La trinidad de la tierra, Sagrada Familia
Laurentino Mª Herrán
Cfr. Laurentino Mª Herrán, San José, Nuestro Padre y Señor, Folleto de Mundo cristiano, nº 244
Sumario
1. El misterio de la «vida oculta».- 2. Imagen de la Santísima Trinidad.- 3. El amor paternal de José
Es una intuición estupenda, que canta así un poeta medieval, cuya inspiración sancionaba su inserción en la Liturgia:
¡Oh Trinidad digna de veneración, Jesús, José y María
a quienes unió la Divinidad en concordia de caridad...!
A este trono de humildad a tres niveles distintos,
que acumularon tanta gracia,
ensalcémoslo ahora con alabanzas. [Códice parisino del s. XV/XVI).
1. El misterio de la «vida oculta»
La vida oculta del Señor ha sido siempre objeto y tema de reflexión y contemplación meditativa. Pero nunca llegaremos a tocar fondo. Todos esos años de desconcertante ocultamiento y aparente inoperancia, los resume San Lucas, después del paréntesis de la pérdida y del encuentro en el templo, en esas frases: «Volvió a Nazaret con sus padres, y les estaba sometido... Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,51-52).
Cristo, comenta el Vaticano II, que venía a santificar todas las realidades humanas, «santificó las relaciones humanas, y en primer lugar las familiares, origen de la convivencia social, y eligió como condición de vida la propia de un artesano de su tiempo y su región» (GS, 32): un poblado casi desconocido, que tampoco tenía reputación envidiable entre las aldeas comarcanas (Cfr Jn 1,46).
Ahora bien, esos conocimientos humanos Cristo los fue adquiriendo y desarrollando en el seno de una familia normal y corriente, que nada llamativo realizó en el cumplimiento de sus deberes religiosos y ciudadanos.
Jesús —y lo mismo podemos decir de su Madre y de San José— pasó inadvertido hasta que comenzó su ministerio público. Es entonces cuando suena el nombre de su familia, y no precisamente en sentido de elogios y aplausos. Jesús, al hablar del Reino de los cielos, explicaría su fuerza misteriosa, oculta e imparable, con esta breve parábola: «El Reino de Dios es como un hombre que arroja la semilla en la tierra, y ya duerme, ya vele, de noche y de día, la semilla germina y crece, sin que él sepa cómo» (Mc 4,26-27). La semilla, el mismo Jesús, la había sembrado el Espíritu Santo en el seno de Santa María, esposa de San José, y comenzó a crecer, antes que a la vista de los hombres, que tardaron en enterarse, en el regazo caliente del hogar de Nazaret.
2. Imagen de la Santísima Trinidad
De toda familia se puede afirmar que es imagen de la Trinidad beatísima, pues toda paternidad procede del Padre (Eph 3,15), y todo amor verdadero de Dios procede y a Dios, conduce (1 n 4,7-17).
Pero en la familia de Nazaret hubo una razón especial para que la podamos llamar Trinidad de la tierra. Pensemos, como es verdad, que Jesús era la misma persona que en el principio existía en el seno del Padre, y que se hizo hombre para habitar entre nosotros, comenzando su ser humano como hijo de una familia.
Pero este Hijo Único —lo repiten insistentemente los símbolos de la Fe—, lo mismo que en la eternidad es engendrado de Padre sin madre, en el tiempo fue engendrado y nació de madre sin obra de padre. Las dos generaciones y los dos nacimientos son igualmente virginales. La de Jesús es atribuida al Espíritu Santo, que derrama el amor de Dios en nuestros corazones (Rom 5,5). Y, cuando ya el Unigénito del Padre lo era también de María que lo llevaba en su seno, el Espíritu Santo, que llenaba desde su concepción inmaculada el corazón de la Virgen, el mismo Espíritu, a partir de la revelación del Misterio a San José, hizo que el efecto de su corazón se elevara a ser una participación, única e irrepetible, del amor eterno con que el Padre mira complacido al Bienamado (Cfr. Mt 3,17; 17,5).
Y desde aquel instante María y José penetraron en la corriente del amor inefable, que explica la existencia de las tres Personas de la Santísima Trinidad. Ciertamente que toda caridad es participación de esta intimidad de la vida divina. La diferencia entre cualquier amor familiar, supuesta el estado de gracia, y el de la Familia de Nazaret, está en la entraña del misterio de la Encarnación. Jesús es perfecto Dios y hombre perfecto. El amor de su corazón era simultáneamente amor humano, amor sobrenatural y amor divino. Y el centro del amor familiar en Nazaret era Jesús. Pensemos ahora que en ninguna otra persona que no sean Santa María y San José se repetirá el caso de que el objeto del amor humano-paternal sea la persona de Jesús, «Dios y hombre verdadero».
3. El amor paternal de José
Es imposible que nosotros lleguemos, lo que se dice, a comprenderlo: pisamos el terreno del misterio. Pero estamos tratando de representarnos este amor lo menos inadecuadamente posible.
José amaba a María como imaginamos —pero siempre mucho más— que un hombre enamorado limpiamente ama a la mujer a quien ha entregado su corazón. Por ello (insistimos, ya que esto nos acerca al Misterio, y al mismo tiempo explica la naturalidad de esas relaciones paterno-filiales), desde que José supo que su esposa iba a ser madre, comenzó con Ella a esperar a quien era ya el hijo de su corazón y de su espíritu.
No ha habido padre en la tierra que haya querido a su hijo como José quiso a Jesús. Y no ha habido esposa que haya querido a su esposo tanto como María quiso a José. Y ningún hijo ha querido tan plenamente a sus padres, como Jesús quiso a Santa María y a San José. Con corazón de hombre. Este es el sentir común de la fe y de la piedad cristianas.
En este amor de Jesús —amor plenamente humano, pero amor igualmente divino como de persona divina— encontrará la Teología la explicación de la santidad y la gloria de San José. Recordemos que el amor de Dios se manifiesta y traduce en gracia y glorificación. Y hemos de pensar que fue tan singular la fuerza de aquel amor recíproco. que incluso se puede hablar, corno lo han hecho muchos autores serios, de un parecido intimo y especial entre Jesús y José. Los gestos que los hijos repiten de los padres, la manera de ser que se comunica en el trato continuo de las personas que se quieren y que van afinando semejanzas, el modo de expresarse... El hecho es, y lo constatan los Evangelistas, que a Jesús todos lo tenían por hijo de José (Mt 13,55; Lc 4,22; Jn 6,24). Y no es aventurado pensar que entre el Carpintero y su hijo encontrarán sus convecinos al aire de familia, que sería la presentación normal ante los hombres del «misterio escondido» del ser de Jesús. Y ello explicaría, en definitiva, ese parecido, que es tan hermoso pensar, entre Jesús y José: que, si entre padres e hijos, es producto básicamente de las leyes genéticas, ellas no son la causa total de esa imagen viva que el hijo ostenta de su padre. Como en el caso de Jesús.
El ambiente familiar es causa y efecto de lo que al parentesco añade la convivencia, sin que podamos olvidar la presencia activa de la Gracia que actúe secundando las leyes y normas de la Naturaleza. So pena de que vayamos a figurarnos la vida de Jesús y de sus padres como una especie de representación teatral, en que los tres hubieran estado de continuo desempeñando un papel frente a la opinión general: suposición que se opone a la asunción por el Verbo de una naturaleza verdaderamente humana, con todo ese nudo de relaciones que la verdad humano-divina de Jesús exige, y que ha de descubrir nuestra fe atenta y reflexiva.
Y lo que, por fin, no podemos tampoco olvidar es que en ese crecimiento y desarrollo que constata San Lucas, tuvo una influencia decisiva, junto a la comunidad vital de la Madre y el Hijo, la presencia activa y protectora de San José —«nutricio» se le llama también— que ayudaba, normalmente. a la educación de Jesús. Sin asustarnos de la expresión.
«José ha sido, en lo humano, —escribe el Fundador del Opus Dei— maestro de Jesús»; pues, «si José ha aprendido de Jesús a vivir de un modo divino, me atrevería a decir que, en lo humano, ha enseñado muchas cosas al Hijo de Dios (Es Cristo que pasa, nn. 56 y 55). Desde luego, y sin discusiones, el oficio, y los rudimentos literarios (Jn 7,15). Después el campo inmenso de las experiencias que Jesús fue haciendo, en casa, al lado de sus padres...
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