La historia del Concilio Vaticano II está bastante hecha, con una enorme acumulación de materiales. La historia del posconcilio está sin hacer y es muy difícil, de una complejidad inabarcable
Es necesario todavía tiempo para que la mirada se serene y también para que aflore a la superficie el material representativo. Además, es necesaria cierta distancia histórica para adquirir objetividad y no convertir la historia en un juicio. Solo se trata de aprender.
La complicación se debe a que pasaron dos cosas a la vez y con dimensiones universales. Fueron años de auténtica renovación y, al mismo tiempo, de auténtica crisis. De renovación profunda y de crisis profunda también. Los fermentos del Concilio deberían haber suscitado una ola de autenticidad, de fidelidad al espíritu y de evangelización. Y la suscitaron. Pero también suscitaron, sorprendentemente, una ola de confusión, de crisis de identidad y de crítica literalmente despiadada. Parece mentira que las dos cosas pudieran darse a la vez; y sin embargo, es exactamente lo que pasó.
Por eso, hacen falta dos metáforas para describir el proceso, una feliz y otra infeliz. Para la parte feliz, sirve cualquier metáfora de renovación. Para la infeliz, es más difícil encontrar una imagen adecuada.
Por recoger el famoso título de von Balthasar, la Iglesia hizo un esfuerzo auténtico para derribar sus bastiones. Cambió completamente su actitud apologética, se abrió más al mundo para evangelizarlo, y entonces sucedió algo inesperado. Resultó que los bastiones eran como diques. Y, al abrir brechas, entró mucha más agua de la que se esperaba y todo empezó a moverse. La imagen del flotar parece adecuada, porque las cosas no se movieron con orden y dirección, sino que, sencillamente, se pusieron a la deriva con las enormes inercias propias de una institución tan gigantesca como la Iglesia católica. Y en esa misma medida se volvieron ingobernables.
Con cierta ingenuidad se pensó que bastaba la buena voluntad y unas inspiraciones de fondo para que las cosas llegaran naturalmente al puerto previsto. Por eso, al principio y desde altas instancias se metió cierta prisa. También se alentó la creatividad y espontaneidad. Y, muy pronto, las autoridades intermedias se inhibieron o se vieron desbordadas por la iniciativa de los sectores más jóvenes o más sensibilizados.
Todos los aspectos de la vida de la Iglesia, reclamados por la puesta al día posconciliar, se empezaron a mover: lo mismo la catequesis que la enseñanza de la teología, las celebraciones litúrgicas, la disciplina del clero, de los seminarios y de las órdenes y congregaciones religiosas. Primero se movieron lentamente, como soltando amarras y desprendiéndose alegremente de viejas trabas. Pronto los procesos se aceleraron y desbordaron los cauces previstos.
El clima vivido en el seno del Concilio, que fue de comunión eclesial, no logró expandirse serenamente por la Iglesia. Y el mensaje del Concilio tampoco se expandió con los acentos y subrayados que los Padres conciliares habían señalado. Aquella enorme asamblea conciliar, con sus inevitables ritmos lentos en la discusión y toma de decisiones, quedó rápidamente sobrepasada por la iniciativa empeñaron en aplicar inmediatamente los supuestos deseos del Concilio según la idea que se habían hecho de ellos.
¿Cómo se habían hecho esa idea? Esa pregunta es la clave de la cuestión. Sin duda, influyeron mucho los medios de comunicación, que informaron en directo sobre el Concilio y transmitieron una imagen y unas prioridades de acuerdo con su propio modo de entender las cosas y sus propias expectativas. También influyeron algunos expertos que lograron aparecer como los auténticos depositarios del espíritu del Concilio, a veces, independientemente y por encima de la letra de los documentos y del espíritu de los que lo hicieron realmente.
Paradójicamente el Concilio, que quería ser pastoral, tuvo este enorme e inesperado problema pastoral. El mensaje no se transmitió por los cauces propios del gobierno de la Iglesia, más bien lentos, sino por los rápidos cauces de la comunicación general y de las revistas eclesiásticas. Y, de esa manera, llegó completamente transformado, incluso antes de que se aprobaran los documentos y, por supuesto, mucho antes de que se generaran las normativas oficiales para aplicarlos. Lo que se suponía que quería el Concilio se empezó aplicar inmediatamente y se quiso realizar inmediatamente la utopía.
Los efectos de la deriva son conocidos y no es necesario insistir: pronto se produjeron numerosas crisis personales en sacerdotes y religiosos. Se secularizaron o se cerraron universidades, colegios y hospitales católicos. En los movimientos apostólicos se originó una especie de desbandada. Y la práctica religiosa descendió notablemente en todos los países de Europa, empezando por Holanda.
En 1985, en una famosa entrevista con el periodista italiano Vittorio Messori, titulada Informe sobre la fe, el entonces cardenal Joseph Ratzinger decía: “Resulta incontestable que los últimos veinte años han sido decisivamente desfavorables para la Iglesia católica. Los resultados que han seguido al Concilio parecen oponerse cruelmente a las esperanzas de todos, comenzando por las del Papa Juan XXIII y, después, las de Pablo VI. Los cristianos son de nuevo minoría, más que en ninguna otra época desde finales de la antigüedad”.
Las grandes esperanzas y horizontes abiertos por el Concilio Vaticano II dieron paso a una insatisfacción aguda y a una crítica amarga, tanto de los sectores que esperaban mucho más como de los que se quejaban de los cambios; y esto provocó mucha desunión.
Sigue el cardenal Ratzinger: “Los Papas y los Padres conciliares esperaban una nueva unidad católica y ha sobrevenido una división tal que –en palabras de Pablo VI– se ha pasado de la autocrítica a la autodestrucción. Se esperaba un nuevo entusiasmo, y se ha terminado con demasiada frecuencia en el hastío y en el desaliento. Esperábamos un salto hacia delante, y nos hemos encontrado ante un proceso progresivo de decadencia que se ha desarrollado en buena medida bajo el signo de un presunto ‘espíritu del Concilio’, provocando de este modo su descrédito”.
En aquella entrevista, realizada durante su breve descanso veraniego en el seminario de Bressanone, el cardenal Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, hizo uno de los discernimientos más agudos sobre la crisis, que todavía se lee con provecho. En su día causó cierta incomodidad, pero quedará como un libro representativo de una época.
¿Dónde estaba el mal? ¿Por qué no se habían producido los frutos esperados? Es difícil valorarlo. Y también es difícil saber si la crisis se hubiera producido de todas formas, con los enormes cambios sociológicos del desarrollo económico y, especialmente, con la irrupción de la televisión en todos los hogares, auténtica revolución cultural y de costumbres, reto ante el que la evangelización de la Iglesia no estaba y en gran parte no está todavía preparada.
Quizá hubiera sido preferible un tempus más lento y una aplicación más gradual. Las instituciones que se impusieron calma atravesaron mejor el temporal, lo mismo que las diócesis y los países donde, por diversos motivos, la aplicación se ralentizó. Especialmente los países del Este, que no estaban para experimentos, y muchos países de África y Latinoamérica, donde los imperativos pastorales de cada día y la escasez de clero exigían mucho realismo.
Pero hay que ser claros. Como decía el cardenal Ratzinger: “En sus expresiones oficiales, en sus documentos auténticos, el Vaticano II no puede considerarse responsable de una evolución que –muy al contrario– contradice radicalmente tanto la letra como el espíritu de los padres conciliares”.
Juan Pablo II quiso hacer un primer balance al cumplirse los veinte años de la clausura del Concilio y reunió un Sínodo extraordinario (1985). Y, al acercarse el fin del milenio, quiso destacar la importancia que tenía para la Iglesia el Concilio Vaticano II y, al mismo tiempo, lo que quedaba pendiente. La Carta apostólica Tertio millennio adveniente hacía un resumen de las aportaciones del Concilio.
“En la Asamblea conciliar, la Iglesia, queriendo ser plenamente fiel a su Maestro, se planteó su propia identidad, descubriendo la profundidad de su misterio de Cuerpo y Esposa de Cristo. Poniéndose en dócil escucha de la Palabra de Dios, confirmó la vocación universal a la santidad; dispuso la reforma de la liturgia, ‘fuente y culmen’ de su vida; impulsó la renovación de muchos aspectos de su existencia tanto a nivel universal como al de las Iglesias locales; se empeñó en la promoción de las distintas vocaciones cristianas: la de los laicos y la de los religiosos, el ministerio de los diáconos, el de los sacerdotes y el de los Obispos; redescubrió, en particular, la colegialidad episcopal, expresión privilegiada del servicio pastoral desempeñado por los Obispos en comunión con el Sucesor de Pedro. Sobre la base de esta profunda renovación se abrió a los cristianos de otras Confesiones, a los seguidores de otras religiones, a todos los hombres de nuestro tiempo. En ningún otro concilio se habló con tanta claridad de la unidad de los cristianos, del diálogo con las religiones no cristianas, del significado específico de la Antigua Alianza y de Israel, de la dignidad de la conciencia personal, del principio de libertad religiosa, de las diversas tradiciones culturales dentro de las que la Iglesia lleva a cabo su mandato misionero, de los medios de comunicación social” (Tertio millennio adveniente, n. 19).
Entre los temas que le parecían merecer un examen, señalaba: “El examen de conciencia debe mirar también la recepción del concilio, este gran don del Espíritu a la Iglesia al final del segundo milenio” (n. 36). Y hacía cuatro preguntas más concretas, que recorren las grandes encíclicas conciliares y señalan los puntos más significativos, según la mente del Papa Juan Pablo II.
−“¿En qué medida la Palabra de Dios ha llegado a ser plenamente el alma de la teología y la inspiradora de toda la existencia cristiana, como pedía la Dei Verbum?”;
−“¿Se vive la liturgia como ‘fuente y culmen’ de la vida eclesial, según las enseñanzas de la Sacrosanctum Concilium?”;
−“¿Se consolida, en la Iglesia universal y en las Iglesias particulares, la eclesiología de comunión de la Lumen gentium, dando espacio a los carismas, los ministerios, las varias formas de participación del Pueblo de Dios, aunque sin admitir un democraticismo y un sociologismo que no reflejan la visión católica de la Iglesia y el auténtico espíritu del Vaticano II?”;
−“Un interrogante fundamental debe también plantearse sobre el estilo de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Las directrices conciliares –presentes en la Gaudium et spes y en otros documentos– de un diálogo abierto, respetuoso y cordial, acompañado sin embargo por un atento discernimiento y por el valiente testimonio de la verdad, siguen siendo válidas y nos llaman a un compromiso ulterior” (n. 36).
Por su parte, en Informe sobre la fe, el cardenal Ratzinger aconsejaba: “La lectura de la letra de los documentos nos hará descubrir de nuevo su verdadero espíritu. Si se descubren en esta su verdad, estos grandes documentos nos permitirán comprender lo que ha sucedido y reaccionar con nuevo vigor. Lo repito: el católico que con lucidez y, por lo tanto, con sufrimiento, ve los problemas producidos en su Iglesia por las deformaciones del Vaticano II, debe encontrar en este mismo Vaticano II la posibilidad de un nuevo comienzo. El Concilio es suyo; no de aquellos que –no por casualidad– ya no saben qué hacer con el Vaticano II”.
Los tiempos de crisis aguda felizmente han pasado y se han convertido en tiempos de Nueva Evangelización, deseada por el Concilio, propuesta en esos términos por san Juan Pablo II, alentada por Benedicto XVI y encauzada hoy por el Papa Francisco. Mucho se debe a la acción del Papa Juan Pablo II; y también al discernimiento que hizo su sucesor, Benedicto XVI. Entretanto, Informe sobre la fe forma parte de la historia.
Juan Luis Lorda
Fuente: Revista Palabra.
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