El autor se centra en la vida y la obra de Charles Darwin (1809-1882) aludiendo también a sus predecesores y sucesores en la formulación de la teoría de la evolución
Juan Pablo Martínez Rica, vicepresidente de la Real Academia de Ciencias de Zaragoza e investigador científico emérito del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, fue el encargado de impartir el seminario del grupo de investigación Ciencia Razón y Fe (CRYF) de la Universidad de Navarra del pasado 8 de abril de 2014.
La humanidad ha experimentado unas cuantas revoluciones que han cambiado radicalmente sus rasgos culturales y su conducta. Estas revoluciones se han originado por conquistas militares, por sublevaciones populares, por la expansión de doctrinas religiosas o políticas y también por descubrimientos científicos de gran trascendencia. En todos los casos, en el origen y desarrollo inicial de estas revoluciones se hallan uno o varios hombres excepcionales y, en el último caso, el de las revoluciones científicas, el papel de estas personas es más notorio.
Algunas revoluciones científicas han alcanzado un protagonismo extraordinario y quizás no del todo merecido. Quiero decir que otros cambios sociales y tecnológicos más importantes pueden quedar injustamente oscurecidos y hasta pasar desapercibidos casi por completo, a pesar de tener más trascendencia que aquellas y de haberlas hecho posibles. Por ejemplo, la publicación y difusión de las ideas de Copérnico acerca del sistema solar fue una revolución científica importante, hasta el punto de que ha pasado a ser la revolución científica por antonomasia, y así, cuando se quiere significar un cambio científico o extracientífico muy importante en la sociedad humana se habla de “revolución copernicana”. Pero la revolución inducida por las ideas de Copérnico no hubiera sido posible sin la previa revolución tecnológica de la imprenta, ni la confirmación de las ideas de Copérnico por Galileo hubiera sido posible sin la revolución tecnológica que este último inició con su −casi− invención del telescopio.
Por otra parte la revolución copernicana provocó un impacto social moderado. En las esferas eclesiásticas, desde luego, ese impacto fue importante, aunque en buena parte a causa de la publicidad artificialmente añadida por los procesos de Galileo, pero para el público en general tenía poca importancia que fuera el Sol el que girara en torno a la Tierra o que fuera ésta la que girase en torno al Sol. Por el contrario, la revolución científica desencadenada por la obra de Darwin fue mucho más profunda y extendida. No sólo tuvo lugar en una época más avanzada científica y tecnológicamente, con prensa diaria, ferrocarriles y telégrafo que facilitaban la difusión de los adelantos científicos, sino que afectaba a aspectos mucho más centrales de la persona humana y de la sociedad. Realmente, para designar una revolución científica verdaderamente profunda y absoluta, hubiera debido emplearse el término “revolución darwiniana” en lugar del de “revolución copernicana”. Pero estas son las ventajas o desventajas de llegar primero o segundo a una meta histórica.
Los predecesores de Darwin en proponer una teoría general la evolución de los organismos fueron numerosos. Darwin no reconoce esta deuda en la primera edición de su famoso libro “El Origen de las Especies”, pero ello se debe a que su obra es en gran parte original y sobre todo a que la escribió apresuradamente, presionado por las propuestas independientes de Alfred Wallace. Más tarde, a partir de la tercera edición, ya incluye un prólogo con 36 nombres de predecesores (más Aristóteles, al que nombra en una nota a pie de página). Esta relación se queda algo corta, pues el número de autores anteriores que se ocuparon del tema antes de Darwin, es muy superior, por encima de un centenar, y entre ellos no faltan los cristianos e incluso los santos de la Iglesia Católica. Entre estos precursores cristianos que adoptan posturas preevolucionistas o incluso plenamente evolucionistas figuran Gregorio de Nisa, Escoto Erígena y Sto. Tomás de Aquino, pero sobre todo, y de manera destacada, S. Agustín de Hipona.
No obstante, estos escritos tuvieron muy poca influencia en el mundo científico en el que se educó Darwin y, de hecho, la mayor parte de los naturalistas del siglo XVIII ni siquiera los conocieron. Los avances científicos en historia natural de ese siglo estuvieron dominados por dos figuras sobresalientes, la de Carlos Linneo y la de Georges Leclerc, a quien se conoce mejor con el nombre de Buffon. Estos dos personajes influyeron, no tanto en Darwin (aunque este dijo del primero de ellos que, junto con Georges Cuvier, era su dios), como en la atmósfera científica general de su siglo. Fue esta influencia la que preparó el camino a Darwin.
Dos doctrinas acerca del origen de los organismos dominaban entonces en el mundo religioso y en el científico. Acerca del origen de los individuos, claro está, no había discusiones, si bien no se conocían apenas los mecanismos reproductores. En cuanto a las especies, las doctrinas dominantes eran el creacionismo y el fijismo. Según la primera, cada especie había sido creada de acuerdo con la narración del libro del Génesis tomada en sentido literal, y se había perpetuado por reproducción ordinaria. Para bastantes autores el acto divino de la creación no se había interrumpido, y ocasionalmente aparecían nuevos individuos por generación espontánea, es decir a partir de la materia inerte y sin intervención de padres vivientes. El fijismo sostenía que las especies permanecían inmutables desde su origen, tanto en conformación como en número, y que las posibles variaciones que se encontraban entre los miembros de una misma especie eran menores y carecían de importancia.
En principio puede decirse que los naturalistas europeos del siglo XVIII eran cristianos, y que en general aceptaban el creacionismo y el fijismo. Hubo, es verdad, mucha oposición a la religión cristiana por parte de numerosos escritores y filósofos, pero poca por parte de los científicos. Los abanderados de la ilustración, Voltaire, Rousseau o Diderot, eran escritores o filósofos (aunque Rousseau también era aficionado a la botánica y, como haría Darwin más tarde, tenía a Linneo por su dios). El otro director de la Enciclopedia con Diderot, D’Alembert, era matemático y físico, y se enfrentó con la ortodoxia cristiana de entonces solamente en el Discurso Preliminar de la obra, y no por razones científicas, sino especialmente aduciendo razones históricas, como la existencia de la Inquisición.
Carlos Linneo, por su parte, era cristiano luterano, como la inmensa mayoría de sus compatriotas suecos. Sostenía que las especies animales y vegetales habían sido creadas directamente por Dios, y que no habían cambiado desde el momento de su creación, unos 6000 años atrás. Aunque su influencia sobre la historia natural fue enorme, especialmente a causa de que introdujo el sistema de nomenclatura científica que aún hoy sigue en vigor, en sus posiciones creacionista y fijista fue menos seguido, de manera que alguno de sus admiradores, como Darwin, o de sus oponentes, como Buffon, se apartaron de él en ese aspecto.
En cuanto a Buffon, adversario decidido de Linneo en el terreno científico, se distanció también de él en el terreno religioso. Sin ser un enciclopedista, ejerció una influencia extraordinaria en la sociedad de su tiempo. Concibió y publicó una inmensa Historia Natural, la mayor publicada hasta entonces, que alcanzó un éxito notable, hasta el punto de que puede equipararse a los actuales best-sellers. De moda en todos los salones y círculos de la alta sociedad, era adquisición obligada por todo francés culto (y adinerado). En los primeros volúmenes de esta obra, publicados hacia 1750, Buffon expone su “Théorie de la Terre”, en la que incluye hipótesis novedosas acerca del 3 origen de nuestro planeta y del sistema solar. Entre sus conclusiones se encuentra el primer intento de establecer la edad de la Tierra por vía experimental. Para ello fabricó esferas de arcilla y las calentó al rojo en hornos apropiados. Anotó luego el tiempo que tardaban en enfriarse en relación con su diámetro, y concluyo que para una esfera del tamaño de la Tierra ese tiempo debió ser al menos de 73 000 años. Aunque muy inferior a la edad que se estima actualmente para nuestro planeta, dicho tiempo era muy superior al que se desprendía de una lectura literal del Génesis, y por ello sus obras no tardaron en ser puestas en entredicho por la Facultad de Teología de la Sorbona, en París. Buffon se libró de la interdicción mediante la adición de una declaración inicial en sus libros, declaración, para nada sincera, que afirmaba su pertenencia a la Iglesia Católica, su obediencia a la misma y su aceptación de todas sus enseñanzas.
Este añadido permitió la libre difusión de la obra de Buffon, y su continuación por parte de sus discípulos incluso después de la fecha de su muerte, en 1788. Posiblemente también fue una de las causas de que en los años subsiguientes, durante la revolución, su memoria fuese condenada, sus propiedades confiscadas y su hijo y heredero ejecutado en la guillotina. Pero no fue parte a impedir que en otros países, entre ellos España, la Historia Natural de Buffon se viese como una obra demasiado audaz, y se tomaran medidas para evitar su traducción al español y su difusión en nuestro país. Ello frenó su circulación pero no la impidió, como no impidió tampoco la circulación de versiones clandestinas desde 1775. La primera traducción oficial, muy incompleta, comenzó a publicarse en España en 1785, y no se interrumpió, sin haberse completado, hasta 1804. Poco después, las guerras napoleónicas constituyeron un vehículo mucho más rápido y eficaz para la entrada de las ideas científicas de Buffon en nuestro país.
A finales del siglo XVIII y principios del XIX otros tres autores pudieron influir en Darwin, su propio abuelo, Erasmus Darwin, Lamarck y Cuvier. El primero no era científico, pero sí un médico ilustrado, que desarrolló una versión inicial de la teoría de la evolución. Esa teoría carecía de toda base científica, y además era muy inferior a la que poco más tarde elaboraría Lamarck. A pesar de ello, quizás por razones de parentesco o porque en algunos aspectos, como la propuesta de la selección sexual, superaba al lamarckismo, Darwin la trataría más tarde con menos dureza que la que empleó para juzgar a la de Lamarck, aunque a ambas las descartó. Erasmus Darwin, que era masón, tampoco influyó en su nieto Charles en el terreno religioso, a no ser por suministrarle una cierta orientación hacia el librepensamiento. Charles Darwin, quien escribió, además de su autobiografía, la biografía de su abuelo, insiste en rechazar las acusaciones de ateismo que se habían hecho a éste, y aduce algunos textos que prueban su aserto:
«Al Dr. Darwin se le llamó con frecuencia ateo, a pesar de que en cada una de sus obras pueden hallarse expresiones que atestiguan su creencia en Dios como creador del universo. Por ejemplo, en ‘El Templo de la Naturaleza’, una obra póstuma, escribe: “Quizás todas las producciones de la naturaleza se hallan en progreso hacia una mayor perfección, una idea apoyada por los modernos descubrimientos y deducciones relativos a la progresiva formación de las partes sólidas del globo terráqueo, y en consonancia con la dignidad del Creador de todas las cosas”».
Según Charles Darwin, su abuelo era ciertamente teísta según la ordinaria acepción del término, pero no creía en ninguna revelación, y tampoco simpatizaba con el unitarianismo, un cristianismo sincrético y liberal, que entonces empezaba a extenderse notablemente en Inglaterra. Volveremos más adelante a discutir estos puntos en relación con la evolución religiosa del propio Darwin.
Jean Baptiste de Lamarck influyó en Darwin por oposición. Elaboró una teoría de la evolución completa y con base científica, pero a la que añadió algunos elementos teleológicos que repugnaron al biólogo inglés (por cierto, fue Lamarck el inventor del término “biología”). Además, algunos de los supuestos científicos en que se basaba se revelaron luego falsos. En el terreno religioso Lamarck era un ilustrado materialista, no completamente ateo si juzgamos por sus frecuentes referencias al Creador, pero ese aspecto no tuvo influencia alguna en Darwin.
Georges Cuvier, francés también, era el segundo “dios” de Darwin. Pasaba por ser el hombre más sabio e inteligente de su tiempo, y quizás lo era, siempre, naturalmente, con la excepción de Goethe. Desarrolló la paleontología y la anatomía comparada de tal manera que se ha considerado con cierta razón fundador de estas ciencias. Su influencia en el mundo de las ciencias naturales fue probablemente la más importante antes de Darwin. Se enfrentó a Lamarck y a otros partidarios de las ideas evolucionistas, que no fueron contrincantes para él. Apoyó la existencia de unos vastos cambios ocasionales en la fauna mundial, que llamó catástrofes o diluvios, punto que Darwin siempre rechazó. En el aspecto religioso Cuvier era luterano, pero rara vez deja transparentar su fe, si es que la conservaba, en sus escritos.
Este era el panorama científico-religioso en el mundo en el que Darwin comenzó su andadura. Seguir la misma en el aspecto científico, desde su interés inicial por la naturaleza como coleccionista infantil, a la grandiosa estructura científica que levantó poco a poco, con un tesón y una inteligencia admirables, es una tarea fascinante, pero muy difícil de reducir al marco de una charla. Como quiere el título, vamos a comentar su recorrido en otro ámbito, el religioso, aunque será forzoso hacer algunas referencias a sus ideas científicas. Es un camino mucho menos extenso, pero no menos apasionante.
Darwin nació en 1809 en Shrewsbury, Inglaterra. Niño de buena familia, con padre médico, acomodado, y madre muy rica, a la que quería mucho. Esta murió cuando Darwin tenía 8 años y eso le impactó mucho pero más tarde confesaría que recordaba muy poco a su madre. Estudió en la escuela elemental de Shrewsbury, donde se le consideraba un estudiante mediocre.
En su biografía describe Darwin los comienzos de su interés por la ciencia. Como a muchos otros niños, le gustaba coleccionar objetos naturales, tales como conchas, minerales o huevos. Pero ya en estos años de infancia se manifestaban en él ciertas cualidades humanas que revelaban su sensibilidad. Nunca tomaba más de un huevo de una nidada, y le molestaban las crueldades de otros niños con los animales. Su madre, en los primeros años, y su hermana Carolina, le transmitieron esas virtudes, así como su mentalidad religiosa inicial.
La primera experiencia religiosa que Darwin relata se refiere a estos años de infancia. Era buen corredor, y solía ir a pie a la escuela, situada a un par de kilómetros de su casa. Normalmente iba andando, pero en ocasiones salía tarde y se veía obligado a correr. En tales casos solía pedir a Dios que le ayudase a llegar a tiempo, y cuando esto ocurría así, como sucedía casi siempre, achacaba el éxito a sus oraciones, más que a sus piernas.
En la segunda década del siglo XIX, época de la infancia de Darwin, la Inglaterra rural era práctica y unánimemente anglicana. Darwin acudía los domingos a los servicios religiosos acompañando a su madre, mientras ésta vivió, y a sus hermanas. Su padre no era practicante y, como veremos después, probablemente no era siquiera religioso, pues de joven ingresó en la masonería, aunque debió profesar un deísmo ambiguo.
Darwin asistió también en Shrewsbury a la escuela media, en la cual, declararía más tarde, no hizo sino perder el tiempo y aburrirse. Su padre estaba enterado de que era un estudiante mediocre, y en una ocasión le dijo que sería una desgracia para sí mismo y para su familia, pues no pensaba sino en la caza, los perros y coger ratas, palabras que amargaron bastante al chico, pero que luego atribuiría al enfado pasajero de su padre, y que trataría de excusar. Pero las palabras de Robert Darwin no eran improvisadas; estaba realmente preocupado por el porvenir de su hijo, y cuando este cumplió dieciséis años, decidió enviarle a Edimburgo a estudiar medicina. Era natural orientar a Darwin hacia la carrera de médico, pues médico era su padre, lo había sido su abuelo, y su hermano mayor, Erasmus, estaba entonces precisamente en Edimburgo, en su último año de carrera.
Pero se presentó un problema. Darwin tenía desde niño horror a la sangre, un horror que heredó de su padre, el cual, sin embargo, lo había vencido para soportar sus estudios y ejercer como médico, ejercicio que, como es bien sabido, en aquellos tiempos comportaba frecuentes sangrías. Pero Darwin no pudo vencerlo, y en su primer año de carrera tuvo que retirarse de las dos únicas operaciones que se obligó a presenciar. Este horror se combinaba con el que le causaba el sufrimiento de otros seres, lo cual, en una época en que las intervenciones quirúrgicas se hacían sin anestesia, le inhabilitó para proseguir sus estudios. Por si fuera poco, las clases teóricas eran extremadamente aburridas, como las de sus estudios anteriores. La consecuencia fue que se dedicó a actividades más placenteras, como la caza, las reuniones alegres con sus compañeros, o la continuación de su coleccionismo. En el segundo año, ya sin su hermano que le pudiera vigilar, Darwin abandonó casi por completo sus estudios, aunque asistía a clases de otras disciplinas, como la geología, sin entusiasmarse tampoco por ellas. Los rumores que le llegaron acerca de la sustanciosa herencia que recibiría de su padre le afirmaron en su propósito de vivir sin trabajar, y disminuyeron aún más su interés por acabar una carrera.
Las informaciones sobre el escaso entusiasmo de su hijo y su falta de aplicación en los estudios llevaron a Robert Darwin a considerar que con dichos estudios estaba perdiendo el tiempo y el dinero, de manera que llamó a Charles a casa y le planteó la necesidad de cambiar de estudios, sugiriéndole la carrera de pastor anglicano.
Es sorprendente que una persona como Robert Darwin, incrédulo y masón, destinase a su hijo a una carrera eclesiástica, pero así fue, y esta decisión fue el germen del destino posterior de su hijo, como pronto veremos. Charles aceptó con la condición de que su destino final fuese una parroquia rural. Manifestó sus escrúpulos antes de dedicarse a una iglesia en muchos de cuyos dogmas ya no creía, pero la lectura de algunos libros de introducción a la doctrina anglicana le llevó a la aceptación de tales dogmas y siguió la sugerencia de su padre con todas sus consecuencias.
Los candidatos a pastor debían poseer entonces un título superior, que generalmente era el de Master of Arts, equivalente a una diplomatura de nuestros días. Darwin fue enviado, pues, a Cambridge, donde se matriculó en el Christ College para seguir esos estudios, centrados en las lenguas clásicas y en la filosofía. Los estudios le interesaron tan poco como los anteriores, pero en esta ocasión comenzó a aplicarse a ellos sin ganas, aunque con responsabilidad.
Si Darwin no hubiera ido a Cambridge, no hubiera conocido allí a John Henslow, un sacerdote anglicano que era entonces profesor de mineralogía y de botánica en esa universidad. Henslow influyó decisivamente en el joven Darwin, acogiéndole en su casa, departiendo con él sobre temas de historia natural y convirtiendo las vagas aficiones naturalistas de amateur que Darwin tenía en verdaderas inquietudes científicas. No es exagerado decir que Henslow fue el padre científico de 6 Darwin, no solo por haberlo formado, sino también por haberle puesto en contacto con otros naturalistas, como Adam Sedgwick, también clérigo y profesor de Cambridge, a quien Darwin acompañó en numerosas excursiones geológicas por el campo. Paradójicamente, Henslow iba a ser también el instrumento del que se valdría el destino para impedir la carrera religiosa de Darwin, y encaminarle por la senda de la teoría de la evolución.
El interés de Darwin por la historia natural fue creciendo, siempre a costa de su dedicación al programa oficial de estudios, y ayudado por las lecturas que le proporcionaban sus amigos. A finales de 1830 cayó en sus manos el libro de Alexander von Humboldt en que éste relataba su largo viaje por América del Sur. Darwin se entusiasmó hasta tal punto, que decidió viajar con sus amigos a la isla de Tenerife, primera escala del viaje de Humboldt, e incluso comenzó a estudiar español con ese fin. El plan estaba en marcha cuando en 1831 Henslow lo hizo abortar y cambió toda la vida de Darwin proporcionándole una oportunidad con la que el joven no se hubiera atrevido a soñar. Un barco inglés, el Beagle, iba a zarpar ese año del puerto de Plymouth para dar la vuelta al mundo, deteniéndose en Sudamérica para cartografiar las costas. El capitán, Robert Fitz-Roy, buscaba un naturalista que le acompañase en el viaje, preferiblemente que fuera también pastor y pudiera ser capellán del barco, y contactó con Henslow para este propósito.
Otros candidatos, como Sedgwick y el propio Henslow, estaban mejor calificados para el viaje, y hubieran sido preferidos por Fitz-Roy, ya que simpatizaba mucho con los clérigos. De hecho Henslow llegó a preparar su equipaje. No se sabe por qué razón, quizás por motivos familiares, renunció a favor de Darwin y recomendó su alumno al capitán. A éste no le gustó Darwin a primera vista, pero lo aceptó. Ahora bien, Darwin se enfrentaba a un problema grave. Tenía que comunicárselo a su padre, y temía, con razón, que éste se enfadase ante una nueva interrupción de sus estudios y ante la postergación de éstos durante cinco años, en aras de actividades no curriculares. De hecho, es lo que ocurrió. Su padre se opuso al viaje, a pesar de las súplicas y razones de Darwin, en cuya inteligencia y responsabilidad no confiaba demasiado. Ahora bien, dejó una puerta abierta: si alguien con inteligencia y responsabilidad abogaba por el viaje, él revocaría su decisión.
Entonces se presentó de nuevo la casualidad −y van siete−. El tío de Darwin, Josiah Wedgwood, llegaba en esos momentos de visita. Darwin le abordó en el camino y le expuso el problema, encontrando su apoyo decidido. Wedgwood aceptó el encargo de convencer a su cuñado, y como para éste se trataba de una persona inteligente y responsable, concedió el permiso.
Darwin confesaría siempre que en el origen de sus ideas se hallaban tres factores fundamentales: la influencia de Lyell, un geólogo británico, el viaje del Beagle y las obras de Thomas Malthus, por cierto, también clérigo. A este último no lo conocería hasta la vuelta de su viaje, pero al primero lo conoció al principio del mismo, ya que entonces leyó su obra fundamental, Principles of Geology.
Darwin embarcó en el Beagle a finales de 1831, no sin haber superado previamente los exámenes que le dieron el título de bachiller (Bachelor of Arts). El tema del examen fue el famoso libro de William Paley Natural Theology, un libro que Darwin logró aprenderse casi de memoria, y que le impresionó hasta el punto de declarar que era la única lectura interesante que había tenido en todos sus estudios. Al tiempo de embarcar, las ideas científicas de Darwin eran embrionarias, por no decir nulas, pero aprendía rápidamente con los libros que se había llevado. Según su autobiografía, sus ideas religiosas se mantenían fieles a la fe anglicana, a la que, en teoría, debía servir de nuevo a su vuelta. Los marineros le llamaban cariñosamente “el 7 joven filósofo”, y cuando hablaba con ellos o con los oficiales, siempre aducía pasajes de la Biblia para apoyar sus ideas. Naturalmente, no podía dirigir los oficios religiosos, pero sí asistir al servicio que presidía el capitán Fitz-Roy, hombre extremadamente devoto. Por cierto, en un cuadro poco conocido, pintado después del regreso del “Beagle” a partir de los apuntes tomados por Earle, el dibujante de la expedición, se ve a Darwin asistiendo a uno de tales oficios, y aparentemente leyendo la Biblia, como otros de los asistentes. Sin embargo un examen del cuadro revela que el libro en cuestión no era la Biblia, sino probablemente el libro de Lyell sobre geología. Esto indicaría que ya entonces la participación de Darwin en los oficios dominicales era más nominal que sincera.
A su llegada al Brasil, Darwin había terminado el libro de Lyell y se había convertido por completo a su idea del gradualismo. Aceptaba que los procesos geológicos actuales, por débiles que sean, pueden dar lugar al nacimiento de cordilleras y a su desmantelamiento, siempre que dispongan de suficiente tiempo para ello. Si se prescindía de la interpretación literal del libro del Génesis respecto a la creación del mundo en seis días, se podían explicar todas las estructuras y fenómenos geológicos sin recurrir a otros medios que los que la naturaleza exhibe actualmente. Él no lo sabía entonces, pero el gradualismo estricto se hallaría más tarde en la base de sus teorías sobre la evolución de los organismos, que basaría en procesos actuales de cambios mínimos acumulados a lo largo de millones de años. De momento, al llegar a América constató las inmensas diferencias respecto a Europa en fauna y flora, como las habían constatado tantos otros visitantes antes que él. Y como esos visitantes, se planteó la misma pregunta inevitable: ¿Han sido creadas estas especies de forma independiente en el Viejo y el Nuevo Mundo, o proceden de especies euroasiáticas? En el caso del hombre, la Sagrada Escritura exigía una procedencia del Viejo Mundo, pero para las restantes especies, tan distintas, la solución no era evidente.
A lo largo de los cinco años que duró el viaje del Beagle, Darwin, quien volvió a Inglaterra con 27 años, fue madurando en todos los aspectos. En el terreno físico llegó afectado por una enfermedad cuya naturaleza todavía se discute. Pasó un mes enfermo en Valparaíso (Chile), seguramente de mal de Chagas, pero no se sabe si fue esta enfermedad la que trajo consigo a su vuelta, aunque es lo más probable. El hecho es que le afectó profundamente en su trabajo y en su vida, obligándole a dar unos pasos que la determinaron. En el terreno social, se había convertido en un gentleman, típico de los comienzos de la era victoriana, pero no el gentleman ocioso y cazador que habría sido de haberse dejado llevar por su naturaleza inicial, sino un hombre afable y respetuoso, un tanto introvertido, enemigo de toda violencia, incluso verbal, y no digamos de toda crueldad. En el terreno científico, se había vuelto serio y decidido a dedicar su vida a la ciencia, con un bagaje de datos y conocimientos que pensaba organizar y desarrollar, pero que todavía no estaban asimilados ni ordenados. En el terreno político, había adoptado una ideología liberal, asumiendo las ideas recibidas de su padre y sus amigos, y contraria, por ejemplo, a la del conservador capitán Fitz-Roy, con el cual se había enfrentado varias veces durante el viaje a propósito de la esclavitud, que Fitz-Roy apoyaba mientras que Darwin la odiaba. Y, en el terreno religioso, había cambiado de manera suficiente como para decidir su renuncia a proseguir sus estudios eclesiásticos y, de hecho, había iniciado su camino hacia la incredulidad.
Era, pues, un científico en ciernes. Tras pasar unos meses en Cambridge, terminar los estudios interrumpidos, por cierto, con buena calificación, y distribuir las copiosas colecciones traídas de su viaje entre los especialistas correspondientes, fijó su residencia en Londres. Tenía ya el título de “Master of Arts”, y no siguió la carrera de pastor. Era mayor de edad (en aquellos tiempos la mayoría de edad se alcanzaba a los 8 25 años) y decidió casarse, asentarse en algún lugar conveniente y trabajar por su cuenta. Se prometió con su prima Emma Wedgwood, y se casaron en 1839, cuando Darwin alcanzaba la treintena. Su padre le dejó suficiente dinero como para invertirlo con fortuna y vivir de sus rentas, y su esposa aportó una dote sustanciosa y una renta anual suficiente para sostener una familia como la suya, de manera que no necesitaba preocuparse sobre cómo ganarse la vida.
Esta es otra de las muchas casualidades que jalonan la vida de Darwin. Si hubiera tenido que trabajar, y más con su salud quebrantada, hubiera tenido muy poco tiempo para dedicar al estudio científico. Sin duda, la teoría de la evolución basada en la selección natural hubiera sido formulada también, quizás por el propio Darwin, pero no hubiera tenido la profundidad ni el alcance que Darwin le dio. Eso se puso de manifiesto en algunos de sus colegas que llegaron también a formularla con poco éxito. Por ejemplo, mucho más tarde, su colega Alfred Wallace recibiría también una importante cantidad de dinero que invertiría para vivir de sus rentas, pero la inversión fue desafortunada y lo perdió todo. Solo Darwin pudo tener el tiempo y los medios suficientes para desarrollar una argumentación tan copiosa y fundamentada como la que expone en el “El Origen de las Especies”.
Un par de años después de su matrimonio, Darwin dejó Londres y se asentó definitivamente en Down, una pequeña población donde trabajaría el resto de su vida. Hasta ese momento su carrera científica había despegado, a pesar de las limitaciones que le imponía su enfermedad (sólo podía trabajar cuatro horas diarias los días en que se encontraba perfectamente, ninguna cuando se encontraba mal, lo que era muy frecuente). Había publicado varios artículos y libros, el primer artículo en 1835, es decir, antes del regreso del Beagle, a partir de las cartas que iba enviando a Henslow y a la Sociedad Geológica Británica (de hecho se trataba de su primer artículo científico, pues anteriormente publicó otro, firmado conjuntamente con el capitán Fitz-Roy, dedicado a ponderar la importancia y conveniencia de la labor de los misioneros entre los pueblos primitivos, punto éste que tiene interés al analizar la trayectoria religiosa de Darwin). Hacia 1841 ya había publicado su libro sobre el origen y evolución de los arrecifes coralinos y llevaba muy adelantada su obra sobre los percebes vivientes y fósiles. Pero su contribución más importante en aquellos años fue el primer atisbo de la teoría de la evolución. Según dice él mismo, en julio de 1837, ocho meses después de su regreso, abrió uno de sus cuadernos de notas y plasmó en él sus primeras reflexiones sobre los cambios de las especies y sobre las relaciones entre ellas, añadiendo un esquema que se ha hecho célebre. Le faltaba, por supuesto, concebir un mecanismo que pudiera explicar tales cambios y relaciones. Dicho mecanismo lo encontró al año siguiente, tras la lectura de la obra de Thomas Malthus “Ensayo sobre el Principio de Población”. A partir de ese momento podría dedicarse a elaborar y desarrollar su teoría.
Vale la pena seguir la evolución religiosa de Darwin durante estos años. Según declararía más tarde, fue en los años transcurridos entre su regreso y su matrimonio cuando más pensó en la religión y, lamentablemente, no fue para bien. Su camino hacia la incredulidad duró tanto como el resto de su vida, y a lo largo del mismo fue perdiendo la fe de una manera tan lenta y gradual que, según él, en ningún momento le supuso traumatismo psicológico alguno. Inicialmente dejó de aceptar el sentido literal del Antiguo Testamento, y poco después su validez. Pero permaneció fiel a la doctrina del Nuevo Testamento, al que consideraba muy superior. Sus objeciones al respecto eran las clásicas: lo absurdo de los relatos sobre la creación del mundo, la torre de Babel, el arco iris como signo de alianza, etc. Pero sobre todo, la pintura que para Darwin, y para muchos otros, hace el Antiguo Testamento de Dios como un tirano 9 vengador. Tras su matrimonio, y por consejo de su padre, Darwin ocultó estas ideas a su mujer y al resto de su familia para no causarles pesadumbre.
Entonces comenzó un proceso, mucho más lento, de rechazo general al cristianismo. Su dependencia del Antiguo Testamento, la imposibilidad de los milagros para una mente racional –no para las mentes crédulas de los coetáneos de Jesús–, la imposibilidad de probar −¡qué débil argumento!− que los Evangelios hubieran sido escritos en el tiempo de los hechos que narran, y la circunstancia de que la moral cristiana sea contingente y dependa de una u otra interpretación, fueron los motivos aducidos por Darwin para el abandono de la fe cristiana. Este proceso le llevó veinte años, y hacia 1859, cuando publicó “El Origen de las Especies”, podía considerarse terminado.
Naturalmente, la pérdida de la fe no significó la pérdida de los principios morales que de ésta derivaban. Darwin continuó siendo un hombre bueno y honesto, amante de su familia, y de sus amigos, y tolerante con sus enemigos, opuesto a toda violencia e incluso a toda palabra o expresión agresiva. Nada refleja mejor el nivel de honestidad que pretendía que la situación en que se encontró cuando, después de más de veinte años trabajando para desarrollar su teoría de la evolución, se enteró de que un colega había alcanzado lo esencial de sus ideas, e iba a publicarlas. Valdría la pena detenerse un poco en este punto y explicar las dudas de Darwin, y su argumentación moral para sacrificar su primacía en beneficio de sus competidores. Sin embargo no hay tiempo para ello. Bastará decir que, de haber sido Darwin católico y recurrido a un confesor, no cabe duda de que éste le hubiera considerado más que honesto, excesivamente escrupuloso, pero en todo caso su actitud refleja una bondad intrínseca que ningún conocedor de su vida y su obra puede olvidar.
La vida retirada en Down ilustra la idea gradualista de Darwin con su propia persona: pequeñas cantidades de trabajo, acumuladas durante veinte años, pueden dar lugar a una obra gigantesca. Darwin escribió mucho, no solo trabajos científicos y libros, sino también numerosos informes y cartas. Su meta principal, sin embargo, era su obra básica sobre la evolución de los seres vivos, que nunca pudo terminar según sus planes, y que se vio obligado a publicar de forma resumida en 1859 con el título que le hizo famoso: “El Origen de las Especies”. La gestación, contenido y análisis de dicha obra, y con mayor razón los de los demás libros de Darwin, no pueden comentarse aquí, y merecerían no uno, sino varios seminarios. Felizmente muchas otras personas han hecho ya ese trabajo y, en cualquier caso, la obra completa de Darwin, incluyendo su correspondencia, está hoy disponible para todo el mundo.
Entre su instalación en Down y la publicación de su gran libro tuvieron lugar algunos acontecimientos familiares que afectaron a Darwin en mayor o menor grado. Fue el primero la muerte de su padre, ocurrida en 1848, demasiado pronto como para ser testigo del triunfo de Charles y del consiguiente incumplimiento de sus profecías. El segundo fue la muerte de la mayor de sus hijas, Anne, en 1851 a causa de la escarlatina. Ambos acontecimientos influyeron profundamente en Darwin. Amaba y admiraba a su padre, a quien sabía incrédulo, y la perspectiva de que una persona tan buena como él fuera condenada al fuego eterno por rechazar los dogmas de la fe cristiana le parecía una perspectiva intolerable y hacía de la doctrina cristiana, según sus propias palabras, “una doctrina repugnante”. En cuanto a su hija Anne, a la que amaba profundamente, le causó un profundo dolor. Otros de sus hijos morirían a poco de nacer, pero el caso de Anne, con sólo diez años, fue especialmente duro para Darwin, a quien, durante el resto de su vida, se le llenaban los ojos de lágrimas cada vez que recordaba a su hija muerta. El caso es que, como a tantas personas, su dolor le hizo más pesimista y le hizo endurecer su posición acerca de la presencia del mal en el mundo. Dejó de asistir a los 10 oficios religiosos dominicales y, para muchos autores, ese es el momento que marca la pérdida de la fe, aunque ya hemos visto que el asunto tenía lejanos precedentes. Incluso proyectó su disconformidad en su obra científica. Le parecía que un Dios que permitía, por ejemplo, que una oruga fuese devorada lentamente en vida por la larva de una avispa parásita que crecía en su interior, era cualquier cosa menos benevolente, y los muchos otros ejemplos de crueldad extrema que podía encontrar en la naturaleza le llevaban a rechazar un Dios responsable de los mismos. Ya conocemos el horror que Darwin sentía hacia cualquier forma de crueldad o violencia.
No imaginemos, sin embargo, que a causa de estas circunstancias su incredulidad se hiciera total. Todavía en su autobiografía, escrita pocos años antes de su muerte, pondera la belleza y armonía de la creación, y resume que, si bien abunda en ella el dolor y la crueldad, aún predominan la armonía y la belleza. También evalúa en el mismo escrito su trayectoria religiosa, y se declara agnóstico, término que había inventado su amigo Thomas Huxley. Habitualmente se cita para probarlo esta frase de su biografía: “El misterio del origen de todas las cosas es para nosotros insoluble; y por lo que a mí respecta, debo contentarme con permanecer agnóstico”. Pero esto revela una lectura insuficiente del texto, pues algunas líneas más atrás escribe: “Cuando reflexiono de este modo me siento obligado a buscar una Causa Primera, poseedora de una mente inteligente hasta cierto punto análoga a la del hombre; y por ello merezco ser considerado teísta”. De hecho, su actitud religiosa fue oscilante entre estos extremos, tendiendo a mostrarse más agnóstico ante los creyentes, y más teísta ante los ateos.
Darwin murió en 1882, en plena gloria, pero también denostado por muchos. Se le tributó un funeral solemne, al que asistió lo mejor de la sociedad inglesa, especialmente del mundo científico. A pesar de la incredulidad de Darwin, el funeral fue religioso. Y a pesar de que tanto Darwin como su familia habían indicado su deseo de que el entierro tuviese lugar en Down, se le enterró en la abadía de Westminster como a otros grandes hombres del país, no junto a la tumba de Isaac Newton, como suele decirse, pero no lejos de ella. No hay epitafio en su sepultura, sólo su nombre y las fechas de su nacimiento y su muerte. Probablemente, si él hubiera deseado un epitafio para su sepultura, hubiera elegido el siguiente párrafo de su autobiografía:
“Por lo que a mí respecta, creo que he actuado correctamente al proseguir de forma constante mi dedicación a la ciencia. No siento remordimientos por haber cometido grandes pecados, aunque a menudo he lamentado no haber hecho en mayor grado el bien a mis semejantes. Mi única y pobre excusa ha sido mi mala salud y mi estructura mental, que me hacían sumamente difícil el pasar de un tema o trabajo a otros. Puedo imaginarme a mí mismo, con gran satisfacción, dedicando toda mi vida, y no solo una parte de ella, a la filantropía; esto hubiera sido, sin duda, una línea de conducta mucho mejor que la que he seguido”.
Desde principios del siglo XIX la sociedad británica se hallaba en una especie de fermentación intelectual muy propicia a la génesis de grandes teorías. La historia natural había tomado definitivamente un camino científico, y la exploración de las áreas poco conocidas de la Tierra se hacía de manera metódica y exhaustiva. Miles de ejemplares pertenecientes a especies nuevas entraban cada día en los museos de todo el mundo, y el Museo Británico de Historia Natural era puntero en estas adquisiciones. El interés social por la historia natural era máximo, y fue en Londres donde se formó la primera Sociedad Linneana, para desarrollar el sistema propuesto por Linneo. No era ajeno a este interés por la historia natural el auge que iba tomando el unitarianismo en Inglaterra, una doctrina religiosa que simplificaba las creencias cristianas, eliminando algunos de los dogmas especialmente arduos del cristianismo (la Santísima Trinidad, el pecado original y, por ende, la redención, etc.). A este cristianismo liberal, según parece, se adhirió la esposa de Darwin durante gran parte de su vida, y el propio Darwin durante algunos años, y ello a pesar de las diatribas de su abuelo Erasmus contra el unitarianismo, al que consideraba “un lecho de plumas en el que descansan los tontos en su camino hacia el ateísmo”.
Una indicación del interés social de la época sobre la historia natural la proporciona el éxito alcanzado por un libro de divulgación, “Vestigios de la Historia Natural de la Creación”. Ese libro recoge una exposición divulgativa sobre la historia evolutiva de la creación, que abarca la evolución de las estrellas y los planetas, la de los minerales y rocas, el origen de la vida, la evolución de los organismos y su culminación en el hombre. El autor, oficialmente desconocido, aunque se trataba del periodista y editor Robert Chambers, no se atrevió a firmar su obra por temor al escándalo que causaría, y tomó todas las medidas necesarias para que casi nadie le reconociera como autor. La obra causó escándalo, en efecto, pero también conoció un éxito inusitado. La primera edición, de 1750 ejemplares se agotó en pocos días y conoció otras diez ediciones en vida de su autor. Tanto fue su éxito que el príncipe Alberto se lo leyó en voz alta a su esposa, la reina Victoria. Naturalmente, la iglesia anglicana arremetió contra su desconocido autor, pero los unitarios, por ejemplo, lo aclamaron con entusiasmo.
En el mismo año en que apareció el libro citado, Charles Darwin había elaborado su primer escrito esquemático sobre la teoría de la evolución. Lo dio a leer a amigos y colegas, siempre dejando en claro que se trataba de un esbozo que desarrollaría en los años futuros. Estaba claro que se daba cuenta de su importancia, tanto es así que destinó un legado de 400 libras para que alguien lo completara y desarrollara por él, si llegaba a fallecer antes de terminar su libro completo. No le inquietaba la publicación de Chambers ni el éxito que alcanzó, pues la consideraba sin base científica, y comparable a las teorías de Lamarck, bastante desacreditadas por entonces. Pero no dejó de tener en cuenta ni el éxito de ventas ni el escándalo suscitado. El éxito le animó a publicar su propia obra, y el escándalo le movió a tomar las precauciones necesarias en el momento de la publicación, que él veía aún lejana.
Las ideas de Darwin tuvieron inicialmente una proyección mínima, siendo conocidas solamente por sus amigos. Con el tiempo, algunos de ellos se inquietaron por la posibilidad de que alguien se adelantara y publicara tales ideas antes que Darwin, privándole de su paternidad, y así le aconsejaron que se apresurara en publicar su libro. Darwin se resistió a ello; quería una obra bien hecha y no un resumen apresurado. Además, temía las reacciones de la iglesia y de la sociedad. Y fue alargando su proyecto hasta comienzos de 1858, cuando le llegaron la carta y el manuscrito fatídico de Wallace. Sus amigos habían tenido razón, finalmente. Alguien se le había adelantado.
Tras una complicada historia, Darwin publicó por fin su libro incompleto a finales de 1859. Durante todo ese año había estado haciendo gestiones con su editor para asegurar la publicación. Recalcaba, para ello, que el libro no contenía alusión alguna a le fe cristiana o a las Escrituras, que recogía únicamente datos tomados de la naturaleza y que no se ocupaba del hombre. El editor lo hubiera publicado sin esas precisiones, pero éstas revelan el miedo que Darwin tenía a la reacción del público. El hecho es que el libro se publicó y conoció un éxito inmediato. Se suele ponderar el éxito de la obra señalando que toda la edición se agotó el primer día de su puesta a la venta. Es un éxito cierto, que todos quisiéramos para nuestras obras, pero comparable al que había experimentado la obra “Vestiges…” quince años antes. Y bastante menor, en todo caso, que el que alcanzó una obra hoy olvidada, titulada “Ensayos y Reflexiones” escrita por un grupo de clérigos anglicanos liberales después de la publicación de “El Origen de las Especies” y en la que se alababa extraordinariamente dicha obra.
El impacto del libro de Darwin en la iglesia anglicana y en la sociedad inglesa no se hizo esperar. Las caricaturas y los chistes más o menos burdos en que aparecían monos, a menudo con la cabeza de Darwin, proliferaron, como lo hicieron las críticas de todo tipo. Darwin rehuyó toda polémica manteniéndose en su retiro de Down, pero leía las críticas favorables y adversas, y algunas las comentaba en cartas a sus amigos científicos. Estos, y especialmente uno de ellos, Thomas Huxley, hombre de vasta cultura y no solamente biológica, adoptaron el papel de defensores de las ideas de Darwin, y lo hicieron con bastante fortuna. El episodio más notable, o por lo menos más conocido, de esta polémica entre la iglesia y el Darwinismo tuvo lugar durante la reunión anual de la Sociedad Británica para el Progreso de la Ciencia en 1861, a la que acudieron tanto Huxley como el arzobispo de Oxford, Samuel Wilberforce. Este episodio ha sido referido de modos muy diversos por algunos de los participantes en el mismo. En resumen podemos decir que ambos bandos, el de Huxley y el de Wilberforce, se atribuyeron la victoria. También apareció allí el viejo capitán Fitz-Roy para afirmar su fe absoluta en la Biblia (y probablemente para lamentar en su interior el haber admitido a bordo del Beagle, treinta años atrás, a aquel presuntuoso advenedizo antiesclavista que le había caído mal inicialmente por la forma de su nariz).
La polémica persistió durante mucho tiempo, y de hecho persiste aún, pero se fue debilitando y quedó confinada a las posiciones fundamentalistas de la iglesia anglicana. En otros países y en otras confesiones, los efectos fueron diferentes, aunque siempre más tardíos. En general, en los países protestantes y especialmente en Alemania, las ideas darwinistas se extendieron rápidamente, sobre todo a causa de la labor de naturalistas importantes, como Ernst Haeckel. En Francia, donde las ideas de Lamarck, Cuvier y Saint-Hilaire todavía tenían peso, la comunidad científica permaneció dividida hasta el eclipse del darwinismo a comienzos del siglo XX. En Italia, la Iglesia Católica se opuso a las doctrinas de Darwin, pero no era ésta su preocupación principal; en efecto, en aquellos momentos el papa, presionado por la pérdida de los Estados Pontificios, adoptó posiciones muy conservadoras, y condujo a la Iglesia Católica por un camino de reclamaciones sobre el poder temporal.
Mención especial merece la difusión del darwinismo en España. En nuestro país se siguieron inicialmente las posiciones marcadas por la Iglesia Católica, pero con escaso conocimiento del tema, en especial por la clase científica. La primera obra de Darwin que se publicó en español lo fue en 1876. No se trataba de “El Origen de las Especies”, sino de “El Origen del Hombre”, que Darwin había publicado cinco años antes y que era más polémica, pues incorporaba la especie humana a las leyes que había establecido para otras especies. La versión española no fue publicada en la metrópoli, sino en Cuba, y mostró desde el principio el camino que iba a seguir el debate evolucionista en nuestro país. En efecto, aquí se consideraron escasamente los puntos de vista científicos sobre el tema y, de hecho, los primeros naturalistas que aceptaron la evolución no aparecen hasta después de la muerte de Darwin. El darwinismo interesó especialmente a los grupos políticos de izquierda, en los que se veía como una doctrina materialista y anticlerical, que alimentaba sus ideologías. Por este motivo, y a través de la Institución Libre de Enseñanza, algunos políticos españoles adoptaron como guía el darwinismo en su forma más combativa, menos procedente de Inglaterra que de Alemania, con sus científicos (Haeckel o Gegenbaur) y políticos (Engels) más radicales. Los grupos españoles de la izquierda probablemente no lo sabían, pero se hubieran sorprendido de haber sabido que Marx y Engels habían ofrecido a Darwin añadir a posteriori su firma, junto a las de ellos, en el Manifiesto Comunista, lo que Darwin había rehusado.
El darwinismo no solo impactó en la Iglesia y en la política, como hemos visto. También impactó en la sociedad y en sus valores. Una determinada interpretación de las ideas de Darwin, que muchos estiman hoy como torcida, pero que para otros es un fiel reflejo de tales ideas, dio lugar al llamado “darwinismo social”. Según esta doctrina, el concepto que figura ya en la portada del “Origen…” de la “supervivencia del más apto en la lucha por la vida” es aplicable al hombre, y en su forma literal. Esto significaría que el darwinismo justifica la aplicación de la ley de la selva a la sociedad humana, que es normal que el fuerte acabe con el débil, y que cualquier violencia está justificada. En una forma más benigna, pero todavía difícil de aceptar, el darwinismo social justifica y aun promueve las políticas de mejora de la raza, bien mediante la eugenesia, bien mediante procedimientos más drásticos, que van desde la prohibición de la reproducción al exterminio de determinadas etnias. Ha sido esta interpretación la que más daño ha hecho a las doctrinas darwinistas, al menos hasta mediados del siglo XX.
No es fácil resumir un siglo de historia de las ideas darwinistas en unos pocos párrafos. Trataré de hacerlo aludiendo únicamente a tres aspectos del problema, es decir, a los avatares del darwinismo en los terrenos científico, político-social y religioso. Bueno será, para ello, detenerse en tres momentos de esta historia, los correspondientes a los respectivos centenarios o sesquicentenarios del nacimiento de Darwin y de la publicación de “El Origen de las Especies”, es decir, los años 1909, 1959 y 2009.
En 1909 el darwinismo atravesaba un periodo de cierto descrédito. La causa principal de ello fue el nacimiento de la ciencia genética, que en aquellos tiempos parecía basarse en unidades discretas, genes y cromosomas, que impedían aparentemente el gradualismo de Darwin. No obstante, se tributaron homenajes a la persona y la obra de Darwin en todo el planeta. En España no fueron muchos ni lucidos, y el principal de ellos fue el tributado a Darwin en Valencia por parte de escritores y políticos radicales (con la adición inesperada y forzada de Miguel de Unamuno, la fallida de las grandes figuras extranjeras y la voluntaria de algún naturalista local). La Iglesia Católica no modificó su posición, pero los escritores y periodistas católicos arreciaron en sus críticas a la doctrina de Darwin durante aquellos años.
La situación había cambiado profundamente en 1959. Por una parte, el nacimiento y desarrollo de la genética de poblaciones había reconciliado las posturas de los darwinistas y los mutacionistas en una doctrina nueva que se llamó teoría sintética de la evolución, o también neodarwinismo, que había sido adoptada por casi todos los biólogos. Por otra parte, la constatación tras la Segunda Guerra Mundial de los extremos a los que podía llevar el darwinismo social, anularon muchas de las ideas que vinculaban darwinismo y supervivencia del más apto. Pero nuevos debates se iniciaron, si no en el campo científico, sí, al menos en los campos religioso y político. Tuvo importancia mediática el primero y más famoso de los juicios entablados en Estados Unidos contra profesores que enseñaban la teoría de la evolución, el llamado Juicio de Scopes, en 1925. Ese juicio, que fue algo más que un juicio, pues en él se discutieron, no solamente la posible violación de la ley por parte del encausado sino también profundos supuestos religiosos, científicos, políticos y morales, tuvo un impacto notable en todo el mundo.
Fuera del mundo occidental, en la Unión Soviética, tuvo lugar la proscripción del darwinismo, clásico o revisado, y la implantación forzosa del lamarckismo bajo la dirección de un seudocientífico ruso Trofim Denisovich Lysenko, en uno de los ejemplos más tristes de ingerencia política en la investigación científica. No se trató aquí de una interacción entre darwinismo y religión, sino entre darwinismo y moral, y eso siempre que no se considere al estalinismo de la época como una religión, lo que, para muchos expertos, precisamente era. Pero tanto el episodio de Scopes, como el reinado de Lysenko habían quedado atrás en 1959, cuando se celebró el nuevo homenaje a Darwin, y la teoría sintética de la evolución se hallaba firmemente establecida y fuera de discusión en el mundo científico. El homenaje en cuestión tuvo lugar también en muchos países y ciudades, sobre todo en Inglaterra. En España se celebraron varios simposios y conferencias, publicándose bastantes trabajos sobre evolución. La asignatura de “Evolución” comenzó a impartirse en distintas Facultades del país. En algunas de las reuniones científicas se presentaron trabajos, no solo de naturaleza biológica sino también de tipo filosófico y hasta teológico. Teilhard de Chardin había muerto hacía pocos años, y sus obras comenzaban a publicarse y a ser leídas en España.
Quizás la consecuencia más importante de este centenario fue su efecto sobre los planes de estudio norteamericanos. El centenario permitió constatar la pobre enseñanza de la teoría de la evolución en muchos libros de texto. Esta circunstancia, combinada con la percepción de un retraso científico en los Estados Unidos respecto a la Unión Soviética, a causa de las primeras victorias rusas en la carrera espacial, llevó a una profunda revisión de la enseñanza científica, a la implantación de la enseñanza de la evolución en aquel país, y a la consiguiente proliferación de las denuncias y los juicios contra esta iniciativa por parte de algunos grupos religiosos.
La situación en 2009 era completamente distinta. Las ciencias biológicas y especialmente la genética habían avanzado muchísimo. Se había descifrado por completo el genoma humano y el de otras muchas especies, y los cambios evolutivos habían podido establecerse, en muchos casos, desde su misma base molecular. Estaba surgiendo una nueva taxonomía que hacía obsoletos muchos esquemas evolutivos anteriores. Pero, sobre todo, habían surgido puntos de vista divergentes acerca del dogma evolutivo, desde la evolución neutralista de Kimura al equilibrio puntuado de Gould y Eldredge. Además, el descubrimiento de la posibilidad de una influencia del medio externo sobre los genes había si no resucitado el lamarckismo, al menos recuperado algunos de sus aspectos. En definitiva, para bastantes científicos la teoría de la evolución debía ser reformulada, superando la síntesis de los años 30, en una nueva teoría, una especie de neo-neo-darwinismo, que sin embargo mantendría los fundamentos de la formulación original. Frente a esta posición, otros científicos han radicalizado las posiciones de Darwin promoviendo un ultradarwinismo en el que los elementos objeto de la selección no son los individuos sino los genes.
En el aspecto religioso las últimas décadas han visto el resurgir de las polémicas en torno al darwinismo. Para el mundo occidental, dichas polémicas han tenido lugar principalmente en Estados Unidos, en especial mediante diversos enfrentamientos judiciales en los que algunos grupos cristianos más o menos fundamentalistas reclamaban el derecho de enseñar el creacionismo en pie de igualdad con el evolucionismo en las clases de biología. Por ahora, todos estos intentos han fracasado, pero algunas causas judiciales se mantienen abiertas todavía. En el resto del mundo, cada vez más integrado a causa de la globalización, la situación es muy distinta, existiendo países donde la enseñanza del evolucionismo es obligatoria y otros en los que está estrictamente prohibida. Por otra parte, algunas personas, científicos o legos, se han dedicado, mediante publicaciones de divulgación o mediante la red informática mundial, a llevar al gran público sus ideas evolucionistas, generalmente con un fuerte componente antirreligioso, y lo han hecho con bastante éxito. En cuanto a la Iglesia Católica, ha revisado sus posiciones, y ha admitido oficialmente la compatibilidad entre las creencias católicas y la aceptación de la evolución biológica. Las dos citas siguientes, procedentes respectivamente de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, así permiten constatarlo:
«Esa Encíclica [Humani Generis, de Pio XII, 1950] consideró la doctrina del ‘evolucionismo’ como una hipótesis seria, digna de una investigación y de una reflexión profunda, al igual que la hipótesis opuesta (...). Hoy, casi medio siglo después de la aparición de la Encíclica, nuevos conocimientos llevan a reconocer en la teoría de la evolución más que una hipótesis (...). La convergencia, no buscada ni inducida, de los resultados de los trabajos realizados independientemente unos de otros, constituye en sí misma un argumento significativo en favor de esta teoría» (Juan Pablo II, Mensaje a la Academia Pontificia de Ciencias, 23 de Octubre de 1996).
«Esta contraposición [evolución-creación directa] es absurda, porque, por una parte, existen muchas pruebas científicas en favor de la evolución, que se presenta como una realidad que debemos ver y que enriquece nuestro conocimiento de la vida y del ser como tal» (Encuentro del Santo Padre Benedicto XVI con los párrocos y sacerdotes de las diócesis de Belluno-Feltre y Treviso. Martes, 24 de julio de 2007).
En 2009 se han prodigado, como en centenarios anteriores, los homenajes y conmemoraciones de la vida y la obra de Darwin. Naturalmente, gracias a la existencia de las redes globales de comunicación, dichas celebraciones han tenido una difusión y un alcance que no podían imaginarse en conmemoraciones anteriores. Quizás ninguno de estos acontecimientos ha tenido más trascendencia que la accesibilidad de todas las obras y cartas de Darwin, incluyendo aquellas que habían permanecido inéditas hasta 1965, fecha en que su nieta, Nora Darwin, las hizo públicas. La página de Internet correspondiente (http://darwin-online.org.uk/) se ha convertido en una de las más visitadas de la red global, y a ella hay que recurrir para ampliar cualquier información aquí suministrada.
Al principio he aludido a la importancia y trascendencia de la revolución desencadenada por Darwin, revolución que, por supuesto, alcanza a la Iglesia. Darwin fue un buen cristiano durante una parte importante de su vida, y una buena persona durante toda ella. Los creyentes tenemos que agradecerle muchas cosas, la más importante de las cuales es que nos haya enseñado a ver al mundo y a Dios con otros ojos, y nos haya ayudado a percibir mejor la belleza y la dignidad de la creación. Quizás podríamos preguntarnos si las numerosas casualidades que llevaron a Darwin al conocimiento y desarrollo de su teoría no fueron fruto de un designio divino. Al respecto quiero citar un texto que escribió el español Salvador de Madariaga en 1926, poco después del juicio de Scopes, y en el que imagina un diálogo entre Dios y Bryant, el fiscal que representaba en el juicio la postura antidarwinista. Es sabido que Bryant murió a los pocos días de terminado el juicio, se supone que desmoralizado por el triste papel que había representado en el mismo.
«A su llegada al cielo Bryant se presentó ante Dios diciendo: “Aquí estoy, Señor, recién llegado del campo de batalla”.
Pero Dios no manifestó entusiasmo alguno. El norteamericano no podía entender por qué Dios no estaba más complacido con sus actividades terrenales:
“Pero Darwin, Señor, Darwin...”.
“Darwin es hijo mío. Yo le inspiré sus doctrinas”».
Madariaga, simulando la estrategia forense de Darrow (el abogado defensor en el juicio), hace que Dios obligue a Bryan a admitir la necesidad de la interpretación histórica de la Biblia, volviendo a contar la historia de Abraham y de Sara, quien, sintiéndose estéril, envió una «doncella egipcia» a su marido. A continuación, Dios le preguntó a Bryant.
«“¿Cómo interpretas tú este relato? ¿Lo tomarás literalmente?”
“Desde luego Señor”.
“¿Y te parece bien? ¿Crees tú que, por ejemplo, un senador de los Estados Unidos haría algo parecido?”
“Bueno Señor, estas cosas pasan solamente en la Biblia. Además un senador de los Estados Unidos no tendría ocasión de recibir a una esclava egipcia. Hay muy pocos egipcios en nuestro país, porque la cuota de inmigración para las gentes de color es baja…”.
“No te andes por las ramas. Te pregunto acerca de la interpretación literal de la Biblia”.
“Pero yo hablaba de Darwin y de mi lucha contra sus ideas…”.
“Tú has luchado en vano, hijo mío... Yo no tengo nada que temer de la evolución. Al contrario. Sin ella sería todavía un Yahvé levantino. Gracias a ella me voy acercando, siglo a siglo, hacia la Divinidad”».
Juan Pablo Martínez Rica, en unav.es/cryf.
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