Suele usarse la idea de esponsalidad para explicar el celibato de los sacerdotes y de los consagrados. Pero, ¿y el de los laicos que se entregan a Dios en el mundo, sin más consagración que la bautismal?
La teología aún tiene que traducir en razones esa realidad. El autor la explica según el criterio de la amistad. Como el apóstol Juan, amigo de Jesús y decidido a ser como Él, también en el aspecto de la virginidad.
Han pasado cinco años desde que se publicó en Italia el libro Come Gesù, que ha sido el primer intento de afrontar sistemáticamente la cuestión de los cristianos que quieren vivir el celibato por amor de Dios sin dejar de ser laicos por los cuatro costados (cfr. E. Burkhart - J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, vol. I, Rialp, Madrid 2010, p. 224, nota 734). Desde entonces ha aparecido en Ediciones Palabra la edición española: Como Jesús. La amistad y el don del celibato apostólico, y pronto saldrá la alemana; y sobre todo ha habido un intenso debate a través del blog Come Gesù. Esta página web, que ahora incluye también otras muchas cosas, durante los primeros dos o tres años ha tenido en el celibato y la amistad sus temas privilegiados.
No es fácil meditar sobre el celibato apostólico. La teología ha vivido y vive todavía esta tensión en el deseo de traducir en razones y argumentos la realidad de laicos que se entregan a Dios en el mundo sin más consagración que la bautismal. Ocuparse de ella significa inmediatamente entrar en contacto con la humilde certeza que la invade: saber que quien la vive es, después del celibato de los religiosos y de los sacerdotes, otro don −un don distinto– de Cristo a su Iglesia.
La vocación al celibato propia de la vida religiosa se explica de manera prevalente por medio del sentido de la remisión escatológica y del hacer visible la esponsalidad de la Iglesia ante Cristo; y, por su parte, el celibato del sacerdote tiene sobre todo el sentido de simbolizar a Cristo-esposo ante la Iglesia-esposa. Ambos modelos, por tanto, remiten al paradigma de la esponsalidad.
¿A qué modelo se reconduce el celibato apostólico, como llamaba san Josemaría Escrivá al celibato que, no siendo sacerdotal, no tiene sin embargo nada que ver con la consagración religiosa? No es casualidad que cite al Fundador del Opus Dei, porque en mis reflexiones he considerado que este santo ha tenido un papel profético respecto a este nuevo modo de vivir. Según mi parecer, él ha tenido aquella capacidad interior de escucha, de percepción y de sensibilidad espiritual que le han consentido captar el murmullo imperceptible del Espíritu Santo, asimilarlo, dejarse fecundar por él y ofrecerlo al mundo. Los verbos que elijo para enumerar lo sucedido a san Josemaría están pensados más para describir un desarrollo histórico –una vida de celibato vivida por decenas de miles de personas– que la elaboración de una teoría sistemática. De entre las palabras del Fundador del Opus Dei al respecto, las que siempre he encontrado más sugestivas son aquellas en las que exhorta a dirigir la mirada al apóstol Juan. “¡Cómo te reías, noblemente, cuando te aconsejé que pusieras tus años mozos bajo la protección de San Rafael!: para que te lleve a un matrimonio santo, como al joven Tobías, con una mujer buena y guapa y rica —te dije, bromista.
Y luego, ¡qué pensativo te quedaste!, cuando seguí aconsejándote que te pusieras también bajo el patrocinio de aquel apóstol adolescente, Juan: por si el Señor te pedía más” (Camino, n. 360). Estas expresiones no son un aforismo entre otros, sino que recogen una enseñanza constante. Ya en 1935 sugería san Josemaría Escrivá contemplar al cuarto evangelista para entender mejor el celibato apostólico: “… y san Juan, el Apóstol virgen, amadísimo de Cristo, para que os enseñe el camino de un celibato apostólico fecundo” (Instrucción para la Obra de san Rafael, 9-I-1935 n. 124, in: Pedro Rodríguez, Camino. Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 2002, p. 524).
La Iglesia es la Esposa de Cristo, y por tanto, en un sentido general, todo cristiano es “esposa de Cristo”. No importa si es célibe o casado, laico o sacerdote o religioso. Un padre y marido que tenga numerosos hijos es, este sentido, “esposa de Cristo” ni más ni menos que lo es una monja de clausura. Como, no obstante, Jesús establece dos modos de llegar al Cielo, el matrimonio y el celibato, me parece reductivo, cuando se entra en concreto en el celibato apostólico, querer ilustrar el segundo con el primero, diciendo que el celibato es un particular tipo de “esponsalicio”.
Es cierto que Cristo borra la etiqueta de “impureza” que tantas culturas antiguas, sobre todo las de cuño gnóstico y maniqueo, atribuían a las realidades naturales, fisiológicas, y que reafirma el valor del matrimonio, es más, lo ennoblece, renovando la originaria indisolubilidad y la simetría de papeles entre el marido y la mujer, y hace de él un sacramento. De otra parte, sin embargo, indica al mismo tiempo una vía alternativa, otro camino, que es el que Él mismo sigue: la virginidad, el modo de ser que ha vivido desde toda la eternidad. Aquel que también en su vida terrena veía y escuchaba aquellas cosas que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar” (1 Cor 2, 9), ha querido vivir en el tiempo la misma virginidad que ha vivido en la eternidad. Por eso ha permanecido célibe.
Es, sin duda, una explicación bella decir que el celibato muestra “desde aquí la vida que será”; pero hay otra, también muy bella, y es que el Verbo es virgen. Es virgen desde siempre y para siempre, y ha permanecido tal también en la Encarnación. Y el célibe en quien pienso es un cristiano que siente la vocación de vivir en el mundo una vida como de Cristo también en el aspecto de la virginidad: Como Jesús; de ahí el título de mi libro. Este cristiano quiere que crezca en él una semejanza particular −libre, gratuita, no obligatoria− con la vida de Cristo. La persona que tengo en la mente vive el celibato porque piensa “quiero ser como Jesús” de una manera concreta: cultiva el deseo de hacer vivir en sí mismo a Cristo célibe, en una vida escondida y ordinaria como la de Jesús en Nazaret. Sólo Dios conoce el perfume del gesto de identificarse con Cristo virgen. Una persona quiere comportarse como Cristo. Está fascinada por Cristo, que cuando se re-entrega al Padre en el momento de la Pasión está desnudo y solo. Todo su cuerpo, íntegramente, sin ninguna protección, se ofrece al Padre.
A partir de estos presupuestos se ha abierto camino en mí el deseo de explicar el celibato apostólico con la amistad, más que con la esponsalidad. Imaginemos a dos amigos, dos muchachos que hayan trabajado todo el año para ahorrar el dinero con el que regalarse un viaje de verano. Llega el mes de junio, y a uno de los dos le sucede una desgracia: sus padres mueren en un accidente y él, primogénito de cuatro hijos, se ve en la obligación de quedarse en casa. El otro, aunque el primero lo exhorta a llevar igualmente a efecto el proyecto de vacaciones, “por amistad” decide renunciar y ayudarle a afrontar la situación en que la vida le ha puesto. No existe ninguna obligación por parte del segundo, ningún compromiso, ninguna necesidad: se comporta así libremente, porque quiere. Por amistad, en definitiva.
Cuando hablo de ser discípulo de Cristo permaneciendo célibe como Él, por amistad con Él, apunto a algo semejante a lo que acabo de narrar con ese ejemplo. Quizá no ha saltado inmediatamente a la vista, pero la descripción que acabo de argumentar es la que corresponde al apóstol adolescente, Juan, el discípulo amado del Señor: es la explicación de por qué siempre me ha impresionado la clara referencia de san Josemaría al apóstol Juan −el apóstol virgen y adolescente, así lo llamaba− cuando hablaba del celibato apostólico.
Siempre me he preguntado por qué el autor del cuarto Evangelio aludía a sí mismo de este modo: amado, preferido. ¿Qué sentido tendría hacerlo si entre él y el Señor hubiese habido sólo una relación, particular sí, pero a fin de cuentas ordinaria, como sucedería si se tratase de mera simpatía humana? Gente como Jerónimo o Casiano, Agustín y Efrén estaban convencidos de que el particular amor de Jesús por Juan nacía de su decisión de ser como el Maestro también en el aspecto del celibato, decisión que no es en absoluto clara en los demás apóstoles. Precisamente esta unicidad de Juan estaría, según algunos, en el origen de la predilección que Cristo tenía por él: el discípulo predilecto sería aquel que, como los célibes de los que estoy hablando, habría elegido asemejarse al Maestro también en su ser célibe.
Quiere ser como Jesús en algo que, como recuerda Pablo a los Corintios cuando habla de las vírgenes (cfr. 1 Cor 7, 25), no es taxativo ni necesario para ser cristiano. La elección de Juan estaría en el origen del particular amor de Cristo hacia él, y el deseo de dar a conocer la causa de la preferencia de Jesús motivaría su decisión de autodefinirse “discípulo amado” en su Evangelio. Sería un modo de apuntar de manera alusiva y discreta al amor de predilección de Jesús hacia quien escoge el celibato.
No estoy hablando de lo que es constitutivo y obligatorio en el cristiano. No estoy hablando del mandamiento del amor, del mandatum novum (cfr. Jn 13, 34; 15, 12), del amor a la Cruz o de la fe en la Eucaristía o en la Trinidad. Juan quiere vivir el celibato no porque sea una característica esencial del ser discípulo de Cristo, sino porque, amigo de Jesús, enamorado de Jesús, quiere ser “como Cristo” en algo en lo que no es necesario ser “como Él”. Elige ser como Él, como signo de amistad. En esto está la amistad. Y de esta manera, de amistad en amistad, se difundiría el celibato cristiano; y, en todo caso, se ha difundido de esta manera si pienso en aquellas personas que han elegido el celibato viviéndolo según el carisma del Opus Dei.
Si esta es la tesis del libro, yo diría que, en los diálogos escritos y orales que se han desarrollado en torno a Como Jesús, un tema que desde el inicio ha estado en el centro de la discusión ha sido el referente a la virginidad de Cristo. Naturalmente, no según las fantasiosas categorías de El código Da Vinci de Dan Brown, sino más bien desde un punto de vista teológico.
¿En qué sentido se puede decir que Jesús es virgen? Jesús tiene la misma virginidad que el Padre, pero ¿qué quiere decir esta expresión? Desde el punto de vista terreno hay un significado obvio: como no estaba casado, no ha tenido relaciones maritales. Es el sentido normal, negativo, de la virginidad. La virginidad como inexperiencia −o “no experiencia”− de la vida sexual en cuanto genital. Pero desde el momento que la virginidad de Jesús es la del Verbo Encarnado, y la del Verbo es la del Padre, ¿en qué sentido se puede decir esto del Padre? ¿De qué modo “es virgen” Dios Padre? Dice san Gregorio de Nisa: “Necesitamos mucha agudeza para poder comprender la excelencia de esta gracia, que se contempla junto al Padre incorruptible. Y lo que es paradójico (paradoxon) es que se encuentre la virginidad en un padre que tiene un hijo y que lo ha generado sin ninguna pasión. Y la virginidad se contempla también en el Unigénito Dios, dispensador de la incorruptibilidad, y resplandece de la misma manera en la pureza y en la ausencia de pasiones en su generación: y otra vez se vuelve a presentar la misma realidad paradójica, esto es, un hijo conocido en la virginidad. Y de la misma forma se contempla en la pureza esencial e incorruptible del Espíritu Santo, porque nombrando la pureza y la incorruptibilidad no se indica otra cosa que la virginidad” (De Virginitate, 2,1-11: SC 119, pp. 262-264).
Se puede entender lo que indica Gregorio de Nisa reflexionando sobre un particular uso que −al menos en italiano− hacemos de la palabra “virgen”. Este adjetivo no indica sólo la inexperiencia sexual, sino también la integridad y la plenitud de vida. Por ejemplo, cuando compramos DVD nuevos, llamamos “vírgenes” a estos discos. En este caso, no hay ninguna referencia a la vida sexual. Aludimos más bien a la integridad, a una existencia plena y nueva: en suma, a la vida colmada.
En la vida de aquí y de ahora, cuando nos entregamos hay algo que inevitablemente se pierde o disminuye. En esta vida ser nuevo significa ser íntegro, pero para el cristianismo, en la fe, no es así. Jesús dice “al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa” (cfr. Mt 5, 40) y es claro que, en primera instancia, si doy mi túnica al necesitado quedo privado de ella: es decir, darse significa “arruinarse”. Pero sé que, misteriosamente, en una perspectiva de fe no es así. Si la túnica es la túnica sin costuras de Jesús (cfr. Jn 19, 23), cuando es ofrecida y entregada, precisamente porque es constitutivamente única y “sin costuras” no se despedaza, sino que se multiplica. Milagrosamente permanece no sólo íntegra e intacta −o sea, virgen− sino también “aumentada”. Viene a la cabeza el pan partido en la multiplicación de los panes y de los peces. Pensemos en la Vida del Padre. El Padre da la vida, se entrega a sí mismo, plenamente y consustancialmente al Hijo y de manera participada a su creación, y esto no comporta ningún daño a la integridad. Ningún menoscabo.
Todo, por tanto, nace de la comunicación de la plenitud de vida. “Incorruptibilidad” significa, en efecto, ausencia de composición y por consiguiente plenitud, “plenitud de vida”. Y como el Hijo es generado a partir de la plenitud de Vida del Padre, que no sólo “tiene” la Vida sino que “es” la Vida, esta generación es virginal. De manera que “plenitud de vida” y “virginidad” tienen el mismo sentido. “Porque, igual que el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado también al Hijo tener vida en sí mismo” (Jn 5, 26). El Padre genera al hijo sin el concurso de ningún otro principio, es decir, virginalmente, y así “también el Hijo da vida a los que quiere” y actúa como el Padre: “Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere” (Jn 5, 21).
Viene también a la luz, quizá sorprendentemente, por qué Jesús en la Última Cena dice: “Os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15).
Esta frase une inescindiblemente filiación divina y amistad, porque las “palabras” de que habla el Verbo Encarnado no son palabras dichas a un hijo por cualquier progenitor, sino que son el Padre que pone Su Vida entera en el Hijo y se la da como propia. Es, hasta el infinito y en la eternidad, aquel confiar al amigo todo el corazón, con todo aquello que tiene dentro, que define la amistad: por eso Jesús dice “Os llamo amigos”. Y por eso filiación divina y amistad se unen inescindiblemente. Porque Jesús las une al hablar así en la Última Cena.
Esta operación, que sucede entre el Padre Virgen y el Hijo Virgen en la eternidad, es vivida después por el Hijo Encarnado hacia los hombres y sobre todo hacia Juan, el apóstol virgen que reposa sobre el pecho de Jesús como Éste reposa en el seno del Padre desde la eternidad, (cfr. Jn 1, 18). Jesús llama a esta relación “amistad”: “Os llamo amigos, porque…”. Así, de manera misteriosa, de amistad en amistad, en círculos concéntricos, se difunde la filiación divina. A través del Hombre-Dios, lo que sucede en el Cielo alcanza a aquellos hombres que quieren ser hijos en el Hijo, sus amigos y, en Él, amigos entre sí.
El paradigma esponsal es una posibilidad de la vida humana, pero no es la única. Al lado de la esponsalidad y antes que ella viene el amor complacentiae, o sea, la amistad, como explica Juan Pablo II en la meditación El don desinteresado, que por esto ha sido publicada por primera vez en el Apéndice de Como Jesús. ¿Tiene sentido una vida humana virgen? ¿Qué amor vive un célibe que se nutre de amistades? ¿Es verdad que ejercitar o no la vida sexual no cambia, de por sí, la cualidad de la vida, o no lo es? Este ha sido el otro gran asunto sobre el que se ha debatido en los meses siguientes a la publicación italiana de Como Jesús. Pienso que el defecto de intentar reconducir a cualquier costo la relación humana, amorosa y de afecto, al canon esponsal es un exceso y una interpretación forzada, que nace del desconocimiento práctico de la amistad. Esto puede tener efectos perniciosos de diverso orden, debidos al riesgo práctico de reducirlo todo al plano sexual/genital, con recaídas opuestas, tanto en sentido rigorista como, viceversa, en sentido laxista.
Si escribo que una mujer ama a una mujer, que una mujer ama a un hombre, que un hombre ama a un hombre, que un hombre ama a una mujer, no hay razón para suponer que estamos hablando de sexo, ni en el sacramento del matrimonio ni fuera de él. Quizá estemos hablando de amistad y de ninguna manera de unión sexual, porque lo que propiamente une es el amor. No es el lecho lo que une: el tálamo es materia matrimonial, pero no todo el amor es matrimonial. Digamos la verdad: cuando he escrito hace un momento “que un hombre ama, que una mujer ama”, ¿cuántos de nosotros han pensado en la amistad? ¿Pocos, no es cierto?
Esto ayuda a entender lo útil que puede ser leer este libro sobre el celibato, también en el caso de quien excluya que el celibato tenga que ver con él. Puede no tener que ver conmigo el celibato, pero creo que ninguna persona puede decidir no estar afectada −“tener que ver con”− la amistad.
Si cuando hablamos de amor pensásemos más fácilmente en la amistad, se entendería mejor lo que quiero decir. Nosotros decimos que “el amor lo es todo”, pero no nos lo creemos, y este es el problema. En cambio, es del todo cierto que “todo es todo”, y no es esto sí, esto no. Es todo. En cambio, decimos “todo” para decir todo lo que necesitamos, todo lo que está previsto, todo lo que pensaba. En este sentido, el libro Como Jesús ayuda a redescubrir el significado de la amistad, de la civilización, de la cultura. Y por consiguiente, de las palabras.
Mauro Leonardi
Fuente: Revista Palabra.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |