Creer significa ser capaz de comunicar a los hijos la razón de la fe, precisamente porque creer se refiere siempre a la promesa de un futuro nuevo, y va ligada a una generación
Intervención del Autor en el Encuentro conjunto de Agentes de Pastoral Familiar, de Enseñanza y Catequesis con motivo del “Año de la fe” (1 de marzo de 2013. El Escorial, Madrid).
“Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las repetirás a tus hijos..., hablarás de ellas..., las escribirás...; cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: ‘¿Qué son estos estatutos...?’... dirás a tu hijo: ‘Éramos esclavos de Faraón en Egipto nos sacó... para que fuéramos felices” (cf. Dt 6, 6-25). El texto bíblico subraya bien la conexión entre la familia y la transmisión de la fe. En el Decálogo no hay mandamiento especial para los padres: existe solo uno para los hijos. Tal vez la razón sea que el mandamiento paterno se refiere a la totalidad de la fe bíblica: transmitir a los hijos la Ley entera. Y esta se comunica, nótese, no directamente como mandamiento, sino como relato, como testimonio de un encuentro salvífico con Dios. Además, al narrar esta historia de salvación el padre no solo cuenta hechos, sino que responde a su por qué, descifra su sentido, tal vez no claro cuando sucedieron, y solo visible desde la memoria fiel: “para que fuéramos felices siempre y nos permitiera vivir como el día de hoy” (cf. Dt 6, 24). El padre transmite al hijo, pues, una experiencia y la luz que la descifra; un camino y su sentido; solo de este modo puede dar a su prole la esperanza para seguir avanzando, de generación en generación[1].
La transmisión de la fe resulta así esencial a la fe misma. Creer significa ser capaz de comunicar a los hijos la razón de la fe, precisamente porque creer se refiere siempre a la promesa de un futuro nuevo, y va ligada a una generación. Nada extraño que el ámbito propio en que esto suceda sea la familia. Tal conexión, presente en el Antiguo Testamento, no disminuye en el Evangelio de Jesús. Si la antigua promesa, origen de la fe, era una descendencia abundante y bendita (cf. Gén 12, 1-3), Cristo la lleva a plenitud, apareciendo como el hijo esperado. Por eso sabemos que Él no vino a abolir la Ley, ni a negar la estructura creatural del mundo. La transformó, eso sí, pero siempre según un dinamismo que ya latía en ella desde los principios. No vino, pues, a abolir la familia, sino a desvelar el misterio último de sus relaciones. De otro modo no se llamaría hijo de Dios e hijo del hombre, no se habría presentado como Esposo de la Iglesia, ni traería el anuncio, como dijo a Nicodemo, de la regeneración del hombre para nueva vida (cf. Jn 3, 3).
Voy a explorar esta conexión entre fe y familia en dos pasos: 1) describiré una doble crisis, de la fe y de la familia, mostrando que están relacionadas; 2) vincularé después, en positivo, la fe y la familia, el “genoma” creyente con el “genoma” familiar. Quedará para otro momento, en otras ponencias de este congreso, sacar las consecuencias de este enfoque para la misión de la parroquia y de la escuela.
El tema que tratamos, la relación de fe y familia, no es fácil, pues a ambas realidades les afecta una crisis.
Cabe poca duda de que la fe vive hoy momentos bajos, al menos en los países de Occidente. Se dice, es cierto, que florece en otros lugares, que abundan conversiones y bautismos, vitalidad eclesial, en el hemisferio sur[2]. Esto, sin embargo, no es en realidad de mucho consuelo. Pues Occidente sigue siendo el lugar a que el mundo mira para determinar el futuro. De él ha nacido la civilización global, la ciencia y la técnica, la comprensión moderna del sujeto... que hoy son moneda común en todos los lugares del mundo. La secularización no puede confinarse, pues, a un área geográfica.
El filósofo canadiense Charles Taylor señala tres formas de referirse a la secularización[3]. La primera es la ausencia de Dios en la vida pública: se trata del ateísmo metódico que se pide a todos, creyentes o no. El paradigma vigente es que Dios no tiene lugar en la política, en la ciencia y técnica, en la organización social. Cada uno puede tener su propia religión, pero esta será privada, válida de puertas adentro, no podrá proponerse en la plaza común. Hace quinientos años, como indica Taylor, este no era ciertamente el caso. La segunda forma de secularización se refiere al decaimiento de la práctica religiosa, al hecho de que menos personas se consideren creyentes y vayan a la Iglesia. Taylor llama a este fenómeno “secularización 2”, a diferencia de la primera secularización, “secularización 1”. Las dos se distinguen, aunque estén relacionadas. En Estados Unidos, por ejemplo, la “secularización 2” no parece existir, pero sí, claramente, la “secularización 1”. Queda un tercer sentido, que Taylor llama coherentemente “secularización 3”. Este se refiere sobre todo a los creyentes, y sucede incluso en los países donde la práctica religiosa es alta. Se trata de que ahora el acto de creer no es, como antes, algo que se da por descontado. Hoy, creer es siempre una opción entre otras, que puede tomarse o no, pues se da siempre la posibilidad contraria, que es incluso la más fácil, la que existe por defecto. Esto hace que la fe, siendo una posibilidad entre muchas, pierda su vigor para modelar hasta el fondo la vida del hombre; la fe no puede ser −como en la tradición cristiana− aquel fundamento inquebrantable sobre el que se edifica la vida. A todo esto puede uno referirse como “crisis de fe”.
A esta crisis de fe podemos unir ahora la crisis de la familia. Es interesante observar que los tres sentidos de secularización de que habla Taylor pueden aplicarse fácilmente a la institución familiar. En primer lugar, la familia tampoco juega hoy papel alguno en la vida pública, se ha relegado al ámbito privado. En segundo lugar, hoy hay también menos personas que quieran formar una familia. Es verdad que en este segundo sentido la crisis no se nota demasiado. Surgen continuamente encuestas que nos convencen de que la gente sigue apreciando la familia, que la considera importante, que quiere formar una. Ahora bien, lo que estas encuestas no miden es el alcance de algo correspondiente a la “secularización 3”: cuando la gente habla hoy de familia entiende una cosa muy diferente a lo que se quería decir en el pasado. La familia, en efecto es, como la fe, una opción entre tantas. Ya no parece ser lo obvio, lo que se supone, sino una elección subjetiva entre muchos modelos de familia, según las muchas identidades sexuales. Así, se llama a la auténtica familia “familia tradicional”, lo que en un mundo “post” (pos-moderno, pos-cristiano) es una manera de desprestigiarla.
¿Cómo relacionar, pues, dos realidades, hoy problemáticas, la fe y la familia? Si la fe quiere salvar a la familia, o la familia salvar a la fe, nos viene enseguida a la mente el dicho evangélico: “¿puede un ciego guiar a otro ciego?”
Nos ayuda, para una primera respuesta, considerar que no se trata de dos crisis aisladas, sino de dos crisis con raíces comunes, hasta el punto que se podría hablar de una y la misma crisis. Es decir, la crisis de la fe y la crisis de la familia van unidas; no es coincidencia que se produzcan al unísono. Así lo ha dicho Benedicto XVI, en la homilía de apertura del Sínodo sobre la Nueva Evangelización.
Se debe esto a que, cuando la sociedad moderna se ha definido al margen de la fe en Cristo (cuando ha querido ser sociedad “post-cristiana”) ha puesto en peligro también todo lo que había heredado de la fe. Y entre estas cosas estaba la seguridad en la bondad de la creación, de todo lo que en el hombre es natura, de todo lo que ha recibido antes de poder elegirlo. Cristo no solo había abierto un nuevo horizonte para el hombre, sino que había rescatado también sus orígenes. Al hacerse cristiano uno se reencontraba consigo mismo, abrazaba los estratos más profundos de su ser, y solo así podía ser cristiano. El mundo entero, la antigua natura, se revelaba ahora, a la luz de Jesús, como un don, un regalo, que portaba en sí la promesa de una vida buena. A la luz de la plenitud inaugurada por Cristo, el mundo aparecía como capaz de albergar sentido, como don primero de Dios al hombre.
Rechazada la fe, empezamos a ver que todo esto no era tan obvio, que había brotado de Cristo y que, por eso mismo, empieza ahora a desaparecer. La cosa toca especialmente la familia. Pues en ella se vive el sentido originario del hombre como ser creado, que reconoce un origen en otro. Es en la familia donde somos engendrados y entendemos que nuestra vida no puede ser autonomía total. Allí aprendemos qué significa ser generados y pertenecer así a otros: a nuestros antepasados, a nuestros padres y hermanos, a nuestros hijos... Lo contrario a esto es el delirio de muchos contemporáneos: el sueño de auto-generarse, definiendo al hombre a partir del propio querer. Y así, la familia ha de poder redefinirse, hacerse elección abierta, sin vínculos con la tradición o la natura. La crisis de la familia, como la crisis de la fe, consiste en no verla ya como un fundamento sobre el que construir, sino como un ingrediente adicional que se puede o no añadir a la vida.
La doble crisis no debe, sin embargo, desanimarnos. Y es que al centro de la fe y de la familia hay una gran capacidad para confiar en el futuro. El centro del Evangelio es, en efecto, el nacimiento de un Hijo. Así se entiende el anuncio de los ángeles en Belén, y también el anuncio pascual, que proclama a Cristo primogénito de entre los muertos, y entiende la resurrección como el nacimiento definitivo de Jesús del Padre, en carne gloriosa (cf. He 13, 33). También el centro de la vida familiar es la generación: el amor entre hombre y mujer puede crear futuro, puede abrir horizontes nuevos, renovar a los cónyuges... puede, también, convertirse en hogar que acoja una nueva vida.
Esto nos invita a pensar que lo que está en crisis no es exactamente la fe o la familia. La fe y la familia no pueden estar en crisis, es decir, no pueden perder el horizonte esperanzador del futuro, porque fe y familia son la anti-crisis, el lugar generativo por excelencia, y siempre “tienen” futuro. Lo que está en crisis son más bien modos concretos (sucedáneos) de vivir la fe y la familia. Está en crisis una visión de la fe que la ha separado de la vida concreta de los hombres, fe convertida en abstracción; está en crisis la familia burguesa, familia privatizada y afectiva, que encierra a los amantes en sí y los separa del trabajo por el bien común. De nuevo: solo la fe y la familia tienen futuro, porque solo en ellas se da el dinamismo generativo que crea horizontes y nos permite caminar por ellos. Como tales, fe y familia son realidades fecundas, capaces de reinventarse en contextos diversos. Vamos a examinar este círculo virtuoso que va de la fe a la familia y de la familia a la fe, y que nos dará una clave para la Nueva Evangelización.
Que crisis de fe y crisis de familia vayan unidas es solo una cara de la moneda. La otra cara es más luminosa: se da una conexión profunda entre la estructura básica de la fe y la estructura básica de la familia; podemos decir, también: entre el genoma de la fe y el genoma de la familia, con metáfora apta para decir su carácter generativo. Vamos a comparar ambos, para descubrir las semejanzas.
Antes he señalado que hoy la fe se vive como una opción más entre muchas. Nos hemos hecho la idea de la fe como un salto en el vacío, que se da cuando no hay suficiente luz. En muchos casos se reduce todo a un sentimiento subjetivo, que nos mueve a creer. O a un deseo, siempre oscuro, de que sea verdad aquello que deseamos con fuerza.
Esta no es la visión cristiana de la fe. El acto de fe es el acto que funda la existencia cristiana. Creer nos sitúa en modo nuevo ante la vida; la fe es, ella misma, una nueva vida. El creyente no la ve como una opción más, sino como aquello que permite las demás opciones, pues le hace capaz de actuar. Un texto de San Ireneo de Lyón nos presenta la fe como capacidad de aprehender la realidad concreta, lo que verdaderamente es. La fe no aparece como posible añadido a la existencia, sino como seguridad fundante de toda otra experiencia. Si no es demostrable no es porque le falten cimientos, sino porque es cimiento de todo lo demás que hacemos y conocemos:
En cuanto a la fe, es la verdad quien la hace nacer, pues la fe se funda sobre lo que es verdaderamente el ser de las cosas, de modo que nosotros creemos a Quien es y tal como es, y al creer a Quien es y tal como es, mantendremos firme nuestra adhesión. Y puesto que la fe aprehende nuestra salud, es preciso prestarle mucha atención, a fin de poseer la comprensión verdadera de Aquél que es (San Ireneo de Lyón, Epideixis 3).
¿Cómo es esta certeza que dona la fe? Para entenderla, ayuda el parangón con la familia. Pues la estructura que la fe nos abre, el tipo de vida que nos comunica, es muy similar a la que nos proporciona la experiencia familiar. También en la familia se forjan los fundamentos de la vida humana. Allí recibimos el nombre, la identidad, la perspectiva abierta hacia el bien común... los elementos raíces de la vida del hombre.
La conexión entre fe y familia nos ayuda a entender, sea qué es la fe, sea qué es la familia. Por un lado, la fe, en cuanto fe en el amor de Dios como fundamento de la vida, nos hace apreciar en modo particular la familia, primer ámbito en que la vida se relaciona con el amor. Por otro lado, a partir de la familia podemos entender la fe como fundamento de una nueva vida; desde la experiencia familiar se comprenden los nuevos horizontes que la fe genera en nosotros y el fundamento que nos ofrece. Procederé señalando algunas características de la fe, viendo cómo se corresponden con la vida familiar.
a) Fe como “apoyarse en”
La acepción fundamental de la fe, la emunah bíblica, significa “solidez”. El hombre de fe es quien se apoya sobre un fundamento fiable. Lo contrario de la fe consiste en buscar en sí mismo los cimientos con que edificar la propia vida. Por eso la fe es lo contrario del individualismo. La fe consiste en decir: el fundamento de la existencia está en otro. Y ese otro se me muestra como amor fundante, originario. El hombre individualista declara: yo puedo generarme a mí mismo. Y de este modo siempre estará aislado. Desde la relación fundante de la fe, por el contrario, cobran peso las demás relaciones de la vida. Si hay un Padre común (el Padre nuestro), entonces hay un pan común (el pan nuestro), y somos un solo cuerpo. La fe tiene por eso estructura comunitaria, se confiesa siempre en la Iglesia.
Tal cosa se corresponde con la experiencia básica de la familia. En ella las relaciones nos constituyen, nos definen, no se quedan en la superficie. Está, en primer lugar, la filiación. El que se experimenta hijo, generado del amor de sus padres, entiende que recibe su existencia de otros. A la luz de la acogida que su familia le presta puede aceptar con gratitud todas las cosas de su existencia que él no ha determinado por sí mismo: el lugar donde ha nacido, la lengua que habla, las costumbres, tradiciones, historia de sus antepasados... A partir de esta relación fundante se entreteje su vida, siempre en una red de relaciones: es hijo, hermano, esposo, padre, madre...
Por eso hay cercanía entre la fe y la generación de un hijo, como experimentó Abrahán. La promesa de la fe sucedió para el Patriarca en el justo lugar donde se enraizaba su esperanza: el deseo de tener descendencia que prolongase sus días. De Sara, su mujer, nos dice la carta a los Hebreos que pudo ser madre por su fe (Hb 11,11). También la relación esponsal se acerca a la fe: foedus, o pacto, viene de la misma raíz que fides, fe. Tanto en la fe como en la familia abandonamos el mundo aislado del “yo” para entrar en la comunión de personas, para pertenecer a otros y acogerlos en nosotros. De esta forma la vida se entiende en modo relacional y solo así encuentra solidez y amplitud de miras.
b) Fe encarnada, fe como acceso a lo real
Contrariamente a lo que se piensa, la fe nos acerca a la realidad concreta, a nuestra situación encarnada. No es fe que haga olvidar la tierra, sino fe que descubre, en los caminos de esta vida, un horizonte de plenitud. No podía ser de otro modo, siendo fe en la Encarnación. Esto se refiere, claro está, y en primer lugar al objeto de la fe: creemos que el Hijo de Dios se ha encarnado. Pero a esta luz se entiende además que el acto de fe es acto que se realiza en el cuerpo: creemos desde nuestra condición encarnada, a partir de nuestro encuentro corporal con Jesús y los hermanos. La fe cristiana, en cuanto fe encarnada, se realiza siempre desde dentro de la realidad. Es un acto que nos hace entrar en contacto profundo con las cosas y personas. Quien prefiere apartarse de la realidad concreta, quien la mira desde fuera como un espectador, es incapaz de creer.
Nuestro mundo virtual parece haber perdido este vínculo con el mundo concreto que nos rodea. Es característica el modo contemporáneo de entender el propio cuerpo, que se ve como límite a nuestras posibilidades, como obstáculo a una libertad sin barreras. Por eso se trata de plasmarlo de nuevo, según los propios deseos, considerándolo un proyecto que realizar. Ahora bien, al alejarse del cuerpo, el hombre se aleja de las relaciones reales con los hombres. La desencarnación del mundo moderno, de que ya hablaba Georges Bernanos, es también un proceso de aislamiento, una reclusión del “yo” en su subjetividad.
La fe, por el contrario, en cuanto nos dice que la carne es capaz de Dios, que Dios se ha manifestado en la carne y en la carne nos ha redimido, recupera un hondo aprecio por el cuerpo, por las relaciones concretas, por nuestra situación en el mundo. Esta no es un espacio estrecho del que hay que escapar como sea, entrando en mundos virtuales. Al contrario, lo real concreto está lleno de caminos, colmado de aventura, capaz de conducirnos a una plenitud. Por eso podía decir J. Pieper que lo contrario de la fe en nuestro mundo actual no es tanto la apostasía, sino la falta de atención a lo real. El hombre de fe es el que abre los ojos, capta el detalle, sigue lo real de cerca. El drama de la secularización no es tanto que se haya negado a Dios, sino que se le ha separado de lo real y concreto, que se ha negado la capacidad del cuerpo, y de todo el cosmos material, para albergar la presencia divina. De este modo se ha convertido a Dios en irrelevante, incluso para aquellos que confiesan su nombre.
Pues bien, esta recuperación del cuerpo y su sentido, esencial para la experiencia de fe, pertenece también a la vida familiar. En la familia, en efecto, el cuerpo adquiere un lenguaje concreto, que es el lenguaje del amor. Pues el cuerpo nos revela, en primer lugar, que venimos de otros, de nuestros padres y antepasados, que nos han engendrado. En el cuerpo hay una memoria imborrable, que es memoria de beneficios, y que da a nuestra vida el color de la gratitud. Además el cuerpo, en la familia, lleva inscrita en sí la posibilidad de la entrega y acogida del otro, lenguaje propio de la “una caro” bíblica (cf. Gén 2, 24). El cuerpo permite encontrar al amado, recibirlo, entregarse a él, formar una unidad nueva, que muestra su novedad en la capacidad de generar en sí nuevas vidas. Y así, en la experiencia de paternidad y maternidad, el cuerpo nos revela un futuro nuevo, extiende nuestra vida más allá de los propios horizontes.
Vemos de nuevo la conexión entre la fe y la familia, pues en ambos casos se recupera el lenguaje propio del cuerpo humano, se acepta la corporalidad, se la recibe como un regalo, se descubren en ella caminos de plenitud. Solo desde la fe, desde la aceptación de un Dios Creador que ha modelado el cuerpo del hombre, que se hace presente en el cosmos para guiarlo hacia sí; solo desde esta fe puede el hombre aceptar cordialmente su concreta situación en el mundo, puede agradecer su ser en el cuerpo, puede descubrir en la natura un hogar.
c) Fe y camino
La fe no es estática. Desde sus inicios bíblicos, en Abrahán, aparece como respuesta a una llamada que nos hace ponernos en camino. Se trata de salir de la tierra, de iniciar un éxodo. Por eso la fe exige una continua conversión, un continuo dinamismo en que se escapa del “yo” aislado para entrar en la alianza, en todas las relaciones personales que agrandan la vida y le prometen una plenitud. Esta es la paradoja de la fe: en la total seguridad que nos da la columna firme en que nos apoyamos, se abre la continua transformación de quien entra sin cesar en el dinamismo del amor y se deja conducir a horizontes nuevos.
De aquí se deriva una relación importante entre la fe y la práctica. La fe, en cuanto camino, es una práctica, se pone por obra. Y esto, no solo como consecuencia del acto creyente, no solo por coherencia con las convicciones personales. No es que uno primero cree y luego obra. Ocurre, más bien, que se cree solo si uno se pone en camino. Y esto no es un salto ciego en el vacío. Lo que pasa es que en la fe se nos da una luz inicial, que tiene la forma de una promesa. La fe da crédito a la promesa, fiado en ella se pone en camino, y de sus pasos surge una luz nueva. Por eso quien permanece quieto esperando pruebas tangibles, que pueda verificar desde su aislamiento; quien no se abre a la llamada y se dispone a responderla en camino, ése nunca tendrá la luz para creer. La luz de la fe se le regala solo a quien está dispuesto a avanzar hacia ella. Desde este punto de vista tiene poco sentido hablar de un “cristiano no practicante”, pues el cristianismo es, podríamos decir, una práctica.
También aquí el dinamismo de la fe engancha con la experiencia familiar. Y es que la familia es el lugar del camino, que enlaza unas generaciones con otras. En la familia se conoce el pasado, un pasado que se prolonga más allá de nuestro origen; en la familia se experimenta una promesa que da continuidad al tiempo de la vida, que hace posible poseer anticipadamente el futuro; en la familia se prueba la fecundidad que hace grande y bello el futuro. Por todo esto la familia permite caminar sin miedo. Nos da la seguridad de que es posible avanzar, aunque nos parezca no tener en nosotros suficiente luz. Pues la claridad no viene aquí de la propia inteligencia cerrada, sino de la apertura a un sentido que nos convoca, nos precede, nos abre el camino. En la familia se recibe esa promesa originaria, testimoniada primero en el amor de nuestros padres, que permite avanzar de luz en luz.
d) Fe como conocimiento de la verdad
Esencial es la relación, hoy a veces oscurecida, entre fe y verdad. La fe se suele entender, como ya he indicado, como un salto en el vacío; como el acto que se cumple cuando no hay luz suficiente, cuando faltan razones para decidirse en un sentido u otro; la fe aparece como sentimiento ciego, movido por el deseo de que suceda aquello que deseamos.
No es esta la experiencia cristiana de la fe, que es siempre fe en la verdad. La fe es una luz. Es verdad que se trata de una luz especial: la luz del amor. No es luz que podamos controlar desde la autosuficiencia para imponer a otros, sino luz originaria que nos abraza y baña los ojos, para reflejarla sobre el camino de los hombres. La fe se refiere a la verdad, pero no a la verdad seca y abstracta, sino a la verdad de las relaciones fundamentales de la vida, la verdad de un encuentro interpersonal, la verdad del amor. Y es que sin verdad el amor no dura; sin verdad el amor no nos saca de nosotros mismos, sino que se reduce a la emoción subjetiva del instante. La fe trae la verdad del amor más grande: el amor fundante de Dios por el hombre, revelado en Cristo, que nos constituye en hermanos.
Es fácil ver la correspondencia con la familia. En ella el amor y la verdad se abrazan pues, en sentido bíblico, la verdad es fidelidad. Y en la familia, en efecto, el amor gana estabilidad, no es relación pasajera, sino capaz de abrazar toda una vida, como el vínculo que une al padre y al hijo, al esposo y la esposa. En la familia, además, la verdad no es verdad abstracta, sino que tiene nombre personal, está ligada a un vínculo que nos sostiene y nos enseña a caminar.
e) Fe como fermento para la sociedad
Señalamos un último elemento. La fe hoy tiende a concebirse como opción privada. Su vocación, sin embargo, es siempre social. La fe, en cuanto confianza en el vínculo originario y sólido con el Creador que es Padre, aprende a confiar también en los vínculos que nos unen a los hermanos. De ahí que la fe genere una visión rica del bien común y de la relación entre los hombres. Por su propia naturaleza nos hace salir del aislamiento para construir una ciudad sólida.
Nótese que algo similar ocurre con la familia. En ella la persona sale de sí para reconocer las relaciones que la constituyen en lo más hondo. El mal mayor que aqueja hoy a la familia es el intento de obstaculizar este proceso de fecundidad, el carácter difusivo propio de la luz. Hoy se propone un modelo de familia privada, reducido a refugio afectivo donde nos consolamos del duro día de trabajo, pero sin relevancia para edificar la ciudad de los hombres. No es este sin embargo el dinamismo originario de la familia, lugar donde se genera una mirada comunional sobre el hombre, espacio donde se aprende a definir el bien común y a nutrirlo.
Una vez descritos algunos elementos del vínculo entre fe y familia, se pueden indicar dos elementos importantes de esta relación:
a) Por un lado la familia contiene en sí un anticipo de la fe. En la familia se aprende la gramática que nos permitirá leer el lenguaje de la fe. Por eso puede decir Benedicto XVI: “La familia es un evangelio” (Homilía inaugural del Sínodo sobre la Nueva Evangelización). Y Juan Pablo II hablaba de la familia como Lumen Gentium y Gaudium et Spes.
b) Por otro lado, la familia por sí sola no salva. Es decir, la familia es antes que nada iluminada por la fe; la fe la protege de sus tentaciones, la rescata de sus males, plenifica su vocación. Pues la fe genera relaciones nuevas, radicaliza (conduce a su raíz, a su origen y destino en Dios) las experiencias de la familia.
Concluimos con una imagen tomada de la película de Ingmar Bergman El Séptimo Sello. Se plantea allí una crisis de fe ante la peste que asola Europa. Un caballero que ha vuelto de las Cruzadas afronta estas dificultades: quiere averiguar si hay forma de vencer a la muerte. Para ganar tiempo, cuando la Muerte viene a llevárselo, la reta a una partida de ajedrez. Junto al Caballero aparece un signo de esperanza: una familia en que acaba de nacer un niño; el padre de la familia es poeta, capaz de ver la profundidad de las cosas. El caballero llegará a la fe a partir del encuentro con esta familia, testimonio de esperanza, pues en ella acaba de nacer un niño. Al final, solo la familia escapa a la muerte; en ella se genera esperanza. Y el caballero descubre que la fe se busca en contacto con la vida, no con la muerte. Que a la muerte se la vence cuando se descubre la experiencia originaria de una vida que se nos regala; que es posible entonces vivir para alguien, dar la vida por alguien; es entonces cuando surge la fe como una vida nueva, que la muerte no puede oscurecer.
José Granados García, DCJM
Fuente: jp2madrid.org.
[1] En el texto trato de mantener la forma oral en que se hizo la presentación, prescindiendo por lo general de referencias bibliográficas.
[2] Es la tesis de Ph. Jenkins, The New Faces of Christianity: Believing the Bible in the Global South, Oxford University Press, Oxford 2008.
[3]Cf. Ch. Taylor, A Secular Age, Harvard University Press, Cambridge, MS - London 2007.
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