El 28 de marzo de 1925 san Josemaría fue ordenado sacerdote. Con motivo del aniversario, reproducimos una conferencia de Mons. Javier Echevarría sobre el sacerdocio (2009)
Sumario
1. «Todos los sacerdotes somos Cristo».
Eucaristía e identificación con Cristo.
2. «Yo le presto al Señor mi voz».
Familiaridad con la Palabra y disponibilidad para las almas.
3. «Yo le presto al Señor mis manos».
Amor a la liturgia y obediencia a la Iglesia.
4. «Yo le presto al Señor mi cuerpo y mi alma: le doy todo».
Sacerdote cien por cien.
Hacer presente a Dios en todas las actividades humanas es el gran desafío de los cristianos en un mundo secularizado, y es la tarea que San Josemaría recordó a miles de personas −sacerdotes y laicos− durante su vida. Su mensaje puede resumirse en pocas palabras: santidad personal en medio del mundo. Jesucristo se hará presente y activo en el mundo: en las familias, en la fábrica, en los medios de comunicación, en el campo..., en la medida en que Cristo viva en el padre y en la madre de familia, en el obrero, en la periodista, en el campesino...; es decir, en la medida en que el obrero, el periodista, el esposo o la esposa sean santos. Como afirmó Juan Pablo II, «se necesitan heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios. Para esto se necesitan nuevos santos. Los grandes evangelizadores (...) han sido los santos. Debemos suplicar al Señor que aumente el espíritu de santidad en la Iglesia y nos mande nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy»[1].
Este es el “secreto" ante la indiferencia y el olvido de Dios: nuestro mundo necesita santos; cualquier otra “solución" es insuficiente. El mundo actual, con su inestabilidad y sus profundos cambios, reclama la presencia de hombres santos, apostólicos, en todas las actividades seculares: «Un secreto. −Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. −Dios quiere un puñado de hombres “suyos" en cada actividad humana. −Después... “pax Christi in regno Christi" −la paz de Cristo en el reino de Cristo»[2].
La ausencia de Dios en la sociedad secularizada se traduce en falta de paz; y, como consecuencia, proliferan las divisiones: entre las naciones, en las familias, en el lugar de trabajo, en la convivencia diaria... Para llenar de paz y alegría esos ambientes, «hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención»[3]. Todos estamos llamados a colaborar en esta tarea apasionante, con una visión optimista ante el mundo en el que vivimos: «Para ti, que deseas formarte una mentalidad católica, universal, transcribo algunas características: (...) una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida»[4].
En esta labor de transformación del mundo, se percibe también el importante papel del sacerdote. Pero, ¿quién es el sacerdote en la sociedad de hoy? ¿Cómo puede convertirse en fermento de santidad? A esta pregunta se puede responder desgranando unas palabras de San Josemaría que definen la identidad del sacerdote, también en el mundo secularizado: «Todos los sacerdotes somos Cristo. Yo le presto al Señor mi voz, mis manos, mi cuerpo, mi alma: le doy todo»[5].
Son ciertamente los laicos quienes, de modo capilar, hacen presente a Cristo en las encrucijadas del mundo. A la vez, la vida de Cristo que se inicia en el Bautismo necesita el ministerio sacerdotal para desarrollarse. La grandeza del sacerdote consiste en que se le ha dado el poder de vivificar, de cristificar. El sacerdote es «instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado». El sacerdote trae a Cristo «a nuestra tierra, a nuestro cuerpo y a nuestra alma, todos los días: viene Cristo para alimentarnos, para vivificarnos»[6].
Como pastor de almas y como dispensador de los misterios de Dios (cfr. 1 Cor 4, 1), el sacerdote, especialmente en un mundo indiferente hacia la fe, debe alentar a todos para que progresen hacia la santidad, sin rebajar −por cobardía o por falta de fe− el horizonte del mandato divino: «sed santos, como mi Padre celestial es santo» (Mt 5, 48). El sacerdote orientará a otros en ese camino hacia la santidad si él mismo reconoce este imperativo, y si es consciente de que Dios ha puesto en sus manos los medios para alcanzarlo. El gran desafío para el sacerdote consiste en identificarse con Cristo en el ejercicio de su ministerio sacerdotal, para que muchos otros busquen también está configuración con el Señor, en el desempeño de sus tareas habituales.
La identificación con Cristo sacerdote se fundamenta en el don del sacramento del Orden, y se desarrolla en la medida en que el sacerdote pone todo lo suyo en manos de Cristo. Esto ocurre de modo paradigmático y excelente durante la celebración de la Eucaristía. En la Misa, el sacerdote presta su ser a Cristo para traer a Cristo. San Josemaría expresaba esta verdad con fuerza singular:
«Llego al altar y lo primero que pienso es: Josemaría, tú no eres Josemaría Escrivá de Balaguer (...): eres Cristo (...). Es Él quien dice: esto es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre, el que consagra. Si no, yo no podría hacerlo. Allí se renueva de modo incruento el divino Sacrificio del Calvario. De manera que estoy allí in persona Christi, haciendo las veces de Cristo»[7].
Esta identificación con el Señor es un rasgo esencial de la vida espiritual del sacerdote. Como decía San Gregorio Magno, «quienes celebramos los misterios de la pasión del Señor, hemos de imitar lo que hacemos. Y entonces la hostia ocupará nuestro lugar ante Dios, si nos hacemos hostia nosotros mismos»[8].
La entera existencia sacerdotal se orienta a que el propio yo disminuya, para que crezca Cristo en el presbítero: ocultarse, sin buscar protagonismo, para que aparezca sólo la eficacia salvadora del Señor; desaparecer, para que Cristo se haga presente a través del ejercicio abnegado y humilde del ministerio. Ocultarse y desaparecer[9] es una fórmula que gustaba mucho a San Josemaría. Invita, especialmente a los sacerdotes, a preferir el sacrificio escondido y silencioso[10] a las manifestaciones aparatosas o llamativas.
Paradójicamente, para contrarrestar la ausencia de Dios en un mundo secularizado, San Josemaría propone a los sacerdotes, no tanto una fuerte actividad pública, con su correspondiente resonancia mediática, sino, sencillamente, ocultarse y desaparecer. De este modo, al desaparecer el “yo" del sacerdote, se propagará la presencia de Cristo en el mundo, según la lógica divina que se nos muestra en la celebración de la Eucaristía.
«Me parece que a los sacerdotes se nos pide la humildad de aprender a no estar de moda, de ser realmente siervos de los siervos de Dios −acordándonos de aquel grito del Bautista: illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3, 30); conviene que Cristo crezca y que yo disminuya−, para que los cristianos corrientes, los laicos, hagan presente, en todos los ambientes de la sociedad, a Cristo (...). Quien piense que, para que la voz de Cristo se haga oír en el mundo de hoy, es necesario que el clero hable o se haga siempre presente, no ha entendido bien aún la dignidad de la vocación divina de todos y de cada uno de los fieles cristianos»[11].
La existencia sacerdotal consiste en poner todo lo propio a merced de Dios: prestar la voz al Señor, para que hable Él; prestarle las manos, para que actúe Él; prestarle cuerpo y alma, para que Él crezca en el sacerdote y, a través de su ministerio, en cada uno de los fieles cristianos. Ante los desafíos de nuestro mundo, San Josemaría enseña a los sacerdotes humildad y abnegación: poner enteramente a disposición del Señor el propio yo.
La Eucaristía «anuda en sí todos los misterios del Cristianismo. Celebramos, por tanto, la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida»[12]. El sacerdote presta su voz al Señor, de modo inefable al pronunciar las palabras de la consagración, que permiten que la fuerza de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo obre el prodigio de la transubstanciación. La eficacia de esas palabras no proviene del sacerdote sino de Dios. El sacerdote, por sí mismo, no podría decir eficazmente “esto es mi cuerpo", "éste es el cáliz de mi sangre": no se obraría la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Esto, que sucede de modo extraordinario durante la celebración eucarística, en el momento más sublime de la vida del sacerdote, puede extenderse análogamente a toda su vida y su ministerio.
La eficacia de la palabra del sacerdote −en la predicación, en la celebración de los sacramentos, en la dirección espiritual y en el trato con las personas− proviene del mismo principio: prestar su voz al Señor.
a) Familiaridad con la voz de Dios
Prestar al Señor la propia voz reclama confianza con Él; requiere escuchar la voz de Dios e incorporarla a la vida propia. Para adquirir esa familiaridad, San Josemaría indica dos caminos imprescindibles: la vida de oración y el estudio. El sacerdote ha de dedicar tiempo a estudiar y meditar la Sagrada Escritura y a profundizar en su formación teológica, para que resuene fielmente la voz de Cristo, que habla en su Iglesia.
«La predicación de la palabra de Dios exige vida interior: hemos de hablar a los demás de cosas santas, ex abundantia enim cordis, os loquitur (Mt 12, 34); de la abundancia del corazón, habla la boca. Y junto con la vida interior, estudio: (...) Estudio, doctrina que incorporamos a la propia vida, y que sólo así sabremos dar a los demás del modo más conveniente, acomodándonos a sus necesidades y circunstancias con don de lenguas»[13].
El pueblo cristiano está sediento de la voz de Dios. El sacerdote no puede defraudar esos santos deseos. En este mundo de hoy, en el que abunda la confusión, es necesario que el sacerdote sea portavoz fiel de la Palabra divina: tener vida interior y estudiar la doctrina, asegura que la predicación no sea eco de otras voces que no son la de Cristo. Seguir confiadamente el Magisterio garantiza que Cristo sea escuchado en la Iglesia y en el mundo. San Josemaría animaba también a los sacerdotes a pedir luces al Espíritu Santo, para ser sólo instrumentos suyos, pues es el Paráclito quien actúa en el interior del alma[14]. Prestar la voz a Dios significa además que el sacerdote no se predica a sí mismo, sino a Cristo Jesús, Nuestro Señor (cfr. 2 Cor 4, 5), haciendo eco al Evangelio. De este modo, la eficacia de la predicación provendrá del Señor mismo:
«De las palabras de Jesucristo bien expuestas, claras, dulces y fuertes, llenas de luz, puede depender la resolución del problema espiritual de un alma que os escucha, deseosa de aprender y determinarse. La palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que cualquier espada de dos filos, entra y se introduce hasta los pliegues del alma y del espíritu, hasta las junturas y tuétanos (Hb 4, 12)»[15].
De alguna manera, el sacerdote debe aspirar a la misma intimidad con la Palabra de Dios que tuvo Santa María. Benedicto XVI, a propósito del Magnificat, «completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura», describe esa familiaridad de la Virgen en los siguientes términos: «Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios»[16].
El Santo Padre va más allá, al señalar que la Virgen, «al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada»[17]. Algo análogo ocurre con el sacerdote. San Josemaría decía, refiriéndose a la Eucaristía que, así como Nuestra Madre trajo una vez al mundo a Jesús, «los sacerdotes lo traen a nuestra tierra, a nuestro cuerpo y a nuestra alma, todos los días»[18].
Prestar al Señor la voz requiere humildad: acallar opiniones personales en cuestiones de fe, moral y disciplina eclesiástica cuando son disonantes; no apegarse a las propias ideas; buscar la unión con deseos de servir. Es necesario que el sacerdote hable a los hombres de Cristo, les comunique la doctrina de Cristo como fruto de la propia vida interior y del estudio: con santidad personal y conocimiento profundo de la vida de los hombres y mujeres de su tiempo.
b) Disponibilidad para prestar la voz al Señor
Prestar al Señor la voz requiere también disponibilidad. San Josemaría no se cansó de pedir a los sacerdotes que dedicasen tiempo a la administración del perdón divino. Para que la voz misericordiosa de Dios llegue a las almas a través del sacramento de la Reconciliación, es necesaria una condición, casi obvia pero fundamental: estar disponible para atender a quienes se acerquen. Sería un error pensar que, en nuestro mundo, supondría una pérdida de tiempo. Equivaldría a cerrar la boca de Dios, que desea perdonar por medio de sus ministros. San Josemaría tenía bien experimentado que, cuando el sacerdote, con constancia, día tras día, dedica un rato a esta tarea, estando físicamente en el confesonario, ese lugar de misericordia termina por llenarse de penitentes, aunque al principio no acuda nadie. Así describía a un grupo de sacerdotes diocesanos en Portugal, en 1972, el resultado de perseverar en esta tarea:
«No os dejarán vivir, ni podréis rezar nada en el confesonario, porque vuestras manos ungidas estarán, como las de Cristo −confundidas con ellas, porque sois Cristo− diciendo: yo te absuelvo. Amad el confesonario. ¡Amadlo, amadlo!»[19].
San Josemaría tenía una fe vivísima en la verdad real de que el sacerdote es Cristo, cuando dice: “yo te absuelvo". Con gran sentido sobrenatural y con sentido común, daba consejos muy prácticos, para que la dignidad del sacramento no se empañase, para que fuese cauce limpio de la voz de Jesucristo. Por eso amaba el confesonario. Entendía que, utilizando este tradicional instrumento, se fomentan las disposiciones adecuadas −tanto del penitente como del confesor− para facilitar la sinceridad y el tono sobrenatural propio de una realidad sagrada.
«Dios Nuestro Señor conoce bien mi debilidad y la vuestra: somos todos nosotros hombres corrientes, pero ha querido Jesucristo convertirnos en un canal, que haga llegar las aguas de su misericordia y de su Amor a muchas almas»[20].
Hablaba de la administración del sacramento de la Penitencia como un ejercicio gustoso y una pasión dominante del sacerdote. Sin duda, las horas diarias dedicadas a confesar, «con caridad, con mucha caridad, para escuchar, para advertir, para perdonar»[21] son parte de ese ocultarse y desaparecer, tan eficaz para hacer presente a Cristo en las personas y en los ambientes donde viven.
Al confesar, el sacerdote −en su papel de juez, maestro, médico, padre y pastor− experimenta la necesidad de dar doctrina clara, ante las dificultades que se presentan en la vida de los penitentes. Consciente de esto, San Josemaría fomentó entre los presbíteros un vivo afán de conservar y mejorar la ciencia eclesiástica, «especialmente la que necesitáis para administrar el sacramento de la Penitencia»[22]. «Procurad −escribía en una ocasión a sacerdotes− dedicar un rato al día −aunque sólo sean unos minutos− al estudio de la ciencia eclesiástica»[23]. Con este fin, impulsó también encuentros, convivencias, reuniones para los presbíteros, etc.
El renacer de la práctica de la confesión sacramental es uno de los grandes desafíos del mundo actual, que necesita redescubrir el sentido del pecado y experimentar el gozo de la misericordia de Dios. El sacerdote, estando disponible para celebrar el sacramento de la Reconciliación, y procurando −mediante la oración y el estudio− que sus ideas estén en sintonía con la doctrina de la Iglesia, resulta absolutamente insustituible.
También los fieles laicos han de sentir la responsabilidad de llevar a sus colegas, parientes y amigos al sacerdote, para que puedan “escuchar la voz de Dios" y recibir su perdón. La colaboración entre laicos y sacerdotes, en este campo, es especialmente importante en la sociedad de hoy.
San Josemaría entendía que el sacerdote, también en la tarea de dirección espiritual, es un instrumento para hacer llegar la voz de Dios a las almas; en esta actividad no debe sentirse ni “propietario", ni modelo: «El modelo es Jesucristo; el modelador, el Espíritu Santo, por medio de la gracia. El sacerdote es el instrumento, y nada más»[24]. La dirección espiritual, otra de las pasiones dominantes de San Josemaría, no consiste en mandar, sino en abrir horizontes, señalar obstáculos, sugiriendo los medios para vencerlos, e impulsar al apostolado. Animar, en definitiva, a que cada uno descubra y quiera cumplir el designio de santidad que Dios tiene para él.
Esto es posible si el mismo sacerdote está convencido de que mover a la búsqueda de la santidad es llevar a las personas hacia la felicidad. Esa persuasión surge de la lucha del presbítero por la propia santificación, es fruto del amor a la voluntad de Dios y es necesaria para contrarrestar el pensamiento laicista, que tiende a borrar a Dios del horizonte de la felicidad humana.
En la Santa Misa, es Cristo el que, a través del sacerdote, se ofrece al Padre por el Espíritu Santo. Las manos del presbítero, ungidas durante la ceremonia de ordenación, han sido siempre veneradas por los cristianos, porque traen a Cristo, porque dispensan los tesoros de la redención.
San Josemaría tenía viva conciencia de que la liturgia es acción divina, sagrada, y no acción humana. Si un mundo descristianizado se caracteriza, en buena medida, por la ausencia de lo sagrado, el sacerdote tiene hoy el gran desafío de esmerarse en el cuidado de la liturgia, “prestando a Dios sus manos" y su ser entero.
Esto significa evitar protagonismos que pueden empañar la acción divina. También en el servicio litúrgico vale la fórmula de San Josemaría: «Ocultarse y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca»[25]. Este principio responde a una lógica de fe y de visión sobrenatural. Sólo desde la fe se entiende en profundidad la eficacia sobrenatural que encierra el principio de “prestar al Señor mis manos"; y se aceptan con gusto las consecuencias prácticas a las que conduce: fidelidad a la fe y a la doctrina católica, y obediencia delicada a las normas litúrgicas:
«Que pongáis siempre un particular empeño en seguir con toda docilidad el Magisterio de la Iglesia Santa; y, como consecuencia, que cumpláis, con delicada obediencia también, todas las indicaciones de la Santa Sede en materia litúrgica, adaptándoos con generosidad a las posibles modificaciones −que siempre serán accidentales− que el Romano Pontífice pueda introducir en la lex orandi»[26].
Las manos del sacerdote han de ser manos de persona enamorada, que sabe tratar con delicadeza las cosas del Señor y, muy especialmente, todo lo que se relaciona con el culto divino. El descuido de iglesias, altares y objetos de culto transmite inevitablemente cierta sensación de ausencia de Dios o de indiferencia. Para hacer frente al mundo materialista, se precisa el cuidado atento de todo lo relacionado con la presencia sacramental del Señor en la Eucaristía. En una celebración litúrgica imbuida de espíritu de adoración se encierra una sobria belleza, que eleva el espíritu hacia Dios y comunica la presencia de lo sagrado. San Josemaría vivió siempre con la preocupación de que nunca es demasiada la dignidad del culto:
«Tratadme bien los objetos de culto: es manifestación de fe, de piedad y de esa bendita pobreza nuestra que, si nos lleva a destinar al culto lo mejor de que podemos disponer, nos obliga por eso mismo a tratarlo con la más exquisita delicadeza: sancta sancte tractanda! Son joyas de Dios. Los cálices sagrados y los santos lienzos y todo lo demás que pertenece a la Pasión del Señor... por su consorcio con el Cuerpo y la Sangre del Señor han de ser venerados con la misma reverencia que su Cuerpo y su Sangre (S. Jerónimo, Epist. 114, 2)»[27].
Después de haber considerado cómo el sacerdote presta al Señor su voz y sus manos, llegamos, como en un in crescendo de identificación con Cristo, a una formulación omnicomprensiva de la identidad sacerdotal: «le presto al Señor mi cuerpo y mi alma: le doy todo». Esta fórmula, referida a la celebración eucarística, en la que el sacerdote actúa in persona Christi Capitis, puede extenderse análogamente a la entera vida del sacerdote, constituyendo su más íntima aspiración: ser, siempre y en todo, ipse Christus, el mismo Cristo.
San Josemaría describía con fuerza ese sentido de totalidad propio del sacerdocio. Refiriéndose a un grupo de sacerdotes recién ordenados, lo expresaba de la siguiente manera: «Han recibido el Sacramento del Orden para ser, nada más y nada menos, sacerdotes-sacerdotes, sacerdotes cien por cien»[28].
Al mismo tiempo, es evidente que siempre resulta indispensable la colaboración entre sacerdotes y laicos, cada uno según la misión que le es propia. Como escribía San Josemaría, «esta colaboración apostólica es hoy importantísima, vital, urgente»[29]. Por una parte, porque los presbíteros, en cuanto tales, no tienen acceso a muchos ambientes profesionales o sociales. Por otra, porque los laicos, para ser verdaderamente “otros Cristos", necesitan la vida sacramental y, por tanto, el recurso al ministerio sacerdotal. Sin vida interior, el laico terminaría por mundanizarse, en vez de cristianizar el mundo: es necesaria una intensa vida sobrenatural para influir cristianamente en ambientes donde parece haber desaparecido la huella de Dios.
«En el ejercicio del apostolado, los laicos tienen absoluta necesidad del sacerdote, en cuanto llegan a lo que yo suelo llamar el muro sacramental, como los sacerdotes −especialmente en medio de la indiferencia religiosa, cuando no se trata además de un ataque brutal a la Religión, en la sociedad de estos tiempos− tienen necesidad de los laicos, para el apostolado»[30].
Esta colaboración es eficaz en la medida en que se respeta la naturaleza misma de la vocación de cada uno: el laico debe ser “Cristo" en medio de la calle, en las normales circunstancias que le toca vivir: en la convivencia con sus iguales, con quienes comparte proyectos y afanes. Al mismo tiempo, el sacerdote ha de ser siempre y enteramente sacerdote, viviendo para sostener y alentar el afán de santidad de hombres y mujeres, con una abnegada entrega a su ministerio. Difícilmente habrá laicos que perseveren en el empeño de buscar la santidad en la vida ordinaria, sin presbíteros «dedicados íntegramente a su servicio, que se olviden habitualmente de sí mismos, para preocuparse solamente de las almas»[31].
San Josemaría repetía con frecuencia que tenía un solo puchero para todos, cuyo contenido es, en síntesis, la búsqueda de la santidad en medio de las ocupaciones ordinarias. De ese puchero se pueden alimentar el padre y la madre de familia, el ingeniero, el abogado, la médico, el obrero, y también el sacerdote. Y el sacerdote desempeña un papel insustituible para ayudar a los fieles a ser santos: ha de servir a todos, es sacerdote para los demás. Por la misión que ha recibido de Dios, tiene una especial obligación de buscar la santidad. «Muchas cosas grandes dependen del sacerdote: tenemos a Dios, traemos a Dios, damos a Dios»[32].
Por eso el fundador del Opus Dei hablaba de ser sacerdote cien por cien, que es la consecuencia de hacer vida propia lo que ocurre en la Santa Misa: prestar al Señor el cuerpo y el alma; darle todo. Significa también que el sacerdocio no es un oficio, ni una tarea que ocupa parcialmente la jornada, junto a otras ocupaciones. Para San Josemaría no hay ámbitos de la existencia personal que no sean sacerdotales: hasta en las situaciones aparentemente más intrascendentes, o en las ocupaciones profanas, el sacerdote es siempre sacerdote, tomado de entre los hombres, constituido a favor de los hombres (cfr. Hb 5, 1).
Plenamente congruente con ese “prestar al Señor mi cuerpo" es el don del celibato sacerdotal. En medio del mundo, que fácilmente tiende a banalizar la dignidad del cuerpo, cobra especial significado entregar totalmente el cuerpo a Nuestro Señor Jesucristo en la celebración eucarística. El celibato de Jesucristo ilumina con toda su fuerza y resplandor el celibato del sacerdote. Cristo, en sus años de existencia terrena y en la vida de su Iglesia, ha demostrado a qué grado extraordinario de paternidad y maternidad, de caridad sin límites, se llega por este don.
A lo largo de su gran experiencia pastoral, San Josemaría experimentó de continuo la necesidad de una identidad sacerdotal fuerte: no es verdad que los cristianos quieren ver en el sacerdote un hombre más; el pueblo cristiano, lo que quiere del sacerdote es que sea sacerdote. En la sociedad actual, donde no pocos pretenden difuminar a Dios, los cristianos necesitan percibir con más razón aún la presencia de Cristo en el sacerdote; necesitan y esperan, en palabras de San Josemaría, «que se destaque claramente el carácter sacerdotal: esperan que el sacerdote rece, que no se niegue a administrar los Sacramentos, que esté dispuesto a acoger a todos sin constituirse en jefe o militante de banderías humanas, sean del tipo que sean; que ponga amor y devoción en la celebración de la Santa Misa, que se siente en el confesonario, que consuele a los enfermos y a los afligidos; que adoctrine con la catequesis a los niños y a los adultos, que predique la Palabra de Dios y no cualquier tipo de ciencia humana que −aunque conociese perfectamente− no sería la ciencia que salva y lleva a la vida eterna; que tenga consejo y caridad con los necesitados. En una palabra: se pide al sacerdote que aprenda a no estorbar la presencia de Cristo en él»[33].
* * *
Esta última frase puede quizá resumir el desafío que el mundo actual lanza a los ministros sagrados. A los hombres de todos los tiempos, el sacerdote ha de hacer presente a Dios; y para esto, ha de aprender a prestar a Cristo su voz, sus manos, su alma y su cuerpo: todo lo suyo. Así ocurre principalmente cuando administra los sacramentos o en la predicación, pero no sólo en esos momentos. La dinámica propia del sacramento del Orden, cuyo centro y culmen es la Eucaristía, lleva a darse enteramente, a lo largo de la jornada, en alma y cuerpo, a Cristo.
La vida terrena de Santa María, Madre de Cristo, Sacerdote Eterno, y Madre de los sacerdotes, fue un «hágase sincero, entregado, cumplido hasta las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada»[34]. En la Virgen se demuestra la eficacia de esta actitud. Por eso María, permanentemente, sigue haciendo presente a Dios en las casas, en las calles. La Madre de Dios es, muchas veces, el último reducto de fe, del que no pocas veces brota de nuevo la conversión y el descubrimiento de la alegría de la vida cristiana en medio del mundo.
Mons. Javier Echevarría
Prelado del Opus Dei
Fuente: opusdei.es [publicado originariamente en clerus.va] (2009).
[1] Juan Pablo II, Discurso al Simposio de Obispos europeos, 11-X-1985.
[2] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 301.
[3] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 183
[4] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Surco, n. 428.
[5] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes tomados en una reunión familiar, 10-V-1974, citado en J. Echevarría, Por Cristo, con Él y en Él, Ed. Palabra, Madrid 2007, p. 167.
[6] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
[7] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes tomados..., cit.
[8] San Gregorio Magno, Lib. Dialogorum, 4, 59, citado en San Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 8-VIII-1956, n. 17.
[9] Cfr. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, edición crítico-histórica preparada por P. Rodríguez, 3ª edición, Rialp, Madrid 2004, p. 945.
[10] Cfr. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 185.
[11] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones, n. 59.
[12] Ibid., n. 113.
[13] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 8-VIII-1956, n. 25.
[14] Cfr. Sto. Tomás, S. Th. II-II, q. 177, a. 1 c.
[15] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 8-VIII-1956, n. 26.
[16] Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est, n. 41.
[17] Ibid.
[18] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
[19] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes tomados en una reunión con sacerdotes diocesanos en Enxomil (Oporto), 10-V-1974.
[20] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 8-VIII-1956, n. 1.
[21] Ibid., n. 30.
[22] Ibid., n. 15.
[23] Ibid.
[24] Ibid., n. 37.
[25] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta con motivo de las bodas de oro sacerdotales, 28-I-1975.
[26] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 8-VIII-1956, n. 22.
[27] Ibid., n. 23.
[28] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
[29] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 8-VIII-1956, n. 3.
[30] Ibid.
[31] Ibid.
[32] Ibid., n. 17.
[33] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
[34] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 172.
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Construyendo perdón y reconciliación |
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Amor, perdón y liberación |
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San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
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