Rafael Corazón es Doctor en Filosofía y Profesor de Filosofía en el IES "Sierra Bermeja" de Málaga ([email protected]). Este trabajo ha sido publicado en la revista "Empresa y humanismo" Pamplona IX-2 (2006); a ella agradecemos la cesión del texto. Gentileza de http://www.leonardopolo.net/revista
I. Del antropomorfismo al antropocentrismo
La ciencia experimental nace, suele decirse, en el siglo XVII. Primero la física, gracias a Galileo y Newton. Desde su origen trata de formular leyes y regularidades matemáticamente, y prescinde del estudio de las causas, especialmente de la causa final, pues "suponer" fines en la naturaleza sería un antropomorfismo inaceptable científicamente. ¿Pero qué fin tiene la misma ciencia? Descartes y Bacon lo formularon con claridad: "saber es poder" [1], por eso, gracias a la ciencia, el hombre llegaría a ser "como dueño y poseedor de la naturaleza" [2].
En realidad esta concepción acerca del origen de la ciencia moderna es parcial e incompleta; las primeras ciencias que se "emanciparon" de la filosofía, que pusieron su fin en el poder, fueron las ciencias humanas. Maquiavelo, al consagrar la "razón de Estado", y Grocio, al formular un "derecho natural" válido etsi Deus non daretur como fundamento del derecho positivo, habían puesto las bases para convertir estas ciencias en instrumentos de "emancipación" del hombre.
Durante la Ilustración el proceso de independencia de las ciencias humanas, su separación y distanciamiento de las demás y especialmente de la filosofía, se aceleró. La ética se desliga de la metafísica en Hobbes, Locke, Hume y Kant; la política, tratando de asemejarse a la física, lo hace de la ética; la historia, especialmente en Kant, se asimila a la ciencia de la naturaleza; y la economía, que empieza a tomar cuerpo, se construye como un saber que trata de investigar las leyes del mercado. Con cada una de ellas el hombre busca el dominio de sí mismo o del mundo.
En realidad, lo que había cambiado radicalmente era la ética: sentirse dueño de la naturaleza, tener el propio espíritu contento y satisfecho, evitar los remordimientos, lograr el placer y evitar el dolor, sentir compasión ante el dolor ajeno, gozar de la sensación de vivir, actuar por respeto al deber, o sea, a la propia razón, etc., son los fines que el pensamiento moderno asigna al ser humano y, por tanto, a todas sus actividades [3]. El método se unifica y se pone al servicio de un fin que es el propio hombre y, en concreto, su felicidad en esta vida. Esta trayectoria puede resumirse en una expresión ya usual: se abandonó el antropomorfismo y se sustituyó por el antropocentrismo. La naturaleza carece de sentido -pensar que lo tiene sería puro antropomorfismo- y el hombre es un fin en sí mismo. Hoy esto suena bien, natural, de sentido común y sin embargo, como veremos, de este modo el propio hombre se convirtió en un antropomorfismo.
La introducción anterior tiene como finalidad centrar el tema de la interdisciplinariedad y unidad en las ciencias y, más en concreto, en las ciencias humanas. En un sentido u otro, la interdisciplinariedad ha existido siempre y no puede dejar de darse: ninguna ciencia puede abarcarlo todo y ninguna puede prescindir de las aportaciones de las demás. El problema no es, pues, la independencia de cada una de ellas, sino el hilo que debe servir para engarzarlas de modo que formen un conjunto unitario.
La dispersión actual se debe, por un lado, a que los conocimientos en cada campo son tan amplios, exigen tal grado de especialización, que ningún investigador puede abarcarlos; pero por otro, y sobre todo, a que, al haberse puesto al servicio del hombre, no se sabe cuál es el fin, pues los fines humanos -cuando son determinados por la ciencia y no por la ética- son muy numerosos, independientes entre sí e incluso opuestos unos a otros. Además, al fiarlo todo a la ciencia, la misma ciencia se constituye en el fin del hombre.
En efecto, si se pone el acento en el progreso de la ciencia y de la humanidad, la persona pierde su valor absoluto y se convierte en un medio, en una cobaya con la que se puede y se debe experimentar; si lo absoluto es el futuro histórico (la sociedad sin clases, por ejemplo), el individuo no es más que un instrumento, una pieza en el tablero de juego; si el fin de la empresa es puramente económico, el obrero es un factor a incluir entre los costes de producción, etc [4].
Interdisciplinariedad no es, por tanto, poner en relación unos conocimientos con otros, y no se logra mediante congresos o reuniones científicas en las que se reúnan investigadores de diversas especialidades, ni introduciendo en los programas de estudio asignaturas de "libre configuración". Un ejemplo más, aunque encierre mucha buena voluntad y no esté desorientado del todo, es la inclusión en los planes de estudio de asignaturas sobre deontología profesional o, en medicina, de bioética. En este caso esa asignatura no intenta ni pretende unificar los estudios, sino que se añade como un complemento más o menos extrínseco que normalmente termina en una serie de "protocolos" de actuación aceptados socialmente.
Para los clásicos, la "sabiduría" era la filosofía, porque lo propio del sabio no era saber de todo sino "ordenar", jerarquizar, situarse en un punto de vista tal que no fuera un punto de vista, una perspectiva entre otras posibles, sino contemplar la realidad desde una posición absoluta [5], lo cual llevaba consigo ver -contemplar- la realidad en su unidad. Pero este planteamiento fue rechazado por la ciencia moderna como "antropomórfico", pues implicaba dotar de sentido -de finalidad- también a la naturaleza.
Hoy llamamos "sabio", en cambio, al especialista, al que sabe mucho sobre muy poco. Se ha producido aquí una inversión tal que cuando se plantea un problema humano, la solución se remite al "especialista", al científico, porque sólo él puede orientar adecuadamente.
La poca utilidad de las asignaturas de deontología, bioética, etc., se pone de manifiesto cuando, como suele ser frecuente hoy, se acepta la teoría de las dos éticas, una pública y otra privada. La privada es asunto de conciencia, subjetivo, hasta el punto de que no debe influir en la vida pública. La ética pública, en cambio, debe reducirse a cuestiones formales y procedimentales; por ejemplo, si una decisión se toma "democráticamente" es moralmente buena, pues el procedimiento para tomarla es "ético". Por eso, quien pretenda, a pesar de todo, seguir su ética privada -sus convicciones- en su vida profesional, etc, es un inmoral. Hacer compatibles las dos éticas es un problema que sólo se puede plantear en personas insolidarias, intolerantes, dogmáticas y fanáticas [6].
En lo que respecta a la vida personal se presentan los mismos problemas que en la ciencia, pero agravados, ya que ahora se trata de auténticos dramas reales, no de cuestiones teóricas. Brevemente, bastan dos ejemplos: el matrimonio y el trabajo. ¿Qué es jurídicamente el matrimonio? No se sabe. Su fin o sentido ha quedado al arbitrio del legislador. En la práctica va siendo sustituido por la "pareja" (de hecho o de derecho, heterosexual u homosexual), pero una pareja no es un matrimonio. El matrimonio es el acto por el que un hombre y una mujer constituyen una familia; en la pareja, con o sin hijos, no hay familia y el modo de organizar la vida es completamente distinto, porque un plan de pareja no es un plan familiar, la convivencia de la pareja no es la de la familia, etc. Sin embargo, se ha extendido la mentalidad de que son lo mismo, o de que una pareja con hijos es una familia.
El trabajo ha cambiado también de significado. Cuando en la Sagrada Escritura se dice que el hombre ha sido creado "para trabajar" y que "el pájaro está hecho para volar y el hombre para trabajar" [7], se hace referencia al ser mismo del hombre: el hombre es aquel ser que no pertenece a la naturaleza sino que, al trabajar, está por encima, y al hacerlo convierte la naturaleza entera en don que ofrecer, junto con su mismo ser, a Dios. En el trabajo el hombre "recapitula" la creación, la eleva, la somete y constituye con ella el don de su misma vida.
Esta visión del trabajo ha desaparecido: si el hombre debe ser como el dueño y poseedor de la naturaleza, si saber es poder, el trabajo no es más que una fuente de poder, ya sea económico, social o político. El trabajo como tal no cuenta, o cuenta poco; lo importante es lo que con él puede lograrse: el beneficio, el producto. Por eso se mide en dinero, prestigio, influencia o poder.
La vida se ha "tecnificado", la ciencia ha sustituido a la ética: para "ayudar" a las víctimas y las familias de una catástrofe natural, un atentado terrorista o un grave accidente, las autoridades cuentan con un equipo de psicólogos que, mediante determinadas técnicas psicológicas, ayudan a superar el trauma. En los conflictos familiares, escolares, etc., se ha creado la figura del "mediador", especialista también en técnicas que hacen posible, si no el diálogo, al menos evitar el enfrentamiento.
En temas como el aborto, la eugenesia, la eutanasia, etc., el problema moral, si es que se plantea, se consulta al médico, porque lo inmoral, técnicamente, no es abortar sino traer al mundo a una criatura con deficiencias físicas o psíquicas; ni ayudar a dar sentido al dolor, sino suprimirlo eliminando incluso a quien sufre. El mundo empresarial aplica los mismos criterios: el mal, el único verdadero mal, es el fracaso profesional y económico. En política la razón de Estado se ha transformado en la razón del Partido o de la ideología. En la justicia y la abogacía basta señalar, porque es un hecho suficientemente conocido, que en pocos sitios se miente más que ante los tribunales. La prensa, por su parte, no trata de reflejar la verdad o la opinión pública, sino de formarla y crearla.
No puede pensarse, sería una simplificación, que no hay un fondo de buena voluntad, un deseo de bien, en estos intentos de resolver los problemas personales y sociales. Pocas veces ha habido una conciencia mayor de los problemas que aquejan al hombre: soledad, depresión, rupturas familiares, conflictos laborales, paro, pobreza, discriminación social, racismo, intolerancia, hambre, injusticias, marginación, subdesarrollo, etc. Lo mismo ocurre en la práctica profesional: preocupan los problemas laborales, las condiciones de trabajo, el desempleo, la explotación laboral; y en medicina, la sanidad a nivel personal, nacional y mundial, la calidad de vida, los cuidados paliativos, etc.
Pero cuando la ciencia sustituye a la ética, el hombre y la sociedad acaban en la esquizofrenia; tenemos tantas personalidades como roles desempeñamos en la vida: padre o madre, hijo, alumno o profesor, trabajador o directivo, enfermo o sano, actor o espectador. Y así, se puede ser un buen padre y un mal profesional, un mal alumno y un buen líder estudiantil, un buen médico y un maltratador, un marido honrado y un tramposo en los negocios.
La interdisciplinariedad, la relación y subordinación de las diversas ciencias, no es sólo un problema académico. Es más bien un problema humano que afecta a la vida personal y social, pues remite a la necesidad de tener "criterio". Hablar hoy de "sabios" en el sentido clásico del término suena mal. Se insiste en que el mundo actual ha alcanzado una complejidad que es inabarcable, se renuncia a los "metarrelatos", se defiende el perspectivismo, el pensamiento débil, el subjetivismo y el relativismo y, en definitiva, un "sano" escepticismo.
II. La secularización del pensamiento
La modernidad ha sido definida como un movimiento de progresiva secularización del pensamiento y con él de todos los ámbitos de la vida, incluida la ética [8]. No sólo rechaza lo sobrenatural que, por superar el alcance de la razón, se sitúa a otro nivel; el rechazo alcanza también a la metafísica y a la capacidad de la razón para trascenderse y elevarse hacia Dios. Dicho de un modo más preciso, la crisis del pensamiento moderno es, de un modo nunca antes planteado, un problema antropológico. El siguiente texto nos resume la situación del hombre al comienzo de la Edad Moderna: "Descartes se halla, por vez primera en la historia del pensamiento humano, en la trágica y paradójica situación, no solamente de encontrarse segregado del universo -eso lo realiza ya el Cristianismo al comienzo de nuestra Era-, sino segregado también de Dios Solo, pues, sin mundo y sin Dios, el espíritu humano comienza a sentirse inseguro en el universo. Y lo que Descartes pide a la Filosofía, al principio del filosofar, es justamente eso: volver a encontrar un punto de apoyo, una seguridad... El último reducto seguro es aquél en que aún subsiste la necesidad racional. De esta manera llega el yo, el sujeto humano, a ser centro de la Filosofía" [9].
Situado fuera de la máquina del mundo e incapaz de elevarse sobre sí mismo, ¿cómo entenderse a sí mismo?, ¿cómo saber qué sentido tiene su vida y, por tanto, todo lo que hace y es capaz de hacer? Las respuestas fueron múltiples: "un aspecto de la visión moderna del hombre consiste en el general intento de saber a qué atenerse respecto del hombre mismo. Este intento recae... en averiguar la fuerza albergada en el hombre; uno quiere saber respecto de sí mismo con miras al resultado, a lo asequible, a lo factible. Al plantear el problema de sí mismo en estos términos, la pregunta se concreta en el tipo de dinámica psíquica que el hombre posee. ¿Cuál es el impulso, la dotación tendencial eficaz que hay en el hombre? y, en consecuencia, ¿cuáles son los objetivos a que el hombre puede aspirar?". Como era previsible, "las variadas opiniones acerca de este punto trocean al hombre" [10].
Ya hemos enumerado algunas respuestas. Las más elementales se centran en la búsqueda del placer, la seguridad, la libertad entendida como espontaneidad y autonomía, la propiedad e incluso el moralismo. Organizar la economía, la política, el trabajo, las relaciones sociales, el matrimonio y la familia, la educación, etc., con vistas a uno de estos fines lleva necesariamente a desplazar los otros, a subordinarlos e instrumentalizarlos. El marxismo, por ejemplo, entiende al hombre como trabajador cuyo producto es él mismo; por eso califica de alienaciones las actividades sociales promovidas por los ciudadanos, la actividad política y legislativa, la filosofía y la religión. Según Locke el hombre es un ser consciente, propietario de su vida y de todo lo que pueda lograr con su actividad; y la vida social, laboral y política debe organizarse de modo que quede garantizada la propiedad. En Rousseau cada individuo ha de alienarse completamente en el Estado; de este modo, la "voluntad general", más que imponerse a la de los ciudadanos, es la más perfecta expresión de sus deseos; de ahí que quien se resista y no la acepte deba ser "obligado a ser libre" [11], pues, al oponerse a ella se contradice a sí mismo, no sabe lo que quiere. El caso de Kant es semejante, aunque revista aparentemente un ropaje más digno. Actuar como hombre es, para este autor, respetar a la humanidad en uno mismo, lo cual se logra cumpliendo el imperativo categórico. La universalidad no se obtiene ahora alienándose sino al revés, siendo plenamente autónomo. Pero el moralismo kantiano desemboca necesariamente en lo contrario de lo que pretende pues "el agente debiera preguntarse, según Kant, si puede desear que las máximas de su acción sean máximas de una legislación universal. El resultado de su reflexión ( ) depende de en qué medida quede recogida la peculiar situación del agente en la formulación de la máxima. Abstraer de toda circunstancia significaría no hablar ya más de acciones determinadas y renunciar a toda operacionalización del principio de la benevolencia. El resultado sería una ética de situación puramente nominalista. Al mismo resultado conduciría, no obstante, la estrategia contraria de incluir una descripción tan exacta que sólo se adaptase a un único caso, de forma que la universalización se quedara en algo puramente personal" [12]. La ética de situación es, en la práctica, la arbitrariedad, la ética privada a la que nos referimos antes.
¿Qué ocurre cuando cada una de estas antropologías pretende erigirse en la única, la verdadera, la dominante? Pues que "el politicismo exacerbado conduce al totalitarismo y entra en conflicto con el economicismo. El racionalismo queda comprometido por las aplicaciones prácticas que han de ser llevadas adelante por los agentes económicos, y se transforma en tecnología o ciencia aplicada, o queda cohibida al insertarse en una interpretación totalitaria de la política. Por su parte, el moralismo en su relación con la técnica y la economía se transforma en consecuencialismo, y puesto en conexión con la política es maquiavelismo" [13].
En la práctica, "la mezcla del Estado -el Poder- con la economía -el dinero- y los medios de comunicación -la influencia persuasiva- da lugar a un tráfico desastroso, que puede describirse así: yo te doy influencias si tú me das dinero; yo te doy poder si tú me das dinero; y yo te doy dinero si tú me das poder, etc: esto no es un criterio organizativo unitario ni nada que se le parezca, sino la ocasión de la corruptela generalizada, con la que aumentan la segmentación, los efectos perversos y la anomia" [14].
¿No es posible, entonces, llegar a conocer quién es realmente el hombre, cuál es el dinamismo que debe prevalecer sobre los demás, qué interés, en terminología kantiana, es el más propiamente humano? ¿No puede determinarse "científicamente" el sentido de la vida? Es significativa, a este respecto, la doctrina de Habermas. Un "consenso exento de dominio" lograría construir una ética y unas leyes civiles válidas y aceptables para todos. Es la ya mencionada "ética pública" que, al mismo tiempo, podría coincidir con la ética privada.
Sin entrar en los detalles de la teoría de Habermas y sin hacer una crítica más profunda, lo mejor que puede decirse de ella es que acierta en un punto importante: en los asuntos humanos, tanto personales como sociales, la última instancia de apelación es el propio hombre. Un tribunal de justicia está formado por personas concretas con nombres y apellidos; los directivos de una empresa, el ministro de economía, los miembros del parlamento, el presidente de gobierno, etc, no son entelequias, y tienen que decidir sobre asuntos que afectan a muchos o a todos. Incluso uno mismo ha de habérselas con su conciencia, a la que debe seguir -salvo casos excepcionales- si no quiere obrar mal. Pero el bien y el mal moral no pueden decidirse por votación, pues la ley moral, como toda ley por otra parte, es una "ordenación de la razón" [15], no de la voluntad o de la suma de voluntades.
Lo propio del sabio es ordenar, poner orden; ésta es la doctrina clásica. Pero el orden requiere, por un lado, inteligencia, y, por otro, un criterio. El orden se define como la disposición de los medios con vistas a un fin. Como el fin sólo puede conocerlo la razón, la prudencia, que es la virtud que ordena los medios, es siempre la recta razón, la razón rectificada en atención a las circunstancias. Razón, prudencia y conocimiento del fin son las condiciones necesarias para que pueda hablarse de sabiduría. ¿Por qué el pensamiento moderno ha perdido el norte?, ¿por qué niega incluso la posibilidad de que los hombres lleguen a ponerse de acuerdo salvo mediante actos voluntarios, pactos, acuerdos o consensos, dejando que cada uno juzgue, razone, piense, como quiera? ¿Por qué rechaza la afirmación de Sócrates de que "el bien, cuando se manifiesta, es común a todos" [16]?
El hombre no es un absoluto; su valor es relativo, salvo que se admita que la vida humana tiene sentido trascendente y que el hombre, por tanto, es "imagen" de Dios; de ahí que "el ateísmo de hoy ( ) está vinculado a la desintegración del ser humano" [17].
Orientarse en el pensamiento exige un punto de referencia absoluto. Si la razón no pudiera ir más allá de sí misma, el "sistema" sería, como ha afirmado muchas veces la filosofía moderna, el ideal de la propia razón: explicarse a sí misma, ser coherente consigo. Pero esto lleva al irracionalismo: "la Ilustración postula la emancipación de la razón en los términos de un total disponer de ella. Pero se trata de un postulado ilusorio, que sólo se sostiene mientras dicha totalidad dispositiva no se logra, o precisamente porque no se logra. Esta imposibilidad es lo que impide la completa demenciación del ilustrado. Para comprenderlo basta señalar que, si se lograra la total disposición de la razón se produciría la coincidencia de la razón con un postulado" [18].
El sistema "supone" que la razón es autosuficiente porque puede lograr por sí misma una explicación razonable de todo, porque todos los conocimientos forman un entramado coherente y completo; no cae en la cuenta de que si fuera así, la razón no habría salido de sí misma y todos sus "conocimientos", gracias a los que ella misma se justifica, serían condicionales, dependientes de la hipótesis inicial. Ningún edificio puede sostenerse a sí mismo sin un punto de apoyo externo; incluso un castillo de naipes requiere una mesa sobre la que elevarse. Kant, sin embargo, afirma expresamente lo contrario [19].
Sin duda, ha sido la secularización del pensamiento, la negación de su capacidad para conocer a Dios, lo que ha motivado la desintegración del saber, la carencia de un criterio de valor absoluto capaz de unificar el conocimiento y la vida.
III. Del antropocentrismo al antropomorfismo
Orientarse en el pensamiento, ordenar, es lo propio del sabio. No bastan la especialización ni la erudición. Tampoco es suficiente un "interés" racional que jerarquice las ciencias, por noble que parezca o por más que logre el consenso de muchos o de todos. En la vida personal, como en la social y en el terreno científico, hace falta un norte fijo, inconmovible, absoluto. Pero no se trata de decidirlo o determinarlo, sino de aceptarlo, porque la aceptación, el respeto y el reconocimiento de la realidad son el primer acto libre, y este acto es, sin solución de continuidad, obra de la razón y de la voluntad de la persona que, de este modo, acepta su propio ser, su apertura originaria a la realidad y, en definitiva, a la trascendencia.
Decía Heidegger que el hombre es aquel ser al que en su ser le va su ser [20]. Efectivamente. El hombre no es el ser al que en el "conocimiento" de su ser le va su ser; esto último es importante, pero no es suficiente. Que en su ser le va su ser quiere decir que ha de aceptarse: aceptar su origen y su destino, y asumirlo y vivirlo. Pero para ello es necesario valorarse como portador de una dignidad -un valor absoluto- que no puede manipular. Un caso ejemplar, en este punto, es el de la ingeniería genética: "para autorizar la referida manipulación se invoca que el hombre, tal como hoy existe, es el resultado de la historia de la evolución natural, y que la actividad humana planificada no es a fin de cuentas una causa de inferior calidad que las mutaciones ciegas debidas a radiaciones cósmicas. ¿Por qué ha de ser peor el homme de lhomme que el homme de la nature? (...). Mejorar, ¿para qué? Para fines humanos, pero los fines humanos derivan de la naturaleza humana, por muy contingente que ésta pueda ser Pues con la reconstrucción modificaríamos también los fines" [21]. Considerar el cuerpo humano al margen de la persona, como se hace a veces en la investigación médica, es inhumano; y lo mismo debe decirse de la empresa que ve en el trabajador sólo la "fuerza de trabajo", así como de los políticos demagogos para quienes los ciudadanos no son más que seres egoístas, hedonistas y avaros, y no personas que deben buscar el bien común.
El problema de la antropología moderna consiste en que el hombre, al considerarse un fin en sí y para sí, quiere "disponer" de sí mismo, someter su propio ser, empezando por su organismo, a "experimentos", rehacerse a su gusto. Y para ello cuenta con un medio aparentemente infalible: la ciencia, el conocimiento científico. Sin embargo, no hacen falta muchos argumentos para darse cuenta de que "el poder principal de la civilización moderna es un tipo de ciencia, el cartesiano. Característica de esta ciencia es la reducción de los objetos a su objetividad, la exclusión de todo parecido de la res extensa con la res cogitans, la prohibición del antropomorfismo a favor de un antropocentrismo radical. Con ello se ha elevado el dominio del hombre sobre la naturaleza. La idea de que esto significa una liberación para el hombre presupone en cualquier caso que el hombre no pertenece a la naturaleza. Pero entre tanto la objetivación científica ha reducido al hombre a un ser natural. Y de este modo ha incumplido la prohibición del antropomorfismo. El hombre mismo se ha convertido en un antropomorfismo" [22].
Las llamadas "ciencias humanas" son en realidad "ciencias positivas": antropología biológica, psicología, sociología, economía, ciencias políticas, medicina, psiquiatría, derecho (el positivismo jurídico es un caso ejemplar) ¿Qué es el hombre desde el punto de vista de la ciencia? Un mero "objeto" carente de subjetividad, un ser más de la naturaleza, un animal más o menos evolucionado. Además, si el científico se aplicara a sí mismo su interpretación científica del hombre, sus conclusiones se anularían por completo: dejarían de ser científicas y pasarían a la consideración de meros mecanismos biológicos, sociológicos, económicos, etc, inconscientes, obtenidos para sobrevivir, para adaptarse al medio, para responder a estímulos exteriores, etc. El cientificismo devora al hombre, el hombre se devora a sí mismo.
Un caso único para comprobar la magnitud de este proceso es la Declaración Universal de Derechos Humanos. Después de la II Guerra Mundial, del holocausto y del nazismo, se vio la necesidad de poner límites al poder del Estado, tuviera la forma que tuviera. Por eso, los Derechos Humanos, según su Preámbulo, no emanan del poder político sino que, por el contrario, han de ser reconocidos, amparados y garantizados por los Estados. En cierto modo, la Declaración es contradictoria: una declaración "positiva" de derechos que deben situarse por encima del derecho positivo, un intento de sustituir el derecho natural por unos principios racionales. Al redactarla hubo diversas propuestas acerca de su "fundamento" (derecho natural, positivismo jurídico, etc.), pero, ante la falta de acuerdo, se optó por omitir toda referencia a un posible fundamento. Es decir, para la Declaración el hombre posee dignidad, pero no sabe por qué o, en el mejor de los casos, porque así lo establece la propia Declaración.
Desde que se firmó hasta hoy, la Declaración ha dado un vuelco radical: los Estados, que deberían aceptarla sin "interpretarla", ya que quedaba fuera de su competencia, la han reescrito, conceden graciosamente a los ciudadanos los derechos contenidos en ella, los amplían o restringen según su ideología, y, lo que es peor, hacen el papel de "fundamento". El positivismo jurídico elevado al cuadrado permite esta simplificación.
La visión científica del mundo ha traído consigo otra consecuencia. Hoy le llamamos "laicismo"; anteriormente adoptó términos tales como deísmo, religión natural, religión de la Humanidad, alienación religiosa, mentira contra el hombre, ateísmo y agnosticismo. Ha sido una batalla continua contra lo trascendente, con descalificativos como fanatismo, oscurantismo, dogmatismo, intolerancia, falta de ilustración, primitivismo, etc. En una cultura que se dice abierta, tolerante, relativista, solidaria y plural, la actitud ante la religión es, en ocasiones, de "tolerancia cero". La religión es el gran enemigo de la cultura moderna, del humanismo, de la libertad. La Iglesia, por eso, es presentada como la principal enemiga de los Derechos Humanos: de los llamados "derechos reproductivos", el aborto, la eutanasia, la fecundación artificial, el progreso de la ciencia; la culpable de la extensión del hambre y del SIDA, pues rechaza los métodos anticonceptivos y "preventivos", etc. ¿Por qué tanta intolerancia y dogmatismo contra la religión?
La religión, y en concreto la Iglesia Católica, es el último reducto de un sentido trascendente de la vida. Y los ataques a la Iglesia están perfectamente "justificados", pues una religión no es sólo un culto o unos principios morales más o menos filantrópicos; el sentido trascendente de la vida lo abarca todo: el modo de concebir y valorar la vida, el embarazo y la gestación, la educación, la familia, la enfermedad, la vejez, el trabajo, el dinero, el comercio, el descanso, el deporte , y, por supuesto, la muerte. El ataque está "justificado" porque su desaparición implica la "inversión" de todos los valores. Voltaire, en el siglo XVIII, se proponía écrasez linfame, referido a la Iglesia Católica; no ha cambiado mucho la mentalidad desde entonces.
El laicismo es, en realidad, una antropología, el proyecto -tan viejo como la humanidad- de hacer del hombre el ser supremo. Pero ya desde muy antiguo -en Platón, por ejemplo- se advirtió que en el hombre hay diversas tendencias, a veces opuestas entre sí, y que la armonía entre ellas no se da de modo natural y espontáneo. De ahí que dicho proyecto tenga que fracasar necesariamente, pues, al mismo tiempo, todas esas tendencias tienen sentido para la vida humana. ¿Cómo jerarquizarlas si el fin, el sentido de la vida, no tiene valor absoluto, si no hace referencia a algo o alguien que lo trasciende?, ¿cómo valorar cada una de ellas si el valor -el precio- depende del "mercado"? Hoy se sabe que la demanda puede provocarse "artificialmente", del mismo modo que se imponen las modas y las "necesidades".
Hay que suponer, en principio, que un científico busca la verdad; pero la verdad, a su vez, no puede depender del mercado, las modas o las necesidades artificiales. "La verdad no tiene sustituto útil" [23], y, sin embargo, no puede dejar de coincidir con la utilidad cuando deriva de un "interés", el cual, por ser previo al conocimiento, ha de ser necesariamente irracional. En el pensamiento moderno se han propuesto diversas teorías sobre el "verdadero" interés del hombre. Para Descartes es el dominio de la naturaleza y la tranquilidad de ánimo; Locke apuesta por la propiedad y el placer; Rousseau propone la armonía interior que se logra dejándose llevar por los impulsos y los sentimientos más espontáneos; Kant cree que el interés supremo es ético: la conciencia de cumplir siempre el deber, a la que acompañará el sentimiento de respeto por la humanidad en uno mismo; Nietzsche habla, en cambio, de la voluntad de poder; y Marx, por no alargar la enumeración, hace de la propia pretensión el móvil del hombre y de la historia.
¿Puede lograrse una cierta armonía o unidad en cada persona, cuando necesariamente ha de desempeñar distintos roles cada día -padre, trabajador, subordinado de unos pero superior de otros, amigo, esposo, miembro de un partido político, etc-, si en cada uno de esos papeles es distinto el "interés" que le mueve y no tiene un criterio para ordenarlos y jerarquizarlos? Y en un plano más general, ¿pueden las diversas ciencias pretender siquiera la interdisciplinariedad cuando no tienen en común el objeto ni el fin, cuando, al mismo tiempo, cada científico trabaja por un interés particular que no comparte con muchos otros que trabajan e investigan en su misma área de conocimientos?
IV. Lo relativo y lo absoluto en antropología
La antropología pagana situaba al hombre en la naturaleza, formando parte de ella, ya fuera como prisionero (Platón), como el ser más perfecto del mundo sublunar (Aristóteles) o como actor en la escena del mundo (estoicismo). Con el cristianismo surge la noción de persona, que le sitúa al mismo tiempo en la naturaleza y sobre la naturaleza: es un ser de la Creación llamado a un destino trascendente. Es natural, por tanto, que la antropología, en todos estos casos, figurara como una "filosofía segunda", incluida en la psicología o estudio de los seres vivos. Pero desde el comienzo de la Edad Moderna, y más concretamente desde la Ilustración, esta visión del hombre ha entrado en crisis.
La ciencia ha hecho posible, hasta cierto punto, el dominio de la naturaleza, la emancipación de las condiciones naturales de la existencia humana. El hombre no es ya, por eso mismo, un ser más de la naturaleza, pero tampoco un ser con un destino trascendente. La distinción entre res cogitans y res extensa, percepción y apercepción, mundo fenoménico y nouménico, conciencia y autoconciencia, heteronomía y autonomía, etc., son intentos de sacar al hombre del mundo, de situarlo por encima y de ubicarlo en el mundo de los espíritus o el reino de los fines, en expresión de Kant. Se ha producido, por tanto, un vuelco, una inversión del planteamiento clásico: no es el hombre quien depende de la naturaleza sino la naturaleza la que está a disposición del hombre.
¿Es preciso elegir entre ambas concepciones? ¿Nos encontramos ante un dilema sin solución porque ambas se presentan como falsas o verdaderas al mismo tiempo? Kant lo planteó así en sus conocidas antinomias. Si la solución estuviera en una opción voluntaria, se incurriría en un error aún mayor, en un irracionalismo o elección ciega o, lo que no mejora la situación, en un utilitarismo que atendería sólo a las consecuencias que se siguen de cada uno de estos planteamientos.
Hay, con todo, un punto en el que ambas antropologías coinciden y que, sin embargo, ha quedado en penumbra tanto en una como en otra. En el pensamiento clásico la dignidad humana -la espiritualidad del alma, por ejemplo- se manifestaba a través de los actos humanos: si el acto de la inteligencia no requiere órgano corporal, la facultad tampoco y, en consecuencia, el alma tiene que ser espiritual e inmortal [24]. Pero el alma pertenece a la esencia, no al ser [25]. El razonamiento cartesiano, por ejemplo, siendo distinto e incluso incompatible con el clásico, tiene una cierta semejanza: del cogito, ergo sum concluye Descartes que el alma es más fácil de conocer que el cuerpo y que, incluso aunque éste no existiera, no por eso dejaría de pensar y, por tanto, de ser [26]. El Yo trascendental kantiano, la conciencia hegeliana, o el ser-para-la-muerte de Heidegger, manifiestan el propósito de liberar al hombre de las condiciones naturales de su existencia y situarlo por encima de sus propios actos.
Pero apenas se ha investigado qué es propiamente el "ser" humano, él mismo abierto a la trascendencia; se sabe que está más allá de sus actos, que es transoperativo porque no se identifica con ninguno de ellos, aunque se manifieste en ellos; se advierte también que no "aparece" ante el conocimiento objetivo, es decir, que es transobjetivo [27], porque al "objetivarlo" la ciencia pierde la subjetividad y la consideración del hombre como hombre sería un antropomorfismo; pero siempre ha quedado en la penumbra su verdadera realidad.
Tampoco el pensamiento moderno ha sido capaz de adentrarse en el ser del hombre. La sustancia cartesiana se conoce por sus atributos; Kant habla del sujeto trascendental, una "x", una incógnita que no es posible despejar. Tampoco ahora es preciso hacer un recorrido histórico. Lo decisivo es que, en ambos casos, la antropología no puede darse por cerrada. El planteamiento moderno ha puesto de manifiesto algunas limitaciones del clásico: la inteligencia es libre, la libertad no es una mera propiedad de determinados actos voluntarios, el trabajo no es una "necesidad" sino la actividad más propiamente humana, etc. A cambio, ha cerrado el camino para llegar al fondo del ser humano y, por consiguiente, para lo trascendente. Sin Dios y sin ley natural, el hombre ha quedado sometido a sus dinamismos interiores: sin saber y sin criterio para llegar a saber cuál de ellos ha de primar sobre los demás. Hasta tal punto que la misma idea de "progreso", tan presente hoy como en el siglo XVIII, contradice, como se ha dicho, a la idea, igualmente actual, de la dignidad de la persona, pues cada generación y cada individuo no serían más que un escalón, un medio, hacia un hombre mejor y, por tanto, más digno.
¿Quién es el hombre?, ¿cuál es su "ser"? Ésta es la cuestión que nuestro tiempo tiene que plantearse de un modo nuevo. Las definiciones clásicas y modernas, tales como animal racional, sustancia pensante, autoconciencia, ser autónomo, voluntad de poder, materia que se autotransforma, ser para la muerte, pasión inútil, y otras muchas, se quedan en los actos o, como mucho, en las facultades humanas. Hoy, cuando se ha tomado conciencia de que es preciso trascender los dinamismos humanos, hay que adentrarse en lo transoperativo y lo transobjetivo.
No es una desgracia haber llegado a esta situación; la desgracia ha sido el modo en que se ha llegado a ella. Pero advertir que ningún acto humano agota o expresa plenamente su ser, que el ser no es la dotación de potencias y facultades con las que se ejercen los actos, abre un nuevo horizonte inexplorado. Por lo pronto lleva a pensar que dichos actos -todos- tienen un valor simbólico en cuanto que manifiestan a la persona. Conocer, trabajar y adquirir virtudes, o sea, personalizar la propia naturaleza, no son un fin en sí.
El símbolo remite a un significado y a un interlocutor. La unidad de la vida, de la ciencia, de los roles sociales y familiares, de toda la actividad humana en definitiva, tiene que buscarse más allá de los actos y los productos, en un autotrascendimiento, usando la expresión de san Agustín, que impida de raíz la soledad, el egoísmo, la falta de significado, el aislamiento. Dar sentido a todo es posible si la persona, dentro de sus limitaciones, ha de referirse a otro, que es a quien se dirige el mensaje.
La filosofía moderna, al hacer del hombre un fin en sí y para sí, ha hecho numerosas propuestas sobre el sentido de la vida y, con frecuencia, ha concluido que cada uno ha de decidirlo por sí mismo. La metafísica del artista -hacerse a sí mismo- afirma, en definitiva, que la vida es la expresión de sí misma, pura tautología sin más espectador ni más crítico que uno mismo. Ha consagrado el monólogo.
La unidad de la vida humana no deriva ni de la inmanencia de las operaciones vitales ni del dominio de la naturaleza, sino de la integración o recapitulación de todo ello en el sentido que la persona ha de darse a sí misma para autotrascenderse hacia un destinatario que lo descifre y valore. Entre "regalarse a sí mismo", como reclaman algunos anuncios comerciales, y regalar dones hay mucha diferencia. Aceptarse y transformarse en don es un salto cualitativo que da sentido al esfuerzo y al sacrificio.
Sabiduría es saborear, valorar, gozar y disfrutar. Sabiduría es ordenar, tener criterio, colocar cada cosa en su sitio, darle el sentido y el uso que le corresponde. Pero, sobre todo, es ordenarse uno mismo, situarse en su lugar, autotrascenderse. La interdisciplinariedad no puede consistir sólo en el intercambio de conocimientos. Si el rompecabezas no tiene sentido, no se sabrá dónde colocar cada pieza; a lo más se construirá un caleidoscopio, un juguete que, en pocos minutos, se vuelve aburrido e incluso falto de originalidad. Poner la ciencia y la técnica al servicio del hombre no es otra cosa que asumir el primado de la ética.
El conectivo que une al hombre con el mundo, con los demás y con Dios es la ética. Si la ética se convierte también en un juego, el desorden, la entropía, aumenta continuamente. Pero el hombre, por ser libre, siempre puede rectificar. Para ello ha de conocerse, reconocerse y aceptarse; éste es, como se ha dicho, el primer acto libre. De él depende, por tanto, el futuro.
¿Es posible ponerse de acuerdo en antropología y, por tanto, en ética? La distinción entre ética privada y pública, ética mínima, ética laica, etc., es el resultado de planteamientos parciales o "interesados". Cabe, desde luego, "volver" a la filosofía, sustituida por las ideologías. La vuelta, si lo es verdaderamente, cerrará el hiato abierto por el pensamiento moderno en la philosophia perennis. Si se lograra este retorno, sería posible el diálogo, el acuerdo y el progreso, porque dispondríamos de un "criterio" para ordenar la propia vida y la ciencia. Pero para ello hay que remontarse hasta la persona, al ser del hombre abierto a la trascendencia, porque sólo ella puede dar sentido a sus conocimientos, sus actos y su vida.
Bibliografía
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Notas
[1] Bacon, F. [1857-1874 (1963)], p. 611.
[2] Descartes, R. (1997), 6ª parte, p. 93.
[3] Así, respectivamente, en Descartes, Locke, Hume, Rousseau y Kant.
[4] "En Kant se da tal contradicción: el progreso infinito es la ley de la especie humana y, al mismo tiempo, la dignidad del hombre exige que él (cada uno de nosotros) sea visto en su particularidad y, como tal, como reflejo de la humanidad en general; pero sin comparación alguna y con independencia del tiempo. En otras palabras, la misma idea del progreso -si designa algo más que un cambio de circunstancias y una mejora del mundo- contradice la noción kantiana de la dignidad del hombre. Es contrario a la dignidad humana creer en el progreso". Arendt, H. (2003), p. 142.
[5] Aristóteles (1994), I, 2, 982a 18.
[6] Incluso la objeción de conciencia se enfrenta siempre a la dificultad de que no es fácil precisar qué temas pueden ser objeto de ella. En principio, el legislador piensa que la ley ha de ser aceptada y cumplida por todos los ciudadanos.
[7] Génesis, 2, 15 y Job, 5,7, respectivamente.
[8] Es la tesis de Max Weber.
[9] Zubiri, X. (1974), p. 230.
[10] Polo, L. (1993), pp. 101-102.
[11] Rousseau, J.J. (1996), I, 7.
[12] Spaemann, R. (1991), p. 201.
[13] Polo, L. (1996b), p. 142.
[14] Polo, L. (1996b), pp. 157-158.
[15] Santo Tomás (1951), I-II, q. 90, a.1.
[16] Platón (1998), 505 e.
[17] Polo, L. (1995), p. 181.
[18] Polo, L. (1996a), p. 192.
[19] Kant, I. (2000), prólogo, Ak. V, 8: "Desde luego, dicho sistema [de la razón pura práctica], se sostiene por sí solo".
[20] Heidegger, M. (2003), I, § 4.
[21] Spaemann, R. (1991), p. 251.
[22] Spaemann, R. (1989), pp. 117-118.
[23] Polo, L. (1987), p. 278.
[24] Santo Tomás (1999), a. 14.
[25] Santo Tomás (1999), a. 1.
[26] Descartes, R. (1997), 4ª parte, p 68.
[27] Polo, L. (2003), p. 23.
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