Cfr. Audiencias Generales de los días 31 de mayo, y 21 y 28 de junio de 1989
Sumario
1. Las promesas del AT.- 2. Preparación de la Venida del Espíritu Santo en el NT.- 3. La presencia de María en la preparación de la Venida del Espíritu Santo.
1. Las promesas del AT (31-V-1989)
l. «Mirad yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre» (Lc 24,29). Después de los anuncios hechos por Jesús a los Apóstoles el día antes de su pasión y muerte, ahora, en el Evangelio de Lucas está la promesa de un próximo cumplimiento. En las catequesis anteriores nos hemos basado sobre todo en el texto del «discurso de la despedida», del Evangelio de Juan, analizando lo que dice Jesús en la Última Cena sobre el Paráclito y sobre su venida: texto fundamental en cuanto nos trae el anuncio y la promesa de Jesús que, en vísperas de su muerte, vincula la venida del Espíritu con su «partir», subrayando así el «precio» de su marcha. Por eso Jesús dice: «Os conviene que yo me vaya» (Ioh 16,7).
También el Evangelio de Lucas, en su parte final aporta sobre el tema importantes afirmaciones de Jesús, después de su resurrección. Dice: «Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre... permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24,49). El Evangelista reitera esta misma afirmación al principio de los Hechos de los Apóstoles, libro del cual es también autor: «Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre» (Act 1,4).
2. Hablando de la «Promesa del Padre», Jesús señala la venida del Espíritu Santo, ya anunciada de antemano en el Antiguo Testamento. Leemos en el Libro del Profeta Joel: «Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones» (Ioel 13,1-2). Precisamente a este texto del Profeta Joel hará referencia Pedro en el primer discurso de Pentecostés, como veremos inmediatamente.
También Jesús, cuando habla de la «promesa del Padre» recuerda el anuncio de los profetas, significativo incluso en su carácter genérico. Los anuncios de Jesús en la Última Cena son explícitos y directos. Si ahora, después de la resurrección, se refiere al Antiguo Testamento, es señal de que quiere poner de relieve la continuidad de la verdad pneumatológica a lo largo de toda la Revelación. Quiere decir que Cristo da cumplimiento a todas las promesas hechas por Dios ya en la Antigua Alianza.
3. Estas promesas han encontrado una expresión concreta en el Profeta Ezequiel (36,22-28). Dios anuncia, por medio del profeta, la revelación de su propia santidad, profanada por los pecados del pueblo elegido, especialmente por la idolatría. Anuncia también que de nuevo reunirá a Israel purificándolo de toda mancha. Y luego promete: «Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra... Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas... seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,26-28).
El oráculo de Ezequiel precisaba, con la promesa del don del Espíritu, la conocida profecía de Jeremías sobre la Nueva Alianza: «He aquí que vienen días oráculo de Yahvéh en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza... pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Ier 31,31.33). En este texto el profeta subraya que esta «nueva alianza» será distinta de la anterior, esto es, de aquella que estaba vinculada con la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto.
4. Jesús, antes de marchar al Padre, en la proximidad de lo que iba a suceder el día de Pentecostés, recuerda las promesas proféticas. Tiene presente, de modo especial, los textos tan elocuentes de Ezequiel y de Jeremías, en los que se hace expresa referencia a la «alianza nueva». Este «infundir en vosotros un espíritu nuevo», proféticamente anunciado y prometido, está dirigido al «corazón», a la esencia interior, espiritual, del hombre. El fruto de este injertar un espíritu nuevo será la colocación de la ley de Dios en lo íntimo del hombre («en su interior»), y será, por tanto, un vínculo profundo de naturaleza espiritual y moral. En esto consistirá la esencia de la Nueva Ley, infundida en los corazones (indita) como dice Santo Tomás (cfr I-II, q. I 06, a. 1 ), refiriéndose al Profeta Jeremías y a San Pablo, y siguiendo a San Agustín (cfr De spiritu et littera cc.17, 21, 24; PL 44, 218, 224, 225).
Según el oráculo de Ezequiel, no se trata sólo de la ley de Dios infundida en el alma del hombre sino del don del Espíritu de Dios. Jesús anuncia el próximo cumplimiento de esta profecía maravillosa: el Espíritu Santo, autor de la Nueva Ley y Nueva Ley Él mismo, estará presente en los corazones y actuará en ellos: «vosotros le conocéis porque mora con vosotros y en vosotros está» (Ioh 14,17). Cristo, ya la tarde de la resurrección, haciéndose presente a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, les dice: «Recibid el Espíritu Santo» (Ioh 20,22).
5. La infusión del Espíritu Santo no comporta solamente el «poner», el inscribir la ley divina en lo íntimo de la esencia espiritual del hombre. En virtud de la pascua redentora de Cristo, se realiza también el Don de una Persona divina: el Espíritu Santo mismo se les «da» a los Apóstoles (cfr Ioh 14,16), para que «more» en ellos (cfr Ioh 14,17). Es un Don por el cual Dios mismo se comunica al hombre en el misterio íntimo de la propia divinidad, a fin de que, participando en la naturaleza divina, en la vida trinitaria, dé frutos espirituales. Es, por tanto, el don que está como fundamento de todos los dones sobrenaturales, según explica Santo Tomas (I, q. 88, a. 2). Es la raíz de la gracia santificante que, precisamente, «santifica» mediante la «participación en la naturaleza divina» (cfr 2 Pe 1,4). Está claro que esta santificación implica una transformación del espíritu humano en el sentido moral. Y de este modo, lo que había sido formulado en el anuncio de los profetas como un «infundir» la ley de Dios en el «corazón», se confirma, se precisa y se enriquece de significado en la nueva dimensión de la «»efusión del Espíritu». En boca de Jesús y en los textos de los Evangelistas, la «promesa» alcanza la plenitud de su significado: el Don de la Persona misma del Paráclito.
6. Esta «efusión», este don del Espíritu tiene como fin también la consolidación de la misión de los Apóstoles, en el asomarse de la Iglesia a la historia y, por consiguiente, en todo el desarrollo de su misión apostólica. Al despedirse de los Apóstoles, Jesús les dice: seréis «revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24,49). «...recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Act 1, 8).
«Seréis mis testigos»: Los Apóstoles escucharon esto durante el «discurso de despedida» (cfr Ioh 15,27). En el mismo discurso Jesús había unido su testimonio humano, ocular e histórico sobre Él con el testimonio del Espíritu Santo: «Él dará testimonio de mí» (Ioh 15,26). Por esto, «sobre el testimonio del Espíritu de la Verdad el testimonio humano de los Apóstoles encontrará el supremo sostén. Y encontrará, por consiguiente, en él también el fundamento interior de su continuación entre las generaciones que se sucederán a lo largo de los siglos» (Dominum et vfvificantem, 5).
Se trata entonces, y por consiguiente, de la realización del reino de Dios tal como es entendido por Jesús. Él, en el mismo diálogo anterior a la Ascensión al cielo, insiste una vez más a los Apóstoles que se trata de este reino (cfr Act 1,3), en su sentido universal y escatológico y no de un «reino de Israel» (Act 1,6), sólo temporal, en el cual tenían ellos puesta su mirada.
7. Al mismo tiempo Jesús encarga a los Apóstoles que permanezcan en Jerusalén después de la Ascensión. Precisamente allí «recibirán el poder desde lo alto». Allí descenderá sobre ellos el Espíritu Santo. Una vez más se pone de relieve el vinculo y la continuidad entre la Antigua y la Nueva Alianza. Jerusalén, punto de llegada de la historia del pueblo de la Antigua Alianza, debe transformarse en el punto de partida de la historia del Pueblo de la Nueva Alianza, es decir, de la Iglesia.
Jerusalén ha sido elegida por Cristo mismo (cfr Lc 9,51; Lc 13,33) como el lugar del cumplimiento de su misión mesiánica; lugar de su muerte y resurrección («Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré»: Ioh 2,19), lugar de la redención. Con la pascua de Jerusalén, el «tiempo de Cristo» se prolonga en el «tiempo de la Iglesia»: el momento decisivo será el día de Pentecostés. «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén» (Lc 24,46-47). Este «comienzo» acontecerá bajo la acción del Espíritu Santo que, en el inicio de la Iglesia, como Espíritu Creador («Veni, Creator Spiritus»), prolonga la obra llevada a cabo en el momento de la primera creación, cuando el Espíritu de Dios «aleteaba por encima de las aguas» (Gen 1,2).
2. Preparación de la Venida del Espíritu Santo en el NT (21-VI-1989)
1. Conocemos la suprema promesa y la última orden de Jesús a sus Apóstoles antes de la Ascensión: «Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24,49; cfr también Act 1,4). Hemos hablado de ella en la catequesis precedente, poniendo de relieve también la continuidad y el desarrollo de la verdad pneumatológica entre la Antigua y la Nueva Alianza. Hoy podemos comprobar por los Hechos de los Apóstoles que aquella orden fue ejecutada por los Apóstoles, que «cuando llegaron, entraron en la estancia superior, donde vivían... Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu» (Act 1,13-14). No sólo se quedaron en la ciudad, sino que también se reunieron en el Cenáculo para formar comunidad y permanecer en oración, junto con María, Madre de Jesús, como preparación inmediata para la venida del Espíritu Santo y para la primera manifestación hacia afuera, , por obra del Espíritu Santo, de la Iglesia nacida de la muerte y resurrección de Cristo. Toda la comunidad se está preparando, y en ella cada uno personalmente.
2. Es una preparación hecha de oración: «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu» (Act 1,14). Es como una repetición o una prolongación de la oración mediante la que Jesús de Nazaret se preparaba a la venida del Espíritu Santo en el momento del bautismo en el Jordán, cuando debía iniciar su misión mesiánica: «Cuando Jesús estaba en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre Él el Espíritu Santo» (Lc 3,21-22).
Alguien podría preguntar: ¿Por qué implorar aún en la oración lo que ya ha sido prometido? La oración de Jesús en el Jordán muestra que es indispensable orar para recibir oportunamente «el don que viene de lo alto» (Iac 1,17). Y la comunidad de los Apóstoles y de los primeros discípulos debía prepararse para recibir justamente este don, que viene de lo alto: el Espíritu Santo que daría inicio a la misión de la Iglesia de Cristo sobre la tierra.
En momentos especialmente importantes la Iglesia actúa de modo semejante. Busca nuevamente aquella unión de los Apóstoles en la oración en compañía de la Madre de Cristo. En cierto sentido vuelve al Cenáculo. Así sucedió, por ejemplo, al comienzo del Concilio Vaticano II. Cada año, por lo demás, la solemnidad de Pentecostés es preparada por la «novena» al Espíritu Santo, que reproduce la experiencia de oración de la primera comunidad cristiana en espera de la venida del Espíritu Santo.
3. Los Hechos de los Apóstoles subrayan que se trataba de una oración «con un mismo espíritu». Este detalle indica que se había realizado una importante transformación en los corazones de los Apóstoles, entre los que existían poco antes diferencias e incluso algunas rivalidades (cfr Mc 9,34; Lc 9,46; 22,24). Era la señal de que la oración sacerdotal de Jesús había producido sus frutos. En aquella oración Jesús había pedido la unidad: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Ioh 17,21). «Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Ioh 17,23).
A lo largo de todos los tiempos y en toda generación cristiana, esta oración de Cristo por la unidad de la Iglesia conserva su actualidad. Y ¡qué actuales han resultado aquellas palabras en nuestros tiempos, animados por los esfuerzos ecuménicos en favor de la unión de los cristianos! Probablemente nunca como hoy han tenido un significado tan cercano al que tuvieron en los labios de Cristo en el momento en que la Iglesia estaba para salir al mundo. También hoy existe por todas partes el sentimiento de que nos encaminamos hacia un mundo nuevo, más unido y solidario.
4. Además, la oración de la comunidad de los Apóstoles y discípulos antes de Pentecostés era perseverante: «perseveraban en la oración». Por tanto, no fue una oración de momentánea exaltación. La palabra griega empleada por el autor de los Hechos de los Apóstoles indica una perseverancia paciente, en cierto sentido incluso «obstinada», que incluye un sacrificio y superar dificultades. Fue, por consiguiente, una oración que compromete completamente no sólo el corazón sino también la voluntad. Los Apóstoles eran conscientes de la misión que les esperaba.
5. Aquella oración era ya un fruto de la acción interior del Espíritu Santo, porque es Él quien inspira la oración y ayuda a perseverar en ella. Vuelve de nuevo a la mente la analogía con Jesús mismo, quien, antes de comenzar su actividad mesiánica, se dirigió al desierto. Los Evangelios subrayan que «el Espíritu lo empujó» (Mc 1,12; cfr Mt 4,1), que «era conducido por el Espíritu al desierto» (Lc 4,1).
Si son múltiples los dones del Espíritu Santo, hay que decir que, durante la permanencia en el Cenáculo de Jerusalén, el Espíritu Santo ya actuaba en los Apóstoles en lo oculto de la oración, para que el día de Pentecostés estuviesen dispuestos para recibir este don grande y «decisivo», por medio del cual debía comenzar definitivamente sobre la tierra la vida de la Iglesia de Cristo.
6. En la comunidad unida en la oración, además de los Apóstoles, estaban igualmente presentes otras personas, hombres y también mujeres. La recomendación de Cristo, en el momento de su partida para volver al Padre, tenía como destinatarios directos a los Apóstoles. Sabemos que les ordenó «que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen a la Promesa del Padre» (Act 1,4). A ellos Jesús les había encomendado una misión especial en su Iglesia.
Ahora bien, el hecho de que en la preparación de Pentecostés tomaran parte también otras personas, y especialmente las mujeres, constituye una simple continuación del comportamiento de Jesús mismo, como aparece en diversos pasajes de los Evangelios. Lucas nos da incluso los nombres de estas mujeres que seguían, colaboraban y ayudaban a Jesús: María, llamada Magdalena, Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes, Susana y muchas otras (cfr Lc 8,1-3). El anuncio evangélico del reino de Dios se desarrollaba no sólo en presencia de los «doce» y de los discípulos en general, sino también de estas mujeres en particular, de las que habla el Evangelista diciendo que ellas «les (a Jesús y a los Apóstoles) servían con sus bienes» (Lc 8,3),
De ello se deduce que las mujeres, de la misma manera que los hombres, están llamadas a participar en el reino de Dios que Jesús anunciaba: a formar parte de él, y a contribuir a su crecimiento entre los hombres, como expliqué ampliamente en la Carta Apostólica Mulieris dignitatem.
7. Bajo este punto de vista, la presencia de las mujeres en el Cenáculo de Jerusalén durante la preparación de Pentecostés y el nacimiento de la Iglesia reviste una especial importancia. Hombres y mujeres, simples fieles, participaban en el acontecimiento entero junto a los Apóstoles, y en unión con ellos. Desde el inicio, la Iglesia es una comunidad de Apóstoles y discípulos, tanto hombres como mujeres.
No puede ponerse en duda que la presencia de la Madre de Cristo tuvo una importancia especial en aquella preparación de la comunidad primitiva para Pentecostés. Pero a este tema convendrá dedicar una catequesis aparte.
3. La presencia de María, en la preparación de la Venida del Espíritu Santo (28-VI-1989)
1. «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus hermanos» (Act 1,14). Con estas sencillas palabras el autor de los Hechos de los Apóstoles, señala la presencia de la Madre de Cristo en el Cenáculo, en los días de preparación para Pentecostés.
En la catequesis precedente ya entramos al Cenáculo y vimos que los Apóstoles, obedeciendo la orden recibida de Jesús antes de su partida hacia el Padre, se habían reunido allí y «perseveraban... con un mismo espíritu» en la oración. No estaban solos, pues contaban con la participación de otros discípulos, hombres y mujeres. Entre estas personas que pertenecían a la comunidad originaria de Jerusalén. San Lucas, autor de los Hechos, nombra también a María, Madre de Cristo. La nombra entre los demás presentes, sin añadir nada de particular respecto a Ella. Pero sabemos que Lucas es también el Evangelista que manifestó de forma más completa la maternidad divina y virginal de María, utilizando las informaciones que consiguió con una precisa intención metodología (cfr Lc 1,1ss.; Act 1,1ss.) en las comunidades cristianas, informaciones que al menos indirectamente se remontaban a la primerísima fuente de todo dato mariológico: la misma Madre de Jesús. Por ello, en la doble narración de Lucas, así como la venida al mundo del Hijo de Dios está presentada en estrecha relación con la persona de María, así ahora se presenta el nacimiento de la Iglesia vinculado con Ella. La simple constatación de su presencia en el Cenáculo de Pentecostés basta para hacernos entrever toda la importancia que Lucas atribuye a este detalle.
2. En los Hechos María aparece como una de las personas que participan, en calidad de miembro de la primera comunidad de la Iglesia naciente, en la preparación para Pentecostés. Sobre la base del Evangelio de Lucas y otros textos del Nuevo Testamento, se formó una tradición cristiana acerca de la presencia de María en la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha resumido afirmando que Ella es un miembro excelentísimo y enteramente singular (cfr Lumen gentium, 53) por ser Madre de Cristo, Hombre-Dios y por consiguiente Madre de Dios. Los Padres conciliares recordaron, en el mensaje introductorio, las palabras de los Hechos de los Apóstoles que acabamos de leer, como si quisieran subrayar que, como María había estado presente en aquella primera hora de la Iglesia, así deseaban que estuviese en su reunión de sucesores de los Apóstoles, congregados en la segunda mitad del siglo XX en continuidad con la reunión del Cenáculo. Reuniéndose para los trabajos conciliares, también los Padres querían perseverar «en la oración con un mismo espíritu... en compañía de María, la Madre de Jesús» (cfr Act 1,14).
3. Ya en el momento de la Anunciación María había experimentado la venida del Espíritu Santo. El Ángel Gabriel le había dicho: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra: por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35). Por medio de la venida del Espíritu Santo a Ella, María fue asociada de modo único e irrepetible al misterio de Cristo. En la Encíclica Redemptoris Mater escribí: «En el misterio de Cristo María está presente ya "antes de la creación del mundo" (cfr Eph 1,4) como Aquella que el Padre "ha elegido" como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad».
4. Ahora bien, en el Cenáculo de Jerusalén, cuando mediante los acontecimientos pascuales el misterio de Cristo sobre la tierra llegó a su plenitud, María se encuentra en la comunidad de los discípulos para preparar una nueva venida del Espíritu Santo, y un nuevo nacimiento: el nacimiento de la Iglesia. Es verdad que Ella misma es ya «templo del Espíritu Santo» (Lumen gentium, 53) por su plenitud de gracia y su maternidad divina, pero Ella participa en las súplicas por la venida del Paráclito a fin de que con su poder suscite en la comunidad apostólica el impulso hacia la misión que Jesucristo, al venir al mundo, recibió del Padre (cfr Ioh 5,36), y, al volver al Padre, transmitió a la Iglesia (cfr Ioh 17,18). María, desde el inicio, está unida a la Iglesia, como uno de los «discípulos» de su Hijo, pero al mismo tiempo destaca en todos los tiempos como «tipo y ejemplar acabadísimo de la misma (Iglesia) en la fe y en la caridad» (Lumen gentium, 53).
5. Lo ha puesto muy bien de relieve el Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Iglesia, donde leemos: «La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó San Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo» (Lumen gentium, 63).
«Pues en el misterio de la Iglesia prosigue el Concilio... precedió la Santísima Virgen, presentán-dose de forma eminente... Creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo» (Lumen gentium, 63).
La oración de María en el Cenáculo, como preparación a Pentecostés, tiene un significado especial, precisamente por razón del vínculo con el Espíritu Santo que se estableció en el momento del misterio de la Encarnación. Ahora bien, este vínculo vuelve a presen-tarse, enriqueciéndose con una nueva relación.
6. Al afirmar que María «precedió» en el orden de la fe, la Constitución parece referirse a la «bienaven-turanza» escuchada por la Virgen de Nazaret durante la visita a su parienta Isabel tras la Anunciación: «¡Feliz la que ha creído!» (Lc 1, 45). El Evangelista escribe que «Isabel quedó llena de Espíritu Santo» (Lc l, 41) mien-tras respondía al saludo de María y pronunciaba aquellas palabras. También en el Cenáculo de Pentecostés en Jerusalén, según el mismo Lucas, «todos quedaron llenos de Espíritu Santo» (Act 2,4). Por lo tanto, también Aquella que había concebido «por obra del Espíritu Santo» (cfr Mt 1,18) recibió una nueva plenitud de Él. Toda su vida de fe, de caridad, de perfecta unión con Cristo, desde aquella hora de Pentecostés quedó unida al camino de la Iglesia.
La comunidad apostólica tenía necesidad de su presencia y de aquella perseverancia en la oración, en compañía de Ella, la Madre del Señor Se puede decir que en aquella oración «en compañía de María» se trasluce su particular mediación, nacida de la plenitud de los dones del Espíritu Santo. Como su mística Espo-sa, María imploraba su venida a la Iglesia, nacida del costado de Cristo atravesado en la cruz, y ahora a punto de manifestarse al mundo.
7. Como se ve, la breve mención que hace el Autor de los Hechos de los Apóstoles acerca de la presencia de María entre los Apóstoles y todos aquellos que «perseveraban en la oración» como preparación a Pentecostés y a la «efusión» del Espíritu Santo, encierra un contenido sumamente rico.
En la Constitución Lumen gentium el Concilio Vaticano II ha dado expresión a esta riqueza de contenido. Según el importante texto conciliar, Aquella que en el Cenáculo en medio de los discípulos perseveraba en la oración, es la Madre del Hijo, predestinado por Dios a ser «el primogénito entre muchos hermanos» (cfr Rom 8,29). Pero el Concilio mismo añade que Ella misma cooperó «a la regeneración y formación» de estos «hermanos» de Cristo, con su amor de Madre. La Iglesia, a su vez, desde el día de Pentecostés, «por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios» (Lumen gentium, 64). La Iglesia, por consiguiente, convirtién-dose así también ella en madre, mira a la Madre de Cristo como a su modelo. Esta mirada de la Iglesia hacia María tuvo su inicio en el Cenáculo.
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