El Autor afirma que la viga maestra de las familias que desean ser escuelas de misericordia está en los sacerdotes que les acompañan. Apoya esta afirmación en un recuerdo familiar, en una fecha y en un acontecimiento entrañable en torno a una imagen de la Virgen
Conferencia de Mons. Javier Cremades, Rector de Torreciudad, durante las 51 Jornadas de Cuestiones Pastorales de Castelldaura, que con el título “La familia, escuela de misericordia”, que se han celebrado los días 26 y 27 de enero de 2016 en Castelldaura (Premià de Dalt).
Cuando me invitaron a participar en esta edición de las Jornades de Qüestions Pastorals que llevan celebrándose desde hace tantos años en Castelldaura, −en este caso sobre "La familia, escola de misericordia"− y supe que iban a ser inauguradas por el nuevo Sr. Arzobispo de Barcelona; cuando supe que intervendría el Sr. Cardenal Arzobispo de Perugia, vicepresidente de la Conferencia Episcopal italiana, −que nos ha dado tantas ideas sugerentes sobre la familia y la misericordia−; y cuando conocí los nombres del resto de participantes, como el obispo auxiliar de Barcelona, Sebastià Taltavul, que nos hablará del Papa Francisco, (un Papa que pasará a la historia −estoy convencido− como el Papa del Perdón y la Misericordia);... en fin, cuando me informaron que venían teólogos, como Joan Costa, o los responsables de la ayuda a los Refugiados, de Cáritas, de Iglesia Necesitada o de Acnur... me pregunté de qué podía hablar yo, rector desde hace poco tiempo de un Santuario Mariano en el Alto Aragón, uno de los miles y miles santuarios marianos de la Iglesia, que han nacido como fruto del amor a la Virgen de los fieles cristianos a lo largo de los siglos.
Y he pensado que mi contribución a estas Jornadas puede ser: un recuerdo familiar; una fecha; una imagen y un acontecimiento entrañable. Ese recuerdo, esa fecha, esa imagen y ese acontecimiento forman una especie de cajón de sastre; pero en mi memoria están unidos, enhebrados, se podría decir, por un hilo común: las Manos de una Madre y el amor de los sacerdotes al sacramento del perdón. Nadie pensará que es un tema distinto al que se pretende este año en estas Jornadas, porque en la viga maestra de las familias que desean ser escuelas de misericordia están los sacerdotes que les acompañan.
La historia de una familia suele ser, con frecuencia, un conjunto de recuerdos, sucesos y anécdotas transmitidas por los abuelos a los padres, y de estos, a los hijos y a los nietos; de tal forma que cada miembro de la familia acaba incorporando en su propia vida esos recuerdos como si los hubiera vivido él mismo.
En el caso de mi familia −somos diez hermanos y yo soy el cuarto− hay una anécdota que recordamos todos, y que en cierto modo la hemos vivido todos, aunque sólo la viviera realmente mi padre.
Sucedió antes de que yo naciera, en Lleida, donde entonces vivía mi padre recién casado, el día 22 de abril de 1941. Un sacerdote, amigo suyo, compañero de clase −habían estudiado juntos en la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza−, que estaba predicando unos Ejercicios Espirituales para sacerdotes en el mismo Lleida, le llamó por teléfono una mañana −aquí sólo algunos recuerdan cómo eran las llamadas de teléfono en los años cuarenta y cincuenta− para pedirle ayuda, porque acababa de fallecer su madre en Madrid y, si no era en coche, no podría llegar al entierro.
Dos días antes, este sacerdote se había despedido de su madre enferma, rogándole que ofreciese sus molestias, que parecían leves, por la labor que iba a hacer con los sacerdotes en esos Ejercicios Espirituales.
Ella, desde la cama, cuando su hijo salía de su habitación, dejó escapar a media voz un “¡Este hijo!”, como si presintiera la hondura del sacrificio que se le pedía. Mi padre le facilitó un coche, para que pudiera llegar a Madrid cuanto antes; pero como eran otros tiempos, otras carreteras, y otros medios de transporte, llegó de madrugada después de doce horas de viaje. Nada hacía presagiar la muerte repentina de esa madre, cuya salud empeoró inesperadamente; ella encomendaría a Dios en su agonía y después desde el Cielo, el trabajo sacerdotal que realizaba con sus hermanos en el sacerdocio −como su hijo le había pedido siempre−. He escuchado esa anécdota con frecuencia en mi familia, y desde que me ordené sacerdote el 5 de agosto de 1973, he reflexionado sobre ella muchas veces porque me parece un ejemplo expresivo de fraternidad sacerdotal.
Como recuerda el Decreto del Vaticano II sobre el Ministerio y la vida de los presbíteros, “los sacerdotes debemos desvivirnos por nuestros hermanos en el sacerdocio ayudándonos entre todos para ser siempre cooperadores de la verdad (…). Cada uno está unido con los demás miembros de este presbiterio por vínculos especiales de caridad apostólica, de ministerio, de fraternidad: (...) y de todo tipo de cooperación y de esta forma se manifiesta la unidad con que Cristo quiso que fueran consumados para que conozca el mundo que el Hijo fue enviado por el Padre" (PO, 8).
Y sigue subrayando este Decreto conciliar: "Los ministros de la gracia sacramental se unen íntimamente a Cristo Salvador y Pastor por la fructuosa recepción de los sacramentos, sobre todo en la frecuente acción sacramental de la Penitencia, puesto que, preparada con el examen diario de conciencia, favorece tantísimo la necesaria conversión del corazón al amor del Padre de las misericordias" (PO, 18).
El Papa Francisco nos transmite continuamente esta viva recomendación de la Iglesia reunida en Concilio; y −como corresponde a un Papa de nuestro tiempo, en el que la imagen es tan importante−, ha realizado gestos que tienen, para muchas personas, el impacto y la fuerza de una encíclica. Todos recordamos su imagen en la Basílica de san Pedro, arrodillado ante el confesonario de un hermano nuestro sacerdote para recibir el sacramento de la reconciliación.
Por esa razón el primer paso para vivir bien este Jubileo que ha convocado el Papa, centrado en el misterio de la misericordia, es que los presbíteros, además de vivir bien la fraternidad sacerdotal, nos esforcemos por acudir con frecuencia −siguiendo el magisterio vivo del Sucesor de Pedro− al Sacramento de la Confesión.
Es el mejor modo para vivir y transmitir el caudal de gracias de este año Jubilar, en el que todos los sacerdotes −además de los que designe personalmente el Santo Padre− debemos comportarnos como verdaderos misioneros de la misericordia (misericordiando, dice el Papa). Seremos así pastores que alienten a la conversión, con su vida y su palabra, y que muestren con su ejemplo cómo encontrarse con Jesús en el sacramento de la reconciliación. No son sólo los alejados; no son sólo los laicos: todos los fieles de la Iglesia, comenzando por nosotros, los sacerdotes, necesitamos de la misericordia divina, para que Dios nos perdone nuestros errores, fallos y pecados.
He leído que este año jubilar expresa en gran medida "el corazón" de este pontificado, caracterizado por la proclamación de la misericordia divina; y pienso que, para proclamar esa misericordia con la intensidad que desea el Santo Padre, debemos seguir su ejemplo, reconociéndonos pecadores; asumiendo en nuestra vida las enseñanzas de la Misericordiae Vultus leyendo esa Bula −¡cuántas veces lo habremos hecho ya!− aplicada a nosotros mismos.
Sabemos, por experiencia, que a los sacerdotes nos acecha lo que podríamos denominar "una deformación profesional específica". En ocasiones tendemos a leer las enseñanzas del Magisterio pensando sobre todo en el mejor modo de transmitírselas a los demás. Es algo comprensible, que sucede también en tantas ocupaciones humanas. En mi caso, como además de sacerdote, soy médico, he escuchado de labios de mis colegas una afirmación que, desgraciadamente, suele ser verdadera: "los médicos somos pacientes difíciles". No acabamos de fiarnos de nuestros colegas: estamos acostumbrados a curar y nos cuesta abandonarnos en manos de otro sacerdote para que nos cure.
Puesto esto en relación que lo que estábamos hablando, tengo la impresión de que muy difícilmente transmitirá un sacerdote el espíritu de misericordia a la porción del Pueblo de Dios que la Iglesia le haya encomendado, si no se considera a sí mismo como un pecador hondamente necesitado de misericordia; y si no acude fraternalmente a un hermano sacerdote, para recorrer personalmente y de modo habitual, el camino de la petición de perdón en el sacramento de la penitencia.
Como dijo el Papa Francisco en su primer Ángelus en la Plaza de San Pedro: «Nuestro Señor jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón» (17-III-2013).
La tengo grabada en mi corazón porque ese día tuve la suerte de presenciar en un barrio marginal de Roma el momento en el que el Papa Pablo VI bendecía una imagen de la Virgen a la que tengo especial devoción: Nuestra Señora Madre del Amor Hermoso. Esa imagen de la Virgen era un regalo que, aquel sacerdote amigo de mi padre del que he hablado antes, hizo a los estudiantes, profesores y personal no docente de la universidad donde yo estudiaba Medicina.
En estos momentos la Iglesia venera en los altares a aquel sacerdote compañero de mi padre −san Josemaría Escrivá−; y a aquel Papa decisivo para la historia de la Iglesia −el beato Pablo VI−.En aquella jornada inolvidable de 1965 faltaban pocos días −poco más de dos semanas− para el 8 de diciembre, día en la que se clausuró el Concilio Vaticano II cuyas enseñanzas fueron una grandiosa manifestación de la misericordia divina para el pueblo cristiano. Desde entonces hasta ahora los siguientes pontífices han ido guiando a la Iglesia por el camino de fidelidad a esas enseñanzas: el siervo de Dios Juan Pablo I, su sucesor, san Juan Pablo II, el Papa emérito Benedicto XVI y el actual Papa Francisco.
Pienso que, como un signo de agradecimiento a la misericordia divina, el Papa Francisco, así nos lo recuerda en la Bula Misericordiae Vultus, desea que se conmemore con este Año Santo Extraordinario los 50 años de la conclusión del Concilio Vaticano II.
Al cabo de medio siglo, se ven muchos de los frutos del Concilio pero, como nos han repetido los diversos pontífices, nos queda todavía un largo camino por recorrer para incorporar plenamente en la vida del pueblo de Dios las enseñanzas y disposiciones de aquella Gran Asamblea eclesial que se conmemora en este Año de la Misericordia.
Fue en la Jornada Mundial de la Juventud de hace cinco años, en el mes de agosto de 2011. Como miembro del Comité organizador recibí un encargo de mucha responsabilidad: ser el director de los Actos Centrales de esa JMJ; y viví muy intensamente aquellas jornadas. Entre aquellos actos hubo uno que nos costó mucho llevar a la práctica: "la Fiesta del Perdón". Pero luego, la realidad derrotó a los pesimistas y superó completamente las previsiones de los más optimistas.
Recuerdo aquella "Fiesta del Perdón": fue un desbordamiento gozoso de la misericordia de Dios, una gracia inolvidable y un acto muy difícil de organizar −lo reconozco−. Pero contábamos con muy buena cobertura, como decimos ahora. Nuestra "cobertura" eran los más de 800 conventos de religiosas de clausura que hay repartidos por nuestra geografía, a los que pedimos que rezaran intensamente por los frutos de aquellas Jornadas con casi dos millones de jóvenes de todo el mundo junto al Santo Padre. Esas religiosas, a la vez que rezaban, colaboraban materialmente, fabricando con primor −en una iniciativa que denominamos "Coser y cantar"− muchos de los lienzos y ornamentos que se emplearon en las ceremonias litúrgicas de la JMJ, y que luego se donaron a las Iglesias necesitadas de los países más diversos del mundo. Aquellas religiosas de clausura, junto con muchas otras personas, fueron también "manos de Madre", con su oración y sus trabajos por aquella Jornadas. Esos días el principal protagonista, el primer Joven, era el hijo de María, Jesucristo.
No puedo olvidar las imágenes de aquellas multitudes, compuestas de jóvenes −y no tan jóvenes−, que acudieron a la “Fiesta del Perdón”. Se dispusieron en el Parque del Retiro, −debería llamarse Parque del Perdón desde aquel día− doscientos confesonarios a los que acudieron miles de personas durante aquella semana.
Fue un desbordarse, como he dicho, de la misericordia divina; unas nuevas bodas de Caná, en las que el Señor, por las palabras de su Madre −“haced lo que Él os diga” (Juan 2, 2)−, hizo tantos milagros en millares de almas; fue una nueva versión de la multiplicación de los panes, en este caso multiplicación de absoluciones. También los confesores tuvieron, durante aquellas jornadas, facultades especiales, como sucede durante este Jubileo. Y los medios de comunicación del mundo entero reflejaron el momento en el que Benedicto XVI se acercó a confesar a unos cuantos jóvenes.
Las Manos de la Virgen −especial Patrona de la JMJ− repartieron incansablemente la misericordia de Dios, a través de las manos de sacerdotes y obispos. Se calcula que acudieron para recibir el Sacramento de la Penitencia unas cuarenta mil personas. Sólo Dios sabe las cifras exactas, cuánta paz, cuánta misericordia, y cuánto perdón derramó en aquella verdadera avalancha de penitentes. Es la avalancha que pedimos a Dios también para este Año Santo. Venían aquellas familias enteras, en autobuses llenos de peregrinos, desde todos los rincones de la península, junto con jóvenes de todo el mundo.
En muchos momentos había más de 250 sacerdotes confesando, en los confesonarios, en los bancos del Parque, paseando o sentados en el suelo. Y las colas de penitentes duraban desde el punto de la mañana hasta las últimas horas de la noche, ya entrada la madrugada. Y así, horas y horas, todos los días que duró la JMJ. Fue, por decirlo de algún modo, una "explosión" de la misericordia de Dios; la misma que esperamos unidos al corazón y las intenciones del Papa Francisco, para este Año Santo.
«Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia −nos recuerda la Bula ya citada−. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado» (MV, 2). Pienso que seremos buenos instrumentos de esa misericordia en la medida en que los sacerdotes seamos dóciles a los requerimientos del Señor, viviendo con más plenitud y entrega nuestra vocación y dedicando, incansables, más horas de nuestro ministerio a este sacramento, sin regatear con excusas para dejar abandonado el Confesonario.
Tuvo lugar el pasado 19 de diciembre cuando presidí la ceremonia de apertura de la Puerta Santa del Santuario de Torreciudad. Pensé en los miles y miles de peregrinos que han acudido, desde el tiempo de la reconquista hasta nuestros días, descalzos tantas veces, como signo de penitencia, por esos riscos del pre Pirineo para rezar ante la imagen de la Virgen de Torreciudad. Se cumplieron en ellos, y se está cumpliendo ahora siglo tras siglo, lo que escribía el Papa Francisco: «La vida es una peregrinación y el ser humano es viator, un peregrino que recorre su camino hasta alcanzar la meta anhelada.
También para llegar a la Puerta Santa en Roma y en cualquier otro lugar, cada uno deberá realizar, de acuerdo con las propias fuerzas, una peregrinación. Esto será un signo del hecho que también la misericordia es una meta por alcanzar que requiere compromiso y sacrificio. La peregrinación, entonces, sea estímulo para la conversión: atravesando la Puerta Santa nos dejaremos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros» (MV, 14).
La historia de Torreciudad, como la de tantos santuarios de la Iglesia esparcidos por el mundo entero, es una historia de amor y misericordia: la historia de amor de unos hijos a su Madre, la Madre Dios; pero sobre todo es la historia de amor de la Madre de Dios con sus hijos.
He querido poner estas palabras bajo el epígrafe: "les Mans de una Mare", las Manos de una Madre, porque pienso que no hay una imagen que exprese mejor la Misericordia de Dios que las Manos benditas de esta Madre, que a cada uno nos acaricia y nos quiere con locura.
Junto a la antigua ermita, se alza desde hace 40 años un santuario más grande, hecho con mucho amor a la Virgen, impulsado por san Josemaría. Quiso que se pusieran en el Santuario, durante los años setenta del siglo pasado −años duros, de profundo desconcierto en tantos lugares; cuando en algunos países este sacramento parecía haber entrado "en desuso"−, cuarenta confesonarios. A muchos les parecía también una locura. En la actualidad, con el paso de los años y el incremento de peregrinos, se ha aumentado el número y hemos llegado, en las grandes romerías y peregrinaciones, a estar casi ciento cincuenta sacerdotes confesando a la vez. Muchos me preguntan cuando llegan a esta casa de la Virgen: "¿qué es lo típico de Torreciudad?" Y suelo decirles que hay tres cosas típicas: rezar a la Virgen, confesarse y hacer obras de misericordia.
El Papa Francisco ha impulsado a todo el pueblo cristiano a realizar obras de misericordia. También en eso, los sacerdotes, para poder transmitir a todos ese afán del Santo Padre, tenemos que vivirlo personalmente en primer lugar, "Aunque se deban a todos −recuerda el Presbiterorum ordinis− los presbíteros tienen encomendados a sí de una manera especial a los pobres y a los más débiles, a quienes el Señor se presenta asociado íntimamente" (PO, 6).
Este año, en el que hemos vivido el drama de los refugiados, esta necesidad se ha puesto en primer plano y Francisco nos ha animado a acoger, al menos, a una familia en cada parroquia o santuario. Así lo hemos solicitado en Torreciudad aunque las dificultades administrativas en toda Europa, estén retrasando de momento nuestro deseo. Mientras tanto la cercanía de la Madre empuja a los peregrinos que acuden a este santuario a realizar muchas más obras de misericordia espirituales y corporales.
Como ven, esto es lo que puedo aportar a estas Jornadas: un recuerdo familiar; una fecha; una imagen que no se me borra de la memoria; y un acontecimiento entrañable. En la base de todos ellos están, como han escuchado, las Manos de una Madre y el mejor servicio que podemos prestar los sacerdotes a las familias en este Año Santo de la Misericordia. No hemos hablado, pues, de un tema distinto al que se pretende en estas Jornadas de Castelldaura, porque las familias que desean ser escuelas de misericordia necesitan indispensablemente sacerdotes que les acompañen, y estos deben de ser maestros sinceros, coherentes, creíbles.
Todos los que trabajamos en Torreciudad deseamos que el Santuario sea más que nunca, durante este año Santo un Santuario de misericordia. Queremos ser también nosotros las manos de la Madre. Sus puertas están abiertas a todos de par en par.
Concluyo, con las mismas palabras del Papa, dando gracias a la Madre de la Misericordia y pidiéndole que "la dulzura de su mirada nos acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios. Ninguno como María ha conocido la profundidad del misterio de Dios hecho hombre. Todo en su vida fue plasmado por la presencia de la misericordia hecha carne. La Madre del Crucificado Resucitado entró en el santuario de la misericordia divina porque participó íntimamente en el misterio de su amor" (MV 24).
Aprovecho esta ocasión para invitarles a todos Uds. a peregrinar a Torreciudad, a atravesar la Puerta Santa, para que allí encuentren de nuevo −parafraseando al Papa Francisco− la alegría y la ternura de las Manos de una Madre.
Mons. Javier Cremades, Rector de Torreciudad.
[Conferencia de las Jornadas Castelldaura 2016, facilitada por la Oficina de Información del Opus Dei en Cataluña].
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