Una mirada teológica al sacerdocio de Jesucristo
Francisco Lucas Mateo-Seco
Cfr Ocáriz, Mateo-Seco, Riestra, El misterio de Jesucristo, 2ª ed. Eunsa 1993, pp. 256-270
Sumario
0. Presentación del tema e Introducción.- 1. El Mesías, sacerdote y rey.- 2. La noción de sacerdote. Sacerdote según el orden de Melquisedec.- 3. Sacerdote y víctima.- Unicidad y eternidad del sacerdocio de Cristo.- 5. Cristo, sacerdote en su humanidad. El constitutivo esencial de su sacerdocio.
0. Presentación del tema
En la Carta a los Hebreos, Cristo es presentado como el Gran Sacerdote de la Nueva Alianza. Más aún, es sobre.todo en su cualidad de sacerdote, como Jesús aparece sentado a la diestra del Padre: El punto principal de todo lo dicho es que tenemos un Pontífice que está sentado a la diestra del trono de la Majestad de los cielos (Hebr 8,1) [110]. Se trata, pues, de un reinado sacerdotal y de un sacerdocio regio.
Jesús nunca se llamó a sí mismo sacerdote; los evangelistas tampoco le dan ese título. El sacerdocio de Cristo, en cambio, es el tema central de la Carta a los Hebreos. Sin embargo, el sacerdocio de Cristo no puede considerarse un tema tratado aquí por primera vez; Hebreos recoge y sintetiza una ya larga tradición escriturística que se encuentra presente tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, ya la que se remiten expresamente ya los primeros Padres de la Iglesia. Así, por ejemplo, S. Clemente Romano habla de Cristo como «Pontífice de nuestras oblaciones» [111], Policarpo de Esmirna le llama «sempiterno Pontífice» [112], Y San Ignacio de Antioquía le llama «Sumo Sacerdote» [113].
1. El Mesías, sacerdote y rey
El Salmo 110 ya había descrito al Mesías como rey-sacerdote: Oráculo de Yahvé a mi Señor: Siéntate a mi diestra en tanto que pongo a tus enemigos por escabel de tus pies (...). Ha jurado Yahvé y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (vv. 1 y 4).
En el Nuevo Testamento se cita con frecuencia este Salmo, entendiéndolo como profecía mesiánica. Cfr Mc 12,36; Mt 22,44; Lc 20,42; Act 2,34-35; Rom 8,34; 1Cor 15,27-28; Ef 1,20-22; Hebr 5,6.10; 6,20; 7,1-10. Así pues, Hebreos no sólo remite al Salmo 110 subrayando su doctrina sobre el sacerdocio del Mesías, sino que recoge una ya larga tradición neotestamentaria de citas de este Salmo.
Junto al Salmo 110, con su clara profecía en torno a la naturaleza sacerdotal del Mesías, es necesario tener presente la clara afirmación en el Antiguo Testamento de que el Mesías salvaría a su pueblo mediante sus sufrimientos. En este aspecto, se destacan sobre todas las otras profecías los poemas del Siervo de Yahvé (1s 42,1-7; 49,1-9; 50,4-11; 52,12-53), que ejercieron fuerte influencia en la descripción que el Nuevo Testamento hace del mesianismo de Jesús (cfr p.e., Mc 1,11; 10,45; Lc 22,37; 24,25-26; Act 3,13-18; 8,26-36; 1 Cor 15,3; 2 Cor 5,21; Fil 2,7; Hebr 9,28).
La salvación del pueblo mediante los sufrimientos del Mesías incluye la afirmación de que su muerte es redentora en el sentido preciso de que es un sacrificio. Baste recordar las palabras de Jesús en la Ultima Cena, presentando su muerte como el sacrificio de la Nueva Alianza, ofrecido por El mismo para la remisión de los pecados (cfr Mc 14,24; Mt 26,28; Lc 22,20; 1 Cor 11,24-25). El hecho de que la muerte de Cristo haya sido entendida por El mismo como sacrificio, implica la afirmación de que es sacerdote. En efecto, ofrecer el sacrificio es el acto propio del sacerdocio. Así pues, la afirmación del sacerdocio del Mesías no sólo se encuentra en aquellos lugares en que se le llama sacerdote, sino que se encuentra también, aunque en forma implícita, en aquellas otras afirmaciones de que se entregaría voluntariamente por los hombres ofreciendo su vida por el pecado (ls 54,10), contenidas tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
El autor de la Carta a los Hebreos no sólo hará del sacerdocio de Nuestro Señor el tema central de su mensaje, sino que presentará toda la obra mesiánica de Cristo como una «mediación sacerdotal», designándole como «Gran Sacerdote de la Nueva Alianza» [114]. El mismo Señor había hablado en la Ultima Cena de su sangre derramada como sangre de la alianza (Mc 14, 24). El trasfondo argumentativo de la Carta puede resumirse así: la alianza implica un sacrificio y, por tanto, un mediador con funciones sacerdotales. Al hablar, pues, de nueva alianza -es el pensamiento subyacente a Hebreos-, es necesario hablar también de nuevo sacerdocio.
La misma naturaleza de la alianza —llamada Nueva en referencia a la Antigua— pedía tratar detenidamente en qué sentido Jesucristo continuaba y en qué sentido superaba a la Antigua. Ahora bien, Jesucristo había cumplido en Sí, superándolo, el profetismo anunciado del Mesías; también había cumplido en Sí, superándolo, el carácter regio preanunciado del Mesías (cfr Act 3,20-23; 2,36). Era lógico, pues, preguntarse si el sacerdocio del Antiguo Testamento no habría encontrado a su vez su cumplimiento eminente en Cristo.
Si la muerte de Cristo fue un sacrificio que superó los sacrificios antiguos, y si estaba profetizado que el Mesías sería sacerdote y rey, su sacerdocio tiene que superar el sacerdocio levítico en forma parecida a como su sacrificio supera a los sacrificios antiguos. El hecho de que se hable en el Antiguo Testamento del sacerdocio de Melquisedec, muestra que el sacerdocio levítico no era el único sacerdocio, y así, aunque Jesús no sea de la tribu de Leví, debe decirse de El —como hace el Salmo 110— que es sacerdote; más aún que su sacerdocio es único y supera todo otro sacerdocio, como su sacrificio es único y supera todo otro sacrificio. El es sacerdote según el orden de Melquisedec, con un sacerdocio eterno.
2. La noción de sacerdote. Sacerdote según el orden de Melquisedec
Dos veces propone la Carta a los Hebreos expresamente un concepto de sacerdote, y las dos veces lo presenta relacionado con el sacrificio (Hebr 5,1-2 y 8,3): Todo pontífice, tomado de entre los hombres, es constituido en favor de los hombres para las cosas que miran a Dios, para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados (5, 1). Es esencial al sacerdote el pertenecer a la familia humana —tomado de entre los hombres—, y el haber sido elegido y constituido por Dios para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados. La Carta pone de relieve que todas estas características —verdadera humanidad, vocación divina, consagración, relación al sacrificio—, se dan plenamente en Cristo (cfr Hebr 2,11-18; 9,26; 10,5-10).
En este sentido, se recoge y profundiza cuanto ya se había dicho en otros escritos del Nuevo Testamento en torno a la mediación de Cristo (cfr 1 Tim 2,5). La mediación de Cristo es muy superior y se encuentra a nivel distinto de la de los profetas (Hebr 1,1), de la de los ángeles (1,4-6), de la de Moisés (3,2-3): (Cristo) ha recibido en suerte un ministerio tanto mejor cuanto El es mediador de una más excelente alianza, concertada sobre mejores promesas (8, 6). Añádase también Hebr 9,15 y 12,24, donde la mediación de Cristo es puesta en relación con su muerte redentora.
Esta mediación sacerdotal incluye —se subraya en Hebreos— el que Jesús posee nuestra misma naturaleza y ha tomado sobre sí no sólo nuestra sangre, sino también nuestros sufrimientos y la muerte (2,11-18). Lo ha compartido todo con nosotros, menos el pecado (4,15), pues convenía que nuestro Pontífice fuese santo e inmaculado para que, sin tener necesidad de ofrecer sacrificios por sí mismo, pudiese ofrecer por todo el pueblo el sacrificio del propio cuerpo y de la propia sangre (7,26). Se trata de un mediador que no necesita de la mediación de ningún otro; su sacerdocio es perfecto.
La Carta da a Cristo como sacerdote los siguientes apelativos: sacerdote (ieréus) según el orden de Melquisedec (5,6.10; 6,20; 7,11.17); sumo sacerdote (arjieréus); pontífice misericordioso y fiel (2,17); pontífice de nuestra confesión (3,1); gran pontífice (4, 14); pontífice santo, inocente e inmaculado (7,26); pontífice de los bienes futuros (9,11).
La Carta a los Hebreos, en cita del Salmo 110,4, dice que Jesucristo es sacerdote según el orden de Melquisedec, poniendo de relieve que esta expresión se aplica a Cristo por tres razones:
a) porque Melquisedec significa rey de justicia, y rey de Salem significa rey de paz, mientras que el reino del Mesías será el reino de la paz y de la justicia (7,1-2);
b) porque Melquisedec, sin padre, sin madre, sin genealogía, sin principio ni fin de su vida se asemeja en eso al Hijo de Dios, que es sacerdote para siempre (7, 3);
c) porque fue él, Melquisedec, quien bendijo a Abraham y quien recibió de él los diezmos, mostrándose en esto la superioridad de Melquisedec sobre Abraham y, en consecuencia, la superioridad de Aquel —Cristo— de quien Melquisedec era tipo (7,4-10) [115].
Las referencias a Melquisedec ponen de relieve que el sacerdocio no le viene a Jesucristo por herencia carnal —El no es de la tribu de Leví, sino de la de Judá— y, al mismo tiempo, manifiestan también que con el nuevo sacerdocio de Cristo ha sido abolido el sacerdocio aarónico (7,11-19).
El sacerdocio de Cristo —conforme era figurado ya por Melquisedec, sin padre, sin madre, sin genealogía (7, 3)—, es un sacerdocio eterno (5,6; 6,20; 7,17.21), para siempre (7,3; 7,25). Jesús, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio perpetuo (7,24); siempre vive para interceder por nosotros (7,25). Sin embargo, su sacrificio sacerdotal, su inmolación, tuvo lugar una sola vez (9,11-14.26-28). Y por su muerte, con su sangre, selló el Nuevo Testamento; por eso es el mediador de la Nueva Alianza (9,15) [116].
3. Sacerdote y víctima
Como hemos visto, una de las más poderosas razones en que se apoya la afirmación del sacerdocio de Cristo es el carácter sacrificial que tuvo su muerte (Hebr 2,14-18; 5,7-9; 7,26-28; 9,11-28; 10,11-18). Este sacrificio, al mismo tiempo, viene descrito como muy superior a todos los sacrificios antiguos, que eran sólo su figura y que recibían su valor precisamente de su ordenación a él. El valor de este sacrificio es superior a todos no sólo por el sacerdote que lo ofrece, sino por la víctima ofrecida —de valor infinito—, y también por la perfección con que se unen en un mismo sujeto el sacerdote que ofrece y la víctima ofrecida, que no es otra que el mismo sacerdote, que se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios (Hebr 9, 14) y entró una vez para siempre en el santuario, realizada la redención eterna (Hebr 9, 12).
Esta perfecta identidad existente entre el sacerdote que ofrece y la víctima que es ofrecida lleva a su plenitud la unidad entre sacrificio interior y sacrificio exterior, la adoración a Dios en espíritu y verdad (cfr Jn 4,23), intentada siempre en el acto de culto supremo —el sacrificio—, cuando se realiza sinceramente.
Es lo mismo que los evangelios [117] y los otros escritos del Nuevo Testamento [118] dicen sobre el sentido de la muerte de Cristo. En efecto, Jesús habla de su cuerpo que se ofrece en comida, y de su sangre como sangre de la alianza que será derramada por muchos para la remisión de los pecados (cfr Mt 26,26-28; Mc 14,22-25; Lc 22,19-20; 1 Cor 11,23-26). El mismo lenguaje sacrificial encontramos en San Pablo: Cristo, nuestra pascua, ha sido immolado (cfr 1 Cor 5,7), se ha ofrecido como oblación y hostia por nosotros (cfr Ef 5,2), como víctima por el pecado (cfr 2 Cor 5,21); El es la víctima propiciatoria (cfr Rom 3, 24). Parecidas expresiones sacrificiales referidas a la muerte de Cristo encontramos también en 1 Pet 1,18-19. Y en el Apocalipsis, p.e., al referirse a Jesús como el Cordero degollado (cfr Apoc 5) [119].
La doctrina patrística es constante en este sentido. Como muestra, baste este elocuente texto de Gregorio de Nisa: «Jesús es el gran Pontífice que sacrificó su propio cordero, es decir, su propio cuerpo, por el pecado del mundo (...) se anonadó a sí mismo en la forma de siervo y ofreció dones y sacrificio por nosotros. Este era el sacerdote conforme al orden de Melquisedec después de muchas generaciones» [120].
«La Sagrada Escritura —enseña el Concilio de Éfeso— dice que El Verbo de Dios se hizo pontífice y apóstol de nuestra confesión (Hebr 3,1), pues se ofreció a sí mismo en olor de suavidad a Dios (Ef 5,2) y Padre» [121]. Y el Concilio de Trento, precisamente para poner de relieve que la Misa es sacrificio, dice que Jesucristo, «declarándose a sí mismo constituido para siempre sacerdote según el orden de Melquisedec, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y vino» [122].
Algunos autores han objetado, contra el carácter sacrificial de la muerte de Cristo, que esa muerte no tuvo carácter cultual —mejor diríamos, no tuvo el rito externo de un acto de culto—; otros —para defender que la muerte de Cristo fue sacrificio— han buscado ese carácter ritual en la propia oblación interior hecha por Jesucristo en la Cruz [123]. Esta objeción y esta respuesta se apoyan sobre un concepto demasiado estrecho del sacrificio y de lo cultual [124]. Si por una parte es claro que la muerte de Cristo no tiene las características de una ceremonia litúrgica, por otra parte es evidente también que Jesucristo muere ofrendando su vida al Padre como su premo acto de caridad y de obediencia. Y eso es el supremo acto de culto que podía ofrecer el Mediador. Por esa razón, puede decirse con todo rigor que la muerte de Cristo es cultual sin ser litúrgica; ella es, al mismo tiempo, el principio, la fuente y el centro de toda liturgia.
La unidad en el acto sacrificial entre lo ofrecido y el que ofrece lleva a su plenitud lo que es, en cierto sentido, ley universal de todo sacrificio. En efecto, el sacrificio exterior tiene sentido y valor en la medida en que es expresión del sacrificio interior por el que se ofrece a Dios la víctima por el pecado o el sacrificio de alabanza. El hecho de que la muerte de Cristo, en su aspecto externo, sucediese como un ajusticiamiento ordenado por un juicio inicuo y no como una ceremonia litúrgica, lleva al pensamiento de algo que, por otra parte, es evidente y en lo que Nuestro Señor insistió con fuerza: la importancia del sacrificio interior; que el sacrificio exterior tiene valor en la medida en que es expresión del sacrificio interior. Carece, pues, de fuerza negar carácter sacrificial a la muerte de Cristo por el hecho de que no haya sucedido en forma litúrgica. y al mismo tiempo, el hecho de que el ejercicio del sacerdocio de Cristo, en su ofrenda sacrificial, haya presentado como víctima al mismo Cristo, muestra la perfección de este sacerdocio en el que se da tan perfecta identidad entre el sacerdote y la víctima, entre el sacrificio interior del sacerdote y el sacrificio exterior.
Por otra parte, cabe observar que en el texto de Hebr 9,14, al señalarse que Cristo, por el Espíritu Santo, se ofreció a Sí mismo al Padre, podemos ver una referencia implícita al sacrificio litúrgico: así como en los sacrificios del Antiguo Testamento, la víctima se ofrecía a través del fuego, el sacrificio de la nueva Alianza fue realizado por Cristo a través del Espíritu Santo, fuego del Amor infinito. De hecho, la afirmación contenida en este versículo —Hebr 9,14— es el central en el capítulo 10.
Hablando de la perfección del sacrificio de Cristo, subrayaba San Agustín la estrecha unidad que se da entre el sacerdote y la víctima; la estrecha unidad que se da también en la mediación de Cristo; pues él mismo, que es el único y verdadero Mediador, nos reconcilia con Dios por medio del sacrificio de la paz, permaneciendo uno con Aquel a quien lo ofrece y haciendo uno consigo mismo a aquellos por quienes lo ofrece; y es uno y el mismo el que ofrece y aquello que ofrece [125].
4. Unicidad y eternidad del sacerdocio de Cristo
El sacrificio de Cristo es único. A ese sacrificio, del que sólo eran figura, remiten los sacrificios de la Antigua Alianza.
También el sacerdocio de Cristo es único. Bien lo ha puesto de relieve el autor de la Carta a los Hebreos. Cristo no tiene sucesores en su sacerdocio. De igual forma que El es la única víctima, El es el único sacerdote.
Todo otro sacerdocio —el sacerdocio de la Nueva Alianza no es más que participación en ese único sacerdocio de Jesucristo, a través de la asimilación a Cristo, de la identificación con Cristo, del revestimiento de Cristo por medio de los sacramentos. Esto tiene lugar en el sacerdocio de los fieles, que se recibe en el sacramento del bautismo, y en el sacerdocio ministerial, que se recibe mediante el sacramento del Orden [126].
Así pues, ni el sacerdocio de los fieles y ni el sacerdocio ministerial suceden, ni se suman al sacerdocio de Cristo, sino que son participación en ese sacerdocio. No suceden, porque el sacerdocio de Cristo es eterno, y Cristo por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio perpetuo, y es, por tanto, perfecto su poder de salvar a los que por El se acercan a Dios y siempre vive para interceder por ellos (Hebr 7,24-25). No se suman al sacerdocio de Cristo, porque no es posible sumar ni otra oblación ni otra víctima al sacrificio que ya tuvo lugar en el Calvario. Este sacrificio se renueva en la Eucaristía, sin añadir nada esencial a lo acontecido en el Calvario. Es el mismo Cristo el Sacerdote que, en la celebración eucarístía, se ofrece a Sí mismo al Padre por el ministerio de los sacerdotes con inmolación incruenta [127]. En este contexto cobran especial fuerza estas palabras del Concilio Vaticano II: «Los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma que pueden obrar en persona de Cristo Cabeza» [128]. Es en la configuración del sacerdocio ministerial con Cristo sacerdote, y en su actuación in persona Christi Capitis a la hora de renovar el único sacrificio del Calvario, como se manifiesta en forma irrebatible la unicidad del sacerdocio de Cristo. Por eso mismo es Cristo el que, presente en la acción litúrgica, realiza el culto al Padre y ofrece su cuerpo a los hombres.
Sólo de Cristo viene la salvación, y sólo en la conformidad y en la conformación con Cristo se encuentra la salvación. Es El quien a través de su Iglesia y de la acción de sus ministros da el culto agradable a Dios y ofrece la salvación a los hombres. La expresión in persona Christi Capitis, si bien muestra la grandeza del sacerdocio ministerial, muestra, sobre todo, la unicidad de mediación y sacerdocio de Cristo. Corno escribe San Pablo, uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos (1 Tim 2,4-5).
La unicidad del sacerdocio de Cristo está muy relacionada con una de las características que tanto subraya la Carta a los Hebreos, citando el Salmo 110. Jesús es sacerdote para siempre: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (Sal 110,4; Hebr 5,6). Melquisedec, que aparece en la Escritura sin genealogía, sin principio y fin de sus días se asemeja en eso al Hijo de Dios, que es sacerdote para siempre (Hebr 7,3). Se trata de un sacerdocio que tuvo su inicio en la Encarnación y que no tendrá fin [129]. Además, se dice que el sacerdocio de Cristo es eterno, porque sus efectos —la glorificación de Dios y la salvación de los hombres— alcanzan a toda la historia y durarán para siempre [130].
No es eterno, en cambio, el hecho mismo del sacrificio ofrecido por Cristo en la cruz, que tuvo lugar una sola vez: Cristo, habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados, se sentó para siempre a la diestra de Dios (Hebr 10,12; cfr también Hebr 7,27; 9,12.26.28). En el cielo ya no puede volver a sacrificarse. En este sentido, como hemos visto, la Carta a los Hebreos es clara y explícita: Cristo, por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Santuario, consiguiendo así una redención eterna (Hebr 9,12).
Si bien es verdad que el sacrificio de Cristo tuvo lugar una sola vez, eso no quiere decir que Cristo no siga ejerciendo eternamente su sacerdocio. En efecto, la función sacerdotal de Cristo no terminó con su muerte, sino que permanece para siempre: glorificado, está sentado a la diestra de Dios Padre corno Señor del universo y Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza. La Carta a los Hebreos nos lo describe ejerciendo en el cielo su mediación suplicante en favor de los hombres (Hebr 7,25; 9,24). Esta permanente intercesión en favor nuestro está relacionada con el sacrificio ofrecido en la Cruz; Cristo entra en el Santuario mediante el sacrificio de la propia vida (Hebr 9,12.22.24.25). También San Juan describe el ejercicio del sacerdocio de Nuestro Señor en el cielo como intercesión en favor de los hombres; intercesión que se encuentra en dependencia del sacrificio ofrecido en el Calvario: Tenemos un abogado ante el Padre, a Jesucristo, justo. El es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo (1 Jn 2, 1-2). También aquí aparece unida la intercesión de Cristo a su inmolación, a su sacrificio, que se renueva —el mismo sacrificio, no otro— en la Eucaristía.
En su Encarnación, el Hijo es constituido mediador-sacerdote para siempre. La unidad de la obra de Cristo —la salvación de los hombres— se desarrolla en tres etapas fundamentales: la encarnación (cfr Hebr 2,10-18; 10,5-9), la muerte en la cruz (Hebr 9,26-28) y su eterna glorificación (Hebr 10,11-15). La totalidad del misterio y de la obra de Cristo es sacerdotal, porque El es esencialmente sacerdote. Y, en el cielo, sentado a la diestra del Padre continúa ejerciendo este sacerdacio y continuará ejerciéndolo eternamente, dando gloria perpetuamente al Padre corno Cabeza de la Iglesia.
5. Cristo, sacerdote en su humanidad. El constitutivo esencial de su sacerdocio
Jesucristo es sacerdote en cuanto hombre. Como se señala en la Carta a los Hebreos, todo Pontifíce es tomado de entre los hombres y es constituido en favor de los hombres (Hebr 5,1). Este sacerdocio es la razón de su venida a la tierra: Cristo hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse Pontífice misericordioso y fiel, en las cosas que tocan a Dios, para expiar los pecados del pueblo (Hebr 2,17).
Es propio del sacerdote el ser mediador con mediación descendente y mediación ascendente. Y esta mediación se da en Jesucristo precisamente por su humanidad en cuanto unida hipostáticamente al Verbo, ya que, por una parte, el sacrificar y orar son actos del hombre y no de Dios, y, por otra, el valor infinito de esta mediación le viene a la Humanidad de Cristo de su unión en unidad de persona con el Verbo.
Dos características más señala la Carta a los Hebreos en el sacerdote y, concretamente en el sacerdocio de Cristo: vocación divina (ninguno se toma para sí este honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón, 5,4) y consagración o constitución (tomado de entre los hombres, es constituido, 5 1). En Hebreos aparece con claridad la vocación sacerdotal de Cristo: Y así Cristo no se exaltó a sí mismo, haciéndose Pontífice, sino el que le dijo: Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado (5,5); no señala, en cambio, en qué consiste su institución o consagración.
En el texto que acabamos de citar parece insinuarse que esta consagración está precisamente en su ser de Hijo. Se suele considerar que la unción sacerdotal de Cristo, su consagración, no es otra cosa que la misma unión hipostática, por la que la Humanidad de Cristo es constituida verdaderamente en mediación entre Dios y los hombres. Sin embargo, los pareceres se dividen al querer establecer con mayor precisión en qué está el núcleo esencial de esta consagración sacerdotal.
La sentencia más común es aquella que pone la consagración sacerdotal de Cristo en la misma gracia de unión en cuanto lleva consigo la gracia habitual y la gracia capital [131]. Las principales razones aducidas son las siguientes:
a) es la unión hipostática la que en cuanto tal constituye a Cristo anta lógicamente en mediador entre Dios y los hombres, con capacidad para ofrecer la propia vida en sacrificio;
b) pero si se considera el sacerdocio de Cristo no sólo en su aspecto ontológico, sino en su aspecto dinámico —en cuanto causante real de la santificación de los hombres—, parece necesario incluir como esencial a este sacerdocio la gracia habitual de Cristo con la que, al entregarse libremente ex infinita carita te et obedientia, merece la salvación, y a su gracia capital con la que nos santifica [132]. De ahí que se hable de la gracia de unión como constitutiva del sacerdocio de Cristo en cuanto comporta la gracia habitual y capital. «Cristo es pues sustancialmente sacerdote como El es sustancialmente el ungido y el santo en virtud de la unión hipostática» [133].
Existen otros autores que colocan el constitutivo metafísico del sacerdocio de Cristo en la gracia capital [134]. Estas son las principales razones que aducen:
a) si se coloca el constitutivo del sacerdocio de Cristo en la unión hipostática, el sacerdacio de Cristo, por sí solo, expresaría toda la riqueza de la encarnación, ya que se confundiría con ella;
b) si la unión hipostática es imparticipable —cosa evidente—, el sacerdocio de Cristo no podría ser participado por nadie, cosa que es evidentemente falsa. Por esto, concluyen, «es necesario decir que es la gracia creada, que en Cristo deriva de la unión (hipostática) pero que es distinta de ella, la que constituye a Cristo en sacerdote. Es esta gracia, con su dimensión sacerdotal, la que El comunica a su Iglesia» [135].
Con respecto a la primera razón aducida, se puede decir que es reducir la grandeza del sacerdocio de Cristo el «limitarlo formalmente a su gracia creada» [136]. En efecto, mientras que para aquellos que entienden que el sacerdocio de Cristo está constituido esencialmente por la unión hipostática, toda acción de Cristo es entendida como sacerdotal, para los otros autores las funciones real y profética de Cristo aparecen más independientes entre sí, y el sacerdocio de Cristo es reducido a la función cultual [137].
La siguiente razón —la imparticipabilidad de la unión hipostática, que tornaría imparticipable el sacerdocio de Cristo—, no parece que sea suficiente para no colocar la esencia del sacerdocio de Cristo en la unión hipostática. En efecto, el término participación no significa que para ser sacerdote se tenga que participar de la unión hipostática en cuanto tal; significa, en cambio, que, incorporado a Cristo mediante los sacramentos, el hombre es configurado sacramentalmente con El, que es esencialmente sacerdote, y, en este sentido, se dice que participa de su sacerdocio [138].
En resumen, podemos decir que, en Jesús, la consagración sacerdotal es la misma unión hipostática, porque es por ella como su humanidad ha sido constituida humanidad de Dios y, por tanto, ha sido constituida puente y mediación perfecta, entre Dios y los hombres. Desde aquí se comprenden mejor las características que hemos considerado en el sacerdocio de Cristo: Jesús es sacerdote desde el primer instante de su concepción con un sacerdocio eterno; en Jesús existe la plenitud del sacerdocio; finalmente el sacerdocio de Cristo es infinitamente superior a todo otro sacerdocio como la gracia de unión es infinitamente superior a toda otra gracia.
Notas
[110] Sobre el Sacerdocio de Cristo, además del lugar habitual en los Manuales y en los artículos de Diccionario, será de utilidad consultar los siguientes trabajos: J. BONSIRVEN, Le Sacerdoce et le sacrifiee de Jéus-Christ d'apres l'építre aux Hébreux, NRT (1939) 641-660; 769-786; J. TOURNAY, Les ehants du Serviteur de Yahvé dans la seconde partie du libre d'Isaie, RB 59 (1952) 355-384, 481-512; J. DE FRAINE L'aspeet religieuse de la Royauté israélitique, Roma 1954, 309-341; J. COPPENS, La portée messianique du Psaume CX, en Analeeta Lovaniensia bibliea et orientalia, III, 15-23; H. CAZELLES, Les Poémes du Serviteur, RSR 43 (1955) 5-55; J. COPPENS, Le Serviteur de Yahvé. Vers la solution d'un énigme, en Sacra Pagina, 1, Gembloux 1959, 434-454; A. GONZÁLEZ NÚÑEZ, Profetas, sacerdotes y reyes en el antiguo Israel, Madrid 1962; A. NAVARRO, El sacerdocio redentor de Cristo, Salamanca 1960; J .R. SCHAEFER, The Relationship between Priestly and Servant Messianism in the Epistle to the Hebrews, CBQ 30 (1968) 359-385; A. VANHOYE, Le Christ, grand-pretre selon Héb 2,17-18,
NRT 91 (1969) 449-474; ID., Situation du Christ. Hébreux 1-2, en Lectio Divina, Cerf, París 1969; ID., Textus de Sacerdotio Christi in epistula ad Hebraeos, PIB, Roma 1969. Entre los comentarios de la Carta a los Hebreos, conviene destacar: F. PRAT, La Teología de San Pablo, II, Jus, México 1947; C. SPICQ, L'Epitre aux Hébreux, I-II, Gabalda, París 1952.
[111] S. CLEMENTE ROMANO, Epistola ad Corinthios, 36, 1 (PG 1,272).
[112] S. POLICARPO, Epistola ad Philipenses, (PG 5, 704).
[113] S. IGNACIO DE ANTIOQUIA, Epístola ad Philadelphios, 9, 1 (PG 5,1016).
[114] Cfr J. ALFARO, Las funciones salvíficas de Cristo como Revelador, Señor y Sacerdote, en MS III/I, cit., 700.
[115] Cfr A. MICHEL, Jésus-Christ, cit., 1238.
[116] Se trata de una mediación sacerdotal y regia al mismo tiempo. «Los acontecimientos pascuales desvelaron el verdadero sentido del Mesías-rey y del rey-sacerdote según el orden de Melquisedec que, presente en el Antiguo Testamento, ha tenido su cumplimiento en la misión de Jesús de Nazaret. Es significativo que durante el proceso ante el Sanedrín, al sumo sacerdote que le preguntaba ¿eres tu el Cristo, el Hijo de Dios? respondiese Jesús: Tú lo has dicho... y yo os digo: veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha de Dios: Se trata de una clara referencia al salmo mesiánico (Sal 110) en el cual se expresa la tradición del rey-sacerdote. Se debe decir, sin embargo, que la plena manifestación de esta verdad se encuentra solamente en la Carta a los hebreos, que afronta las relaciones entre el sacerdocio levítico y el de Cristo» (JUAN PABLO II, Discurso, 18.II.1987, nn. 5-6: Insegnamenti, X, 1 [1987] 364).
[117]. Cfr p.e, A. FEUILLET, Les trois grandes prophéties de la Passion el de la Résurrection, RT 68 (1968) 41-75.
[118]. Cfr p.e., L. SABOURIN, Rédemption sacrificielle. Une enquete exégétique,Desclée, París 1961. Cfr también los Comentarios a Hebreos ya citados.
[119] Cfr P. PARENTE, Sacerdozio di Cristo, en «Enciclopedia Cattolica», 1540-1543.
[120] S. GREGORIO DE NISA, Contra Eunomium I (PG 45, 177 B-C). Cfr L. F. MATEO-SECO, Sacerdocio de Cristo y sacerdocio ministerial en los tres grandes Capadocios, en Teología del Sacerdocio IV, Aldecoa, Burgos 1972, 175-201.
[121] CONC. DE EFESO, Anathematismi Cyrilli, 10 (DS 261).
[122] CONC. DE TRENTO, Decr. De SS. Missae sacrificio, cp. 1 (DS 1740).
[123] Cfr A. MICHEL La messe chez les théologiens postérieurs au Concile de Trente. Essence et efficacité, DTC X, 1192 ss.
[124] Cfr J.H. NICOLAS, Synthese Dogmatique, cit., 537-538.
[125] «...cum quattuor considerentur in omni sacrificio, scilicet cui offeratur, a quo offeratur, quid offeratur, pro quibus offeratur, idem ipse qui unus verusque mediator per sacrificium pacis reconciliat nos Deo, unum cum illo maneret cui offerebat, unum in se faceret pro quibus offerebat, unus ipse esset qui offerebat, et quod offerebat» (S. AGUSTÍN, De Trinitate, IV, 14, PL 42,901).
[126] Es toda la Iglesia la que es un pueblo sacerdotal; en ella el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, que se diferencian esencialmente y no sólo en grado, se ordenan el uno al otro. «Cristo, Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cfr Hebr 5,1-5), a su nuevo pueblo lo hizo reino y sacerdotes para Dios, su Padre (cfr Apoc 1,6; 5,9-10). Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien los llamó de la luz a las tinieblas» (CONC. VATICANO II, Consto Lumen gentium, n. 10). En consecuencia, la espiritualidad cristiana tiene rasgos sacerdotales, pues todos los discípulos de Cristo «han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata Dios (cfr Rom 12,1); han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y, a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cfr 1 Pet 3,15)» (Ibíd).
[127] Cfr CONC. DE TRENTO, Doctrina de ss. Missae sacrificio, cp. 2, (DS 1743).
[128] CONC. VATICANO n, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 2. Esto marca también, podríamos decir, el papel del sacerdocio ministerial en la oeconomia salutis.Como escribe Mons. Del Portillo comentando este texto del Concilio Vaticano II, «Cristo Pastor está presente en el sacerdote para actualizar continuamente la llamada a la conversión y a la penitencia, que prepara la llegada del Reino de los Cielos (cfr Mt 4,17). Está presente, para hacer comprender a los hombres que el perdón de sus faltas, la reconciliación del alma con Dios, no podría ser el fruto de un monólogo —por aguda que sea la capacidad personal de reflexión y de crítica—, que nadie puede autopacificarse la conciencia, que el corazón contrito ha de someter sus pecados a la Iglesia-institución, al hombre-sacerdote, permanente testigo histórico en el sacramento de la penitencia, de la radical necesidad que la humanidad caída ha tenido del Hombre-Dios, único Justo y Justificador» (A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid 1970, 114-115).
[129] «El Dios y Señor nuestro, aunque había de ofrecerse una sola vez a sí mismo a Dios Padre con la interposición de la muerte en el ara de la cruz, (...) como no se extinguiría su sacerdocio con la muerte (Hebr 7,24.27), en la última Cena, la noche que era entregado, para dejar a su esposa amada, la Iglesia, un sacrificio visible (...) declarándose a sí mismo constituido para siempre sacerdote según el orden de Melquisedec (Sal 109, 4), ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino, y bajo los símbolos de esas mismas cosas los entregó, para que los tomaran, a sus Apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del Nuevo Testamento» (CONC. DE TRENTO, Decr. De SS. Missae sacrificio, (DS 1739).
[130] Cfr S. TOMÁS DE AOUINO, STh III, q. 22, a. 5. «Hablando de la presencia corporal del Verbo, dijo: Aquel que es fiel a quien le hizo Apóstol (cfr Hebr 3, 1-2). Con estas palabras pone de relieve que Jesucristo, también en su humanidad, es hoy el mismo que ayer, y permanecerá para siempre. Y de igual forma que el Apóstol recuerda su encarnación a través de su sacerdocio, también habla de su divinidad» (S. ATANASIO, Oratio II contra Arianos, 10 (PO 26, 167). Cfr también S. JUAN CRISOSTOMO, In Epist. ad Hebr. Hom. 13, 2 (PO 63, 105).
[131] Cfr M. CUERVO, en Suma Teologica (Introducción a la q. 22), cit, 760.
[132] Son de este parecer, entre otros, Cayetano, Scheeben, Franzelin, Michel, Garrigou-Lagrange, H. Boüessé.
[133] A. MIcHa, Jésus-Christ, cit., 1338.
[134] Entre ellos, Juan de Santo Tomás, Ch. Journet, J.H. Nicolas.
[135] J.H. NICOLAS, Synthese Dogmatique, cit, 537.
[136] Cfr H. BOÜESSÉ, Le Sauveur du monde, II Le mystere de l'Incarnatian, Ecole théologique dominicaine, Chambéry 1953, 634.
[137] Así sucede, p.e., en la posición mantenida por J .H. Nicolas. He aquí cómo la expresa: «...de meme que le christianisme ne saurait se ramener au culte de la religion chrétienne, le Christ ne saurait etre enfermé dans la notion de Grand Pretre de la Nouvelle Alliance. En particulier, on ne peut pas confondre l'essentielle fonction révélatrice du Christ, dont nous avons vu qu'elle fait partie intégrante de la mission du Verbe, avec sa fonction sacerdotale. On ne peut pas davantage identifier la fontion royale avec la fonction sacerdotale, encore qu'elles soient étroitement liées, la fonction royale (ou pastorale) du Christ consistant a conduire a Dieu le peuple qu'il a racheté par son sang» (Synthese Dogmatique, cit., p. 536). Esta posición parece ser contraria a lo que se dice en Hebreos. Como hemos visto, la realeza de Cristo aparece descrita aquí con verdaderas características sacerdotales.
En efecto, es la unión hipostática la que constituye a Cristo sustancialmente en rey, en maestro y en sacerdote. La gracia habitual y la gracia capital —que siguen a una tan grande dignidad— armonizan a la naturaleza humana de Cristo con tal fin y tal oficio, pero no la constituyen en ese sacerdocio, ni en esa dignidad regia.
[138] Entre los pareceres diversos en torno al constitutivo formal del sacerdocio de Cristo, es famoso el de los Salmanticenses (cfr Cursus theologicus, d. 31, dub. 1, n. 16 ss), que lo colocan radicalmente en la gracia de unión y formalmente en la gracia habitual. De hecho las razones a favor y en contra son las mismas que para el parecer de Journet o J. H. Nicolas.
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