El sistema de derecho matrimonial canónico está construido para ‘traducir’ jurídicamente un rico núcleo de certezas recibidas y atesoradas por la Iglesia, que constituye lo que podemos llamar ‘la verdad del matrimonio’, parte esencial del Evangelio y, por tanto, de la evangelización
Sumario: I. La enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio, riqueza de la humanidad. − El derecho canónico matrimonial y la verdad del matrimonio. − Realidad concreta, verdad y esperanza en el matrimonio. − El matrimonio y las ‘grandes preguntas’ antropológicas. − La verdad del matrimonio es ante todo una verdad natural. − La verdad del matrimonio pertenece al bien de la persona. − Importancia de la rectitud personal. − La verdad de la familia es prolongación natural de la verdad del matrimonio. − II. Aspectos fundamentales de la verdad del matrimonio. − El matrimonio sigue a la naturaleza humana. − La relación específicamente matrimonial. − La ‘totalidad’ natural de la entrega propiamente matrimonial. − El misterio del matrimonio. − El matrimonio, redimido por Cristo y elevado a sacramento.
I. La enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio, riqueza de la humanidad
El derecho canónico matrimonial y la verdad del matrimonio
Es posible que muchos católicos, algunos incluso entre los eclesiásticos, piensen en el derecho canónico matrimonial como si se tratara de un conjunto de complicadas reglas ideado para el uso de los jueces y tribunales de la Iglesia, algo que tiene que ver fundamentalmente con los fracasos matrimoniales.
Sin embargo, en realidad, el sistema de derecho matrimonial canónico está construido para ‘traducir’ jurídicamente[1] un rico núcleo de certezas recibidas y atesoradas por la Iglesia, que constituye lo que podemos llamar ‘la verdad del matrimonio’, parte esencial del Evangelio y, por tanto, de la evangelización.
De hecho, la finalidad principal del derecho matrimonial es custodiar ese núcleo y contribuir a que se pueda hacer presente en la vida de los fieles y de toda la humanidad con toda su fuerza y riqueza.
Naturalmente, los recursos técnicos que utiliza el derecho matrimonial en los diversos aspectos, sustantivos y procesales, no deben identificarse automáticamente con la verdad a cuyo servicio están. Su naturaleza y estatuto son distintos.
Entre la verdad irreformable del matrimonio y los diferentes elementos de la legislación matrimonial canónica no se da siempre la misma intensidad de relación.
No son igualmente importantes, por ejemplo, el c. 1057 § 1 (“El matrimonio lo produce el consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir”) y el c. 1690 (“Las causas de declaración de nulidad de matrimonio no pueden tramitarse por el proceso contencioso oral”).
La primera de las normas citadas recoge un aspecto central de la verdad del matrimonio; la segunda contiene simplemente una decisión de carácter técnico que en un momento determinado del desarrollo del derecho procesal matrimonial se consideró más adecuada que otras posibles.
La prudencia del legislador, valorando qué medida y grado de necesidad o contingencia poseen los diversos elementos técnicos del sistema matrimonial canónico, puede considerar oportuno reformular unos u otros, adaptarlos, perfeccionarlos, simplificarlos o sustituirlos en todo o en parte por otros que puedan servir mejor a la finalidad perseguida −que forma parte de la acción pastoral de la Iglesia en el ámbito del matrimonio− en unas circunstancias históricas determinadas.
No es mi propósito detenerme ahora en esa cuestión clásica, importante sin duda, sino más bien esbozar unas breves reflexiones precisamente acerca de la comprensión cristiana del matrimonio a cuyo servicio se ha ido formando y ha evolucionado históricamente el derecho canónico matrimonial[2].
Realidad concreta, verdad y esperanza en el matrimonio
Me sugiere este intento un pasaje de la Relatio del Sínodo de 2014, cuando afirma que la Iglesia, en la situación sociocultural de este comienzo del siglo XXI, “advierte la necesidad de decir una palabra de verdad y de esperanza”[3] respecto al matrimonio y a la familia.
La expresión de la Relatio me parece afortunada y significativa porque, ciertamente, verdad y esperanza van estrechamente unidas en la comprensión católica del matrimonio.
Y esto es así también cuando quizá se pudiera tener la impresión de que la realidad inmediata solo permite “esperar contra toda esperanza”[4], porque esa situación aún sería netamente opuesta a la desesperanza, tantas veces disfrazada de realismo, que amenaza a las sociedades y a las personas, también a los fieles y a los pastores, en nuestra época[5].
Precisamente en la verdad se encuentra custodiada y garantizada la esperanza. Una esperanza que, para tenerse en pie, prescindiera de su vínculo con la verdad, ¿qué esperaría, en realidad? ¿Qué valor tendría? Sería una esperanza vana, un sucedáneo voluntarista, infundado[6] y por eso ajeno a la fuerza vital definitiva de la “gran esperanza”[7]. Una esperanza sin verdad no es la esperanza del Evangelio.
Con esas premisas, la Relatio muestra que misericordia y verdad no se contraponen, no son alternativas en la pastoral de la Iglesia. En efecto, afirma, “es preciso acoger a las personas con su existencia concreta y saber apoyar su búsqueda”, también cuando “han experimentado el fracaso o se encuentran en las situaciones más diversas”, porque “el mensaje cristiano tiene siempre en sí la realidad y la dinámica de la misericordia y de la verdad, que convergen en Cristo”[8].
Esta referencia a la verdad no es meramente literaria, pero su significado no se reduce a la consideración de la realidad concreta de las personas en un momento determinado de sus vidas, sino que invita más bien a situar esa necesaria consideración en la perspectiva total del sentido del hombre, varón y mujer. Y la Iglesia posee con singular hondura y firmeza ese patrimonio antropológico, a la luz de la encarnación del Verbo.
En este sentido, la Relatio afirma que “es necesario partir de la convicción de que el hombre viene de Dios y de que, por tanto, una reflexión capaz de proponer de nuevo las grandes preguntas sobre el significado del ser hombres puede encontrar un terreno fértil en las expectativas más profundas de la humanidad”[9].
Se promueve así una atención real a las situaciones personales concretas que procura asegurarse de que el apremio de las circunstancias inmediatas no eclipse la visión de conjunto −que depende de la consideración del significado verdadero del “ser hombres” y, consecuentemente, del “ser matrimonio”−, porque eso supondría empobrecimiento y recorte de la virtualidad de la evangelización.
El matrimonio y las ‘grandes preguntas’ antropológicas
Este necesario equilibrio es posible precisamente porque se mueve en la línea del deseo de dar respuesta a las “grandes preguntas sobre el significado del ser hombres” y, por eso mismo, a favor de “las expectativas más profundas de la humanidad” y de cada persona. De ese modo se aleja tanto de una doctrina fría y abstracta, independiente de la realidad presente de las personas concretas, que serían ‘sacrificadas en el altar de las ideas’, como de una forma indiscreta de ‘compasión’ que, aun siendo sinceramente bienintencionada, acabaría demostrándose paradójicamente traidora, no ya ‘a la doctrina’, sino precisamente a las personas.
En el contexto de este planteamiento y de estas preocupaciones sería comprensible, a mi juicio, que alguien se preguntara si y en qué medida lo esencial de la visión del matrimonio que el derecho canónico custodia −con soluciones técnicas más o menos contingentes, como hemos visto− es en realidad una doctrina artificiosamente elaborada o se cuenta, por el contrario, entre las respuestas verdaderas a aquellas “grandes preguntas sobre el significado del ser hombres” a las que vengo haciendo referencia.
Esto equivaldría, en definitiva, a hacer una valoración de si “la verdad del matrimonio” que la Iglesia custodia y transmite, sirviéndose también del derecho canónico entre otros medios, es apta o no para conectar con las expectativas más profundas y auténticas de la mujer y el hombre contemporáneos.
Por mi parte, he de decir que estoy profundamente convencido de que la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio recoge fiel y luminosamente la verdad sobre el hombre en su dimensión conyugal transmitida en la revelación, una verdad en sí misma capaz de despertar y poner en movimiento las aspiraciones más auténticas de la persona, de cada persona concreta.
Precisamente por eso me parece necesario que todos los fieles procuremos asimilar con mayor hondura esa enseñanza y nos empeñemos resueltamente en encontrar modos de transmitirla, con la palabra y con la vida, hacia dentro y hacia fuera de la Iglesia, de manera fiel y atrayente, inteligible, ‘reconocible’ para el corazón humano, esperanzadora.
Creo que serían aplicables aquí, en efecto, las palabras con que el papa Francisco describía “ciertas características del anuncio que hoy son necesarias en todas partes: que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y que apele a la libertad, que posea unas notas de alegría, estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al evangelizador ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que no condena”[10].
Comprometerse en un anuncio así de la verdad del matrimonio en el plan salvífico de Dios constituye una apuesta segura de esperanza.
Además de las razones sobrenaturales, es antropológicamente sensato confiar en que la sabiduría sobre el matrimonio que la Iglesia custodia y transmite puede ser recibida con esperanza y alegría también en la cultura actual, porque, como digo, sintoniza profundamente con los anhelos que hay por naturaleza en el corazón del hombre. Se apoya, por tanto, en algo universalmente compartido: vitalmente, aunque muchas veces no de manera consciente ni desde el punto de vista intelectual.
La verdad del matrimonio es ante todo una verdad natural
Ciertamente, si se piensa en términos de transmisión conceptual, lograda en breve tiempo, de un cuerpo doctrinal articulado, las dificultades de todo tipo para hablar del matrimonio en las circunstancias culturales de hoy pueden parecer extraordinarias. Pero no es necesariamente ese el único nivel que admite el planteamiento de esta comunicación.
No hace mucho, alguien me decía, con sincera preocupación: es evidente que la inmensa mayoría de las personas normales no ha hecho ni va a hacer estudios, ni siquiera básicos, sobre matrimonio y familia. Además, actualmente muchas de ellas se declaran no creyentes. Con ese perfil, ¿es razonable esperar que lleguen a conocer y aceptar las enseñanzas de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia? Concretamente, continuaba, ¿resulta aceptable hoy seguir invocando ‘las leyes que rigen la naturaleza humana’ y basando sobre ellas lo que la Iglesia considera ‘la verdad’ del matrimonio y la familia?
Esta pregunta, que se repite frecuentemente con formulaciones semejantes, podría servir como punto de partida para algunas consideraciones que me parece importante no perder de vista en esta materia.
Ante todo, debo decir que no me gusta mucho la expresión “conocer las leyes que rigen la naturaleza humana”, aunque es perfectamente válida, bien entendida.
Personalmente, en la conversación habitual me parece preferible no hablar en esos términos, para evitar que se entiende la alusión a las ‘leyes’ como si significara que alguien (Dios, la Iglesia, el establishment, la tradición, los padres, los antepasados...) ha impuesto unilateralmente unas reglas y nos exige que las cumplamos. Que debemos someternos a esas normas por acatamiento al poder o la autoridad de quien ‘lo ha dispuesto’...
El asunto, con esa contaminación −a veces nada sutil− de extrinsecismo, quedaría erróneamente reducido a una cuestión religiosa, política, social o cultural, cuya importancia dependería del lugar que cada uno asigne a Dios en su vida, o de su actitud ante el poder, la autoridad, la opinión social, las tradiciones, los tabús culturales, etc.
Por otra parte, ese tipo de malentendidos suelen implicar la idea de que, cuando se habla de conocer ‘la verdad del matrimonio’, se está diciendo que hay que conocer algo externo, ajeno, construido religiosa o ideológicamente desde otras instancias y añadido −impuesto− después a la naturaleza humana, superponiendo así formalidades y legalismos a la naturalidad del amor entre varón y mujer (afirmación que, bien entendida, no dejaría de tener su parte de razón, en la medida en que fuese verdadera).
Pero la palabra ‘leyes’ no tiene aquí ese sentido −por cierto, solo aparentemente ‘jurídico’−, sino otro que se parece más al que registra, por ejemplo, el Diccionario de la Real Academia española como primera acepción bajo el lema ‘ley’: “regla y norma constante e invariable de las cosas, nacida de la causa primera o de las cualidades y condiciones de las mismas”. Se trata, más que de algo impuesto, de algo observado y comprobado.
Así, cuando se habla en ese sentido de ‘leyes de la naturaleza humana’ se está haciendo referencia a una serie de rasgos que cada uno puede conocer al conocerse a sí mismo, porque no son externos ni accidentales, sino que pertenecen al modo de ser constante y universal del hombre (prescindo deliberadamente de mayores precisiones). Se está haciendo referencia, pues, en palabras ya citadas de la Relatio, a aquellas “grandes preguntas sobre el significado del ser hombres”.
Y entre esos rasgos constantes a los que me refiero, por lo que respecta a la cuestión que aquí interesa, se encuentra también el modo propiamente ‘humano’ de relacionarse varón y mujer: las características esenciales −no accesorias− del matrimonio y la familia que derivan de lo que es permanente −no circunstancial, cultural, etc.− en el modo de ser del hombre, en su naturaleza.
La verdad del matrimonio pertenece al bien de la persona
Porque, efectivamente, no todo tipo de comportamiento posible es igualmente humano, en el sentido de adecuado y también de digno, bueno y beneficioso. Nadie deja de advertir que varón y mujer no son cualquier tipo de macho y hembra de una especie de mamíferos más entre muchas otras, sino unos seres muy especiales, porque son personas. Y la naturaleza personal se caracteriza por algo único entre los seres de la tierra: la libertad.
Por decirlo así, el hombre desde el principio es plenamente hombre, pero no es hombre en plenitud. La condición humana −y esto es universalmente percibido en sustancia− incluye una necesidad de perfeccionamiento, no solo de desarrollo físico sino de maduración personal en todos los aspectos: espirituales, intelectuales y volitivos, prácticos, afectivos y emocionales, individuales y relacionales. No se recibe el ser hombre como algo que ya se posee acabadamente desde el principio, de manera pasiva, sino como tarea que en buena medida está pendiente de realizar.
Y la persona se posee y, en cierta medida, se ‘hace’ a sí misma, se perfecciona o se deteriora en el nivel más propiamente personal, precisamente mediante su libertad: con sus elecciones, decisiones y actos libres. No es indiferente elegir una cosa u otra, actuar de un modo u otro. No todo es equivalente para la persona. Hay sentido. La libertad es exigente.
En efecto, los demás seres materiales no tienen, por decirlo coloquialmente, otra opción que comportarse como lo que son. Su modo de ser está abocado a un modo de comportarse determinado por la ‘necesidad’. En cambio, que el hombre es libre supone, entre otras cosas, que su modo de ser no se traduce en un modo necesario de obrar en todos los aspectos.
En los aspectos más físicos, sí: por ejemplo en lo que se refiere a la ley de la gravedad, o en la digestión, etc. En esas cosas que no son específicamente humanas estamos igualmente determinados que las piedras o que los peces, aunque nosotros podemos luchar por comprender esos procesos y buscar maneras de dominarlos en cierta medida (por ejemplo, el hombre ha inventado el avión o los medicamentos para las enfermedades digestivas).
Sin embargo en aquello que es más propiamente humano (es decir, en los rasgos que compartimos menos o que no compartimos en absoluto con otros cuerpos físicos o con otros animales) nuestro modo de ser solo se traduce en conducta propiamente humana, que nos perfecciona y nos realiza, a través de la libertad: eligiendo, en las circunstancias concretas, el bien, es decir, comportarnos con arreglo a la verdad de lo que somos −en la medida en que la vamos conociendo−, aunque somos conscientes de que podríamos elegir otra cosa y a veces incluso nos resultaría más fácil simplemente dejarnos llevar.
Importancia de la rectitud personal
Esa es la razón de que haga falta cierto grado de ‘esfuerzo’, de compromiso y de honradez, para reconocer adecuadamente la propia naturaleza y captar sus requerimientos esenciales como algo ‘debido’: como algo que debo asumir libremente para no falsearme ni malograrme −en el sentido más profundo y definitivo−, para vivir y desarrollarme conforme a la verdad de mi ser. Para llegar a la plenitud personal, que se identifica con la felicidad definitiva.
Pero ese conocimiento o ‘reconocimiento’ no es fundamentalmente un saber teórico, sino un saber ético y vital. Se nos presenta como algo que tiene que ver con el sentido de nuestra vida y que interpela a nuestra capacidad de decisión personal.
Por ejemplo tenemos experiencia de que, ante ciertos modos de actuar de personas −no solo ante comportamientos extremos, pero pongámonos en ese caso, para verlo más fácilmente−, reaccionamos diciendo, por ejemplo: “¡eso es inhumano!”, o “¡qué animal!”.
Cuando reaccionamos así no queremos decir que quien ha actuado no sea un ser humano, sino que no se ha comportado como entendemos que un ser humano habría debido comportarse, y precisamente por eso nos choca.
Y nos choca no simplemente como algo curioso, llamativo o desagradable, sino que precisamente nos parece ‘mal’. Suscita en nosotros una valoración que es ‘ética’, ‘moral’, porque se refiere al bien total de la persona, no a una cuestión anecdótica.
Otro tanto sucede cuando nos impacta positivamente un comportamiento que percibimos como humanamente noble o auténtico: “¡qué humano!”, se oye decir muchas veces con ese sentido.
Por muchos caminos semejantes nos vamos dando cuenta de que tenemos la posibilidad de elegir modos de actuar que nos desarrollan y mejoran como personas: nos realizan; y otros que, por el contrario, nos rebajan y deterioran, amenazan con degradar y destruir nuestra vida, aunque parecían contener promesas de felicidad o liberación inmediatas.
Ese tipo de conocimiento, apoyado sobre la honradez y la sinceridad de la persona, es capaz de llevarnos a descubrir progresivamente la verdad del matrimonio y la familia, al ir haciéndonos conocer al hombre: la verdad del hombre, lo que la potencia y lo que la desfigura, en nosotros mismos y en los demás, más allá de las cambiantes condiciones sociales y culturales. No como una verdad teórica para discusiones de salón, sino como una verdad moral −que muchas veces puede no ser consciente o explícitamente religiosa−, de la que ‘sabemos’ de algún modo que depende en buena medida nuestra vida, nuestro presente, nuestro futuro, la gestión veraz y sana de nuestro pasado, nuestro bien, en definitiva.
Al fin y al cabo, a nadie le resulta indiferente, o de un interés meramente teórico, amar y que le amen ‘bien’ o lo contrario. Más bien sucede que cada persona reconoce en el fondo de su corazón, tanto por vía positiva como muchas veces por vía negativa, unas aspiraciones, una imagen, una referencia más o menos borrosa −al menos en forma de intuición− de cómo querría amar y ser amado, porque entiende, aunque no sepa explicarlo, que lo necesita, que lo reclama la plenitud personal que anhela.
Pues bien, ese conocimiento ‘exigente’ de sí mismo (y de lo humano en ‘sí mismo’), que es asequible a todos porque es propio de la persona humana, aunque muchos factores culturales, religiosos y sociales influyan también en mayor o menor medida, es un buen punto de partida para conocer −para reconocer− el matrimonio y, en consecuencia, la familia.
La verdad de la familia es prolongación natural de la verdad del matrimonio
Porque si, en sus rasgos esenciales y permanentes, el matrimonio radica en el mismo modo de ser del hombre, varón y mujer, otro tanto se debe decir de la realidad también natural de la familia.
La realidad que llamamos familia en sentido propio −no analógico, figurado, etc.− brota solamente del matrimonio verdadero, que da origen a vínculos únicos y definitivos, de parentesco, fundamentalmente entre los cónyuges y su descendencia.
El matrimonio y la familia, sus vínculos naturales, se sitúan en el plano del ‘ser’, no del ‘hacer’. Es decir, forman parte de la respuesta a las preguntas por la identidad personal: quién es, qué es cada persona (madre, esposo, hermano, hija...); no responden simplemente a cuestiones circunstanciales, como qué hace, qué quiere o qué puede hacer, ahora o después (en ese plano del ser se puede afirmar, por ejemplo, que no existen exhermanos, ni exhijos, ni exmadres, ni propiamente exesposos...).
En ese sentido, el matrimonio y la familia no son, como he apuntado, algo elaborado, artificial, ideológico, ‘religioso’, cultural, político... No son, en lo esencial, estructuras convencionales de fórmula variable o de rasgos aleatorios, indiferentemente escogidos y recombinados a partir de un elenco de posibilidades en continua evolución.
Solo el matrimonio ‘es’ matrimonio; solo la familia ‘es’ familia. Y su función en la vida de las personas y en la sociedad es propiamente irreemplazable, porque no es reducible a la materialidad de un conjunto más o menos amplio de funciones que puedan suplirse o suplantarse inocuamente.
Como consecuencia de la situación social y cultural −a la que subyacen también, preciso es decirlo, importantes maniobras ideológicas− es más fácil que se difumine y se distorsione en las personas y en la sociedad el conocimiento espontáneo de la verdad de la familia, la capacidad de percibir los rasgos propios, los valores y requerimientos que se desprenden de su misma naturaleza.
Al diluirse la convicción del papel social incomparable de la familia, se deteriora también el fundamento −que no es religioso ni perteneciente a sistemas sociales superados− de su protección social, política, jurídica y económica.
Y una vez privado de su fundamento verdadero, el tratamiento de la familia por parte de la sociedad, especialmente del Estado, pasa al mundo de las realidades ‘políticas’, jerarquizadas y manejadas con criterios dependientes de las políticas sociales de las mayorías de turno, no necesariamente con arreglo a la verdad humana natural.
Sin embargo, no es indiferente que se reconozca y tutele a la familia o no. Ni siquiera es bastante que, de hecho, ‘se trate bien’ a la familia en un momento histórico determinado sobre la base de un fundamento erróneo o insuficiente, aunque sea coyunturalmente beneficioso...
Naturalmente, esa situación sería preferible a su contraria, pero quedarse instalados en ella por consideraciones meramente pragmáticas resultaría profundamente perjudicial a un plazo más bien corto.
El bien común reclama que el tratamiento social de la familia no se disocie del reconocimiento de su verdad natural, que conduce necesariamente a considerar que la familia es siempre prioritaria.
Por eso es importante no olvidar que la familia no es cualquier agrupación de personas, unida más o menos establemente por los vínculos que ellas mismas o las autoridades de los diversos ámbitos consideren suficientes, preferibles o prioritarios en cada momento.
No es, salvo en ciertos aspectos más bien de tipo formal, una ‘institución’ decantada por determinados factores históricos y culturales, aunque la historia y la cultura influyan, siempre hasta cierto punto, como en todo lo propiamente humano.
No es tampoco el ‘modelo de relación’ construido a partir de sus creencias por una religión degenerada en ideología −una ideología, además, retrógrada, totalitaria e intolerante, socialmente indeseable−, para imponerlo en contra de otros ‘modelos de familia’ que serían igualmente válidos, aplastando así la libertad de ser familia como cada ciudadano elija.
Desde hace un tiempo, en el debate cultural occidental −que frecuentemente se muestra como una batalla en toda regla−, se viene pretendiendo (también, creo, en el sentido inglés del verbo) identificar seriamente el ‘modelo de relación’ al que acabo de aludir con la visión ‘cristiana’ de la familia. En realidad esa identificación es un ardid dialéctico: se trata de un espantapájaros ideológico construido a medida para simular indignarse ante él y combatirlo ‘justamente’, con apoyo social.
Se suele endosar a ese espantapájaros −y a través de él a la visión cristiana de la familia, que de eso se trata− la etiqueta de ‘modelo de familia tradicional’, con la evidente intención de sugerir que no se trata más que de un modelo entre otros, superado por el progreso de la sociedad, que ‘ya no acepta monopolios ideológicos’. En un alarde de generosidad democrática, atendiendo al hecho de que todavía hay cierto tipo de personas que comparten esa ‘ideología’, podría si acaso tolerarse su existencia junto a los demás modelos de familia, siempre que no pretenda ser el único...
Me parece que esa clase de maniobras para arrastrar la visión cristiana de la familia a las aguas cenagosas de la batalla ideológica constituyen una estrategia profundamente equivocada, porque la visión cristiana no pretende ser otra cosa que el reconocimiento de la verdad natural de la familia fundada en el matrimonio, que toda persona de buena voluntad puede reconocer igualmente. Y la familia no es contra nadie, sino a favor de todos.
De nuevo aquí aparece la importancia de ayudar a que en todos los fieles reviva y ahonde la convicción de que la verdad del matrimonio y de la familia fundada en él, transmitida tal como requiere hoy la misión de evangelizar, se alinea con “las expectativas más profundas de la humanidad”.
¿Cuáles serían los aspectos fundamentales de la verdad del matrimonio que habría que esforzarse en comprender y comunicar mejor? Trataré de sintetizarlos a continuación.
II. Aspectos fundamentales de la verdad del matrimonio
El matrimonio sigue a la naturaleza humana
Como he tratado de recordar en las páginas anteriores, el matrimonio es ante todo, una realidad natural, arraigada en el modo de ser del hombre, varón y mujer. En ese sentido enseña la Iglesia que “el mismo Dios es el autor del matrimonio (GS 48, 1). La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador” (CEC 1603).
Por esto, como también he querido recordar, el matrimonio no es, en lo fundamental, una elaboración de determinada cultura o de ciertas épocas. Sus características esenciales no han sido establecidas arbitraria o convencionalmente por ninguna religión, cultura, sociedad, legislación o autoridad. Sus elementos constitutivos no son escogidos por los contrayentes combinando en diversas proporciones las opciones disponibles, para configurar así diversos ‘modelos’ matrimoniales y familiares (que, en realidad, no constituirían especies de un supuesto género matrimonial, sino más bien realidades esencialmente distintas).
El matrimonio ‘sigue’ a la naturaleza humana, sus características son reflejo exacto de ella. No es una opción entre otras equivalentes, sino la única forma de unión entre varón y mujer que corresponde plenamente a su dignidad de personas y es capaz de reflejarla.
Veamos sucintamente qué rasgos esenciales de esa realidad la diferencian de cualquier otra, por más que pueda presentar unos u otros aspectos semejantes o aparentemente idénticos.
La relación específicamente matrimonial
El matrimonio no nace de cualquier tipo de relación o acuerdo entre dos personas que quieren ‘estar juntas’ más o menos establemente. Nace del que se denomina propiamente ‘pacto conyugal’: el acto libre de voluntad por el que una mujer y un varón se dan y reciben mutuamente para ser matrimonio, fundamento y origen de una familia.
Esa donación entre personas, ante todo, es ‘entrega’ conyugal definitiva e irrevocable de cada uno de los contrayentes.
La entrega-aceptación recíproca como cónyuges se produce en un momento determinado: cuando los contrayentes expresan libremente un consentimiento ‘matrimonial’ verdadero. No se trata, pues, de una situación puramente fáctica, o de cualquier tipo de pacto de emparejamiento estable o precario.
Al comenzar a ser cónyuges por el consentimiento propiamente matrimonial, los dos dejan definitivamente de ser dueños exclusivos de sí en los aspectos conyugales; y pasan a pertenecer cada uno al otro tanto como a sí mismo. Se ‘deben’ el uno al otro.
En ese sentido preciso −no porque sigan una forma determinada o firmen unos papeles comprometiéndose ante testigos, o por otros motivos externos− se dice que su unión es ‘jurídica’, es decir de justicia: porque cada uno ha de dar al otro ‘lo suyo’, que, una vez casados, es la persona de él o de ella en cuanto cónyuge.
En efecto, que los dos pasan a ser “una sola carne”[11] no es una simple imagen, sino la descripción de una realidad profunda y definitiva[12].
Ciertamente la persona es ‘incomunicable’, pero el rasgo singular del consentimiento matrimonial reside precisamente en que, gracias a la diferencia y complementariedad que existe entre varón y mujer, cada uno puede de ese modo entregar al otro −y recibir de él− una participación en el dominio que, como persona, tiene de sí mismo en los aspectos conyugales, dominio que desde ese exacto momento, deja de ser exclusivo y pasa a ser conyugal.
En ese sentido una persona puede −sin convertirse en objeto− llegar a ser ‘lo suyo’ de otra, quedando así ‘jurídicamente’ vinculado a ella (ya no ‘puede’ actuar ‘justamente’ como si se perteneciera solo a sí misma).
Pero esa peculiar vinculación no es meramente extrínseca. No la produce per se el acuerdo de voluntades o ‘contrato’ entre varón y mujer; y no reside en un documento anotado en los registros. Los une la específica capacidad unitiva que posee la naturaleza humana (Hervada califica al matrimonio de “unión en la naturaleza”), que el pacto conyugal hace que actúe entre ese varón y esa mujer concretos.
Si se tratara de un simple contrato o convenio en el que las partes quedan vinculadas por la manifestación, en la forma establecida, de su voluntad concorde sobre ciertas cláusulas, no tendría nada de ‘misterioso’; y nada impediría que, en las circunstancias previstas de incumplimiento, etc., fuera posible rescindirlo, como todos los contratos.
Pero los cónyuges no solo ‘están’ casados, sino que ‘son’ esposos. Su identidad personal ha quedado modificada por la relación con el otro, que los vincula ‘hasta que la muerte los separe’. Ya no está en su poder no ser esposo o esposa del otro, porque han devenido “una sola carne”.
Por tanto, esta ‘unidad de los dos’, en sí misma la más íntima e identificada que existe en la tierra, no se realiza por la fuerza de la voluntad de los cónyuges, ni por los mandatos de ninguna autoridad, sino porque “en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador”, en su diferencia y complementariedad, está esa potencia específica, que se ‘desencadena’ en virtud del consentimiento matrimonial y no, en cambio, por cualquier otro acuerdo interpersonal.
Por eso, una vez nacido, el vínculo que une a los esposos ya no depende de la voluntad, sino de la naturaleza −en definitiva de Dios Creador−, que los ‘ha unido’. Su libertad ya no se refiere a la posibilidad de ‘ser’ o ‘no ser’ esposos, sino a la de procurar o no vivir de acuerdo con la verdad de lo que son.
Su unión no es indisoluble porque esté prohibido disolverla. Más bien habría que decir que no se ‘puede’ −en el sentido más fuerte del verbo: aunque se pretendiera− humanamente disolver porque ‘es’ de suyo indisoluble: porque el ser una sola carne con el otro ha pasado ya a formar parte de la identidad de cada uno, que no puede cambiar.
La ‘totalidad’ natural de la entrega propiamente matrimonial
La mutua entrega-aceptación matrimonial se caracteriza por una peculiar ‘totalidad’, que es la clave de la identidad del matrimonio, porque de ella derivan sus propiedades esenciales y sus fines propios.
En efecto, solo el recíproco don total de sí con aceptación total del otro responde plenamente a las exigencias de la dignidad −de la verdad− de la persona en la unión entre varón y mujer.
Esta totalidad no puede ser más que ‘exclusiva’: no es humanamente posible respecto a dos o más personas simultáneamente, como es evidente.
Implica también la entrega y aceptación de cada uno en el presente con su futuro. La persona no se agota en un episodio, sino que permanece en el tiempo, su identidad no cambia con el paso de los años. Por eso no es humanamente posible entregarse ‘totalmente’ por un tiempo, sino solo para siempre.
Totalidad significa, además, que cada esposo entrega la propia persona y recibe la del otro, no de modo selectivo, sino en todas sus dimensiones con significado conyugal. Concretamente, el matrimonio es la unión de varón y mujer basada en la diferencia y complementariedad sexual, que es también −no casualmente− el camino natural de la transmisión de la vida. En consecuencia el don de sí y la aceptación del otro han de incluir también este aspecto para ser ‘totales’. El matrimonio es potencialmente fecundo por naturaleza: ese es el fundamento natural de la familia.
Se trata, por tanto, de una entrega-aceptación mutua, exclusiva, perpetua y fecunda. Estas son las características propias del amor específico entre varón y mujer en su plenitud humana de significado. Por eso son las características naturales de todo matrimonio.
La reflexión cristiana ha conceptualizado y esquematizado desde antiguo estos rasgos como ‘propiedades esenciales’ (la unidad y la indisolubilidad) y ‘fines propios’ (el bien de los esposos y los hijos), no para imponer arbitrariamente un modelo de matrimonio entre otros, sino tratando de comprender y expresar a fondo la verdad “del principio”[13].
Esta realidad del matrimonio no es un ideal abstracto, que en la vida real se alcance a realizar en mayor o menor medida, según la capacidad y las posibilidades ‘concretas’ de cada uno. En este punto −el contraste entre la grandeza de la vocación matrimonial y la debilidad humana, falible y pecadora− se puede apoyar la comprensión de la condición sacramental del matrimonio, que asume y eleva la realidad natural en la dinámica de la redención.
El misterio del matrimonio
La íntima comunidad de vida y amor que se funda sobre la alianza matrimonial de un varón y una mujer refleja la dignidad de la persona humana y su vocación radical al amor. El matrimonio, ya en su dimensión natural, posee cierto carácter ‘sagrado’, en cuanto es “imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre”[14]. Por esta razón la Iglesia habla del “misterio” del matrimonio[15].
En efecto, como hemos visto, la fuerza completamente singular del vínculo que une a una mujer y a un varón, por su mutua entrega y aceptación en el pacto conyugal, llega más allá del alcance de su propia libertad y del poder jurídico de toda sociedad. La facultad de transmitir el don sagrado de la vida humana[16], que ejercen en común, excede asimismo la capacidad meramente biológica de los progenitores. Y, del mismo modo, la función de la familia como origen de la persona y de su ser y vivir en relación con los otros, que es esencial para la vida de una sociedad verdaderamente humana, supera ampliamente las posibilidades de la asociación o agregación voluntaria de seres humanos.
Todo ello inclina al hombre y a la mujer a descubrir la traza del Creador en el despliegue ordenado de su amor esponsal. La ‘verdad total’ del matrimonio remite a Dios, que ha hecho posible esa unión a partir de la complementariedad de la persona femenina y masculina: por eso la Iglesia afirma que “Dios mismo es el autor del matrimonio”[17].
El mismo Dios, en la Sagrada Escritura, se sirve de la imagen del matrimonio para darse a conocer y expresar su amor a los hombres[18]. La unidad de los dos, creados a imagen de Dios, contiene también, en cierto modo, la semejanza divina. Por eso es capaz de llevar a vislumbrar el misterio de Dios y de su amor, que escapa a nuestro conocimiento inmediato[19].
“La imagen de Dios es la pareja matrimonial: el hombre y la mujer; no solo el hombre, no solo la mujer, sino los dos. Esta es la imagen de Dios: el amor, la alianza de Dios con nosotros está representada en esa alianza entre el hombre y la mujer. Y esto es hermoso. Somos creados para amar, como reflejo de Dios y de su amor. Y en la unión conyugal el hombre y la mujer realizan esta vocación en el signo de la reciprocidad y de la comunión de vida plena y definitiva”[20].
Pero el designio de Dios sobre la criatura humana quedó profundamente afectado por las heridas del pecado. Como consecuencia, también el matrimonio se vio oscurecido y perturbado[21]. Esto explica los errores e insuficiencias, teóricos y prácticos, que se han dado y se dan en la vida de los hombres respecto a su verdad.
Sin embargo, pese a las consecuencias del pecado, la verdad de la creación subsiste profundamente arraigada en la naturaleza humana[22]. Por esto las personas de buena voluntad pueden sentir con fuerza la íntima inclinación a ‘no conformarse’ con una versión rebajada, devaluada de la unión entre varón y mujer.
Esa profunda connaturalidad con que el ser humano intuye y añora el verdadero sentido del amor al que está llamado, en medio y a pesar de las dificultades que experimenta, permite a Dios apoyarse en la imagen del matrimonio para darse a conocer a los hombres y realizar gradualmente su plan de salvación, que culmina en Jesucristo.
El matrimonio, redimido por Cristo y elevado a sacramento
Jesús enseña en su predicación, de un modo nuevo y definitivo, la verdad originaria del matrimonio[23].
La “dureza de corazón”, consecuencia de la naturaleza caída, incapacitaba a los hombres no solo para ‘comprender íntegramente’ las exigencias de la entrega conyugal, sino también para considerarlas ‘realizables’.
Pero llegada la plenitud de los tiempos, cuando el Hijo de Dios va a cumplir la obra de la redención, “revela la verdad originaria del matrimonio, la verdad del 'principio', y, liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente”[24], porque “da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces, los esposos podrán 'comprender' el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo”[25].
Al constituir el matrimonio entre bautizados en sacramento[26], Cristo lleva a una plenitud ‘nueva’, sobrenatural su significado en la creación y bajo la Ley Antigua: “El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente”[27].
El matrimonio se convierte así en ‘signo eficaz’, en cauce por el que los cónyuges son introducidos en la acción santificadora de Cristo, ya no solo por su participación individual en Cristo como bautizados, sino también por la participación de la ‘unidad de los dos’ en la Nueva Alianza con que Cristo se ha unido a la Iglesia[28]. Por esta razón el Concilio Vaticano II llama al matrimonio no solo “imagen”, sino “imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia”[29].
Esto significa, entre otras cosas, que la unión y participación con Cristo de los esposos se produce no extrínsecamente (simplemente tomando ocasión del matrimonio, como de cualquier otra circunstancia de la vida), sino intrínsecamente, a través de la específica eficacia sacramental, santificadora, de la misma realidad matrimonial[30].
Así, “del mismo modo que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos”[31], y permanece con ellos como garante de su amor conyugal y de la eficacia de su unión para hacer presente entre los hombres el amor de Dios.
Porque conviene tener presente que es sacramento no solo ni principalmente la celebración litúrgica del matrimonio, sino el matrimonio mismo, es decir, la ‘unidad de los dos’, que es ‘signo permanente’ (por su unidad indisoluble) de la unión de Cristo con su Iglesia.
Por eso la gracia del sacramento no se limita al momento en que nace el matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia[32]. Y los esposos, llamados a la santidad en cuanto tales, cometerían “un grave error, si edificaran su conducta espiritual de espaldas y al margen de su hogar”[33].
La naturaleza sacramental alcanza a la realidad de la unión conyugal en su ‘totalidad’ característica, realizándola con una plenitud y una trascendencia que solo Dios puede darle.
De ese modo, el matrimonio constituye “una comunión de dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la encarnación de Cristo y su misterio de alianza. El contenido de la participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos integrantes de la persona (...); tiende a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, lleva a no ser sino un solo corazón y una sola alma; exige indisolubilidad y fidelidad en la donación recíproca definitiva y se abre a la fecundidad (...). En una palabra, tiene las características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no solo las purifica y consolida, sino que las eleva, hasta el punto de hacer de ellas expresión de valores propiamente cristianos”[34].
Considerar las razones de ‘connaturalidad’ −y, por eso, de ‘inclinación natural’− respecto a la verdad del matrimonio que he tratado de esbozar esquemáticamente permite, a mi juicio, renovar la confianza en que el testimonio y la predicación de la Iglesia lleguen al corazón del hombre y la mujer singulares, también en nuestra época, y sean recibidos como palabra de verdad y de esperanza capaz de transformar la vida.
Jorge Miras
Profesor ordinario de Derecho canónico. Universidad de Navarra.
Fuente: unav.edu.
[Texto publicado originariamente en VV.AA., a cargo de Anna Sammassimo y Ombretta Fumagalli-Carulli, ‘Famiglia e matrimonio di fronte al Sinodo. Il punto di vista dei giuristi’, Ed. Vita e Pensiero, Milano 2015, pp. 347-364].
[1] Cfr. san Juan Pablo II, const. ap. Sacrae Disciplinae Leges, en AAS 75 (1983), II, p. XI.
[2] Puesto que a los colaboradores en este número de Jus online se nos han dado instrucciones de aligerar en lo posible el aparato de citas bibliográficas, quiero manifestar que las reflexiones esbozadas en estas páginas son particularmente deudoras de los trabajos de Javier Hervada (cfr. p. ej. Introducción crítica al Derecho natural y "Una caro". Escritos sobre el matrimonio), Pedro Juan Viladrich (cfr. p. ej. La agonía del matrimonio legal y El modelo antropológico del matrimonio) y Juan Ignacio Bañares (cfr. p. ej. La dimensión conyugal de la persona. De la antropología al derecho).
[3] Synodus Episcoporum, Relatio Synodi, Città del Vaticano, 18 de octubre de 2014, 11.
[4] Cfr. Rm 4, 18.
[5] Con referencia al continente europeo, pero en términos trasladables a buena parte de la humanidad, se describen algunos rasgos de esta tara cultural en la ex. ap. Ecclesia in Europa, 7-10.
[6] Cfr. 1 P 3, 15.
[7] Cfr. Benedicto XVI, enc. Spe salvi, 31.
[8] Relatio Synodi, cit.
[9] Ibid.
[10] Francisco, Ex. ap. Evangelii gaudium, 165.
[11] Mt 19, 6.
[12] Cfr. Ef 5, 28.
[13] Cfr. Mt 19, 4 y 8.
[14] CEC 1604.
[15] Cfr. Ef 5, 22-23.
[16] Cfr. CEC 2258.
[17] LG 48.
[18] Cfr. CEC 1602.
[19] Cfr. Benedicto XVI, enc. Deus Caritas est, 11.
[20] Francisco, Audiencia general, 2 de abril de 2014.
[21] Cfr. CEC 1608.
[22] Ibid.
[23] Cfr. Mt 19, 3-4.
[24] FC 13.
[25] CEC 1615.
[26] Cfr. CEC 1617.
[27] FC 13.
[28] Cfr. Ef 5, 25-27.
[29] GS 48.
[30] Cfr. CEC 1368 ss.
[31] GS 48.
[32] Cfr. FC 56.
[33] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa 23.
[34] FC 13.
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