La tarea de la teología moral es recordar a los hombres de hoy que Dios tiene un proyecto para cada uno, que nos llama a ser felices viviendo en plenitud nuestra propia condición humana redimida por Cristo. Una presentación de este tipo encuentra desafíos
¿Qué papel corresponde hoy –en la Iglesia y en el mundo– a la teología moral? No voy a hacer en estas páginas un cuadro completo para responder a esta pregunta. Quisiera fijarme solamente en algunas cuestiones más fundamentales, ateniéndome a las preocupaciones manifestadas por el Papa Francisco. ¿Cuáles son las tareas más urgentes?
Para dar respuesta a esta pregunta, quizá haya que plantearse primero en qué estado se halla nuestro mundo. Sin necesidad de repasar los diferentes diagnósticos que se han propuesto, se puede afirmar que está muy extendida una actitud de indiferencia o desinterés hacia la verdad. Tras la pretensión de verdad se ha querido ver una lucha por el poder (Foucault), y se ha sustituido la búsqueda del bien, de la verdad y de la belleza por el actuar espontáneo. Algunos autores han descrito nuestra sociedad como una sociedad líquida (Bauman); otros prefieren llamarla sociedad del rendimiento (Byung-Chul Han). Todos estos diagnósticos señalan el final de la sociedad disciplinaria, basada en la existencia de una autoridad. Ahora, en cambio, el obrar tiene la prioridad, y no hay otro bien ni otro mal que los que cada uno –o la mayoría– decide. Se cumple así la máxima de Nietzsche, para quien la salvación no se encuentra en el conocimiento, sino en la creación. Creación de un lenguaje y, a partir de él, de una moral: términos como “interrupción del embarazo”, “muerte digna” o “relaciones de pareja” configuran los contornos de la nueva moral, en la que es la voluntad del hombre la que decide qué le conviene y qué no.
Ante este panorama, cuando han desaparecido las bases mismas de un discurso racional sobre lo bueno, ¿qué puede hacer la teología moral? ¿Qué cabe esperar?
En primer lugar, urge recordar que Dios existe y es un Dios activo y comprometido con el mundo. Hay una afirmación de Romano Guardini, escrita hace setenta años en El ocaso de la época moderna y que hoy parece cumplirse: “El mundo meramente profano no existe; ahora bien, cuando una voluntad obstinada consigue elaborar algo hasta cierto punto semejante a este tipo de mundo, esa construcción no funciona”; ¿qué sucede entonces?: “Sin el elemento religioso, la vida se convierte en algo parecido a un motor sin lubrificante: se calienta. A cada instante se quema algo” (III.5). La sociedad “quemada” (The Burnout Society) es precisamente el título de uno de los libros de pensamiento más vendidos en el úl- timo año. En síntesis, una sociedad contraria a la verdad del hombre y de su libertad no es satisfactoria. Como tampoco puede serlo una situación de ceguera para el ser humano. Lo ha recordado recientemente el Papa Francisco: “No hay sistemas que anulen por completo la apertura al bien, a la verdad y a la belleza, ni la capacidad de reacción que Dios sigue alentando desde lo profundo de los corazones humanos. A cada persona de este mundo le pido que no olvide esa dignidad suya que nadie tiene derecho a quitarle”(Laudato si’, 205). Una de las tareas que se abre para la teología moral consiste, pues, en recordar a cada persona su dignidad. Ahora bien, eso le exige encontrar de nuevo su lugar en la vida de la Iglesia –y en la de los fieles.
En la mente de muchos, sigue presente la idea de la moral como una instancia autorizada –a menudo percibida como autoritaria– que señala lo que está permitido y lo que no lo está, lo que es pecado y lo que no lo es. Esta concepción tiende a contraponer autoridad y libertad, o ley y libertad, y a colocar la moral en el primer miembro de estos binomios. Su tarea consistiría sólo en señalar los límites (negativos) del actuar humano.
Ahora bien, ¿es eso una concepción adecuada de la teología moral? Tal vez podía –y debía– lanzarse una crítica de este estilo a ciertas morales que habían caído en el extremo de una casuística minuciosa y dispersa, y no ofrecían una visión orgánica y positiva del actuar humano. Sin embargo, me parece del todo injusto hacer ahora esa misma crítica, después de la renovación que ha tenido lugar. En las últimas décadas han visto la luz numerosos tratados que presentan el mensaje moral de Cristo como una propuesta eminentemente positiva y orgánica. Los intentos han sido variados, como variados han sido los enfoques en que se ha comprendido la vida cristiana: como una vida filial, como el seguimiento de Cristo, como un caminar a la luz del Amor, como una respuesta a la llamada a ser santos, etc. En todos estos casos, la moral no se presenta ya como una lista de prohibiciones, sino como una invitación: una propuesta de vidaque mira a la felicidad humana, en la tierra y en el Cielo.
Así entendida, tarea de la teología moral es recordar a las mujeres y a los hombres de hoy que Dios tiene un proyecto para cada uno. Que Dios nos ha amado y nos ha llamado singularmente –desde antes de crear el mundo (cfr. Ef 1, 4)– a ser felices viviendo en plenitud nuestra propia condición humana redimida por Cristo. Una presentación de este tipo se encuentra con desafíos, entre los que señalo algunos a continuación.
El Papa Francisco se ha hecho eco de una vieja acusación al recordar a los cristianos que no pueden tener habitualmente “cara de funeral”, que no sería correcto vivir un cristianismo “de Cuaresma sin Pascua”(Evangelii Gaudium, 6, 10). Es la vieja tentación del hijo mayor de la parábola, que consiste en vivir una fe triste, apagada, y que mira en el fondo con envidia el comportamiento inmoral de quienes llevan una vida lejos de Dios –o, al menos, lejos de la Iglesia. Una fe que ve en Dios a un patrón para el que hay que trabajar como siervo, esperando al final una justa recompensa. Una fe que ve en la voluntad de Dios una limitación de la propia libertad (cfr. Lc 15, 25 ss.).
Frente a esta tentación, se alza una de las verdades más ciertas del Cristianismo: que no somos siervos, sino hijos, “y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo”(Rom 8,17). El Papa recuerda constantemente que “con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (Evangelii Gaudium, 1), pues en Él reconocemos a un Dios que nos ama incondicionadamente, que no se cansa de perdonarnos y acogernos en su abrazo paterno, y que “se siente responsable, es decir, desea nuestro bien y quiere vernos felices, colmados de alegría y serenos” (Misericordiae vultus, 9).
Corresponde a la teología moral presentar de modo orgánico esa invitación de Dios, que alcanza todos los aspectos de la vida humana. San Juan Pablo II amaba recordar aquella enseñanza del Concilio: “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”, hasta tal punto que Cristo “revela plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”(Gaudium et spes, 22). Jesucristo es la Luz del mundo, que ilumina los problemas y las inquietudes de los hombres. Su misterio es para nosotros a la vez llamada y respuesta, y, de ese modo, es el Camino hacia el Padre. Un camino tan exigente como atractivo. En él descubre el hombre el esplendor de la verdad sobre sí mismo y sobre aquello que más le importa: la vida y la muerte, el matrimonio y la amistad, el trabajo y el sufrimiento.
Con todo lo que viene dicho, queda aún por plantear una cuestión fundamental: ¿cómo despertar el sentido de Dios en un mundo que parece indiferente ante el sufrimiento ajeno?
El testimonio de los cristianos es, sin duda, una parte importante de la respuesta: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros”(Jn 13, 35). Junto a eso es necesario despertar la presencia ignorada de Dios que se halla en el corazón de cada mujer y de cada hombre. Hay un deseo de Dios –que hay que ayudar a reconocer– en la búsqueda de felicidad, de plenitud, de un amor duradero, tal como recordaba la encíclica Spe salvi.
Y hay también una presencia real de Dios en la conciencia moral. Es conocido lo que escribió el beato J.H. Newman en su Carta al Duque de Norfolk: “La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de los vicarios de Cristo”(n. 5). La conciencia es la luz, la chispa que Dios ha puesto en el hombre para alcanzar la felicidad por el camino de la verdad y del bien. En un mundo centrado en el individuo, pero al mismo tiempo sediento de felicidad y con una cierta nostalgia del absoluto, la vía de la conciencia es otra de las que la teología moral está llamada a explorar.
El Papa Francisco lo ha hecho recientemente a partir de la conciencia ecológica. El problema del medio ambiente es moralmente relevante para el mundo contemporáneo, está en la mente de todos, y en él sí se reconoce un espacio a la verdad y el bien. A partir de la preocupación por el ambiente, y la inaplazable necesidad de un cuidado real de la Creación, el Papa señala un complemento fundamental a la ecología ambiental: la ecología humana. Esta implica “algo muy hondo: la necesaria relación de la vida del ser humano con la ley moral escrita en su propia naturaleza, necesaria para poder crear un ambiente más digno. Decía Benedicto XVI que existe una ‘ecología del hombre’, porque ‘también el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo’”(Laudato si’, 155).
Pues bien, la conciencia es precisamente la instancia donde se manifiesta a cada uno esa verdad sobre sí mismo y sobre el mundo, sobre lo que es bueno hacer y sobre cómo comportarse en relación con el ambiente y con los demás. “En lo profundo de su conciencia, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón”(Gaudium et spes, 16).
El grito de la conciencia puede ser capaz de despertar a un mundo dormido e indiferente, con tal de que no se la quiera neutralizar concibiéndola como el reducto de la subjetividad, lo que en realidad no es, porque la conciencia también remuerde. En efecto, “la dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata de la verdad objetiva, acogida por el hombre; en el de la conciencia errónea, se trata de lo que el hombre, equivocándose, considera subjetivamente verdadero”(Veritatis splendor, 63).
Llegados a este punto, es posible volver a lo que veíamos antes. En efecto, la respuesta real a ese grito de la conciencia es Jesucristo. El mal que un hombre ha cometido puede ser grande, el mal en el mundo puede hacerse insoportable: el siglo XX ha sido testigo de ello. Sin embargo, los cristianos sabemos que esa no es la última palabra. Dios ha hablado. Como escribió san Juan Pablo II en su último libro: “El límite impuesto al mal, cuyo causante y víctima resulta ser el hombre, es en definitiva la Divina Misericordia”(Memoria e identidad, 73).
El Papa Francisco nos lo recuerda ahora con particular urgencia, animándonos a redescubrir el amor incondicional de Dios por el hombre para ponerlo en primer plano en la misión de la Iglesia. La misericordia es la principal manifestación de la omnipotencia de Dios, y debe ser también el primer mensaje de la Esposa de Cristo, hasta tal punto que, según escribe en la bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia: “La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo”(n. 10).
Ahora bien, ¿en qué consiste la misericordia? ¿Cómo se vive? ¿Cuál es su relación con la verdad y la justicia? Se trata de cuestiones inaplazables, pues presentan consecuencias prácticas en la pastoral ordinaria de la Iglesia. Conviene notar en todo caso que, aunque los hombres podamos plantearnos conflictos entre Misericordia y Verdad, entre Misericordia y Justicia, no podemos olvidar que en Dios se identifican. Sería un error caer en el banal antropomorfismo que asume contradicciones que no pueden existir en Dios. Con todo, la cuestión sigue abierta: en la vida de la Iglesia, ¿qué significa concretamente recorrer ese “camino del amor misericordioso y compasivo”? A esta pregunta, como a las anteriores, debe dar una respuesta la teología moral.
Ciertamente, parte de la misma se encuentra ya en la llamada a rechazar la indiferencia, y en las actitudes de com-pasión, de apertura y acogida que tantas veces ha señalado –de palabra y con infinidad de gestos– el Papa Francisco. Sin embargo, quien acoge al pecador arrepentido no se encuentra en la meta, sino en el inicio del camino. El modelo divino, tal como se revela en la historia de la salvación, es otro. Basta pensar en la historia del Éxodo, que la Iglesia relee cada año durante la Cuaresma: la acogida y el perdón continúan después en un camino de acompañamiento. Una y mil veces el Señor perdona a su pueblo, acoge sus deseos de renovación y le recuerda cuál es su vocación más profunda y cuál es el camino que le lleva a vivir como hijo suyo querido. Es la historia del Dios fiel, compasivo y misericordioso. Precisamente uno de los nombres de la misericordia en el Antiguo Testamento, hesed, tiene mucho que ver con la fidelidad divina.
La misma idea se encuentra en el Nuevo Testamento. Jesús acoge a pecadores y enfermos, perdona sus pecados, cuida sus dolencias, y deja después que, como Bartimeo, le sigan por el camino (cfr. Mc 10, 52). “Anda, y en adelante no peques más”, dice a la adúltera después de perdonarla (Jn 8, 11). Así pues, misericordia es acoger, y misericordia es también acompañar, esto es, dar cada vez más espacio a la luz de Cristo en las almas, ayudar a las almas a “caminar en la verdad”(cfr. 2 y 3Jn). Podría decirse que el perdón es la puerta de entrada a la vida renovada que Cristo ofrece a cada uno; el inicio, tantas veces repetido en la existencia de una persona, de la vida según el Espíritu que Cristo entregó.
Para entender que no hay contradicción entre misericordia y verdad, habría que distinguir la misericordia como mero sentimiento de la misericordia como actitud virtuosa de caridad. En mi experiencia pastoral siempre me ha sucedido que, ante quien me manifestaba su estado de sufrimiento interior, surgía en mí un espontáneo sentimiento de compasión y un intenso deseo de decir o hacer algo que aliviase el dolor ajeno. Pero cuando se quiere pasar de ese sentimiento inicial a la acción que ayuda y trata de resolver el problema, se hace necesario aplicar la inteligencia, y entonces hay que preguntarse: ¿cuáles son las causas de esa triste situación?, ¿cuáles podrían ser los remedios? Mi experiencia de 40 años de sacerdote es que nunca he conseguido arreglar nada apoyándome sobre datos falsos u ocultando la realidad. Es como si ante una persona que se presenta con una herida profunda y de muy mal aspecto le dijéramos: “No te preocupes, no es nada, no es necesario proceder a una desinfección dolorosa, se curará sola”. Esa ligereza bonachona se suele pagar muy caro.
La desinfección es a veces molesta. Por eso en ocasiones también el mensaje de Cristo es costoso. Significa tomar decisiones difíciles, y sobrellevar situaciones dolorosas. No hay que olvidar que la vida de Jesús pasa por el árbol de la Cruz, que, como señalaron los Padres, es la contrapartida del árbol que fue testigo del primer pecado. Así, la misericordia, que tiene en el sacrificio de Cristo su más alta manifestación, es también una puerta abierta a la humildad. Exige aprender a dejarse amar por Dios, y reconocer que la propia existencia no es solamente una tarea que llevar a cabo, sino sobre todo un don que hay que recibir.
Tal vez sea esta precisamente la parte más difícil para el mundo actual, tan marcado por el engreimiento superficial y la autosuficiencia infantil. Es algo que el Papa Francisco parece tener muy presente: “No es fácil desarrollar esta sana humildad y una feliz sobriedad si nos volvemos autónomos, si excluimos de nuestra vida a Dios y nuestro yo ocupa su lugar, si creemos que es nuestra propia subjetividad la que determina lo que está bien o lo que está mal” (Laudato si’, 224). Encontrar la misericordia es también dejarse encontrar por ella; dejarse sorprender y conducir por el mismo que nos dice: “Ven y sígueme”. Eso requiere una actitud de humildad y apertura, que significa no querer ya determinar lo que está bien y lo que está mal, sino justamente dejar que sean el Bien, la Verdad y la Belleza los que determinen nuestra actuación.
Todo esto exige a la teología moral un esfuerzo de proponer siempre de modo renovado el camino del perdón y del seguimiento, de modo que, en la conciencia y en la vida de los cristianos, la luz de Cristo brille cada vez más intensamente. Así, lo que comenzó como un encuentro –tal vez inesperado– con el abrazo del Padre, culminará en la vida del hijo al que mueve solamente el amor.
Ángel Rodríguez Luño
Profesor ordinario de teología moral fundamental
Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)
Fuente: Revista Palabra.
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