Cristo, Profeta y Maestro
La ciencia de Jesucristo
Francisco Lucas Mateo-Seco
Cfr Ocáriz, Mateo-Seco, Riestra, El misterio de Jesucristo, 2ª ed. Eunsa 1993, pp. 231-255
Sumario
1. Cristo, plenitud de la Revelación de Dios.- 2. La ciencia humana de Cristo. 3. La ciencia adquirida.- 4. Ciencia infusa.- 5. Ciencia de visión.- 6. Jesús, viador y comprehensor.- 7. La fe de Jesús.- 8. La infalibilidad de Jesús.
1. Cristo, plenitud de la Revelación de Dios
Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo (Hebr 1, 1-2).
Profeta es quien habla a los hombres las palabras de Dios, que le han sido personalmente reveladas para transmitidas a otros. Muchos fueron los profetas en el Antiguo Testamento, y el mismo Mesías fue anunciado también como un gran Profeta. Así, por ejemplo, leemos en el Deuteronomio: Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande (Dt 18,18).
Los contemporáneos de Jesús esperaban un Mesías que a la vez fuera «el Profeta» (cfr Jn 1,21.25), Y el mismo Jesús se aplicó las palabras de Isaías: El Espíritu del Señor Yahvé está sobre mí, por cuanto me ha ungido Yahvé. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar un año de gracia de Yahvé (Is 61,1-2; cfr Lc 4,18-19). En efecto, Jesús anuncia el Evangelio, la Buena Nueva, del Reino de Dios (cfr Mc 1,15).
Jesús es, pues, Profeta. Enviado por el Padre para llevar a los hombres la Palabra de Dios; la autoridad de su predicación es, por eso divina: el mismo Padre ordena escuchar la palabra de Jesús (cfr M t 17,5). Pero Cristo es más que profeta; El es el Maestro, es decir, el que enseña por propia autoridad (Mt 7,29): así es reconocido y llamado por los discípulos, y él acepta este título; no el de ser un maestro entre otros, sino el Maestro absoluto y único del Nuevo Testamento: Vosotros —dice Jesús a los Apóstoles— me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien porque lo soy (Jn 13,13). Esta autoridad propia con la que Jesús enseña, que atestiguan los mismos evangelistas «sorprendidos de verle siempre enseñar, de un modo y con un autoridad desconocidos hasta entonces» [36], viene fuertemente expresada a través de las palabras Yo os digo (cfr Mt 5,22; Jn 8,51; etc.) [37]. Y, cuando Jesús cita textos del Antiguo Testamento, no sólo expone su doctrina a la luz del texto sagrado, sino que además y especialmente explica el texto sagrado a la luz de sí mismo [18].
Sólo Jesucristo es el revelador perfecto de Dios: nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo (Mt 11,27). Por eso, la enseñanza de Jesús es la plenitud de la divina revelación: «la verdad profunda sobre Dios y sobre la salvación del hombre, por medio de esta revelación hace resplandecer entre nosotros a Cristo, quien es a la vez el mediador y la plenitud de toda la Revelación» [39]. Mientras que los profetas anunciaban lo que les había sido revelado, Cristo habla de lo que ve y conoce: hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto (Jn 3,11). «Jesús revela a Dios en el modo más auténtico, porque está basado en la única fuente absolutamente segura e indudable: la esencia misma de Dios. El testimonio de Cristo tiene, por tanto, el valor de la verdad absoluta» [40].
El carácter supremo y definitivo de las enseñanzas de Jesús se fundamenta en su condición de Dios-Hombre, por la que sus palabras humanas son, en sentido pleno, palabras humanas de Dios [41]. Pero aún cabe decir más: Jesús no sólo enseña la verdad, sino que El es la Verdad (cfr Jn 14, 6), porque es el Verbo, la Palabra eterna y perfecta del Padre hecha visible en la carne. El es, al mismo tiempo, el Maestro que enseña y la Verdad enseñada [42]. Por eso Cristo es Revelación de Dios en sí mismo, no sólo a través de las palabras sino también en todos sus actos: «con las: palabras y con las obras («verba et gesta») [43]. De ahí que, el simple ver a Jesús sea ya ver al Padre (cfr Jn 12,45; 14,9). Por esto, «toda obra de Cristo tiene un valor trascendente: nos da a conocer el modo de ser de Dios» [44].
Se trata, pues de la revelación de Dios en toda su inmediatez, pues quien revela al Padre es la Palabra inmanente del Padre, su Imagen perfecta, su Hijo, engendrado en un hoy eterno, en identidad de naturaleza: un solo Dios junto con el Padre. Las palabras de Jesús, quien me ve a mí ve al Padre (Jn 14,9; 12,45) han de entenderse, pues, en toda su radicalidad; también de su ministerio revelador. Cristo no es sólo el maestro de la verdad, sino que es la misteriosa, Sabiduría preexistente cabe Dios (cfr Prov 8; Sab 7; Ecclo 4-6); en El Verdad y Vida se identifican (cfr Jn 14,6) hasta el punto de que el hombre sólo conoce la verdad si vive en El, y no puede vivir en El sin identificarse con la verdad: en la Palabra estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas (Jn 1,4-5).
De ahí que Cristo ha de ser tenido como maestro a un nivel distinto de todos los demás; en rigor, El es el único maestro: vosotros no os hagáis llamar rabbi, porque uno solo es vuestro Maestro, y todos vosotros sois hermanos (Mt 23,8). No sólo hay que aprender lo que enseña, aceptar su mensaje, sino que es necesario identificarse con El hasta poder decir con san Pablo, vivo yo, ya no yo, sino que es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20). Sólo en esta identificación personal se llega al conocimiento pleno de la verdad. En rigor, revelación y salvación son dos términos intercambiables, si se les toma en toda su riqueza: el conocer no significa un mero acto de la razón, sino un acto existencial que abarca a toda la persona, que la compromete en su amor y en su libertad, y la llena de gozo. De ahí que la visión facial de Dios sea llamada visión beatífica; de ahí también que nuestro Señor describiese la vida eterna como conocimiento. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo (Jn 17,3). Esto es así, porque Verdad y Vida se identifican entre sí y con quien es Hijo y Palabra del Padre: La Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).
«La majestad del Cristo docente, la coherencia y la fuerza persuasiva únicas de su enseñanza, se explican sólo porque sus parábolas y sus razonamientos no son nunca separables de su vida y de su mismo ser. En este sentido, toda la vida de Cristo fue una enseñanza continua: sus silencios, sus milagros, sus gestos, su oración, su amor por el hombre, su predilección por los pequeños y los pobres, la aceptación del sacrificio total en la Cruz para la redención del mundo, su resurrección, son la actuación de su palabra y el cumplimiento de la revelación» [45].
Finalmente, es importante señalar que la enseñanza de Cristo es definitiva, también en el sentido de que, con ella, la Revelación de Dios a los hombres en la historia ha tenido su último cumplimiento. Así, «la economía cristiana, como alianza que es eterna y definitiva, no pasará jamás y ya no hay que esperar nueva revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo» [46]. Por esto, aunque es posible —y lo será siempre— una mayor profundidad en el conocimiento de Dios y, sobre todo, una creciente fidelidad de los hombres a la verdad cristiana, el progreso cristiano es el progreso en la identificación con Cristo, en vivir de acuerdo con la doctrina que El nos ha enseñado como Maestro, y el progreso en el vivir más de esa vida que El nos ha dado como Pastor nuestro. Así pues, «en la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a El por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!» [47].
2. La ciencia humana de Cristo
Afirmar que existen en Cristo dos naturalezas perfectas, la divina y la humana y, en consecuencia, dos operaciones, una divina y otra humana, implica, como es obvio, afirmar que existen en Cristo dos modos de conocer, uno divino —común a las Tres Personas de la Trinidad—, y otro humano, correspondiente a su inteligencia humana [48] y, por ello, implica la afirmación de que existe en Cristo verdadero conocimiento humano, conocimiento que se encuentra en la base de sus elecciones humanas libres y, en consecuencia, de su capacidad para merecernos la salvación.
Precisamente fue el temor a la libertad humana de Cristo lo que llevó a Apolinar de Laodicea a negar que Cristo tuviese alma intelectual [49]. La Iglesia condenó la doctrina apolinarista, defendiendo así la integridad de la naturaleza humana de Jesús y la autenticidad de sus operaciones humanas. Existe, pues, en Cristo una inteligencia humana, correspondiente al alma racional que posee. Esta inteligencia, a su vez, no está despojada de la actividad que le es propia, como queda patente en la enseñanza del Concilio III de Constantinopla [50]. Y aunque no ha existido intervención directa del Magisterio sobre la existencia en Cristo de ciencia humana, esta verdad se encuentra implícitamente definida al afirmarse que existe en El alma racional [51], Y al afirmar que, en El, cada naturaleza obra lo que le es propio [52].
La afirmación de un conocimiento humano en Cristo es patente en todo el Nuevo Testamento. Jesús, cuenta San Lucas, crece en sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres (cfr Lc 2,52). Como subraya el Concilio Vaticano II, el Hijo de Dios, «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre» [53].
Al estudiar la ciencia humana de Cristo, desde el medioevo los teólogos se han preguntado por la existencia en Cristo, durante su caminar terreno, de los tres modos de conocimiento a los que, al menos con capacidad obediencial, está abierta la inteligencia humana. Se han preguntado por la ciencia adquirida, la ciencia infusa, y la ciencia de los bienaventurados o ciencia de visión. Trataremos, pues, de la existencia en el Jesús terreno de estos tres modos de conocimiento y de su extensión, para tratar a continuación de las cualidades de la ciencia de Cristo, especialmente, de su infalibilidad.
3. La ciencia adquirida
Por ciencia adquirida se designan aquellos conocimientos que el hombre adquiere por sus propias fuerzas, a partir de sus sentidos; esa ciencia de que habla p.e. San Lucas, mostrando a Jesús adolescente, que crece en sabiduría y edad y gracia (cfr Lc 2,52). Se trata de un conocimiento experimental, que progresa con los años, el esfuerzo y la experiencia. Hablar de este conocimiento adquirido en Cristo —y, por tanto, progresivo—, es consecuencia del realismo con que se acepta la Encarnación del Verbo, de la seriedad con que se afirma que ha tomado sobre sí una naturaleza verdaderamente humana y, por tanto, limitada.
Grandes teólogos como San Buenaventura, Escoto y Suárez e incluso Santo Tomás en sus primeras obras, negaron que Cristo tuviese una ciencia adquirida verdaderamente, pues pensaban que era más congruente con la dignidad del Verbo hecho carne afirmar que su Humanidad había poseído desde el principio todos estos conocimientos por ciencia infusa [54].
«Aunque hubo un tiempo —escribe Santo Tomás ya al final de su vida— en que yo mismo opiné otra cosa, no se puede afirmar que Cristo no poseyera una ciencia adquirida. Una tal ciencia es proporcionada a la naturaleza humana no sólo por parte del sujeto que la recibe, sino también por parte de la causa que la produce; pues tal ciencia se atribuye a Cristo por razón de su entendimiento agente, el cual es connatural a la naturaleza humana» [55].
A la hora de negar la existencia en Cristo de una ciencia adquirida —la forma normal en que los hombres adquieren sus conocimientos, pues en el inicio de la vida humana la inteligencia es «tanquam tabula rasa in qua nihil neque fictum neque pictum»—, pesaba en estos autores, sobre todo, la dignidad del Verbo, Verdad y Vida, dignidad que consideraban incompatible con el hecho de que en un principio su alma hubiese podido estar —como la de los demás hombres— en un estado de pura potencialidad, «tanquam tabula rasa», y que tuviese que realizar el aprendizaje en la forma fatigosa en que lo hacen los demás hombres. Sin embargo, el mismo Tomás de Aquino, ya en plena madurez, para no lesionar la radicalidad con que el Verbo se hace hombre, afirma que hubo en Cristo una verdadera ciencia adquirida, con las características propias de esta ciencia, en especial, su carácter progresivo [56].
A pesar de ello, Tomás de Aquino se resiste a aceptar que Cristo haya recibido verdaderamente una enseñanza por parte de nadie [57]. En consecuencia, resta importancia a aquellos textos del Nuevo Testamento en los que el Señor pregunta, muestra admiración, etc., siguiendo la exégesis de Orígenes, según la cual Cristo preguntaría no para saber algo, sino «para
enseñar preguntando» [58]. Aunque en algunos de estos lugares Jesús, como es habitual en el lenguaje humano, pregunta sin realizar una auténtica interrogación (cfr p.e., Mt 8,26; 9,4), Y en otros el mismo evangelista advierte que Jesús pregunta no como quien no sabe, sino pedagógicamente (cfr p.e., Jn 6,5), en otros textos —p.e, Mc 6,38; 11,13; Lc 8,30— se muestra, sin embargo, a Jesús que pregunta queriendo conocer algo. Negarle a Cristo hombre, a Jesús niño, la posibilidad de ser enseñado verdaderamente implica negar que aprendiese de su Madre, como los demás niños, el habla, las costumbres de su pueblo, etc.
Muchos teólogos, Santo Tomás entre ellos, han enseñado que la ciencia adquirida de Cristo abarcaba «todo aquello cuanto puede ser conocido por la acción del entendimiento agente» [59]. En este sentido, sería, pues, ilimitada. Cristo no habría ignorado nada en ningún orden del conocimiento humano. Semejante afirmación no parece compatible con el realismo de una ciencia adquirida que Cristo consigue con el esfuerzo de sus sentidos y potencias y en la que progresa en forma semejante a los demás hombres. La experiencia de que Cristo disponía era, obviamente, limitada y acorde con su época y lugar: «la ciencia adquirida del Salvador tuvo siempre (descartado el error) la perfección conveniente a su edad, a su tiempo, a los lugares donde vivía, y en proporción con las personas con quienes conversaba y con los designios de sabiduría que se proponía para la gloria de Dios y la salvación del mundo» [60].
4. La ciencia infusa
Se designa por ciencia infusa aquel conocimiento que no se adquiere directamente por el trabajo de la razón, sino que es infundido directamente por Dios en la inteligencia humana. Piénsese, p.e., en el conocimiento profético, que no es un pronóstico, sino verdadero y firme conocimiento del futuro.
La mayor parte de los teólogos a partir del medioevo enseñan que Cristo gozó de ciencia infusa [61]. Se apoya este convencimiento en el principio de perfección con que acceden al estudio de la ciencia humana de Cristo: la inteligencia creada de Cristo —dicen— no debía estar en estado imperfecto, porque a una naturaleza unida hipostáticamente a la Persona del Verbo conviene una perfección omnímoda. Por tanto no debía haber en la inteligencia de Cristo ninguna potencialidad que no estuviese actualizada, y, en consecuencia, puesto que era capaz de recibir ciencia infusa, debía recibir esta ciencia [62].
La Sagrada Escritura no proporciona textos en los que quede clara la existencia de ciencia infusa en Cristo. Los que suelen utilizar los teólogos para apoyar la existencia de esta ciencia en Cristo —p.e., Jn 1,14, Hebr 10,5-7—, no son apodícticos, aunque tampoco cierran la puerta a su existencia. Y, como es obvio, no debe limitarse la universalidad de la ciencia en Cristo a priori, más que en aquello que queda claro según los límites inherentes a la naturaleza humana [63].
Sin embargo, no se deben minusvalorar aquellos pasajes del Nuevo Testamento en que se señala un conocimiento sobrenatural de Cristo, conocimiento que puede atribuirse al don profético, de cosas que Jesús no podía conocer por los recursos ordinarios de su inteligencia humana. En este sentido manifiestan los evangelios, p.e., el conocimiento que Jesús tiene de los corazones y de sucesos no sólo presentes, sino también futuros. Jesús, ya en el primer encuentro conoce lo que hay en el corazón de Natanael (Jn 1,47-49), en la vida de la samaritana (Jn 4,17-18); sabe lo que a sus espaldas han estado discutiendo los discípulos (Mc 9,33-35); conoce con certeza que Lázaro ha muerto (Jn 11,14); predice la negación de Pedro y la defección de los discípulos (Mc 14,18-21.27-31; Lc, 22,31-39); anuncia su muerte y resurrección (cfr p.e., Mt 12,39-41; Lc 11,29-32); anuncia el fin del mundo y la destrucción de Jerusalén (Mt 24,1 ss; Mc 13,5 ss; Lc 21,8 ss). Los evangelios tienen la clara intención de subrayar este conocimiento sobrenatural de Jesús, la absoluta certeza y autoridad con que habla, el hecho de que la fuente de su conocimiento en estas ocasiones trasciende el usual origen del conocimiento humano. Jesús ve más allá de donde permiten los ojos de la carne (cfr p.e., Jn 1,48-50).
La dignidad de la Humanidad de Cristo —unida hipostáticamente al Verbo—, hace muy conveniente la existencia en Cristo de la gracia en grado supremo, también en dones y carismas. En Cristo reposa en plenitud el Espíritu Santo con sus dones (cfr Is 11,1-3). No hay por qué negar, pues, la existencia en Cristo de ciencia infusa. A esta razón ha de añadirse que El es Cabeza de los hombres y los ángeles, «de cuya plenitud todos hemos recibido, gracia sobre gracia» (Jn 1,16), y parece conveniente que estén en la Cabeza todas las gracias que serán otorgadas a los miembros, también la ciencia infusa.
5. La ciencia de visión
Junto a la ciencia adquirida y a la ciencia infusa, los teólogos en su gran mayoría admiten en Cristo, desde el primer instante de su concepción, la ciencia de los bienaventurados, es decir la ciencia de visión, esa visión intuitiva de la Divinidad a la que se refiere San Pablo con la expresión ver a Dios cara a cara (cfr 1 Cor 13,12), y San Juan al decir que conoceremos a Dios tal como El es en sí mismo (cfr 1 Jn 3,2).
A la hora de hablar de la ciencia de visión en Cristo, se suelen citar aquellos textos de la Sagrada Escritura en los que se habla de que el Hijo ha visto al Padre, da testimonio del Padre. Estos textos se encuentran, sobre todo, en el evangelio de San Juan: A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unico, que está en el seno del Padre, El mismo nos lo ha dado a conocer (Jn 1,18; cfr Jn 3,11). No es que alguien haya visto al Padre, sino que aquel que ha venido de Dios, ése ha visto al Padre (Jn 6,46; cfr Jn 8,55; 3,32). En verdad, en verdad te digo que nosotros hablamos de lo que sabemos, y de lo que hemos visto damos testimonio (Jn 3,11). Expresiones parecidas a éstas se encuentran en San Mateo: Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo (Mt 11,27).
Conviene recalcar que estos textos y otros de carácter similar parecen dejar fuera de duda que el poder revelador de Cristo tiene su origen no en una revelación que Jesús haya recibido a su vez, ni en la fe de Jesús, sino en el conocimiento directo que El tiene del Padre. El, Jesús, da testimonio en sentido estricto: testifica de lo que ha visto. Al mismo tiempo, la Sagrada Escritura guarda un llamativo silencio sobre aquello que Jesús debería haber tenido de no haber gozado de la visión de Dios: la fe. Jesús, que es Pontífice fiel (cfr Hebr 3,2) no aparece nunca como un creyente, como aquel que procede en la oscuridad de la fe, sino como quien conoce profunda y directamente la intimidad divina [64].
Si bien es verdad que el primer texto patrístico en que parece afirmarse la ciencia de visión en Cristo pertenece a San Agustín, también es claro que en ningún momento los Santos Padres hablan de Cristo como un creyente o como de aquel que camina en el claroscuro de la fe. Antes al contrario, se nota en estos primeros siglos una fuerte afirmación de la sabiduría del Señor, de su infalibilidad, aunque no se haya tematizado de dónde viene a Jesús tal conocimiento [65].
La afirmación de la ciencia de visión en Cristo ha sido posición casi unánime de los teólogos desde el medioevo hasta la época del Concilio Vaticano II, basada no en un texto determinado, sino en el conjunto de los datos bíblicos y patrísticos [66]. Desde el punto de vista argumentativo, las razones aducidas son razones de conveniencia referidas fundamentalmente a la perfección debida a la naturaleza humana de Cristo, a su capitalidad y a la plenitud de su santidad. En efecto, como escribe Santo Tomás uniendo los dos primeros argumentos, «lo que está en potencia se actualiza por lo que ya está en acto (...). El hombre está en potencia para alcanzar la ciencia de los bienaventurados, que consiste en la visión de Dios, y se ordena a ella como a su fin, pues la criatura racional es capaz de este conocimiento beato por ser imagen de Dios. Por otra parte, los hombres son llevados a este fin de la bienaventuranza por la humanidad de Cristo, como se lee en Hebr 2,10 (...). Por tanto era preciso que Cristo-Hombre poseyera en grado altísimo el conocimiento consistente en la visión de Dios, pues la causa ha de ser más perfecta que sus efectos» [67].
A primera vista, el argumento carece de consistencia, ya que se le podría objetar, en primer lugar, que la causalidad de la Humanidad de Cristo a que se refiere es una causalidad instrumental y, como es sabido, nada impide que una causa instrumental obre un efecto superior a su propia capacidad, precisamente en virtud de la causa principal que actúa a través de ella (en este caso la Divinidad del Señor); en segundo lugar, este argumento parecería exigir la existencia en Cristo de la visión beatífica sólo tras su Muerte y Resurrección, ya que es a partir de aquí cuando efectivamente la Humanidad del Señor conduce a los hombres a la gloria. Sin embargo, esta argumentación adquiere su verdadero valor si se sitúa en el marco de la Mediación de Cristo. «El es el Mediador, aquel que une a los hombres con Dios; y la visión beatífica es el culmen de esta unión, su acabamiento. No se puede admitir que El haya tenido necesidad de ser unido a Dios en cuanto hombre, porque habría tenido necesidad de mediación siendo El el primero y único mediador» [68].
La plenitud de santidad y gracia existente en Cristo parece exigir también la ciencia de visión. En efecto, la visión intuitiva y facial de Dios no es un don accidental añadido y separable del supremo grado de gracia, sino que es en sí misma el desarrollo supremo de la gracia, el vértice y culmen de la unión del alma con Dios. De ahí que negarle a Cristo la ciencia de visión implique necesariamente negarle la plenitud absoluta de gracia y unión de su alma con la Trinidad.
Numerosos teólogos actuales, a estas razones, añaden como argumento la dificultad que entraña concebir el comportamiento de Jesús, si con su mente humana no hubiese estado viendo inmediatamente a la Divinidad. Baste recordar la absoluta seguridad con que Cristo testifica no sólo de la existencia de Dios, sino de la intimidad divina, de cómo es el corazón paterno de Dios, de cómo perdona, etc. Cristo se manifiesta con seguridad absoluta. Se ha intentado explicar este comportamiento de Cristo sin recurrir a su ciencia de visión, pero las dificultades que se originan son aún mayores que las que se evitan al negarle esta ciencia durante su caminar terreno [69].
Por la ciencia de visión, los bienaventurados contemplan la esencia divina, la intimidad de Dios, y al contemplarla, puesto que todo se contiene en. Dios como en su causa, conocen también muchas otras cosas, en particular aquellas que les afectan directamente. De ahí que, tras afirmar que existe en Cristo ciencia de visión, surja la cuestión de cuál es el objeto y la extensión de esta ciencia. Es obvio que, dada la infinitud de Dios y la limitación de la inteligencia humana de Nuestro Señor, esta ciencia no puede ser comprehensiva de los misterios divinos, ni abarcar a Dios totalmente: Dios excede toda inteligencia creada. La ciencia de visión de Cristo tampoco puede abarcar todo aquello que Dios ha podido crear, es decir, el infinito mundo de los posibles. Es parecer unánime entre los teólogos que aceptan en Cristo la existencia de ciencia de visión, el decir que con ella Cristo conoce todo lo pasado, lo presente y lo futuro, ya que todo eso le afecta como Rey del universo y Redentor del género humano [70].
Pocas son las intervenciones del Magisterio de la Iglesia en torno a la existencia de ciencia de visión en Cristo, todas ellas afirmando su existencia, haciéndose eco del sentir común de los teólogos. Cuando a principios de siglo algunos autores católicos, entre ellos Schell [71], negaron su existencia en Cristo antes de la Resurrección, el Santo Oficio en Decreto de 5.VI.1918, declara que esta tesis «no podía ser enseñada con seguridad» [72]. Más tarde, Pío XII en las encíclicas Mystici corporis (1943) y Haurietis aquas (1956), hizo mención explícita de la visión beatífica de Cristo antes de la Resurrección [73]. Más recientemente Juan Pablo II ha enseñado que Cristo, «en su condición de peregrino por los caminos de nuestra tierra (viator), estaba ya en posesión de la meta (comprehensor) a la cual debía conducir a los demás» [74].
6. Jesús, viador y comprehensor
La principal dificultad que la existencia de la ciencia de visión en Cristo presenta al teólogo estriba en que, al admitir en Cristo la ciencia de visión, hay que admitir también que El, durante su vida terrena, es al mismo tiempo viator y comprehensor, es decir, está al mismo tiempo en estado de caminante con las características que este estado implica —capacidad de merecer, etc.—, y en estado de término, es decir, habiendo llegado ya al final de su destino humano. Esto parece en sí mismo contradictorio. En cualquier caso, es necesario subrayar la veracidad del caminar terreno del Señor, un caminar compartido con los hombres de su época y de su entorno. Así es como aparece en los evangelios. Y es en razón de este estar en camino como el Señor puede redimirnos. Como para cualquier otro hombre, el tiempo de merecer termina para Cristo con la muerte [75]. Después causará nuestra redención «per modum efficientiae», pero no «per modum meriti» [76].
Asimismo, la unión en una misma persona de dos estados tan distintos como son el de caminante y el de término comporta graves problemas, mejor dicho, presenta al teólogo un misterio que le sobrepasa. Igual sucede con una de las características inherentes al estado de comprehensor: la suprema felicidad, que parece incompatible con el supremo dolor de Cristo en su muerte, o la tremenda agonía del Huerto [77].
Una tercera objeción, que se suele aducir contra la existencia de ciencia de visión en Cristo, está tomada de la naturaleza del quehacer intelectual: admitir la ciencia de visión en Cristo parece que implicaría negar la realidad de su conocimiento adquirido. En efecto, si ya lo sabe todo por ciencia de visión, ¿cómo podría Cristo compartir con nosotros el progreso tan característico del conocimiento por ciencia adquirida? ¿ Cómo podría coexistir esta ciencia universal con la parcialidad inherente al carácter progresivo de la ciencia adquirida?
Repetidamente afirma Santo Tomás que coexisten en Cristo el estado de caminante y el de comprehensor [78]. Y con él lo hace toda la Escolástica. A la hora de tratar cómo coexisten en Cristo estos dos estados, escribe: «Viador es el que marcha hacia la bienaventuranza; bienaventurado es el que descansa en ella (...). El alma de Cristo, antes de su pasión, gozaba plenamente de la visión de Dios y, por tanto, poseía la bienaventuranza propia del alma. Mas fuera de éste, le faltaban los demás elementos que integran la bienaventuranza, pues su alma era pasible, y su cuerpo pasible y mortal, como ya dijimos. Por consiguiente, en cuanto que poseía la bienaventuranza propia del alma, era bienaventurado; y en cuanto tendía a aquellos elementos de la bienaventuranza que aún le faltaban, era a la vez viador» [79].
Como se ve, Santo Tomás busca la solución de esta aporía manteniendo al mismo tiempo que «es imposible que el mismo sujeto y bajo el mismo aspecto camine hacia su fin y a la vez descanse en él» [80]. Por ello, señala que Cristo está en estado de caminante en cuanto a la pasibilidad del alma y del cuerpo, mientras que, en cuanto a lo profundo del alma, se encuentra ya en estado de término. No se trata, pues, de una contradicción. Y aunque a primera vista pueda parecer que Santo Tomás está utilizando una distinción demasiado sutil, en realidad se limita a aceptar el misterio. En efecto, mientras que por una parte los evangelios presentan a Jesús como compañero de camino en esta tierra, de forma que es claro que su vida marcha hacia la consumación de la muerte, es decir, está en estado de caminante, por otra parte, al ser el Unigénito del Padre también en su Humanidad, es obvio afirmar que se encuentra en estado de término. Pues si el estado de término no consiste en otra cosa que en la definitiva unión con la Divinidad, no hay unión más estrecha e irreversible que la unión hipostática. Síguese que de una forma o de otra parece ineludible aceptar que en el Jesús terreno se dio al mismo tiempo el estado de caminante y el estado de comprehensor. Por esa razón, propiamente hablando, Cristo no tuvo la virtud de la esperanza dirigida a su objeto propio —la posesión de Dios—, sino sólo tuvo esperanza sobre aquellos bienes que aún no poseía, como p.e., la gloria del cuerpo y del alma [81]. «Si Santo Tomás enseña que Cristo en su caminar terreno era a la vez viator (es decir estaba en estado de progresión) y comprehensor (es decir estaba en el término), tiene buen cuidado de precisar que es bajo dos aspectos diferentes, es decir en relación a dos términos formalmente diferentes: de un parte la beatitud en tanto en cuanto concierne al alma sola (en tanto en cuanto espiritual: la beatitud esencial); de otra parte en tanto que comunicada al ser corporal (los bienes que integran la beatitud)» [82].
La cuestión puede ser mirada desde otro punto de vista: ¿cómo es posible que el gozo del estado de término —la fruición de la Divinidad— no redunde en el alma y en el cuerpo, y que la gloria del alma no redunde en la gloria del cuerpo? Dicho de otro modo, ¿es posible que se den en el mismo sujeto la suprema felicidad del cielo y los atroces dolores de la Pasión? Santo Tomás vuelve sobre este asunto un poco más adelante, preguntándose si «toda el alma de Cristo durante su Pasión disfrutaba del gozo bienaventurado». La contestación de Santo Tomás es similar a la ya dada a la objeción consistente en la imposibilidad de coexistencia en Cristo del estado de caminante y del estado de comprehensor: «no hay inconveniente en que dos contrarios inhieran en un mismo sujeto si no lo hacen con respecto a lo mismo» [83]. Mientras Cristo era viador, la gloria de lo más profundo del alma no redundaba ni en la parte inferior del alma ni en el cuerpo; y vivecersa, el dolor de la parte inferior del hombre no privaba al alma de la fruición de Dios [84].
El teólogo se encuentra aquí ante un gran misterio: el de la intimidad del Jesús terreno, desvelada apenas en los evangelios. Jesús es Hijo de Dios y Siervo de Yahvé, varón de dolores. En cierto sentido, la aporía es ineludible y simétrica a esta otra: ¿cómo es posible que la gloria del Verbo no redundase en toda la Humanidad de Jesús desde el primer momento de la Encarnación? Se comprende que los luteranos movimientos kenóticos hayan pensado que el Verbo estuvo en estado de exinanición —in statu exinanitionis— desde la Encarnación hasta el momento de la glorificación de Jesús. Es el mismo problema —la coexistencia en Cristo durante su caminar terreno de extremos tan opuestos— visto al revés y desde una no correcta intelección de la comunicación de idiomas [85]: si unos se preguntaban cómo era posible que la gloria del Verbo no redundase inmediatamente en la gloria de la humanidad de Cristo, los movimientos kenóticos se preguntan cómo es posible que el Verbo permaneciese glorioso mientras padecía la Humanidad de Jesús. La solución de Santo Tomás, ampliamente seguida por los teólogos, mantiene los dos términos del problema: el gozo y el dolor de la Humanidad del Señor durante su caminar terreno. La coexistencia de ambos extremos parece deducirse claramente de lo dicho en los evangelios.
Finalmente, vengamos a la dificultad que surge a la hora de intentar conciliar en Cristo hombre un conocimiento total, claro y cierto como es el conocimiento intuitivo e inmediato de la esencia divina con un conocimiento que progresa poco a poco y que no es total, ni goza de la claridad de la ciencia de visión, como es la ciencia adquirida. La solución a esta dificultad se encuentra precisamente en la distinta naturaleza de ambos conocimientos; mientras que el conocimiento natural se adquiere a través de los sentidos por imágenes o especies, la ciencia de visión es sin imágenes o especies, por comunicación inmediata de la Divinidad al alma, haciéndole conocer de una forma que excede absolutamente el modo propio del conocimiento humano [86]. Se trata de dos conocimientos de niveles y características bien distintos que, por ello, coexisten sin contradecirse y sin anularse el uno al otro.
La misión de Jesús —ser Revelador del Padre—, apoya la conveniencia de que existieran en Cristo estos diversos modos de conocimiento. El es profeta, con un profetismo situado a nivel muy superior de los otros profetas. El es el Hijo que revela y da testimonio de lo que ve en el seno del Padre (cfr Mt 11,25-27; Lc 10,22; Jn 3,31-32). A Dios nadie le vio jamás; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, ese le ha dado a conocer (Jn 1,18). «El es el Revelador porque la trascendente e inexpresable Verdad divina, que El alcanza en su trascendencia por la visión inmediata, se refracta, en su inteligencia y en su sensibilidad, en un lenguaje (de conceptos, de imágenes, de palabras) de hombre: en un lenguaje por medio del cual El la comunica a los hombres» [87]. Los dos conocimientos —la ciencia de visión y la ciencia adquirida— cooperan en la misión reveladora del Hijo, el cual da testimonio de lo que ha visto (cfr Jn 3,11-14).
7. La fe de Jesús
Considerada la ciencia de visión en Cristo, la teología comúnmente ha negado la existencia en Cristo de la virtud de la fe, precisamente por coherencia con las características esenciales de esta ciencia. En efecto, mientras que la ciencia de visión es un conocimiento claro e inmediato de la esencia divina, la fe es un conocimiento mediato y oscuro, pues es creer aquello que no se ve (cfr Hebr 11,1). En consecuencia, es incompatible con la clara visión. Así, siguiendo a San Pablo (cfr 1 Cor 13,9-13), al hablar de los bienaventurados se dice de ellos que su fe ha sido consumada en la visión, o que ha sido evacuada por la visión. De ahí que hablando en sentido estricto —en el estricto significado teológico de la palabra fe— haya que decir que en Cristo no hubo fe, sino visión [88].
Algunos autores, aun aceptando la ciencia de visión, gustan hablar de la existencia de fe en Cristo, bien sea porque utilizan el término fe en sentido menos propio —como fidelidad—, o porque lo utilizan en sentido analógico, como si la ciencia de visión fuese la fe en su total consumación, o porque asimilan la ciencia de visión a un especial conocimiento por connaturalidad [89]. También hablan de la existencia de fe en Cristo, como es obvio, todos aquellos que niegan que gozase de la ciencia de visión. Más aún, una forma de negar la ciencia de visión es afirmar la existencia de la fe en Cristo, dado que, hablando en sentido estricto, son incompatibles. En cualquier caso, como advertía Santo Tomás, aunque Cristo no tuvo la virtud de la fe, sí tuvo lo concerniente a su mérito: «El mérito de la fe consiste en el asentimiento que por obediencia voluntaria a Dios presta el hombre a lo que no ve (...). Ahora bien, Cristo tuvo una obediencia prefectísima respecto a Dios (...). Así pues, Cristo no enseñó nada relativo al mérito de la fe no hubiera él mismo practicado de modo más excelente» [90].
No sólo el carácter de Revelador del Padre, propio de Cristo, hace muy conveniente la ciencia de visión y, por tanto, la ausencia de fe; también la naturaleza misma de la virtud de la fe lleva a la misma conclusión. En efecto, la fe no es conocimiento directo e inmediato del objeto, sino que es un conocimiento mediado, es decir, necesitado de la mediación de la autoridad del testigo. Se cree por el testimonio, no porque aparezca ante los ojos la evidencia de lo creído. No parece conveniente ni posible que Aquel que es el único Mediador en razón de la inmediatez de su unión con el Verbo —la unión hipostática—, necesitase para conocer y hablar de la intimidad de Dios ninguna otra mediación. Es elocuente que Jesús hable apoyado en su propia autoridad (cfr p.e., el Sermón de la Montaña), sin referirse a su fe y sin que el Nuevo Testamento hable jamás de la fe de Jesús.
8. La infalibilidad de Jesús
Proponiéndose como Maestro a los discípulos, Jesús afirma de sí mismo: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6). En Cristo se encuentra el hombre con la Verdad. Por eso, El es el único Maestro: Y no os llaméis maestros: uno sólo es vuestro Maestro, Cristo (Mt 23,10). Como tal ha sido recibido por los cristianos de todos los tiempos que, fiados de su palabra, le han seguido recibiendo su enseñanza como palabra de Dios.
Sólo tras la crítica iniciada por Reimarus (1694-1768), se comienza a introducir en sectores del pensamiento no católico la idea de que Jesús padeció error en cuanto a la fecha del fin del mundo y en cuanto a la naturaleza misma de su mesianismo. En el terreno católico son los modernistas, más en concreto, Tyrrell, Loisy y Schnitzer [91], quienes primero hablan de un error en Cristo en torno a la fecha del fin de mundo. Se apoyan para ello, sobre todo, en los conocidos textos del Discurso escatológico (Mt 24; Mc 13 y Lc 21), en los que el Señor parece anunciar el fin del mundo como inminente y en algunos otros versículos aislados como Mt 16,27-28, Mc 14,62 y paralelos [92]. Este error habría llevado a Jesús consecuentemente a predicar una moral provisoria —no válida para todo tiempo—, ya que sería una moral de interinidad, y le habría llevado también a no querer instituir la Eucaristía, ni fundar la Iglesia; ésta habría sido fundada por los Apóstoles al ver que no llegaba el final de los tiempos [93].
No es éste el momento de entrar en la exégesis detenida de los correspondientes textos de la Sagrada Escritura, que, como es obvio, eran conocidos por los Santos Padres y fueron conocidos también por todos los teólogos y que han de ser interpretados a la luz de toda la doctrina del Señor. Así p.e., las parábolas del Reino se manifiestan siempre en el sentido de un reino que crece lentamente como la semilla sembrada en el campo o la harina que fermenta, y, por tanto, no parecen compatibles con la afirmación de un inminente fin del mundo. No tiene sentido, por otra parte, que el Señor diga que de aquel día y aquella hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre (Mt 24,36), exhorte a los discípulos a la vigilancia porque no sabéis cuándo llegará vuestro Señor (Mt 24,42) Y se interpreten sus palabras en este mismo capítulo (no pasará esta generación antes de que todo esto suceda, Mt 24,34), como si aquí se estuviese hablando de una fecha inminente del fin del mundo [94].
La posición de los Modernistas fue condenada por San Pío X en el Decreto Lamentabili (8.VII.1907), y en la Encíclica Pascendi (8.IX.1907) [95].
Desde la perspectiva cristológica, hay que decir que la existencia de un error en Cristo, sobre todo en lo concerniente a su misión y a sus enseñanzas, implicaría que no es Dios. En efecto, sería la Persona del Verbo en sus palabras humanas la que, en ese caso, se habría equivocado: el error, aunque de la inteligencia humana, recaería en la Persona del Hijo. Por ello la mayor parte de los teólogos afirman como perteneciente a la fe no sólo que Cristo no se equivocó, sino que era infalible, que por la unión hipostática metafísicamente era imposible que errase.
Existen en el Nuevo Testamento algunos textos que parecen indicar una ignorancia de Jesús respecto a determinadas cosas. Jesús pregunta con deseo de recibir respuesta (cfr p.e., Mc 5,9; Lc 8,30; Mc 9,16; Mc 9,32; Lc 8,45, etc); lo mismo sucede con algunas exclamaciones (cfr p.e., Mt 26, 39; Mc 15,34) Y con la sorpresa y admiración que a veces muestra (cfr p.e., Lc 7,9). El texto más importante es el mencionado anteriormente en el que Jesús dice ignorar el día y la hora del juicio (Mt 24, 36).
Con respecto a este último texto, algunos Santos Padres lo entienden directamente como afirmando una ignorancia de Cristo en torno al día del juicio (así p.e., S. Ireneo [96], Orígenes [97], San Atanasio [98], San Basilio [99], San Gregorio de Nisa [100]. Muchos de estos textos patrísticos han surgido en polémica contra los arrianos o contra Apolinar de Laodicea, intentando mostrar la realidad de la humanidad de Jesús y, por tanto, apoyándose en la ignorancia en torno al día del juicio como muestra clara de que Cristo tenía también mente y conocimiento humanos. Sin embargo, a pesar de tan notables testimonios a favor de la ignorancia de Jesús, son numerosos los Santos Padres que se inclinan a afirmar en Cristo, también en cuanto hombre, el conocimiento del día del juicio. Entre estos cabe mencionar a Dídimo el Ciego [101], San Juan Crisóstomo [102], San Ambrosio [103] y San Jerónimo [104]. San Agustín, que ha comentado numerosas veces Mc 13,32 [105], ha mantenido constantemente la negación de que Cristo ignorase la fecha del fin del mundo. Su interpretación será la que seguirá la escolástica con pocas variantes: Cristo ha dicho que ignoraba el día del juicio, no porque de hecho lo ignorase, sino porque ni quería ni podía revelarlo [106]. Esta es también la solución de San Gregorio Magno: Cristo conoció el día del juicio también en cuanto hombre, aunque no lo conoció por sus fuerzas naturales [107]. Parecida solución da Santo Tomás, apoyado en el Crisóstomo: «ignorar el día y la hora significa que no lo dará a conocer, pues interrogado por los apóstoles no se lo quiso revelar (...). El Hijo también conoce el día del juicio, no sólo según su naturaleza divina, sino también su naturaleza humana. Como dice San Juan Crisóstomo: Si Cristo hombre sabe cómo ha de juzgar, con mucha más razón ha de saber la época del juicio, que es cosa menos importante» [108].
En cualquier caso, es necesario distinguir entre error, ignorancia y nesciencia. Error es considerar falso lo que es verdadero o viceversa; ignorancia es desconocer algo que debe conocerse: en este sentido significa, pues, la carencia de una perfección debida; nesciencia es desconocer algo que no tiene por qué saberse. En este sentido, ni el error ni la ignorancia pueden darse en Cristo. Irían contra la dignidad de su Persona y contra la misma Providencia divina, al no dotar a la naturaleza humana de Cristo de lo conveniente para desempeñar su misión de Maestro. Sí se da, en cambio, la nesciencia pues, como ya se ha visto, su mente no era omnisciente. Podría pensarse que el Hijo de Dios, al asumir la naturaleza humana, asumió también el defecto de la ignorancia, como tomó sobre sí la pasibilidad. Sin embargo, parece conveniente descartar esta hipótesis. Efectivamente, aunque no en forma definitiva, el Magisterio de la Iglesia ha rechazado en diversas ocasiones la tesis de los que admitían ignorancia en Jesús, incluso sobre el día del juicio [109]. La ignorancia no era necesaria —como sí era, en cambio, la pasibilidad— para la misión redentora del Hijo de Dios.
Notas
[36]. Juan Pablo II, Exh. Ap. Catechesi tradendae, n. 7.
[37]. Cfr J. Daniélou, Cristo e noi, cit., 55-56.
[38]. Cfr M. Bordoni, Gesu de Nazaret, Signo re e Cristo, cit., vol 2, 159-160.
[39]. Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, n. 2.
[40]. Juan Pablo II, Discurso, 1.VI.1988, n. 2: insegnamenti, XI, 2 (1988) 1718.
[41]. Con palabras de S. Tomás: «in Christo Deus docet immediate» (In Ep. ad Galat. c.1 lec. 2).
[42]. Sobre los diversos aspectos de la íntima relación entre Encarnación y Revelación, vid., R. Latourelle, Théologie de la Révélation, Desclée, Bruges-París, 2ª ed., 1966, 435-455.
[43]. Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, n. 2.
[44]. Beato Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, cit., n. 109.
[45]. Juan Pablo II, Exh. Ap. Catechesi tradendae, cit., n. 9.
[46]. Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, n. 4.
[47]. Beato Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, cit., n. 104.
[48]. Sobre la ciencia humana de Cristo, además de los lugares correspondientes en los manuales ya citados, pueden verse, entre otros, los siguientes trabajos: F. Vigué, Quelques précisions concernant l’objet de la science acquise du Christ, RSR 10 (1920), pp. 1-27; S. Szabo, De scientia beata Christi, Xenia Thomistica, Roma, 1925; J. Lebreton, Histoire du dogme de la Trinité, cit., t. I, pp. 559-590; A. Michel, Science de Jésus Christ, DTC XIV, 1626-1665; A. Durand, La science du Christ, NRT, 71 (1949) 497-503; J. Galot, Science et conscience de Jésus, NRT 82 (1960), 113-131.
[49]. Apolinar pensaba que la libertad humana incluía necesariamente la capacidad de pecar.
[50]. Cfr DS 151. Cfr S. Dámaso, Epist. ad Episcopos orientales (ca 378), DS 149.
[51]. Cfr Conc. II Constantinopla, DS 250, Conc. De Florencia, DS 1343.
[52]. Cfr Conc. III Constantinopla, DS 556 ss.
[53]. Const. Gaudium et spes, n. 22.
[54]. Cfr S. Tomás de Aquino, In Sent III, d. 14, q. 5, a. 3, ad 3; d. 18, q. 1, a. 3, ad 5; S. Buenaventura, In III Sent., d. 14, a. 3, q. 2; J. Duns Escoto, In III Sent, d. 14, q. 3; F. Suarez, d. 30, s. 2. Cfr H. Santiago-Otero, El conocimiento de Cristo en cuanto hombre en la teología de la primera mitad del siglo XII, Eunsa, Pamplona 1970; J.T. Ernst, Die Lehre der hochmittelalterlichen Theologen von der vollkomme nen Erkenntnis Christi, Herder, Friburgo, 1971.
[55]. STh III, q. 9, a 4 in c.
[56]. STh III, q. 12, a. 2.
[57]. STh III, q. 12, a. 3.
[58]. lbid., ad 1.
[59]. STh III, q. 12, a. 1, in c.
[60]. F. Vigué, Quelques précisions concernant l’objet de la science acquise du Christ, cit. p.27.
[61]. Cfr G. De Gier, La science infuse du Christ d’apres S. Thomas d’Aquin, Diss. P.U.G., Tilburg 1941; J.C. Murray, The infused knowledge of Christ in the Theology of the 12th and 13th centuries, Diss. P.A. Angelicum, Windsor 1960.
[62]. Cfr p.e., S. Tomás de Aquino, STh III, q. 9, a. 3, y q. 11, a. 1.
[63]. Cfr Decr. S. Officii de 5.VI.1918 en el que se rechaza la siguiente proposición: «la doctrina de algunos autores modernos acerca de la limitación de la ciencia de Jesucristo no es menos aceptable en las escuelas católicas que la sentencia de los antiguos acerca de la universalidad» (DS 3647).
[64]. Cfr J.H. Nicolas, Synthese Dogmatique, cit., p. 385. Para la exégesis de los textos de la Escritura citados, cfr A. Feuillet, Le prologue du IVª évangile, DDB, París 1973, pp. 123-136. Cfr también M.J. Lagrange, Evangile selon Saint Jean, Gabalda, París 1925; B. De Margerie, art. cit, pp. 5-15.
[65]. He aquí el texto de San Agustín: «Después de esta vida todos los velos serán quitados, para que podamos ver cara a cara. Cuánta sea la diferencia que hay entre el hombre a quien llevaba la Sabiduría divina y por el que hemos sido liberados, y los demás hombres se entiende por esto: Lázaro no fue desatado sino después de salir de la tumba; es decir, incluso el alma renacida no puede quedar libre de todo pecado y de toda ignorancia sino después de la disolución del cuerpo; mientras ve al Señor como por un espejo y por enigma. Pero los lienzos y el sudario de Aquel que no pecó, de Aquel que no ignoró nada, fueron encontrados en la tumba. Sólo El no fue oprimido en la carne en la tumba como si se hubiera encontrado al fin pecado en El, ni tampoco envuelto en lienzos, como si pudiera escondérsele cosa alguna» (De diversis quaestionibus, LXXXIII, q. 65, PL 40,60). No puede decirse que este texto de San Agustín sea apodíctico. Para su estudio, cfr P. Galtier, L'Enseignement des Peres sur la vision béatifique dans le Christ, RSR 15 (1925) pp. 54-62; A. Caron, La science du Christ dans saint Agustin et saint Thomas, Ang 7 (1930), 501 ss; A.M. Dubarle, La connaissance humane du Christ d’apres saint Agustin, ETL 18 (1941), pp. 5-25. Más claro sin duda es el siguiente texto de San Fulgencio de Ruspe: «Es muy duro y totalmente ajeno a la rectitud de la fe decir que el alma de Cristo no tuvo pleno conocimiento de su divinidad, con la cual creemos que es uno en persona (...). Podemos afirmar ciertamente que el alma de Cristo tuvo pleno conocimiento de la Trinidad» (Epist. XIV, 3, 31, PL 65, 420).
[66]. Cfr J.A. Riestra, La scienza di Cristo nel Concilio Vaticano II: Ebrei 4,15 nella costituzione dogmatica «Dei Verbum», AnTh 2 (1988), 99-119.
[67]. STh III, q. 9, a. 2. Cfr L. Iammarrone, La visione beatifica di Cristo viatore nel pensiero di San Tommaso, DC 36 (1983) 287-330.
[68]. J.H. Nicolas, Synthese Dogmatique, cit., 388.
[69]. Cfr F. Dreyfus, Jésus savait-il qu’il était Dieu?, Du Cerf, París 1984; J. Galot, Chi sei tu, o Cristo? cit., 323-327; Id., La coscienza di Gesu, cit., 165-225.
[70]. Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 10, a. 2.
[71]. Cfr A. Michel, Science de Jésus-Christ, DTC XIV, 1660 ss.
[72]. Cfr DS 3645.
[73]. En Mystici corporis, Pío XII quiere poner de relieve primordialmente la peculiar lucidez con que Cristo ha vivido también antes de su Resurrección su misión de Redentor y Cabeza del Cuerpo místico: «En virtud de aquella visión beatífica de que gozó apenas acogido en el seno de la madre de Dios, tiene siempre presentes a todos los miembros del Cuerpo místico y los abraza con su amor salvífico» (DS 3812). Parecidas expresiones encontramos en la Enc. Haurietis aquas, al explicar Pío XII que el Corazón de Cristo es símbolo e índice del amor del Redentor a Dios y a los hombres. Este Corazón «es símbolo de aquella encendidísima caridad que, infundida en el alma, enriquece la voluntad de Cristo, y cuyo acto es alumbrado y dirigido por la doble ciencia perfectísima, esto es, la ciencia beata y la infusa» (DS 3924).
[74]. Juan Pablo II, Discurso, 4.V.1980, «lnsegnamenti», III-1 (1980) 1128.
[75]. Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 50, a. 6, in c.
[76]. Se dice que Cristo «merece» nuestra redención, porque, al reparar nuestra desobediencia con su obediencia, obtiene del Padre no sólo su propia glorificación, sino también nuestro perdón. El Padre nos perdona en atención a la obra de Cristo. En este sentido, p.e., se dice que Cristo nos rescata o nos compra a gran precio, con el precio de su sangre. Se dice que Cristo es causa eficiente de nuestra salvación —causa nuestra salvación per modum efficientiae—, porque es El mismo quien realiza nuestra santificación, quien nos infunde la gracia que nos mereció con su Pasión. Por eso escribe santo Tomás «La muerte de Cristo, considerada infacto esse —como ya consumada—, aunque no obró nuestra salud por vía de merecimiento, la obró por vía de eficiencia, como arriba queda dicho» (Ibíd., ad 2). Esta cuestión se trata con más detenimiento en el capítulo VI, 2, b) y c).
[77]. Algún autor para obviar semejante aporía sostiene que Jesús gozó de la visión beatífica desde el principio, pero después, para estar en condiciones de sufrir, renunció voluntariamente a este estado glorioso. He aquí cómo lo expresa K. Adam: «Una visión ilimitada de Dios por parte de la humanidad de Jesús hubiera podido impedir esta ineludible libertad en cuanto hubiera ejercido una violencia interna sobre la voluntad humana de Jesús (...). Por otra parte, se habría derramado tal exceso de bienaventuranza sobre la sensibilidad de Jesús, que su alma se habría hecho insensible a todo sufrimiento humano y no hubiera podido así ser aquel cordero de Dios que se entrega por nosotros. Su pasión sería una fantasmagoría de pasión y tendríamos el docetismo a la puerta. De ahí que la visión de Dios por la humanidad de Jesús hubo de estar limitada respecto a su voluntad y a su sensibilidad, y ser sólo una visio partialis, que sólo tuvo lugar cuando y en la medida en que no atentaba a la libertad moral de Jesús y a la pasibilidad de su naturaleza. La teología escolástica, excepto la de tendencia escotista, pasó por alto ambos límites de la visión beatífica de Jesús» (K. Adam, El Cristo de nuestra fe, cit, pp. 355-356). Adam ha expresado bellamente la gran dificultad que plantea la coexistencia en Cristo del sumo dolor y del supremo gozo. La solución propuesta, sin embargo, no parece convincente. En efecto, si toda la vida de Cristo estuvo marcada por su carácter redentor, no es congruente aceptar la visión beatífica para unos momentos y negarla para otros. Similar posición mantiene G. Gironés en Uno de nosotros es Hijo de Dios, Anales del Seminario Metropolitano, Valencia 1971, pp. 114-115.
78. Cfr p.e., STh III, q. 7, a. 8, in c; q. 8, a. 4, ad 2; q. 11, a. 1, ad 2; q. 15, a. 10; q. 18, a. 5, ad 3; q. 19, a., 3; q. 19, a. 3, ad 1; q. 30, a. 2, ad 1.
79. STh III, q. 15, a. 10.
[80]. Ibid., ad 1.
[81]. «Cristo, desde el primer momento de su concepción, gozó plenamente de la posesión de Dios, por lo cual no tuvo virtud de la esperanza. No obstante, aunque para El nada podía ser objeto de fe, tuvo esperanza respecto de algunas cosas que todavía no había alcanzado» (S. Tomás de Aquino, STh III, q. 7, a. 4, in c).
[82]. J.H. Nicolas, Synthese Dogmatique, cit., 372.
[83]. STh III, q. 46, a. 5, ad 1.
[84]. Cfr Ibíd., in c.
[85]. Cfr L.F. Mateo-Seco, Muerte de Cristo y teología de la cruz, en Cristo, Hijo de Dios...cit, 741 ss.
[86]. Como subraya Santo Tomás, dada la infinita simplicidad de Dios y su absoluta trascendencia a todo lo creado, es imposible conocerle en sí mismo adecuadamente a través de ninguna semejanza creada y, en consecuencia, es imposible que la inteligencia «le vea tal cual es» (cfr 1 Jn 3,2) por medio de ninguna especie elaborada por ella misma. En consecuencia, el conocimiento de la ciencia de visión —conocimiento intuitivo y facial—, excede toda forma natural de conocer y es, por ello, muy distinto del conocimiento adquirido. «El mismo ser subsistente sólo es connatural al entendimiento divino y está fuera del alcance de la capacidad natural de todo entendimiento creado, y, por consiguiente, el entendimiento creado no puede ver la esencia divina, a menos que Dios, por su gracia, se le una como objeto de conocimiento» (STh I, q. 12, a. 4, in c). Lo mismo sucede con el conocimiento de las cosas creadas al contemplar la esencia divina: «Conocer las cosas por medio de sus propias especies recibidas en el cognoscente, es conocerlas en sí mismas; en cambio, conocerlas según el modo como sus representaciones preexisten en Dios, es verlas en Dios; y estos dos géneros de conocimiento son diferentes. Luego el modo como ven las cosas en Dios los que ven la esencia divina, no consiste en verlas por medio de imágenes extrañas a Dios, sino por su misma esencia, presente al entendimiento, por la que asimismo ven a Dios» (Ibíd., a. 9, in c).
[87]. J .H. Nicolas, Synthese Dogmatique, cit., 392.
[88]. Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 7, a. 3, in c.
[89]. «Creemos —escribe González Gil— que la tesis de la ciencia de visión no pretende, en el fondo, más que afirmar de Cristo un conocimiento no reducible a otros géneros inferiores de ciencia. En este sentido, la aceptamos plenamente. Pero tememos no se propase en atribuir a Cristo una ciencia de objetos, temática y conceptual o conceptuable, estática, incapaz de desarrollo; más aún que parece imposibilitado» (M. González Gil, Cristo, el misterio de Dios, cit., t. I, 420). La visión intuitiva de Dios, la ciencia de visión, no crece, ni se desarrolla. Hablar de una ciencia de visión que se desarrolla es utilizar esta expresión contra su sentido habitual en teología. González Gil la asimila a un especial conocimiento por connaturalidad: «La ciencia de Jesucristo sobrepasa todos esos modos de ciencia, que son puramente modos mediatizados de conocer a Dios: la suya es primaria y primordialmente la percepción de su inmediación con Dios; o tal vez mejor: es esa misma inmediación correspondiente, como la connaturalidad, base, fuente y origen de toda su actividad intelectual humana en relación con las cosas divinas» (Ibid.). Igual fluctuación se encuentra en cuanto a la fe en Jesucristo: «Sólo en este sentido, podrá hablarse de fe en Jesucristo. Una fe, acabamos de escribir, analógica a la nuestra. Porque no es un conocimiento mediatizado por otro profeta, sino recibido inmediatamente en el diálogo en la unión íntima con el Padre. Pero es fe en cuanto que es actitud de receptividad, sumisión y entrega total, y en cuanto que en su objeto hay franjas nebulosas que sólo paulatinamente se van aclarando en virtud de la connaturalidad con las cosas divinas» (M. González Gil, l.c., 423). Semejante uso terminológico se encuentra, p.e., en J. Guillet, La foi de Jésus-Christ, Desclée, París 1979. Cfr también L. Malevez, Le Christ et la foi, NRT 88 (1966) 1009-1043. Sobre el tema, vid J. A. Riestra, Cristo e la fede nella cristologia recente, en AA. VV., Antropologia e Cristo logia ieri e oggi, P.U.S.T., Roma 1987, 101-117.
[90]. STh III, q. 17, a. 3, ad 2.
[91]. G. Tyrrell, Christianity at the Cross-Roads, 1910; A. Loisy, L’Evangile et l’Eglise, 1902; Autour d’un petit livre, 1903; J. Schnitzer, Hat Jesus das Papsttum gestiftet?; Das Papsttum eine Stiftung Jesus?, 1910.
[92]. Más en general, se sitúan en esta posición los autores pertenecientes a la corriente denominada escatologismo consecuente. Cfr P.F. Ceupens, Theologia Biblica, 2, Roma 1939, pp. 121-141; M. Schmaus, Teología Dogmática, t. VII, cit., 145-168. Cfr también L.F. Mateo-Seco, Fin del mundo, GER, IX, 442-449.
[93]. Cfr K. Adam, El Cristo de nuestra fe, cit., 363-372.
[94]. Cfr A. Michel, art Science de Jésus-Christ, cit., DTC, XIV, 1631 ss.
[95]. Cfr DS 3432-3434 y 3412.
[96]. Adv. Haer., II, 28, 6-8 (PG 7,808-811).
[97]. In Matth., 13 (PG 13, 1686-1687).
[98]. Ad Serapionem, 9, (PG 26, 621-624).
[99]. Epist. 8,6-7 (PG 32, 256-257).
[100]. Adv. Apollinarem, 24, (PG 45, 1173-1176); Ibid., 28, (PG 45,1185).
[101]. De Trinitate, III, 33 (PG 39, 916-921).
[102]. In Matth., 77, 2 (PG 58, 703).
[103]. In Lucam, VIII, 34-36 (PL 15, 1775).
[104]. In Matth., IV, 24-36 ( PL 26, 188-189).
[105]. Así, p.e., De diversis quaest., 83, 9 (PL 40,48); Serm., 97 (PL 38,589); De Trinitate, 1, 12,23 (PL 42,837); De Genesi ad litt., 1, 22, 34 (PL 34, 190).
[106]. Un amplísimo dossier de los textos patrísticos se encuentra en A. Michel, Science de Jésus-Christ, cit., 1639-1647.
[107]. «... incarnatus Unigenitus, factusque pro nobis horno perfectus, in natura quidem humanitatis novit diem et horam judicii, sed tamen hunc non ex natura humanitatis novit» (Epist. Sicut aqua frigida, PL 77, 1097: DS 474-476).
[108]. STh III, q. 10, a. 2, ad 1.
[109]. Cfr S. Gregorio Magno, Epist. ad Eulogium, a. 600, (DS 474-476); Conc. Lateranense (a. 649), cn. 18 (DS 518-519); Conc. Constantinopolitano III (cfr Mansi, XI, 441, 501, 635, 683).
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |