Intervención en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (20-X-2014) para monitores (marido y mujer) del Método Billings en Francia, presentes en Roma para participar en la Beatificación de Pablo VI
Mons. Guillaume Derville, Profesor de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma), es autor de Sur les ailes de l’aurore. Pureté, mariage et célibat apostolique, Lethie-lleux/Parole et Silence, Paris 2012, publicada recientemente en Rialp con el título: Amor y desamor. La pureza liberadora.
I. La bondad de la vida y la llamada universal a la santidad
1) El eclipse de Dios;
2) ¿Qué es la santidad?
3) La secularidad.
II. La vida conyugal en Cristo
1) La gracia del sacramento
2) El acto conyugal es un acto de amor abierto a la vida
3) Con la ayuda de Dios y el esfuerzo personal
III. Paternidad responsable y métodos naturales
1) Voluntad «anti-conceptiva» y voluntad «no-conceptiva»
2) Paternidad responsable
3) ¿Se puede hablar de castidad a los que no creen?
Conclusión: hogares luminosos y alegres
Estamos aquí reunidos en acción de gracias por la beatificación del autor de la Humanae Vitae, el Papa Pablo VI, por el Papa Francisco. Vuestra presencia me inspira respeto y admiración, porque intentáis vivir el espíritu del Evangelio como la Iglesia nos lo ha trasmitido fielmente y, en particular, en el misterio del matrimonio, santificado por Jesucristo en Caná. No solo vivís esto sino que ayudáis a otros a hacerlo.
Pocos hablan de la castidad castamente, decía Pascal[1]. ¿Acaso no es cierto que hoy día pocos hablan de castidad? Una católica practicante de más de 80 años me decía recientemente que no había oído predicar sobre la pureza cristiana más que una vez en su vida. Y el filósofo Rémi Brague confesó públicamente que nunca había escuchado una homilía sobre ese tema[2]: sin duda no es lo más importante, pero ¿lo podemos eludir?
No es simplemente la puesta en práctica de la moral conyugal a lo que se refiere la Encíclica Humanae Vitae, sino a toda la antropología cristiana. Mis observaciones se inscriben en un horizonte esencial para los bautizados: el de la bondad de Dios, su misericordia y su llamada a participar en la vida divina. Pablo VI afirma al principio de su encíclica que «el problema de la natalidad debe ser considerado […] a la luz de una visión integral del hombre y su vocación no solo natural y terrestre, sino también sobrenatural y eterna»[3].
Así pues, os invito a reflexionar juntos, y por elevación, sobre la cuestión de la paternidad responsable. No entraré en las cuestiones médicas que corresponden más bien a los especialistas y a los mismos cónyuges.
A nivel de teología moral, los fundamentos de la enseñanza católica están expuestos particularmente por el Concilio Vaticano II en la Constitución pastoral Gaudium et spes, y también, en cuanto reflexión y experiencia, en textos como Amor y responsabilidad de Karol Wojtyla, o las catequesis de Juan Pablo II sobre la Biblia, especialmente los tres primeros capítulos del Génesis.
Me gustaría señalar algunos aspectos del mensaje de la Humanae Vitae en tres tiempos. En primer lugar, recordar el mensaje cristiano sobre la bondad de la vida en la perspectiva de la llamada universal a la santidad; a continuación, describir algunas características de la vida conyugal en Cristo, para finalmente llegar mejor a la paternidad responsable, en relación con una virtud de la que casi nadie habla hoy, la castidad, virtud que me gusta llamar, con la tradición espiritual y con san Josemaría, que es el inspirador de esta universidad, la santa pureza.
Pablo VI afirma en las primeras páginas de su encíclica que «el amor conyugal revela su verdadera naturaleza y su auténtica nobleza cuando se le considera en su fuente suprema, Dios que es amor (cf. 1Jn 4,8), “Padre de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3,15)». Antes de entrar en el meollo de la cuestión (la castidad conyugal), no me parece superfluo recordar tres puntos esenciales: la primacía de Dios, cuya misma existencia es hoy fácilmente ignorada; la llamada de su amor, que es llamada a la santidad, y que se dirige a todos; la posición del fiel laico y, particularmente, la secularidad.
1) El eclipse de Dios
La vida depende de Dios, «dator vitae», «Dominus et vivificans»[4]: es «auctor», autor de todas las cosas. El magisterio de Benedicto XVI diagnosticó básicamente «la crisis de Dios». En cierta ocasión, Joseph Ratzinger citó un importante discurso de Johann Baptist Metz, quien afirma que la crisis que afecta al cristianismo europeo no es primariamente una crisis de la Iglesia sino que, más profundamente, «la crisis se ha convertido en una crisis de Dios»[5]. La ausencia de Dios en nuestras vidas es, por así decir, pacíficamente vivida, al menos en apariencia. Porque con el eclipse de Dios, no vemos más que «dioses por todas partes»[6]: es la vuelta a los ídolos. La voluntad del Concilio Vaticano II era devolver a Dios toda su primacía. Por eso, los Padres conciliares querían una profundización de la fe que estaba perdiendo su “sal” en la sociedad tan cambiante de la posguerra.
Estoy con Rémi Brague en que «el secularista es aquel en quien la lógica inmanente de su postura obligaría (si fuese consecuente con sus propios principios) a obrar como si la humanidad solo durase un siglo»[7]; y que «el inventor de la palabra “secularismo”, Holyoake, era conocido como defensor del control de natalidad por contracepción»[8]. De hecho, san Juan Pablo II afirmó que «la cultura abortiva está particularmente desarrollada en los ambientes que rechazan le enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción»[9]. El cristiano mira la eternidad con la certeza de que este mundo es bueno porque salió de las manos de Dios. Podemos, sin miedo, «amar el mundo apasionadamente»[10]. Es un mundo abierto a la transcendencia de Dios. «No hay nada que pueda ser ajeno al afán de Cristo. Hablando con profundidad teológica, […] no se puede decir que haya realidades −buenas, nobles, y aun indiferentes− que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte»[11]. Como lo formula Ocáriz[12], aquí el concepto de realidades que no sean «exclusivamente profanas» no es una sacralización, sino simplemente la afirmación de que ahí se encuentra la misteriosa presencia de Cristo en quien, por quien y para quien todo ha sido creado (cf. Col 1,15-17): «todas la cosas subsisten en él» (v. 17). Así dirá san Josemaría, «hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes»[13].
Pero Dios no solo es creador sino que «la creación es una realidad actual y permanente, y no solo ni esencialmente un inicio temporal absoluto. El ser criatura es la condición metafísica radical de todo lo que existe (excepto Dios): en las criaturas, existir es tener el ser actualmente recibido −participado− del Ser absoluto que es Dios»[14]. Una manifestación de esta creación continua es, en particular, el hecho de que «la Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios […] −no es “producida” por los padres−»[15]. Es una de las razones por las que no utilizo la expresión vulgar «hacer un hijo».
Benedicto XVI escribía en 2008 una carta a la diócesis de Roma que diagnosticaba «un clima generalizado, una mentalidad y una forma de cultura que llevan a dudar del valor de la persona humana, del significado mismo de la verdad y del bien; en definitiva, de la bondad de la vida»[16]. Esto es diametralmente opuesto al quinto mandamiento, pues para la Iglesia «la vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin»[17]. Esta relación culmina en la adopción filial, que es una participación en la vida trinitaria y que podemos llamar simplemente la santidad.
2) ¿Qué es la santidad?
La castidad conyugal es inseparable de la llamada a la santidad en el matrimonio. Solo Dios es santo. Así cantamos a Dios en el Gloria: «Tu solus sanctus». No hay nada santo en la tierra. Por eso, el Antiguo Testamento llama al hombre a la santidad refiriéndose a la de Dios (cf. Lv 20,26). El Concilio Vaticano II tiene como mensaje central esa llamada, como señaló Pablo VI[18]. El capítulo cinco de la Constitución Lumen Gentium se titula precisamente: «La llamada universal a la santidad en la Iglesia» («De universali vocatione ad sanctitatem in ecclesia»). Y cita los versículos del Nuevo Testamento: «Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1Ts 4,3); «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48)[19]. Lumen gentium comenta: «Envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mt 12,30) y a amarse mutuamente como Cristo les amó (cf. Jn 13,34; 15, 12)».
El Espíritu Santo es quien nos santifica: la primacía de la acción divina se afirma y es eficaz especialmente en esas grandes acciones de Dios que son los sacramentos. Al mismo tiempo, «los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron»[20].
Así que somos santos «ya, pero no todavía»: es lo propio del tiempo de la Iglesia, del tiempo del Espíritu Santo. ¿Qué es la santidad? Hay una santidad ontológica recibida en el bautismo: soy hijo de Dios; y hay una santidad moral, que es el desarrollo de esa filiación divina en el obrar personal y que está unida a la práctica de las virtudes. «Porque Dios no nos ha llamado a inmundicia, sino a vivir una vida santa. Por tanto, el que desecha esto, no desecha a un hombre, sino a Dios, que os da su Espíritu Santo» (1Ts 4,7-8). La perfección a la que estamos llamados significa valorar nuestras capacidades: tenemos que hacer fructificar nuestros talentos; en la educación de los hijos, por ejemplo, si los padres saben que aquéllos han nacido «de su proyecto existencial»[21], también deberían cultivar la humildad de descubrir y respetar lo que Dios da y lo que pide, en vez de proyectar simples perspectivas personales, en su caso perfectamente legítimas.
La santidad es esencialmente la plenitud de la filiación divina, una participación en la vida de Cristo. Es la comunión con Dios en Cristo por el Espíritu Santo. Participamos de la generación eterna del Hijo por el Padre. Escuchemos esta formidable afirmación de Juan Pablo II: «Sabemos que el hombre nace al mundo gracias a sus padres. Confesamos que, habiendo venido al mundo por sus procreadores, que son el padre y la madre, renace a la gracia del bautismo sumergiéndose en la muerte de Cristo crucificado, para recibir la participación en esa vida que Cristo mismo ha revelado con su resurrección. Mediante la gracia recibida en el bautismo, el hombre participa en el nacimiento eterno del Hijo del Padre, puesto que se hace hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo»[22].
Ahora bien, «la santidad cristiana es susceptible de diversas realizaciones, parcialmente divergentes, según la condición de vida de cada uno»[23]. Los documentos de la Iglesia designan como laici o christifideles laici (literalmente: fieles de Cristo que son laicos) a los cristianos o bautizados cuya vocación y misión es ordenar las realidades temporales −trabajo, familia, cultura, política, descanso, salud, enfermedad− al Reino de Dios, siendo como el fermento en la masa. El Vaticano II dice que el laico actúa «desde dentro del mundo»[24]. La expresión: «los laicos deben ir al mundo» no tiene sentido, porque ya están dentro. Les corresponde ordenar todas las cosas «según Dios», unidos a Cristo, con la gracia del Espíritu Santo.
«Nosotros, la gente de la calle»[25], decía Madeleine Delbrêl. En ese sentido, a san Josemaría le gusta hablar de «cristianos corrientes», no en el sentido de hacer jogging, sino en el sentido de la normalidad ordinaria. Y añadía que «para pacificar las almas con auténtica paz, para transformar la tierra, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo a Dios Señor Nuestro, resulta indispensable la santidad personal»[26].
Todos los bautizados son fieles. Los que no son ministros sagrados ni religiosos son laicos. No es el laicismo que proclama la autonomía de las realidades terrenas, ni la laicidad que rechaza que la fe tenga sus manifestaciones en la sociedad. En Europa, a veces habría que «laicizar la misma laicidad»[27], porque es más laicismo que laicidad, y se ha convertido en una religión sin Dios, cosa que conduce al totalitarismo. La buena laicidad es, más bien, el respeto de las características de la sociedad y del Estado y, por tanto, de las libertades humanas, y especialmente la libertad religiosa.
Es imposible ofrecer aquí ni siquiera una breve reseña histórica sobre la cuestión de la identidad de los laicos y su autonomía. Baste recordar que, en tiempos del Decreto de Graciano (siglo XII), el laico era frecuentemente un receptor pasivo de la doctrina y de los sacramentos, y no un sujeto activo de la misión eclesial. En otra época, con la Acción Católica, el apostolado laico fue concebido como una participación en la misión de la Iglesia, identificado de hecho con la jerarquía, de la que acababa siendo su longa manus. Después se llegó a colaborar en la misión de la jerarquía en las condiciones propias de la vida secular. Pío XII afirma: «los laicos son la Iglesia»[28]; el Concilio Vaticano II, finalmente, proclamó la grandeza de la vocación y misión de los fieles laicos.
3) La secularidad
Una misión de los laicos −y no la menos importante− es el testimonio de una vida conyugal pura: así la familia puede llegar a ser un auténtico espacio espiritual. Es una misión que se inserta en el mundo tal cual es. Y eso no es indiferente a las alegrías y dificultades del matrimonio. Así pues, antes de abordar directamente la cuestión de la castidad conyugal, quisiera apuntar aquí el trasfondo de la secularidad.
«No es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cf. 1Tm 2,4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hom-bres»[29]. El apostolado está unido a la búsqueda de la santidad y, como ella, crece en la caridad. Es particularmente el mensaje esencial del Decreto Apostolicam actuositatem. Es en el mundo donde nos tenemos que santificar. «Sanctus, sanctus, sanctus… La santidad trascendente, de alguna manera “fuera del mundo”,… Benedictus qui venit in nomine Domini… llega a ser en Cristo la santidad “dentro del mundo”. Es la santidad del Misterio pascual»[30]. Los primeros cristianos estaban en el mundo. San Francisco de Sales lo menciona, evocando otros santos a lo largo de los siglos: cita a Lydia y Crispín en sus talleres; Ana, Mónica, Aquila y Priscila en sus casas; Sebastián y Mauricio en las armas; Luis y Eduardo en el trono. Y añade también, no sin humor: «¡ha llegado a acontecer que muchos han perdido la perfección en la soledad!»[31].
El Concilio Vaticano II señala un punto esencial para la identidad de los laicos: la secularidad. Así, leemos en la Lumen gentium que «el carácter secular es propio y peculiar de los laicos»[32]. La secularidad es, de alguna manera, una dimensión que define al laico como tal[33], en el sentido de que realiza su tarea principal en la Iglesia trabajando en el mundo: edificando la ciudad según el Evangelio. La secularidad puede ser considerada como una actitud espiritual que afirma a la vez la consistencia y el valor de las cosas temporales nacidas de la Creación y la apertura del mundo a la transcendencia[34]. Secularidad no rima con cristianismo fácil. Tertuliano expresa claramente ese problema en la sociedad pagana de su tiempo: «Vivir con los paganos no es tener las mismas costumbres que ellos. Nosotros vivimos con todos, nos alegramos con ellos porque tenemos en común la naturaleza, no las supersticiones. Tenemos la misma alma, no el mismo comportamiento; somos coposeedores del mundo, no del error»[35]. A menudo quizá debamos aplicarnos este consejo de Paul Claudel a Jacques Rivière que soñaba con partir hacia China: «Quédese donde está y en el camino que se le ha trazado»[36].
San Juan Pablo II mostró su interés por la auténtica condición de los laicos: «De este modo, el ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial. En efecto, Dios les manifiesta su designio en su situación intramundana, y les comunica la particular vocación de “buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios”»[37]. Se trata de acompañar el gran movimiento de exitus et reditus de todas las cosas desde y hacia Dios, como decía Tomás de Aquino; todo lo que ha salido de las manos de Dios, a Él debe volver: es la economía de la salvación[38]. Ciertamente, nosotros hemos de trabajar cara a la eternidad, sin esperar necesariamente ver los frutos de nuestros esfuerzos de ahora[39].
Me atrevería a decir que cada uno tiene que santificarse en el mundo, pero también en «su mundo», es decir, en primer lugar cumpliendo los deberes propios de su estado. San Josemaría nos invita a no huir de la realidad: «Vivir santamente la vida ordinaria […]. Y con esas palabras me refiero a todo el programa de vuestro quehacer cristiano. Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera: ¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!..., y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor»[40].
Antes de considerar de manera específica la vida familiar, hay que mencionar la santificación del trabajo que, siguiendo el mensaje de san Josemaría, admite tres perspectivas: santificar el trabajo: hacerlo bien, profesionalmente, con sentido cristiano y competencia, y terminarlo bien, cuidando los detalles: es la materialidad del trabajo bien hecho; santificarse en el trabajo: unirse a Cristo y crecer en virtudes (alegría, sinceridad por ejemplo), hacer del trabajo una tarea de amor; y santificar a los demás con el trabajo (lealtad, generosidad, espíritu de servicio, testimonio cristiano de la vida, sentido del diálogo). Este concepto del trabajo no excluye la importancia de tareas que atañen a los fieles en cuanto tales, como la catequesis, la participación en la liturgia y en la caridad de la Iglesia, que no les clericaliza en ab-soluto[41].
Al encarnarse, Cristo se unió de alguna manera a toda la realidad del hombre y a toda la creación[42]. El laico debe impregnar la sociedad de espíritu cristiano: favorecer la convivencia, ejercer con mentalidad laical su libertad y asumir sus responsabilidades, construir esa unidad de vida que consiste en buscar y amar a Dios en todo. «Unidad de vida»: hay en esta expresión, elevada al rango de concepto esencial por Josemaría Escrivá, la idea de coherencia, de lo que se ha llamado desde el siglo XX «la autenticidad» de una persona, y que remite en el fondo a la veracidad de Dios. Todo esto acompañado de la llamada a tener una «mirada contemplativa»[43] en la vida, una cierta admiración.
El amor humano entre el hombre y la mujer es en el centro de la vida ordinaria de mucha gente[44]. Un lugar esencial de santificación es en efecto el matrimonio, que es alianza y signo, decía san Juan Pablo II, «no solo del gran misterio escondido en Dios, sino, y sobre todo, del misterio que se cumple en el hecho de que Cristo −que amó a la Iglesia por un acto de amor redentor y se entregó por ella− está, por ese mismo acto, unido de manera nupcial a la Iglesia, como se unen marido y mujer en el matrimonio instituido por el Creador»[45]. En esa unión indisoluble se asume el «riesgo de la libertad», que es una «libertad para…», es decir, una libertad que está orientada hacia una finalidad y que, lejos de ser indeterminación absoluta, se realiza en el don de sí[46]: amar y saberse amado.
Porque, en todo caso, el matrimonio es un sacrificio de la propia vida: ¡todo lo contrario de la facilidad! Se trata de hacer feliz al cónyuge en una vida común. En ese proyecto, que se realiza progresivamente, y donde la paciencia es el fruto de un amor perspicaz, que ve más allá del momento presente, intervienen muchos factores: la castidad armoniza y orienta el amor; la comunicación interpersonal, esencial entre cónyuges, supone tiempo para escuchar y hablar, lo que requiere de los dos (más a menudo en el marido, quizá menos dotado en esto) un esfuerzo de inteligencia de las personas y de las situaciones. Esa inteligencia emocional permite ponerse en el lugar del otro, cosa imposible y realmente indeseable en sentido estricto, pero idealmente útil para comprender y amar mejor a alguien. La comunicación interpersonal se extiende a los hijos, amados en sí mismos[47], y a toda la familia, con el fin de evitar una ruptura del diálogo entre las generaciones[48], diálogo necesario para la transmisión de la fe y de la cultura que es, de algún modo, encarnación de esa fe. Mencionaría solamente la importancia de comer en familia y su valor educativo, que además no carece de cierto sabor evangélico: basta pensar en las comidas de Cristo y en la última Cena. Sus connotaciones escatológicas, litúrgicas y místicas son manifiestas en el Apocalipsis: «Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,21).
1) La gracia del sacramento
La recepción de la gracia sacramental del matrimonio es fundamento de la verdad del don recíproco, de la acción de gracias, del perdón renovado y de la esperanza común de fidelidad y de santidad. Toda la vida puede ser un constante refuerzo de las relaciones del matrimonio. La gracia del sacramento es una ayuda poderosa para cumplir los compromisos: la vida de los cónyuges tiene una estructura sacramental, la de una participación misteriosa en la unión de Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,21-33). La entrega de sí mismo y la aceptación de la entrega del otro van de la mano: es la autodonación recíproca de los esposos. Durante la bendición nupcial, cuando ya han recibido el sacramento del matrimonio, la Iglesia pide para ellos la gracia del Espíritu Santo a fin de que sean fieles al vínculo conyugal; implora sobre ellos la plenitud de la paz, una completa comunión de los espíritus, un igual dignidad, un amor mutuo para siempre, a imagen del amor de Cristo por su Iglesia. La fe, una vida íntegra y el testimonio personal de los esposos también se piden a Dios, que es invocado para que puedan ver a los hijos de sus hijos y llegar un día a la vida eterna. Como explica santo Tomás, la unión del hombre y la mujer, en este sacramento, representa simbólicamente la de Cristo y la Iglesia, y el matrimonio, para corresponder a lo que representa, no puede ser sino unidad indisoluble[49]. El matrimonio no se reduce a la categoría de símbolo de la unión entre Cristo y la Iglesia. Es un sacramento que es un signo real, que significa y a la vez participa en la unión de Cristo y la Iglesia. Gracias a su participación en esa unión, los esposos pueden modelar su vida sobre ella.
Tanto en sus relaciones interpersonales como en el trato con los hijos, los esposos están llamados a apoyarse en la gracia del sacramento. En los momentos difíciles, tienen que descubrir la presencia misteriosa de la cruz del Señor precisamente en el corazón de su matrimonio. La mujer, como la Iglesia con Cristo, actúa siempre en unión con su marido; el marido, como Jesús, da su vida por ella (cf. Ef 5). El matrimonio es creación, alianza, santificación, morada, promesa. Se abre a la familia, “comunión de amor”[50], “escuela”[51] del Evangelio, según las palabras de Pablo VI en Nazaret. Gracias al “dinamismo interior y profundo del amor”[52], explica Juan Pablo II, su “fecundidad espiritual”[53] es grande.
2) El acto conyugal es un acto de amor abierto a la vida
Pablo VI afirma con palabras del Concilio Vaticano II que los actos por los que los esposos se unen son «honestos y dignos»[54]. Esta doctrina de la Iglesia aún no es bien conocida. El maniqueísmo amenaza siempre nuestra sociedad. Santo Tomás de Aquino explica que «en la concepción de un hombre por una mujer no hay nada impuro, ya que es obra de Dios»[55]. Más cercano a nosotros, san Josemaría, en un texto de título elocuente, porque se trata de la homilía El matrimonio vocación cristiana, afirma: «Con respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos»[56]. Bien entendido, en esta perspectiva el intenso placer unido al acto conyugal es bueno y santo.
En otras palabras, el verdadero acto conyugal es un acto de caridad. ¿Qué hace falta para eso? El capítulo 4 del Cantar de los Cantares evoca la consumación de las nupcias. La esposa se ofrece al esposo (4,16) y éste acepta ese don (5,1). La Iglesia enseña que el amor conyugal, imagen del misterio de Cristo y su Iglesia, lleva a la entrega y a la unión. En su comentario al Cantar, san Gregorio Magno hace referencia a los vestidos nupciales, que volvemos a encontrar en la parábola de los invitados a la boda (Mt 22,1-14), y comenta: «Si no nos ponemos el traje nupcial −entendido como la justa inteligencia de la caridad−, seremos expulsados del banquete nupcial»[57]. «Digna caritatis intelligentia», «cum intellectu caritatis»: «con la inteligencia de la caridad más interior», dice Gregorio. Esa inteligencia no es estática, para Gregorio como para san Agustín hay una búsqueda, un celo y una piedad necesarios para llegar a Dios en la Escritura y, por tanto, añadiría yo, para alcanzarlo en los demás: para descubrirlo en el amor conyugal.
San Jerónimo emplea incluso una expresión audaz, porque en su pensamiento la carne de los dos esposos, por la castidad, está unida al Espíritu Santo: de dos carnes la castidad «hace un solo espíritu»[58]. En efecto, san Pablo afirma que «el que se une al Señor, un espíritu es con él» (1Co 6,17). En el misterio de la Trinidad, tres hacen uno; la Iglesia, en su misterio, es una con Cristo; en el misterio del matrimonio, dos se hacen uno en Dios. Los esposos cristianos también pueden dar testimonio de que la unión carnal, acto de posible co-creación, no excluye un pensamiento para Dios.
Me habéis pedido que ponga ejemplos, y lo entiendo, porque ya Pablo VI repetía que el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio[59]. Permitidme evocar dos recuerdos que demuestran una fuerte tradición familiar católica en relación al niño reconocido como un don de Dios. Son muchos los que podrían compartir este tipo de anécdotas, con la humilde certeza de que la familia pluscuamperfecta no existe más que en el juego de las siete familias. En tiempos del Cura de Ars mucha gente de Borgoña iba a confesarse con él. Como manifestación de apertura a la vida, la tradición familiar conserva en la memoria la confesión de mi tatarabuela Marguerite, en 1856 ó 1857. Tendría unos treinta años y cuatro hijos de 2, 3, 4 y 6 años. Habiéndoles probablemente encomendado a la oración del santo cura, se extrañó de que le diera cinco medallas, pero el sacerdote respondió: «Guarde ésa, siempre le podrá servir». Al año siguiente nacía el pequeño Joseph.
Más cercano a nuestro tiempo, mis abuelos maternos, ambos de una familia de siete hijos, se casaron con la esperanza de tener otros tantos. Mi madre fue la octava. Mi abuelo solía decir: «Queríamos siete hijos, pero tuvimos ocho, y nunca nos hemos arrepentido». Y a mi abuela le gustaba repetir: «Mejor un niño de más que un niño de menos».
¿Qué dice la Humanae Vitae sobre la anticoncepción?
La sustancia normativa es la siguiente: «queda excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación»[60]. Y se expresa positivamente en el mismo texto de Pablo VI: «La Iglesia, al exigir que los hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial (quilibet matrimonii usus) debe que-dar abierto a la transmisión de la vida»[61].
Pablo VI estableció también el fundamento de esta enseñanza: «Esta doctrina, mu-chas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador. Efectivamente, el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreativo, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad. Nos pensamos que los hombres, en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental»[62].
San Juan Pablo II resumió y profundizó esta enseñanza en sus catequesis sobre el amor humano: «Aunque la norma moral, de tal modo formulada en la Encíclica Humanae vitae, no se encuentra literalmente en la Sagrada Escritura, no obstante del hecho de que está contenida en la Tradición y −como escribe el Papa Pablo VI− ha sido muchas veces expuesta por el Magisterio (HV 12) a los fieles, resulta que esa norma corresponde al conjunto de la doctrina revelada contenida en las fuentes bíblicas (cf. HV 4)»[63]. Hay argumentos sólidos para afirmar que la enseñanza de la Humanae Vitae pertenece al orden moral revelado por Dios. Está explícitamente proclamado en el Catecismo de la Iglesia Católica y, por tanto, debe ser tenido firmemente por los fieles[64].
¿Cuáles son, entonces, las principales objeciones a la doctrine de Humanae Vitae?
A nivel especulativo, como explica Ocáriz, las objeciones más fuertes a la existencia de normas morales inmutables «se fundan en la concepción antropológica que establece la distinción entre la naturaleza metafísica del hombre (fuente de los principios morales generales, y que sería inmutable) y su naturaleza histórica (fuente de las normas particulares, que estaría en constante cambio). Pero dicha distinción no está rigurosamente fundada desde el punto de vista filosófico. […] Todos los cambios del hombre en la historia pertenecen al nivel “accidental”, no al “esencial”»[65]. Además, negar la existencia de normas morales naturales concretas de valor uni-versal e inmutable es contrario a la Revelación[66].
A nivel existencial, la exigencia moral es tal que algunos la consideran impracticable. Sin embargo, muchos testimonios de mujeres sobre sus recursos a la anticoncepción son abrumadores. Cuentan su sumisión a una disciplina feroz, y hablan de arsenal médico, de esclavitud y de sometimiento a los médicos más que de liberación. Una prueba de ello lo da la elevada proporción de abortos debidos a un olvido puntual de tomar la píldora. La mujer tiene una relación particular con el tiempo, porque tiene su ciclo, cosa que los hombres no tienen. La contracepción anula esa relación con el tiempo y destruye así una referencia personal esencial. La experiencia demuestra que, entre otros efectos devastadores, la contracepción lleva al divorcio y no hace felices a las mujeres.
Por contraste, los métodos naturales respetan la fertilidad de la mujer, que forma parte de su ser y que es querida tal como es, una e indivisible, y no por un único aspecto de su persona; estos métodos integran el deseo que crece también con el saber esperar. Si es verdad que no están exentos de exigencias, valoran la auténtica grandeza de la persona humana. Una verdad, por ardua que sea, no es menos verdadera. El robo, como el pecado de murmuración o el más grave aún de calumnia, están extremadamente extendidos. Sin embargo, nadie niega que robar sea malo, o que se tenga un cierto derecho a la buena reputación. Entonces, ¿por qué rechazar la Humanae Vitae a causa solo de su exigencia? A veces, la perspectiva desde las altas cimas que Dios nos invita a alcanzar y la experiencia de la dureza del camino que allí nos conduce, corren el riesgo de hacernos caer en una forma de sentimentalismo, por ejemplo al contacto con el sufrimiento de parientes o amigos. Nuestra compasión, sin embargo, no debería convertirse en complicidad. Jean Daniélou había señalado, a propósito de la Humanae Vitae, el peligro de intentar reconciliar la Iglesia y el mundo, para solo lograr al final configurar la Iglesia al mundo[67]. Yo precisaría: a cierto mundo, porque hoy día vivimos en “mundos” que con demasiada frecuencia quedan paralelos y se ignoran, al mismo tiempo que coexisten en una sociedad plural y contradictoria. Como un cancerólogo sólo podría recibir a enfermos, es un riesgo para el sacerdote hacer caso omiso de la existencia hermosa y discreta de tantas parejas fieles a la enseñanza de la Iglesia. «Siempre» como decía Péguy «hay que ver lo que se ve»[68]: eso está bien, eso está mal; no por eso juzgamos a las personas.
Es cierto que el Principito aprende del zorro que «sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos»[69]. Pero ese corazón debe ser permeable al amor ardiente de Dios. Como dijo Francisco en su primera encíclica, «la comprensión de la fe es la que nace cuando recibimos el gran amor de Dios que nos transforma interiormente y nos da ojos nuevos para ver la realidad»[70]. En definitiva, hay que ser sensatos: pensar con la cabeza y que el corazón suba a las cimas más altas, sin miedo al camino por recorrer: Cristo nos acompaña y nos levanta cuando caemos.
San Juan Pablo II declaró que había encontrado como pastor de almas casos difíciles de rebelión y rechazo, pero al mismo tiempo tantas personas muy responsables y generosas[71]. La vulnerabilidad de la persona humana es también un lugar de con-versión y de crecimiento[72]. Las familias cristianas que acogen un niño discapacitado con gran valentía y heroísmo nos enriquecen con sus experiencias, a pesar de los profetas de desgracias que les dicen que su vida será insoportable, que no tendrán fuerza para seguir adelante, que se enfrentarán al dolor de vidas que no valen la pena ser vividas... ¡Esas familias demuestran el valor de toda vida, la misión profética de los más pequeños que anuncian la verdadera alegría, la del Evangelio!
La búsqueda de las verdades esenciales en su contexto vital, nunca indiferentes al teólogo[73], descubre la alegría y la felicidad de numerosos hogares fieles a la Humanae Vitae. Los mandamientos de Dios ya son el camino de la felicidad aquí abajo, sin excluir el sufrimiento. Los padres lo saben bien. El ejercicio de su autoridad les hace sentir que a veces hay que «amar al hijo hasta el punto de aceptar no siempre ser amado por él»[74]. Ciertamente, la hipersexualización de la sociedad crea un clima desfavorable a la castidad. Pablo VI lo profetizó perfectamente en la Humanae Vitae denunciando como opuesto a la verdadera liberad «todo lo que en los medios modernos de comunicación social conduce a la excitación de los sentidos, al desenfreno de las costumbres, como cualquier forma de pornografía y de espectáculos licenciosos»[75]. Esto nos lleva a una sociedad donde, como dijo un autor contemporáneo, las niñas se convierten rápidamente en mercancía estropeada. La vanidad y la injusticia de ciertos diagnósticos prenatales para el «bebé sin defectos», en una subcultura paradójicamente «compartida entre una apertura a la diferencia y el rechazo de la vulnerabilidad»[76], conducen a la desesperanza del «tras humanismo» con el mito del «cyborg».
3) Con la ayuda de Dios y el esfuerzo personal
La santidad a la que los esposos están llamados es obra de un esfuerzo común, pero es a la vez y sobre todo una gracia dada. Pablo VI invita a los esposos cristianos a hacer los esfuerzos necesarios, sostenidos por la oración, la Eucaristía y la confesión sacramental. En realidad, es entonces cuando los cristianos necesitan lo que san Josemaría llama un «plan de vida»[77], además de muchos otros[78]. Se trata de cultivar encuentros regulares con Dios que llevarán a lo que yo llamaría un «estilo de vida» cristiano: el de los hijos de Dios. En efecto, como decía Benedicto XVI, «la vida de fe y de oración» conduce «por los caminos de la intimidad con Dios y de la comprensión de la grandeza de los planes que tiene para cada uno»[79]. La enseñanza de la Iglesia sobre la moral conyugal en particular, afirmaba Pablo VI, «no sería posible actuarla sin la ayuda de Dios, que sostiene y fortalece la buena voluntad de los hombres»[80]. Todo acto bien hecho es totalmente de Dios y totalmente del hombre, uno y otro, y nunca uno sin el otro: «y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20). La gracia de Dios es para nosotros una participación en su divinidad con el pleno cumplimiento de nuestra libertad.
Rezar juntos. Pablo VI invita a los esposos a implorar «con oración perseverante la ayuda divina»[81]. Es esencial que marido y mujer estén siempre bajo la mirada de Dios, y por eso rezan juntos todos los días. Dios hará el resto. Puede ser una corta oración, e incluso habitualmente es preferible que sea así: un Padrenuestro, un Avemaría. El ejemplo de Tobías y Sara es conocido: «Somos hijos de santos, y no podemos unirnos como la gente que ignoran a Dios» (Tb 8,5 vg).
¿Cuál es la meta de una persona casada? Es hacer feliz a su cónyuge. Lo podríamos expresar así: «Si amas, da felicidad». El otro pertenece a Dios antes que a su cónyuge. La oración consolida la recta naturaleza de las cosas. La comunión espiritual de los esposos entre sí respeta la libertad de cada uno y especialmente la intimidad de cada relación con Dios. Así, el marido no tiene que ser el confesor de su mujer, ni la mujer la de su marido. La necesaria comunicación entre esposos no significa que tengan que contarse absolutamente todo. En su oración común, los cónyuges se acordarán de la hermosa promesa de Cristo. «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra, todo lo que pidan les será dado por mi Padre que está en los cielos» (Mt 18,19). Jesús hablaba a sus discípulos parafraseando una expresión de los maestros judíos de su tiempo: cuando dos hombres se ocupan de las palabras de la Ley, Dios mismo está en medio de ellos. Por esta afirmación Cristo revelaba su divinidad aplicándose lo que se refería a Dios y, al mismo tiempo, invitaba a sus discípulos a tener fe en Él y fe en la oración. Mi padre copio esos versículos de Mateo para mi madre cuando eran novios. La oración está en el corazón de la vida conyugal. Conduce a los sacramentos.
Pablo VI anima a los esposos a que «acudan sobre todo a la fuente de gracia y de caridad en la Eucaristía»[82]. «El Concilio Vaticano II ha querido poner de relieve la especial relación existente entre la Eucaristía y el matrimonio, pidiendo que habitualmente éste se celebre “dentro de la Misa”»[83]. La Eucaristía es fuente misma del matrimonio cristiano porque el sacrificio eucarístico representa la alianza de amor de Cristo con la Iglesia. La Eucaristía, de donde brota la caridad, hace de los cristianos un solo Cuerpo[84].
El Concilio Vaticano II no ignora nuestra condición pecadora: «como todos caemos en muchas faltas (cf. St 3,2 [porque todos pecamos en muchas cosas]), continuamente necesitamos la misericordia de Dios y todos los días debemos orar: “Perdona nuestras ofensas” (Mt 6,12)»[85]. Esa oración nos lleva a la confesión sacramental. Pablo VI no tenía miedo en invitar a los esposos: «si el pecado les sorprendiese todavía, no se desanimen, sino que recurran con humilde perseverancia a la misericordia de Dios, que se concede en el sacramento de la penitencia»[86]. En la persona humana hay una tendencia no solo a obrar mal, sino también a pedir, e incluso exigir, que el mal que comete sea bendecido como un bien. Sin embargo, «una aguda conciencia del pecado es la herida por donde entra la gracia»[87], decía Péguy. Simplemente, es más cierto reconocerse como pecador. Y hay una pedagogía familiar en este ámbito. Además del perdón mutuo en la familia, los padres llevan a sus hijos a confesar, desde que son pequeños, y éstos ven que sus padres también se confiesan.
Con la ayuda de la dirección espiritual, es más fácil a cada uno conocerse mejor y amar mejor a su cónyuge. Benedicto XVI, dirigiéndose explícitamente a los laicos, nos invita «a acudir a los consejos de un buen padre espiritual, capaz de acompañar a cada uno en el conocimiento profundo de sí mismo, y conducirlo a la unión con el Señor, para que su existencia se conforme cada vez más al Evangelio. Para ir hacia el Señor necesitamos siempre un guía, un diálogo. No podemos hacerlo solamente con nuestras reflexiones. Y ése es también el sentido de la eclesialidad de nuestra fe, de encontrar este guía»[88].
La alegría de alabar a Dios en la Misa es una anticipación del cielo. A partir de la Eucaristía, podemos ofrecer un «culto espiritual» (Rm 12,1) del que nosotros somos la ofrenda[89]. Es el ejercicio del sacerdocio común de los fieles (cf. 1Pe 2,5), que consiste en ofrecer su vida en sacrificio por los demás en el don de sí. La caridad, vida del alma, nos hace observar el mandamiento nuevo: amar «como Jesús» es permitir que Dios ame a los demás «en nosotros». Pero la experiencia nos enseña que cada vez que alguien se acerca a Dios, hay algún otro que intenta alejarle de Dios. Pablo VI, desde el tercer párrafo de su encíclica, reconoce que algunos se preguntan: «¿no sería indicado revisar las normas éticas hasta ahora vigentes, sobre todo si se considera que las mismas no pueden observarse sin sacrificios, algunas veces heroicos?»[90].
Es significativo que Pablo VI hable de los «necesarios esfuerzos»[91] que los esposos deben afrontar, y reconoce que «como todas las grandes y beneficiosas realidades, esa ley [la ley divina en relación a la doctrina de la Iglesia sobre la regulación de los nacimientos] exige un serio empeño y muchos esfuerzos de orden familiar, individual y social»[92]. En realidad, una definición de la santidad es también el carácter heroico de las virtudes[93]. ¡Todos estamos llamados a ser héroes, a pesar de nuestras debilidades! Es la Cruz de Jesús. Hay que vivir «ese medio» de cada virtud [in medio virtus], cada uno en su propio estado. Es el padre que se levanta de noche para ocuparse de un hijo enfermo, pero si lo hace por amor, ese sacrificio no se ve como algo negativo. O también, por ejemplo, el desprendimiento que lleva al uso moderado de las cosas materiales.
La invitación de Cristo «Sed perfectos», se enuncia en latín por un imperativo futuro: «Estóte vos perfecti» (Mt 5,48); en griego, esesthe, «seréis». Aquí en la tierra estamos en camino, cada día exige un nuevo esfuerzo. Para san Gregorio de Nisa, la perfección reside en el propio progreso, en el movimiento sin fin del alma hacia Dios, y cita como leitmotiv a san Pablo: «olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante» (Flp 3,13). Para Gregorio, el alma se recibe en cada instante de Dios. Nuestra lucha siempre está precedida, acompañada y seguida por la gracia divina. Ella nos conduce a la felicidad.
Benedicto XVI afirmó que «la fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor»[94]. Para Jean Daniélou, la prueba del tiempo sella la verdad del amor[95]. Hablando de noviazgo, san Josemaría ve ahí «una ocasión de ahondar en el afecto y en el conocimiento mutuo. Y, como toda escuela de amor, ha de estar inspirado no por el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza»[96].
El comienzo de un amor es como una conversión. Hay mucho de idealismo, un espíritu fácilmente encendido. Con el paso del tiempo, la tentación es una prueba de amor. Los retiros espirituales ayudan a crecer en el amor conyugal, y la experiencia enseña que, frecuentemente, es más eficaz que los esposos los hagan por separado. «En muchos aspectos las exigencias y las manifestaciones prácticas del amor conyugal son distintas para el hombre y para la mujer. Con medios de formación específicos, se les puede ayudar eficazmente a descubrirlos en la realidad de su vida. De modo que esa separación durante unas horas o unos días, les hace estar más unidos y quererse más y mejor a lo largo del resto del tiempo: con un amor lleno también de respeto»[97].
1) Voluntad «anticonceptiva» y voluntad «no conceptiva»
Como traté de explicar en otro sitio[98], es importante no confundir voluntad «anticonceptiva» y voluntad «no conceptiva»: la segunda no es contraria a la concepción, sino simplemente no procreativa; pero queda abierta a la vida. Se habla de «métodos naturales» porque respetan la naturaleza intrínseca del acto conyugal. El método natural está ante todo presente en la voluntad de los cónyuges. La diferencia antropológica entre métodos naturales y artificiales reside en no desnaturalizar la unión conyugal privándola de un elemento constitutivo, la apertura potencial a la vida. Esto es un don de Dios, porque cada hijo encarna un proyecto divino y manifiesta la respuesta al mandamiento de crecer y multiplicarse (cf. Gen 1,28); y también es el testimonio vivo del amor mutuo, que a su vez se fortalece. En efecto, «el amor debe ser también el fruto del matrimonio»[99]. En fin, los métodos naturales apelan a la responsabilidad de ambos cónyuges, que toman la decisión juntos, asumiendo cada uno sus consecuencias, incluyendo su comportamiento personal. Se trata de una elección de los dos, plenamente compartida. Dicha elección permite decir esas palabras que no dejan de chocar a la mentalidad pagana: «Tendremos otro hijo si Dios nos lo envía».
Como escribe el teólogo Ángel Rodríguez-Luño, «donde no hubiese donación total del propio ser (en el que se incluye la potencial paternidad y maternidad), la actividad sexual implicaría la utilización del otro como objeto promotor del propio placer. Tal realización de la unión sexual implicaría tratar a una persona como un simple medio para lograr una satisfacción subjetiva, y, por otra parte, traicionaría la vocación a la comunión interpersonal»[100]. El hecho de no estar abiertos a la vida equivale en definitiva a decir: «Me entrego a ti, pero sin mi capacidad de engendrar; te acepto, pero sin tu capacidad de engendrar». Esta actitud refleja un sentimiento difuso que podría traducirse con estas palabras: «Te quiero, pero no tanto». El acto conyugal que estuviera privado de su verdad interior, porque su capacidad de procreación está descartada, perdería mucho del amor que está llamado a manifestar. Al mismo tiempo, si la relación conyugal se limita al placer[101], la confianza recíproca entre cónyuges se degrada, porque las expectativas personales, aunque no se diga, quedan frustradas. La estructura íntima del acto conyugal comporta que los dos aspectos se reclaman uno al otro. La eliminación de uno de los dos aspectos −unitivo y procreativo− del acto conyugal, entraña la eliminación del otro, y quita su valor propio al otro aspecto. Así, del rechazo de la dimensión procreativa «se produce, no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal»[102]. Entonces, un posible egoísmo elimina la verdadera felicidad. Con la exclusión del aspecto unitivo, el acto conyugal no es un verdadero acto de amor; la no apertura a la paternidad y a la maternidad no es conforme al plan creador de Dios, y la vida que pueda ser concebida no se acogerá de manera conforme a su dignidad.
2) Paternidad responsable
En el curso de los últimos decenios el concepto de paternidad y de maternidad responsables se ha desarrollado. Se tienen en consideración los progresos científicos y se integra la responsabilidad humana en el dominio de la fecundidad que ya no se deja simplemente al arbitrio de los mecanismos biológicos de selección. Una cosa es el deseo subjetivo de tener hijos, y otra la vocación (que entraña una tarea) para trasmitir la vida y educar a los hijos. Los esposos deben encontrar juntos la manera de asumir a la vez procreación y educación para realizar auténticamente su vocación. La cuestión que se les plantea es primero por qué tener un hijo, y luego cuándo y cómo. En la base de todo está la afirmación del papel central del amor entre esposos.
¿Cuáles son, entonces, los criterios de moralidad del acto conyugal? Tiene que ser una verdadera manifestación del don mutuo que se hacen las dos personas unidas por el matrimonio. La orientación hacia la transmisión de la vida no se puede excluir positivamente (aunque la orientación, implícita o no, pueda ser en algunos casos la consolidación del amor mutuo o incluso el remedium concupiscentiæ, el remedio de la concupiscencia), pues los cónyuges son cooperadores de Dios creador e intérpretes de su amor. La paternidad y la maternidad son responsables cuando los esposos toman una decisión moralmente justa. Eso supone una intención sincera que se determina en función de criterios objetivos «que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal»[103].
Las personas casadas que están abiertas a una posible nueva vida en su hogar hacen un gran bien a su alrededor con solo decirlo. Cuando hay razones materiales, psicológicas o sociales que justifiquen la decisión de no tener hijos en un futuro inmediato, el acto conyugal puede no dirigirse directamente a dar la vida, pero no la debe excluir positivamente. Tiende a limitarse a los periodos infértiles de la mujer. Todo depende de la madurez moral de los cónyuges, llamados a ponderar los elementos de decisión siguiendo su bien verdadero y su dignidad de persona, y no en función de la «mentalidad común» de la sociedad en la que viven[104]. Juan Pablo II anota en este tema que «el recurso a los periodos infecundos en la unión conyugal puede ser motivo de abuso cuando los esposos buscan de esa manera eludir, sin justa razón, la procreación, bajando el nivel moralmente justo de nacimientos en su familia»[105].
Algunos alegan que los hogares fracasan porque han tenido demasiados hijos; a veces ese «demasiados» es autorreferencial, y significa «más que nosotros». Ese tipo de diagnóstico es arriesgado, pues la cuestión del número nunca es definitiva. Puede que haya habido divergencias de opinión entre los esposos, incluso hasta cierto grado de intransigencia sobre el número de hijos, y puede ser que esas divergencias, en este tema como en otros, lleven al fracaso. ¿Una actitud cerrada ante la apertura a la vida no constituye una posible causa de cambio cualitativo en la relación entre los esposos?
3) ¿Se puede hablar de castidad a los que no creen?
La manera en que un hombre considere a su mujer inspira su conducta, y viceversa. ¿La anticoncepción comporta el riesgo de transformar a la mujer en un objeto puramente afectivo, incluso de placer? Si ama a su mujer, el hombre cuidará de ella, la respetará de mil maneras. Los periodos de abstinencia harán más fuerte y más agradable el amor entre los cónyuges. Pero saben que la abstinencia de relaciones no es fácil para la mujer porque el momento en que más desea a su marido se presenta cuando está en un periodo fértil. La conciencia de la bondad de la vida aconsejará a los jóvenes esposos no retrasar la venida del primer hijo.
Una mujer ama a su hijo por Dios, si es creyente, y ama también a su hijo por su marido y por ella misma; una mujer ama además a su hijo por él mismo. El hijo es prueba viva del amor que Dios nos tiene y del amor con que nosotros le correspondemos. Pero para una mujer, el marido está antes que los hijos; y para el hombre, su mujer. El bien más precioso de los esposos es ante todo su amor mutuo, y ahí es donde pueden dar el mejor regalo a sus hijos. ¿No es significativo que el primer consejo que un sacerdote santo, Josemaría Escrivá de Balaguer, daba a los casados, cristianos o no, fuera amarse siempre?[106].
En la castidad, la integridad de la persona se realiza al servicio de la del don. Entonces hay de verdad un acto conyugal. «Nos casti fide», escribía san Agustín: Dios «nos hace puros como él también es puro: pero él es puro desde toda la eternidad, nosotros somos puros por la fe[107]». Si bien es verdad que somos castos por la fe, es a pesar de todo posible proponer esta virtud a los que no creen. El sentido de la dignidad de la persona humana y el carácter sagrado de la vida están inscritos en el corazón; es posible comprender sin la fe que no hay libertad sin verdad sobre sí mismo y sin autenticidad del don recíproco[108].
Baste mencionar, por ejemplo, el sentido del pudor. El pudor no es solamente un elemento cultural, es algo natural al hombre y a la mujer; se manifiesta, por así decir, de maneras distintas según las épocas y los ambientes: cultura, historia, clima lo muestran bajo distintos aspectos. Sin él, paradójicamente, el misterio de la persona, de su interioridad y profundidad, queda violentamente ensombrecido. Así, por ejemplo, en un ensayo tan breve como sugestivo que lleva el título de El pudor, un lugar de libertad, Monique Seltz afirma que es imperativo reconsiderar el pudor en su plena dimensión antropológica, como un signo de humanización; el pudor, dice, permite a la persona humana existir como sujeto, por lo que es vital para la sociedad[109]. Es interesante notar que esta psicoanalista, que ha trabajado varios años en medios hospitalarios como médico psiquiatra, no se refiere a la fe católica.
¿Por qué el pudor es una condición de sobrevivencia social? Sencillamente porque circunscribe un espacio propio. ¿Qué hijo no ha tenido, en el seno de una familia numerosa, el sueño de tener algún día una habitación para él solo? ¿De qué sufren principalmente los prisioneros en nuestros centros de detención, si no es de falta de intimidad? Un mínimo de distancia respecto al otro permite proteger lo que no está necesariamente destinado a ser compartido con él. Donde se juntan lo individual y lo colectivo, precisamente en ese lugar crucial donde se define la persona, el pudor condiciona la realización de la libertad: protege de la mirada extraña, diseña un espacio exclusivamente personal sin invadir el de su vecino, garantiza las libertades individuales y colectivas. El pudor oculta la imagen para proteger la autenticidad del ser. A la inversa, la persona impúdica recuerda a esos monos de los que hablaba Chateaubriand y que saltan hasta la copa de los árboles, cada vez más arriba, para enseñar lo que deberían tapar. ¿Qué decir de la dictadura de la transparencia en las modas actuales? ¡Tal vez haya que promover antes el derecho a la propia imagen e instaurar el de no ser informado de todo! El riesgo de la falta de pudor en la vida social no está evidentemente limitado a la prensa; se puede extender, por ejemplo, a la manera de tratar a los enfermos en los hospitales o a ciertos experimentos perversos de la investigación científica. Se ha aplicado justamente al pudor una bonita expresión que Juan Pablo II destina a las mujeres: «centinelas de lo invisible»[110].
Entonces, ¿se puede hablar de castidad a los que no creen? Claro que sí, respondería yo, sabiendo sin embargo que sin la gracia divina es más difícil crecer en esta virtud tan hermosa y tan desconocida hoy día. La analogía del barco de vela y de los remeros ayuda a entenderlo mejor. Claramente hay que remar, y eso simboliza las virtudes vinculadas al esfuerzo personal; pero si el viento de los dones del Espíritu Santo sopla en las velas, el barco navega más rápido y más fácilmente. La analogía comporta evidentemente sus límites, ya que incluso remar sería imposible sin la ayuda de Dios[111] . Finalmente, añadiría que la Humanae Vitae, que para muchos fue piedra de tropiezo, igual que el mismo Cristo, fue para otros la ocasión de una verdadera conversión: en efecto, la Humanae Vitae fue vista como una prueba de la verdad y de la santidad de la Iglesia católica. Algunos pretenden que la enseñanza de la Iglesia rompe la armonía familiar y el amor conyugal. Ahora bien, la experiencia contradice esa percepción de las cosas. Nuestra época, que es la de la anticoncepción, es también la del divorcio y del fracaso matrimonial. Y no hace falta ser creyente para verlo.
Los fundamentos y el contenido de la enseñanza de la Iglesia muestran que nos situamos mucho más allá de simples técnicas. Sabéis, como monitores del Método Billings −una de las vías que respeta la paternidad responsable−, no perder de vista lo esencial: la bondad de Dios y la apertura a la vida. La experiencia de muchos sacerdotes y de muchas otras personas es que, a pesar de las dificultades de la vida, los hogares que viven lo que la Iglesia enseña son más fácilmente «hogares luminosos y alegres»[112], donde se nota «el calor entrañable, del que depende el ambiente familiar»[113] y en los que la participación en el poder de Dios, que es la facultad de engendrar, se prolonga «en la cooperación con el Espíritu Santo para que culmine formando auténticos hombres cristianos y auténticas mujeres cristianas»[114]. Es la inmensa misión educadora de la familia, un tema esencial que excede, sin embargo, los límites de esta exposición. En realidad, como dijo san Pablo a los Filipenses, «Dios es quien obra en vosotros el querer y el hacer, por su buena voluntad» (Fil 2,13). Dios no confisca la libertad humana, sino que la ilumina y la sostiene sin cesar. Y el testimonio de los hogares que luchan serenamente por encarnar el mensaje cristiano que la Humanae Vitae nos trasmite es también una gran ayuda para la fidelidad de los sacerdotes a su vocación y a su misión. ¡Que la Virgen María, Madre del Amor Hermoso (cf. Si 24,24), nos proteja y nos acompañe en este camino!
Guillaume Derville
Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Roma.
Fuente: collationes.org.
[1] Cf. Blaise Pascal, Pensées, en OEuvres complètes, Seuil, Paris 1963, Lafuma-Brunschvicg, 655-377.
[2] Cf. Rémi Brague, en Le Monde, 30-IX-2013.
[3] Beato Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25-VII-1968, 7.
[4] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 202.
[5] Johann Baptist Metz, citado por Joseph Ratzinger en Intervención sobre la eclesiología de la Constitución Lumen Pentium, en el congreso internacional sobre la puesta en marcha del Concilio ecuménico Vaticano II, organizado por el Comité del Gran Jubileo del año 2000, 27-II-2000. También en Joseph Ratzinger, Faire route avec Dieu. L’Église comme communion, Parole et silence, Paris 2003, 114.
[6] Chantal Delsol, Les pierres d’angle. À quoi tenons-nous?, Cerf, Paris 2014, 220; cf. 225.
[7]Rémi Brague, Modérément moderne, Flammarion, Paris 2014, 148.
[8] Ibidem, nota 2.
[9] San Juan Pablo II, Encíclica Evangelium vitae, 25-III-1995, 13.
[10] San Josemaría, Conversaciones, 113. Las obras de san Josemaría Escrivá (1902-1975), fundador del Opus Dei (1928), están disponibles en escrivaworks.org.
[11] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 112.
[12] Cf. Fernando Ocáriz, ¿Qué impulso puede recibir la Teología de la enseñanza de san Josemaría?, en Convenio internacional “San Josemaría y el pensamiento teológico”, UPSC, 14-16-XI-2013, publicado en San Josemaría y el pensamiento teológico (ed. Javier López Díaz), Vol. I, EDUSC, Roma 2014, 63-77.
[13] San Josemaría, Conversaciones, 114.
[14] Fernando Ocáriz, Sobre Dios, la Iglesia y el mundo. Rafael Serrano entrevista al Vicario general del Opus Dei, Rialp, Madrid 2014, 43.
[15] Catecismo de la Iglesia católica, 366.
[16] Benedicto XVI, Carta a la diócesis de Roma sobre el deber urgente de la formación de las nuevas generaciones, 21-I-2008.
[17] Catecismo de la Iglesia católica, 2258, citando la Congregación para la doctrina de la fe, Instr. Donum vitae, intr., 5.
[18] Beato Pablo VI, Motu proprio Sanctitas clarior, 19-III-1969: «quae quidem ad sanctitatem invitatio peculiarissima habetur tamquam proprietas ipsius conciliaris magisterii eiusque veluti ultimus finis».
[19] Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 39-40.
[20] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 40.
[21] Javier Echevarría, Eucaristía y vida cristiana, Rialp, Madrid, 2005, 140.
[22] San Juan Pablo II, Homilía en Nursia, 23-III-1980.
[23] Gustave Thils, Sainteté chrétienne. Précis de théologie ascétique, Lannoo (Tielt) - Desclée de Brouwer, Paris 1963, Introduction, p. XII.
[24] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 31; cf. san Juan Pablo II, Exh. apost. Christifideles laici, 15: «Las imágenes evangélicas de la sal, de la luz y de la levadura, aunque se dirigen indistintamente a todos los discípulos de Jesús, se aplican de manera muy especial a los fieles laicos».
[25] Cf. Madeleine Delbrêl, Nous autres gens des rues, “Livre de vie”, Seuil, Paris 1971.
[26] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 294.
[27]Cf. Alain Finkielkraut, L’identité malheureuse, Stock, Paris 2013, 45, expresión que Finkielkraut copia de Christian Baudelot, en Christian Baudelot, Marie Cartier et Christine Detrez, Et pourtant ils lis-ent…, Seuil, Paris 1999.
[28] Pío XII, en AAS 38 (1946), 149.
[29] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 106.
[30] San Juan Pablo II, Don y misterio, 101-102.
[31] San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, cap. III, 14.
[32] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 31:«Laicis indoles sæcularis propria et peculiaris est». Cf. San Juan Pablo II, Christifideles laici, 15: «La condición eclesial de los fieles laicos se define en su raíz a partir de la novedad cristiana y caracterizada por su condición secular».
[33] Cf. José Luis Illanes, Tratado de teología espiritual, Eunsa, Pamplona 2007, 323.
[34] Cf. José Luis Illanes, “Secularidad”, en César Izquierdo-Jutta Burggraf-Félix María Arocena (ed.), Diccionario de Teología, Eunsa, Pamplona 2006, 926-932.
[35] Tertuliano, De idolatria, 1, 4, 5.
[36]Jacques Rivière – Paul Claudel, Correspondance (1907-1914), Paris, Plon, Col. «Livre de vie», 35, Paris 1963, 51-52 (25 mai 1907). Claudel continuaba: «Aceptad la cruz que Dios os da para llevar. Podéis hacer mucho bien en la universidad […]. Si Dios no tuviera necesidad de vosotros o de vuestras obras, no os habría puesto ahí. Una vez en mi vida intenté salir del camino que me había pro-puesto por otro que pensaba que era mejor, y para mí fue una catástrofe espantosa».
[37] San Juan Pablo II, Exh. apost. Christifideles laici, 15, citando Lumen gentium, 31.
[38] Cf. Jean-Pierre Torrell, Encyclopédie Jésus le Christ chez saint Thomas d’Aquin, Cerf, Paris 2008, 1095: «el esquema exitus-reditus estructura toda la Suma»; ibidem, 21, 703.
[39] Cf. Henri de Lubac, Le drame de l’humanisme athée, en OEuvres complètes II, Cerf 2000, 108: «No se promete a los cristianos que siempre serán un gran número (más bien, se les anunció lo contrario). Ni que siempre parecerían los más fuertes y que los hombres no serían conquistados por otro ideal que el suyo. En todo caso, el cristianismo nunca tendrá eficacia real, ni tendrá existencia real ni nunca logrará por sí mismo conquistas reales sino por la fuerza de su espíritu, por la fuerza de la caridad».
[40] San Josemaría, Conversaciones, 116.
[41] Cf. Pedro Rodríguez, Opus Dei: Estructura y Misión. Su realidad eclesiológica, Ediciones Cristiandad, Madrid 2011, 138.
[42] Cf. San Juan Pablo II, Homilía en la beatificación de Josemaría Escrivá, 17-V- 1992, citando la encíclica Dominum et vivificantem, 50.
[43] San Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae, 83; cf. ibidem, 84.
[44] Cf. San Josemaría, Conversaciones, 121.
[45] San Juan Pablo II, Hombre y mujer los creó. Una espiritualidad del cuerpo (8-IX-1982), 513.
[46] Cf. Lluís Clavell, La libertad ganada por Cristo en la Cruz. Aproximación teológica a algunas enseñanzas del beato Josemaría Escrivá sobre la libertad, Romana 33 (2001) 264-266.
[47] Cf. André Vingt-Trois, conferencia en el Instituto Francés - Centro San Luis, Roma, 19-XI-2012, en http://www.paris.catholique.fr: «La familia, en cuanto tal, es célula primordial en la medida en que es el lugar de un aprendizaje, de una puesta en forma de la vida social, porque se trasmiten modales, costumbres y valores. Es una labor indispensable, pero no es lo primero que produce las relaciones sociales. Sí contribuye y le da argumentos. Pero lo que constituye realmente la relación social es que, en una familia, los hijos son amados por sí mismos, no son amados en función de sus talentos, de sus méritos, de sus éxitos, o en función de sus defectos o en función de sus crímenes».
[48] Cf. Francisco-Xavier Bellamy, Les déshérités ou l’urgence de transmettre, Plon, Paris 2014, 155.
[49] Cf. Santo Tomás de Aquino, Contra Gentiles, IV, 78.
[50] Beato Pablo VI, Alocución en Nazaret, 5-I-1964.
[51] Ibidem.
[52] San Juan Pablo II, Exh. apost. postsinodal Familiaris consortio, 41.
[53] Ibidem.
[54] Beato Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 11, citando Gaudium et spes, 49.
[55] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 31 a 4.
[56] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 25.
[57] San Gregorio Magno, Comentario al Cantar de los Cantares, 4, 6.
[58] San Gerónimo, Comentario a san Mateo, 19, 5.
[59] Cf. Beato Pablo VI, Exh. ap. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, 41, citando su Alocución a los miembros del Consejo de Laicos, 2-X-1974, AAS 66 (1974) 568.
[60] Beato Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 14.
[61] Ibidem, 11.
[62] Ibidem, 12.
[63] San Juan Pablo II, Discurso (18-VII-1984), 3-4, en Hombre y mujer los creó. Una espiritualidad del cuerpo. Juan Pablo II continúa: «Se trata aquí no solo del conjunto de la doctrina moral recogida en la Sagrada Escritura, de sus premisas esenciales y del carácter general de su contenido, sino del conjunto más amplio, al que hemos dedicado anteriormente numerosos análisis tratando de la 'teología del cuerpo'. Precisamente con el trasfondo de ese amplio conjunto se hace evidente que la mencionada norma moral pertenece no solo a la ley moral natural, sino también al orden moral revelado por Dios: también desde este punto de vista, no podría ser distinta, sino únicamente como la trasmiten la Tradición y el Magisterio y, en nuestros días, la Encíclica Humanae Vitae, como documento con-temporáneo de dicho Magisterio. Pablo VI escribe: 'Pensamos que los hombres de nuestro tiempo son particularmente capaces de captar el carácter profundamente razonable y humano de este fun-damental principio' (HV 12). Se puede añadir: son capaces de captar también su profunda conformidad con todo lo que es trasmitido por la Tradición surgida de las fuentes bíblicas».
[64] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2366-2372. Cf. también Juan Pablo II, Carta a las familias, 2-II- 1994, 12. ¿Cuál es la nota teológica de esta enseñanza? Fernando Ocáriz responde en La nota teologica dell’insegnamento dell’ Humanae Vitae sulla contraccezione, “Anthropotes” 4 (1988) 25-43, que «según Juan Pablo II, la norma formulada por Pablo VI en el n. 14 de la Humanae vitae es no solo una verdadera norma inmutable (“no podría ser distinta”) de la ley natural, sino también revelada por Dios (porque está contenida en la Tradición, en la Escritura interpretada por la Tradición), y además dicha norma ha sido “muchas veces expuesta por el Magisterio”, según la expresión de Pablo VI» (expresión citada por Juan Pablo II). Ocáriz continúa: «No es pues posible disentir de dicha doctrina sin caer en error, y no es posible obrar en contraste con dicha doctrina sin pecar, a menos que haya −como en cualquier otro caso− una conciencia errónea no culpable; y sería culpa grave —como en cualquier otro caso− inducir a los fieles al error de conciencia. Todo esto debe ser tenido firmeme-te, por la autoridad del Magisterio de la Iglesia» (ibidem). La conclusión de Ocáriz no varía de que se trata de una doctrina de fide divina et catholica (aunque no definida) o simplemente de fide catholica.
[65] Fernando Ocáriz, La nota teologica…, II, 1, b), señalando el error antropológico de Karl Rahner.
[66] Cf. ibidem. Vid. también Stéphane Seminckx, La réception de l’encíclica «Humanae Vitae» en Belgique. Étude de théologie morale. Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Roma 2006, 439 p.
[67] Cf. Guillaume Derville, Histoire, mystère, sacrements. L’initiation chrétienne dans l’oeuvre de Jean Danié-lou, Desclée de Brouwer, Paris 2014, 43.
[68] Charles Péguy, Notre jeunesse, en OEuvres en prose complètes, III, 1909-1914, Gallimard, (Bibliothè-que de la Pléiade, 785), Paris 1992.
[69] Antoine de Saint-Exupéry, El Principito, cap. XXI.
[70] Francisco, Enc. Lumen fidei, 26.
[71] Cf. San Juan Pablo II, Carta a las familias, 2-II-1994, 12.
[72] Cf. al respecto Pascal Ide, L’homme vulnérable et capable, en Bernard Ars (ed.), Fragilité, dis-nous ta grandeur, Cerf, Col. «Recherches morales», 31-88.
[73] Sabia actitud reivindicada por Louis Bouyer en sus Memorias, Cerf, Paris 2014, 98.
[74] Francisco-Xavier Bellamy, Les déshérités ou l’urgence de transmettre, Plon, Paris 2014, 187.
[75] Beato Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 22.
[76] Tugdual Derville, en Ombres & Lumières, 197 (2014) 10.
[77] San Josemaría, Camino, 76-78, etc. Cf. Guillaume Derville, Une connaissance d’amour. Note de théo-logie sur l’édition critico-historique de Chemin, I, en “Studia et Documenta» 1 (2007) 217, disponible en http://www.isje.org/studia-et-documenta/volumi-pubblicati/vol-1-2007/: en la edición crítico-histórica, Pedro Rodríguez explica: «marco de orientación espiritual y armadura que unifica la jor-nada al plan cristiano», «concepto de patrimonio común, ampliamente recibido en las escuelas de espiritualidad y de teología espiritual», «aspecto importante de la dirección espiritual», «estructura formal de un conjunto da actos de piedad y de vida cristiana», «conjunto formado por la vida sacra-mental y las prácticas de piedad».
[78] Con amplia difusión. Así, por ejemplo, la hermana de Luis XVI invitaba a una amiga a «hacer un plan de vida»: cf. Lettre de Madame Élizabeth à Mme de Mauléon, 10-IV-1786, en Anne Bernet, Madame Élisabeth. Soeur de Louis XVI, Tallandier, Paris 2013, 149. Estamos evidentemente en la estela de san Francisco de Sales.
[79] Benedicto XVI, Discurso en el Estadio municipal de Pacaembu, São Pablo, 10-V-2007.
[80] Beato Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 20.
[81] Beato Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25.
[82] Beato Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25.
[83] Juan Pablo II, Exh. ap. postsinodal Familiaris consortio, 57. La cita “dentro de la Misa” es de Sacrosanctum Concilium, 78.
[84] Cf. San Juan Pablo II, Exh. ap. postsinodal Familiaris consortio, 57.
[85] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 40.
[86] Beato Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25.
[87] Charles Péguy, L’Argent, en OEuvres en prose complètes, III, 1909-1914, Gallimard, (Bibliothèque de la Pléiade, 785), Paris 1992, 42.
[88] Benedicto XVI, Audiencia general, 16-IX-2009.
[89] Cf. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 12.
[90] Beato Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 3.
[91] Ibidem, 25.
[92] Ibidem, 20.
[93] Carácter definido desde el pontificado de Benedicto XV. Esta heroicidad consiste en «el fiel y constante cumplimiento de los deberes y tareas personales», anota Gustave Thils en Sainteté chrétienne. Précis de théologie ascétique, Lannoo (Tielt) - Desclée de Brouwer (Paris) 1963, 22, citando el decreto de Benedicto XV.
[94] Benedicto XVI, Homilía de vísperas, Fátima, 12-V-2010.
[95] Cf. Guillaume Derville, Histoire, mystère, sacrements. L’initiation chrétienne dans l’oeuvre de Jean Daniélou, Desclée de Brouwer, Paris 2014, 102, 208, 326.
[96] San Josemaría, Conversaciones, 105.
[97] San Josemaría, Conversaciones, 99.
[98] Cf. Guillaume Derville, Sur les ailes de l’aurore. Pureté, mariage et célibat apostolique, Lethielleux / Parole et Silence, Paris 2012, 234 p. Me refiero sustancialmente, a propósito de la paternidad res-ponsable, a las páginas 171-172 y 168-170. Véase también Carlo Caffarra, Procreación responsable, en Pontificio Consejo para la familia, Lexico de los términos ambiguos y controvertidos sobre la familia, la vida y las cuestiones éticas, 887-892.
[99] Jean-Pierre Ricard, Presentación, en Pontificio Consejo para la familia, Lexico de los términos ambiguos y controvertidos sobre la familia, la vida y las cuestiones éticas, 18.
[100] Ángel Rodríguez-Luño, Elegidos en Cristo para ser santos. III. Moral especial, Roma 2008, 237.
[101] Cf. san Juan Pablo II, Carta a las familias, 2-II-1994, 12: «medio de “placer”».
[102] San Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 32.
[103]Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 51.
[104] Cf. san Juan Pablo II, Homme et femme il les créa, cit., 647-648.
[105] San Juan Pablo II, Homme et femme il les créa, cit., 647.
[106] Cf. san Josemaría, Conversaciones, 113.
[107] San Agustín, Comentario a la Primera Epístola de san Juan, IV, 9, en SCh (1994) 75, 238-239.
[108] Cf. Stéphane Seminckx, La réception de l’encíclica «Humanae Vitae» en Belgique. Étude de théologie morale. Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Roma 2006, 388, que se refiere a san Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 1, diciendo: «Antes de residir en el ejercicio del acto por la voluntad, la libertad humana se encuentra en la especificación del obrar por la razón, como en su causa. Por eso la libertad no es verdadera si no está “informada”, “configurada” por la verdad acerca del bien realiza-ble, verdad que es captada por la razón práctica como un præceptum».
[109] Cf. Monique Seltz, La pudeur, un lieu de liberté, Buchet / Chastel, Paris 2003, 134; vid. también 75, 84-86, 96, 104 y 134.
[110] Cf. Marguerite Léna, Patience de l’avenir. Petite philosophie théologale, Lessius, Bruxelles 2012, 77. Cf. Juan Pablo II, Homilía en Lourdes, 15-VIII-2004: «la misión peculiar que corresponde a la mujer en nuestro tiempo, tentado por el materialismo y la secularización: ser en la sociedad de hoy testigo de los valores esenciales que sólo se perciben con los ojos del corazón. A vosotras, las mujeres, corresponde ser centinelas del Invisible. A todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, os dirijo un apremian-te llamamiento para que hagáis todo cuanto esté a vuestro alcance a fin de que la vida, toda vida, sea respetada desde la concepción hasta su término natural. La vida es un don sagrado, del que nadie puede hacerse dueño».
[111] Cf. Juan de Santo Tomás, Los dones del Espíritu Santo.
[112] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 27. 113 Ibidem. 114 Ibidem.
[113] Ibidem.
[114] Ibidem.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |