Verdad y política en una sociedad cristiana
Josemaria Escrivá y el amor a la libertad:
presentación en perspectiva histórico-teológica
Martin Rhonheimer
Cfr. Martín Rhonheimer, Transformación del mundo (La actualidad del Opus Dei), Rialp, Madrid 2006, pp. 123-164
Sumario
I. Un paseo por la Historia. La unión entre verdad y derecho a la libertad religiosa, y su separación en el Concilio Vaticano II: 1. Los comienzos: el Imperio Romano. Cristianismo y libertad religiosa.- 2. La unidad político religiosa. La Respublica christiana medieval y las causas de su desaparición.- 3. Confrontación y malentendidos: la Iglesia Católica, el mundo moderno y el peso de una tradición más que milenaria.- 4. El Concilio Vaticano II: la disolución de la unidad jurídico-política entre verdad y libertad religiosa.- 5. Libertad de la Iglesia y libertad religiosa. Implicaciones de una doctrina.- II. «Sociedad cristiana» en el espíritu del Concilio Vaticano II, y el espíritu de amor a la libertad de Josemaría Escrivá: 1. Una relectura de la tradición católica: de la «libertad de las conciencias» al espíritu de no discriminación.- 2. Un camino hacia una sociedad cristiana. Unidad de vida, libertad y responsabilidad personal.- 3. Estado secular, «secularidad cristiana» y pluralismo. La responsabilidad del cristiano corriente ante la Historia.
I
Un paseo por la Historia
La unión entre verdad y derecho a la libertad religiosa
y su separación en el Concilio Vaticano II
1. Los comienzos: el Imperio romano. Cristianismo y libertad de la Iglesia
Uno itinere non potest perveniri ad tam grande secretum: «no es posible llegar por un único camino al misterio tan alto de lo divino». Con estas palabras, pronunciadas en su famosa relatio del año 384 dirigida al Emperador cristiano Teodosio, el senador romano Simmaco —cabeza de la minoría pagana en una sociedad ya convertida en cristiana— se oponía a la afirmación del Evangelio: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Ninguno viene al Padre sino es por medio de mí» (Jn 14,6). Simmaco consideraba que el misterio de Dios se manifiesta de diversas maneras en el curso de la historia, por lo que todas las religiones habrían tenido su parte de verdad. Quid interest, qua quisque prudentia verum requirat? «¿Qué importancia tiene la pericia con la que cada uno busque la verdad? ¡Pues todos contemplamos las mismas estrellas, tenemos en común un único cielo y es el mismo el mundo que nos rodea!» [1].
Como es bien sabido, el intento acometido por Simmaco de renovar el tradicional pluralismo religioso de la Roma pagana no tuvo éxito alguno. Los cristianos no consideraban a los dioses paganos como otras manifestaciones de la divinidad, sino como demonios cuyo culto debía ser erradicado de la sociedad humana. El tradicional pluralismo romano —con divinidades paganas que impregnaban todas las manifestaciones de la vida política y social— sólo podía ser tolerante con las religiones que no tuvieran una pretensión de verdad universal. El monoteísmo judeo-cristiano era incompatible con el Pantheon romano, el cual, sin embargo, formaba parte de la ideología del Imperio. Después de la reforma constantiniana la religión cristiana comenzó a ser tolerada; a continuación adquirió una posición privilegiada, mientras los cultos paganos eran únicamente tolerados; y finalmente el cristianismo, convertido en religión de la mayoría (sobre todo, de los emperadores), se volvió cada vez más intolerante: prohibió todo culto pagano, destruyó los templos y las imágenes de la divinidades, expropió tierras sagradas y condenó a la hoguera determinados libros, hasta terminar siendo elevado al rango de religión del Imperio bajo el emperador Teodosio, contemporáneo de San Ambrosio de Milán.
La creciente intolerancia del cristianismo y su hostilidad frente al paganismo se justifican como defensa frente a los anteriores perseguidores y por el miedo a una posible vuelta atrás. Pero para comprender a fondo esta evolución es necesario interpretarla también como un proceso de sustitución de la antigua religión impenal, eminentemente politeísta, por la religión cristiana. Los primeros miembros de la sociedad cristiana eran romanos, y lo continuaron siendo. El in hoc signo vinces que vio Constantino antes de la decisiva batalla junto al Puente Milvio significaba para él la promesa de que el Dios de los cristianos sería quien le traería la victoria sobre sus adversarios, y a Roma grandeza y estabilidad. La clave para la comprensión de la íntima unión entre Imperio romano y cristianismo —así como de la intolerancia subsiguiente de la Roma cristianizada frente a los paganos, los cristianos heréticos y en parte los hebreos— no es sólo el miedo ante un posible retorno al paganismo, sino también la idea típicamente romana de que el culto al verdadero Dios garantizaba la grandeza y bienestar del Imperio. No faltaron intentos, en consecuencia, sobre todo bajo el emperador Constancio, de controlar a la Iglesia hasta someterla al poder del Estado. Así comenzaron las luchas por la libertas Ecclesiae, la libertad de la Iglesia, que se veía obligada a defender su independencia frente a las injerencias del poder temporal. Al propio tiempo tanto la Iglesia como sus fieles desarrollaban un verdadero patriotismo imperial-romano, pues se consideraba garantes de la grandeza y la felicidad del Imperio.
El traumático suceso de la conquista y saqueo de Roma en el año 410 por un alto oficial del ejército romano, el godo Alarico, permitió denunciar a la religión cristiana como causa de tal calamidad, humillante y sin precedentes: la causa de la caída de Roma estaría en la infidelidad a las antiguas divinidades romanas [2]. En tan precaria situación, fue San Agustín quien disolvió finalmente el peligroso nexo entre Imperio romano y religión cristiana con su obra De Civitate Dei, que constituye un cambio epocal. El culto al verdadero Dios, afirma San Agustín, no tiene por finalidad hacer grande a Roma o mantener su poder y esplendor, sino conducir a los hombres a la morada celeste. El gran obispo de Hipona, que fue un verdadero patriota romano, daba así expresión clásica a lo que se denomina «dualismo cristiano». Según las distinciones agustinianas, la unidad entre Imperio e Iglesia se encontraba fragmentada en dos partes: una parte terrena, que buscaba la «conservación de la vida mortal» y tenía por tarea someter a los hombres a un orden de paz y convivencia, legítimo siempre que no obstaculizase la religión que enseña el culto del verdadero Dios; y una parte celestial, el Reino de Dios, que se hace realidad en los corazones de los hombres [3].
Lamentablemente, las intransigencias, el fanatismo y las insidias de los donatistas indujeron finalmente al propio San Agustín, que siempre había sido contrario al uso del poder coercitivo del Estado contra los herejes y defendido la fuerza de la palabra y del diálogo, a legitimar el uso de tal poder. Así se recurrió por primera vez al compelle intrare del Evangelio (cfr. Lc 14,23) para justificar teológicamente el uso del poder coactivo de la autoridad temporal con el objeto de mover a los hombres a abandonar el camino de la herejía y retornar a la verdad cristiana [4]. Conviene precisar, no obstante, que si San Agustín optó por el empleo del poder estatal se debió ante todo a que los mismos donatistas usaban la violencia para imponer su convicción a los católicos en los lugares donde ocupaban el poder: «¿Por que razón, entonces, la Iglesia no debería usar la fuerza para reconducir a su propio seno a los hijos que ha perdido, desde el momento en que estos mismos hijos perdidos han usado la fuerza para enviar a otros a la perdición?» [5].
2. La unidad político-religiosa: la Respublica christiana medieval y las causas de su desaparición
Lo que en el siglo que siguió al cambio constantiniano podía entenderse como una autodefensa de la Iglesia contra la amenaza de un retorno de la persecución y del anterior paganismo, y lo que en San Agustín era intervención circunstancial en situaciones peculiarmente complejas, se convirtió pronto en un principio cada vez más comúnmente aceptado: el brazo secular del Estado debía estar al servicio de la Iglesia y de su verdad. El Papa Gregario Magno, hombre santo, de oración y espiritualidad, se apartaba de la idea agustiniana de que el poder temporal debía limitarse a no obstaculizar el culto del verdadero Dios, al afirmar en sus cartas que «el reino terreno debía estar al servicio del reino celeste» [6]. La celebre fórmula del Papa Gelasio, que distinguía el poder de los reyes y la sagrada autoridad de los Pontifices, pudo así abrir camino a la concepción del poder de los príncipes como algo necesario para imponer «con el terror de la disciplina lo que el clero no consiga hacer prevalecer con la sola palabra» [7], como se expresaba Isidoro de Sevilla.
La primera consecuencia de esta nueva lectura, sin duda no fiel, del dualismo agustiniano [8] fue la consagración del poder temporal. Con el renacimiento del Imperio romano bajo Carlomagno (que era ya «de nación alemana») los emperadores asumieron una misión eclesiástico-sagrada al servicio del fin espiritual y sobrenatural de la Iglesia. El resultado fue una integración de la autoridad espiritual de la Iglesia en las estructuras del poder temporal, hasta convertir a los obispos en columnas políticas del Imperio. Finalmente los términos fueron alterados en las luchas de las investiduras —la segunda gran batalla por la libertas Ecclesiae— y la Iglesia se liberó de esa vinculación con las estructuras temporales que amenazaba la consecución de su misión espiritual. Haciendo uso del derecho romano —ante todo de la vieja lex regia— y considerándose como verdaderos herederos de la imperialidad romana, los Papas de la Alta Edad Media no sólo se atribuían la suma auctoritas en sentido espiritual, sino la plenitudo potestatis, la plenitud del poder; con motivaciones ciertamente pastoral es, pero que no podían carecer de consecuencias políticas. Tal plenitud les permitía ejercitar una jurisdicción eficaz y directa, ratione peccati, como se decía entonces, sobre los príncipes temporales, es decir, un poder efectivo por razones pastorales, siempre difíciles de distinguir con claridad de las razones políticas: un príncipe pecador podía ser depuesto por el Papa, sobre todo si se apreciaba en él un peligro para la eterna salvación de sus súbditos. En este periodo el Pontífice Romano era el único que podía reclamar para sí verdadera soberanía a partir de la doctrina de las «dos espadas»; se consideraba a sí mismo como señor feudal supremo y a todos los príncipes cristianos como sus vasallos [9].
Esta Respublica christiana medieval constituía una unidad religioso-política en la que se entrelazaban la supremacía eclesiástica espiritual y el orden temporal feudal; la fe católica era condición de ciudadanía y la herejía se consideraba, además de un delito de lesa majestad sancionado con la pena capital, una lesión del bien común temporal [10]. Tal unidad se fragmentó a causa de dos evoluciones de importancia decisiva: la emergencia de los Estados territoriales con sus respectivos soberanos, y la escisión de la unidad de la fe debida a la reforma protestante.
Las guerras de religión, provocadas por la tenaz convicción de que era necesaria la unidad entre el orden político-público y la ortodoxia cristiana, condujeron a una fórmula de paz provisional, pero decisiva: cuius regio, eius religio. La religión de un Estado sería la que hubiera establecido su soberano territorial [11]. La consecuencia fue la intolerancia religiosa, junto con la implicación mutua entre Iglesia y Estado absoluto. En los países católicos (especialmente Francia y Austria) y aún más en los Estados pontificios, el poder temporal se entendió como protector de la verdad católica y la Iglesia como servidora del buen funcionamiento del Estado absolutista. Éste, sin embargo, comenzó a perder su legitimidad por influencia de factores económicos y sociales y de la llegada del movimiento liberal-constitucional. Frente al poder incontrolado y arbitrario del Estado absoluto y a una Iglesia privilegiada y rica —en Francia, la Iglesia antes de la Revolución llegó a poseer el diez por ciento de todo el territorio nacional—, y en oposición a una sociedad permeada de clericalismo, el movimiento liberal reclamó las libertades civiles y la sumisión del poder al derecho, junto con la renuncia de la Iglesia a su posición privilegiada.
3. Confrontación y malentendidos: la Iglesia católica, el mundo moderno y el peso de una tradición más que milenaria
Lo sucedido seguidamente fue un proceso tortuoso, en parte violento y revolucionario, en el que se mezclaron pretensiones legítimas con exageraciones, excesos y fanatismos. No es preciso narrar ahora esta historia [12]. El intento de restaurar el orden antiguo y, donde fue posible, la lucha contra este intento por parte del movimiento liberal —con su creciente anticlericalismo, a veces fanático y violento, que incluso llegaba hasta la pretensión laicista de negar a la Iglesia católica todo estatuto de ciudadanía e influencia pública como organismo visible y jurídicamente organizado—, terminó por empujar a los papas del siglo XIX hacia las filas de quienes no veían en las libertades modernas más que un peligro para el orden social, una amenaza para la estabilidad de los gobiernos y un alejamiento de la verdadera fe.
El peso de una historia secular y de la convicción, hecha tradición, de que correspondía al poder temporal preservar en la sociedad la verdadera religión y el culto del verdadero Dios, condujo a los papas de ese siglo a ver en las libertades modernas, particularmente en la «libertad de conciencia» y la «libertad religiosa», una invitación a la indiferencia religiosa y a la libertad arbitraria: es decir, una libertad respecto de la verdad. Como el liberalismo político unía a veces ideas relativistas y agnósticas a sus exigencias de libertad, la Iglesia identificó las libertades modernas (especialmente la libertad religiosa) con la afirmación de que en materia de religión no existe verdad alguna y de que la conciencia de cada persona no está obligada a buscar esta verdad y abrazada, una vez conocida.
La libertad religiosa y de conciencia habían de ser condenadas conjuntamente, en la medida en que equivalían a negar la supremacía de la verdad y de Dios sobre el hombre, así como la obligación que correspondía al poder temporal de proteger y privilegiar a la Iglesia católica como única religión verdadera: como argumentaban los Pontífices, solamente la verdad posee un derecho de existencia, pero no el error. Afirmar la existencia de un derecho a la libertad religiosa hubiera equivalido a afirmar que el error posee un derecho de existencia en la sociedad. No, decían aquellos papas; el error puede ser, como mucho, tolerado según un juicio discrecional del poder soberano, únicamente para salvaguardar un bien superior. Así, Pío IX confirmó en la Encíclica Quanta cura la condena de la libertad de conciencia y de culto realizada por Gregario XVI, entendida como un «derecho propio de cada hombre que se debe proclamar por medio de la ley». Al mismo tiempo defendió, condenando la sentencia contraria, el deber estatal de «reprimir con las penas establecidas a los transgresores de la religión católica» no sólo cuando lo requiriese la paz pública, sino precisamente porque lo requería la verdad de la religión católica y su consiguiente derecho a ser amparada y fomentada, para el bien del hombre y de la sociedad [13].
En sustancia, esta fue la doctrina de la Iglesia católica desde León XIII [14] hasta Pío XII, si bien de forma paulatinamente mitigada y diferenciada debido al creciente anacronismo de las pretensiones de la Iglesia en una sociedad cada vez más secularizada y pluralista [15]. Es obvio que en esta exposición nos hemos limitado a sintetizar una posición doctrinal en su relación con la historia de las ideas, a nivel de abstracción conceptual. No hemos podido hacer justicia ni al efectivo modo de actuar de los mencionados pontífices y de la Iglesia en su conjunto, muy matizado y caracterizado por una gran flexibilidad, ni a la impronta pastoral de los pronunciamientos de los papas; y tampoco a la gran complejidad y ambivalencia de la situación histórica [16].
Igualmente es necesario subrayar la circunstancia de que hasta Pío IX los papas eran, además de pastores, soberanos temporales, que en los Estados Pontificios ejercitaban el poder de un príncipe secular, con ejército, policía y censura; podían hacer valer las normas del derecho canónico por la fuerza de las armas y negar el derecho de ciudadanía a quien no profesase la religión católica. No se trataba de una voluntad de ejercer el poder temporal, sino de practicar la convicción de que solamente así podía salvaguardarse la independencia y la libertad de la Iglesia frente a las potencias de este mundo. Así se explica en parte la hostilidad de la Iglesia del siglo XIX hacia la modernidad. En la lucha de los pontífices contra las «libertades modernas» se mezclaban una vigilancia necesaria y justificada sobre los principios esenciales para la doctrina católica con intereses concretos por mantener el orden interno de sus Estados y asegurar su soberanía temporal contra las pretensiones constitucionalistas, liberales, nacionales y, por tanto, revolucionarias [17].
En las concretas circunstancias de aquel tiempo no siempre era fácil advertir que la posición de los Pontífices apenas delineada se encontraba entremezclada con doctrinas pertenecientes a niveles diversos, en lo que se refiere a la relación entre la verdad religiosa y los derechos y deberes del poder temporal. De una parte, algunos principios eran propiamente esenciales para la Iglesia de Cristo, como, por ejemplo, la doctrina de la unicidad y la verdad de la Iglesia católica, querida por Dios e investida de una misión divina de redención para todo el género humano; la doctrina de la obligación del poder temporal de respetar esta misión y la indispensable libertad de la Iglesia, en el sentido de crear las condiciones favorables para que pueda cumplir su tarea, además de no obstaculizada; o, finalmente, la doctrina de la obligación que en materia de religión tiene todo hombre de buscar la verdad y abrazar la verdad conocida. Estas doctrinas católicas, pertenecientes al depósito de la fe, se habían unido a la idea —que en cierta medida se remonta a la concepción romana de la unidad del Imperio y del culto al verdadero Dios— de que los poderes de este mundo —el Estado y, con él, las instituciones de la sociedad— estaban obligados a reconocer la libertad de la Iglesia precisamente a partir del reconocimiento de su verdad y unicidad, de modo que donde la Iglesia reivindicaba un derecho, a las demás religiones les podían conceder, como máximo, una precaria tolerancia [18].
En consecuencia, todo el problema reside en este nexo. Si se supone que la obligación de reconocer la libertad de la Iglesia católica por parte de la autoridad pública del Estado radica en el hecho de ser ella la única Iglesia y la única religión verdadera, no puede existir un derecho a la libertad religiosa fuera del caso de los católicos, ni será imaginable un Estado secular —laico, en este sentido— que se declare incompetente en materia religiosa y deje libertad a todas las creencias y comunidades religiosas, siempre que no resulte lesionado el orden público, definido según reglas imparciales de Derecho.
4. El Concilio Vaticano II: la disolución de la unidad jurídico-política entre verdad y libertad religiosa
El Concilio Vaticano II fue quien abrió este camino y disolvió el nexo entre la pretensión de verdad de la religión católica y la exigencia del reconocimiento de su libertad por parte del Estado. En la «Declaración sobre la libertad religiosa» Dignitatis humanae [19], el Concilio, es verdad, afirma que deja «intacta la doctrina católica tradicional sobre el deber moral de los individuos y de las sociedades respecto de la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» [20]; pero en el contexto de la enseñanza conciliar esta doctrina resulta «purificada» por algunos elementos que tienen carácter más bien contingente.
Mucho se ha discutido sobre aquella frase, situada al comienzo de la Declaración conciliar. El «Catecismo de la Iglesia Católica», fruto maduro del Vaticano II, parece haber cerrado esta discusión proponiendo una interpretación auténtica de ella. Por lo que se refiere a las personas individuales, el Catecismo entiende la mencionada «doctrina católica tradicional» simplemente como un «deber de dar un culto auténtico a Dios» [21]. En cambio, el «deber de las sociedades» es doble: hay un deber de la Iglesia, a la que compete evangelizar a los hombres y así «informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive» [22]; y un «deber social de los cristianos», que «es el de respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica. Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo» [23]. En otras palabras, para el Catecismo de la Iglesia Católica la «doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo», que según la intención del Concilio permanece intacta, contiene el deber de todo hombre de buscar la verdad, en especial por lo que se refiere a Dios y a su Iglesia [24] (como veremos, un principio fundamental de DH), el deber de la Iglesia de evangelizar y el deber de los católicos de ayudar a otros a conocer la verdad de la religión católica mediante su apostolado.
De esta manera se rechaza toda forma de «indiferentismo», ligado en el pasado a la idea de libertad religiosa. Lo que sin embargo parece no implicar esta «doctrina católica tradicional» es un deber del Estado de prestar reconocimiento público a la verdad de la Iglesia de Cristo y garantizar la impregnación de la sociedad con el mensaje salvífico de Cristo (deber cuya negación significaba para los pontífices del siglo XIX caer en el indiferentismo religioso) [25]. El pasaje del Catecismo concluye con estas palabras: «la Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas» [26]: no es misión del Estado manifestar tal realeza sobre la sociedad, porque eso es misión evangelizadora de la Iglesia y del apostolado de los fieles católicos en el seno de la sociedad humana.
Por lo que se refiere a su contenido doctrinal esencial, la tradición católica se encuentra plenamente confirmada. No todas las religiones tienen el mismo valor; existe una única verdad religiosa, de la que es depositaria la Iglesia católica y que debe ser buscada por cada hombre. Además, la Iglesia es el instrumento para que el reino y el espíritu de Cristo informen todas las realidades creadas y, en particular, la sociedad humana. Pero debe abandonarse, como no perteneciente a la doctrina católica tradicional y al depósito de la fe, la idea de un poder temporal como «brazo secular» de la Iglesia para el cumplimiento de esa misión y la exigencia de realizar un explícito reconocimiento de su unicidad y su verdad y de dotar consiguientemente a la Iglesia católica de un estatuto jurídicopolítico privilegiado.
Esto no significa que el Estado no tenga ningún deber en relación con la Iglesia y con la religión católica, según la doctrina del Vaticano II. Al contrario. Pero el Concilio Vaticano II ya no fundamenta este deber en la circunstancia de considerarse la Iglesia depositaria de la única religión verdadera y dotada de una misión divina, sino en el derecho a la libertad religiosa poseído por todos los hombres y creencias. Este derecho —que es esencialmente protección contra toda coacción ejercida por individuos, grupos sociales y cualesquiera potestades humanas y por lo tanto posee el carácter de un derecho civil— consiste en la doble libertad de todo hombre, en primer lugar, a no ser obligado a actuar contra su conciencia y, en segundo lugar, a no ser impedido de actuar según su conciencia, ni individual ni corporativamente [27]. En último término, el derecho a la libertad religiosa se funda en la dignidad de la persona humana como ser espiritual, libre y responsable, creado a imagen de Dios, así como en la correspondiente obligación de buscar la verdad y de adherirse a la verdad conocida [28].
Este derecho a la libertad religiosa en su doble aspecto —sobre todo, el de poder seguir la propia conciencia en materia religiosa, válido para todos los hombres y creencias— lo reivindica ahora la Iglesia por sí misma. El poder temporal, argumenta el Concilio, es incompetente en materia religiosa, por un motivo simple: los actos religiosos «transcienden por su naturaleza el orden terrestre y temporal». El Estado debe «reconocer y favorecer la vida religiosa de los ciudadanos», sin pretender «dirigir o impedir los actos religiosos» [29]. El Estado secular no es un Estado «laicista» que busque ser agnóstico ni negar la importancia capital del fenómeno religioso o la posible existencia de una verdad en este campo. Ni siquiera es un Estado que desee excluir de la vida pública a las religiones y a sus manifestaciones corporativas. Pero el poder temporal es «ciego» e imparcial desde el punto de vista confesional y, dentro de los límites del respeto a las exigencias del orden público, reconoce plena libertad [30].
5. Libertad de la Iglesia y libertad religiosa. Implicaciones de una doctrina
El número 13 de la Dignitatis humanae es de capital importancia para la nueva comprensión de la libertas Ecc/esiae y de los deberes del poder estatal en relación con la Iglesia. En el primero de sus tres parágrafos afirma que es necesario «que la Iglesia disfrute de tanta libertad de acción, cuanta requiera el cuidado de la salvación de los hombres». Los que impugnan esta sagrada libertad de la Iglesia de Jesucristo «obran contra la voluntad de Dios».
Ello implica que, debido a su fe la Iglesia tiene la obligación de defender su libertad. Se trata de «un principio fundamental en las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos y todo el orden civi1» [31]. Hemos de subrayar que esto se dice desde el punto de vista de la misma Iglesia católica, es decir, sub luce revelationis [32] y precisamente por eso, este punto de vista no debe ser reconocido por los poderes públicos; es más, hacerlo estaría en contradicción con lo dicho en la primera parte de la Declaración conciliar acerca de la no competencia del poder estatal en este ámbito. Lo que expone DH 13, 1 es la autocomprensión o conciencia que la propia Iglesia tiene de sí misma, de conformidad con la cual obstaculizar su misión salvífica equivaldría a oponerse a la voluntad de Dios. En esta conciencia de sí se fundamenta la grave obligación que la Iglesia tiene de luchar por su libertad, así como su insistencia por veda reconocida plenamente.
El segundo parágrafo de DH 13 explica que sobre la base de lo dicho en el parágrafo primero, la Iglesia reivindica «para sí» y respecto del poder civil, la libertad en la sociedad humana y ante cualquier autoridad pública, puesto que es una «autoridad espiritual constituida por Cristo Señor», «a la que incumbe por mandato divino el deber de ir por todo el mundo y predicar el Evangelio a toda criatura». Se ve con claridad que para la Iglesia el fundamento para pedir y aplicarse a sí misma el derecho a la libertad religiosa es la fe sobrenatural en su misión. Tal derecho se aplica a la Iglesia en cuanto institución con una misión pastoral especifica (como autoridad espiritual). y; el mismo parágrafo añade un segundo aspecto: la Iglesia reivindica esta libertad también en cuanto que es una sociedad de hombres, que cada uno como individuo, «tienen el derecho de vivir en la sociedad civil según las normas de la fe cristiana» [33].
Finalmente, el tercer parágrafo relaciona lo anterior con la doctrina sobre la libertad religiosa tal como quedó expuesta en la primera parte del texto conciliar: si la práctica y el orden legal de un país respeta el principio de la libertad religiosa, «en definitiva, logra la Iglesia la condición estable, de derecho y de hecho, para una necesaria independencia en el cumplimiento de la misión divina, independencia que han reivindicado con la mayor insistencia dentro de la sociedad las autoridades eclesiásticas» [34]. Este es el primer punto: por medio del «principio de la libertad religiosa» se reconoce a la Iglesia de manera satisfactoria aquella libertad que ella en los siglos pasados reclamaba no sólo por su conciencia de tener la responsabilidad por una misión conferida por Dios, sino también por la pretensión de ser la única reconocida y públicamente privilegiada: por ser la única religión verdadera.
Ahora, en cambio, el Concilio afirma que basta el reconocimiento público del derecho a la libertad religiosa para asegurar de un modo suficiente la libertas Ecclesiae, derecho del cual gozan todas las religiones dentro de los límites del orden público.
El texto del Concilio añade todavía un segundo aspecto: la Iglesia no solamente puede realizar su misión como institución sobre el fundamento del «principio de la libertad religiosa», sino que «al mismo tiempo, los fieles cristianos, al igual que los otros hombres, gozan del derecho civil a que no se les impida vivir según su conciencia» [35]. El texto concluye con la afirmación de que, en consecuencia, hay «concordancia entre la libertad de la Iglesia y aquella libertad religiosa que debe reconocerse como un derecho a todos los hombres y comunidades y sancionarse en el ordenamiento jurídico» [36]. Por primera vez desde la elevación del Cristianismo a religión oficial del Imperio romano, la Iglesia católica se sitúa en igualdad con las demás religiones en lo que se refiere al ordenamiento civil y a las exigencias políticas, sin solicitar privilegios de ningún tipo basados en la pretensión de ser la religión verdadera.
La Iglesia también ha abandonado en su doctrina social el principio de que solamente la verdad, y no el error, tiene derechos. No es que ya no exista para la conciencia humana la obligación de buscar la verdad y adherirse a la verdad conocida; pero ahora no se alude a la distinción entre verdad y error para regular las relaciones entre las personas, los ciudadanos y la autoridad pública. De acuerdo con la doctrina del Vaticano II, desde una perspectiva jurídico-política, no cuentan en materia religiosa los derechos de la verdad, sino los derechos de las personas como seres libres y responsables; así como la libertad de las comunidades religiosas, entre las cuales está la Iglesia católica, de poder desarrollar su misión en plena libertad, incluso contando —en la medida en que sea conveniente y compatible con los principios seculares del Estado de derecho— con la promoción por parte de la autoridad pública.
Es cierto que la doctrina de la Iglesia siempre había reconocido el derecho de toda persona a no ser obligada a abrazar la religión cristiana contra la propia voluntad o contra su conciencia, y así lo subraya el Concilio [37]. Pero ahora esta libertad se completa con la nueva afirmación de un derecho de todos los hombres de poder seguir también la propia conciencia en materia religiosa, tanto individual como corporativamente, sin que lo impida ninguna persona, grupo social o potestad humana. Para la doctrina tradicional, aunque el musulmán o el hebreo tenían el derecho de no ser obligados a abrazar la fe cristiana, no tenían el derecho de vivir en la sociedad civil como musulmanes o como hebreos sin discriminaciones; podían únicamente ser tolerados según el juicio discrecional del soberano. Esta doctrina era plenamente compatible con la praxis seguida en el pasado por algunos países católicos de expulsar a los hebreos que no querían abrazar la fe cristiana, o de encerrados en un gueto, negándoles los derechos civiles y el ejercicio de casi todas las profesiones y oficios, así como la propiedad de terrenos y de bienes inmuebles.
El complemento introducido por el Vaticano II implica un cambio en la visión de las relaciones entre la Iglesia católica y la sociedad humana. Se manifiesta ante todo en su doctrina social: la Iglesia parece volver a recordar la sabiduría de San Agustín, cuando pedía al poder temporal únicamente que no obstaculizara el culto del verdadero Dios y que, en el sentido de la formula gelasiana, dejara al Estado la potestas, viendo en la Iglesia la auctoritas que resulta sobre todo de la fuerza de la palabra de Dios. Y quizá en cierto sentido «rehabilita» al senador Simmaco, citado al comienzo: no en su visión —en el fondo agnóstica— de la naturaleza pluralista de la verdad acerca del misterio de Dios, sino en el reconocimiento de un pluralismo religioso que no es signo de ausencia de verdad. Es fruto de aquella libertad religiosa que el Estado debe reconocer para no transgredir los límites de su competencia y que deben respetar también la Iglesia y cualquier otra sociedad religiosa para no pisotear la legítima libertad y la dignidad de la persona humana. Sobre todo, el Concilio ha ayudado a la Iglesia a redescubrir el Espíritu de su Señor Jesucristo y de los apóstoles, que «se esforzaron en inducir a los hombres a confesar a Cristo Señor, no por acción coercitiva ni por artificios indignos del Evangelio, sino ante todo por la virtud de la palabra de Dios» [38].
II
«Sociedad cristiana» en el espíritu del Concilio Vaticano II,
y el espíritu de amor a la libertad de Josemaría Escrivá
1. Una relectura de la tradición católica: de la «libertad de las conciencias» al espíritu de no discriminación
Indudablemente, Josemaría Escrivá fue un pionero del redescubrimiento de este espíritu de profundo respeto a la libertad, caracterizado por el rechazo de toda forma de coerción de las conciencias y del empleo de la violencia para conducir a los hombres a la verdad. En una de las cartas que escribió para la formación de los miembros del Opus Dei insiste en «la cristiana preocupación por hacer que desaparezca cualquier forma de intolerancia, de coacción y de violencia en el trato de unos hombres con otros. También en la acción apostólica —mejor: principalmente en la acción apostólica—, queremos que no haya el menor asomo de coacción» [39]. Por tratarse de un carisma fundacional, este espíritu fue parte esencial de la predicación y de la actuación de Escrivá desde el comienzo. Lógicamente lo formulaba con la terminología de su tiempo. La inmensa mayoría de sus escritos datan de antes del Concilio, momento en que todavía no se había abierto el camino para hablar de un «derecho a la libertad religiosa» como lo hace la Declaración conciliar Dignitatis humanae. Escrivá emplea habitualmente la fórmula introducida por Pío XI [40] después de la experiencia de los movimientos totalitarios modernos y habla de «libertad de las conciencias», expresión que resume la permanente doctrina católica sobre el derecho de toda persona a no ser constreñida a actuar contra su conciencia, pero que no dice nada acerca de un derecho a seguir la propia conciencia también pública y corporativamente. Sin embargo, al emplear Escrivá esta expresión además de entenderla su sentido más profundo y esencial obtiene consecuencias nuevas e insospechadas, como veremos.
Hagamos antes una precisión. La «libertad de las conciencias» expresa el respeto por el santuario de la conciencia humana, y también el hecho de que la fe presupone la libertad, y solamente en libertad se puede amar al verdadero Dios. En cambio, la idea del «derecho a la libertad religiosa» propuesta por el Concilio Vaticano II es una doctrina jurídico-política [41], íntimamente conectada con ella, pero también distinta. Implica una determinada concepción de la sociedad y de la política, y afirma la limitación del poder temporal: no es competente en materia religiosa y ha de actuar de modo neutro e imparcial.
De acuerdo con el Vaticano II esta limitación también es reconocida por la Iglesia, y no es otra cosa que el principio de la sustancial secularidad del Estado.
El mensaje de Josemaría Escrivá no se mueve en este último nivel. Constituye una espiritualidad, o, mejor, un «espíritu». Uno de sus rasgos es el espíritu de libertad y de responsabilidad personal, que, sin embargo, hace saltar las fórmulas tradicionales y se abre a una comprensión más amplia. Un ejemplo es la homilía sobre La libertad, don de Dios pronunciada en 1956, donde habla acerca de la «libertad de las conciencias», diciendo que «denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar la legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero a nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios» [42]. Escrivá quiere que se respeten «los legítimos deseos de verdad», y él los respetaba incluso en aquellos que no compartían con él la fe católica.
Ciertamente, Escrivá lo entendía en el marco de las relaciones entre las personas, y no en el sentido jurídicopolítico en que se sitúa la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el derecho a la libertad religiosa. Ahora bien, precisamente este espíritu predicado sin interrupción por el Fundador del Opus Dei explica su profunda alegría acerca de la enseñanza conciliar, como testimonian las palabras pronunciadas en una entrevista publicada en Le Fígaro en 1966: «He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad. Comprenderá que siendo ese el espíritu que desde el primer momento hemos vivido, sólo alegría pueden producirme las enseñanzas que sobre este tema ha promulgado el Concilio» [43]. Escrivá interpreta en este contexto el compelle íntrare de Lucas 14,23, que se hizo célebre en la historia de la teología católica debido a su utilización contra los donatistas por parte de San Agustín: «Ese compelle íntrare no entraña violencia física ni moral: refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza de Dios» [44]. Y, como rehabilitando el verdadero espíritu agustiniano, añade las siguientes palabras del santo obispo de Hipona: «mirad cómo atrae el Padre: deleita enseñando, no imponiendo la necesidad. Así atrae hacia Él» [45].
Tras el panorama expuesto en las páginas precedentes adquieren un significado muy especial afirmaciones como esta: «en la Iglesia y en la sociedad civil no hay ni fieles ni ciudadanos de segunda categoría. Tanto en lo apostólico como en lo temporal, son arbitrarias e injustas las limitaciones a la libertad de los hijos de Dios, a la libertad de las conciencias o a las legítimas iniciativas. Son limitaciones que proceden del abuso de autoridad, de la ignorancia o del error de los que piensan que pueden permitirse el abuso de hacer discriminaciones nada razonables» [46].
En la mente del Fundador del Opus Dei esta visión se apoya en una visión teológica profunda, adecuada para superar las restringidas interpretaciones «confesionalistas» del mencionado principio de no-discriminación. Como se verá más adelante, Josemaría Escrivá predicaba un espíritu de apertura, ya que «somos amigos de trabajar pacíficamente con todos, precisamente porque estimamos, respetamos y defendemos en todo su enorme valor la dignidad y la libertad que Dios ha dado a la criatura racional, desde el mismo momento de la Creación; y, más aún, desde que el mismo Dios no dudó en asumir la naturaleza humana, y el Verbo se hizo carne y habitó entre los hombres (Jn 1,14)» [47].
La simple lectura de sus escritos no es suficiente para captar plenamente este espíritu de Josemaría Escrivá. Fue ante todo un fundador: un pastor, un padre de sus hijos e hijas espirituales y de cuantos estaban ligados con ellos por la amistad o colaboración en las diversas iniciativas apostólicas. Fue también promotor de numerosas iniciativas formativas y sociales en todo el mundo, que testimonian el espíritu de libertad y no-discriminación. Como es bien sabido, cuando en los años cincuenta Escrivá pidió a la Santa Sede autorización para aceptar como cooperadores en el Opus Dei también a los no católicos y los no cristianos, en una primera reacción le manifestaron que llegaba con «cien años de anticipación». El fundador insistió y finalmente obtuvo el permiso. Años después de estos acontecimientos, Escrivá respondía a un periodista precisando que «el Opus Dei, desde que se fundó, no ha hecho nunca discriminaciones: trabaja y convive con todos, porque ve en cada persona un alma a la que hay que respetar y amar. No son sólo palabras; nuestra Obra es la primera organización católica que, con la autorización de la Santa Sede, admite como Cooperadores a los no católicos, cristianos o no» [48].
Este es el motivo por el que el espíritu de libertad y de no-discriminación de Josemaría Escrivá está profundamente presente en la Obra fundada por él. Toda su vida lo testimonia [49]. Innumerables episodios ilustran su amor por la libertad y su apertura de espíritu. A modo de ejemplo, recordemos que al recibir en cierta ocasión la visita de un no católico, Escrivá le explicó que, aunque estaba convencido de la verdad de la religión católica, hubiera dado su vida para defender la libertad de la conciencia de aquel visitante, con la ayuda de la gracia de Dios. El conocido Strathmore College de Nairobi, en Kenya, obra corporativa del Opus Dei, pudo abrir sus puertas porque Escrivá se opuso con decisión a la práctica habitual del gobierno de este país e insistió en que la institución estuviera abierta a personas de todos los colores y de todas las razas sin ninguna discriminación. Así, Strathmore se convirtió en los años cincuenta del siglo XX en el primer college racialmente mixto del África negra. La insistencia del fundador del Opus Dei no fue otra cosa que el eco de su convicción de que «somos todos hermanos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios...» [50].
2. En camino hacia una sociedad cristiana. Unidad de vida, libertad y responsabilidad personal
Este breve esbozo quedaría incompleto si no hiciera referencia a otro aspecto en el que este espíritu de amor por la libertad y por la responsabilidad personal adquiere suma importancia: la actuación pública de los fieles cristianos laicos y su tarea de ordenar la ciudad terrena y las estructuras temporales según el espíritu de Cristo. Es un tema amplio, en el que de nuevo se plantean las cuestiones clásicas acerca de las relaciones entre el poder temporal y la autoridad espiritual de la Iglesia, representada ahora en el seno de la sociedad política por la actuación de los laicos que intentan en fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia hacer que la sociedad humana sea conforme al espíritu de Cristo.
El fundador del Opus Dei se pronunciaba con decisión sobre este tema. En una de sus cartas afirma que «el mensaje de Cristo ilumina la vida íntegra de los hombres, su principio y su fin, no sólo en el campo estrecho de unas subjetivas prácticas de piedad. Y el laicismo es la negación de la fe con obras, de la fe que sabe que la autonomía del mundo es relativa, y que todo en este mundo tiene como último sentido la gloria a Dios y la salvación de las almas» [51]. Cabría la pregunta: con esta afirmación, ¿no hemos vuelto al agustinismo político de San Gregorio, para quien la ciudad terrena debe estar al servicio de la celeste, y los poderes terrenos al servicio de la verdadera religión? ¿Nos hallamos ante una nueva forma de integrismo religioso-político? [52].
Querría repetirlo: las palabras de Josemaría Escrivá citadas, escritas años antes del Concilio, se enmarcan en el contexto de la predicación de un espíritu que comporta como exigencia fundamental de la vida cristiana lo que Escrivá llamaba «unidad de vida». Esta unidad de vida no es un programa político, sino espiritual. Refleja las palabras de San Pablo (1 Cor 10,31): «ya comáis, ya bebáis o ya hagáis alguna cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». Escrivá añade: «Esta doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra —como sabéis— en el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei, os ha de llevar a realizar vuestro trabajo con perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual, descubriendo ese algo divino que en los detalles se encierra (...) Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios (...) En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...» [53].
Se trata de la afirmación de que la fe debe iluminar cada paso del hombre sobre este mundo, comprendido su compromiso con la ciudad terrena. El Concilio Vaticano II, aunque subraya «la legítima autonomía de las realidades temporales» en un célebre paso, previene acerca del peligro de utilizar las cosas creadas «sin referirlas al Creador» [54]. Por eso el mismo Concilio menciona «entre los más graves errores de nuestro tiempo la distancia, que se constata en muchos, entre la fe que profesan y su vida cotidiana». Se trata del error de quienes piensan «poderse inmergir de tal manera en los asuntos de la tierra, como si estos fueran extraños del todo a la vida religiosa, la cual consistiría, según ellos, exclusivamente en actos de culto y en algunos deberes morales». No deben oponerse «artificiosamente, las actividades profesionales y sociales por una parte y la vida religiosa por otra». El ejemplo a seguir es Cristo, «que fue un artesano»: los cristianos deben comprometerse en las «actividades terrenas, unificando los esfuerzos humanos, domésticos, profesionales, científicos y técnicos en una sola síntesis vital juntamente con los bienes religiosos, bajo cuya altísima dirección todo viene coordinado para la gloria de Dios» [55].
Josemaría Escrivá hablaba de «unidad de vida» en esta perspectiva, e invitaba también a «saber materializar la vida espiritual», para no caer en la tentación «de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas. ¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» [56]. Para un cristiano que vive y trabaja nel bel mezzo della strada, como decía a menudo Escrivá —inmerso en este mundo, que es bueno «porque ha salido de las manos de Dios» y que el cristiano común «ama apasionadamente»—, resulta en consecuencia la clara conciencia de ser llamado por Dios «a servide en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo» [57].
Es obvio que esta enseñanza no puede entenderse como un programa político-religioso al servicio de la jerarquía eclesiástica y de su específica misión pastoral.
El fundador del Opus Dei ve a los laicos —cristianos corrientes, cada uno en las circunstancias particulares de su vida— actuar con conciencia cristiana, católica, con plena libertad y autonomía; y poner el mundo, no a los pies de la jerarquía eclesiástica (por decido así), sino a los pies de Jesucristo: poner la Cruz de Cristo —su amor salvífico— en la cumbre de todas las actividades humanas. El apostolado de los laicos no es para él primariamente una participación en la misión de la jerarquía; es una participación en la misión sacerdotal del mismo Jesucristo conferida directamente por el Bautismo, aunque siempre realizada en estrecha unión con los legítimos pastores de la Iglesia (el Romano Pontífice y los obispos en unión con él) y en fidelidad a su Magisterio.
Por tanto, Escrivá no concibe a los laicos como un nuevo brazo secular de la Iglesia; su apostolado no es la longa manus de la jerarquía [58]. Esta era más bien la visión que guiaba a Pío XI al promover la Acción Católica y la renovación de un «Estado cristiano» que, en cuanto poder temporal, reconoce a la Iglesia católica como única voz de la verdad divina. En la mente del gran Pontífice se trataba de una misión netamente pastoral e impregnada de una gran fuerza espiritual, pero indudablemente todavía no estaba en sus implicaciones jurídico-políticas —y son éstas las que nos interesan ahora— a la altura de la perspectiva más matizada del Vaticano II. Ya en su primera Encíclica, Ubi arcano, Pío XI proponía una sociedad bajo la guía de una Iglesia reconocida por el Estado como verdadera y única maestra y guía de los pueblos. Igualmente veía en los laicos, organizados de modo eficaz y guiados por la jerarquía, un instrumento para alcanzar ese fin en todos los ámbitos de la sociedad. Solamente de esta manera, afirmaba el Pontífice, se haría realidad el Reino de Cristo, es decir, la pax Christi in regno Christi, «la paz de Cristo en el Reino de Cristo» [59].
Escrivá no pretende contraponer el apostolado de los laicos que él promueve con otras formas de apostolado. Amaba la diversidad (la libertad, en definitiva) también en los modos de realizar la única misión de la Iglesia. Tenía una gran estima por el trabajo desarrollado por la Acción Católica al servicio de la Iglesia, tan rico y variado en función de los tiempos y de los lugares; pero permanecía fiel al carisma específico querido para el Opus Dei: «Nuestra misión es diversa. Los demás trabajan muy bien; pero para trabajar de ese modo, ya están ellos. Lo que Dios nos pide a nosotros es distinto, la fisonomía de nuestra labor es otra: el modo nuestro es laical, secular, de libertad y de responsabilidad personal. Spiritus ubi vult spirat (Jn 3,8), el Espíritu del Señor sopla donde quiere. Y quiso inspirar la Obra de Dios con una finalidad y un carácter peculiares, dentro de la unidad de la Iglesia» [60].
A pesar de todo, en el punto 301 de Camino encontramos un eco del lema del pontificado de Pío XI mencionado más arriba: es característico de la actitud de Josemaría Escrivá de profunda y filial unión con el Papa: «Un secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. —Después... "pax Christi in regno Christi" —la paz de Cristo en el reino de Cristo». Ahora bien, aquí faltan las connotaciones «políticas» de Ubi arcano. El lema del sucesor de San Pedro adquiere repentinamente un sentido diverso en la mente del fundador del Opus Dei, fiel al carisma fundacional específico. También Escrivá estaba convencido de la necesidad de que los cristianos comprometidos en la política y en los asuntos públicos —como todos los bautizados busquen impregnar todas las estructuras temporales con el espíritu de Cristo. «Aconfesionalismo. Neutralidad. —Viejos mitos que intentan siempre remozarse. ¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta?» [61] . El aspecto programático y «organizativo» continúa explícitamente abierto. El lema de Pío XI, adquiere ahora un significado más espiritual, y simultáneamente abre una perspectiva de eficacia apostó1ica que transforma todos los ámbitos de la sociedad. Ve a los laicos actuar en plena libertad con la consiguiente responsabilidad personal, junto a los demás hombres que no comparten su fe. Los contempla como fermento, fundidos en la masa de los hombres, iluminando todas las actividades humanas con la luz de la fe y esparciendo entre los hombres la sal de la buena doctrina y de la caridad de Cristo. La idea del Reino de Cristo en la sociedad no es un programa político para Escrivá: «No pienso en el cometido de los cristianos en la tierra como en el brotar de una corriente político-religiosa —sería una locura—, ni siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en todas las actividades de los hombres. Lo que hay que meter en Dios es el corazón de cada uno, sea quien sea. Procuremos hablar para cada cristiano, para que allí donde está —en circunstancias que no dependen sólo de su posición en la Iglesia o en la vida civil, sino del resultado de las cambiantes situaciones históricas—, sepa dar testimonio, con el ejemplo y con la palabra, de la fe que profesa» [62].
No cabe duda de que así Escrivá hacía justicia a las más profundas aspiraciones de Pío XI, bajo cuyo pontificado había nacido el Opus Dei el 2 de octubre de 1928. Sin embargo, llama la atención la diversidad de espíritu. Mientras Pío XI parece embebido aún de la idea tradicional de que era justo que la Iglesia reclamara un reconocimiento especial de su misi6n espiritual por parte de la autoridad pública debido a su pretensión de ser la única religión verdadera —con todas las consecuencias jurídicopolíticas implicadas en tal reconocimiento—, el fundador del Opus Dei parece percibir desde el comienzo que el principio de la «libertad de las conciencias», tan querido de aquél pontífice, exigía algo más. En la homilía de la fiesta de Cristo Rey, antes citada, subraya que «si alguno entendiese el reino de Cristo como un programa político, no habría profundizado en la finalidad sobrenatural de la fe y estaría a un paso de gravar las conciencias con pesos que no son los de Jesús, porque su yugo es suave y su carga es ligera. Amemos de verdad a todos los hombres; amemos a Cristo, por encima de todo; y, entonces, no tendremos más remedio que amar la legítima libertad de los otros, en una pacífica y razonable convivencia» [63].
El influjo cristiano ejercido por los fieles cató1icos sobre las estructuras sociales y la conformaci6n de una sociedad impregnada por la doctrina de Cristo se desarrollarán de esta manera en el espíritu de amor a la «legítima libertad de los demás, en una pacífica y respetuosa convivencia».
Aunque Escrivá nunca teorizó sobre el derecho civil a la libertad religiosa —no era esta su misión—, parece haberse anticipado a lo que sería después el espíritu del Concilio Vaticano II. Este espíritu ha llevado a la Iglesia a reconocer en el nivel jurídico-político la secularidad del Estado: no de un Estado laicista, sino laico, secular, que no da preferencia a ninguna creencia religiosa por su pretensión de ser la única verdadera, puesto que «la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad» [64].
3. Estado secular, «secularidad cristiana» y pluralismo. La responsabilidad del cristiano corriente ante la historia
A la sombra de un Estado laico entendido de este modo podrá crecer una sociedad y una cultura política caracterizadas por lo que me gustaría llamar «secularidad cristiana»: una sociedad en la que se encuentran reconciliadas las exigencias de verdad y de libertad; donde la verdad redentora de Cristo penetra la sociedad humana y todas las estructuras del mundo no por la fuerza de la coacción de un «brazo temporal» de la Iglesia —el poder estatal—, sino mediante la unidad de vida de los cristianos que saben vivir su vida ordinaria en libertad y responsabilidad personal, como participación en la misión sacerdotal de Cristo.
Mientras que en el pasado la teología pensaba que la permeación de la sociedad humana con el espíritu cristiano iba necesariamente unida al reconocimiento público de la verdad de la religión católica y al estatuto privilegiado de la Iglesia católica —es decir, unida al Estado confesional católico— y combatía los planteamientos diversos como muestra de «indiferentismo» y «laicismo», desde el Concilio Vaticano II sabemos que esa perspectiva resultaba de una interpretación histórica particular, que mezclaba las verdades perennes con instancias contingentes y pasajeras no pertenecientes al depósito de la fe. Una verdad perenne es que la plenitud de la verdad revelada sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo sólo se encuentra en la Iglesia católica, y que la Iglesia esta llamada a hacer que el espíritu salvífico de Cristo impregne todas las realidades terrenas, particularmente la sociedad humana. Un «laicismo» que obstaculizara esta verdad e impidiera el esfuerzo de la misma Iglesia, su depositaria, por informar con la luz de su verdad las realidades temporales, la sociedad y los hombres que viven en ella —apareciendo también de modo visible, público y organizado como organismo jurídico y pastoral—, no podría jamás ser aceptado por los católicos, si quieren ser fieles a su vocación de cristianos.
El «Estado laico», por el contrario, se sabe al servicio del bien común. Favorece de modo imparcial el ejercicio privado y comunitario de las diversas creencias religiosas, respetando también la herencia particular y las circunstancias culturales y religiosas de los diversos pueblos y naciones, sin que ello implique confesionalidad. Así se abre a la acción salvífica de la Iglesia de Cristo. Esta no es una visión «indiferentista» ni de las diversas religiones, ni de la Iglesia, ni de la sociedad. Solamente será «indiferente» el Estado en cuanto institución en el sentido específicamente jurídico-político, como instancia esencialmente «laica» y no brazo secular de la Iglesia. Y abrirá el camino a lo que yo llamaría «secularidad cristiana»: la vocación del cristiano vivida en el interior de la sociedad humana con libertad y responsabilidad personal; ante los hombres, pero también ante un Dios que se ha revelado a los hombres y los ha redimido con su Sangre, comunicándoles a través de su Iglesia la verdad y los tesoros de la nueva vida en Cristo.
Es indudable que en el curso del proceso de secularización la Iglesia ha perdido una gran parte de su influencia sobre la sociedad y sobre los hombres; y hay quien se pregunta si hay aún un futuro para el Cristianismo [65]. Desde un punto de vista histórico y sociológico es cierto que la «desaparición de la norma estatal de pertenencia eclesial» es quizá la «causa más elemental y de más larga duración de su retroceso», ya que «la voluntariedad no puede nunca ser tan capilar como la constricción» [66]. No obstante, desde el punto de vista de la fe y en una perspectiva teológica hay que decir que la libertad es siempre, en último término, más fuerte que la constricción, porque la fe abre los corazones de los hombres a la acción salvadora de la gracia divina, que transforma, recrea y produce los «frutos del Espíritu»; mientras que la constricción, aunque a corto plazo crea apariencias de penetración religiosa, conduce a la simple conformidad externa y termina con la disolución, como tantas veces ha demostrado la historia. En definitiva, la Iglesia está hoy llamada de nuevo a creer en la libertad: una libertad que se abre a la fuerza transformadora del Evangelio y de la gracia de Dios, pero que es verdadera libertad. Por abrir el camino a esa «secularidad cristiana», el mensaje de Josemaría Escrivá será un fermento de notable importancia.
No podemos examinar con más detalle el significado concreto de la «secularidad cristiana» en los diferentes niveles. Quizá nos lo enseñará la historia..., una historia hecha por cristianos. La historia abre siempre nuevos horizontes y ayuda a superar viejos esquemas que se muestran como exhaustivos e insuperables sólo en apariencia. La misma historia está marcada por el sello de la libertad. Al menos así lo entendía Josemaría Escrivá: «Dios, al creamos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre» [67]. Es lógico que por este camino, se forme en el curso de la historia un verdadero y legítimo pluralismo como fruto de la libertad. Para la conciencia de los creyentes cristianos, el pluralismo permanecerá dentro de los límites de la fe. Pero será, inevitable y legítimamente, mucho más amplio en una sociedad que se caracteriza por la diversidad de creencias religiosas y la pluralidad de tradiciones culturales, y se organiza políticamente en un Estado cuya secularidad viene definida por la exigencia de reconocimiento del derecho a la libertad religiosa.
Esa sociedad, políticamente organizada a su vez en instituciones de impronta secular y constituida como una sociedad «abierta» en ese preciso sentido, fundada sobre la libertad religiosa que enseña la Iglesia católica, se encontrará siempre ante los retos de un pluralismo que incluye también aspectos que el creyente católico percibirá como erróneos y quizá peligrosos para el bienestar de la sociedad y para la felicidad temporal y eterna de los individuos [68]: este es el precio de la libertad. Una historia «hecha por cristianos» —cristianos corrientes— será fruto de los esfuerzos de quienes gracias a la luz de la fe saben vivir responsablemente la propia libertad y procuran que esa luz brille, respetando siempre plenamente los derechos de libertad de sus conciudadanos, incluso su derecho a equivocarse, a estar en el error, o a ser indiferentes [69], y, al mismo tiempo, intentan colaborar lealmente con todos los hombres en el amplio espacio de libertad que una cultura política secular y abierta permite a todo el que busca el bien común. El respeto a esa libertad creará el terreno que haga que la verdad nunca sea impuesta por la fuerza de la coacción en una mezcla desafortunada de intereses espirituales y temporales, sino sólo y únicamente «por fuerza de la verdad misma» [70]; permitirá también que la sociedad y todas las realidades temporales sean conformadas según el espíritu de Cristo, mediante el ejercicio responsable de su libertad y sus derechos civiles por parte de los cristianos.
Notas
[1] Q. Aurelii Symmachi quae supersunt, ed. O. Seeck (Monumenta Germaniae hisrorica, Auctores antiquissimi VI, 1), Weidmannsche Verlagsbuchhandlung, Berlín 1883 (reimpresión 1961), 280-283; aquí 282.
[2] Cfr. P.Chuvin, Chronique des derniers paiens. La disparition du paganisme dans l'Empire romain, du regne de Constantin a celui de Justinien, Les Belles Lettres/Fayard, París 1990, 86 ss.
[3] Cfr. San Agustín, De civitate Dei, XIX, 17.
[4] Ibidem, Contra Gaudentium, 1, XXV, 28 (CSEL 53, 226 s.); Epist. 93 y 185.
[5] Ibidem, Epist. 185,6,23: «Cur ergo non cogeret Ecclesia perditos filios lit redirent, si perditi filii coegerunr alios lit perirent?)}. Opere di Sant'Agostino. Le Lettere III, traducción y notas de Luigi Carrozzi, Citta Nuova Editrice, Roma 1974,41.
[6] Epist. III, 65
[7] Sententiae, lib. III, cap. 51 (P.L. 83, 723-724); el texto latino de este pasaje se encuentra en: H. X. Arquillière, L'augustinisme politique. Essai sur la formation des théories politiques du Moyen-Age. J. Vrin, París 2ª ed. 1955, 142.
[8] Cfr. Arquillière, op. cit.; J. J. Chevalier, Storia del pensiero politico, vol. I, Il Mulino, Bolonia 2ª ed. 1989, 256 ss.
[9] Para otros detalles, bibliografía y algunas fuentes vid. M. Rhonheimer, Perché una filosofia politica? Elementi storici per una risposta, «Acta philosophica», 1 (1992), 233-263.
[10] La norma contenida en el Decretum Gratianum (38, 23, 4) según la cual «haeretici ad salutem etiam inviti sunt trahendi» va mucho más alla que el cogite intrare agustiniano, precisamente porque presupone la unidad religioso-política medieval. Además, San Agustín optó por medidas políticas contra los herejes; no hablaba del uso del derecho penal, y nunca fue favorable a la pena de muerte para los herejes.
[11] Para comprender mejor el proceso que condujo a esa solución, vid. el clásico estudio de J. Lecler, Histoire de la tolérance au siecle de la Réforme (1955), Albin Michel, París 1994.
[12] Véase, por ejemplo, G. Martina, Storia della Chiesa da Lutero ai nostri giorni, vol 3: L 'età del liberalismo, Morcelliana, Brescia, 1995; C. M. Buonaiuri, Chiesa e Stati. Dall'età dell'Illuminismo alla Prima guerra mondiale, La Nuova Italia Scientifica, Roma 1994; G. de Ruggiero, Storia del liberalismo europeo (1925), Laterza, Roma-Bari 1984.
[13] Cfr. Enchiridion delle encicliche 2: Gregorio XVI, Pio IX Edizioni Dehoniane, Bolonia, 1996, 505 (n. 319).
[14] Cfr. su encíclica Libertas de 20 junio de 1888, en Enchiridion delle Encicliche 3: Leone XIII, Edizioni Dehoniane, Bolonia 1997, 469 ss. (n. 652 ss.).
[15] Cfr. Pío XII, Discurso Ci riesce, de 6 de diciembre de 1953, AAS 45 (1953),794-802. Hay autores que intentan descubrir en Ci riesce la doctrina de un «derecho a la tolerancia», como Fr. Basile [Valuet], La Liberté religieuse et la tradition catholique. Un cas de développement doctrinal homogene dans le magistère authentique, Abbaye Sainte Madeleine du Barroux, 21998, tomo I, 1, pp. 187-221 (una obra rica y bien intencionada, aunque errónea a mi juicio tanto desde el punto de vista metodológico como por lo que se refiere a sus conclusiones). Según el Fr. Basile, la doctrina de Ci riesce afirmaría un «derecho a la tolerancia» y sería como un preludio de la doctrina del Vaticano II sobre el «derecho a la libertad religiosa». A mi parecer no es así, porque la doctrina de Ci riesce, en principio, no se da en el ámbito de una materia determinada, como la religiosa, sino únicamente, como subraya Pío XII en su Discurso, «en determinadas circunstancias» y según el juicio discrecional del «mismo estadista católico», después de haber escuchado, entre otras cosas, el juicio de la Iglesia. Pero esto no fundamenta ningún derecho a nada. Los argumentos de Fr. Basile para superar esta dificultad (ibid, pp. 217 ss.) convierten en irrelevante el propio texto de Ci riesce y su enseñanza simple y clara, sustituyéndola por una serie de argumentos faltos de linearidad. Lo que descuida ese punto de vista es que la doctrina de Ci riesce sigue implicando una visión en la que la soberanía del Estado no está esencialmente limitada por determinados derechos de la persona, como la libertad religiosa. En cambio, la visión de Pío XII es la de un Estado que puede tolerar según su poder discrecionallo que a su juicio es un mal, con el fin de evitar un mal mayor o de alcanzar un bien más importante.
[16] Esta ambivalencia aparece también en el hecho de que a fines del siglo XIX el liberalismo, particularmente en Italia, terminó por ser opresor de la libertad. El liberal Guido de Ruggiero, en su famosa «Historia delliberalismo europeo» (cit. supra), aparecida en 1925, denunció el «absolutismo dogmático» de un cierto liberalismo que intenta «negar a la Iglesia el derecho de libre ciudadanía en el Estado» (425), «convirtiendo el propio liberalismo en un dogma no menos intolerable y opresivo» (428); de manera que pudo incluso sostener que «la resistencia de la Iglesia contra la «tiranía» estatal, aunque su motivo íntimo no tenga nada de liberal, representa de hecho un ejercicio y una defensa de la libertad» (429).
[17] Sobre esto será útil consultar la Storia della Chiesa, a cargo de A. Fliche y V. Martin (24 vol. en 34 tomos): vol. XX: Restaurazione e crisi liberale 1815-1846 de J. Leflon, Editrice SAlE, Roma/Turín 1982; y vol. XXI: II Pontificato di Pio IX 1846-1878 di R. Aubert, Edizioni Paoline, Milán 1990. Una visión diversa proporciona R. De Mattei, Pio IX Edizioni Piemme, Casale Monferrato 2000: se trata de una bien documentada apología de la visión eclesiástica decimonónica, pero que, parece terminar no aceptando plenamente la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa (cfr. nota 58, página 185).
[18] De esta manera resulta claro que, como se verá, el cambio efectuado por el Concilio Vaticano II no se sitúa en el nivel de lo que es doctrina católica, sino en el nivel de determinadas concepciones sobre el papel de la sociedad y del poder temporal en relación con la verdad religiosa y, en consecuencia, con la Iglesia. Por tanto, se trata de un cambio de nivel de la doctrina social. Por la misma razón la ruptura parcial de continuidad, justamente a este último nivel, de la doctrina del Vaticano II respecto de la doctrina «tradicional» no pone en cuestión la infalibilidad del Magisterio ordinario universal (cfr. Concilio Vaticano II, Lumen gentium 25, Enchiridion Vaticanum 1, 173 ss. [no 344 ss.]). La tesis de la parcial continuidad que me esfuerzo por mantener en estas páginas fue propuesta de modo muy claro por E.-W. Bockenforde, Religionsfreiheit. Die Kirche inder modernen Welt (Schriften zu Staat-Gesellschafi-Kirche, III), Herder, Friburgo-Basilea-Viena 1990. De modo diverso ha sido mantenida la tesis de una parcial continuidad, en el sentido de una no-oposición substancial entre el Vaticano II y el magisterio precedente, admitiendo, no obstante, una auténtica novedad doctrinal del Concilio: cfr. por ejemplo F. Ocáriz, Sulla liberta religiosa. Continuitá del Vaticano II con il Magistero precedente, in «Annales Theologici» 3 (1989), 71-97 (aunque la argumentación del autor no me parece del todo convincente). Por lo que se refiere finalmente a la tesis propiamente contraria a la mía —es decir, la de una total continuidad y homogeneidad entre el Vaticano II y la posición anterior, que fue propuesta sobre todo por B. de Margerie, Liberté religieuse et regne du Christ, Édition du Cerf, París 1988, y después en su trabajo monumental (cit. supra, nota 15) por Fr. Basile [Valuet]—, se basa como argumento principal en que Pío VI, Gregorio XVI y Pío IX habrían condenado no la libertad de prensa, la libertad religiosa, la libertad de culto, etc., en cuanto tales, sino solamente estas libertades en su forma ilimitada, es decir, absoluta, y, por tanto, excesiva (B. de Margerie op. cit. pp. 20 ss.), principio que sería válido todavía hoy. Considerando en su conjunto el contexto histórico, esta tesis —igual que el planteamiento general de estos autores— me parece difícilmente sostenible: en primer lugar, parece olvidar el hecho de que Pío VI (cfr. Breve Quod aliquantum de 1791, en el que condenaba la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de la Revolución francesa) ve el error de las libertades modernas esencialmente en el hecho de que con ellas los católicos se atribuyen libertades fuera del control de la Iglesia (de aquí que Pío VI no vea ningún problema para los «infieles y los hebreos», los cuales «no deben ser obligados a la obediencia prescrita a los católicos» (cit. según Fr. Basile [Valuet], op. cit., tomo II, p 1035). Para Pío VI, el problema de las libertades modernas consistía en que éstas, precisamente en cuanto libertades civiles, eran percibidas como contrarias a la debida sumisión de los fieles católicos a la Iglesia. En segundo lugar, la tesis de la total continuidad no parece tomar en consideración de modo suficiente el hecho de que para Gregorio XVI la libertad de opinión, de prensa, etc., «ilimitada» (inmoderata) y «sin freno» necesariamente había de significar una libertad no «controlada» o «moderada» por la censura estatal, es decir, la petición liberal de abolición de la censura estatal, del control más o menos arbitrario e incontrolable, del poder estatal o de la Inquisición del Santo Oficio sobre la prensa (lo que no quería decir libertad absoluta, puesto que liberales como Benjamín Constant optaban por restricciones y reglamentaciones en base a las leyes: eran contrarios a la arbitrariedad de la censura y favorables a procedimientos típicos de un Estado de derecho ya la rule of law). Por tanto, aquello que se condenaba era más bien una determinada concepción política, es decir, una concreta concepción del Estado y de sus tareas. La condena se mezclaba de modo inapropiado con la condena del indiferentismo religioso. Sucedió así porque se pensaba que tener un brazo secular formaba parte de la esencia de la Iglesia, o lo que es lo mismo, que el poder temporal está al servicio de la Iglesia católica para difundir en la sociedad la verdad cristiana. La discontinuidad entre la posición de estos Pontífices y la doctrina del Vaticano II se encuentra precisamente en este nivel más bien político-jurídico, dejando intocados los contenidos propios de la doctrina católica que forman parte del depósito de la fe, como por ejemplo la sumisión de la conciencia a la verdad y el deber de cada hombre de buscar la verdad religiosa.
[19] Aquí se citan los textos en castellano según la traducción oficial disponible en la página web de la Santa Sede, remitiendo al mismo tiempo al Enchiridion Vaticanum 1: Documenti del Concilio Vaticano II Testo ufficiale e versione italiana", Edizioni Dehoniane, Bolonia 13ª ed. 1985, con la sigla DH (primero el número de la Declaración, luego entre paréntesis el número marginal del Enchiridion Vaticanum).
[20] DH 1 (1044).
[21] Catecismo de la Iglesia Católica (CCE) 2105. Esta frase debe leerse a la luz del número precedente (2104) del Catecismo.
[22] Ibidem (la cita incluida es de Apostolicam actuositatem 13).
[23] Ibidem (la cita es de la misma DH 1).
[24] CCE 2104.
[25] Quien esté interesado en entender hasta qué punto esta doctrina estaba presente hasta pocos años antes del Concilio leerá con provecho el artículo de A. Messineo, Laicismo politico e dottrina cattolica, «La Civilta Cattolica», 103 (1952), Vol. II, pp. 18-28; cfr. también A. Ottaviani, lnstitutiones iuris publici ecclesiastici, Vol. II, Univ. Lateranense, Typ. Polygl. Vaticanis, Ciudad del Vaticano, 41960, 46-77.
[26] CCE 2105.
[27] DH 2 (1045) y 3 (1049).
[28] DH 2 (1045); 3 (1047 ss).
[29] DH 3 (1051).
[30] Sobre el concepto de «orden público» (distinto de «bien común») es útil A. M. Quintas, Analisi del bene comune, Bulzoni Editore, Roma 21988, pp. 209-237.
[31] DH 13 (1075).
[32] Así se expresa el título de la segunda parte de DH. Mientras en la primera parte la doctrina sobre la libertad religiosa se propone en sus «aspectos generales», en la segunda parte se expone «a la luz de la revelación».
[33] DH 13 (1076).
[34] DH 13 (1077).
[35] Ibidem (la cursiva es mía).
[36] Ibidem.
[37] DH 12 (1073).
[38] DH 11(1072).
[39] Carta de 9 de enero de 1932, n. 66.
[40] Encíclica Non abbiamo bisogno, de 29 de junio de 1931, III, Enchiridion delle Encicliche 5: Pio Xl, Edizioni Dehoniane, Bolonia 1995, 815 (n. 780).
[41] Cfr. DH 2 (1045).
[42] J. Escrivá, Amigos de Dios, 32.
[43] J. Escrivá, Conversaciones, n. 44.
[44] J. Escrivá, Amigos de Dios, n. 37.
[45] Ibidem, n. 57 ss.
[46] Carta de 11 de marzo de 1940, n. 65, 1.
[47] Ibidem, n. 66, 1.
[48] J. Escrivá, Conversaciones, n. 44.
[49] Remito, por ese motivo, a las diversas biografias de Josemaría Escrivá.
[50] J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 106.
[51] Carta de 9 de enero de 1959, n. 31.
[52] Cfr. también mis reflexiones: Neuevangelisierung und politische Kultur, «Schweizerische Kirchenzeitung» 162 (1994): n.44, 608-613; y n. 45, 622-627.
[53] J. Escrivá, homilía «Amar al mundo apasionadamente», nn. 115-116, en: Conversaciones.
[54] Gaudium et spes 36, Enchiridion Vaticanum 1835 (n. 1432).
[55] Ibidem, n. 43, 851 (n. 1454).
[56] J. Escrivá, homilía «Amar al mundo apasionadamente», n. 114, en: Conversaciones.
[57] Ibidem. Para este aspecto del «amor al mundo» remito a mi trabajo Der selige josemarfa und die Liebe zur Welt, in: C. Ortiz (editor), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Adamas Verlag, K61n 2002, 225-252.
[58] Cfr. J. Escrivá, Conversaciones, n. 21.
[59] Cfr. Enchiridion delle Encicliche 5,43 s. (n. 37-39). Cfr. también Pío XI, Encíclica Quas primas sobre la institución de la fiesta de Cristo Rey, Enchiridion 158 ss., sobre todo 183 s. (n. 154 s.).
[60] Carta de 5 de agosto de 1953 n. 18,2. No estoy en condiciones de determinar si estas palabras de Escrivá deben entenderse como una contraposición entre el apostolado del Opus Dei y la Acción Católica. Será tarea de los historiadores ofrecemos luces sobre este punto. Pero no parece demasiado atrevido suponer que el autor de la carta citada haya pensado también en diversas formas de la Acción Católica, al menos —considerando que la carta lleva fecha del año 1953— de la Acción Católica como la entendía Pío XII, notablemente más organizada y centralizada que la de su predecesor (cfr. P. Chenaux, Pío XlI. Diplomate et pasteur, Éditions du Cerf, París 2003, 326 ss.).
[61] J. Escrivá, Camino, n. 353.
[62] J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 183.
[63] Ibidem, n. 184.
[64] DH 1 (1044).
[65] Cfr. F.-X. Kaufmann, Quale futuro per il Cristianesimo? Queriniana, Brescia 2002 (orig. Wie überlebt das Christentum?, Herder, Friburgo i. Br. 2000).
[66] Ibidem, 118.
[67] Las riquezas de la fe (artículo publicado en la edición dominical del periódico ABC, Madrid), el 2 de noviembre de 1969.
[68] La importancia de la libertad religiosa y de la correspondiente «neutralidad» del Estado en esta materia no significa neutralidad frente a determinados valores sustanciales de relevancia moral por parte del Estado secular o laico. Algunas precisiones sobre esto se encuentran en M. Rhonheimer, Lo Stato costituzionale democratico e il bene comune, in: Ripensare lo spazio politico: quale aristocrazia? (a cura di E. Morandi e R. Panartoni), «Con-tratto - Rivista di filosofia tomista e contemporanea» VI (1997), Il Poligrafo, Padua 1998, 57-122.
[69] Cfr. DH 2 (1046).
[70] DH 1 (1044).
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