A mediados del siglo XX la Iglesia vivía acompañada de dos persistentes críticas
La primera era la vieja crítica liberal, que provenía de la Ilustración. La segunda era la crítica marxista, originada cincuenta años antes.
Hasta la época del Concilio, las dos líneas de crítica habían permanecido externas a la Iglesia, pero cuando la Iglesia quiso abrirse más al mundo para evangelizarlo, en cierto modo se interiorizaron y tuvieron un efecto importante en algunas derivas posconciliares.
La crítica liberal era una crítica ya muy cuajada, incesantemente repetida y centrada en los tópicos que fijó el anticlericalismo francés, desde Voltaire. Veían y querían ver en la Iglesia un resto del Antiguo Régimen, una institución “reaccionaria”, atrasada y oscurantista, antimoderna y antidemocrática, defensora de la superstición, opresora de las conciencias y opuesta al progreso de las ciencias y de las libertades. Y lo repetían sin cesar, generando el característico odio anticlerical de la izquierda radical, que también recogió después el marxismo. Ese anticlericalismo había tenido expresiones muy duras, persecuciones abiertas, cierre de instituciones católicas y expropiaciones masivas, durante todo el siglo XIX y se renovó en el primer tercio de siglo, con las leyes laicistas en Francia (1905), México (1924) y la República española (1931). A esto se añadía, la persecución religiosa abierta tras la revolución rusa (1917).
Después de la segunda guerra mundial, el clima general mejoró, pero en los países más avanzados de Europa −Suiza, Alemania, Países Bajos− la crítica persistía por parte de los sectores intelectuales más laicistas, desde medios científicos radicales y materialistas hasta medios liberales de carácter más o menos masónico. Repetían constantemente los mismos tópicos ya consagrados: el caso Galileo, las guerras de religión, la intolerancia de la Inquisición y la censura eclesiástica (el Índice), hasta troquelar en las conciencias una imagen que todavía dura.
Todo esto provocaba una incómoda sensación de enfrentamiento entre la cultura moderna y la fe cristiana. Y ponía a la Iglesia en cierto modo a la defensiva: a la defensiva política, donde podía parecer que se añoraban y reivindicaban los privilegios perdidos del Antiguo Régimen, y a la defensiva intelectual, donde podía parecer que el crecimiento de las ciencias y del saber generaban necesariamente el retroceso de la fe cristiana: el cristianismo sólo podía permanecer entre los ignorantes. Era la acusación clásica del oscurantismo.
Se sabía que la crítica era, en muchos casos, injusta. Pero generaba incomodidad y malestar. Y a los cristianos más sensibles culturalmente les hacía ver más claramente las insuficiencias propias, y mirarlas con impaciencia y, a veces, incomprensión: la pobreza intelectual de muchos estudios eclesiásticos, la escasa formación científica del clero, el sabor a rancio de algunos usos heredados que tenían poco que ver con el Evangelio: beneficios y canonjías, pompas eclesiásticas, barroquismos, manifestaciones grotescas de la piedad popular, privilegios de los poderes civiles o de la vieja nobleza, etcétera.
La Iglesia ha realizado en todas partes un inmenso trabajo cultural y contado siempre con mentes privilegiadas, y por eso dolía más la crítica despectiva de los que se tenían por representantes del progreso. Con el deseo de la renovación conciliar, creció la sensibilidad hacia los propios defectos para lograr una evangelización más eficaz y también para lograr una nueva dignidad cultural e intelectual, ser aceptables a las élites intelectuales occidentales y hacerse un sitio en la cultura moderna. Esto afectaba de manera particular a los episcopados más intelectuales: Holanda, Alemania y Suiza; y, en menor medida, Bélgica y Francia, que llevarán la voz cantante en el Concilio Vaticano II. Era legítimo, pero necesitaba un discernimiento.
Hay otro frente, que podemos llamar el frente oriental, porque nos recuerda geográficamente la situación de Rusia en el Oriente de Europa. En realidad no era un frente geográfico, sino mental, y los problemas no eran directamente con la inmensa Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas; era, en realidad, interno, en cada país. Es la presencia del comunismo. Berdiaev, pensador ruso huido a París tras la revolución rusa, vio con acierto que el comunismo era un tipo de herejía cristiana, una transformación de la esperanza: un intento de hacer paraíso en la tierra, de llegar a la sociedad perfecta por medios puramente humanos.
El comunismo es el más importante de los movimientos socialistas revolucionarios, aunque no hay que olvidar que el fascismo y el nazismo también fueron socialistas y revolucionarios. Se había difundido al final del siglo XIX como consecuencia de la masificación y maltrato que sufría la población trabajadora después de la revolución industrial. El crecimiento de un sector pobre, de trabajadores desarraigados de sus lugares de origen y de su cultura, y agrupados en los cinturones de las grandes ciudades industriales, había sido caldo de cultivo para todas las utopías socialistas desde mediados del siglo XIX. El marxismo fue una de ellas.
Consiguió hacerse más sitio porque tenía detrás una teoría general, simple pero aparentemente compacta, sobre la historia y la estructura de la sociedad. Captó a muchos intelectuales y encendió un misticismo revolucionario. Primero, llegó a sectores radicalizados; después, también a intelectuales que quisieron situarse en la vanguardia del porvenir; y, finalmente, supuso una gran tentación para los movimientos cristianos, que se sintieron interpelados por esa corriente que iba a cambiar la historia. Eso parecía.
El marxismo es, en su origen, una filosofía; o mejor, una ideología. Un intento de comprensión de la realidad histórica y social, recurriendo –hay que decirlo– a unas explicaciones bastante elementales sobre la formación de la sociedad y a una especie de vocación de utopía por un mundo mejor. Los principios de la economía marxista, de puro simples, no podían dar cuenta de la realidad, y resultaron incapaces de construirla cuando se quisieron llevar a la práctica, pero sus ideales sociales prendieron en los movimientos revolucionarios y consiguieron mover a un sector idealista, que logró triunfar en algunos países, sobre todo en Rusia. Allí, con todo el peso económico y político de una enorme sociedad, se convirtió en comunismo y se expandió por todo el mundo, por medios políticos y propagandísticos.
La verdad es que con la perspectiva que da el tiempo se puede juzgar lo trágicamente ridículo de casi todo: de la doctrina, de las expectativas, etcétera. Y las realizaciones llaman la atención por su mezcla de megalomanía e inhumanidad gris, aparte de una historia inagotable de tropelías. Pero no se le pueden negar dos cosas. La primera, que tuvo un enorme éxito político. La segunda, que tenía la aureola mística de ponerse de parte de los más desfavorecidos. Era la voz que hablaba en nombre de los pobres. O, por lo menos, eso parecía y querían que pareciera.
Lo sangrante del asunto era que, al mismo tiempo, el movimiento era férreamente dirigido por el aparato policial y propagandístico de personajes tan poco místicos como Stalin, con un régimen dictatorial y totalitario sin comparaciones en la historia, y con unas arbitrariedades de gobierno y depuraciones y atrocidades sin cuento. Increíbles paradojas. La realidad, como se suele repetir, supera a la ficción.
El caso es que la Iglesia se veía, por una parte, interpelada al ver unos sectores de población proletaria que, por haberse desarraigado de sus lugares de origen, habían perdido la fe, y a los que se llegaba mal. Y, por otra parte, sentía una especie de tentación, que fue creciendo a lo largo del siglo XX hasta la crisis del sistema. Los cristianos más sensibles socialmente se sentían admirados por el compromiso marxista (“estos sí que dan la vida por los pobres”). Hay que decir que esto también se debía a una constante propaganda que deformaba la situación y ocultaba sus aspectos siniestros, persiguiendo y denigrando ferozmente a todo disidente o crítico.
El hecho es que el ala marxista criticaba a la Iglesia como aliada de los ricos y cómplice del sistema burgués que quería hacer saltar. Y, al mismo tiempo, tentaba a los que tenían mayor conciencia social. Esto produjo un enorme y creciente impacto en la vida de la Iglesia a lo largo del siglo XX. Especialmente, en los sectores más comprometidos: las organizaciones laicales cristianas y algunas órdenes religiosas.
En los años sesenta, llegó a ser una epidemia que afectó a las bases cristianas de todo el mundo civilizado. Y tendría un largo epígono en algunos aspectos de la teología de la liberación, hasta que se resolvió con la caída del comunismo (1989) y el discernimiento que hizo la Congregación para la Doctrina de la fe, presidida entonces por Joseph Ratzinger.
En resumen, era una situación incómoda en los dos frentes, aunque sólo incomodaba a mentes sensibles. Y tenía esa doble dimensión: sensación de una actitud puramente defensiva, y sentimiento de las carencias de una evangelización. Había, ciertamente, una cuestión de honestidad intelectual y cristiana, si se quería evangelizar al mundo moderno. No era posible evangelizar sin escuchar, enmendar errores propios y reconocer lo bueno y lo justo de los demás.
Pero no es posible usar la palabra “mundo” sin enfrentarse con los profundos ecos que esa palabra despierta en el lenguaje cristiano. Porque, por una parte el “mundo” es la creación de Dios, donde trabajan honradamente los seres humanos; pero también representa, en el lenguaje de san Juan, todo lo que en los hombres hay de oposición a Dios. Las dos cosas no son en realidad separables, porque no existe lo puramente natural: por su origen todo proviene de Dios y está ordenado a Dios, y después del pecado, no hay nada naturalmente bueno e inocente si Dios no lo salva del pecado. Sólo salva Dios: no salva ni la inteligencia crítica ni la utopía.
Es verdad que había muchas cosas que arreglar en la Iglesia, y la crítica externa hacía ver lo que, a veces, no se quería ver. Pero había que discernir. Al mundo (ilustrado-masónico) le irritaban, con razón, el clericalismo, la pereza y la pomposidad eclesiástica, pero también le irritaban el amor de Dios y los diez mandamientos.
Por su parte, el mundo marxista acusaba a la Iglesia de preocuparse poco por los pobres. Y tenía razón, porque todo es poco, aunque ninguna institución humana se ha preocupado tanto por los pobres como la Iglesia en toda su historia. Y también había que discernir, porque la mística marxista tenía un punto de romanticismo idealista, pero estaba alentada por una descarada propaganda y dirigida por una inmensa maquinaria de poder, que sólo pretendía imponer una dictadura mundial, desde luego con la buena intención de que todo mejorase.
Querían crear un mundo ideal, un paraíso, donde, como en la Unión Soviética, la Iglesia no tendría ningún sitio. Además, estaban dispuestos a pasar por encima de cualquier cosa, porque, para ellos, el fin justificaba los medios. La historia se encargaría de mostrar, una vez más, que la cruda realidad no se deja cambiar por cualquier utopía, aunque quizá ninguna otra hizo en la historia tan violenta presión para cambiarla. Entretanto, muchos cristianos cambiaron de esperanza. Prefirieron la esperanza que les transmitía la propaganda marxista, que prometía el cielo en la tierra, a la esperanza que transmitía la Iglesia, que sólo prometía el cielo en el cielo, aunque también pedía compromiso con la tierra.
En su primera y famosa alocución a la Curia en diciembre del 2005, Benedicto XVI consideraba “Quienes esperaban que con este ‘sí’ fundamental a la edad moderna todas las tensiones desaparecerían y la ‘apertura al mundo’ así realizada lo transformaría todo en pura armonía, habían subestimado las tensiones interiores y también las contradicciones de la misma edad moderna; habían subestimado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que en todos los períodos de la historia y en toda situación histórica es una amenaza para el camino del hombre. […] El Concilio no podía tener la intención de abolir esta contradicción del Evangelio con respecto a los peligros y los errores del hombre. En cambio, no cabe duda de que quería eliminar contradicciones erróneas o superfluas, para presentar al mundo actual la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y pureza. […] Ahora, este diálogo se debe desarrollar con gran apertura mental, pero también con la claridad en el discernimiento de espíritus que el mundo, con razón, espera de nosotros precisamente en este momento. Así hoy podemos volver con gratitud nuestra mirada al concilio Vaticano II: si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia”.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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