Conforme a lo que escribe en 1 Co 11, 1 8 (“Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo”), san Pablo es también modelo sacerdotal
En un texto anterior el cardenal Robert Sarah se refirió a la Eucaristía como lugar donde el sacerdote se ofrece a Dios y se configura con Cristo, Sumo Sacerdote. En este nuevo artículo se refiere, sobre todo, a la santificación como finalidad de la Eucaristía.
“Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo”(1 Co 11, 1). Pablo podría ser nuestro modelo sacerdotal. Habla, en efecto, “de la gracia que Dios me ha otorgado de ser ministro [oficiante del culto] de Cristo Jesús [un leitourgos] para con los gentiles”, o, dicho de otro modo, para con los paganos que el Apóstol Pablo evangeliza por medio de su apostolado. Y después añade: “ejerciendo el oficio sagrado del Evangelio de Dios, para que la ofrenda de los gentiles, consagrada por el Espíritu Santo, sea agradable”(Rom 15, 15-16).
Pablo es sacerdote del Evangelio, por tanto, para que los hombres, los paganos que se convierten por medio de su apostolado, puedan ofrecerse ellos mismos a Dios. Desde luego su conversión se hará gracias a la Palabra y a los Sacramentos, particularmente la Eucaristía que celebra en medio de ellos para que se nutran y para que Cristo more en ellos como Vida de su vida. El Sacramento del Orden tiene, por tanto, una finalidad santificadora y teologal. El sacerdocio se ejerce para promover y acrecentar la fe teologal. Nuestro sacerdocio debe ayudar a los fieles cristianos a crecer y progresar en la fe teologal. Y tener fe teologal es adherirse a Dios que se revela para comunicarnos la vida, la vida divina que circula en el seno de la Trinidad.
En este punto encontramos una diferencia con Alá, el Dios de los musulmanes, quien comunica con los hombres, pero no se comunica. Comunica los preceptos religiosos del islam, pero no se comunica a sí mismo haciendo una Alianza con los hombres, ni en la gracia ni en la gloria. Para el Corán, eso incluso sería la peor blasfemia, porque supondría asociar el hombre a Dios. Prueba de lo que venimos diciendo está en que la bienaventuranza a la que el islam conduce no es la visión de Dios tal como Dios la ha prometido en la Revelación judeo-cristiana, y que encontramos perfectamente explicada en la Sagrada Biblia. El Paraíso de Alá es un lugar de delicias carnales, de bienestar puramente material y de felicidades creadas, que multiplican al máximo los placeres mundanos. En el islam no hay fe teologal, unión con Dios. Hay una adhesión religiosa. Ciertamente que el islam es una religión poderosa, con la que hoy nos relacionamos con frecuencia. Y, a primera vista, los musulmanes son mucho más religiosos y mucho más respetuosos de Dios que nosotros, los cristianos. No corramos, en consecuencia, el riesgo de comenzar a creer, como ellos, que cuanto más religioso se es, más fe se tiene.
Necesitamos cultivar una conciencia cada vez más límpida y la convicción de que la religión ha de estar siempre al servicio de la vida teologal de la fe, la esperanza y la caridad. Podríamos sentir la tentación de no intentar distanciarnos de la escalada religiosa de ciertos integrismos. También nosotros podríamos caer en la tentación de creer que la Iglesia debe embarcarse en acciones ruidosas e ilusorias de lucha por erradicar la pobreza, las injusticias y el hambre en el mundo, mientras dejamos que los hombres y las sociedades post-modernas se opongan frontalmente a Dios o desprecien radicalmente las leyes y las enseñanzas de Dios. Pensamos que se podrá erradicar ideológicamente la pobreza y el hambre en el mundo, mientras aparentamos ignorar que “la economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona… que se funda en la creación del hombre «a imagen de Dios»”(Caritas in Veritate, 45). La Iglesia no debería respaldar ni colaborar en proyectos ideológicos. El Evangelio no es una ideología. Su único proyecto es erradicar la miseria y el pecado. Porque “el Hijo de Dios se manifestó para destruir las obras del Diablo”(1 Jn 3, 8). Ciertamente, la Iglesia y sus Servidores, los sacerdotes, deben comprometerse resueltamente en la promoción de la dignidad de la persona humana, y reducir al máximo la miseria clamorosa de tantas poblaciones. Se trata de escuchar el clamor de los pobres sin olvidar que “la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual”(Evangelii gaudium, 200).
Debemos recordar, entonces, que el ministerio sacerdotal significa para Pablo que toda la vida del sacerdote debe servir para santificar a los fieles que, tanto si aún no se han convertido como si ya lo han hecho, necesitan convertirse siempre, de manera que por su vida teologal se conviertan ellos mismos en un ofrenda que da gloria a Dios. En Pablo, el término “ofrenda” hace alusión a la Eucaristía.
Sabemos que Pablo presidía la Eucaristía, durante la cual comentaba largamente la Palabra de Dios: “El primer día de la semana, nos reunimos para la fracción del pan”(Hech 20, 7-12). “Pablo les estuvo hablando y, como iba a marcharse al día siguiente”, conversaba con ellos (es la homilía). “Prolongó el discurso hasta medianoche. Había lámparas en abundancia en la sala de arriba, donde estábamos reunidos. Un muchacho, de nombre Eutiquio, estaba sentado en la ventana. Mientras Pablo alargaba su discurso, al muchacho le iba entrando un sueño cada vez más pesado; al final, vencido por el sueño, se cayó del tercer piso abajo. Lo recogieron ya muerto, pero Pablo bajó, se echó sobre él y, abrazándolo, dijo: ‘No os alarméis, sigue con vida’. Volvió a subir, partió el pan y lo comió. Estuvo conversando largamente hasta el alba y, por fin, se marchó. Por lo que hace la muchacho, lo trajeron vivo, con gran consuelo de todos”.
Pablo muestra aquí que la santificación del pueblo cristiano pasa por la Eucaristía, de la que él es el oficiante. Por eso es vital vivir plenamente la Santa Misa. Y esto supone permanecer continuamente en oración, en adoración, en alabanza y en acción de gracias delante de Jesús Eucaristía. Es preciso que cultivemos esta relación personal e íntima con Jesús presente en el tabernáculo.
El Papa san Juan Pablo II describe magníficamente este encuentro personal con Jesús, y nos invita encarecidamente a su experiencia personal con Jesús Eucaristía: “Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas.
Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el ‘arte de la oración’, ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!
Numerosos Santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y recomendada repetidamente por el Magisterio. De manera particular se distinguió por ella San Alfonso María de Ligorio, que escribió: ‘Entre todas las devociones, ésta de adorar a Jesús sacramentado es la primera, después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros’. La Eucaristía es un tesoro inestimable; no sólo su celebración, sino también estar ante ella fuera de la Misa, nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia. Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las Cartas apostólicas Novo millennioineunte y Rosarium Virginis Mariae, ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico, en el que se prolongan y multiplican los frutos de la comunión del cuerpo y sangre del Señor” (Ecclesia de Eucharistia, 25).
Ahora bien, para el Apóstol Pablo también es una finalidad de la Eucaristía que los fieles cristianos lleguen a ser por Cristo Jesús, con Él y en Él, una ofrenda viva para Dios. Es lo que el sacerdote pide en la oración de intercesión, cuando suplica al Señor pidiendo: “Que él nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos” (Plegaria Eucarística III). En la celebración eucarística, como hemos subrayado, el sacerdote se ofrece con Cristo, pero no es el único que ofrece. Toda la asamblea se ofrece con él, y es posible que en la asamblea haya personas cuya santidad y caridad sean mayores que las del sacerdote. Pensemos en lo que supondría la presencia de la Virgen María en la Eucaristía de la Iglesia primitiva; y también la de tantos Santos y Santas que no eran sacerdotes. Así pues, el sacerdote se ofrece, por tanto, pero se ofrece con toda la asamblea de los fieles cristianos, para que Jesús habite en ella y santifique sus almas.
Efectivamente, sería una monstruosidad pensar que Cristo está presente en las Sagradas Especies del pan y del vino, si no es para hacerse presente en nuestras almas de manera fecunda, vivificante y santificante.
Eso supone que nosotros presentamos al Señor unas buenas disposiciones interiores, y nuestras vidas profundamente deseosas de ser liberadas del pecado, para que Él venga a habitar en nosotros. Ciertamente, la consagración del pan y del vino no depende de las disposiciones personales o de la santidad del sacerdote, pero la aplicación del sacrificio de la Misa a los fieles y a los ministros no sucede de manera automática. Está unida a las disposiciones espirituales de cada fiel y del sacerdote que preside la ofrenda. Así, la recepción fructuosa de la Eucaristía dependerá mucho de nuestras disposiciones interiores. Es siempre el mismo Cristo quien está presente en las Sagradas Especies, pero la recepción fructuosa, la manera en que asimilamos a Jesús en la gracia de la comunión y por el ofrecimiento de nosotros mismos a través de la celebración eucarística es muy diversa, según nuestras disposiciones personales. Puede incluso ser inútil y nociva. Podemos incluso ponernos en una situación de grave ofensa al Señor, si consumimos su Cuerpo y su Sangre en un estado personal de pecado mortal.
“De modo”, dice san Pablo, “que quien coma del pan y beba del cáliz del Señor indignamente, es reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Así, pues, que cada cual se examine, y que entonces coma así del pan y beba del cáliz. Porque quien come y bebe sin discernir el cuerpo como y bebe su propia condenación” (1 Co 11, 27-29).
Cardenal Robert Sarah
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino
Fuente: Revista Palabra (octubre 2015)
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