico[51]. Como afirma san Agustín: «Y os habéis golpeado el pecho al oír el yo confieso. Ahora bien, ¿qué significa golpearse el pecho sino acusar lo que está metido en el pecho y castigar con ese golpe visible los invisibles pecados?»[52].
Así pues, «con el Mea culpa entramos, por decirlo así, dentro de nosotros mismos, ocupándonos de nuestros propios asuntos y, por ello, con derecho, podemos pedir perdón a Dios, a los santos y a los hermanos contra los que hemos pecado»[53]. Dios nuestro Señor, y toda la Iglesia, la del Cielo y la de la tierra, han sido ofendidos con nuestros pecados; por eso, en la liturgia, donde todos ellos están presentes, les pedimos perdón y acudimos a su intercesión. Este modo de proceder es de raigambre apostólica[54] y muestra una característica propia de la comunidad cristiana.
Junto al reconocimiento de lo que nos impide la unión con Dios también nos abrimos a los hermanos, y es el segundo aspecto: Confiteor Deo omnipotenti et vobis, fratres; Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros, hermanos. No estamos solos. Por la comunión de los santos ayudamos y nos sentimos ayudados y sostenidos los unos por los otros. Por eso ruego a santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros hermanos, que intercedáis por mí ante Dios, nuestro Señor. La Iglesia peregrinante de la tierra confiesa los pecados a Dios recurriendo a la intercesión de la Iglesia triunfante a la que se siente unida.
El Ordo Missae en este punto, en los inicios de la celebración litúrgica, permite materializar que «nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Ninguno se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno al otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte»[55].
Junto al Confiteor el Misal romano ofrece otras dos formas de realizar el acto penitencial. Por una parte la invocación penitencial tomada de la Escritura:
Miserere nostri, Domine. Quia peccavimus tibi.
Ostende nobis, Domine misericordiam tuam. Et salutare tuum da nobis
Señor, ten misericordia de nosotros. Porque hemos pecado contra ti
Muéstranos, Señor, tu misericordia. Y danos tu salvación
En este diálogo, brevísimo pero de gran densidad teológica, la primera invocación tiene como fuente el Salmo 50, 3.6 y Baruc 3,2[56], mientras la segunda proviene del salmo 84.8[57]. La expresión miserere (Ten piedad de nosotros) es muy frecuente en la Biblia y muestra como el hombre está por naturaleza inclinado al pecado aunque sea muy religioso. En la asamblea litúrgica junto a la fe fundamental se esconden miserias de pecado y mediocridad. Todos somos pecadores y tenemos que pedir a Dios perdón de ello, sacerdote y fieles recurren a la misericordia del Señor confesando que han pecado y por tanto pidiendo el perdón.
La tercera forma de acto penitencial es una petición de perdón dirigida a Cristo. Esto implica una entonación de mayor familiaridad con Cristo, Dios y hombre verdadero. Las expresiones que ofrece el Misal son de carácter bíblico[58] y sirven como modelo y ejemplo pues puede ser reformuladas con expresiones semejantes:
− Tú que has venido a sanar los corazones afligidos: Señor, ten piedad. Señor, ten piedad
− Tú que has venido a llamar a los pecadores: Cristo, ten piedad. Cristo, ten piedad
− Tú que estás sentado a la derecha del Padre para interceder por nosotros, Señor, ten piedad. Señor, ten piedad
Cada invocación Kyrie, Christe se amplía con una proposición de relativo, llamadas tropos[59] en el lenguaje musical, que da motivo para la petición confiada de perdón expresada con el verbo eleison (ten piedad). En las tres proposiciones se pone de relieve la mediación salvífica de Cristo.
Por último, concluido el acto penitencial o confesión general, y como sucediera en las grandes liturgias penitenciales del Antiguo Testamento, el celebrante pronuncia una absolución: Misereatur nostri omnipotens Deus et, dimissis peccatis nostris, perducat nos ad vitam aeternam; Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna. Esta fórmula, que dice el sacerdote después de la confesión general, la encontramos en el manuscrito del Archivo de Santa Maria Mayor del siglo XIII y también la hallamos, similar, en el Pontifical Romano Germánico del siglo X entre las oraciones que, en los ordines de la penitencia pública o privada, acompañan la confesión del penitente[60].
Estas palabras de súplica a Dios dirigidas por el sacerdote en las que pide de forma general el perdón de los pecados (dimissis peccatis nostris) manifiestan su función de mediador, que le corresponde en cuanto representa sacramentalmente a Cristo, que siempre intercede por nosotros ante el Padre. Al considerar ese papel de mediador, de intercesor del sacerdote podemos considerar unas palabras de Papa Francisco en las que recuerda a los sacerdotes la necesidad del don de las lágrimas: «¿De qué modo el sacerdote acompaña y hace crecer en el camino de la santidad? A través del sufrimiento pastoral, que es una forma de la misericordia. ¿Qué significa sufrimiento pastoral? Quiere decir sufrir por y con las personas. Y esto no es fácil. Sufrir como un padre y una madre sufren por los hijos; me permito decir, incluso con ansiedad... Para explicarme os hago algunas preguntas que me ayudan cuando un sacerdote viene a mí. Me ayudan también cuando estoy solo ante el Señor. Dime: ¿Tú lloras? ¿O hemos perdido las lágrimas? Recuerdo que en los Misales antiguos, los de otra época, hay una oración hermosa para pedir el don de las lágrimas. Comenzaba así la oración: «Señor, Tú que diste a Moisés el mandato de golpear la piedra para que brotase agua, golpea la piedra de mi corazón para que las lágrimas...»: era así, más o menos, la oración. Era hermosísima. Pero, ¿cuántos de nosotros lloramos ante el sufrimiento de un niño, ante la destrucción de una familia, ante tanta gente que no encuentra el camino?... El llanto del sacerdote... ¿Tú lloras? ¿O en este presbiterio hemos perdido las lágrimas? ¿Lloras por tu pueblo? Dime, ¿tú haces la oración de intercesión ante el sagrario? ¿Tú luchas con el Señor por tu pueblo, como luchó Abrahán: «¿Y si fuesen menos? ¿Y si son 25? ¿Y si son 20?...» (cf. Gn 18, 22–33). Esa oración valiente de intercesión... Nosotros hablamos de parresia, de valor apostólico, y pensamos en los proyectos pastorales, esto está bien, pero la parresia misma es necesaria también en la oración. ¿Luchas con el Señor? ¿Discutes con el Señor como hizo Moisés? Cuando el Señor estaba harto, cansado de su pueblo y le dijo: “Tú quédate tranquilo... destruiré a todos, y te haré jefe de otro pueblo”. “¡No, no! Si tú destruyes al pueblo, me destruyes también a mí”. ¡Éstos tenían los pantalones! Y hago una pregunta: ¿Tenemos nosotros los pantalones para luchar con Dios por nuestro pueblo?»[61].
Volviendo a la oración, con su verbo en subjuntivo, expresa un deseo o promesa, de modo que la fórmula se presenta como súplica dirigida a Dios y como declaración de una acción realizada[62]. En este contexto, el Misal recuerda expresamente que esta absolución carece de la eficacia propia del sacramento de la Penitencia[63].
Un último detalle de esta fórmula de absolución es el uso de la primera persona del plural (nosotros... nuestros pecados... nos lleve) que manifiesta que el sacerdote, que se había unido a la asamblea en la confesión general, también ahora se siente necesitado del valor propiciatorio de la Eucaristía y busca disponerse a la participación fructuosa de la Santa Misa a través de un adecuado espíritu de penitencia. El sacerdote intercede ante el Padre pero es también miembro del Pueblo de Dios. Como cualquier fiel que participa de la celebración, el celebrante, se reconoce pecador, necesitado de disponerse fructuosamente a la celebración confesando ser pecador e invocando la purificación que proviene de Dios. Como recordaba san Agustín: «Yo, hermanos, por haberlo Dios querido así, ciertamente soy sacerdote suyo, pero soy pecador, y con vosotros me golpeo el pecho y con vosotros pido perdón»[64]. Así pues, toda la Iglesia «es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación»[65].
Para resumir esta parte de la celebración «diría que son importantes tres cosas: el sujeto de la confesión es el yo −yo no confieso los pecados de los demás, sino los míos−. Pero, en segundo lugar, yo confieso mis pecados en comunión con los demás, ante ellos y ante Dios. Y finalmente pido a Dios el perdón, pues solo Él puede otorgármelo. Pero ruego a los hermanos y a las hermanas que recen por mí, es decir, busco en el perdón de Dios también la reconciliación con los hermanos y hermanas»[66].
El rito penitencial se cierra con las invocaciones: Kyrie, eleison y Christe, eleison; Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad, que constituyen un canto con el que los fieles aclaman al Señor y piden su misericordia[67]. Es una de las pocas aclamaciones que se conservaron en griego en las liturgias de las diversas lenguas: latina, siria, copta y también en las traducciones en lengua moderna. Tiene por tanto un doble valor: alabanza y súplica penitencial[68]. La invocación Kyrie nos encamina a la alabanza, al apelativo triunfal dado a Cristo resucitado[69] como se ve en el Nuevo Testamento en el sentido de la carta a los Filipenses («Toda lengua confiese Jesucristo es el Señor (Kyrios) para gloria de Dios Padre», Fil 2,11). El segundo término eleison es invocación de perdón y de misericordia, de aquella misericordia de Dios que abraza toda la historia de la salvación. En la respuesta litánica predominaba la intención suplicante, como el grito de los dos ciegos de Jericó y en los salmos. En su expresión aislada prevalece el sentido de aclamación que tenían en la mente los primeros cristianos cuando comenzaron a dar a Cristo este título otorgado al emperador divinizado[70].
En la Biblia[71] aparece como una de las actitudes de fe más centrales: pedir a Dios su misericordia, porque por nuestra parte sólo podemos ofrecer debilidad y miseria. Es la súplica de tantos enfermos en el Evangelio: una profesión de fe en la potencia de Cristo y en su cercanía misericordiosa[72].
«Cada una de estas aclamaciones se repite, normalmente, dos veces, pero también cabe un mayor número de veces, según el genio de cada lengua o las exigencias del arte musical o de las circunstancias»[73]. Como recuerda el Misal romano, «siendo un canto con el que los fieles aclaman al Señor y piden su misericordia, regularmente habrán de hacerlo todos, es decir, tomarán parte en él, el pueblo y la schola o un cantor»[74].
Podemos concluir este epígrafe recordando con san Josemaría: «El Confiteor nos pone por delante nuestra indignidad; no el recuerdo abstracto de la culpa, sino la presencia, tan concreta, de nuestros pecados y de nuestras faltas. Por eso repetimos: Kyrie eleison, Christe eleison, Señor ten piedad de nosotros; Cristo, ten piedad de nosotros. Si el perdón que necesitamos estuviera en relación con nuestros méritos, en este momento brotaría en el alma una tristeza amarga. Pero por bondad divina, el perdón nos viene de la misericordia de Dios, al que ya ensalzamos –Gloria!–, porque Tú solo eres santo, Tú solo Señor, Tú solo altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre»[75].
Un segundo momento en el que se expresa la conciencia del propio pecado y al mismo tiempo se palpa la misericordia de Dios lo encontramos en el rito de la presentación de las ofrendas.
«En la Iglesia antigua existía la costumbre de que el Obispo o el sacerdote después de la homilía exhortara a los creyentes exclamando: “Conversi ad Dominum” –volveos ahora hacia el Señor–. Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el Este, en la dirección por donde sale el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios viviente, hacia la luz verdadera»[76].
Una vez acabada la liturgia de la Palabra entramos en la liturgia Eucarística. Como sabemos bien, ambas −liturgia de la Palabra y de la Eucaristía− «están estrechamente unidas entre sí y forman un único acto de culto»[77]. De ahí que la oblatio donorum o presentación de las ofrendas, primer gesto que el sacerdote realiza en la Liturgia eucarística representando a Cristo Señor[78] no es solo como un «intervalo» entre esta y la liturgia de la Palabra, sino que constituye un punto de unión entre estas dos partes interrelacionadas para formar, sin confundirse, un único rito. De hecho, la Palabra de Dios, que la Iglesia lee y proclama en la liturgia, lleva a la Eucaristía.
La liturgia de la Palabra es un verdadero discurso que espera y exige una respuesta. Posee un carácter de proclamación y de diálogo: Dios que habla a su pueblo y este que responde y hace suya esta palabra divina por medio del silencio, del canto. La asamblea se adhiere a ella profesando su fe en la professio fidei, y llena de confianza acude con sus peticiones al Señor[79]. Como consecuencia, el dirigirse recíproco del que proclama hacia el que escucha y viceversa, implica que sea razonable que se sitúen uno frente al otro[80]. De ahí que, en la liturgia de la Palabra, el ambón sea el lugar hacia el que se vuelve espontáneamente la atención de los fieles y el Evangeliario, y el Evangelio que contiene, el centro de nuestras miradas, ya que, es realmente Cristo presente quien nos habla.
Sin embargo, cuando el sacerdote deja el ambón o la sede después de la oración universal, para situarse en el altar −centro de toda la liturgia eucarística[81]− nos preparamos de un modo más inmediato para la oración común que sacerdote y pueblo dirigen al Padre, por Cristo en el Espíritu Santo[82]. En esta parte de la celebración, el sacerdote únicamente habla al pueblo desde el altar en los diálogos que abren la Plegaria eucarística, pues la acción sacrificial que tiene lugar en la liturgia eucarística no se dirige principalmente a la comunidad[83]. De hecho, la orientación espiritual e interior de todos, del sacerdote −como representante de la Iglesia entera− y de los fieles, es versus Deum per Iesum Christum, hacia Dios por Jesucristo. Ahora entendemos un poco mejor la exclamación de la Iglesia antigua con la que empezábamos este epígrafe: “Conversi ad Dominum”, volveos ahora hacia el Señor. En la liturgia eucarística «sacerdote y pueblo ciertamente no rezan el uno hacia el otro, sino hacia el único Señor»[84].
Así pues, la liturgia eucarística, con su carga de presentación y oferta de la creación y de sí mismos a Dios, empezando con esta llamada a mirar al Señor nos recordaba que «siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestros pensamientos y obras. Siempre tenemos que dirigirnos a Él. Siempre hemos de ser convertidos, dirigir toda la vida a Dios»[85].
Este camino de conversión, que necesita ser más intenso e inmediato en este momento previo a la plegaria eucarística, debería ser orientado en primer lugar por la cruz. En la imagen de la cruz se expresa a la vez el memorial de la Pasión, la fe en la Resurrección y la esperanza de la parusía. Por todo ello «allí donde la orientación de unos y otros hacia el Este no es posible, la cruz puede servir como el oriente interior de la fe. La cruz debería estar en el centro del altar y ser el punto de referencia común del sacerdote y la comunidad que ora»[86].
La posición de la cruz en el centro del altar, como sucede en las celebraciones pontificias, en aquellas que tienen lugar en la santa catedral de Valencia y en tantos otros lugares, indica la centralidad del crucifijo en la celebración eucarística y la orientación exacta que toda la asamblea está llamada a tener durante la liturgia eucarística: no nos miramos unos a otros sino que se mira a Aquel que ha nacido, muerto y resucitado por nosotros, el Salvador. Es a Él, de quien toda salvación proviene, el sol que surge, a quien todos hemos de dirigir nuestra mirada, de quien hemos de recibir el don de la gracia[87].
En definitiva se trata de mirar a la Cruz, como afirmaba Papa Francisco hace pocas semanas: «Nos puede parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil incluso olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvarnos; y nosotros estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos encaminarnos por este camino deteniéndonos durante estos días a mirar el Crucifijo, es la “Catedra de Dios”. Os invito en esta semana a mirar a menudo esta “Cátedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación, Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender al menos un poco de este misterio de su anonadamiento por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el misterio de esta semana»[88].
Benedicto XVI resumía todo lo que venimos diciendo en el Prefacio del volumen XI de sus Obras completas: «El resultado es claro: la idea de que sacerdote y pueblo deben mirarse recíprocamente durante la oración se formó solo en la época moderna y es totalmente extraña en el antiguo cristianismo. Sacerdote y pueblo no oran uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. Por eso miran durante la oración en la misma dirección: hacia el este, como símbolo cósmico del Señor que llega, o, cuando esto no era posible, hacia la imagen de Cristo en el ábside, hacia una cruz o simplemente hacia arriba, como hizo el Señor durante la oración sacerdotal en la noche antes de su pasión (Jn 17,1). Entre tanto, se impone afortunadamente cada vez más la sugerencia que hice al final de referido capítulo en mi libro: no hacer nuevas construcciones, sino colocar simplemente en medio del altar la cruz, hacia la que miran sacerdote y fieles a la vez, dejándose así conducir hacia el Señor, al que rezamos todos unidos»[89].
En un uso exagerado y mal interpretado de la celebración versus populum, recordaba el entonces cardenal Ratzinger, «se han quitado sistemáticamente las cruces del centro del altar, para no impedir que se vean el celebrante y el pueblo»[90]. Es este «uno de los fenómenos verdaderamente absurdos de los últimos decenios: colocar la cruz a un lado para ver al sacerdote»[91]. En realidad no solo «conviene no confundir la participación en la celebración con el simple hecho de participar en ella con los ojos»[92], sino que la cruz del altar no es un obstáculo para verse, sino el punto de referencia común. «Me atrevería a lanzar la tesis de que la cruz en el altar no solo no es un obstáculo, sino que es requisito de la celebración versus populum. De esta manera quedaría clara la diferencia entre liturgia de la palabra y canon. Mientras que la primera es predicación y, en consecuencia, atención directa, el segundo es adoración común, en el que hoy como ayer invocamos: Conversi ad Dominum, ¡volvámonos hacia el Señor, convirtámonos al Señor!»[93].
Junto a la centralidad de la cruz encontramos otros gestos y actitudes que, en la presentación de los dones, favorecen y estimulan los deseos de conversión y oblación de la propia persona al tiempo que pedimos experimentar la misericordia del Padre.
Esta fórmula: In spiritu humilitatis et in animo contrito suscipiamur a te, Domine; et sic fiat sacrificum nostrum in conspectu tuo hodie, ut placeat tibi, Domine Deus; Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro, se inspira en la oración que pronunciaron los tres jóvenes en el horno encendido, como relata el profeta Daniel (Dn 3, 39–40). Entra a formar parte de los libros litúrgicos de Francia en el siglo IX y aparece por primera vez en el sacramentario franco de Amiens, en el sector ofertorial[94]. En la liturgia romana lo encontramos ya en el Ordo de la Curia y de ahí pasa el Misal de san Pío V (1570) y en la actualidad se recoge en el Misal romano.
Antes de empezar el texto de la gran plegaria eucarística, que debe ser recitado fielmente y en el que las intenciones personales son más difícilmente expresables, encontramos esta oración que permite al celebrante poner de relieve sus sentimientos. Al mismo tiempo, por medio de la palabra bíblica que impregna toda esta oración, se expresa el sentido último de toda oblación exterior: el don del corazón acompañado por la disposición íntima del sacrificio personal[95].
El sacerdote, ejercitando su papel ministerial, pide a Dios que acepte el sacrificio que está por ser ofrecido. La petición es presentada con espíritu de humildad y con ánimo contrito. Es significativo que este mismo texto, con alguna pequeña variación, sea utilizado en la liturgia de las Horas como primera antífona de las I Vísperas del I Domingo de Cuaresma, tiempo de la misericordia por antonomasia[96].
Notamos que la articulación en plural parece indicar, una vez más, que el sacerdote celebrante la pronuncia en nombre suyo y del pueblo. No nos parece razón suficiente para calificarla de oración únicamente personal el que se pronuncie en secreto por el sacerdote, pues las mismas oraciones de presentación de los dones pueden ser pronunciadas en voz alta o secreto y en ningún momento se consideran como personales.
El silencio que se produce en este momento del rezo de la apología, y la posición −profundamente inclinado– del sacerdote[97], que manifiestan un claro ademán penitencial, facilitan a los que participan en la celebración que sean capaces de penetrar las cosas invisibles, y acentúan la idea de la necesidad de la penitencia y la humildad al encontrarnos ante Dios. Humildad y reverencia delante de los santos misterios: actitudes que revelan la sustancia misma de cualquier liturgia[98].
Acabada la oración que el sacerdote reza en silencio pueden ser incensadas las ofrendas, el altar y la cruz[99]. Por último, también está prevista la incensación del sacerdote (a un lado del altar), en razón de su ministerio sagrado, y de los fieles congregados, por su dignidad bautismal[100]. Toda la asamblea se reconoce como Iglesia, comunidad sacerdotal unida a Cristo, su Cabeza, representado sacramentalmente por el sacerdote; y como tal se adentra en la acción divina por excelencia, la Plegaria eucarística.
Se podría decir que el incienso que sube hacia lo alto muestra de modo plástico la dinámica ascensional en la que estamos a punto de introducirnos: por la actualización del sacrificio de la Cruz, del misterio pascual, el pan y el vino que acaban de ser presentados junto con el don de nosotros mismos, van a ser transformados en Cristo y ascender al Padre, gracias a las palabras de la consagración y la acción del Espíritu Santo. Saliendo de nosotros mismos y uniéndonos a la ofrenda de Cristo, nos hacemos uno con Él y con los hermanos, para gozar así de la unidad con el Padre. Una vez más, en este caso por medio de la presentación e incensación de los dones, aprendemos a adquirir los sentimientos de Cristo: filiación, fraternidad con nuestros hermanos los hombres, oración que los aúna y enmarca.
El lavabo en la Misa por parte del presbítero no presenta una tradición universal (en Italia y en España no lo encontramos prácticamente hasta el siglo XV, mientras que en Francia es introducido a partir de los Ordines que llegaron de Roma hacia el siglo IX[101], así aparece testimoniado en el Ordines Romani XV y V así como en el Ordo di Minden). En Roma presentará una función únicamente práctica[102]; pero es importante recordar que en el ámbito oriental desde el siglo IV encontramos testimonios de una clara valencia simbólica de este gesto[103].
Sirvan como ejemplo del carácter simbólico del gesto del lavabo unas palabras de san Cirilo de Jerusalén: «Ya habéis visto que el diácono daba el agua para las abluciones al sacerdote y a los otros presbíteros que rodean el altar de Dios. En modo alguno daba el agua debido a la suciedad corporal. No se trata de esto. Porque al entrar en la iglesia no teníamos en absoluto mancha corporal. Esta ablución es símbolo de que conviene que nos limpiemos de todos los pecados e iniquidades. Las manos son símbolo de nuestras acciones. Al lavarlas, ponemos de manifiesto explícitamente cuál debe ser la integridad y pureza de nuestras obras. ¿No has oído al bienaventurado David descubriéndonos este misterio y diciendo: Lavaré entre los inocentes mis manos y rodearé tu altar, Señor (Salmo 25, 6)? Lavarse las manos es signo de estar libre de pecado»[104].
En la actualidad, el lavabo es una acción puramente simbólica, como se deriva de la fórmula empleada, Lava me, Domine ab iniquitate mea, et a peccato meo munda me; Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado. En este sentido la Ordenación general del Misal Romano señala que el rito expresa el deseo de purificación interior[105].
Precisamente esa causa de carácter simbólico, y sin verdadera necesidad, lleva a plantearse en ocasiones la supresión de este rito. De todos modos, el gesto tiene un claro valor catequético y además constituye un renovado acto penitencial para el sacerdote que, en ese momento, se sitúa en vista de la acción eucarística y como preparación a la misma[106]. Al mismo tiempo, como recuerda algún autor[107], la fórmula que acompaña el gesto del lavado de las manos, ya está presente desde la antigüedad cristiana como uso solemne practicado antes de que el sacerdote se recoja en oración, como se testimonia en Tertuliano[108] y en la Tradición apostólica[109]. Además podemos concordar con Raffa[110] que, siguiendo a santo Tomás de Aquino, interpreta el rito como un renovado acto penitencial del sacerdote[111].
Un último momento en el que queremos subrayar cómo el rito de la Misa ayuda a reconocer la conciencia del propio pecado y permite vislumbrar la misericordia divina lo descubrimos en el rito de comunión del que subrayaremos únicamente algunos elementos que se colocan en el momento más inmediato a la Comunión eucarística.
Mientras tiene lugar la fracción del pan, «el coro o un cantor canta normalmente la súplica Cordero de Dios con la respuesta del pueblo; o lo dicen al menos en voz alta. Esta invocación acompaña a la fracción del pan y, por eso, puede repetirse cuantas veces sea necesario hasta que concluya el rito. La última vez se concluye con las palabras: danos la paz»[112]. Este canto, introducido según el Liber Pontificalis por el Papa Sergio I (687–701) acompañaba desde el inicio la fracción del pan y en la actualidad es uno de los establecidos en el Ordinario de la Misa, como el Gloria y el Credo, y por tanto no se puede cambiar por otro canto[113].
La fórmula del Cordero de Dios recuerda el texto con que Juan Bautista señaló a Cristo como cordero que quita el pecado del mundo (cf. Jn 1, 29), y también trae a la memoria los cantos del Apocalipsis, que nos sirven para ver en el rito de fracción un símbolo de la Pasión gloriosa del Señor, cordero que recibe la máxima glorificación al inmolarse por los pecados del mundo. De este modo la fracción del pan, acompañada por el canto del Cordero de Dios prepara a la Comunión eucarística, verdadera cena pascual donde se participa del cordero inmolado y ofrecido. Al mismo tiempo, las peticiones dirigidas al Cordero de Dios: miserere nobis; Ten piedad de nosotros y dona nobis pacem; Danos la paz se sitúan perfectamente en el contexto de los ritos preparatorios para la Comunión: purificación de los pecados y petición de la paz. Efectivamente como recuerda Raffa, la aclamación Agnus Dei, tiene un carácter penitencial. Cristo es la víctima de expiación por nuestros pecados (1Jn 2,2). Desde este punto de vista la aclamación es un ulterior rito de purificación preparatorio a la comunión[114].
El Misal romano da inicio a este epígrafe con una llamada a la oración. Así leemos en el Misal: «El sacerdote se prepara para recibir fructuosamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo con una oración en secreto. Los fieles hacen lo mismo orando en silencio»[115]. ¿Cuál es esta oración preparatoria a la comunión? El Misal presenta dos fórmulas a elegir, que el sacerdote dice en secreto y con las manos juntas[116]:
Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo,
que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo,
diste con tu muerte la vida al mundo,
líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre,
de todas mis culpas y de todo mal.
Concédeme cumplir siempre tus mandamientos
y jamás permitas que me separe de ti.
o:
Señor Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre
no sea para mí un motivo de juicio y condenación,
sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa de alma y cuerpo
y como remedio saludable.
Ambas oraciones forman parte de aquella serie de textos de oración individual propios del sacerdote que entraron en el desarrollo de la celebración de la Misa a partir del siglo VIII. La primera la encontramos en el sacramentario de Amiens del siglo IX. Esta oración aparecía muchas veces como la única recogida para la preparación del sacerdote, y de su popularidad dan fe las diversas variantes que existen[117].
En la primera fórmula, tras un preludio de alabanza (anamnesis celebrativa) Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, según el estilo de las bendiciones y de la acciones de gracias, en las que tiene lugar la conmemoración de las obras divinas, se pasa a la súplica (epíclesis) líbrame... concédeme... La conmemoración abraza toda la obra de la redención. El objeto de la demanda es cuádruple:
− el perdón de los pecados; aquí, en virtud del Cuerpo y Sangre de Cristo. También esta oración presenta por tanto un contenido de penitencia, de purificación, en vista de la comunión;
− la preservación de todos los males, también los físicos. Recuerda el embolismo del Padrenuestro y presenta también la teología tradicional sobre la eficacia de la comunión eucarística[118];
− la fidelidad a los mandamientos;
− la perseverancia, en el sentido de una comunión perpetua de vida y de voluntad con Cristo.
Vemos por tanto que es una rica oración, que valoriza la Eucaristía en orden a un panorama entero de beneficios que afectan a toda la existencia cristiana. La teología que recoge la oración presenta un marcado carácter trinitario y universal[119]. En esta oración se plasma todo el plan de salvación del mundo por Cristo, Aquel que nos ha salvado con el título de Hijo de Dios (Mt 16,16); también se hace referencia al diseño misericordioso de Dios Padre (Ef 1, 5–11) y a la muerte obediente del Hijo, así como a la acción del Espíritu Santo. Toda la oración enmarca la gran obra de regeneración del mundo (diste la vida) que se lleva a cabo por el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo. Animado por esta gran perspectiva se incluye una petición humilde del sacerdote que, en el momento cumbre de la celebración, como es lógico, pide la liberación de sus pecados, la fidelidad a los mandamientos y la gracia de la perseverancia final[120]. De la altura de todo el plan divino se desciende en la profundidad del hombre que reconocer la culpa y la necesidad de redención, descubre sobre todo que es pecador. Desde la profundidad de su pecado y ante la visión de la grandeza de Dios exclama: Ayúdame[121].
La segunda oración previa a la Comunión que puede rezar el sacerdote es también, como la anterior, de origen medieval. Se encuentra en el sacramentario de Fulda del siglo X[122] y recuerda otras de la liturgia bizantina[123]. En ella el sacerdote pide en primer lugar que, como consecuencia de la Comunión, no caiga en el juicio condenatorio de que habla san Pablo en su carta a los Corintios (cf. 1Co 11, 29) no sea para mí un motivo de juicio y condenación. En segundo lugar, recurriendo a la misericordia de Dios, implora que la Comunión sea defensa y medicina para el alma y el cuerpo, es decir, para toda la persona: por tu piedad, me aproveche para defensa de alma y cuerpo y como remedio saludable. Se podría decir en palabras gráficas de Schnitzler que nuestro tiempo necesita de este shock de responsabilidad. No se puede correr a la Comunión como si fuese un deporte litúrgico. Por eso la oración habla de tribunal y de eternidad[124].
Las dos oraciones se presentan en singular y son propias del sacerdote celebrante. Sin embargo pueden ayudar muy bien a la devoción silenciosa del pueblo, más aún porque en este instante está previsto un momento[125] de preparación personal de los fieles[126].
Unas palabras del cardenal Ratzinger resumen lo que estamos diciendo: «A la comunión le preceden dos oraciones muy bellas y profundas que ahora –para evitar silencios demasiado largos– son facultativas. Quizás más adelante se vuelva a tener tiempo de elegir ambas. Pero aun cuando ahora solo se rece una de las dos, el sacerdote debería hacerlo en un silencioso recogimiento, como una preparación personal para el Señor, silencio que conduce también, a todos los demás, al silencio ante la sagrada presencia, para que ir a comulgar no degenere en una mera exterioridad. Esto es tanto más necesario desde el momento en que, en el ordo actual el intercambio de la paz provoca, a menudo, cierta confusión en la comunidad, en la que puede sonar como algo brusco la invitación a mirar al Cordero de Dios. Si, en un instante de silencio, realmente todos dirigen los ojos del corazón hacia el Cordero, este tiempo puede convertirse en tiempo de bendito silencio»[127].
Concluida la oración preparatoria a la Comunión, el sacerdote hace una genuflexión pausada, «doblando la rodilla derecha hasta el suelo como signo de adoración»[128]; después toma el pan consagrado en esa misma Misa y, teniéndolo un poco elevado sobre la patena o sobre el cáliz, de cara al pueblo, dice las palabras que san Juan Bautista dirige al Señor: Ecce Agnus Dei, ecce qui tollit peccata mundi; Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29), recordándonos el sacrificio redentor de Cristo[129].
En este momento de la celebración podemos, siguiendo el consejo de Papa Francisco, considerar que «Jesús es llamado el Cordero: es el Cordero que quita el pecado del mundo. Uno puede pensar: ¿pero cómo, un cordero, tan débil, un corderito débil, cómo puede quitar tantos pecados, tantas maldades? Con el Amor, con su mansedumbre. Jesús no dejó nunca de ser cordero: manso, bueno, lleno de amor, cercano a los pequeños, cercano a los pobres. Estaba allí, entre la gente, curaba a todos, enseñaba, oraba. Tan débil Jesús, como un cordero. Pero tuvo la fuerza de cargar sobre sí todos nuestros pecados, todos. “Pero, padre, usted no conoce mi vida: yo tengo un pecado que..., no puedo cargarlo ni siquiera con un camión...”. Muchas veces, cuando miramos nuestra conciencia, encontramos en ella algunos que son grandes. Pero Él los carga. Él vino para esto: para perdonar, para traer la paz al mundo, pero antes al corazón. Tal vez cada uno de nosotros tiene un tormento en el corazón, tal vez tiene oscuridad en el corazón, tal vez se siente un poco triste por una culpa... Él vino a quitar todo esto, Él nos da la paz, Él perdona todo. “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado”: quita el pecado con la raíz y todo. Ésta es la salvación de Jesús, con su amor y con su mansedumbre. Y escuchando lo que dice Juan Bautista, quien da testimonio de Jesús como Salvador, debemos crecer en la confianza en Jesús»[130].
En las palabras del Bautista podemos reconocer dos alusiones veterotestamentarias: el canto del siervo de Dios de Isaías 53, 7 −donde se compara al siervo que sufre con un cordero llevado al matadero− y también las referencias al cordero pascual con lo que supone de liberación de la tiranía de Egipto y camino hacia la libertad de la promesa. A partir de la Pascua, el simbolismo del Cordero ha sido fundamental para entender a Cristo[131].
Al mismo tiempo esta invocación evoca también la visión del Cordero inmolado del Apocalipsis: «Entonces vi en medio del trono y de los cuatro seres vivos y en medio de los ancianos un Cordero erguido, como sacrificado...» (Ap 5, 6) a la que nos referíamos al comentar el canto del Cordero de Dios. Jesús es el verdadero cordero pascual que carga con los pecados de los hombres y con su expiación, entrega su vida en rescate por muchos, borrando los pecados del mundo[132].
La segunda parte de la oración: beati qui ad cenam Agni vocati sunt; dichosos los llamados a la Cena del Señor, está inspirada en Ap 19, 9: «Bienaventurados los llamados a la cena de las bodas del cordero». Y presenta de modo claro el sentido escatológico de la Comunión. Como afirma Benedicto XVI: «El banquete eucarístico es para nosotros anticipación real del banquete final, anunciado por los profetas (cf. Is 25,6–9) y descrito en el Nuevo Testamento como “las bodas del cordero” (Ap 19,7–9), que se ha de celebrar en la alegría de la comunión de los santos»[133]. En palabras del Catecismo de la Iglesia Católica referidas a la Comunión: «Cristo, que pasó de este mundo al Padre, nos da en la Eucaristía la prenda de la gloria que tendremos junto a Él: la participación en el Santo Sacrificio nos identifica con su Corazón, sostiene nuestras fuerzas a lo largo del peregrinar de esta vida, nos hace desear la Vida eterna y nos une ya desde ahora a la Iglesia del cielo, a la Santísima Virgen y a todos los santos»[134].
A continuación, sacerdote y fieles responden Domine, non sum dignus ut intres sub tectum meum: sed tantum dic verbo et sanabitur anima mea; Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Como señala el Misal, el sacerdote, juntamente con los fieles, usando las palabras evangélicas, hace un acto de humildad antes de comulgar[135]. Esta fórmula es muy adecuada pues «ante la grandeza de este sacramento, el fiel solo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión (Mt 8,8)»[136]. Manifiesta lo adecuadas que son estas palabras para este momento de la celebración el hecho de que aparecen recogidas ya en el Ordo de la corte papal de los primeros decenios del siglo XIII y se encontraban también en el Misal tridentino, aunque eran dichas únicamente por el sacerdote.
En la actualidad, el sacerdote dice la fórmula junto con todo el pueblo fiel, pero es interesante destacar que cada uno la reza en singular: Domine, non sum dignus; Señor, no soy digno... Si hasta ese momento de la celebración, casi todas las oraciones de la Misa se decían en plural; ahora, en cambio, cada uno singularmente se dirige a Jesús: Señor no soy digno. El cardenal Ratzinger lo explicaba del siguiente modo: «Lo que se nos entrega en la comunión no es un trozo de cuerpo, no es una cosa, sino Cristo mismo, el Resucitado, la persona que se nos comunica en su amor que ha pasado por la Cruz. Esto significa que comulgar es siempre una relación personal. No es un simple rito comunitario, que podemos despachar como cualquier otro asunto comunitario. En el acto de comulgar, soy yo quien me presento ante el Señor, que se me comunica a mí. Por esta razón, la comunión sacramental ha de ser siempre, al mismo tiempo, comunión espiritual. Por esta razón, antes de la comunión, la liturgia pasa del nosotros al yo. En esos momentos soy yo quien es llamado en causa. Soy yo quien es invitado a salir fuera de mí mismo, a ir a su encuentro, a llamarlo»[137].
Querría concluir con unas palabras de Papa Francisco y otras de san Juan Pablo II que nos permiten ver en toda su riqueza la celebración eucarística como acción de gracias y como misericordia y petición de perdón:
Papa Francisco señalaba como «el gesto de Jesús realizado en la Última Cena es la gran acción de gracias al Padre por su amor, por su misericordia. “Acción de gracias” en griego se dice “eucaristía”. Y por ello el sacramento se llama Eucaristía: es la suprema acción de gracias al Padre, que nos ha amado tanto que nos dio a su Hijo por amor. He aquí por qué el término Eucaristía resume todo ese gesto, que es gesto de Dios y del hombre juntamente, gesto de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre»[138].
Y san Juan Pablo II concretaba desde un punto de vista celebrativo en un 31 de diciembre: «En la liturgia eucarística podemos expresar a Dios, del modo más pleno, nuestra acción de gracias y pedir perdón. Efectivamente, tenemos en realidad de qué dar gracias, pero tenemos también de qué pedir perdón. Es por esto, que se convierten en contenido particularmente vivo de nuestra participación de hoy en la Santa Misa las palabras del prefacio: En verdad es justo y necesario, es nuestro deber... ¡darte gracias! A Ti, precisamente a Ti, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Darte gracias por toda la riqueza del misterio del nacimiento de Dios, en cuya luz está pasando el año viejo y nace el nuevo (...) Y juntamente con esta acción de gracias, se convierten en contenido particular de nuestra participación en la Santa Misa de hoy todas las palabras de propiciación, comenzando desde el Confíteor inicial, a través del Kyrie eleison, hasta el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y hasta nuestro Señor, no soy digno.... Pongamos en estas palabras todo lo que viven nuestras conciencias, lo que grava sobre ellas, lo que sólo Dios mismo puede juzgar y perdonar. Y no rehuyamos de estar aquí hoy ante Dios con conciencia de culpa, en la actitud del publicano del Evangelio. Adoptemos esta actitud. Es precisamente la que corresponde a la verdad interior del hombre. Ella trae la liberación. Ella, precisamente ella, se une con la esperanza. Sí. La esperanza del hombre y la esperanza del mundo contemporáneo, la perspectiva del futuro realmente “mejor”, más humano, dependen del Confíteor y del Kyrie eleison. Dependen de la conversión: de las muchas, muchas conversiones humanas, que son capaces de transformar no sólo la vida personal del hombre, sino la vida de los ambientes y de la sociedad entera: desde los ambientes más pequeños, hasta los cada vez más grandes, abarcando incluso a toda la familia humana»[139].
Juan José Silvestre
[1] Misal romano, Plegaria eucarística IV.
[2] Benedicto xvi, Homilía Misa in Cena Domini, 13.IV.2006.
[3] Cf. Benedicto xvi, Homilía Misa in Cena Domini, 20.III.2008.
[4] Francisco, Audiencia general, 19.II.2014.
[5] J. Ratzinger, La Eucaristía centro de la vida, EDICEP, Valencia 2005, 65.
[6] Cf. Ver a este respecto toda la doctrina que recuerda S. Juan Pablo ii, en el cap. IV de la enc. Ecclesia de Eucharistia: La Eucaristía y la comunión eclesial (nn. 34-46).
[7] J. Ratzinger, Obras completas, vol. XI. Teología de la liturgia, BAC, Madrid 2012, 272-273.
[8] Didaché, X, 6 en J. J. Calvo, Didaché; Doctrina Apostolorum; Epístola del Pseudo–Bernabé, Fuentes Patrísticas 3, Ciudad Nueva, Madrid 1992, 101. También Orígenes, en su comentario al Evangelio según san Mateo 10, 25 motiva la necesidad de la purificación del pecado como condición para acceder a la Eucaristía. Teodoro de Mopsuestia en su Homilía 16, 33-35.39 aunque testimonia la potencia purificadora de la Eucaristía indica con mayor precisión los criterios según los cuales se discierne la gravedad de los pecados. Hablará de pecados de la debilidad humana que no impiden acercarse a la comunión y otros pecados a los que denominará “grandes” que representan un obstáculo a la comunión eucarística y requieren de un camino penitencial bajo la guía experta que actúe según la disciplina y la sabiduría eclesiástica. Se puede afirmar, con el texto de IGMR, n. 51 que la fórmula de absolución del acto penitencial no tiene la eficacia del sacramento de la penitencia, pero con esta afirmación no se quiere decir que no tenga ninguna eficacia. Se puede leer a este respecto: G. Boselli, Il senso spirituale della liturgia, Ed. Qiqajon. Comunità di Bose, Magnano 2011, 50-55.
[9]Francisco, Exh. apost. post. Evangelii gaudium, n. 47. En nota se leen varios textos de los Padres de la Iglesia que se refieren a esta idea: (Cf. San Ambrosio, De Sacramentis,IV, 6, 28: PL16, 464: «Tengo que recibirle siempre, para que siempre perdone mis pecados. Si peco continuamente, he de tener siempre unremedio»;ibíd.,IV, 5, 24:PL16, 463: «El que comió el maná murió; el que coma de este cuerpo obtendrá el perdón de sus pecados»; San Cirilo de Alejandría,In Joh. Evang. IV, 2:PG73, 584-585: «Me he examinado y me he reconocido indigno. A los que así hablan les digo: ¿Y cuándo seréis dignos? ¿Cuándo os presentaréis entonces ante Cristo? Y si vuestros pecados os impiden acercaros y si nunca vais a dejar de caer −¿quién conoce sus delitos?, dice el salmo−, ¿os quedaréis sin participar de la santificación que vivifica para la eternidad?».
[10] «El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es "entregado por nosotros", y la Sangre que bebemos es "derramada por muchos para el perdón de los pecados". Por eso la Eucaristía no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados: “Cada vez que lo recibimos, anunciamos la muerte del Señor (cf.1 Co11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio” (San Ambrosio,De sacramentis4, 28)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1393).
[11] «Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortalece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales(cf Concilio de Trento: DS 1638). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos en Él: Porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestro propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y sepamos vivir crucificados para el mundo [...] y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios (San Fulgencio de Ruspe,Contra gesta Fabiani28, 17-19)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1394).
[12] «Por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nospreserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper con Él por el pecado mortal. La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1395).
[13] Como recuerda el Concilio de Trento: ... «et tamquam antidotum, quo liberemur a culpis quotidianis et a peccatis mortalibus praeservemur» (DS 1638).
[14] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1393.
[15] Francisco, Audiencia general, 13.XI.2013.
[16] Francisco, Bula Misericordiae vultus, 16.
[17] San Josemaría, Es Cristo que pasa. Edición crítico-histórica preparada por A. Aranda, Rialp, Madrid 2013, n. 84d.
[18] Cf. Gal 2, 20.
[19] Acerca del modo en que san Josemaría comprendía esta identificación a través de la Eucaristía, cf. A. García Ibáñez, “Eucaristía” en J. L. Illanes (coord.), Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Ed. Monte Carmelo, Burgos 2013, 463
[20] Francisco, Audiencia general, 5.II.2014.
[21] Una niña que había recibido recientemente la sagrada comunión preguntó a Benedicto XVI: ¿debo confesarme todas las veces que recibo la Comunión? ¿Incluso cuando he cometido los mismos pecados? Y el Romano Pontífice le respondía: «Diría dos cosas: la primera, naturalmente, es que no debes confesarte siempre antes de la Comunión, si no has cometido pecados tan graves que necesiten confesión. Por tanto, no es necesario confesarse antes de cada Comunión eucarística. Este es el primer punto. Sólo es necesario en el caso de que hayas cometido un pecado realmente grave, cuando hayas ofendido profundamente a Jesús, de modo que la amistad se haya roto y debas comenzar de nuevo. Sólo en este caso, cuando se está en pecado "mortal", es decir, grave, es necesario confesarse antes de la Comunión. Este es el primer punto. El segundo: aunque, como he dicho, no sea necesario confesarse antes de cada Comunión, es muy útil confesarse con cierta frecuencia. Es verdad que nuestros pecados son casi siempre los mismos, pero limpiamos nuestras casas, nuestras habitaciones, al menos una vez por semana, aunque la suciedad sea siempre la misma, para vivir en un lugar limpio, para recomenzar; de lo contrario, tal vez la suciedad no se vea, pero se acumula. Algo semejante vale también para el alma, para mí mismo; si no me confieso nunca, el alma se descuida y, al final, estoy siempre satisfecho de mí mismo y ya no comprendo que debo esforzarme también por ser mejor, que debo avanzar. Y esta limpieza del alma, que Jesús nos da en el sacramento de la Confesión, nos ayuda a tener una conciencia más despierta, más abierta, y así también a madurar espiritualmente y como persona humana. Resumiendo, dos cosas: sólo es necesario confesarse en caso de pecado grave, pero es muy útil confesarse regularmente para mantener la limpieza, la belleza del alma, y madurar poco a poco en la vida» (Benedicto xvi, Encuentro de catequesis y oración con los niños de Primera Comunión, 15.X.2005).
[22] S. Juan Pablo ii, enc. Ecclesia de Eucharistia, n. 37.
[23] Francisco, Mensaje al Congreso Eucarístico Nacional en Alemania, Vaticano 30.V.2013.
[24] «La liturgia es el lugar privilegiado para la escucha de la Palabra divina, que hace presentes los actos salvíficos del Señor, pero también es el ámbito en el cual se eleva la oración comunitaria que celebra el amor divino. Dios y el hombre se encuentran en un abrazo de salvación, que culmina precisamente en la acción litúrgica. Podríamos decir lo que es casi una definición de la liturgia: realiza un abrazo de salvación entre Dios y el hombre» (Benedicto xvi, Audiencia general, 5.X.2005).
[25] S. Agustín, De sancta Virginitate, XXXVII en Augustinus, Opera omnia 12, BAC 121, Madrid 1954.
[26] En esta misma línea son especialmente adecuadas unas palabras del Card. Ratzinger en un artículo escrito en conmemoración de la canonización de san Josemaría Escrivá de Balaguer: «“Mi Padre obra siempre” (Jn 5, 17). Son palabras pronunciadas por Jesús en el curso de una discusión con algunos especialistas de la religión que no querían reconocer que Dios puede trabajar en el día del sábado. Un debate todavía abierto y actual, en cierto modo, entre los hombres −también cristianos− de nuestro tiempo. Algunos piensan que Dios, después de la creación, se ha “retirado” y ya no muestra interés alguno por nuestros asuntos de cada día. Según este modo de pensar, Dios no podría intervenir en el tejido de nuestra vida cotidiana; sin embargo, las palabras de Jesucristo nos indican más bien lo contrario. Un hombre abierto a la presencia de Dios se da cuenta de que Dios obra siempre y de que también actúa hoy; por eso debemos dejarle entrar y facilitarle que obre en nosotros. Es así como nacen las cosas que abren el futuro y renuevan la humanidad. Todo esto nos ayuda a comprender por qué Josemaría Escrivá no se consideraba “fundador” de nada, y por qué se veía solamente como un hombre que quiere cumplir una voluntad de Dios, secundar esa acción, la obra −en efecto− de Dios. En este sentido, constituye para mí un mensaje de gran importancia el teocentrismo de Escrivá de Balaguer: está en coherencia con las palabras de Jesús esa confianza en que Dios no se ha retirado del mundo, porque está actuando constantemente; y en que a nosotros nos corresponde solamente ponernos a su disposición, estar disponibles, siendo capaces de responder a su llamada. Es un mensaje que ayuda también a superar lo que puede considerarse como la gran tentación de nuestro tiempo: la pretensión de pensar que después del big bang, Dios se ha retirado de la historia. La acción de Dios no “se ha parado” en el momento del big bang, sino que continúa en el curso del tiempo, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de los hombres» (Card. Ratzinger, “Dejar obrar a Dios” en L’Osservatore Romano, 6.X.2002).
[27] «Si en la liturgia no destacase la figura de Cristo, que es su principio y está realmente presente para hacerla válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora. ¡Qué lejos están de todo esto quienes, en nombre de la inculturación, caen en el sincretismo introduciendo en la celebración de la santa misa ritos tomados de otras religiones o particularismos culturales! (cf.Redemptionis Sacramentum, 79). El misterio eucarístico —escribía mi venerable predecesor el Papa Juan Pablo II— es un «don demasiado grande para soportar ambigüedades y reducciones», particularmente cuando, «privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno» (Ecclesia de Eucharistia, 10). En la base de varias de las motivaciones aducidas está una mentalidad incapaz de aceptar la posibilidad de una intervención divina real en este mundo en socorro del hombre. Este, sin embargo, «se encuentra hasta tal punto incapaz de vencer eficazmente por sí mismo los ataques del mal, que cada uno se siente como atado con cadenas» (Gaudium et spes,13). Quienes comparten la visión deísta consideran integrista la confesión de una intervención redentora de Dios para cambiar esta situación de alienación y de pecado, y se emite el mismo juicio a propósito de un signo sacramental que hace presente el sacrificio redentor. Más aceptable, a sus ojos, sería la celebración de un signo que correspondiera a un vago sentimiento de comunidad» (Benedicto xvi, Discurso a los Obispos de la Región Norte 2 de Brasil en visita “ad limina apostolorum”, 15.IV.2010).
[28] J. Ratzinger, Un canto nuevo para el Señor, Ed. Sígueme, Salamanca 1999, 44.
[29] Francisco, Homilía Miércoles de Ceniza, 10.II.2016.
[30] Francisco, Homilía I Vísperas, 31.XII.2014.
[31] Benedicto xvi, Ángelus, 13-III-2011.
[32] D. Borobio, “La misericordia en la liturgia”, Pastoral litúrgica 349 (2015) 45.
[33] Omnipotens sempiterne Deus, ecce accedo ad sacramentum Unigeniti Filii tui Domini nostri Iesu Christi, accedo tamquam infirmus ad medicum vitae, immundus ad fontem misericordiae, caecus ad lumen claritatis aeternae, pauper et egenus ad Dominum caeli et terrae. Rogo ergo immensae largitatis tuae abundantiam, quatenus meam curare digneris infirmitatem, lavare foeditatem, illuminare caecitatem, ditare paupertatem, vestire nuditatem... (Missale Romanum, editio typica tertia, reimpressio emendata, Typis vaticanis, Città del Vaticano 2008, p. 1280).
[34] En esta parte de la exposición tenemos en cuenta especialmente J. J. Silvestre, La Santa Misa, Ed. Rialp, Madrid 20162.
[35] D. Borobio, “La misericordia en la liturgia”, Pastoral litúrgica 349 (2015) 46.
[36] «Forma parte de la estructura de las cartas de san Pablo el hecho de que, siempre con referencia al lugar y a la situación particular, explican ante todo el misterio de Cristo, nos enseñan la fe. En una segunda parte sigue la aplicación a nuestra vida: ¿Qué consecuencias derivan de esta fe? ¿Cómo modela nuestra existencia cada día? En la carta a los Romanos, esta segunda parte comienza con el capítulo doce, en los primeros dos versículos del cual el Apóstol resume inmediatamente el núcleo esencial de la existencia cristiana. ¿Qué nos dice san Pablo a nosotros en ese pasaje? Ante todo afirma, como dato fundamental, que con Cristo ha comenzado un nuevo modo de venerar a Dios, un nuevo culto. Este culto consiste en que el hombre vivo se convierte él mismo en adoración, en “sacrificio” incluso en su propio cuerpo. Ya no ofrecemos a Dios cosas; es nuestra misma existencia la que debe transformarse en alabanza de Dios. Pero, ¿cómo se realiza esto? En el versículo segundo encontramos la respuesta: “No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestro modo de pensar, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios” (Rm 12, 2). Las dos palabras decisivas de este versículo son “transformar” y “renovar”. Debemos llegar a ser hombres nuevos, transformados en un modo nuevo de existencia. El mundo siempre anda buscando novedades, porque con razón nunca se siente satisfecho de la realidad concreta. San Pablo nos dice: el mundo no puede renovarse sin hombres nuevos. Solo si hay hombres nuevos habrá también un mundo nuevo, un mundo renovado y mejor. Lo primero es la renovación del hombre. Esto vale para cada persona. El mundo solo será nuevo si nosotros mismos llegamos a ser nuevos. Esto significa también que no basta adaptarse a la situación actual» (Benedicto xvi, Homilía I Vísperas de la Solemnidad de S. Pedro y S. Pablo, Clausura del Año paulino, 28-VI-2009).
[37] S. Agustín, Discurso 101, 7 en Obras completas de S. Agustín, BAC 10, Madrid 1983, 690–691.
[38] Cf. J. Ratzinger, Un canto nuevo para el Señor, 200–201; G. Boselli, Il senso spirituale della liturgia, 40.
[39] Benedicto xvi, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 55.
[40] Cf. Didaché, XIV, 1 en J. J. Calvo, Didaché; Doctrina Apostolorum; Epístola del Pseudo–Bernabé, Fuentes Patrísticas 3, Ciudad Nueva, Madrid 1992, 107.
[41] Cf. V. Raffa, Liturgia eucaristica. Mistagogia della Messa: dalla storia e dalla teologia alla pastorale pratica, BEL Subsidia 100, CLV-Edizioni Liturgiche, Roma 20032, 268.
[42] Ep. a Juan de Siracusa; PL 77, 956 BC.
[43] Cf. Esd 9,3–10,1; Ne 9, 1–37; Ba 1–2.
[44] Cf. E. Lipinski, La liturgie pénitentielle dans la Bible, Cerf, París 1969.
[45] Cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1098.
[46] Benedicto xvi, Ex. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 55.
[47] En los últimos decenios del siglo XI el Confiteor aparece en algunos manuscritos al inicio de la Misa en forma dialogada entre el sacerdote y el ministro o los ministros. Así se constata en el Micrologus de Bernoldo de Costanza y en el Ordinal de Montecassino y Benevento. Más adelante es tertimoniado por el Ordo officiorum ecclesiae Lateranensis y por el De missarum mysteriis del Cardenal Lotario. En el Ordinario de la Misa según el uso de la corte papal en tiempos de Onorio III, el Confiteor está previsto entre las oraciones que el sacerdote recita cuando se dirige al altar. Con el Misal de 1570 las fórmulas del acto penitencial se convierten en fijas, pero son recitadas únicamente por el sacerdote y los ministros. Cuando se extenderá el uso de la Misa dialogada, en el siglo XX, estas oraciones serán recitadas también por el pueblo fiel (Cf. A. Miralles, Teologia liturgica dei sacramenti, 3.1. La Messa, 189 en www.liturgiaetsacramenta.info).
[48] «El año de la muerte del rey Uzías vi a mi Señor sentado en un trono excelso y elevado. El vuelo de su manto llenaba el Templo. Unos serafines se mantenían por encima de Él. Cada uno tenía seis alas: con dos se cubrían el rostro, con dos se cubrían los pies, y con dos volaban. Clamaban entre sí diciendo: -¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos! ¡Llena está toda la tierra de su gloria! Retemblaron los soportes de los dinteles por el estruendo del clamor, mientras el Templo se llenaba de humo. Entonces me dije: -¡Ay de mí, estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, y mis ojos han visto al Rey, al Señor de los ejércitos! Entonces voló hacia mí uno de los serafines portando una brasa que había tomado del altar con unas tenazas, tocó mi boca y dijo: -Mira: esto ha tocado tus labios, tu culpa ha sido quitada, y tu pecado, perdonado. Entonces oí la voz del Señor, que decía: -¿A quién enviaré? ¿Quién irá de nuestra parte? Y respondí: -Aquí estoy. Envíame a mí» (Is 6, 1-8).
[49] Cf. los bellos ejemplos a estas actitudes y ámbitos de nuestra vida tomados de la Sagrada Escritura que presenta Th. Schnitzler, Il significato della Messa: storia e valori spirituali, Città nuova editrice, Roma 1986, 67-69.
[50]Cf. Francisco, Exh. apost. post. Evangelii gaudium, n. 54. Son muy gráficas las palabras del Papa Francisco en Lampedusa y hace pocos días en Lesbos: «“¿Dónde está tu hermano?”. ¿Quién es el responsable de esta sangre? En la literatura española hay una comedia de Lope de Vega que narra cómo los habitantes de la ciudad deFuente Ovejunamatan al Gobernador porque es un tirano, y lo hacen de tal manera que no se sepa quién ha realizado la ejecución. Y cuando el juez del rey pregunta: “¿Quién ha matado al Gobernador?”, todos responden: “Fuente Ovejuna, Señor”. ¡Todos y ninguno! También hoy esta pregunta se impone con fuerza: ¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos y hermanas? ¡Ninguno! Todos respondemos igual: no he sido yo, yo no tengo nada que ver, serán otros, ciertamente yo no. Pero Dios nos pregunta a cada uno de nosotros: “¿Dónde está la sangre de tu hermano cuyo grito llega hasta mí?”. Hoy nadie en el mundo se siente responsable de esto; hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna; hemos caído en la actitud hipócrita del sacerdote y del servidor del altar, de los que hablaba Jesús en la parábola del Buen Samaritano: vemos al hermano medio muerto al borde del camino, quizás pensamos “pobrecito”, y seguimos nuestro camino, no nos compete; y con eso nos quedamos tranquilos, nos sentimos en paz. La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia. En este mundo de la globalización hemos caído en la globalización de la indiferencia. ¡Nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, no tiene que ver con nosotros, no nos importa, no nos concierne!» (Francisco, Homilía en Lampedusa, 8.VII.2013); «Dios de misericordia y Padre de todos,despiértanos del sopor de la indiferencia,abre nuestros ojos a sus sufrimientosy líbranos de la insensibilidad, fruto del bienestar mundanoy del encerrarnos en nosotros mismos» (Francisco, Oración en memoria de las víctimas de las migraciones, Lesbos 16.IV.2016).
[51] Cf. Lc 18, 13.
[52] S. Agustín, Sermón 67, 1 en Obras completas de S. Agustín, BAC 10, Madrid 1983, 267.
[53] J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, Ed. Cristiandad, Madrid 2002, 232.
[54] St 5, 16: «Así pues, confesaos unos a otros los pecados, y rezad unos por otros, para que seáis curados. La oración fervorosa del justo puede mucho».
[55] Benedicto xvi, Carta enc. Spe Salvi, n. 48.
[56] Ego dixi: domine, miserere mei; sana animam meam, quia peccavi tibi (Sal 40,5) Audi, Domine, et miserere, quia Deus es misericors: et miserere nostri, quia peccavimus ante te (Bar 3,2 Vg).
[57] Ostende nobis, Domine, misericordiam tuam, et salutare tuum da nobis.
[58] Is 61, 1; Mt 9,13; Rm 8,34.
[59] «El Kyrie al principio lo cantaban los clégigos y lo repetía el pueblo. Luego fue complicándose la melodía y reservándose al coro. Desde Amalario (+804) se introdujeron tropos (frases intercaladas entre Kyrie y eleison); de ellos tomaron el nombre las misas gregorianas respectivas: Misa Lux et origo, Cum iubilo, Orbis factor, Fons bonitatis, etc. Las notas de los neumas de cada Kyrie o Christe eran ocupadas silábicamente por el tropo respectivo. Estos tropos sirvieron posteriormente de base para bellas armonizaciones polifónicas» (A. de Pedro, La Misa liturgia y espiritualidad, San Pablo, Santiago de Chile, 19982, 81).
[60] Misereatur tui omnipotens Deus et dimittat tibi omnia peccata tua. Liberet te ab omni malo, conservet te in omni bono. Et perducat nos pariter ad vitam aeternam. Ab omni malo nos custodiat dominus (C. Vogel – R. Elze [ed.], Le Pontifical romano-germanique du dixième siecle, II: Le texte II (NN. XCIX-CCLVIII), Biblioteca Apostolica Vaticana, Ciudad del Vaticano 1963, XCIX, n. 51.
[61] Francisco, Discurso al clero de la diócesis de Roma, 6.III.2014.
[62] Cf. A. Lameri, “Celebrare la misericordia di Dio nell’Ordo Missae”, Notitiae 51 (2015) 179.
[63] Cf. Misal romano, igmr, n. 51.
[64] S. Agustín, Sermón 135, 7 en Obras completas de S. Agustín, BAC 23, Madrid 1983, 203.
[65] Concilio Vaticano ii, Const. Dogm. Lumen gentium, n. 8.
[66] J. Ratzinger, «La culpa de la Iglesia. Presentación del Documento Memoria y reconciliación de la Comisión Teológica Internacional» en J. Ratzinger, Convocados en el camino de la fe, Ed. Cristiandad, Madrid 2004, 286.
[67] Cf. Misal romano, igmr, n. 52. Cf. V. Raffa, Liturgia eucaristica. Mistagogia della Messa: dalla storia e dalla teologia alla pastorale pratica, 280-289.
[68] El concilio de Vaison (529), primer testimonio de la presencia del Kyrie eleison en la Misa romana del Papa aunque sin especificar su colocación precisa en la celebración, dice que el Kyrie era ejecutado cum magno affectu et compunctione. San Gregorio Magno (+604) habla de deprecatio. Se deduce de estos antiquísimos testimonios que la aclamación constituía una invocación de la misericordia divina. De hecho la naturaleza de la fórmula era la de una petición de misericordia ya en la Escritura, en el mundo pagano y en su uso testimoniado en las procesiones expiatoria y reparadoras documentadas en la época de san Gregorio Magno. En el testimonio de san Gregorio y en el Ordo romanus I el Kyrie eleison puede ser considerado como un verdadero acto penitencial (V. Raffa, Liturgia eucaristica. Mistagogia della Messa: dalla storia e dalla teologia alla pastorale pratica, 287).
[69] «Desde un principio, las aclamaciones se dirigen a Cristo con el título paulino de Kyrios, el más frecuente de la antigüedad cristiana. A partir de la Edad Media, se atribuyó más y más al Kyrie un significado trinitario, dirigiéndose las tres primeras veces al Padre; los tres Christe, al Hijo, y los tres últimos Kyrie, al Espíritu Santo. Era reacción al arrianismo, que negaba la igualdad de las tres divinas personas. Pero esta asignación hoy no se mantiene; Kyrie y Christe se refieren a Cristo por su señorío de resucitado» (B. Velado, Vivamos la Santa Misa, BAC, Madrid 1986, 189. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 446-451).
[70] V. RAFFA, teniendo en cuenta el contexto litúrgico y su función histórica hace prevalecer el sentido penitencial de la fórmula Kyrie eleison sobre el aspecto laudativo y aclamativo. Aunque tiene en cuenta otros autores como Th. Schnitzler que subraya el aspecto laudativo asociando el Kyrie al Gloria in excelsis, así como Franquesa y De Clerck, sigue pensando que el aspecto penitencial responde mejor al origen bíblico y precristiano de la fórmula así como a su estructura gramatical. De hecho el verbo es quien habitualmente confiere entonación temática a la frase. En el caso que nos ocupa: eleison (ten misericordia). En nuestro contexto, sigue diciendo Raffa, no parece que estemos ante una ovación a un triunfador que llega después de la victoria, sino que más bien estamos ante una humilde súplica al gran Señor misericordioso (Cf. V. Raffa, Liturgia eucaristica. Mistagogia della Messa: dalla storia e dalla teologia alla pastorale pratica, 288-289).
[71] El Kyrie eleison aparece muchas veces en la versión griega de los Setenta por ejemplo: Sal 10,30; 40,5; 40,11; 55,2, etc.
[72] La aclamación Kyrie, eleison era conocida ya en el mundo pagano, como una petición de ayuda a la divinidad (cf. V. Raffa, Liturgia eucaristica. Mistagogia della Messa: dalla storia e dalla teologia alla pastorale pratica, 281). En ámbito bíblico, la versión de los LXX utiliza varias veces esta expresión de súplica dirigida a Dios: Sal 30 [29], 10; 41 [40], 5.11; 56 [55], 2, etc. «Con mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole “Señor”. Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de Él socorro y curación (cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 448).
[73] Misal romano, igmr, n. 52.
[74] Misal romano, igmr, n. 52.
[75] S. Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88e.
[76] Benedicto xvi, Homilía en la Vigilia pascual, 22-III-2008.
[77] Misal romano, igmr, n. 28; cf. Concilio Vaticano ii, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 56.
[78] Cf. Misal romano, igmr, n. 72–73.
[79] Ibidem, n. 55.
[80] Cf. J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, 102.
[81] Cf. Misal romano, igmr, n. 73.
[82] Cf. Misal romano, igmr, n. 78.
[83]Cf. Pregare ad Orientem versus, Notitiae 322 vol. 29 (1993) 249.
[84] Benedicto xvi, Prefacio en J. Ratzinger, Obras completas, vol. XI. Teología de la liturgia, XV.
[85] Benedicto xvi, Vigilia pascual, Homilía Sábado Santo 22-III-2008.
[86] J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, 105.
[87] «P. Farnés nos dice que los fieles no tendrían que mirar a la cruz (como yo, siguiendo una antiquísima tradición he propuesto), sino al sacerdote. Porque en la cruz está Cristo solo figurado, mientras que en el sacerdote está realmente presente porque el sacerdote representa a Cristo (pág. 72). Esta es una argumentación que se repite mucho últimamente, pero según mi convicción es precisamente lo contrario. Es verdad que en el momento culminante de la Plegaria Eucarística el sacerdote actúa in persona Christi, pero en la mayor parte de la Plegaria él habla y actúa con el pueblo y por el pueblo, como bien da a entender en seguida, por otra parte, una mirada a la forma del lenguaje de la Plegaria que habla del Nosotros al Tú: el Tú es el Dios Trino, y el Nosotros son nos servi tui sed et plebs tua sancta. Ambos juntos forman aquel Nosotros que se dirige al Padre por Cristo en el Espíritu Santo. La representación del sacerdote se realiza en el acto sacramental, en el que con respeto y estremecimiento se puede hablar y actuar en nombre de Cristo, pero no quiere decir que haya que mirar al sacerdote, como si él fuera en su figura física un icono de Cristo. Él debe intentar llegar a serlo por su vida, pero pertenece precisamente a ello que él, junto con los fieles, mire a Cristo para poder imitarlo. El traslado de la representación de Cristo a la forma física del sacerdote, que P. Farnés y otros nos ofrecen, lleva a la falsa divinización del sacerdote, de la que deberíamos liberarnos cuanto antes. No, cada vez me resulta más insoportable ver cómo la cruz se deja a un lado para que se pueda ver al sacerdote. El carácter esencial de la Iglesia como una procesión, como un caminar orante hacia el Señor, se oscurece así de una manera inadecuada» (J. Ratzinger, «Respuesta del cardenal Joseph Ratzinger a Pere Farnés», Phase 252 (2002) 511–512).
[88] Francisco, Homilía del Domingo de Ramos, 20.III.2016.
[89] Benedicto xvi, Prefacio en J. Ratzinger, Obras completas, vol. XI. Teología de la liturgia, XV. Se refiere ala solución planteada en J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, 96–106.
[90] J. Ratzinger, La fiesta de la fe, Bilbao 19992, 193.
[91] J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, 106.
[92]L. Bouyer, Architecture et liturgie, Éd. du Cerf, París 1967. Trad. española: Arquitectura y liturgia, Grafite Ediciones, Bilbao 2000, 41. La misma idea también: S. Schloeder, Architecture in Communion, Ignatius Press, San Francisco 1998. Trad. italiana: L’Architettura del Corpo Mistico. Progettare chiese secondo il Concilio Vaticano II, Edizioni L’Epos, Palermo 2005, 107–108.
[93] J. Ratzinger, La fiesta de la fe, 193–194.
[94] Cf. P. Tirot, «Histoire des prières d'offertoire dans la liturgie romaine du VIIe au XVIe siècle», Ephemerides Liturgicae 98 (1984) 169.
[95] Cf. E. Lodi, «Les prières privées du prêtre dans le déroulement de la messe romaine» en L’Eucharistie: célébrations, rites, piétés, BEL Subsidia 79, CLV–Edizioni Liturgiche, Roma 1995, 246.
[96] Cf. A. Lameri, “Celebrare la misericordia di Dio nell’Ordo Missae”, Notitiae 51 (2015) 187.
[97] Cf. Misal romano, igmr, n. 275.
[98] Cf. S. Juan Pablo ii, Mensaje a la Asamblea plenaria de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (21-IX-2001).
[99] «El sacerdote inciensa los dones con tres movimientos dobles de turíbulo, antes de incensar la cruz y el altar, o bien haciendo la señal de la cruz con el incensario sobre los dones» (Misal romano, igmr, n. 277).
[100] Cf. Misal romano, igmr, n. 75.
[101] Cf. P. Tirot, «Histoire des prières d'offertoire dans la liturgie romaine du VIIe au XVIe siècle», 174–177.
[102] En el ámbito romano no lo menciona el Micrologus pero sí lo hace el Ritual Beneventano de finales del siglo XI que lo coloca una vez que el sacerdote ha recibido las ofrendas. En la misma Roma, según el Ordo officiorum Ecclesiae Lateranensis del Cardenal Bernaldo, el obispo celebrante se lava las manos después de haber recibido las oblationes mientras el De missarum mysteriis de Inocencio III lo sitúa antes de que las reciba. El Missale Fraciscanum Regulae lo sitúa al inicio del sector ofertorial. El Ordinario de la Misa de Aimone de Faversham lo coloca después de la ofrenda de los dones y así se impuso y fue recibido en el Missale Romanum de 1474 que acogió el Misal de 1570 (Cf. A. Miralles, Teologia liturgica dei sacramenti, 3.1. La Messa, 303-304 en www.liturgiaetsacramenta.info).
[103] Una ablución simbólica en la liturgia de la Misa oriental es muy antigua. Aparece atestiguada ya en la catequesis mistagógica atribuida a san Cirilo de Jerusalén (+387) V, 2; ed. A. Piédagnel, sC 126, 146–148. Traducción española en Cuadernos Phase n. 123, CPL, Barcelona 2002, 25; y también en el Pseudodionisio (s. V–VI), Eccl. Hier. III, III, 10; PG 3, 437D–440AB.
[104] S. Cirilo de Jerusalén, Catequesis mistagógica V, 2 en Cuadernos Phase n. 123, CPL, Barcelona 2002, 25. La misma idea encontramos en homilía XV, primera homilía sobre la Eucaristía de Teodoro de Mopsuestia: «Entonces el pontífice se lava las manos, primero él y después todos aquellos que forman la asamblea sacerdotal por numerosos que sean. Esto no se hace a fin de tener limpias las manos −porque, si nuestra consciencia se mantiene alerta, todos deben hacer esto, los unos a causa de su ministerio, y los otros porque recibirán la oblación en las manos– sino porque los sacerdotes encargados de ofrecer el sacrificio para toda la comunidad nos recuerdan, de esta manera, que debemos presentarnos con una conciencia pura cuando se hace la oblación» (Cuadernos Phase n. 199, CPL, Barcelona 2011, 63).
[105] Misal romano, Igmr, n. 76: «A continuación, el sacerdote se lava las manos en el lado del altar. Con este rito se expresa el deseo de purificación interior».
[106] J. Aldazábal, Gestos y símbolos, CPL, Barcelona 20037, 322–327.
[107] Cf. E. Lodi, «Les prières privées du prêtre dans le déroulement de la messe romaine» en L’Eucharistie : célébrations, rites, piétés, 246.
[108] Cf. Tertuliano, De oratione XIII.1 en S. Vicecastillo (trad.), La oración, Ciudad Nueva, Fuentes Patrísticas 18, Madrid 2006.
[109]Cf. Tradition Apostolique, 41, sC 11 bis, Paris 1968, 125.
[110] Cf. V. Raffa, Liturgia eucaristica. Mistagogia della Messa: dalla storia e dalla teologia alla pastorale pratica, 427.
[111] «Secundo, propter significationem. Quia, ut Dionysius dicit, III cap. Eccles. Hier., extremitatum ablutio significat emundationem etiam a minimis peccatis, secundum illud Ioan. XIII, qui lotus est, non indiget nisi ut pedes lavet. Et talis emundatio requiritur ab eo qui accedit ad hoc sacramentum. Quod etiam significatur per confessionem quae fit ante introitum Missae» (S. THOMA, Summa theologiae, III,83,5).
[112] Misal romano, igmr, n. 83.
[113] Cf. Misal romano, igmr, n. 366.
[114] Cf. V. Raffa, Liturgia eucaristica. Mistagogia della Messa: dalla storia e dalla teologia alla pastorale pratica, 552.
[115] Misal romano, igmr, n. 84.
[116] Cf. Misal romano, igmr, n. 156.
[117] Cf. J. Jungmann, El sacrificio de la Misa: tratado histórico-litúrgico, Editorial Católica, Madrid 1951, nn. 493.
[118] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1393-1395.
[119] Cf. E. Lodi, «Les prières privées du prêtre dans le déroulement de la messe romaine» en L'Eucharistie: célébrations, rites, piétés, 249.
[120] «Dopo aver commemorato l‘opera della redenzione con struttura trinitaria, invoca la liberazione dai peccati e da ogni male in virtù del Corpo e del Sangue di Cristo; la fedeltà ai comandamenti e la perseveranza nella comunione di vita con Cristo. La preghiera ha quindi valore penitenziale, purificatorio, in vista della comunione» (A. Lameri, “Celebrare la misericordia di Dio nell’Ordo Missae”, Notitiae 51 (2015) 190).
[121] T. Schnitzler, Il significato della Messa: storia e valori spirituali, 199.
[122]Ed. G. Richter – A. Schönfelder, Fulda 1912, 4, nn. 24, 25.
[123] Cf. M. Righetti, Historia de la liturgia 2, BAC, Madrid 1955-1956, 465.
[124] Cf. T. Schnitzler, Il significato della Messa: storia e valori spirituali, 200.
[125] Misal romano, igmr, n. 84.
[126] Cf. V. Raffa, Liturgia eucaristica. Mistagogia della Messa: dalla storia e dalla teologia alla pastorale pratica, 563.
[127] J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, 239.
[128] Misal romano, igmr, n. 274.
[129] «Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la Redención de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14; cf. Jn 19, 36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: “Servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 608).
[130] Francisco, Homilía en la Santa Misa en la parroquia del Sagrado Corazón, Roma, 19.I.2014.
[131] Jn 19, 36; 1 Co 5, 7; 1P 1, 19; Ap 5, 6.
[132] Cf. J. Ratzinger, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Ed. Encuentro, Madrid 2011, 43-45.
[133]Benedicto xvi, Ex.apost. post. Sacramentum caritatis, n. 31.
[134] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1419.
[135] Cf. Misal romano, igmr, n. 84.
[136] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1386.
[137] J. Ratzinger, La Eucaristía centro de la vida, 89.
[138] Francisco, Audiencia general, 5.II.2014.
[139] S. Juan Pablo ii, Homilía en el Te Deum de acción de gracias celebrado en la iglesia del Gesù, Roma 31.XII.1980.
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