Si la Iglesia concediese la comunión eucarística a los divorciados vueltos a casar sin exigir la conversión, reconocería la legitimidad de la segunda unión y negaría en su práctica pastoral la indisolubilidad del matrimonio
El Presidente emérito del Consejo Pontificio para la Familia, después de la reciente publicación de Crisis del matrimonio y Eucaristía, retoma el tema, centrándose en un punto de importancia decisiva: la contradicción objetiva entre la segunda unión después del fracaso del matrimonio y la misión de la Iglesia como sacramento universal de salvación.
En el mundo occidental la mentalidad individualista impregna la conducta sexual más de lo que la impregna la economía liberal. Se corre desenfrenadamente tras el placer. Las relaciones sexuales entre personas adultas consintientes se consideran siempre licitas, incluso si falta el amor. El matrimonio se reduce a la convivencia, basada en la gratificación mutua y en la convergencia temporal de intereses. La enseñanza de la Iglesia se juzga como fuera de la realidad; una locura, digna de desprecio y de burlas.
Los cristianos, que quieren seguir a Jesús como verdaderos discípulos, están llamados a ir decididamente contra corriente. "Como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros" (Jn 13, 34). El eros se realiza plenamente en el ágape; la alegría viene de la entrega de sí mismo hasta el sacrificio; el acto sexual tiene valor sólo como una expresión del amor conyugal; el matrimonio cristiano comporta la gracia de participar y expresar el amor esponsal de Cristo por la Iglesia; la familia cristiana tiene la misión de evangelizar, irradiando la presencia de Cristo con la belleza del amor único, fiel, fecundo e indisoluble (cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 48).
La exigente enseñanza de Jesús sobre el matrimonio se resume en los versículos siguientes: "Ya no son dos, sino una sola carne. Así que no separe el hombre lo que Dios ha unido... el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra ella; y si la mujer repudiada por su marido, se casa con otro, comete adulterio"(Mc 10, 8‐9.11‐12). Dios ha dado el marido a la mujer y la mujer al marido. El don es irreversible; puede ser rechazado, pero no anulado; crea un vínculo indisoluble entre los cónyuges de pertenencia recíproca. Libremente aceptado con fe y compromiso generoso, hace que sea realizable y eficaz el amor conyugal auténtico y duradero. El divorcio es contrario a la voluntad de Dios, y la segunda unión, calificada explícitamente por Jesús como adulterio, es aún más contraria. Si a veces la interrupción de la convivencia puede convertirse en un mal menor y llega a ser finalmente necesaria, jamás sería lícito contraer otra unión (cf. San Pablo, 1 Cor 7, 10‐11; Concilio de Trento, Canon 7, DH 1807). Es precisamente la segunda unión la que niega totalmente el don irrevocable de Dios y la que contradice por completo la indisolubilidad del matrimonio.
La Iglesia nunca se ha atribuido el poder de cambiar la enseñanza de Jesús, de hacer excepciones y de conceder dispensas. Ha querido sólo escucharla e interpretarla con una actitud de obediencia, llegando progresivamente a precisar que la indisolubilidad absoluta concierne sólo al matrimonio sacramental, rato y consumado (cf. Pío XI, Casti connubii, DH 3712; San Juan Pablo II, Discurso 31 de enero 2000). Este matrimonio puede disolverse solamente por la muerte de uno de los cónyuges. La voluntad humana no puede dividir lo que Dios ha unido: no sólo no debería, sino que, aunque quisiera, no puede, porque la unidad es ante todo un don de Dios irrevocable.
Siendo gravemente contraria a la voluntad de Dios y habiendo sido calificada por Jesús de adulterio, la nueva unión, en toda su duración, es incompatible con la comunión eucarística que expresa y actúa el amor esponsal de Cristo por la Iglesia. Hay que reconocerse pecador, arrepentirse del fracaso matrimonial anterior, reparando todo el daño que haya podido ser causado, renunciar a la sucesiva unión adúltera, cambiando realmente de vida. Sólo con un sincero compromiso de conversión, se acoge el perdón, que la misericordia de Dios nunca deja de ofrecer, y se adquiere la disposición necesaria para acceder a la mesa eucarística.
Según la enseñanza de San Juan Pablo II, es deseable que la conversión conduzca a los divorciados que se han vuelto a casar a interrumpir la vida en común; pero, si esto no es posible por razones graves, puede ser suficiente el que se abstengan de tener relaciones sexuales, ya que éstas están reservadas exclusivamente al matrimonio auténtico (cf. Familiaris consortio, 84). Con la práctica de la continencia, cesa la unión adúltera y la familiaridad entre ambos se reduce a una convivencia basada en la amistad y en la ayuda mutua. Sólo aquellos que tienen una visión espiritualista, poco atenta a la dimensión corpórea de la persona humana, pueden considerar irrelevante o secundario para la calidad de la comunión interpersonal lo que el Concilio Vaticano II llama "ejercicio de los actos propios del matrimonio" (Gaudium et spes, 49).
Si se deja de vivir conyugalmente, las dos personas que conviven ya no están en contradicción con el amor esponsal de Cristo y están interiormente preparadas para recibir la comunión eucarística. Sin embargo, la disposición subjetiva no corresponde completamente con su situación objetiva, que todavía tiene una apariencia pública de conyugalidad. Por lo tanto, la Iglesia que tiene cuidado de no comprometer el significado objetivo de los sacramentos del Matrimonio y de la Eucaristía, los admite a la mesa eucarística, siempre que esto no represente un escándalo para otros fieles y no se comprometa el significado objetivo del sacramento del matrimonio y de la Eucaristía. Por lo general, la admisión a la Eucaristía ha de tener lugar donde no se es conocido, ya que no se puede conceder en detrimento de otros. Se trata de un hecho visible y comunitario, no sólo interior e individual; de hecho, es la máxima expresión y actuación de la Iglesia como "sacramento universal de salvación" (Lumen gentium, 48) y debe ser preservado de la ambigüedad y de un contra testimonio objetivo. No se debe subestimar la dimensión social esencial del hombre ni la dimensión eclesial de los sacramentos. Puesto que la Iglesia es sacramento universal de salvación, es decir, visibilidad del amor de Cristo que quiere que todos se conviertan y se salven, sus elementos constitutivos, en primer lugar la predicación del Evangelio y la celebración de los Sacramentos, exigen ser veraces, coherentes y transparentes.
Si exige una cierta restricción en la situación de los divorciados que se han vuelto a casar que practican la continencia, exige más aún en la situación de aquellos que conviven conyugalmente y que no se comprometen a practicar la continencia. Algún teólogo católico, que se inspira en las Iglesias Ortodoxas Orientales, propone considerar estas uniones, en la medida en que sean fieles, estables y fecundas, como un matrimonio en sentido análogo, un matrimonio licito y positivo, aunque no sea sacramental, porque objetivamente es incapaz de expresar el amor esponsal, único e indisoluble, de Cristo con la Iglesia. La propuesta me parece inaceptable, porque el mismo Jesús calificó de adulterio la segunda unión de tipo conyugal. Un comportamiento en sí mismo desordenado no llega a ser bueno por el mero hecho de que algunos bienes sean inherentes a él. El acto de robar cometido por varias personas sigue siendo malo, aunque haya amistad y solidaridad entre los cómplices.
Si la Iglesia concediese la comunión eucarística a los divorciados que se han vuelto a casar sin exigir la continencia, reconocería la segunda unión como moralmente lícita e implícitamente negaría la indisolubilidad del primer matrimonio. Cualquier concesión generalizada, aunque sea apoyada por razones pertinentes (por ejemplo, imposibilidad para recuperar el matrimonio anterior, deberes con los hijos nacidos de la segunda unión), implicaría que, al menos en algunos casos, el matrimonio sacramental, rato y consumado, pudiera ser disuelto. La práctica pastoral afirmaría lo que la doctrina niega. La Iglesia añadiría un contra testimonio más al contra testimonio de aquel que convive con una persona que no es su cónyuge.
Viceversa, la Iglesia, no admitiendo a los divorciados que se han vuelto a casar a la Eucaristía, y si los mismos divorciados que se han vuelto a casar se abstienen de la Eucaristía, dan testimonio de otra manera del amor esponsal de Cristo, incondicional e irrevocable, que los sacramentos del matrimonio y de la Eucaristía expresan y la ilegitima segunda unión contradice objetivamente. Se entiende la relevancia de esta contradicción objetiva, solamente considerando la dimensión corpórea y comunitaria de la relación con el Señor y la misión, confiada a la Iglesia y en ella a la familia cristiana, de evangelizar haciendo presente y de alguna manera visible el amor de Cristo.
En esta perspectiva, es comprensible que, en lo que respecta al problema de la admisión de los divorciados casados de nuevo a la Eucaristía, hay que tener en cuenta la situación objetivamente desordenada, y no únicamente la calidad de las disposiciones subjetivas. Es comprensible que la regla general deba ser la de no admitir a los divorciados casados de nuevo que conviven de manera conyugal. Ninguna concesión general, y mucho menos pública.
Sin embargo, sí a la acogida en la comunidad cristiana de los divorciados incontinentes, a la amistad fraterna, al respeto por las personas y por las conciencias.
Considerando que la conciencia es la norma próxima del actuar y es recta si quiere el verdadero bien y busca sintonizarse con la norma suprema que es la voluntad de Dios; recordando la ley de la gradualidad, por la que el hombre "conoce, ama y realiza el bien moral por etapas de crecimiento" (San Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 34); considerando, por último que la responsabilidad subjetiva puede ser disminuida e incluso a veces anulada por los condicionamientos internos y externos; podemos concluir que no siempre los comportamientos gravemente desordenados son pecados mortales y que a veces pueden estar en gracia de Dios incluso las personas que se comportan objetivamente mal. Entre los divorciados que se han vuelto a casar, que conviven de forma conyugal, están aquellos que de buena fe están invenciblemente persuadidos de estar en regla ante Dios. Su corazón lo ve sólo Dios. Los pastores evitarán confirmarles en su error, pero respetarán su conciencia. No les concederán la comunión eucarística; pero les invitarán a confiar siempre en la misericordia del Señor, a participar en el bien que son capaces de hacer, a participar asiduamente a la Misa y a la vida de la Iglesia, a hacer la comunión espiritual, que es una relación subjetiva, interior e individual con el Señor y no una relación objetiva, corpórea y directamente eclesial.
La Iglesia ofrece a todos la posibilidad de encontrar la misericordia de Dios, pero de diferentes maneras, operando un prudente discernimiento en las diversas situaciones.
Cardenal Ennio Antonelli
Presidente emérito del Consejo Pontificio para la Familia
Fuente: familiam.org.
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