Católicos y ortodoxos
Encuentro ecuménico entre Benedicto XVI y Bartolomé I
Crónica del encuentro el 30-XI-2006
1. Declaración común de Benedicto XVI y Bartolomé I (30-XI-2006)
El fraterno encuentro que hemos mantenido, el Papa de Roma Benedicto XVI y el Patriarca Ecuménico Bartolomé I, es una obra de Dios y, en cierto sentido, es un don que procede de Él. Damos las gracias al Autor de todo bien por habernos permitido expresar nuevamente con la oración y el diálogo nuestra alegría de sentirnos hermanos y de renovar nuestro compromiso a favor de la plena comunión. Este compromiso proviene de la voluntad de nuestro Señor y de nuestra responsabilidad como pastores en la Iglesia de Cristo. Nuestro encuentro quiere ser signo y apoyo para todos para que compartamos los mismos sentimientos y las mismas disposiciones de fraternidad, cooperación y comunión en el Amor y la Verdad. El Espíritu Santo ha de conducirnos a la preparación del gran día de la reconstitución de la unidad plena, cuando y como quiera esto Dios. Entonces podremos alegrarnos y regocijarnos plenamente.
1. Hemos recordado con gratitud las reuniones de nuestros respetables predecesores, bendecidos por Dios, los cuales mostraron al mundo la urgencia de la unión y marcaron el sendero para que lleguemos a ella a través del diálogo, de la oración y de la vida eclesial cotidiana. El Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras I, peregrinos en Jerusalén, donde Jesucristo murió y resucitó para la salvación del mundo, se reunieron nuevamente, aquí en el Fanar y en Roma. Nos legaron una declaración común, que conserva todo su valor, remarcando que el verdadero diálogo de amor debe apoyar e inspirar todas las relaciones entre las personas y entre estas Iglesias, «debe basarse en la plena confianza en el único Señor Jesucristo en el mutuo respeto de las respectivas tradiciones» («Tomos Agapis», 195). No hemos olvidado ni mucho menos el intercambio de visitas entre su Santidad el Papa Juan Pablo II y su Santidad el Patriarca Demetrio I. Exactamente durante la visita del Papa Juan Pablo II, su primera visita ecuménica, fue anunciada la formación de la comisión mixta del diálogo teológico entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa. En aquella participaron nuestras Iglesias en pos del proclamado objetivo de la reconstitución de la plena comunión.
Por lo que respecta a las relaciones entre las Iglesias de Roma y Constantinopla, no podemos olvidarnos del acto oficial a través de la cual fueron relegados al olvido los antiguos anatemas, que influenciaban las relaciones de nuestras Iglesias a través de los siglos de manera negativa. No hemos aprovechado todavía de este gesto todas las consecuencias positivas, que pueden resultar para nuestro camino hacia la plena unidad, a la que la Comisión mixta está llamada a ofrecer una contribución importante. Exhortamos a nuestros fieles a que se comprometan a tomar un papel acto en este camino con la oración y gestos significativos.
2. Durante la sesión plenaria de la Comisión Mixta del diálogo teológico, que tuvo lugar en Belgrado recientemente, y que gozó de la generosa hospitalidad de la Iglesia Ortodoxa de Serbia, expresamos nuestra profunda alegría por la reanudación del diálogo teológico. Después de una interrupción de algunos años debida a diferentes dificultades, la Comisión pudo trabajar nuevamente con espíritu de amistad y de cooperación. Examinando el tema «Conciliaridad y la autoridad en la Iglesia» a nivel local, regional y universal, emprendió una fase de estudio sobre las consecuencias eclesiológicas y canónicas de la naturaleza sacramental de la Iglesia. Esta fase permitirá afrontar algunas de las cuestiones básicas que todavía son controvertidas. Estamos decididos a apoyar permanente y continuamente, como en el pasado, el trabajo encomendado a esta Comisión y a acompañar a sus miembros con nuestras oraciones.
3. Como pastores, hemos reflexionado en primer lugar en la misión de la proclamación del Evangelio al mundo de hoy. Esta misión, «Id pues y haced discípulos a todas las gentes» (Mateo 28, 19), es más actual y necesaria que nunca, incluso en las naciones tradicionalmente cristianas. Además, no podemos ignorar el aumento de la secularización, del relativismo, del nihilismo, sobre todo en el mundo occidental. Todo esto exige una renovad y poderoso anuncio del Evangelio, adaptado a las culturas de nuestro tiempo. Nuestras tradiciones constituyen para nosotros un patrimonio, que debemos compartir, promover y mantener actual constantemente. Por ello debemos fortalecer la cooperación y nuestro común testimonio a todas las naciones.
4. Hemos considerado positivamente el camino hacia la formación de la Unión Europea. Los agentes de esta gran iniciativa no deben dejar de tomar en cuenta todos los puntos de vista, que afectan a la persona humana y a sus derechos inalienables, especialmente la libertad religiosa, que es prueba y garantía del respeto de toda otra libertad. En toda iniciativa de unificación es necesario proteger a las minorías con sus propias tradiciones culturales y sus particularidades religiosas.
En Europa, manteniéndose siempre abiertos hacia las demás religiones y hacia sus contribuciones a la cultura, tenemos que unir nuestros esfuerzos para preservar las raíces cristianas, sus tradiciones y sus valores cristianos, con el objetivo de asegurar el respeto de la historia y contribuir con la cultura de la futura Europa, con la calidad de las relaciones humanas a todos los niveles.
En este contexto, no podemos dejar de evocar los antiquísimo testimonios y la brillante heredad cristiana del lugar en el cual nos encontramos, comenzando por las palabras del libro de los Hechos de los Apóstoles, que recuerdan la figura de san Pablo, apóstol de las gentes. En esta tierra se encontraron el mensaje del Evangelio y la antigua tradición cultural. Este vínculo, que tanto ha contribuido con nuestra común herencia cristiana, sigue siendo actual seguirá dando frutos en el futuro para la evangelización y para nuestra unión.
5. Nuestras miradas se dirigen hacia los lugares del mundo de hoy, en los que viven cristianos, y hacia las dificultades que enfrentan, concretamente el hambre, las guerras, y el terrorismo, así como hacia las diversas formas de abuso de los pobres, de los inmigrantes, de las mujeres y los niños. Católicos y ortodoxos están llamados a asumir acciones concretas conjuntamente a favor del respeto de los derechos humanos de todo hombre creado a imagen y semejanza de Dios, y de su desarrollo económico, social y político. Nuestras tradiciones teológicas y morales pueden ofrecer una base sólida de enseñanza y acción comunes. Deseamos antes que nada proclamar que el crimen de inocentes en el nombre de Dios es una ofensa contra Él y contra la dignidad humana. Todos tenemos que comprometernos en un nuevo servicio al hombre y de la defensa de la vida humana, de toda vida humana.
Llevamos profundamente en nuestro corazón la paz en Oriente Medio, donde nuestro Señor vivió, sufrió, murió y resucitó, y donde viven desde muchos siglos muchos hermanos cristianos. Deseamos ardientemente que se restablezca la paz en esta tierra, que se refuerce la convivencia entre sus diferentes poblaciones, entre las Iglesias, y entre las diferentes religiones que allá se encuentran. Por este motivo, apoyamos el desarrollo de relaciones más cercanas entre los cristianos y un diálogo interreligioso auténtico y leal para luchar contra toda forma de violencia y discriminación.
6. Ante los grandes peligros para el medio ambiente, queremos expresar también nuestra preocupación por las consecuencias negativas para la humanidad y para toda la creación que pueden producirse por un determinado desarrollo tecnológico y económico sin límites. Como líderes religiosos, consideramos que nuestra obligación consiste en apoyar y animar todos los esfuerzos que se han realizado y se realizan a favor de la protección de la creación de Dios y para entregar a las futuras generaciones un mundo en el que puedan vivir.
7. Por último, nuestro pensamiento se dirige a todos vosotros, fieles de ambas Iglesias presentes en todo el mundo, obispos, presbíteros, diáconos, monjes y monjas, hombres laicos y mujeres, comprometidos con cualquier servicio eclesiástico y hacia todos los bautizados. Saludamos en Cristo a todos los demás cristianos, asegurándoles nuestra oración y nuestra buena disposición para el diálogo y la cooperación. Os saludamos a todos vosotros con las palabras del apóstol de las gentes: «a vosotros gracia y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo» (2 Corintios 1,2)
El Fanar, 30 Noviembre 2006 , BENEDICTO XVI y BARTOLOMÉ I
2. Discurso de Benedicto XVI en la Divina liturgia en la Iglesia de San Jorge (30-XI-2006)
Esta Divina Liturgia celebrada en la fiesta de San Andrés apóstol, santo patrono de la Iglesia de Constantinopla, nos remonta a la Iglesia primitiva, a la época de los apóstoles. Los evangelios de Marco y de Mateo narran cómo Jesús llamó a los dos hermanos, Simón, a quien Jesús le dio el nombre de Cefas o Pedro, y Andrés: « Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres» (Mateo 4, 19; Marcos 1, 17). El cuarto Evangelio, además, presenta a Andrés como el primer llamado, «ho protoklitos», tal y como es conocido en la tradición bizantina. Y es precisamente Andrés quien presenta a su hermano Simón a Jesús (Cf. Juan 1, 40ss.).
Hoy, en esta iglesia patriarcal de San Jorge, tenemos la posibilidad de experimentar una vez más la comunión y la llamada de los dos hermanos, Simón Pedro y Andrés, en el encuentro entre el Sucesor de Pedro y su hermano en el ministerio episcopal, cabeza de la Iglesia fundada según la tradición por el apóstol Andrés. Nuestro fraternal encuentro pone en evidencia la especial relación que une a las Iglesias de Roma y de Constantinopla como Iglesias hermanas.
Con alegría sincera damos gracias a Dios por la nueva vitalidad de esta relación que ha ido creciendo desde el memorable encuentro en Jerusalén, en diciembre de 1964, entre nuestros antecesores el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras. Su intercambio epistolar, publicado en el volumen titulado «Tomos Agapis», testimonia la profundidad de los lazos que se desarrollaron entre ellos y que se reflejan en la relación existente entre las Iglesias hermanas de Roma y de Constantinopla.
El 7 de diciembre de 1965, víspera de la sesión final del Concilio Vaticano II, nuestros venerables antecesores dieron un paso único e inolvidable, respectivamente en la iglesia patriarcal de San Jorge y en la basílica de San Pedro en Vaticano: borraron de la memoria de la Iglesia las dramáticas excomuniones de 1054. Al hacerlo, confirmaban un cambio decisivo en nuestras relaciones. Desde entonces, han sido muchos e importantes los avances registrados en el camino de reacercamiento mutuo. Recuerdo en especial la visita de mi antecesor el Papa Juan Pablo II a Constantinopla en 1979 y las visitas a Roma del Patriarca Ecuménico Bartolomé I.
Con este mismo espíritu, mi presencia hoy aquí pretende renovar nuestro compromiso de continuar juntos por el camino que lleva al restablecimiento --con la gracia de Dios-- de la plena comunión entre la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla. Puedo aseguraros que la Iglesia católica está dispuesta a hacer todo lo posible para superar los obstáculos y para buscar, junto con nuestros hermanos y hermanas ortodoxos, medios de cooperación pastoral cada vez más eficaces con ese fin.
Los dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés, eran pescadores a los que Jesús llamó a convertirse en pescadores de hombres. El Señor resucitado, antes de su ascensión, los envió junto a los demás apóstoles con la misión de hacer discípulos a todos los pueblos, bautizándoles y enseñándoles sus enseñanzas (cf. Mateo 28, 19 y siguientes.; Lucas 24, 47; Hechos 1, 8).
Este encargo que nos dejaron los santos hermanos Pedro y Andrés dista mucho de estar cumplido. Al contrario, resulta hoy más urgente y necesario que nunca, ya que no se dirige tan sólo a las culturas marginalmente alcanzadas por el mensaje evangélico, sino también a las culturas europeas enraizadas desde hace siglos en la tradición cristiana. El proceso de secularización ha debilitado el arraigo de dicha tradición, que es puesta en tela de juicio e incluso rechazada. Ante esta situación, tenemos la misión, junto con las demás comunidades cristianas, de recordar a la conciencia europea sus raíces, tradiciones y valores cristianos, infundiéndoles una nueva vitalidad.
Nuestros esfuerzos por edificar lazos más cercanos entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa forman parte de esta tarea misionera. Las divisiones existentes entre los cristianos son motivo de escándalo para el mundo y constituyen un obstáculo para el anuncio del Evangelio. En la víspera de su pasión y muerte, el Señor, rodeado de sus discípulos, rezó con fervor para que todos fueran uno y el mundo creyera (cf. Juan 17, 21). Sólo a través de la comunión fraterna entre los cristianos y a través de su amor recíproco resultará creíble el mensaje del amor de Dios por todo hombre y mujer. Cualquiera que examine de manera realista el mundo cristiano actual comprobará la urgencia de este testimonio.
Simón Pedro y Andrés fueron llamados juntos a ser pescadores de hombres. Pero esa misma misión tomó formas distintas, según cada uno de ellos. Simón, a pesar de su fragilidad personal, fue llamado «Pedro», la «roca» sobre la que la Iglesia había de edificarse; a él se le encomendaron en particular las llaves del Reino de los Cielos (cf. Mateo 16, 18). Su itinerario le llevaría de Jerusalén a Antioquía y de Antioquía a Roma, para que en esta ciudad pudiera ejercer una responsabilidad universal. Desafortunadamente, la cuestión del servicio universal de Pedro y de sus sucesores ha dado lugar a nuestras diferencias de opinión, que confiamos superar gracias también al diálogo ecuménico recientemente reanudado.
Mi venerable antecesor el Siervo de Dios Juan Pablo II habló de la misericordia que caracteriza al servicio a la unidad de Pedro, una misericordia que el propio Pedro fue el primero en experimentar («Ut unum sint», n. 91). Partiendo de esta base, el Papa Juan Pablo invitó a emprender un diálogo fraterno para de encontrar formas de ejercicio del ministerio petrino hoy en día, respetando su naturaleza y esencia, de manera que «pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros» (ibídem, n. 95). Es mi deseo, en este día, evocar y renovar esta invitación.
Andrés, el hermano de Simón Pedro, recibió otra misión del Señor, una misión a la que su propio nombre alude. Dado que hablaba griego, se convirtió, junto con Felipe, en apóstol del encuentro con los griegos que acudían a Jesús (cf. Juan 12, 20 y siguientes). La tradición nos dice que no sólo fue misionero en Asia Menor y en los territorios al sur del Mar Negro, es decir en esta misma región en la que nos encontramos, sino también en Grecia, donde sufrió martirio.
Por este motivo, el apóstol Andrés representa el encuentro entre el cristianismo primitivo y la cultura griega, encuentro particularmente hecho posible en Asia Menor gracias a los Padres Capadocios, que enriquecieron la liturgia, la teología y la espiritualidad de las Iglesias Orientales y Occidentales. El mensaje cristiano, como grano de trigo (cf. Juan 12, 24), cayó en esta tierra y produjo fruto abundante. Hemos de estar profundamente agradecidos por el legado debido al provechoso encuentro entre el mensaje cristiano y la cultura griega, legado que ha influido de forma duradera en las Iglesias de Oriente y de Occidente. Los Padres Griegos nos han dejado un tesoro del que la Iglesia sigue sacando riquezas nuevas y viejas (cf. Mateo 13, 52).
La lección del grano de trigo que muere para dar fruto también guarda paralelismo con la vida de San Andrés. Según la tradición, éste siguió la suerte de su Señor y Maestro, terminando sus días en Patras (Grecia). Al igual que Pedro, sufrió el martirio en una cruz, en esa cruz diagonal que veneramos hoy precisamente como cruz de San Andrés. De su ejemplo aprendemos que el itinerario de cada cristiano, al igual que el de la Iglesia en su conjunto, lleva a la vida nueva, a la vida eterna, a través de la imitación de Cristo y de la experiencia de la cruz.
A lo largo de la historia, tanto la Iglesia de Roma como la de Constantinopla han experimentado con frecuencia la lección del grano de trigo. Juntos veneramos a muchos de los mismos mártires cuya sangre, según las célebres palabras de Tertuliano, se convirtió en semilla de nuevos cristianos («Apologeticum» 50, 13). Con ellos compartimos la misma esperanza que obliga a la Iglesia a ir «peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» («Lumen Pentium», n. 8; cf. San Agustín, «De Civitate Dei» XVIII, 51, 2). Por su parte, también el siglo recién concluido contó con testigos valientes de la fe tanto en Oriente como en Occidente. Incluso en la actualidad hay muchos testigos semejantes en diferentes regiones del mundo. Los recordamos en nuestra oración y les brindamos todo el apoyo posible, mientras instamos a los líderes mundiales a respetar la libertad religiosa como derecho humano fundamental.
La Divina Liturgia en la que hemos participado se ha celebrado según el rito de San Juan Crisóstomo. La cruz y la resurrección de Cristo se han hecho místicamente presentes. Para nosotros, los cristianos, esto es fuente y signo de una esperanza constantemente renovada. Una esperanza magníficamente expresada en el antiguo texto conocido como «Pasión de San Andrés»: «Te saludo, oh cruz, consagrada por el Cuerpo de Cristo y adornada por sus miembros como piedras preciosas [...] Que los fieles conozcan tu alegría y los dones que atesoras...».
Todos nosotros, ortodoxos y católicos, compartimos esta fe en la muerte redentora de Jesús en la cruz y esta esperanza que el Señor resucitado ofrece a toda la familia humana. Que nuestra oración y actividad diarias se vean inspiradas por el deseo ferviente no sólo de asistir a la Divina Liturgia, sino de poder celebrarla juntos, participando en la única mesa del Señor, compartiendo el mismo pan y el mismo cáliz. Que nuestro encuentro de hoy nos sirva de estímulo y de anticipación gozosa del don de la plena comunión. ¡Y que el Espíritu de Dios nos acompañe nuestro camino!
3. Homilía de Patriarca ecuménico Bartolomé I en la Divina Liturgia de san Andrés (30-XI-2006)
Por la Gracia de Dios, hemos sido bendecidos, Santísimo, a fin de acceder a la alegría del celestial Dominio para «contemplar la luz verdadera y de recibir el Espíritu Celestial». Cada celebración de la Divina Liturgia es una dinámica e inspirada co-liturgia del cielo y la historia. Cada Divina Liturgia es, a la misma vez, una anámnesis del pasado y esperanza del Reino. Estamos convencidos de que durante esta Divina Liturgia una vez más nos trasladamos espiritualmente hacia tres dimensiones: hacia el Reino de los cielos, donde celebran los ángeles; hacia la celebración de la Liturgia a través de los siglos; y hacia el esperado y por venir Reino de Dios.
Esta maravillosa conexión de los cielos con la historia manifiesta que la Liturgia Ortodoxa es la vivencia mística y el profundo convencimiento de que «Cristo entre nosotros, estuvo, está y estará», pues en Cristo existe una profunda relación entre el pasado, el presente y el futuro. De esta manera, la Liturgia es algo más que el mero recuerdo de palabras y acciones de Cristo. Es la realización de la presencia real de éste mismísimo Cristo, el cual prometió que estará siempre en donde se reúnan dos o tres en su nombre.
Al mismo tiempo reconocemos que el Canon de la plegaria es el Canon de la Fe («Lex orando», «Lex credendi»), y que la enseñanza sobre la persona misma de Cristo y sobre la Santa Trinidad ha dejado marcas indelebles en la Liturgia, la cual se constituye dogma inescrutable, «revelado a nosotros en el misterio», de acuerdo a la tan precisa expresión de San Basilio el Grande. Por ello, la Liturgia nos recuerda la necesidad de que lleguemos a la unidad, tanto de la fe, como de la plegaria. Por lo que, inclinamos nuestras rodillas en arrepentimiento y metanoia ante el Dios Vivo, nuestro Señor Jesucristo, del cual el santísimo nombre llevamos, y del cual la túnica sin costuras hemos rasgado. Confesamos con gran tristeza que no podemos todavía celebrar los sacros misterios unidos y oramos por el día, en el cual se ha de realizar plenamente esta unión mistérica.
No obstante, Santidad y hermanos amados en Cristo, esta liturgia del cielo y de la tierra, de la eternidad y del tiempo, nos acerca mutuamente por las bendiciones de la presencia, conjuntamente con todos los santos, de los predecesores de nuestra humildad, San Gregorio el Teólogo y de San Juan Crisóstomo. Es una bendición para nosotros venerar las sacras reliquias de estos dos gigantes espirituales, habiendo recolocado solemnemente éstas este Augusto Templo hace dos años atrás, cuando aquellas nos fueran restituidas de buen grado por el Bienaventurado Papa Juan Pablo II. Exactamente como entonces durante la Fiesta del Trono recibimos con honores y colocamos sus sacras reliquias sobre el trono patriarcal cantando « he aquí Vuestro Trono, oh Santos», asimismo también hoy nos hemos reunimos en su viva presencia y su eterna memoria, celebrando la Liturgia atribuida en honor a San Juan Crisóstomo.
De esta manera, nuestra celebración se identifica con aquella alegre celebración en los cielos y a través de toda la historia. Efectivamente, como San Juan Crisóstomo escribe «común festival se realiza de los celestiales y de los mortales; una eucaristía, un júbilo, un alegre coro». (PG 56, 97). El cielo y la tierra ofrecen una plegaria, una fiesta, una glorificación. La Divina Liturgia es contemporáneamente el Reino Celestial y nuestro hogar, «cielos nuevos y tierra nueva» (Apocalipsis 21, 1), la base y el centro en donde todas las cosas encuentran su verdadero sentido. La Divina Liturgia nos enseña a expandir nuestros horizontes y nuestras propias perspectivas, a hablar el lenguaje del amor y de la comunión, pero también que debemos coexistir en el amor del otro a pesar de todas nuestras diferencias y todavía de nuestras divisiones. En su amplio abrazo es comprendido todo el mundo, la comunión de los santos y toda la creación de Dios. Todo el universo se hace una «liturgia cósmica», para así recordar la enseñanza de San Máximo el Confesor. La Liturgia de esta clase, pues, nunca envejece o ni se desactualiza.
En la multitud de los celestiales bienes y de la filantrópica misericordia de Dios sólo una puede ser nuestra respuesta: el agradecimiento. Efectivamente, eucaristía y doxología son la única respuesta correspondiente de los hombres hacia su Creador. Pues a Él se debe toda gloria, honor y prosternación, al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos.
Acción de gracias ferviente y particular emana de nuestros corazones hacia el Dios filántropo, pues hoy, en la festividad de la memoria del Apóstol fundador y Patrono de nuestra Iglesia, durante la celebración de la liturgia se encuentra presente nuestro Santísimo hermano, el Obispo de la antigua Roma, Benedicto XVI, con su honorable séquito. Saludamos, pues, en agradecimiento, esta presencia como una bendición de Dios y también como una expresión y demostración de la común voluntad de que sigamos inconmoviblemente, en espíritu de amor y de fidelidad hacia la verdad del Evangelio y de la común tradición de nuestros padres, la dirección hacia la reconstitución de la plena comunión de nuestras Iglesias, lo cual constituye su voluntad y su mandato. Así sea.
4. Homilía de Benedicto XVI en la catedral de Estambul (1-XII-2006)
Al concluir mi visita pastoral a Turquía, tengo la alegría de encontrarme con la comunidad católica de Estambul y celebrar la Eucaristía en acción de gracias al Señor por todos sus dones. Deseo primero, saludar al Patriarca de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, y al Patriarca armenio, Su Beatitud Mesrob II, mis venerables hermanos, quienes amablemente se unen a nuestra celebración. Les expreso a ambos mi profunda gratitud por este gesto fraterno, que honra a la comunidad católica entera.
Queridos hermanos y hermanas de la Iglesia Católica, obispos, sacerdote y diáconos, religiosos y hombres y mujeres laicos que perteneces a las diversas comunidades de la ciudad y a los diversos ritos de la Iglesia: os saludo con gran alegría en las palabras de San Pablo a los gálatas: "Gracia a vosotros y la paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo" (Gal 1, 3). Agradezco a las autoridades civiles presentes por su amable acogida, y particularmente a todos los que hicieron posible mi visita. Finalmente, saludo a los representantes de otras comunidades eclesiales y de otras religiones que están aquí presentes. ¿Cómo podríamos dejar de pensar en los diversos eventos que acontecieron y forjaron nuestra historia? ¡Al mismo tiempo me siento obligado a recordar con particular gratitud a los muchos testigos del Evangelio de Cristo que nos urgen a trabajar juntos por la unidad de todos sus discípulos en verdad y caridad!
En esta Catedral del Espíritu Santo, deseo agradecer a Dios todas sus obras en la historia de la humanidad e invocar sobre todos, los dones del Espíritu de santidad. Como San Pablo acabó de recordarnos, el Espíritu es la fuente permanente de nuestra fe y unidad. El despierta en nosotros el verdadero conocimiento de Jesús y pone en nuestros labios las palabras de fe que nos posibilitan reconocer lo que el Señor Jesús le dijo a Pedro luego de su confesión en Cesarea de Filipo: "¡Bienaventurado eres tu, Simón, hijo de Juan! Pues no te ha sido revelado esto ni por carne ni por sangre, sino por mi Padre que está en los cielos" (Mt 16, 17). Somos ciertamente bendecidos cuando el Espíritu Santo nos abre a la alegría de creer y nos introduce en la gran familia de cristianos, su Iglesia. Por toda su rica diversidad, en la variedad de dones, ministerios y obras, la Iglesia es ya Una, en tanto que es el mismo Dios quien inspira a todos en cada uno. Pablo añade que "a cada quien le es dada la manifestación del Espíritu para el bien común". Manifestar al Espíritu, vivir por el Espíritu, no es vivir para uno mismo, sino dejarse conformar uno mismo con Cristo Jesús, convirtiéndose, como Él, en el siervo de sus hermanos y hermanas. He aquí una enseñanza concreta para nosotros, los obispos, llamados por el Señor a guiar a su pueblo haciéndonos siervos como Él; es también cierto para todos los ministros del Señor y para todos los fieles: cuando recibimos el sacramento del Bautismo, todos fuimos inmersos en la muerte y resurrección del Señor, "nos fue dado a beber del único Espíritu" y la vida de Cristo se hizo nuestra propia vida, para que vivamos como Él, para que amemos a nuestros hermanos y hermanas como Él nos amó (cf. Jn 13, 34).
Hace veintiséis años, en esta misma catedral, mi predecesor, el Siervo de Dios Juan Pablo II, expresó su esperanza de que el amanecer del Nuevo milenio se "levante sobre una Iglesia que haya encontrado nuevamente su total unidad, a fin de dar mejor testimonio, en medio de las exacerbadas tensiones de este mundo, del amor trascendente de Dios, manifestado en su Hijo Jesucristo" (Homilía en la Catedral de Estambul, 5). Esta esperanza no se ha cumplido aún, pero el Papa anhela aún verla cumplida, y eso nos impulsa, como discípulos de Cristo que avanzamos con nuestras dudas y limitaciones por el camino a la unidad, a actuar incesantemente "por el bien de todos", colocando al ecumenismo en la prioridad de nuestra preocupación eclesial, y no comprometer a nuestras respectivas Iglesias y comunidades a decisiones que puedan contradecirla o dañarla. Así viviremos verdaderamente por el Espíritu del Señor, al servicio del bien común.
Reunidos esta mañana en esta casa de oración consagrada al Señor, ¿cómo no evocar la otra fina imagen que usa San Pablo al hablar de la Iglesia, la imagen de la construcción cuyas piedras están firmemente ensambladas para formar una única estructura, y cuya piedra angular, en la cual todo se apoya, es Cristo? Él es la fuente de la nueva vida dada a nosotros por el Padre en el Espíritu Santo. El Evangelio de San Juan lo acaba de proclamar "de su corazón fluirán ríos de agua viva". Esta agua que surge, esta agua viva que Jesús prometió a la Samaritana, fue vista por los profetas Zacarías y Ezequiel brotando del lado del templo, a fin de hacer fructíferas las aguas del Mar Muerto: una imagen maravillosa de la promesa de vida que Dios ha hecho siempre a su pueblo y a la que Jesús vino a dar cumplimiento. En un mundo en el cual los hombres son tan reacios a compartir los bienes terrenales y en el que hay una dramática escasez de agua, este bien tan precioso para la vida del cuerpo, la Iglesia descubre que posee un tesoro aún mas grande. Como Cuerpo de Cristo, se le ha encargado proclamar el Evangelio a los confines de la tierra (cf Mt 28, 19) transmitiendo a los hombres y mujeres de nuestro tiempo la Buena Nueva que no solo ilumina sino que realza sus vidas, hasta el punto de vencer a la propia muerte. Esta Buena Nueva ¡no es apenas una palabra, sino una persona, Cristo mismo, resucitado y vivo! Por la gracias de los Sacramentos, el agua que brota de su costado abierto en la cruz, se ha convertido en una fuente rebosante, "ríos de agua viva", un caudal que nadie puede detener, un don que restaura la vida. ¿Cómo podrían los cristianos mantener apenas para sí lo que han recibido? ¿Cómo podrían esconder este tesoro y enterrar esta fuente? La misión de la Iglesia no es la de conservar el poder, o la de incrementar riquezas; su misión es la de ofrecer a Cristo, la de participar en la propia vida de Cristo, el mayor bien para el hombre, a quien Dios mismo nos entrega en su Hijo.
Hermanos y hermanas, vuestras comunidades caminan por el humilde sendero de la compañía cotidiana con aquellos que no comparten nuestra fe, pero "que sin embargo profesan mantener la fe de Abraham, y junto a nosotros adoran al Dios único y misericordioso" (Lumen Gentium, 16). Sabéis bien que la Iglesia no quiere imponer nada a nadie, y que apenas pide vivir en libertad, a fin de revelar a Aquel a quien no puede esconder, Cristo Jesús, quien nos amó hasta el extremo en la Cruz y que nos entregó Su Espíritu, la presencia viva de Dios entre nosotros y profundamente dentro de nosotros. Sed siempre receptivos del Espíritu de Cristo y estad así atentos a aquellos que tienen sed de justicia, paz, dignidad y respeto por sí mismos y por sus demás hermanos y hermanas. Vivid en armonía, de acuerdo a las palabras del Señor: "Por esto, todos sabrán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros" (Jn 13, 35)
Hermanos y hermanas, permitidnos ahora alcanzar nuestro deseo de servir al Señor como la Virgen María, Madre de Dios y Sierva del Señor. Ella oró en compañía de los Apóstoles en la habitación superior, en los días previos a Pentecostés. Junto a Ella, pidamos a Cristo su Hijo: ¡Envía, oh Señor, tu Santo Espíritu sobre toda la Iglesia, para que habite en cada uno de sus miembros y los haga mensajeros de tu Evangelio! Amen.
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