Comentario a la encíclica
«Deus caritas est» de Benedicto XVI
Francisco Varo
A finales del mes de enero se presentó oficialmente en Roma la primera Encíclica de Benedicto XVI, que tiene un título a la vez sencillo y llamativo: «Dios es amor». La tesis central es que todo amor verdadero, incluyendo el sexual, es un don de Dios. No es nueva, pero el contexto en que se proclama y el modo de tratar la cuestión la hace sumamente novedosa y atractiva.
La encíclica consta de dos partes. La primera es una reflexión teológica y espiritual sobre el amor, y en la segunda se trazan unos rasgos firmes acerca de la actividad caritativa de la Iglesia Católica, también desde el punto de vista institucional. Como el propio Benedicto XVI ha señalado, alguien podría pensar que se trata de dos cuestiones inconexas, sin embargo el núcleo fundamental de la Encíclica consiste en mostrar que ambas cuestiones sólo pueden ser entendidas con propiedad si se contemplan como una sola.
El mensaje central de la primera parte es que el eros o amor humano carnal reclama en sí mismo una plenitud que sólo puede ser alcanzada si es elevado mediante «un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación» (Enc. Deus caritas est, n. 5) hasta remontarse «en éxtasis» hacia lo divino, de forma que sea agapé, es decir plena donación de uno mismo al otro.
En la segunda parte utiliza, según parece, algunos materiales preparados durante el pontificado de Juan Pablo II para un borrador de encíclica acerca de acción caritativa de la Iglesia. En ella, Benedicto XVI señala que las obras de caridad son tan esenciales para la Iglesia como la doctrina de fe y la celebración de los sacramentos. Aunque la Iglesia ha de trabajar por la justicia social, no puede descuidar la cercanía a las personas necesitadas ni las obras de caridad. En ese contexto subraya que tales acciones han de mirar y servir al hombre al margen de cualquier tipo de partidos o ideologías, y que llama a todas las instituciones católicas que trabajan en el servicio de la caridad a realizar su tarea en comunión con la Iglesia y en particular con los obispos.
Claves de lectura
Benedicto XVI, a la vez que entronca con la tradición magisterial de Juan Pablo II y sus predecesores, escribe con un estilo propio en el que se refleja su talante académico. Muy cuidadoso en la precisión de los términos que utiliza, habla con una lógica aplastante y ofrece un ritmo de pensamiento que atrapa al lector y lo introduce con sencillez hasta el fondo de las cuestiones más complejas. Pero no es difícil ni meramente teórico. Al escribir tiene presentes las preguntas que se hace la gente de hoy, y de vez en cuando las formula abiertamente, y las responde de modo concreto y certero.
Unos días después de la publicación de la Encíclica, en un gesto inusual, el propio Pontífice escribió una breve introducción a su lectura en la revista Famiglia Cristiana. En esa guía de lectura explicitaba alguna de las preguntas a las que la Encíclica responde. Se trata, pensamos, de una buena clave de lectura. Por eso vamos a intentar exponer las ideas fundamentales contenidas en ella, desarrollando esa pista que el mismo autor propone para su texto. No nos limitaremos a las cuestiones que él mismo señalaba en ese artículo, sino que realizaremos un rastreo completo de todas las grandes preguntas que subyacen al texto, y buscaremos en él las respuestas que se les ofrecen.
La primera pregunta que cualquiera podría hacerse, y que está en la base de todo lo que se expone en la primera parte, aunque no se mencione hasta bastante después, es la siguiente: ¿es posible amar a Dios? Sobre todo si ese amor no se siente por sí mismo. O ¿acaso no es el amor un sentimiento espontáneo que se tiene o que no se tiene, y que brota por sí solo, muchas veces sin provocarlo y otras sin que podamos evitarlo del todo? Y siendo así las cosas, ¿tiene sentido un mandamiento de amor, como si se pudiera obligar a amar? (Enc. Deus caritas est, n.16).
La respuesta a la primera pregunta es: sí, podemos amar a Dios. Y esto es posible porque Él no es un ser lejano que se mantiene a distancia de nuestros intereses y asuntos, sino que continuamente intenta entrar en nuestra vida. Nos regala la creación. Nos sale al paso en los sacramentos. Nos habla en la fe de la Iglesia. Nos permite verlo de algún modo a través de los hombres en los que él se refleja, que con su vida y su trato sencillo y amable nos abren los ojos a la luz de Dios. Y no sólo se acerca para manifestarnos su amor, sino que toca a la puerta de nuestro corazón para suscitar en él una respuesta de amor porque el amor no es un sentimiento puramente espontáneo y caprichoso, sino que está muy ligado a la voluntad y a la inteligencia. La propia experiencia humana muestra que el amor no llega en plenitud de repente, sino que madura. Por eso Dios se dirige a nuestra inteligencia, a nuestra voluntad y a nuestros sentimientos, de modo que podamos aprender a amarlo «con todo el corazón y con toda el alma», y nosotros, poco a poco, podemos aprender lentamente a amar de modo que el amor comprometa todas nuestras fuerzas y nos abra el camino de una vida recta.
La segunda pregunta es algo más difícil: ¿podemos amar de verdad al «prójimo», cuando nos resulta extraño o incluso antipático?
También en este caso la respuesta es sí: Sí, podemos, si somos amigos de Dios. Si somos amigos de Cristo. Pero si alejamos de Él nuestra mirada y nos atenemos sólo a nuestros criterios es más difícil, ya que cada uno tiene sus modos de ser y de comportarse, sus gustos, hasta sus manías, y siempre habrá cosas que veamos de otro modo o que nos gusten de manera diferente. En cambio, si la amistad con Dios es para nosotros algo cada vez más importante y decisivo, entonces comenzaremos a amar a aquellos a quienes Dios ama y que tienen necesidad de nosotros. Dios quiere que seamos amigos de sus amigos y nosotros podemos serlo, si estamos interiormente cerca de ellos.
La tercera pregunta es la que se adivina en la afirmación de Friedrich Nietzsche, según el cual el cristianismo habría dado de beber al eros un veneno, que, aunque no lo llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. Es decir, ¿no nos amarga la Iglesia con sus mandamientos y sus prohibiciones la alegría del eros, de ese amor sensible que nos permite sentirnos amados, que nos empuja hacia el otro y que busca transformarse en unión? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino? (Enc. Deus caritas est, n. 3).
En la respuesta a esta pregunta se proporcionan las claves más adecuadas para gozar a fondo del amor. Pues ciertamente el eros lleva consigo un arrebato, una «locura divina» que hace olvidar las limitaciones humanas y permite saborear las cotas más altas de felicidad. Pero la felicidad que reclama el amor no puede ser plena si es momentánea. La promesa más profunda del eros solamente puede madurar cuando la felicidad que buscamos no es transitoria y repentina, sino perdurable. Y madura con la paciencia de descubrir cada vez más al otro en la profundidad de su persona, en la totalidad del cuerpo y del alma, de modo que, finalmente, la felicidad del otro llegue a ser más importante que la mía. Entonces, ya no sólo se quiere recibir algo, sino entregarse, y en esta liberación del propio «yo» el hombre se encuentra a sí mismo y se llena de alegría.
Una cuarta pregunta podría añadirse aún, ante esa respuesta: si eso es así, ¿no se podría afirmar que el cristianismo ha destruido el eros? (Enc. Deus caritas est, n.4)
Pues no, sino más bien al contrario. Benedicto XVI afirma que, para que la verdadera promesa del eros pueda cumplirse, es necesario recorrer un camino de purificación y de maduración. Este proceso es lo que en el lenguaje tradicional de la iglesia se ha llamado «educación en la castidad». En definitiva, no es otra cosa que aprender a amar en plenitud y a fondo, con paciencia y poniendo cada día los medios oportunos para su progresivo crecimiento y maduración. El eros, pues, no ha sido destruido sino que alcanza su más genuina y plena realización en el agapé.
La quinta y última de las preguntas que se plantean en la primera parte tiene mucho que ver con la anterior: ¿Cómo hemos de describir concretamente este camino de elevación y purificación? ¿Cómo se debe vivir el amor para que se realice plenamente su promesa humana y divina? (Enc. Deus caritas est, n.6)
Una primera indicación importante —señala la Encíclica— podemos encontrarla en uno de los libros del Antiguo Testamento bien conocido por los místicos, el Cantar de los Cantares. Tiene, además, muchas implicaciones prácticas. Nos vamos a permitir no detenernos ahora en la respuesta, ya que dentro de poco vamos a ocuparnos de ella con mayor calma.
En la segunda parte de la Encíclica se habla de la caridad, el servicio del amor comunitario de la Iglesia hacia todos los que sufren en el cuerpo o en el alma y tienen necesidad del don del amor. En ella, las preguntas que surgen son igualmente interesantes y las respuestas certeras.
La primera pregunta es de gran calado, y se ha repetido hasta la saciedad en las últimas décadas: ¿no sería mejor promover un orden de justicia en el que no hubiera necesitados y la caridad se convirtiera en algo superfluo? (Enc. Deus caritas est, n. 26)
El responder a esta cuestión Benedicto XVI señala que la finalidad de la política es indudablemente crear un orden justo en la sociedad, donde a cada uno le sea reconocido lo propio y donde nadie sufra a causa de la miseria. La verdadera finalidad de la acción política es, pues, promover la justicia, así como la paz sin la cual no puede existir la justicia. Pero por su propia naturaleza, la Iglesia no hace política en primera persona, más bien respeta la autonomía del Estado y de sus instituciones. Eso no quiere decir que se desentienda, pues la búsqueda de este orden de justicia corresponde a la razón común, y la política es algo que afecta a todos los ciudadanos, también a cada uno de los fieles cristianos, que han de cumplir sus deberes y gozar de todos los derechos. Sin embargo, en la práctica, también en lo que se refiere a la búsqueda de la justicia, la razón queda cegada por intereses y por la voluntad de poder. La fe sirve para purificar la razón, para que pueda ver y decidir correctamente. Por tanto, es tarea de la Iglesia curar la razón y reforzar la voluntad por hacer el bien. En ese sentido, sin hacer política, la iglesia participa apasionadamente en la batalla por la justicia. A los cristianos comprometidos en el servicio público, corresponde, en la acción política, abrir siempre nuevos caminos para la justicia.
Pero lo dicho sólo responde a la primera mitad de la pregunta formulada: ¿no sería mejor promover un orden de justicia en el que no hubiera necesitados? Pero aún se apuntaba algo más en la pregunta: cuando haya un orden de justicia, ¿no será la caridad algo superfluo?
A esta cuestión fundamental se da una respuesta clara: no. La justicia no hace nunca superfluo el amor. Más allá de la justicia, el hombre tendrá siempre necesidad de amor, que es el único capaz de dar un alma a la justicia. En un mundo tan profundamente herido, como el que conocemos en nuestros días, esta afirmación no tiene necesidad de demostraciones. El mundo espera el testimonio del amor cristiano que se inspira en la fe. En nuestro mundo, con frecuencia tan oscuro, brilla la luz del Dios con el amor.
Ante esa necesidad de amor, hay un hecho positivo en nuestros días, y es la existencia de una fuerte sensibilidad social hacia los necesitados. De hecho no faltan iniciativas loables promovidas por todo tipo de personas, muchas veces por motivos solamente humanitarios, que prestan grandes servicios a los necesitados. Siendo así las cosas, una segunda pregunta que pueda plantearse: ¿no podría la Iglesia desentenderse de este servicio para concentrarse en otros que no hace nadie, dejando este campo a las organizaciones filantrópicas que ya se ocupan de él? (Enc. Deus caritas est, n. 30-31)
En este caso la respuesta es no. La Iglesia no lo puede hacer. La Iglesia debe practicar el amor hacia el prójimo incluso como comunidad, pues de lo contrario anunciaría de modo incompleto e insuficiente al Dios del amor. A la vez, es muy importante que la actividad caritativa de la Iglesia mantenga todo su esplendor y no se diluya en una organización asistencial genérica, convirtiéndose simplemente en una de sus variantes.
Pero esto nos lleva a plantear una tercera pregunta: ¿cuáles son los elementos que constituyen la esencia de la caridad cristiana y eclesial? (Enc. Deus caritas est, n. 31)
La respuesta comienza por mirar al Evangelio y aprender de la predicación de Jesús, más en concreto a la parábola del buen Samaritano. Según esta modelo, la caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen, los prisioneros visitados, etc.
Un modelo al alcance de todos acerca de cómo vivir la caridad cristiana lo tenemos en los santos, y de modo particular en la Virgen María: sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, y su querer es un querer con Dios. Todos estamos llamados, como ella, a amar lo que Dios ama.
Hasta aquí los principales contenidos de la Encíclica Deus Caritas est expuestos según la propuesta sugerida por Benedicto XVI de atender a las preguntas actuales a las que responden. Cada uno de ellos podría llevarnos lejos a la hora de analizarlos a fondo y sacar consecuencias. No tenemos ahora tiempo de realizar un estudio sistemático de modo, que como ilustración de la fecundidad que encierran las pistas de reflexión abiertas, vamos a centrarnos en un aspecto puntual que es particularmente relevante para una cuestión que el Papa lleva en su corazón y de la que vendrá a Valencia en el próximo mes de julio para hablarnos de ella con detenimiento. Me refiero, como es de suponer, a la familia. La familia, en efecto, nace del amor, conserva y mejora el amor, e irradia el amor a la sociedad.
Del amor familiar al amor universal
En la rápida presentación de las claves de lectura de la encíclica que acabamos de realizar habíamos dejado pendiente la respuesta una cuestión importante: ¿Cómo hemos de describir concretamente ese camino de elevación y purificación del eros, del amor sensible hacia su plenitud en agape? ¿Cómo se debe vivir el amor para que se realice plenamente su promesa humana y divina? (Enc. Deus caritas est, n.6)
Decíamos que era una cuestión que había que pensar más despacio. Y es que para buscar ese camino antes hay que detenerse ante la pregunta antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿Quién soy? ¿Qué es el hombre? Pregunta que, a su vez, no puede separarse del interrogante sobre Dios: ¿Existe Dios? ¿Y quién es Dios? ¿Cuál es su verdadero rostro?
La Encíclica responde a ambas cuestiones a la vez, desde una perspectiva unitaria y consecuente, con fuerte raigambre bíblica: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es amor. Por este motivo, la vocación al amor es lo que hace del hombre la auténtica imagen de Dios: cada ser humano se hace semejante a Dios en la medida en que se convierte en alguien que ama.
A la vez que hay una conexión fundamental entre el hombre y Dios del que es imagen, en cada persona humana existe otra conexión indisoluble, que es la que existe entre espíritu y cuerpo (cfr. Deus caritas est, n.5). En efecto, cada ser humano es alma que se expresa en un cuerpo, y cuerpo que es vivificado por un espíritu inmortal. Por lo tanto, también el cuerpo del hombre y de la mujer tienen, por decirlo así, un carácter teológico. Sus cuerpos no son simples cuerpos vivos. Lo que hay de biológico en el hombre no es sólo biológico, sino expresión y cumplimiento de nuestra humanidad. Por eso, la sexualidad humana no es algo marginal a nuestro ser persona, sino que le pertenece. Sólo cuando la sexualidad se integra en la persona logra darse un sentido a sí misma.
Aún se podría añadir que en la persona humana hay una conexión íntima entre espíritu y cuerpo, y otra con el Señor que la constituye en su más profunda realidad de imagen Dios, ya que tanto el amor humano como el amor de Dios reclaman una correspondencia estable, pues no llena lo que es momentáneo sino sólo el gozo que se sabe que va a perdurar. Es decir, esperan escuchar un sí que sea para siempre (cfr. Deus caritas est, n. 6). Y ese sí para siempre reclama fidelidad a los compromisos asumidos. Un sí que asume que es definitivo y es plenamente libre. Porque la libertad no es la capacidad de cambiar cuando apetezca para ceder a la atracción de un placer momentáneo sino capacidad de tomar decisiones auténticas. Las acciones del ser humano, su fidelidad o su infidelidad, no quedan en el ámbito de sí mismo sino que tienen implicaciones institucionales ya que afectan también a otras personas.
Precisamente ahí, en el núcleo mismo del amor, está la familia. Un amor que proporciona armonía a la propia personalidad, integrando y llevando a plenitud las más nobles aspiraciones del cuerpo y del espíritu. Un amor que ofrece a los demás una imagen del amor de Dios. Un amor personal y recíproco de un hombre y de una mujer, que han asumido una responsabilidad pública de fidelidad que se abre al futuro creando el espacio propio del nacimiento del don de la vida y garantiza el marco adecuado para su pleno desarrollo.
Detengámonos, pues, por un momento ante esas implicaciones personales del amor en ese ámbito tan necesario para su existencia como es el del matrimonio y la familia.
Al reflexionar sobre la fe bíblica, Benedicto XVI señala en su primera encíclica que el único Dios verdadero, creador del cielo y de la tierra, y también del ser humano, no sólo lo ha hecho, sino que lo ama personalmente. Ese Dios único en el que ha creído Israel tiene un amor de predilección a su pueblo, al que a escogido para salvar a través de él a toda la humanidad (Enc. Deus caritas est, n. 9).
Por eso, la revelación bíblica es ante todo expresión de una historia de amor, de un amor que está llamado a ser para siempre y cuyo compromiso está ratificado en la historia de la alianza de Dios con los hombres. Por eso, en la predicación de los profetas, sobre todo de Oseas y Ezequiel, la historia del amor y de la unión de un hombre y una mujer en la alianza del matrimonio es presentada como símbolo de la historia de la salvación. El amor de Dios a su pueblo se presenta, en efecto, con el lenguaje del amor esponsal, mientras que la infidelidad de Israel, su idolatría, se designa como adulterio y prostitución.
El Nuevo Testamento lleva a su plenitud la enseñanza divina, preparada con admirable pedagogía en los libros de la Primera Alianza. Su verdadera originalidad no consiste en un aporte masivo de nuevas ideas sino en la figura misma de Jesucristo que, como señala la Encíclica, «da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito» (Enc. Deus caritas est, n. 12). El amor de Dios se ha mostrado con tal radicalidad que Él mismo, en su Hijo, se ha hecho carne de nuestra carne, verdadero hombre. De este modo, la unión de Dios con el hombre ha asumido su forma suprema, irreversible y definitiva. Dios ha dado en Cristo un sí que no tiene marcha atrás: sin dejar de ser Dios es hombre para siempre.
San Pablo en la carta a los Efesios prolonga y lleva a plenitud la predicación de los profetas cuando invita a los maridos y a las mujeres a contemplar su matrimonio a la luz de la unión de Cristo y de la Iglesia (Ef 4). De este modo, la sacramentalidad del matrimonio cristiano eleva la realidad natural del matrimonio. La gracia no violenta la naturaleza sino que, al contrario, la restaura y la libera. Pero no se puede olvidar que, así como la manifestación del amor de Dios que se muestra en la encarnación del Hijo se manifiesta con toda su fuerza y plenitud en la Cruz, el amor humano auténtico que, como el de Cristo, es donación plena de uno mismo, no puede existir si quiere sustraerse de la cruz, si esquiva a toda costa el sufrimiento. No sabe amar ni puede ser plenamente feliz quien no esté dispuesto a sufrir.
Ese modelo del amor de Dios por el hombre que es el matrimonio también refleja su fecundidad en la procreación de los hijos. Ya aludimos antes a que el cuerpo y el amor no se pueden limitar a su aspecto biológico, sino que su acción integra a todo el ser humano, imagen de Dios. Desde esa realidad es posible comprender hasta qué punto es contrario al verdadero amor humano y traiciona la vocación profunda del hombre y de la mujer el cerrar sistemáticamente la propia unión al don de la vida y, aún más, suprimir o manipular la vida que nace.
Los hijos son un don de Dios, y su cuidado y educación son las tareas más apasionantes, exigentes y también gratificantes con las que cada padre y madre puedan encontrarse en la vida. Todos los esfuerzos son pocos para hacer rendir esos tesoros que el Señor les ha dejado en depósito, no sólo para que los conserven, sino para que los hagan rendir. Para conseguirlo no estamos solos. En la fe, los sacramentos y las enseñanzas de la Iglesia tenemos siempre a nuestro alcance la energía y las luces que necesitamos en cada momento.
Como había señalado el querido y recordado Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica Familiaris consortio dirigida a las familias: «el matrimonio cristiano… constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia» (Enc. Deus caritas est, n. 15). Esto es, la vida matrimonial y familiar es lo que podríamos llamar «materia prima» de la vida cristiana de cada persona. O, como lo expresaba de modo bien gráfico un santo del siglo XX, San Josemaría Escrivá:
«Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad.
»Pero que no olviden que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantes que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz» (Conversaciones, 91).
De este modo, la Iglesia se edifica por las familias, «pequeñas Iglesias domesticas» como las llamó el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, 11; Apostolicam actuositatem, 11), redescubriendo una antigua expresión patrística (San Juan Crisóstomo, In Genesis Serm. VI, 2; VII, 1).
La educación de los hijos es inseparable, pues, de esa manifestación del amor de Dios que el cristiano está llamado a ofrecer en la Iglesia y en la sociedad. Una buena educación no requiere sólo una buena pedagogía y unos conceptos que enseñar. Se necesita de algo mucho más grande y humano, que es la continua cercanía del amor, que conviene cuidar en el colegio y en todos los ámbitos donde se desenvuelve la vida de los hijos, también en su tiempo libre, pero sobre todo que encuentra su espacio natural y más propicio en la vida de familia. En toda la labor educativa, y especialmente en la formación en la fe, tiene un impacto decisivo el ejemplo, los modelos de comportamiento que el niño o el muchacho observan en las personas a las que quieren y admiran. Por eso, aprenderán la pedagogía del amor en la medida en que vean reflejado en sus padres, educadores y en los que tienen más cerca la imagen del amor de Dios que cada cristiano está llamado a ofrecer.
La Encíclica Deus caritas est abre perspectivas fecundas acerca del poder transformador de la sociedad que tiene el amor cristiano expresado en la caridad. Un amor que es donación, y en el que el amor sensible encuentra la plenitud que reclama. Un amor que es necesario cultivar personalmente y poner los medios para que vaya impregnando la vida de quienes queremos bien, en primer lugar de los que componen la propia familia.
Una valoración de la Encíclica
Este documento, muy esperado como muestra programática del pontificado de Benedicto XVI no ha defraudado. Tanto en sí misma como en lo que manifiesta al lector atento ofrece unos rasgos bien significativos de lo que es y puede ser este pontificado.
Si uno recuerda lo que señalaban algunos medios de comunicación en los días que siguieron a la elección de Benedicto XVI como los grandes retos que habría de afrontar, muchos de ellos tenían que ver con cuestiones internas de la Iglesia. Sin embargo, en esta primera encíclica el Papa no invita a los cristianos a mirarse a sí mismos como planteándose a dónde llegan los reductos de poder interno de cada uno, sino a mirar unidos hacia fuera y ocuparse de lo más necesitan ellos y todo el mundo: y no hay tema más universal que el amor.
En un mundo social, política y culturalmente convulso, en parece que cada uno se empeña en abrir paso a sus propias opciones personales y caprichos morales buscando influencia e incluso poder para establecerlos, resulta muy fuerte el modo en que —tras las palabras protocolarias del principio— comienza propiamente la Encíclica: «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida» (Enc. Deus caritas est, n.1). Ese es el mayor tesoro que tiene y que puede transmitir a esta humanidad de nuestro tiempo tan dañada por el odio y la violencia.
En segundo lugar, se puede señalar, aunque esto no ha sido una sorpresa, su vasta erudición: en un texto relativamente breve cita a Nietzsche, Descartes, Salustio, Virgilio, Aristóteles y Platón, con perfecto conocimiento de causa, y siempre en una perspectiva pastoral. Afronta una de las cuestiones más ricas y complejas de la teología y de la moral, y no hace falta ser un experto en teología sistemática para entenderlo: se explica de tal modo que lo entiende la gente. Aunque ya se venía apreciando en sus discursos, también en este primer escrito de más alto rango, Benedicto XVI sin perder el rigor del profesor universitario habla un lenguaje de maestro de escuela.
También cabe subrayar el optimismo de fondo que impregna la Encíclica. Es bien consciente de que el mundo se encuentra en un momento complejo. Como algunos han dicho a raíz del cambio de milenio no estamos viviendo sólo una época de cambios, sino que estamos asistiendo a un cambio de época. Y en esos momentos de crisis y tensiones en que parece que el fiel cristiano de a pie poco puede hacer por influir en esos procesos en los que se encuentra inmerso, habla sin complejos del amor de Dios, con la certeza de que «Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas. Sin embargo, hacer todo lo que está en nuestras manos con las capacidades que tenemos, es la tarea que mantiene siempre activo al siervo bueno de Jesucristo: "Nos apremia el amor de Cristo" (2 Co 5, 14)» (Enc. Deus caritas est, n. 35).
En cuanto a lo que podríamos llamar su estrategia se podría decir que Benedicto XVI conduce como dicen que Juan XXIII declaró que le gustaría guiar a la Iglesia: «con un pie en el freno y otro en el acelerador». Esto es particularmente evidente en la segunda parte, en donde se afrontan cuestiones concretas que requieren buscar modos de llevarla a la práctica. A la vez que se pisa fuertemente el acelerador en el impulso de la actividad caritativa y el servicio a todos los necesitados, se tienen bien presentes algunos errores cometidos por varias iniciativas de las últimas décadas que buscando la justicia social han estado más atentas a la política, a veces revolucionaria, que a sembrar y llevar a todos los rincones de la tierra el verdadero rostro amoroso de Dios. «La actividad caritativa cristiana —afirma— ha de ser independiente de partidos e ideologías. No es un medio para transformar el mundo de manera ideológica y no está al servicio de estrategias mundanas, sino que es la actualización aquí y ahora del amor que el hombre siempre necesita» (Enc. Deus caritas est, n. 31 b).
Señalemos, por último, que las reflexiones que se ofrecen en la primera parte de la encíclica proporcionan una plataforma de reflexión excelente sobre otras cuestiones de actualidad. Esa ascensión que presenta desde el eros hasta el agapé, podría ser muy fecunda, por ejemplo, para pensar sobre la sexualidad. El camino está abierto. El próximo encuentro mundial de las familias en Valencia será sin duda un buen marco para que en sus alocuciones públicas prolongue esas atinadas reflexiones sobre el amor hacia cuestiones concretas relativas al matrimonio y la familia.
Notas
[1] Benedicto XVI escribió esa introducción para los ejemplares de la Encíclica que la revista regaló a sus lectores junto con el número de la revista del 5 de febrero de 2006.
[2] Las ideas que desarrollamos en esta sección están elaboradas a partir del texto de la Encíclica valorada a la luz del Discurso de Benedicto XVI en la apertura del Congreso eclesial de la diócesis de Roma sobre familia y comunidad cristiana (6-6-2005).
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