El artículo hace hincapié en la importancia para la vida cristiana que tiene la formación en la virtud de la magnanimidad
En la dirección espiritual se facilita que las personas adquieran esta virtud −ese modo grande de ver las cosas− cuando se les ayuda a valorar lo que hacen desde una perspectiva sobrenatural.
«Cuando salía para ponerse en camino, vino uno corriendo y, arrodillado ante él, le preguntó: −Maestro bueno, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna? Jesús le dijo: −¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino uno solo: Dios. Ya conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, no defraudarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre» (Mc 10, 17-19). Así empieza San Mateo el llamado “episodio del joven rico”. El evangelista describe la escena con rasgos vivos: el protagonista corre, se arroja a los pies de Jesús. Todo revela urgencia: la pregunta manifiesta una inquietud que le aflige el alma. Necesita una respuesta, y ve en el Maestro de Galilea una oportunidad que quizá no se vuelva a presentar.
Maestro bueno… Asistimos a la escena y vemos en estas palabras el cariño del joven por el Maestro. Conocemos la bondad de Jesús, el modo en que acoge a todos y se adelanta a sus necesidades, y esperamos la respuesta. Queremos oír al Señor hablar del Reino, de la conversión, de seguirle. Sin embargo, Jesús nos sorprende: rechaza la muestra de estima que se le ha dirigido, para enderezarla hacia el Padre −¿por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino uno solo: Dios− y, además, a continuación, en vez de contestar directamente, remite a unos mandamientos que ya conoces.
Juan Pablo II, comentando este episodio, escribía: «Si queremos, pues, penetrar en el núcleo de la moral evangélica y comprender su contenido profundo e inmutable, debemos escrutar cuidadosamente el sentido de la pregunta hecha por el joven rico del evangelio y, más aún, el sentido de la respuesta de Jesús, dejándonos guiar por Él. En efecto, Jesús, con delicada solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena»[1]. Jesús no da propiamente una solución al problema planteado, ni una respuesta taxativa: ésta, quizá, permitiría saber qué es la vida eterna, pero eso no basta para alcanzarla, pues conseguirla consiste en una tarea que empeña la vida entera. El Señor −que conoce bien cómo es cada alma− actúa sin apresuramientos: quiere poner a su interlocutor en las mejores condiciones para adherirse de un modo profundo, personal y duradero al ideal que busca, ese ideal que consiste en ser perfecto ante el Señor, tu Dios (Dt 18, 13), y que se identifica con vivir por Él y en Él.
Tal vez este joven, con su modo de actuar, quería ganarse la estima y benevolencia del Maestro; quizá pensaba que, para calmar la inquietud que tenía, bastaría poner en práctica lo que le Señor le habría de decir: ¿Qué debo hacer? Algunos −sobre todo jóvenes, pero no sólo ellos− se acercan a Jesús −o a quienes luchan por identificarse con Él− con disposiciones similares. Se presenta entonces el riesgo, para el discípulo de Cristo, de limitarse a darles “cosas para hacer”, unos “deberes”. Las personas −sobre todo si son rectas− asumirán tales empeños con ilusión y dedicación, y de este modo se dará una primera “mejora” en sus vidas; sin embargo, si limitamos el apostolado a decir “qué se debe poner en práctica”, difícilmente se enamorarán de Dios. Hay que «ayudarles a encauzar rectamente sus afanes e ilusiones, enseñarles a considerar las cosas y a razonar; no imponerles una conducta, sino mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos, que la aconsejan»[2]. Si nos fijamos, Jesús sitúa al joven rico frente a su conciencia, a su libertad, a su capacidad de ser más como persona; le lleva a implicarse en su pregunta, haciendo que considere cómo vive los mandamientos: sólo por ese camino −el camino de tomar las riendas de la propia vida interior− podrán madurar sus disposiciones, y encontrar −¡vivir!− la respuesta que busca. Lo paradójico es que el Señor lleva a cabo este proceso mediante un aparente doble rechazo.
Jesús no acepta, como ya se dijo, lo que podría parecer adulación: ¿por qué me llamas bueno? Se trata de un modo sutil y cortés de encaminar la atención del joven hacia lo verdaderamente importante −Dios−, creando a la vez un clima de confianza. ¿Cómo lo miraría Jesús, cuando le dirigió esas palabras? Su interlocutor debió de apreciar que el amor y benevolencia del Maestro eran incondicionados, que no era necesario hacer o decir nada especial por conquistar su afecto.
A continuación, al remitirle a los mandamientos, Jesús prepara al joven para que no se limite a que sean otros quienes le digan qué debe hacer y cómo. No hay técnicas para alcanzar el Cielo. Hay prácticas −de piedad, por ejemplo− que, indudablemente, sirven; pero no basta asimilarlas pasivamente, pues se perdería su verdadero sentido, su finalidad: el bien personal, el trato con Dios. El joven puede, eso sí, dejarse ayudar −el Maestro, de hecho, está hablando con él, lo está guiando… lo mira con cariño−, pero nadie lo puede sustituir en su búsqueda de la santidad; ha de ser él quien escuche los ecos de la Ley que Dios ha inscrito en su corazón.
Cristo conoce los peligros y falacias que oculta la adulación: el riesgo que corren quienes se dejan seducir por ella, olvidando que es Dios quien actúa en las almas; la fragilidad de quienes recurren a ella para acercarse a los demás, que es signo de debilidad o de hipocresía. Conseguir la vida eterna, sin embargo, requiere madurez y libertad interior: el Reino de los Cielos sólo «los esforzados lo conquistan» (Mt 11, 12). Por eso, Jesús da confianza al joven, sugiriéndole que la solución está a su alcance: sabes los mandamientos. Si se quieren encender los nobles ideales del Evangelio en las almas, conviene recordar que «la mente no necesita ser rellenada como si fuera un recipiente; más bien, como la leña, precisa de una chispa que la encienda y le dé el impulso para buscar la verdad y amarla ardientemente»[3].
Cuando una persona muestra el deseo de vivir más a fondo su vida con Jesucristo, lo mejor será −normalmente− acompañarla en el descubrimiento de esa Verdad y ese Amor que ya intuye en el corazón, acaso de modo confuso. Fomentando su iniciativa, se le ayudará a concretar sus buenos deseos, de forma −por decirlo de alguna manera− que las sugerencias se acomoden a su alma. Así las hará plenamente suyas, implicándose en serio, llegando al trato personal con Dios. Si alguien se limita a hacer “lo que le dicen”, por muy bueno que parezca su temple, difícilmente podrá abrazar un ideal que empeñe toda la existencia, difícilmente estará dispuesto a complicarse la vida, porque no habrá oído −o hará oídos sordos− a Dios que quiere meterse en su alma[4].
De nuevo, miremos a Jesús: da crédito al joven, a sus conocimientos, a sus cualidades. En numerosas ocasiones, san Josemaría nos enseñó a imitar al Señor también en este punto, creando ese clima de respeto por la libertad en el que nuestros amigos pueden abrir su corazón. Lo que resulta fecundo es formar con respeto, desarrollando en las personas la libertad de los hijos de Dios, y enseñándoles a administrarla. Dios quiere que se le sirva en libertad, y por tanto no sería recto un apostolado que no respetase la libertad de las conciencias. Por eso, cada cristiano ha de procurar vivir una caridad sin límites: comprendiendo y disculpando, y mostrando un celo grande y amable por quienes le rodean.
Suele suceder que las personas que conocemos saquen a relucir, en ese contexto de delicadeza y confianza, alguna duda doctrinal o moral. El Espíritu Santo nos iluminará para ayudarles del mejor modo posible: a veces, será necesario decir las cosas con firmeza y resolución, para alejar a esa persona de una situación que supone un peligro inmediato para su alma; a la vez, convendrá animarles a descubrir las razones de sus dificultades, de modo que interioricen las ideas madre de la fe. Con san Josemaría, podemos decir: «No te contaré nada nuevo. Voy a remover en tus recuerdos, para que se alce algún pensamiento que te hiera: y así mejores tu vida y te metas por caminos de oración y de Amor. Y acabes por ser alma de criterio»[5]. Sin duda, esto requiere tiempo, atención, y dedicación; pero es el modo de proceder en un ambiente de amistad, el único en el que los ideales pueden transmitirse, arraigar y desarrollarse en profundidad.
Hay quien pide consejo, en el fondo, buscando una “receta” que lo exima de tomar la iniciativa: ¿qué debo hacer en mi trabajo?; ¿cómo hago apostolado con mis compañeros? Ante semejantes cuestiones, es importante no anular −ni siquiera involuntariamente− el protagonismo de las almas. Es más difícil, pero más real, decir con Jesús, ¿por qué me llamas bueno? −No sé todo, y tengo tus mismas luchas; pero podemos pensar y rezar juntos, y buscar la respuesta a tus dudas en las páginas del Evangelio, en las enseñanzas de la Iglesia, en la vida de los santos. Por ejemplo, ante quien nos pregunte cómo hacer oración, con frecuencia, lo mejor será reconocer con sencillez: te puedo contar qué hago, qué cosas me sirven para tratar al Señor, de qué le hablo; vamos juntos a rezar a la iglesia ante el Santísimo… pero a ti te toca descubrir por qué caminos Dios te busca, qué es lo que te está pidiendo.
Por lealtad humana y sobrenatural, deseamos de corazón que nuestros amigos sigan a Dios al paso que Él quiere. Para esto, es misión del cristiano ponerles frente a lo que Jesús puede pedirles, animarles a que lo interioricen, ayudarles a que lo practiquen. Cuando un hombre no quiere hacer nada, nuestro trato puede empujarle, al menos, a tener deseos de hacer algo. Fomentar estas aspiraciones requiere “entrar” en las almas, con delicadeza y respeto, pero sin temor a la verdad; el amor a la libertad de las conciencias es compatible con ofrecer remedios a lo que les aleja del Señor: acudir a la confesión, aprender a rezar, vivir una determinada virtud, tener dirección espiritual, romper con los miedos en el apostolado… Llevarles por esos caminos requiere, sobre todo, que experimenten nuestra cercanía y lealtad, que vean nuestro ejemplo, que les impulsemos con nuestra palabra. Amar a nuestros amigos significa querer para ellos el bien supremo: Dios, y poner todos los medios que están en nuestra mano para que lo descubran. «¿Por qué no han de preferir lo mejor? −Reza, mortifícate, y luego −¡tienes obligación!− despiértales uno a uno»[6]. Con nuestra oración y nuestro ejemplo, con nuestro estímulo porque mejoren su vida cristiana, fortalezcan su voluntad, aclaren su inteligencia, estimularemos a nuestros amigos a ponerse frente al Señor; daremos a sus vidas un impulso que no supone pérdida de libertad interior ni violencia, porque es el del compelle intrare (Lc 14, 23) evangélico: la fuerza de la caridad, el empuje de una amistad que «muestra en su proceder la fuerza de Dios»[7].
Gracias a nuestro propio trato con Dios, sabremos plantear lo que las almas necesitan para acercarse a Él, y les ayudaremos a poner en práctica sus deseos de santidad. Secundaremos así sus decisiones de entrega, sin quitarles protagonismo e iniciativa, pero animándoles a que sigan el paso de Dios, que no coincide con el de la comodidad personal o la tibieza. También en esto el Señor nos da ejemplo; llegado el momento, hacer ver al joven rico que sólo una cosa muy concreta puede satisfacerle: «vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme» (Mt 19, 21). Dejar el propio yo para seguir a Jesús: ésta es la verdadera aspiración que colma el alma.
* * *
Ven y sígueme. Al final de su diálogo con el joven rico, el Maestro le pone frente al origen de su inquietud: cumplir los mandamientos, más que una meta, es también un inicio. Como enseñaba Juan Pablo II, «Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios −en particular, el mandamiento del amor al prójimo−, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias. Jesús muestra que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor (cfr. Col 3, 14)»[8]. La Virgen, Madre de Jesús y Madre nuestra, guarde nuestros corazones y nos enseñe con su ejemplo a vivir, en la sencillez de la vida cotidiana, los altos ideales que nos ha transmitido su Hijo. Ideales de comprensión y de paz. Ideales de justicia, de amor a la vida, de pasión por la verdad, por el servicio, por la santificación de todos los hombres.
L. Fantini / J.M. Martín
Fuente: collationes.org.
[1] San Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n. 8.
[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 27.
[3] Plutarco, De recta ratione audiendi, XVIII.
[4] Cfr. San Josemaría, Forja, n. 902.
[5] San Josemaría, Camino, Al lector.
[6] San Josemaría, Surco, n. 182.
[7] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 37.
[8] San Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n. 15.
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