Una de las riquezas más grandes que nos deja en herencia el Sínodo sobre la Familia para este Año Santo es una pastoral familiar inspirada en la mirada del Buen Samaritano
Conferencia del Cardenal Gualtiero Bassetti, durante las 51 Jornadas de Cuestiones Pastorales de Castelldaura, que con el título “La familia, escuela de misericordia”, se celebran los días 26 y 27 de enero de 2016 en Castelldaura (Premià de Dalt).
El Papa Francisco considera el Jubileo extraordinario de la Misericordia “como un tiempo adecuado para la Iglesia, para que haga más fuerte y eficaz el testimonio de los creyentes»[1], y como una oportunidad favorable para quien no cree en situarse junto a la puerta de la humanidad y «contemplar las míseras del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas a los que se niega su dignidad»[2], bien dispuestos a escuchar su grito de auxilio. Por esto, el Papa plantea la perspectiva de la misericordia en el centro de su ministerio, ya que, como proclamaba san Juan XXIII al inaugurar el Concilio Vaticano II, es el corazón de la conversión pastoral de la Iglesia.
La perspectiva de la misericordia es, pues, de gran importancia para los tiempos modernos, pero se tiene que hacer una pequeña e importante aclaración inicial. Demasiado a menudo, en el lenguaje corriente −sobre todo en el de los medios− cuando se habla de misericordia se topa con un equívoco burdo, porque se la confunde con una mezcla de propósitos sentimentales. En cambio, la misericordia, como ya he tenido ocasión de escribir, «no es un barniz superficial que blanquea nuestros pecados» y no «es tampoco una opereta teatral recitada con un lenguaje endulzado y mimoso»; es, por el contrario, «el testigo viril de la presencia de Dios en la vida de los hombres» que nos muestra, inequívocamente, «cuál es el camino del amor cristiano»[3].
El episodio evangélico de la pecadora que entra en casa de Simón el fariseo durante la comida con Jesús nos permite comprender el significado más profundo. La mujer se postra a los pies del Maestro de Nazaret, y comienza a besárselos y derrama aceite perfumado. Después, Jesús le dice: «Tu fe te ha salvado; ¡vete en paz!». La mujer que se postra a los pies del Señor, ha escrito don Divo Barsotti −un místico italiano del Novecientos con ninguna tendencia a halagar al público− representa «el encuentro del hombre pecador con Dios todo santo». Ella se lanza a sus pies porque, consciente del pecado, siente la necesidad de la misericordia infinita de Dios y, por tanto, consciente «de no poder esperar en nada más», se rinde totalmente disponible a la acción de la gracia divina.
La experiencia de la pecadora nos lleva inequívocamente a la condición del hombre de hoy, de cara al Año Santo. Un hombre perdido y confundido, materialista y mundano, idólatra y nihilista, pobre y solo, a quien ha sido concedido, sin embargo, la posibilidad de atravesar la maravillosa puerta de la justicia para poder postrarse a los pies del Señor con la plena conciencia que, después de todo, como ha escrito Barsotti, «Dios es misericordia». Como se intuye fácilmente, en la palabra misericordia hay una referencia a la miseria del hombre. La raíz misericors nos lleva al amor infinito de Dios «que se extiende a la miseria de los hombres». La misericordia es el canal de la gracia que llega de Dios a los hombres. Dios, en efecto, no es misericordia hasta que no se instaura una relación con los hombres. «Él es el Amor infinito, Él es Dios, pero para nosotros Él es misericordia». Por tanto, el punto de partida fundamental de cualquier reflexión sobre la acción de la misericordia en la historia de la humanidad es la conciencia no sólo de la limitación de toda acción humana sino su intrínseca y connatural miseria: «Toda la humanidad ante Dios», en efecto, «es como la prostituta que se lanza a los pies del Señor»[4].
A partir de esta toma de conciencia nos hemos de preguntar: ¿hacia dónde va la humanidad del mundo contemporáneo? ¿En qué condiciones se encuentra la familia en la sociedad actual? San Juan Pablo II y Benedicto XVI hablaban de una profunda crisis moral que precedía la crisis socioeconómica de la sociedad de hoy. Francisco confirma esta perspectiva ensanchando los horizontes en la «cultura del descarte» y subrayando como la familia está atravesando «una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y lazos sociales»[5].
Hoy más que nunca, conviene poner en valor la vocación y la extraordinaria belleza de la familia. Hace algunos años, siendo obispo de Arezzo, escribí que la familia representa «un amor para siempre que salvará el mundo»[6]. Y precisamente hoy es fundamental valorar este “amor”: es decir, el testimonio formidable de fe que la familia puede dar al mundo contemporáneo, haciendo evidentes todos los talentos que posee −la caridad conyugal y el amor esponsal, el sacramento y el espíritu de donación, la vida comunitaria y el primer anuncio del Evangelio, el esfuerzo educativo y la generación−, pero sin esconder las heridas que la aquejan.
En otras palabras, no nos tenemos que esconder detrás de un ideal de familia en abstracto, como quisiéramos que fuera, sino enfrentarnos a lo que es realmente. Con la célula fundante, bellísima y frágil, de un cuerpo social cada vez más agotado y caracterizado, por una parte, por una cultura individualista a veces exasperada que golpea cualquier forma de relación humana y, de otra, por una cultura del descarte que margina todo lo que no es útil.
Hoy, el contexto social europeo, caracterizado por el aumento creciente de las convivencias, de las separaciones y los divorcios, y también de una tasa de natalidad cada vez más baja, nos obliga a mirar la familia de una manera concreta, sin ser agresivos en el intento y sin caer en la retórica moralista.
Obviamente no se trata de caer en la sensibilidad de la crisis de la sociedad contemporánea, y menos de incurrir en los cambios y las modas del mundo, sino más bien de dejar espacio a la acción de la misericordia. La fragilidad es un aspecto ineludible, es más, constitutivo de la dimensión humana que el mundo de hoy, esclavizado por el mito de la eficiencia y por una idolatría del bienestar, tiende a eliminar. Cada cristiano, por el contrario, sabe muy bien que “el hombre frágil” y “pecador”, como escribió San Agustín, desea alabar a Dios porque es testigo de una promesa y sabe a qué está “destinado”. La fragilidad, pues, no es sólo el momento en el que se manifiestan los límites del hombre sino sobre todo el lugar de la gracia.
La familia refleja todos los límites del hombre, mostrando, por ejemplo, fragilidades psicológicas y afectivas en las relaciones de pareja, incapacidad de organización de la vida doméstica por causa de los horarios de trabajo, debilidad en la educación de los hijos y, por último, las dramáticas separaciones y divorcios. En esta fragilidad, indudablemente, puede actuar la gracia de Dios mediante el remedio de la misericordia para intentar integrar pastoralmente en la Iglesia a todos los que sufren a causa de la propia fragilidad.
Tal como lo veo, son tres los desafíos que la familia ha de afrontar en el mundo contemporáneo. El primero es de tipo existencial y reside en las dificultades de formar y de ser una familia. Es una dificultad que se refiere sobre todo, pero no sólo, a las jóvenes generaciones. A menudo veo muchas parejas que dudan y son incrédulas respecto a que formar una familia sea bonito y que, sobre todo, sea posible formar una relación para siempre. Es decir, que sea posible dar vida, con la ayuda de Cristo, a un vínculo indisoluble para toda la duración de la vida. De otra parte, las mujeres y los hombres de hoy han crecido en un contexto donde todo es “de usar y tirar”, incluso las relaciones humanas parecen destinadas a una especie de caducidad como si fueran alimentos envasados. Muchas personas, no todas obviamente, parecen tener miedo del futuro. Viven en un presente lleno de ansiedad y de un pasado nostálgico. Pero sobre todo parece que han errado sobre la profundidad del significado del amor −disminuyéndolo con la pasión o con un ideal romántico− y por eso eliminan de su horizonte el proyecto futuro de una vida conyugal indisoluble.
El segundo desafío es de tipo social y consiste en acertar el modelo adecuado para la familia en nuestra sociedad cada vez más compleja y estresante. Pensemos, por ejemplo, qué significa para una familia, hoy, vivir en una gran metrópoli o, peor, en una de sus periferias: los ritmos de vida estresante, las distancias y los tiempos calculados, la falta de espacios, la contaminación del aire, la mala calidad de los alimentos estándar. O pensemos también en la dimensión laboral: en quienes se encuentran sometidos a esfuerzos inauditos, o en los que no tienen trabajo. Esta pesada civilización urbana, como ya había intuido Pablo VI, produce una serie de obstáculos objetivos para la vida familiar: la precarización del trabajo, por ejemplo, hiere el alma de los cónyuges e impide la base de mínima estabilidad para la familia; los ritmos obsesivos de trabajo, en cambio, producen una especie de neurosis social que impide dedicar tiempo a la familia; la movilidad social, en cambio, rompe las tradicionales redes generacionales de asistencia mutua entre las familias, entre abuelos e hijos; y, por fin, la mujer, cada vez más enfrentada entre una maternidad deseada y un trabajo necesario, tiene el riesgo de no entender cuál es su papel en la familia y en la sociedad.
El tercer desafío nos introduce en uno de los más grandes temas de discusión en los últimos decenios y se refiere a la cuestión antropológica y a la defensa del hecho humano. Un desafío cultural y espiritual de grandes dimensiones que hunde las raíces culturales en la historia del siglo pasado y del que sólo hoy logramos comprender los efectos. No es casual que el Papa Francisco haga continuamente mención a la humanidad herida y a la Iglesia como un hospital de campaña. Hoy estamos llamados a curar las heridas producidas en una batalla realizada, ante todo, sobre el cuerpo de las mujeres y los hombres, y por tanto, de las familias.
Pero ¿cuáles son las batallas culturales de la cuestión antropológica? Os menciono sólo tres. El primer motivo es el llamado drama del humanismo ateo. Según la famosa definición del padre agustino Henri De Lubac[7], el ateísmo moderno es muy diverso, en comparación con el del pasado. No se trata ya de un ateísmo groseramente materialista, sino de un ateísmo constructivo, que tiene una lúcida conciencia de futuro y que no es sólo orgánicamente anticristiano, sino también y sobre todo antihumano. Hoy asistimos al triunfo gozoso del nihilismo. Un nihilismo satisfecho que ha deshumanizado al hombre a favor de una mercantilización del deseo y del bienestar.
El segundo motivo es la sociedad del bienestar, que se basa en la nueva apostasía del culto al dinero. Dinero, escribía en 1957 Giovanni Battista Montini como arzobispo de Milán, «es un bien aislante desde el punto de vista psicológico». «Crea un privilegio, excava una distancia, determina un poder exclusivo, cierra el horizonte social»[8]. El culto al dinero produce la avaricia y rompe cualquier tipo de relación humana. Hoy, a pesar de la crisis, seguimos viendo como persiste una cultura burguesa, como decía Mounier, que es en primer lugar una cultura de la apariencia y es, en segundo lugar, una cultura del tener que quiere transformar cualquier deseo en un derecho.
Luego, el tercer motivo es el poder, o mejor dicho, el poder excesivo de la técnica. Uno de los rasgos más inquietantes de la modernidad es sin duda la difusión de una mentalidad técnico-científica, que representa el corazón de un modelo de progreso que considera la verdad como sólo lo que es útil y no contempla los valores de la gratuidad y de la caridad[9]. Este modelo de progreso favorece la difusión de una tecnociencia que no sólo olvida la dignidad de la persona humana sino que termina por descomponer al hombre, hasta declarar su muerte ontológica y su superación. La perspectiva del hombre cyborg, de la robótica y de las neurociencias representan, efectivamente, temas de reflexión importantísimos para el futuro de la humanidad.
Los tres desafíos que acabo de tratar −existencial, social, antropológico− podrían resumirse afirmando que existe, en una gran parte de las sociedades contemporáneas, una cultura difusa que, en algunos de sus rasgos, es hostil frente a la familia. Esta cultura -que ve la familia como una realidad antigua, arcaica, superada por el tiempo, y en consecuencia como un lugar de opresión y represión- es el producto de una mentalidad individualista que parece haberse enquistado en el interior del cuerpo de la sociedad y la está carcomiendo por dentro. Esta mentalidad individualista, de una parte, desestructura la familia natural −entre hombre y mujer, abierta a los hijos y al amor de Cristo− y, de otra, propone una serie de instituciones pseudofamiliares que son presentadas como el signo ineluctable del progreso social[10].
Todo esto, sin embargo, no nos tiene que dar miedo, porque allí donde abunda el pecado hay gracia sobreabundante. He aquí entonces la necesidad de la misericordia: para dar testimonio de la grandeza y la gloria de Dios. Cuanto mayor sea el pecado del hombre, mayor será la bondad del Señor. Cuanto más doloroso sea el clima de odio, más bonito el testimonio de amor escrito en la vida de las personas que se esfuerzan en las obras de misericordia. Cuanto más profunda la herida, más intensa la misericordia divina. Son las “heridas” en las que la Iglesia, por vocación y no por una obligación de ley, está llamada a derramar “el aceite de la misericordia” y, en la misma medida, “la medicina de la verdad”.
Una de las riquezas más grandes que nos deja en herencia el Sínodo sobre la Familia para este Año Santo es una pastoral familiar inspirada en la mirada del Buen Samaritano: una mirada que, ante todo, ve la familia en su real y concreta cotidianidad, sin confundirse en formulaciones ideales o abstractas. Y luego, en segundo lugar, esta mirada da vida a una pastoral que, haciéndose cargo de las riquezas y los padecimientos de las familias modernas, pretende acoger, curar e integrar los hombres y mujeres de hoy en el interior de la comunidad eclesial.
Por tanto, hay que integrar y no excluir, desarrollando una pastoral que, sin negar la Verdad pero con misericordia, tenga cuidado de las heridas del hombre moderno. Los esfuerzos pastorales, sin embargo, no han de engañar y no pueden hacer que los cristianos olviden cuál es su única y auténtica misión en esta vida: ser la sal de la tierra. Ante este tipo de eutanasia del espíritu provocada por un individualismo exacerbado, por la difusión de una opulencia burda y vulgar y, en fin, por la difusión de una mentalidad que ha hecho creer al hombre moderno que es el dueño del mundo, los cristianos tienen sólo una solución: el anuncio del Evangelio. Quizá de una manera nueva, pero siempre con alegría y caridad.
Sin la familia, la misma sociedad está destinada a romperse en miríadas de individuos solos y aislados, con lazos sociales escasos y débiles que cada vez vinculan menos y cada vez son más líquidos. Sin la centralidad de la familia la sociedad está destinada a volverse precisamente una verdadera sociedad líquida. La familia, en cambio, posee en su laicidad un capital social inmenso, que se transmite de generación en generación, y que podemos sintetizar así: la importancia de la familia reside en la confianza que tiene en el futuro y en la vida que es capaz de generar[11].
A pesar de todas las dificultades, la familia sigue siendo la fuente de la mayor esperanza para nuestra sociedad. Pensemos sólo un instante en el acto de coraje que hacen las familias actuales para nacer y vivir en el ambiente social y cultural totalmente adverso que antes he descrito brevemente. Estas parejas que se prometen un amor “para siempre” realizan un acto de heroísmo increíble. Quizás es el mayor gesto contracorriente de la sociedad actual. ¡Y será este amor para siempre lo que salvará el mundo!
Nuestra sociedad será salvada por la afirmación de la belleza que hay en el amor total, exclusivo, indisoluble, y por el hallazgo de un amor que no se reduce a la química del sentimiento sino que da cuenta del misterio que existe en la profundidad del hombre: un amor que brota de la pasión y de la libertad pero se forja cada día en la voluntad y en el entendimiento.
Gualtiero Bassetti, cardenal arzobispo de Peruggia y vicepresidente de la Conferencia Episcopal italiana
[Conferencia de las Jornadas Castelldaura 2016, facilitada por la Oficina de Información del Opus Dei en Cataluña].
[1] Francisco, Misericordiae Vultus, n. 3.
[2] Ibid., 15.
[3] G. Bassetti, «Dio è misericordia», en L’Osservatore Romano, 12 de diciembre de 2015.
[4] Las citas de Barsotti están sacadas de D. Barsotti, Dio è misericordia, Melara, Parva, 2007.
[5] Francisco, Evangelii gaudium, 66.
[6] Cf. G. Bassetti, La gioia della carità, Venecia, Marcianum, 2015.
[7] H. De Lubac, Il dramma dell ‘umanesimo ateo, Milán, Jaca Book, 1992.
[8] Cf. G. La Bella, L’umanesimo di Paolo VI, Soveria Mannelli, Rubbettino, 2015
[9] Francisco, Laudato Si’, 102, 106, 108.
[10] Cf. L. Alici, La famiglia e il vangelo della misericordia, Milán, Ancora, 2015.
[11] C. Giaccardi, M. Magatti, Generativa di tutto il mondo unitevi, Milán, Feltrinelli, 2014.
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