Gentileza de Eunsa
Sumario 1. El valor de la vida humana: 1.1. El valor del cuerpo; 1.2. Dimensión moral de la corporalidad.- 2. La inviolabilidad de la vida humana: 2.1. La vida humana ha de ser valorada por sí misma; 2.2. Toda vida humana; 2.3. En cualquiera de sus fases.- 3. El «señorío» del hombre sobre su vida: 3.1. Un derecho y un deber; 3.2. Un señorío «ministerial»; 3.3. ... que se realiza como don.
Entre las preguntas básicas que los hombres de todas las épocas se han formulado están las que se refieren a su origen –¿de dónde venimos: cuál es nuestro origen–– y a su fin –¿a dónde vamos: cuál es nuestro fin––. Son interrogante s de cuya respuesta dependen en gran manera el sentido y la orientación de la vida y el obrar humanos [1]. Porque no se trata tanto de saber «cuándo apareció el hombre, sino más bien de descubrir el sentido de tal origen» [2].
La experiencia muestra suficientemente que es común la percepción de que el ser humano, a la vez que puede decir con verdad «mi vida es mía», siente también que no es menos verdadera la afirmación «mi vida no es mía». En lo profundo de sí mismo, el hombre advierte que es dueño de su vida: puede decidir sobre ella, elegir unos u otros «debe rendir cuentas» ante «otra instancia» de la manera que decida vivir y realizar su vida.
Cuál es la razón o fundamento de esa doble percepción y de qué modo una y otra se deban armonizar en el discurrir de la propia vida, es lo que se analiza en este capítulo. Después de mostrar que proclamar adecuadamente el valor y sentido de la vida humana sólo es posible día abierta a la trascendencia (Apartado 1), se considera el fundamento de su dignidad y del respeto con que debe ser tratada (Apartado 2). Por último se analiza el alcance del dominio del hombre sobre su propia vida (Apartado 3).
La cuestión, siempre importante, cobra un relieve especial en el momento actual, en el que las amenazas contra la vida humana revisten unas características de tal naturaleza y comportan tal indefensión de la vida, que hacen que nuestra cultura pueda describirse, en algún sentido, como una «cultura de muerte» [3]. No sólo son nuevas y más sofisticadas las formas con las que las actuales tecnologías permiten atentar contra vida –especialmente en su inicio y en su fase terminal–, sino que sobre todo es nueva y más poderosa la cultura que respalda los atentados que se quieren perpetrar. Los delitos contra la vida se quieren presentar como derechos democráticos que el Estado debe autorizar y proteger, y hasta realizar, con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias. ¡Serían los médicos los que deberían atentar contra la vida!
1. El valor de la vida humana
En el lenguaje corriente es habitual referirse con el término «vida» a ese modo de existir que el ser humano comparte con los demás organismos vivos, «capaz de defenderse, desarrollarse y multiplicarse por sí mismo» [4]. Es la vida biológica (bios). Según ese mismo uso, la palabra «vida» puede también significar «el conjunto de experiencias vividas (vida psicológica), o bien la totalidad de la existencia individual en cuanto proyecto de humanidad siempre in fieri (vida personal») [5]. Pero en la Escritura, en el Nuevo Testamento, de manera particular en el Evangelio según San Juan, la palabra «vida» sirve para designar la vida sobrenatural o de la gracia, la «vida eterna». Y el término que se usa es zoe, para distinguido de bios [6]. Ésta la –«vida nueva y eterna» [7]– es «la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios» [8]. Es la vida que, incoada y desarrollada en la tierra, alcanzará su plenitud en el encuentro con su Creador.
Estos tres niveles, en la persona humana, están de tal manera relacionados entre sí, que el biológico participa de los otros dos, y viceversa. Ésa es también, de alguna manera, la convicción clara de la conciencia universal. El hombre, en efecto, se percibe a sí mismo como un bien que ya es, pero que a la vez no lo es de manera definitiva. Se advierte a sí mismo como un proyecto o tarea a realizar. Vive en una tensión hacia una plenitud todavía no poseída.
Desde esta perspectiva se comprende también que el valor de la «existencia histórica» del hombre resida en ser el camino para la realización personal. Es la vía para llegar a la vida en plenitud. El valor de la vida histórica se explica por su intrínseca conexión con la plenitud a la que apunta, pero en sí misma no tiene la explicación de su ser, ni de su inteligibilidad, ni de su bondad o valor.
Las consecuencias que se derivan respecto a la actitud que se debe observar en relación con la vida física o corporal son claras, según ha puesto de relieve siempre el pensamiento cristiano:
a) La valoración adecuada de las diversas dimensiones de la vida humana exige tener en cuenta la articulación a la que están llamadas objetivamente, como dimensiones de la «totalidad unificada» que es la persona humana.
b) La existencia terrena no es la realidad «última» sino «penúltima» de la vida del hombre. Si se dice que la vida humana tiene valor absoluto, ha de entenderse sólo de la relación que guarda con la vida eterna; pero, en sí misma, la vida física o corporal no es un bien absoluto [9]: se puede y debe ofrecer para proteger o defender bienes superiores como la fe o la libertad [10]. Es lo que ocurre en al caso del martirio y también en la práctica de las virtudes, como la sobriedad, la mortificación, etc.
c) Aunque la vida física o corporal no es un valor absoluto, es el bien más básico de la persona humana, con una trascendencia moral decisiva. No es toda la vida humana ni es el valor más importante de la persona; «sin embargo, en cierto sentido constituye el valor "fundamental", precisamente porque sobre la vida física se apoyan y desarrollan los demás valores de la persona» [11]. Es la condición necesaria de toda actividad humana, y a esa actividad está ligada la realización de la perfección de la persona: en definitiva, el logro del bien supremo del hombre llamado a la eternidad. De ahí, el derecho/deber de cuidar y defender la salud, etc.
Ésta es la razón de que el bien de la vida humana sólo se perciba en su plenitud desde la Revelación. La explicación de la peculiaridad y características del bien de la vida humana –enseña la Sagrada Escritura– está ligada sobre todo al hecho de que el ser humano, creado «a imagen y semejanza de Dios» [12], ha sido llamado a participar de la vida misma de Dios [13]. «Creado por Dios, llevando en sí mismo una huella indeleble de Dios, el hombre tiende naturalmente a Él» [14]. «Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor» [15]. La revelación de esta dignidad –proclamada de diversas maneras en todas las páginas de la Escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento– encuentra la plenitud de su significado en el misterio de Cristo [16]. Es Cristo quien, con su vida y palabra –con su Persona–, revela el fin del designio salvífico de Dios iniciado en la creación [17]. Es decir, que el hombre llegue a ser hijo de Dios [18] y, hecho partícipe de la naturaleza divina [19] glorifique a Dios en la vida eterna. «¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha "merecido tener tan gran Redentor" (Himno Exsultet de la Vigilia pascual), si "Dios ha dado a su Hijo", a fin de que él, el hombre, "no muera sino que tenga la vida eterna" (cfr. In 3,16») [20].
Así lo percibe también la misma luz de la razón: el «Evangelio de la vida (. . .), escrito de algún modo en el corazón mismo del cada hombre y de cada mujer, resuena en cada conciencia desde "el principio", o sea, desde la misma creación», «de modo que, a pesar de los condicionamientos del pecado, también puede ser conocido por la razón humana en sus aspectos esenciales» [21] .
Este sentido de la vida se pierde en una antropología de signo positivista o materialista. Desde esa perspectiva sólo se tiene en cuenta la vida humana en su dimensión biológica: es la única que se puede comprobar experimentalmente. Los planteamientos mecanicistas actúan de esa manera. y una vez que la vida humana queda reducida al estado biológico y, por tanto, a un fluir físico-químico, se ha operado ya la reducción del hombre a una mera organografía. Tener una vida buena se identificará con gozar de buena salud, tener una vida sana. El sufrimiento y las vidas deficientes serán realidades sin sentido, ya que no se integran en modo alguno en esa funcionalidad. A parecidas conclusiones, si bien desde puntos de partida diferentes, conducen también aquellas antropologías de signo dualista que, al considerar el cuerpo y el espíritu como dos realidades en conflicto, terminan por despreciar la existencia corporal. Eso es lo que ocurre cuando, con el pretexto del progreso científico o médico, se desarrollan prácticas que reducen la vida humana a simple «material biológico» [22].
Se hace del todo necesario, por eso, partir de una antropología que sepa dar razón de la identidad y unidad del sujeto –el «yo» que obra– y a la vez, salvando la distinción esencial de los diversos dinamismos operativos –espirituales, físicos, etc.–, dé razón también de la pluralidad y diversidad de las operaciones que realiza [23]. Se requiere una antropología abierta a la trascendencia, que afirme la superioridad y la diferencia del ser humano sobre los demás seres de la creación visible –como ser ontológicamente distinto– y, por eso, el valor intangible de la persona. En última instancia, que valore la vida humana por su peculiar relación con el Creador.
1.1. El valor del cuerpo.
Las valoraciones de la corporalidad humana se pueden reducir a tres, en dependencia estrecha de la concepción antropológica («dualista», «monista» y «personalista») de que se parta [24].
a) Para la concepción «dualista», la vida corporal tiene poco o ningún valor: si se valora es tan sólo como un bien instrumental. Como el cuerpo es un obstáculo para la vida del espíritu (Platón) o la unión que se da entre el cuerpo y el espíritu es tan sólo extrínseca y accidental, la corporalidad no tiene ninguna relevancia moral. Si vale es en función del placer o la utilidad.
Esta concepción puramente instrumental de la corporalidad, que con formas diversas ha marcado buena parte del pensamiento de todas las épocas (Descartes, Malebranche, Leibniz.. .), deja sentir su influencia de maneras diversas también en la actualidad. Se manifiesta abiertamente, junto a otras formas, en el «mecanicismo» con el que se tratan las cuestiones relativas a la corporalidad.b) La concepción «monista» se caracteriza por reducir la persona a la corporalidad. Ha tenido manifestaciones diversas: para unos, el valor del cuerpo consistiría únicamente en servir a la especie y a la sociedad (Marx); otros reducen al cuerpo la totalidad del ser humano (Sartre) y hacen de él el valor supremo (Marcuse); e, incluso, en ese reduccionismo, se llega a identificar la corporalidad con lo físico: lo humano se reduce a lo biológico, y esto, a lo físico (Monod).
En cualquier caso, son claras las consecuencias que esta visión comporta en relación con la valoración de la corporalidad. Ésta no tiene valor alguno o, por el contrario, se la exalta hasta el punto de constituir el valor único y supremo.c) En la concepción «persona lista» [25], la corporalidad está dotada del valor y de la dignidad de la persona. El cuerpo es la persona misma en su visibilidad. En virtud de la unidad sustancial (Santo Tomás), el cuerpo y el espíritu (alma) constituyen esa «totalidad unificada» que es la persona humana.
En la complejidad del ser humano existen elementos diversos, físicos y espirituales, que hacen posible distinguir la composición cuerpo-alma. Esa composición, sin embargo, no se puede explicar como si el alma y el cuerpo fueran dos realidades o principios puestos uno en o al lado del otro. El cuerpo y el alma son dos «co-principios» constitutivos del mismo y único sujeto: la persona humana. En el hombre, «el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidad, sino que su unión constituye una única naturaleza» [26]: es la naturaleza humana. Se da por eso, entre cuerpo, alma y vida, una relación tan íntima que hace imposible pensar el cuerpo humano como reducible a su estructuración orgánica, o la vida humana a su dimensión biológica. En el ser humano el cuerpo es persona y la vida es personal. El hombre puede ser definido como «cuerpo animado» o como «espíritu encarnado».
Entre los diversos dinamismos del actuar de la persona se da una relación tan estrecha y de tal manera dependen entre sí que nada hay en la persona que no sea, a la vez, espiritual y corporal. La actividad típicamente espiritual –v. g. el pensamiento o el amor– necesita de la corporalidad. Y ésta, a su vez, de la intervención consciente y libre de la voluntad, para que su actividad pueda calificarse como verdaderamente humana. Todo, en el ser humano, es de la persona y «personal». Desde cualquier perspectiva que se contemple, la vida del hombre es siempre la vida de un ser vivo que, a la vez e inseparablemente, es persona [27].
Desde un punto de vista biológico, la vida de la persona coincide con la vida de su cuerpo; pero, como acabamos de observar, la vida humana es más que la suma de las actividades vitales de los elementos del cuerpo: la vida humana es mucho más que la vida corporal. No hay un «yo» diferente para cada una de las actividades que realiza. «El mismo e idéntico hombre es el que percibe, entiende y siente» [28].
1. 2. Dimensión moral de la corporalidad.
La corporalidad tiene una gran relevancia moral. «La persona –incluido el cuerpo– está confiada enteramente a sí misma –recuerda Veritatis splendor–, y es en la unidad de alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios actos morales» [29].
a) En primer lugar, porque el ser humano alcanza la perfección –a la que, como persona, está llamado– en y a través de su existencia corporal. La insatisfacción que le acompaña durante toda su existencia es indicadora de que su vida no se circunscribe ni a los límites del tiempo ni a los bienes temporales. Vive en tensión hacia una plenitud que va más allá de la esfera de este mundo, y que da sentido y señala la calidad de la vida humana. El fundamento de esa tensión es el amor creador y redentor de Dios, que, por eso mismo, es también el fin para cuya posesión y gozo el hombre ha sido creado. La vida corporal tiene una clara dimensión ética o moral. No es irrelevante o intrascendente vivida de cualquier manera.
b) Después, porque la persona es el sujeto de sus actos morales «en la unidad del alma y del cuerpo». Separar el acto moral de las dimensiones corpóreas y reducir el ámbito de la moralidad a una libertad espiritual y puramente formal, es ignorar el significado moral del cuerpo y de sus comportamientos [30], ya que la persona sólo puede llegar a su acabamiento y perfección en la historia, a través de la corporalidad. Por eso, en la medida que los dinamismos físicos, psíquicos, psicológicos, etc. contribuyan a una mejor función de la inteligencia y de la voluntad en el actuar humano, mayor será –por ese motivo– la calidad de la actividad moral de la persona. La conclusión es que la calidad moral de la vida humana está relacionada de alguna manera con la salud corporal.
Por otra parte, la corporalidad y la vida física proporcionan ya a la racionalidad humana una base para la fundamentación ética de la existencia humana y del obrar moral. Aunque las estructuras e inclinaciones de la corporalidad no se identifican con el bien de la persona ni constituyen, sin más e inmediatamente, las normas del obrar moral, ayudan a conocer el bien y la verdad moral que han de observarse para que la actividad humana sea moralmente recta [31]. Son, en efecto, «inclinaciones humanas»; es decir: de la persona humana, que la impulsan hacia unos bienes que no pueden ser más que humanos [32]. En los seres de naturaleza corpóreo-espiritual –la naturaleza humana–, lejos de haber oposición entre la naturaleza y la libertad, aquélla es –de ésta– su fuente y su principio. «El hombre es libre, no a pesar de sus inclinaciones naturales al bien, sino a causa de ellas» [33]. En consecuencia, la vida corporal y las estructuras y dinamismos de la corporalidad tienen una gran relevancia moral.
2. La inviolabilidad de la vida humana
La cuestión se ha planteado, en los últimos años, a propósito de la bioética: si ésta debería ser o no «laica» [34], es decir, si debería prescindir de verdades absolutas en el tratamiento de los temas, ya que sólo así se respetaría «el principio supremo de la autonomía del individuo» y el del pluralismo, que caracterizan a la sociedad actual. Porque, en el fondo, –éste era el eje de la argumentación de los partidarios de esa bioética– la exigencia de racionalidad que debe caracterizar a esta disciplina, como ciencia humana, no es compatible con la presencia de valores religiosos y teológicos. El principio de la inviolabilidad de la vida humana –afirman– es claramente religioso: se fundamenta en la sacralidad, y debe ser sustituido por el de la calidad de vida [35]. Para la cultura contemporánea tiene poco, o ningún sentido, hablar de la santidad de la vida humana [36].
Sin entrar en el debate –bioética «laica» o bioética «católica» [37]–, se puede decir que es común la afirmación de que la vida humana tiene un valor que no poseen las otras realidades de la tierra. Pero ¿se puede y debe decir que es inviolable– y si es así, ¿en qué consiste y cuál es el fundamento de esa inviolabilidad?
2.1. La vida humana ha de ser valorada por sí misma.
-a) Cuando se afirma que la vida humana es inviolable se quiere expresar que nunca puede ser tratada como un bien instrumental, es decir, como una cosa o un medio al servicio de otro fin por encima del bien integral de la persona. De manera positiva es proclamar que la vida humana es absolutamente valiosa por el hecho mismo de ser vida humana.
Este carácter inviolable –signo de la inviolabilidad de la persona– está inscrito en el corazón del hombre. Así lo presenta la experiencia de cada ser humano, que, en lo profundo de su conciencia, siempre es llamado a responder de su actitud ante la vida –la suya y la de los demás–, como una realidad que no le pertenece y de la que no puede disponer a su antojo. Es una convicción que no deriva exclusivamente de la fe o que sólo resuena en contextos religiosos.
Los textos bíblicos subrayan el carácter inviolable de la vida humana en los más variados contextos y desde las perspectivas más diversas. «La alianza de Dios y de la humanidad –recuerda a este propósito el Catecismo de la Iglesia Católica– está tejida de llamadas a reconocer la vida humana como don divino (...). El Antiguo Testamento consideró siempre la sangre como un signo sagrado de la vida. La validez de esta enseñanza es para todos los tiempos» [38] . Elemento esencial de esa enseñanza es «el mandamiento relativo al carácter inviolable de la vida humana [que] ocupa el centro de las "diez palabras de la alianza del Sinaí"» [39].
El Nuevo Testamento, confirmando y llevando a su plenitud ese mensaje del Antiguo Testamento, «es una fuerte llamada a respetar el carácter inviolable de la vida física y la integridad personal, y tiene su culmen en el mandamiento positivo que obliga a hacerse cargo del prójimo como de sí mismo» 40. Su dimensión más profunda se resume en las exigencias de amor y de veneración por la vida propia y la de los demás.
El carácter absolutamente inviolable de la vida humana inocente «es una verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por su Magisterio»[41] .
-b) El fundamento o razón de esa inviolabilidad está en que, como enseña la Revelación, la vida humana es propiedad de Dios Creador y Padre [42]. Sólo Él puede decir: « Yo doy la muerte y doy la vida» [43]. «La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta "la acción creadora de Dios" y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin» [44]. De la sacralidad –es decir: de la peculiar relación que, por su origen y por su fin, tiene con Dios– deriva su inviolabilidad. «Dios es el único señor de esta vida: el hombre no puede disponer de ella» [45] .
Esta afirmación ha sido también el eje fundamental del discurso que la Teología ha elaborado sobre el valor y la dignidad de la vida humana. Sin descuidar otras formas de argumentación, ahí es donde encuentra su mejor fundamento la inviolabilidad de la vida humana, tanto en los escritos de los Padres [46] como después en los medievales [47] y en los modernos [48], y ahora en los autores de nuestros días [49]. Pero a la vez la reflexión teológica muestra que la razón humana es capaz de percibir el valor inviolable de la vida humana. No la razón abstracta, sino la que «unida a la voluntad, al amor y al deseo para formarlos y dirigidos, asociada a la sensibilidad y a la imaginación para rectificadas y regidas» [50], es capaz de leer –intus-legere [51]– más allá de las manifestaciones exteriores. Es decir, la que posibilita el conocimiento global de la realidad y que, por tanto, puede acceder al significado intrínseco de la naturaleza y alcanza su plenitud al ser informada por la fe.
2.2. Toda vida humana.
Conviene advertir que, para algunas ideologías, la afirmación del carácter inviolable de la vida humana no significa que cada vida humana individual –toda vida humana– sea inviolable, sino solamente la especie humana. Con este planteamiento, la vida de cada persona singular no sería valiosa por sí misma: lo sería tan sólo en función y por la contribución que reporta al bien de la humanidad. En aras, por tanto, de la utilidad y bienestar de la especie humana estaría justificada la supresión de las vidas consideradas inútiles o defectuosas. Es la convicción que late en esa mentalidad eugenésica que lleva a acoger la vida humana sólo en determinadas ocasiones, a defender la eutanasia como medio para prescindir de las vidas consideradas «sin valor», etc. [52].
La vida de cada ser humano es única e irrepetible y, como tal, inviolable y autónoma. Es así como lo atestigua claramente la experiencia. La persona humana, en efecto, se percibe a sí misma como una unidad, y como una pertenencia de uno mismo, es decir, como imposibilidad de pertenecer al ser de otro. El ser humano se advierte a sí mismo como «alguien», en ningún modo reducible a los diversos momentos de esa experiencia o a los demás «tú»; y, menos todavía, a las «cosas» o seres que no están dotados de esa interioridad [53]. En el lenguaje corriente, la identidad personal del sujeto de la vida humana viene designada con la palabra «yo». Se quiere indicar que el sujeto a quien se aplica, además de irrepetible, es uno y el mismo a lo largo de toda su existencia.
De la percepción de esta conciencia surge inseparablemente el respeto a la dignidad de cada vida humana como actitud ética fundamental. Si la persona humana no es «uno más» entre los seres del mundo creado, es evidente que no se la puede instrumentalizar al servicio de esas realidades, sean inferiores (el mundo de las «cosas»), sean de igual condición (las demás personas). Es lo que se quiere afirmar cuando se dice que la persona es un fin en sí misma y que nunca debe ser tratada como un medio para algo [54].
La razón de la singularidad y valor de cada vida humana radica, en última instancia, en que en el origen de cada vida humana hay un acto creador de Dios. Cada persona humana responde a una llamada singular y única por parte de Dios [55]: es una llamada personal y, por lo mismo, señala un destino también personal, imposible de ser absorbido en un destino colectivo. Cuando en la consideración de la vida humana, la relación con Dios desaparece, sólo queda la relación con uno mismo o con los demás, y entonces la condición personal y el valor de la vida humana son confiados al «arbitrio» de uno mismo o de la sociedad.
2.3. En cualquiera de sus fases.
Valorar adecuadamente el alcance de la inviolabilidad de la vida humana exige, entre otras cosas, afirmar que la vida humana –cada vida humana– es absolutamente valiosa por sí misma, con independencia de las manifestaciones de su desarrollo, en cualquiera de las fases de su existencia. Su valor y dignidad no están ligados primera y fundamentalmente a la «calidad» sino al hecho radical de «ser vida» humana [56].
El fundamento antropológico de esa exigencia ética reside en la unidad de la persona humana, que, como tal, no puede ser «comprendida» sólo desde alguno de sus «co-principios» (el alma o el cuerpo) ni, mucho menos, identificarse con sus manifestaciones (una cosa, en efecto, es ser persona, y otra, manifestarse o actuar como persona).
Desde la perspectiva teológica, la inviolabilidad de la vida humana a lo largo de toda su existencia –se insiste de nuevo– encuentra su fundamentación en las verdades de la Creación y Redención. Son los hechos y, sobre todo, la vida de Jesús lo que nos revela la dignidad y sentido de la vida: también cuando es precaria o se considera sin utilidad, es «un don» que debe ser celosamente custodiado [57]. Sigue siendo reflejo e imagen de Dios y, como tal, mantiene el vínculo que le une a su Creador y a su Redentor, es decir, a su origen o principio y a su fin. El designio de Dios sobre el ser humano es que reproduzca en su vida la imagen de su Hijo [58]. Ése es el camino para desarrollar su existencia como imagen de Dios. Y es precisamente en la precariedad, «en su muerte donde Jesús revela toda la grandeza y el valor de la vida» [59].
Por eso, es evidente que el eclipse del sentido de Dios conduce inevitablemente a la pérdida del sentido de la vida. Y es que «el punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios» [60]. «Cuando se niega a Dios y se vive como si no existiera, o no se toman en cuenta sus mandamientos, se acaba fácilmente por negar o comprometer también la dignidad de la persona humana y el carácter inviolable de su vida» [61] .
Si la vida del hombre queda encerrada en los límites de su existencia terrena, y la persona humana es uno más entre los seres vivientes, deja de tener sentido preguntarse por el sentido mismo de esa vida. «La vida llega a ser simplemente "una cosa", que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable» [62].
3. El «señorío» del hombre sobre su vida
La pregunta acerca del dominio del hombre sobre la vida humana, inseparablemente unida a la de su inviolabilidad, depende a su vez de la concepción que se tenga sobre la persona humana. Si, como se apuntaba, ésta se reduce a su corporalidad («monismo») o se valora tan sólo como un bien instrumental («dualismo») y, por otro lado, se parte del principio de que la naturaleza no puede decir nada del sentido y del valor de la vida, el dominio del hombre sobre la vida estará supeditado únicamente por la utilidad: por la relación entre el coste y los beneficios o por el acuerdo entre las partes interesadas (la sociedad, el individuo, etc.) [63].
Desde la perspectiva personalista, en cambio, es muy distinto el alcance que se da al dominio o «señorío» del hombre sobre la vida humana. En el cometido de dominar la tierra, que Dios, según relata la Sagrada Escritura [64], confió al ser humano, va incluido también el señorío o dominio sobre su vida y su corporalidad. Pero ¿hasta dónde llega el poder del hombre sobre su vida– Porque no pocas veces se apela a la responsabilidad confiada por Dios al hombre para proclamar que determinar los límites y el modo de tratar la vida es una tarea estrictamente humana [65]. Es la cuestión que ahora se va a considerar.
El primer paso consistirá en analizar el modo en que ese «encargo» del Señor «condiciona» la responsabilidad del ser humano sobre la vida; se considerará después el alcance de esa responsabilidad; y, por último, se hará un brevísimo apunte sobre el carácter de don que encierra el mandamiento de Dios de custodiar y hacer fructificar la vida. (En realidad se trata tan sólo de señalar las líneas del cuidado de la vida, cuyo desarrollo tendrá lugar en los demás capítulos de esta parte).
3.1. Un derecho y un deber.
«Dios, Señor de la vida, confió al hombre el excepcional ministerio de conservar la vida, misión que ha de llevarse a cabo de un modo digno del hombre» [66]. La vida es un don confiado al hombre para que lo custodie y, lo lleve a la perfección en la entrega de sí mismo a Dios y los demás [67]. El, y sólo él, es el responsable primero y directo de su propia vida, es decir, de su custodia y realización. Puede y debe decir con verdad que la vida que vive es «suya». Se trata de una «pertenencia» o propiedad que, por su peculiaridad –lo que está en juego es la persona humana–, da lugar a un derecho que es primario e intangible: es el más fundamental, la base de todos los demás derechos de la persona.
Por eso mismo, la protección y defensa de la vida humana es un deber. Primero, para el mismo sujeto. Sólo así le será posible conservar la vida y desarrollar la misión que se le ha encomendado, al entregársela. y después es un deber también para todos los demás. Un deber que ha de ser ejercido desde la instancia que le corresponda, como modo de llevar a cabo su participación en el desarrollo de la sociedad y en la misión de la Iglesia (en el caso de los cristianos). La defensa de la vida humana es una exigencia del bien común y ocupa el corazón del mensaje evangélico. Es la manifestación primera del amor al hombre.
En este valor, intrínseco a la propia vida, base de los demás derechos y deberes, encuentran su fundamentación la inmoralidad del suicidio o, por otro lado, la legitimidad de la propia defensa, aunque –siempre que se realice dentro de los límites de la justicia– pueda conllevar la eliminación del injusto agresor. El derecho/deber de la persona a la vida se convierte, en los demás, en el deber/derecho de protegerla, de modo que «la legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad» [68].
También se fundamenta aquí la licitud de actividades que, aun adoptadas las debidas cautelas, entrañen riesgos graves para la propia vida. Y no sólo cuando se trate de actuaciones derivadas del ejercicio de la profesión (como sería el caso del médico que se expusiera al peligro de contagio por atender a un enfermo), sino también cuando ese proceder se debiera a motivos altruistas y de solidaridad (para socorrer al que atraviesa una dificultad grave, V.g., naufragio, incendio, etc.).
3.2. Un señorío «ministerial»....
Sólo Dios, como se acaba de decir, es Señor de la vida del hombre y de su integridad. Sólo Él puede decir: «Yo doy la muerte y la vida» [69]. No ejerce, sin embargo, ese poder de una manera despótica y arbitraria. Es, por el contrario, parte de ese cuidado y solicitud amorosa que, como Padre, tiene hacia sus criaturas [70]. La Sagrada Escritura está llena de esos desvelos de Dios por el hombre, cuya manifestación suprema es la encarnación y muerte de su Hijo en la cruz.
Dos conclusiones, junto a otras, se derivan de aquí en relación con la vida humana:a) La primera es que el hombre no es el señor absoluto de la vida, es sólo el administrador responsable. Es verdadero dueño de su propia vida, ha recibido de Dios el encargo de dominar las cosas, y sobre todo a sí mismo; y de la observancia de este mandato dependen la perfección del hombre y la consecución de la vida eterna. Pero el dominio que le corresponde es sólo «ministerial», no absoluto. Eso quiere decir, entre otras cosas, que ha de ejercerlo siempre con la conciencia de que ha de dar cuentas de la administración que haga de la vida: «A cada uno le pediré cuentas de la vida de su hermano» [71]. Y como el señorío que se le ha confiado es, en su realidad más íntima, participación de la soberanía de Dios, la actuación recta del dominio del hombre sobre la vida consistirá en hacer visible que señorío y dominio sólo pertenecen a Dios.b) Por eso –es la segunda consecuencia– el hombre ha de ejercer ese dominio con sabiduría y amor: es así como Dios cuida de la vida humana; y sólo así el señorío del hombre puede ser considerado como participación de la sabiduría y el amor con que Dios cuida la vida. La vida es un don que «requiere ser aceptado, observado y estimado con gran responsabilidad: al darle la vida, Dios exige al hombre que la ame, la respete y la promueva» [72].
3.3. ... que se realiza como don.
Percibir el sentido más profundo del señorío que corresponde al hombre sobre la vida humana y, sobre todo, hacerlo realidad en la existencia de cada día no está exento de dificultades. Acecha constantemente la tentación de «idolatrar» la vida (en su fase terrena) hasta constituirla en la razón última de la existencia y, por el otro extremo, de minusvalorarla hasta el punto de no sentir por ella ningún aprecio. Son, en el fondo, manifestaciones de la misma convicción: la vida tiene el sentido que el hombre o la sociedad le quieran dar. Por otra parte, es claro que, sin llegar a esos extremos, poner en práctica el respeto debido a la vida humana supone superar no pocas veces el egoísmo, la renuncia a los propios intereses, etc. No es fácil.
Es necesario advertir el carácter de don que entraña el mandato de cuidar la vida confiado por Dios al hombre. Es un don que se hace mandamiento, y un mandamiento que en sí mismo es un don [73]. Cuando Dios confía la vida al hombre, con el encargo de guardarla y hacerla fructificar, no le impone un peso, señala simplemente el camino para realizarla. Viene a recordarle una exigencia que brota de la propia vida como bien, inscrita ya en el corazón mismo del hombre.
La vida humana es un don que ha sido llevado a plenitud por la Persona, palabra y acciones del Señor, para hacer posible la existencia de ese «corazón nuevo» con el que «se puede comprender y llevar a cabo el sentido más profundo y verdadero de la vida: ser un don que se realiza al darse» [74]. El Señor no sólo muestra cómo ha de vivirse el bien de la vida, sino que comunica además la fuerza del Espíritu para hacerlo realidad.
Esta perspectiva –la única que permite valorar y custodiar adecuadamente el bien de la vida– es la que se adopta en el tratamiento de los demás capítulos de esta parte.
BIBLIOGRAFÍA
—I. Carrasco de Paula, Bioética, en L. Melina (dir.), El actuar moral del hombre, Edicep, Valencia 2001, 95-101.
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—A. Sarmiento, «El amor de Dios a la vida. Para una fundamentación cristiana del cuidado de la vida humana», Scripta Theologica 37 (2005) 849-874.Notas[1] Cfr CEC, n. 282.
[2] CEC, n. 284.
[3] Cfr. CFL, n. 38; EV, nn. 12, 19, etc.
[4] I. CARRASCO DE PAULA, «Bioética», en L. MELINA (dir.), El actuar moral del hombre, Edicep, Valencia 2001,95; cfr. L. MELlNA, «Reconocer la vida. Problemas epistemológicos de la bioética», en A. SCOLA (coord.), ¿Qué es la vida–, Encuentro, Madrid 1999,88-90.
[5] L. MELINA, «Reconocer la vida», cit., 96.
[6] Cfr. H.G. LINK, Voz «Vita», en Dizionario dei concetti biblici del Nuovo Testamento, Dehoniane, Bologna 1980, 2008-2018.
[7] Cfr. EV, n. 1.
[8] EV, n. 38.
[9] Se puede decir que posee un valor absoluto en el sentido de que es un bien del que no se puede disponer como un simple medio en beneficio de otros.
[10] Cfr EV, nn. 2, 47.
[11] DVi, Int., n. 4.
[12] Cfr. Gn 1-2; cfr. EV, nn. 34-35.
[13] Cfr. Jn 10, 10; cfr. EV, 00.36-38.
[14] EV, n. 35.
[15] EV, n. 38.
[16] Cfr. GS, n. 12; y también nn. 24, 39.
[17] La revelación plena de la dignidad y valor de la vida humana, elementos centrales en el «Evangelio de la vida», es la persona misma de Jesús. Es, «por la palabra, la acción y la persona misma de Jesús [como] se da al hombre la posibilidad de "conocer" toda la verdad sobre el valor de la vida humana» (EV, n. 29). «En Jesús, "Palabra de vida", se anuncia y comunica la vida divina y eterna. Gracias a este anuncio y a este don, la vida física y espiritual del hombre, incluida su etapa terrena, encuentra plenitud de valor y significado: en efecto, la vida divina y eterna es el fin al que está orientado y llamado el hombre que vive en este mundo» (EV, n. 30).
[18] Cfr. Jn 1, 12-18.
[19] 2 P 1, 3-4.
[20] RH, n. 10. 21.
[21] EV, n. 30.
[22] Es la conclusión de algunos bioéticos, como H.T. Engehardt (jr.), Manuale de Bioetica, Mondadori, Milano 1991, 126-128.
[23] Sobre esta cuestión nos hemos ocupado en A. Sarmiento, El matrimonio cristiano, 2ª ed., Eunsa, Pamplona 2001, 35-40; A. Sarmiento-G. Ruiz-J.C. Martin, Ética y genética, 2ª ed., Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 1997, 53-58.
[24] Cfr. E. Sgreccia, Manuale di Bioetica, I, Vita e Pensiero, Milano 1994, 131. El autor ofrece una síntesis de las valoraciones sobre la corporalidad a que conducen esas antropologías (pp. 131-141).
[25] Es una característica de la visión personalista afirmar el primado de la persona sobre las cosas: la persona trasciende, está por encima de todas las demás realidades que no son ella. La persona posee un valor ontológico que impide que se le trate como medio para algo, y a la vez reclama que «todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos» (GS, n.12).
Cercanas a esta visión de la persona, de profunda raigambre bíblica y patrística, se mueven algunas corrientes del pensamiento moderno y contemporáneo, cuya contribución a la valoración de la persona es importante, con tal de que sean respetuosas con el dato ontológico, es decir, con el modo de relacionarse el cuerpo y el espíritu, como «unidad sustancial». Sólo desde esa base tienen consistencia valores como la relacionalidad, la historicidad, etc.
[26] CEC, n. 365; cfr Concilio de Vienne en Dhü, n. 902. La causa de tal unidad radica en el alma. El alma es la forma que «substancializa» y espiritualiza el cuerpo: «La unidad del cuerpo y el alma –dice el texto completo del n. citado del CEC– es tan profunda que se debe considerar al alma como la –forma– del cuerpo: es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo en un cuerpo humano y viviente; en el hombre el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza»
[27] El n. 48 de VS ofrece un resumen de las enseñanzas de la Iglesia sobre la unidad del ser humano; cfr GS, n. 14; CEC, n. 362.
[28] S. Th. I, q. 76, a.1. El ser humano es persona gracias al alma. En el alma está la razón de la subsistencia de la persona. Y, como el alma es única, hace «no sólo que el hombre sea hombre, sino también animal y viviente y cuerpo y sustancia y ente» (S. Tomás de Aquino, De spiritu creat..., 3)
[29] VS, n. 48
[30] Cfr. VS, nn.48-49.
[31] Es lo que se afirma cuando se dice que la ley moral natural es obra de la razón práctica. En
ese conocimiento del bien moral, el hombre no se encuentra solo: cuenta con la ayuda de la Revelación, que, además de descubrirle horizontes sobre el bien moral inalcanzables para las solas luces de su razón, hace que ésta sea capaz de desempeñar su función «fácilmente, con absoluta certeza y sin mezcla de error» en el conocimiento del bien moral accesible de suyo a la razón humana: cfr. DV, n. 6.
[32] Cfr C. Caffarra, Ética general de la sexualidad, 4ª ed., Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2006, 91.
[33] S. Pinckaers, «La nature de la moralité: morale casuistique et morale thomiste», en Somme Theologique, 1-2, qq. 18-21, Tournai-Paris 1966, 525.
[34] El término «laico» se usa aquí en el sentido que es usado en el debate surgido en Italia sobre la naturaleza de la bioética. La cuestión que se planteaba era la de sí debería prescindir o no de toda referencia religiosa y ser aconfesional. «Laico» equivale aquí a «aconfesional» en el sentido de «laicista».
[35] Sobre el debate «laico»-«católico» en bioética y sobre la concepción antropológica que subyace en esa contraposición, puede consultarse: A. Mariani, Bioetica e Teologia Morale, Ed. Vaticana, CItta del Vaticano 2003, 105-127; L. Melina, Reconocer la vida, cit., 96.
[36] Cfr. F. Giunchedi, «Il significato della vita e della morte oggi», RTMor 27 (1995) 511-524; H. Kushe, The Sanctity of life. Doctrine in Medicine. A Critique, Clarendon Press, Oxford 1987.
[37] El debate obedece a que se parte de un prejuicio: la incompatibilidad entre lo humano y lo divino, entre la fe y la razón. La verdad, sin embargo, es que no existe esa oposición. La razón está abierta a la fe. A esa apertura sólo se opone una noción de la razón concebida como independiente y fuente única del significado de la realidad; es decir, una «razón abstracta» y neutra, a-personal, limitada única y exclusivamente a la observación exterior. De esa manera, lo que se cuestiona es, además, la misma noción de verdad, que ya no se refiere a la «realidad», sino a la materialidad observable: la verdad quedaría reducida a simples datos dominados por la razón. Y en eso –en la racionalidad empírica– consistiría la verdadera racionalidad. Y si no se conoce la verdad –si a lo más que se puede llegar es a la verdad empírica–, la conclusión inmediata es que la naturaleza (el cuerpo humano, etc.) carece de significación intrínseca, no se puede hablar de valores universales y permanentes. Una crítica a la impostación metodológica que supone esta concepción de la razón (el abandono de la fundamentación metafísica de la ética) puede verse a L. Palazzani, «Dall’etica "laica" alla bioetica "laica": linee per un approfondimento filosofico critico del dibattito italiano attuale, Humanitas 46 (1991) 505-525.
[38] CEC, n. 2260.
[39] EV, n. 40; cfr. Ex 20,13. La misma Escritura precisa que lo que el quinto mandamiento («no
matarás») prohíbe es causar la muerte del inocente: «No quites la vida del inocente y justo» (Ex 23, 7).
[40] EV; n. 41.
[41] EV,n.57.
[42] Cfr. EV, n. 40.
[43] Dt 32, 39.
[44] DVi, lntrod., n. 5; cfr. CEC, n. 2258; EV, n. 53.
[45] EV,n.39.
[46] En este sentido, sólo a título de ejemplo, cabe mencionar, entre otros: la Didaehé, l, 1; n, 12; etc., en FX. Funk (ed.), Patres Apostolici, l, Tubinga 1901,2-3; 6-9; S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 2, en SCh 100/2,648-649: «La gloria de Dios es el hombre viviente»; S. Ambrosio, De Cain et Abel, n, 10,38, en CSEL 32, 408; S. Juan Crisóstomo, In I Corinthios homilia, 9, 4, en PG 61, 80. Pero también, como señala J.R. Flecha (Bioética. La fuente de la vida, Sígueme, Salamanca 2005, 30), «son innumerables los textos de los Padres que apelan a la necesidad de defender la vida del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios y llamado a ser responsable, tanto de la vida propia como de la de los hermanos».
[47] Un resumen del pensamiento de Santo Tomás sobre el valor de la vida puede verse en J .R. Flecha, Bioética, cit., 30-32. Los autores afirman claramente el carácter inviolable de la vida humana, que, sin embargo, a la vez que absoiuto es relativo, ya que está supeditado a otros valores superiores, como son la defensa de la fe o de la propia vida en caso de legítima defensa, etc. Cfr. F. D'Agostino, «Homicidio y legítima defensa», en NDTM, 843-852. Sobre la valoración de la vida humana en los autores medievales, cfr C. González Quintana, Dos siglos de lucha por la vida: XIII-XlV. Una contribución a la historia de la bioética, Sígueme, Salamanca 1995.
[48] La Teología de esta época se mueve, por lo general, en la misma línea argumentativa de Santo Tomás. Un ejemplo típico es F. de Vitoria, en la Relección Del homicidio, n. 23, en T. Urdanoz, Obras de Francisco de Vitoria. Releeciones teológicas, BAC, Madrid 1960, 1118.
[49] Este es también el principio básico en defensa de la vida humana desarrollado por el discurso teológico actual. Aunque condicionado en buena medida por el diálogo con la cultura secularista de nuestros días, no oculta, sin embargo, que sólo con ese último fundamento es posible proteger la inviolabilidad de toda vida humana. Cfr I. Carrasco de Paula, «Bioética», cit., 115-118; D. Clancy, «El valor absoluto y relativo de la vida humana», en R. Lucas Lucas (dir.), Comentario interdiseiplinar a la «Evangelium Vitae», BAC, Madrid 1966, 385-402.
[50] S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, cit., 63.
[51] Cfr. S.Th., II-II, q. 8, a. 1.
[52] Cfr. P. Vespieren, «Diagnóstico prenatal y aborto selectivo. Reflexión ética», en F. Abel- E. Boné-J.C. Harvey (eds.), La vida humana: origen y desarrollo. Reflexiones bioéticas de científicos y moralistas, UPC, Madrid-Barcelona 1989, 172; J. Fletcher, «Indicators of Humanhood: A Tentative profile of Man», Hastings Center Report 2, 5 (1972) 1-4; R.A. McCormick, «A Proposal for "Quality of Life", Criteria for Sustainyng Life», Hospital Progress 59 (1975) 76-79.
[53] Cfr Sto. Tomás de Aquino, In 1 Sent., d. 1, q. 2, a. 1, ad 1.
[54] Cfr. J. Seifert, «El concepto de persona en la renovación de la teología moral. Personalismo y personalismos», en A. Sarmiento (ed.), Moral de la persona y renovación de la teología moral, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 1998, 26-27.
[55] La dignidad e inviolabilidad de la vida humana se acrecienta y alcanza límites insospechados
si se contempla desde la perspectiva de la Redención.
[56] Sobre la expresión «calidad de vida», cuyo uso comienza a tener lugar hacia la mitad del siglo pasado, en los países occidentales, puede consultarse D. Gracia Guillén, Etica de la calidad de vida, Fundación de Santa María, Madrid 1984. Es un concepto, sin embargo, necesitado de matización, ya que según los diversos contextos puede encerrar significados opuestos: considerar la calidad de la vida como camino o modo de respetar la vida o, por el contrario, hacer depender el valor de la vida de parámetros diferentes o externos a ella, como la ausencia de dolor, debilidades, malformaciones, etc. Cfr G. Herranz, «Science biomediche e qualità della vita», en VV.AA. Persona, Verità e Morale, Città Nuova, Roma 1988, 79-87.
[57] Cfr. EV. n. 32.
[58] Cfr. Rm 8, 28-29.
[59] EV, n. 33.
[60] CA, n. 24.
[61] EV, n. 96.
[62] EV, n. 22.
[63] Una descripción de estos modelos éticos aplicados a la Bioética pueden verse en L. Cicone, Bioetica. Storia, principi, questioni, Ares, Milano 2003, 23-24.
[64] Cfr Gn 1 26; Sb 2,23; GS, n. 14.
[65] Cfr J.R. Flecha, Bioética, cit. 36
[66] GS, n. 51
[67] Cfr Gn 4,9: «¿Dónde está tu hermano Abel–»: «No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano–»; Gn 9,5: «A cada uno pediré cuentas de la vida de su hermano».
[68] CEC. n. 2265.
[69] Dt 32,39
[70] Cfr. EV, n. 39.
[71] Gn 9, 5.
[72] EV, n. 52.
[73] Cfr. ibíd.
[74] EV, n. 49.
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