La transmisión de la fe según Joseph Ratzinger
Pablo Blanco
Sumario
1. La fe, la duda y la conversión.- 2. La fe como acto de toda la persona.- 3. Fe y existencia.- 4. La fe como relación.- 5. La fe como acto de conocimiento.- 6. Fe y experiencia.- 7. Razón y relación.- 8. Fe y bautismo.
En su Introducción al cristianismo, el famoso profesor Ratzinger abordaba el problema de la fe en el mundo de hoy, en una revolucionada Tubinga. Corría entonces el emblemático año de 1968, año de las revueltas estudiantiles en el mundo libre. Se encontraba entonces en un contexto polémico y escéptico, que hoy casi resulta pura arqueología. Las tres emes –Mao, Marx, Marcuse– se agolpaban ahora contra los ya algo enmohecidos nombres de Nietzsche y Heidegger. Se trataba por tanto de afrontar –en esas clases tubinguesas– una fe problemática, una fe en crisis, y retomaba allí una famosa historia contada por Kierkegaard. «En Dinamarca, un circo fue presa de las llamas. Entonces el dueño del circo mandó a pedir auxilio a una aldea vecina a un payaso que ya estaba disfrazado para actuar [...]. El payaso corrió a la aldea y pidió a los vecinos que fueran lo más rápido posible a apagar el fuego del circo en llamas. Pero los vecinos creyeron que se trataba de un magnífico truco para que asistieran a la función: aplaudían y hasta lloraban de la risa» [1]. No le creían. Esta es – concluía Ratzinger– la situación del creyente y del teólogo en el mundo actual. ¿Estará la solución tan solo en que el payaso se cambie de ropa y se vista de calle?, se preguntaba. «El que quiera predicar la fe y al mismo tiempo ser suficientemente crítico, se dará cuenta enseguida [...] no solo de lo difícil que es traducir[la], sino también de lo vulnerable que es la propia fe, la cual –al querer creer– experimenta en sí misma el inquietante poder de la incredulidad. Por eso, el que quiera hoy día dar honradamente razón de la fe cristiana ante sí y ante los demás, [...] debe hacerse a la idea de que su situación no es distinta a la de los demás» [2], a la de aquellos que no creen. Se preguntaba entonces: ¿Cómo transmitir entonces la fe al mundo de hoy, escéptico y ávido de diversión, como aquel respetable público del circo?
1. La fe, la duda y la conversión
En realidad, la situación del creyente es, sobre todo, una actitud, una apuesta, un riesgo, afirmaba con tintes pascalianos: «la fe es una decisión por la que afirmamos que, en lo más íntimo de la existencia humana, hay un punto que no puede ser sustentado ni sostenido por lo visible y comprensible; sino que linda de tal modo con lo que no se ve, que esto le afecta y se le presenta como algo necesario para su existencia» [3]. La fe es dejarse sustentar por lo invisible, decía en términos modernos y actuales. Y continuaba del siguiente modo: «A esta actitud se llega solo por medio de lo que la Biblia llama "retorno", "conversión". El hombre [...] tiene que cambiar para darse cuenta de lo ciego que es al fiarse solamente de lo que sus ojos pueden ver. [...] La fe siempre tiene algo de ruptura y de salto [...]. La fe siempre ha sido una decisión que afecta a la profundidad de la propia existencia, un cambio continuo del ser humano al que solo se puede llegar por medio de una firme resolución» [4]. Sin embargo, la fe no será sin más un salto en el vacío, sino que el creyente tendrá también una clara sensación –llena también de posibles riesgos– de andar sobre seguro.
Ratzinger hablaba de este modo sobre la necesidad de la conversión para alcanzar la fe. Al referirse a la estructura dialógica del acto de fe, añade: «Ya hemos dicho que el credo, dentro del rito bautismal, es la respuesta a la triple pregunta: "¿Crees en Dios, en Cristo y en el Espíritu Santo?". Añadimos ahora la triple contrapartida en positivo a la triple negación anterior: "Renuncio a Satanás, a sus obras y a sus pompas". Esto significa que el contexto de la fe es el acto de conversión, el cambio del modo de ser, que pasa de la adoración de lo visible y factible a la confianza en lo invisible. Formalmente, la expresión "yo creo" se podría traducir por "yo paso a", "yo acepto". [...] Con palabras de Heidegger, podemos afirmar que la fe es un "viraje" de toda la persona, que estructura toda la existencia posterior. [...] Conversión, viraje existencial, cambio de ser» [5], concluía.
La conversión es una obligada estación de paso para llegar a todo acto de fe, incluido el de cada uno de nosotros, recuerda una y otra vez el teólogo alemán. Si nos planteamos qué hemos de hacer para transmitir la fe, hemos de preguntarnos sobre la conversión propia y ajena. Ratzinger propone entonces un bonito análisis psicológico y fenomenológico con un ejemplo bíblico en el que se ve cómo una experiencia común se convierte en experiencia religiosa primero y, después, en un verdadero acto de fe. Se trata del episodio de la samaritana, ocurrido junto al pozo de Jacob (Jn 4). «Primero se produce el encuentro entre Jesús y esta mujer, en el curso de una experiencia normal en la vida diaria: la de la sed [...]. Viene a continuación el diálogo, entretejido de tal manera que sirve de puente de transición hacia la sed de vida; se establece el hecho de que hace falta beber muchas veces, de que se necesita ir a menudo a la fuente. De este modo, la mujer adquiere conciencia de lo que –como cualquier otra persona– sabía desde siempre [...]: de que tiene sed de vida, y de que todas las satisfacciones que busca y encuentra no pueden calmar aquella sed de vida primordial. Se supera pues la fase de la experiencia "empírica" que ocupaba un primer plano» [6]. Aquella mujer se da cuenta de que está harta y de que a la vez tiene sed.
Jesús acompaña a aquella mujer, pero después la saca de su propio terreno y le ayuda a enfrentarse consigo misma. «Se da el siguiente paso cuando, de la mano de la pregunta sobre la sed de vida, entra en juego la totalidad de la persona de la mujer. Ahora ya no interroga sobre algo –sobre el agua o sobre alguna cosa concreta–, sino sobre la vida y sobre ella misma. Desde este punto de vista, se entiende la observación incidental –a primera vista inmotivada– de Jesús: "Llama a tu marido" (4,16). Esta petición es intencionada y necesaria [...]. Aparece así, de la forma más natural, el auténtico dilema, el profundo extravío de su existencia: aquella mujer queda enfrentada consigo misma» [7]. Llega entonces la «experiencia existencial» para aquella mujer, tras otra meramente empírica. «La mujer se halla ante sí misma. Ahora ya no se trata de algo, sino de lo más íntimo y profundo del yo. [...] En el instante en que esto sucede, surge entonces la pregunta de las preguntas: la pregunta sobre uno mismo se convierte en una pregunta sobre Dios. [...] Ahora descubre la mujer la sed verdadera por la que era impelida. Y así puede ahora, por fin, experimentar por qué está sedienta». Se alcanzan entonces a través de la conversión y de la fe, la propia experiencia de Dios. «La conversio es la manera como el hombre se encuentra y descubre la pregunta de las preguntas: ¿cómo puedo adorar a Dios? Es la pregunta sobre su propia salvación». Es la pregunta a la que llegó la samaritana, y a la que debe llegar todo cristiano y todo aquél a quien le transmitamos la fe, recuerda Ratzinger [8].
2. La fe como acto de toda la persona
Ratzinger parte de las raíces del problema y lo aborda desde la hasta entonces dominante corriente existencialista, a la que él mismo se sentía vinculado [9]. Así, a la hora de hablar de la fe tendrá en cuenta lo que constituye uno de los ejes de su pensamiento: la persona. De esta manera, observaba Ratzinger: «todavía no hemos hablado del rasgo más importante de la fe cristiana: su carácter personal. [...] Su enunciado clave no es "creo en algo", sino "creo en ti". Es encuentro con el hombre Jesús, y en ese encuentro se experimenta el sentido del mundo como persona. [...] La fe es, pues, encontrar un tú que me sostiene y [...] vive de que no existe la inteligencia en estado puro, sino la inteligencia que me conoce y me ama; de que puedo confiarme a él con la misma seguridad con que un niño ve resueltos todos sus problemas en el tú de la madre» [10]. La fe será de este modo una relación, una amistad, una confianza que engendra conocimiento.
La fe será como consecuencia un acto eminentemente personal e interpersonal, aunque no se quedará tan solo en la relación, como veremos. En unas charlas radiofónicas mantenidas a comienzos de los años setenta, explicaba este carácter personalista del acto de fe del siguiente modo: «Cuando decimos: "te creo", [...] es tanto como decir: "confío en ti", "pongo mi confianza en ti"; quizá incluso "me apoyo en ti". El tú en el que yo confío me da una certeza distinta, pero no menos segura que la que viene del cálculo y de la experiencia. En el contexto del credo cristiano es este el sentido de la palabra. La forma básica de la fe cristiana no es "creo en algo", sino "creo en ti". La fe es una apertura a la realidad que alcanza al que confía, al que ama, al que actúa como persona. Como tal, la fe no tiene su origen en la ciencia, sino que es –al igual que esta– primordial: como ella misma, es nuclear y sustentadora de lo auténticamente humano» [11].
Para transmitir la fe, por tanto, hace falta empatía, sintonizar con el otro, entablar esta relación de simpatía. Pero además habrá de tener en cuenta la totalidad de la persona: razón y corazón, es decir, inteligencia, sentimiento y libertad. «La fe es una orientación de la totalidad de nuestra existencia […]. La fe no es un acontecimiento meramente intelectual, ni meramente voluntario, ni meramente emocional, sino todo ello a la vez: es un acto del yo en su totalidad, de la entera persona en su unidad abarcante. En este sentido, en la Biblia se le designa como un acto del "corazón" (Rm 10,9)» [12]. Por otra parte, Ratzinger insiste en que la fe es un don que hemos recibido de Dios, nunca algo fabricado o inventado; requerirá por tanto a la vez actividad y receptividad, un acoger y un realizar: la fe será a la vez un don y una tarea, en definitiva, como tantas veces se ha dicho. El tono teológico y a la vez personalista de esta propuesta resulta evidente [13].
La fe tendrá de esta manera un claro componente personal y existencial. «No significa saber a medias, sino una decisión existencial. Es vivir referidos al futuro que Dios nos concede más allá todavía de las fronteras de la muerte. Esta dirección es la que le da peso, medida, sus leyes y, precisamente de este modo, su libertad. En realidad, una vida en torno a la fe se parece más a una ascensión a la montaña que a un somnoliento estar sentado frente a la chimenea. Pero quien se une a esta peregrinación sabe y experimenta cada vez más que la aventura a la que se nos invita vivir, vale la pena» [14].
3. Fe y existencia
Aventura, relación, conocimiento: como se ve, Ratzinger no está exento de influencia intelectual que había vivido en su juventud. Así, por ejemplo, en un artículo de 1975 publicado por primera vez en la recién creada revista Communio, se aprecia de modo claro la orientación fenomenológica y personalista que ya aparecía en escritos anteriores. «¿Qué hace, propiamente hablando, un hombre cuando se decide a creer en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra?» [15]. El teólogo alemán intenta analizar en este momento el credo como opción fundamental del cristiano. En efecto, la fe cristiana intenta evitar –afirma– los extremos opuestos de la fe como pura teoría o como mera praxis. La fe implica a ambos: teoría y práctica. Según Ratzinger, la fe conlleva siempre cambios de conducta, a la vez que la iluminación del conocimiento. La increencia supone, por el contrario, el olvido también de la ética. "Si Dios no existe, todo me está permitido", repitía una y otra vez Iván Karamazov (y tantos otros). «El desconocimiento de Dios, el ateísmo, se expresa –en concreto– en una falta de respeto y reverencia del hombre hacia el hombre; conocer a Dios significa ver al hombre con ojos nuevos» [16]. Por tanto, podríamos concluir que la transmisión de la fe implica e incluye también una tarea ética. La fe exige una determinada conducta y necesita la conversión, como hemos visto.
De esta manera, la fe tiene también una serie de manifestaciones eminentemente prácticas, también en el ethos de la persona, recuerda Ratzinger, tal como hemos visto. Es esta la dimensión existencial de la fe. Es teoría y praxis, conocimiento y acción. «Cristaliza aquí una profunda experiencia: el conocimiento y la confesión de Dios es un proceso activo-pasivo, no una construcción de la razón (sea teórica o práctica); es el acto de ser alcanzado e implicado, al que luego responden el pensamiento y la acción, pero al que también es posible negarse. Solo desde aquí –añade– se puede entender lo que significa que Dios es "persona" y lo que quiere decir la palabra "revelación"» [17]. En este conocimiento, el hombre no es el único elemento activo, sino que la iniciativa procede de Dios, que nos ofrece su revelación y nos manifiesta su íntima verdad.
La fe se dirige a la vida y a las ideas, a la acción y a la teoría, a los afectos y a la inteligencia: a toda la existencia de la persona. Por eso no supone en ningún momento el olvido de la razón, la renuncia a la propia actividad intelectual. «Quien separa demasiado el Dios de la fe del Dios de los filósofos –afirmaba en un temprano 1959–, arrebata su objetividad a la fe, y escinde de nuevo al objeto y al sujeto en dos universos distintos. El acceso a Dios tiene, por supuesto, múltiples variantes. Los diálogos con sus amigos [científicos] de los que nos ha informado Heisenberg muestran cómo una mente que busca con sinceridad descubre en la naturaleza, a través del espíritu, un orden central que no solo existe, sino que impulsa» [18]. La razón sale al encuentro de la fe, y la ciencia ha de entenderse sinceramente con la creencia. Ambas no están reñidas, aunque no hemos de olvidar –una vez más– que este conocimiento de la fe (real, cierto, racional) se alcanza gracias a una privilegiada relación que nos proporciona una información privilegiada, y que después mueve a la propia inteligencia a llegar más lejos, a volar más alto.
De manera que Ratzinger retoma ahora la pregunta planteada al principio del artículo: ¿qué quiere decir "creo en Dios Padre"? «El primer artículo del credo se refiere, pues, también a un conocimiento sumamente personal y, al mismo tiempo, sumamente objetivo: el descubrimiento del tú que me da sentido, al que puedo confiarme de un modo incondicional. De este modo, este artículo no se formula como una frase neutral, sino como una oración: creo en Dios, creo en ti, me confío a ti» [19]. Es una oración que trae consigo un descubrimiento, una auténtica revelación; es una relación que conlleva una mayor apertura a la verdad. «La tarea definitiva del hombre no es inventar, sino adivinar, prestar oído con atención a la justicia del Creador, a la verdad misma de la creación. Solo esto garantiza la libertad, porque solo esto asegura el respeto del hombre por el hombre, por la criatura de Dios que es –según Pablo– distintivo de los que conocen a Dios. Esta tarea de adivinar, de aceptar la verdad del Creador en su creación, es adoración. A esto nos estamos refiriendo cuando decimos: Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra» [20]. La adoración difunde y contagia la fe. Para transmitir la fe hemos de enseñar a pensar, pero también a adorar: a pensar de rodillas para que nuestra inteligencia vuele más allá de sus propias posibilidades.
4. La fe como relación
Por eso esta relación que se da en todo acto de fe –insiste– es siempre positiva: supone un crecimiento en el ser y en el saber de la persona. En otro artículo de 1977, uno de los últimos publicados antes de ser arzobispo y titulado significativamente Evangelio: la fe como confianza y alegría, profundizaba Ratzinger en estos aspectos antropológicos y relacionales de la fe, sin renunciar por ello a la necesaria e indispensable dimensión cognoscitiva. El análisis vuelve a ser de tipo existencial. El punto de partida son las críticas a la fe por parte de Nietzsche y del ateísmo del siglo XX al cristianismo: «¿No nos ha prohibido el cristianismo [comer d]el árbol que está en el centro del Paraíso y, como consecuencia, nos lo ha prohibido todo?» [21]. Frente a esta inquietante acusación, Ratzinger proponía como única alternativa clara el evangelio. Así, «el mensaje de Jesús es evangelio no porque nos guste de entrada de un modo incondicional, o porque nos parezca cómodo o agradable; sino porque procede de aquel que tiene la verdadera clave de la alegría. No siempre la verdad resulta cómoda al hombre; sin embargo, solo la verdad hace libres, y solo la verdad es alegre» [22], afirmaba con un estilo plenamente vital y cristiano al mismo tiempo.
Más adelante, para hacer frente a la acusación nietzscheana de la cruz como la más aborrecible expresión del carácter negativo del cristianismo, el profesor Ratzinger explicaba el significado de la cruz. «La cruz es la sanción a nuestra existencia no con palabras, sino con un acto de tal radicalidad que hace que Dios se encarne y penetre de modo incisivo en la carne, que hace que –para Dios– merezca la pena morir en su Hijo hecho hombre. Quien es amado hasta tal punto que el otro identifica su vida con el amor y no es capaz de seguir viviendo sin él; quien es amado hasta la muerte, este resulta amado de verdad. Si Dios nos ama así, es que somos amados de verdad. Entonces el amor es verdad y la verdad es amor. Entonces la vida merece la pena. Justamente esto es el evangelio. [...] El cristianismo es, desde su mismo núcleo, gozo, posibilidad de ser y estar alegres: aquel jaire, "alégrate" con el que inicia su andadura, resume toda su esencia» [23]. Amor y verdad, relación y conocimiento, y después, cruz y alegría, principio y final del evangelio están en la misma línea, recordaba Ratzinger.
Esta alegría evangélica, fruto ineludible de la fe, tiene su propia profundidad: «su alegría se hunde en las raíces más profundas de nuestro ser. Una de las pruebas –y no la más pequeña– de su fortaleza es el hecho de que nos sostiene incluso cuando todo lo demás, en nuestro entorno, son tinieblas. La alegría cristiana se dirige precisamente a los cansados y agobiados, a los que no ríen en este mundo» [24]. Se trataría pues de convertir en una fiesta lo que para otros constituiría un río de lágrimas, sigue diciendo. La clave está en la cruz de Jesús: frente a ella puede recuperarse la alegría perdida. «Donde la alegría está ausente, donde desaparece el sentido del humor, es seguro que ahí no está el Espíritu de Jesús. Y a la inversa: la alegría es signo de la gracia. Quien, desde el fondo de su corazón, se siente contento, quien ha sufrido pero no ha perdido la alegría, no puede estar lejos del Dios del evangelio, cuya primera palabra –en el umbral del nuevo testamento– dice: ¡alégrate!» [25].
5. La fe como acto de conocimiento
Hemos mencionado ya la necesidad de la dimensión cognoscitiva en el acto de fe; profundicemos ahora sin embargo algo más en este aspecto en el que insiste de un modo continuo el teólogo Ratzinger. En un artículo publicado en el Deutsche Tagepost, el prefecto volvía a referirse a un tema ya recurrente en su predicación y en sus escritos. «El amor al que venimos refiriéndonos [se refiere, como es lógico, al amor a Dios y a los demás] reclama a toda la persona. Para subrayar esta exigencia con toda claridad, el Antiguo Testamento menciona el corazón, el alma y todas nuestras fuerzas como portadores del amor de Dios [cfr Dt 6,5]. Jesús añade un cuarto elemento: el pensar [cfr Mt 22,37; Mc 12,30; Lc 10,27]. De este modo subraya que la razón interviene en nuestra relación con Dios y en nuestro amor a Él. La fe no es un asunto solo del sentimiento: algo que, como consecuencia de la existencia en el hombre de un anhelo religioso, promovamos como un asunto privado yuxtapuesto a los fines racionales de la vida privada. La fe es ante todo el orden de la razón, algo sin lo que esta pierde la medida y la capacidad acerca de los fines» [26]. Una vez más, la fe se dirige a la razón y se apoya en ella, a la vez que se constituye en su mejor garante. La fe será igualmente conocimiento, según Joseph Ratzinger, además de la mencionada relación: es, por tanto, una relación que engendra y genera conocimiento.
Por eso es un conocimiento peculiar, pues el acto de fe lleva a esa necesaria confianza que da lugar a un saber más, a un ver más lejos. El que era entonces profesor de Ratisbona escribía de igual manera en 1975: «Hemos expuesto la necesidad de la fe a partir del amor, que forma parte de su esencia: el amor que procede de la fe ha de ser un amor comprensible, que no se contenta con darle al otro pan, sino que le enseña a ver. [...] Pero si la fe, como amor, concede la facultad de la visión, tal como se dice plásticamente en el relato de la curación del ciego de nacimiento (Jn 9), aquí se expresa ya algo sobre la fe misma: esta fe no es un acto ciego, una confianza sin contenido, una vinculación a una doctrina esotérica o algo parecido. Todo lo contrario: quiere ser un abrir los ojos, un abrir al hombre a la verdad. [...] La fe, en el sentido del Nuevo Testamento es algo más que una confianza elemental: es promesa de un contenido que me permite confiar. El contenido forma parte de la forma estructural de la fe cristiana. Y esto, a su vez, se desprende del hecho de que aquel a quien creemos no es un hombre cualquiera, sino que es el Logos, la palabra de Dios, en la que está encerrado el sentido del mundo: su verdad» [27]. Una vez más, la relación con Jesucristo –el Logos hecho hombre– trae también consigo un conocimiento que nos conduce hacia la verdad.
Por otra parte, ese conocimiento que nos proporciona la fe no será ajeno a la experiencia personal del creyente. «Sin experiencia, no hay conocimiento –escribió dos años más tarde, en 1977–: la afirmación es válida también en el ámbito de lo humano. Solo la experiencia de Dios puede formar el conocimiento de Dios. La sabiduría que hace estas afirmaciones no es, pues, irracional ni mucho menos antirracional, sino que reclama la unidad del hombre [...]. Allí donde en el eros con lo eterno se funden amor y conocimiento, brilla en el amor la sobriedad de lo racional, y lo racional obtiene fruto y calor desde la profundidad del Espíritu: aquella profundidad en la que verdad y amor son indisolublemente una misma cosa» [28]. Amor y conocimiento deben encontrarse entreverados también en el acto de fe. Sin embargo, la fe no será sin más una iluminación, sino que se remitirá también a la experiencia de cada uno, para obtener de este modo un conocimiento firme, racional y plenamente personal. Esto también lo hemos de tener en cuenta en nuestros intentos de transmitir la fe.
6. Fe y experiencia
Fe y experiencia: en este artículo de 1980, el ya arzobispo-teólogo desarrollaba un tema que le parecía entonces de gran actualidad. «El tema de la experiencia y de la fe se ha ido haciendo cada vez más apremiante en los últimos años. [...] En este lugar no se trata de ofrecer algo nuevo, ni tan siquiera de ofrecer una visión global del estado de la cuestión. [...] Lo que late en torno a estas dos ideas [de fe y experiencia] es la estructura del espíritu y del conocimiento humanos, el problema de cómo puede entrar Dios en el espíritu del hombre» [29]. El punto de partida está tomado del pensamiento clásico. «Partimos aquí del axioma aristotélico que Tomás de Aquino ha resumido en la fórmula: Nihil est in intellectu quod non prius fuerit in sensu. Es decir, la percepción de los sentidos es la puerta imprescindible de todo conocimiento. Este principio de la epistemología era para Tomás tanto más convincente en cuanto trasladaba –también al ámbito del conocimiento– la fórmula antropológica básica que afirma que el hombre es un espíritu en el cuerpo; pero de tal manera que ambas magnitudes sean inseparables. Su fórmula anima forma corporis (el alma es la fuerza configuradora del cuerpo) mezcla y funde el alma y el cuerpo, de tal manera que solo juntos constituyen una existencia» [30].
¿Pueden por tanto los sentidos influir en el acto de fe? Para responder a esta pregunta, Ratzinger se remite a la predicación del Verbo encarnado. «Jesús enseñaba fundamentalmente mediante parábolas y comparaciones. Es un hecho que las comparaciones no son un truco pedagógico del que se puede prescindir alegremente. [...] Al analizar las cosas más de cerca, uno advierte que las parábolas tienen dos aspectos principales. Por un lado, trascienden el ámbito de la creación, para hacer luz sobre el Creador mismo. Por otro, asumen en sí la experiencia histórica de la fe, es decir, prolongan las parábolas acontecidas en la historia de Israel. Debemos añadir ahora un tercer elemento: las parábolas interpretan, además, el sencillo mundo de cada día, para mostrar cómo –desde él– arranca la escalera que lleva más allá de la cotidianidad humana. Por una parte, el contenido de la fe solo se muestra en parábolas pero, por otra, la parábola ilumina el núcleo de la realidad» [31]. Las parábolas nos hablan de la necesidad de la experiencia inmediata para el creyente, pero también nos llevan más allá de ella y de las mismas parábolas. ¿No era esta una excelente técnica para transmitir la fe?
Así, esta fe puede nacer a partir de la propia experiencia religiosa normal y corriente (sin quedarse en ella), y sin embargo no precisa de éxtasis, arrobamientos ni experiencias místicas extraordinarias. Para esto, en primer lugar, nos hemos de dejar ayudar por la vivencia común de la fe y del culto de la Iglesia. Además, deberá apoyarse también en la experiencia de fe que han tenido otros. «Al principio es una fe de "segunda mano", tan solo una entrada hacia la fe "de primera mano", hacia el encuentro personal con el Señor» [32]. Por tanto, «la figura de los santos proporciona una expresión elevada de este fenómeno cotidiano y constituye una de las funciones esenciales de la Iglesia. Los santos (como figuras vivientes de una fe experimentada y contrastada, de una trascendencia experimentada y acreditada) son, por así decirlo, ámbitos vitales en los que se puede entrar, en los que –en cierto modo– se almacena la fe como experiencia, se acondiciona antropológicamente y se acerca a nuestras vidas. [...] El hombre se apoya entonces en la realidad misma y ya no cree "de segunda mano"» [33]. La experiencia de los santos y de toda la Iglesia nos sirve para llevarnos a la fe, a un conocimiento más pleno de Dios: alcanzamos así al final una fe "de primera mano". Los santos son también testigos directos de Dios, auténticos maestros en la fe y en el amor, y los mejores intermediarios en la misma transmisión de la fe.
7. Razón y relación
Un conocimiento mediato, pero conocimiento al fin y al cabo, ha insistido una y otra vez Ratzinger. También en tiempos recientes Ratzinger ha recordado en el componente cognoscitivo y racional de la fe. Con motivo de la concesión del doctorado honoris causa en el año 2000 en la Universidad de Wroclaw/Breslau, en la actual Polonia, el teólogo-prefecto hacía un nuevo acercamiento a la cuestión de la fe como conocimiento racional, que bien nos puede servir de recapitulación del presente apartado. «Se dice, por ejemplo: "creo que mañana hará buen tiempo"; o bien: "creo que esta o aquella noticia no dice la verdad". La palabra "creer" equivale aquí a opinar: expresa una forma imperfecta de conocimiento. Se habla aquí de fe donde no se ha alcanzado el estatuto de saber. Muchas personas piensan que este significado de fe vale también en el ámbito religioso y que, entonces, los contenidos de la fe cristiana son un nivel previo [e] imperfecto del saber» [34]. Sin embargo, esta no es la acepción habitual de la principal palabra que repetimos en el credo. «En realidad, para los creyentes cristianos, la expresión "creo" indica una certeza absolutamente peculiar, en algunos aspectos mayor que la de la ciencia; pero, desde luego, también lleva en sí misma un momento de "sombra e imagen", un momento de "todavía no"» [35].
Pensamiento y asentimiento a la vez: inteligencia y voluntad, conocimiento y libertad debidamente integrados, en definitiva. Pero además el cardenal Ratzinger elaboraba un minucioso análisis del acto de conocimiento por fe. «El asentimiento es causado por la voluntad, no por la comprensión directa del entendimiento: en esto consiste la particular forma de libre albedrío en la decisión por la fe. Cetera potest homo nolens, credere non nisi volens, santo Tomás cita para esto a san Agustín: todo lo demás puede hacerlo el hombre sin quererlo, [pero] la fe solo puede alcanzarla voluntariamente. Con esta constatación se muestra ahora la particular estructura espiritual de la fe. La fe no es solo un acto del entendimiento, sino un acto en el que confluyen todas las potencias espirituales del hombre. Mas aún: el hombre lleva a cabo la fe en su propio yo, y nunca fuera de él; tiene un carácter dialógico por naturaleza. Solo porque el fundamento del alma, el corazón, es tocado por Dios, se pone en marcha toda la estructura de las potencias espirituales y confluye en el sí de la fe. [...] Cuando el corazón entra en contacto con el Logos de Dios, con la Palabra encarnada, se toca ese íntimo punto de su existencia» [36]. El conocimiento procederá de este modo de la confianza previa que uno deposita en aquel que le puede hacer merecedor de un conocimiento más elevado. Si uno acepta y confía en el Logos, el propio logos resultará profundamente enriquecido.
La transmisión de la fe deberá por tanto tener en cuenta estas diversas dimensiones y facultades que entran en juego en el acto de fe. Ni espiritualismos ni visiones secularistas y horizontales. La transmisión de la fe requiere que se mueva y estimule la inteligencia y la voluntad, la razón y el corazón, y el pensar íntimamente unido al adorar. ¿Se puede alcanzar la fe sin pedirla, sin pensar de rodillas? Sin embargo, no hemos de olvidar que tras ese asentimiento vendrá el ineludible cometido del pensamiento. «La "voluntad" (el corazón), pues, ilumina previamente el entendimiento y lo introduce con ella en el asentimiento. Así comienza a ver también el pensamiento, pero la fe no surge del comprender, sino del escuchar. El pensar no ha llegado a su conclusión, no ha hallado todavía su quietud. Aquí se muestra de forma totalmente peculiar que la fe es un peregrinaje, también un peregrinar del pensamiento que todavía está en camino. [...] De aquí [santo Tomás] concluye también que, en la fe, pese a la firmeza del asentimiento, puede surgir un movimiento contrario (motus e contrario): permanece pensamiento que lucha y cuestiona, que ha de buscar una y otra vez su luz a partir de la luz esencial que resplandece en el corazón por la palabra de Dios. Asentimiento y movimiento reflexivo están "de algún modo" (quasi) equilibrados, ex aequo» [37]. Asentimiento y reflexión, confianza y conocimiento permanecen en condiciones de igualdad en el acto de fe, que es firme e incierto a la vez. Luz y sombra, duda y certeza vuelven a aparecer de nuevo, al mismo tiempo que se afirma que pueden resolverse de un modo feliz y armónico. La voluntad no anula en ningún momento al entendimiento, sino que le plantea nuevos retos. De ahí este continuo carácter de peregrinación en la fe, que llevará necesariamente al creyente como término final a la Iglesia.
8. La Iglesia, lugar de la fe
No olvidemos que Ratzinger es también un eclesiólogo, tal como avalan sus muchos estudios en esta disciplina, empezando por su primer trabajo sobre san Agustín. En su Introducción al cristianismo, a la vez que insistía en la dimensión personal del acto de fe al que nos hemos referido, Ratzinger hablaba también de su dimensión social, eclesial y comunitaria. «Es evidente que la fe no es el resultado de una cavilación solitaria en la que el yo deja volar la fantasía y, libre de toda atadura, medita exclusivamente sobre la verdad; [la fe] es más bien el resultado de un diálogo, la expresión de una escucha, de una recepción y una respuesta que, mediante el intercambio entre el yo y el tú, lleva a la persona, al "nosotros" de quienes creen lo mismo. San Pablo dice que la fe viene "de la escucha" (Rm 10,17)» [38]. Como consecuencia, «la fe no es fruto de mis pensamientos, sino que me viene de fuera. Por eso, la palabra no es algo de lo que dispongo y cambio a mi antojo, sino que es anterior a mí mismo: precede siempre a mi pensamiento. La nota peculiar del acontecimiento de la fe es el carácter positivo de lo que viene a mí, de lo que no nace en mí y me abre a lo que no puedo darme a mí mismo» [39]. La fe depende por tanto de algo más que está fuera de mí mismo [40]. La transmisión de la fe, por tanto, deberá hacerse en el seno de esa comunidad fundada por Jesucristo.
Es cierto que la fe viene de fuera, pero también lo es que resulta profundamente interiorizada. Solo cuando se da a la vez obediencia y expresión de la propia personalidad, hay verdadera fe. La fe nace de la unión. El teólogo entonces en Tubinga explicaba la dimensión social y comunitaria de este acto de fe con la etimología de la palabra "símbolo". «Symbolum viene de symballein: un verbo griego que significa concurrir, fusionar. El trasfondo de la imagen es un rito antiguo: dos partes de una sortija, de un anillo o de una placa que se podían ensamblar entre sí eran los signos por los que se reconocía a los huéspedes, mensajeros o partes contratantes. [...] Symbolum es la parte que necesita de la otra para ensamblarse, generando así unidad y reconocimiento mutuo: expresa la unidad y, a la vez, la posibilita» [41]. Por eso la fe se fundamenta en un símbolo, en la recitación conjunta del credo. «No es una doctrina aislada en sí misma para sí misma, sino una forma de nuestro culto divino y de nuestra conversión, que es un viraje hacia Dios y también hacia los demás, para glorificar todos a Dios» [42]. Del "creo" hemos de pasar al "creemos".
De este modo, junto a la dimensión personal del acto de fe, hemos de referirnos a la dimensión social y eclesial. «Por eso son esenciales para la fe: la profesión [personal de esta misma fe], la palabra y la unidad que la hace operante y, finalmente, la comunidad que llamamos Iglesia. La fe cristiana no es idea, sino vida; no es espíritu para sí, sino encarnación: espíritu en el cuerpo de la historia y en el nuestro» [43]. La esencia de ese entrar en la Iglesia supone «obediencia y servicio: superación del propio yo, liberación del yo mediante aquello que no puedo hacer ni pensar; ser libres por el servicio a la totalidad» [44]. Ratzinger quiere también profundizar en el sentido comunitario de la fe y de la vida del cristiano al internarse en el mismo misterio de Dios. Refiriéndose a la unidad del credo, añadía a este respecto en 1975, ya en Ratisbona: «Lubac esclarece esta idea al explicar que, según esta creencia, Dios no es soledad sino ek-tasis, salida total de sí mismo. Y esto significa que "el misterio de la Trinidad nos ha abierto una perspectiva enteramente nueva: el fundamento del ser es communio". Crecer trinitariamente significa volverse communio. En el terreno histórico, esto quiere decir que el yo de las fórmulas del credo es un yo colectivo: el yo de la Iglesia creyente al que pertenecen todos los "yoes" particulares en cuanto creyentes. El yo del credo abarca también el paso del yo privado al yo eclesial» [45]. La fe requiere apertura a Cristo y a su Iglesia, a semejanza de la Trinidad.
8. Fe y bautismo
Así, con la fe, el creyente supera el mero monólogo sentimental o intelectual, y llega a un diálogo con Jesucristo en la Iglesia, también por medio de los sacramentos. En Bautismo, fe y pertenencia a la Iglesia (1976) profundizaba en el origen sacramental de la incorporación a la Iglesia y, por tanto, de la fe. Tras haber hecho algunas consideraciones sobre el valor existencial de los sacramentos, recuerda que la fe y la pertenencia a la Iglesia vienen por el primero de ellos. Así, «el bautismo funda comunidad de nombre con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Bajo este aspecto, es comparable al proceso de la celebración del matrimonio, que crea entre dos personas una comunidad nominal, en la que se expresa que –a partir de ahora– constituyen una unidad nueva» [46]. Por eso, insiste Ratzinger, recibir la fe requerirá un largo proceso de aprendizaje, un continuo catecumenado. «La fórmula bautismal, que propiamente es un credo dialogado, presupone un largo proceso de aprendizaje. No solo quiere ser aprendido y entendido como texto, sino que debe estar ejercitado como expresión de una orientación existencial» [47]. Fe y obras, teoría y existencia, ortodoxia y ortopraxis constituyen un requisito para recibir el bautismo (al menos en los adultos) [48].
Vuelve a aparecer aquí una idea recurrente en Ratzinger: la intrínseca unión entre logos y ethos, ortodoxia y ortopraxis, así como la necesidad de la conversión para alcanzar la fe [49]. «El sacramento no es la simple realización del acto litúrgico, sino un proceso, un largo camino, que exige la contribución y el esfuerzo de todas las facultades del hombre: entendimiento, voluntad, corazón. [...] La fe cristiana es también un ethos. [...] Solo quien conoce a Jesús como camino, puede encontrarle también como verdad» [50]. La ética es también un requisito para alcanzar la verdad, hemos dicho. Sin embargo, Ratzinger cierra aquí el círculo al vincular la fe, la Iglesia y el bautismo. «En efecto, no existe la fe como una decisión individual de alguien que permanece encerrado en sí mismo. Una fe que no fuera un ser concreto recibido en la Iglesia, no sería una fe cristiana. Ser recibido en la comunidad creyente es una parte de la fe misma y no solo un acto jurídico complementario. Esta comunidad creyente, a su vez, es comunidad sacramental, vive de algo que no se da a sí misma. Si la fe abarca el ser aceptado y recibido por esta comunidad, debe ser también –y al mismo tiempo– un ser aceptado y recibido en el sacramento. El acto del bautismo expresa, pues, la doble trascendencia del acto de fe: la fe es un don a través de la comunidad que se da a sí misma. Sin esta doble transcendencia, es decir, sin la concreción sacramental, la fe no es cristiana. La justificación por la fe pide una fe que es eclesial. Y esto quiere decir que es sacramental, que se recibe y se hace propia en el sacramento» [51].
La fe nos viene de Cristo, por medio de la Iglesia y del bautismo. Nace entonces esta cuando se unen diálogo y conocimiento, a la vez que presupone una relación personal con Cristo y comunitaria en la Iglesia, todo ello a través de los sacramentos. Es algo que la transmisión de la fe ha de tener muy en cuenta, también para atraer a la gente a sus iglesias, a la que ya acuden al menos como turistas. ¿Cómo conseguir que se queden y descubran lo que hay detrás de ese arte, de esos edificios? ¿Cómo podemos utilizar los «nuevos aerópagos» –el arte, la ciencia, los medios de comunicación– para transimitir la fe? ¿Cómo pueden estos llevarles a entrar de modo definitivo en la Iglesia, donde se encuentra Cristo, vivo y operante?
En una conferencia sobre la catequesis pronunciada en París y Lyón en enero de 1983, el recién nombrado prefecto volvía a hacer mención de la dimensión eclesial del acto de fe, que nos puede servir de recapitulación. «La fe no se dirige tan solo a situarnos ante el Tú de Dios y de Cristo: es también el contacto con aquellos a los que Dios mismo se ha comunicado. [...] La fe no es solamente un "yo" y un "tú", sino también un "nosotros". En este "nosotros" está vivo el memorial que nos hace volver a encontrar lo que habíamos olvidado: a Dios y a su enviado. Dicho de otra manera: no hay fe sin Iglesia» [52]. La conclusión parece clara y definitiva. Relación personal y social al mismo tiempo, en el seno de la Iglesia: es esta la dimensión profunda del acto de fe. Lo personal debe integrarse armónicamente en lo eclesial. El "creo en Jesucristo" se pronuncia siempre "en" la Iglesia. Cristo, la Iglesia, la fe y el bautismo salen al encuentro de toda la persona y toda la existencia del creyente, podríamos concluir. El acto de fe constituirá por tanto un complejo y rico equilibrio entre distintos elementos; procederá sobre todo a la síntesis entre todos ellos.
La fe crece en un determinado ámbito, que es lo que llamamos Iglesia. Para ilustrar todas estas ideas, valga por último una breve imagen que el prefecto toma del evangelio, donde se resumen ese amor y ese conocimiento que nace del encuentro del creyente con Cristo en su Iglesia. «A Dios no se le conoce simplemente con el entendimiento, sino al mismo tiempo con la voluntad y el corazón. Por eso el conocimiento de Dios, el conocimiento de Cristo, es un camino que reclama la totalidad de nuestro ser. Lucas explica del modo más hermoso ese estar en camino nuestro, en el relato de los discípulos de Emaús [... cfr Lc 24,13-35]. Así, este camino de los discípulos de Emaús es al mismo tiempo una descripción de la Iglesia, una descripción de cómo madura el conocimiento que lleva a Dios» [53]. La fe llega a esos discípulos solo cuando se encuentran a Cristo en Emaús, como a nosotros nos viene solo en la Iglesia. Toda verdadera transmisión de la fe ha de respetar esta táctica que Cristo usó en Emaús: diálogo, relación y conocimiento, comunión e Iglesia, conversión y sacramentos. Es entonces cuando el creyente se dirige a Jesucristo y exclama con gran libertad: "quédate con nosotros" (Lc 24,29). Y Dios se queda y nos da la fe. La verdadera transmisión de la fe no ha de saltarse ninguno de estos pasos, según Joseph Ratzinger.
Notas
[1] Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 20019, 39.
[2] Ibid., 41; cfr. A. Nichols, The theology of Joseph Ratzinger, Clark, Edimburg 1988, 105.
[3] Introducción al cristianismo, 48-49.
[4] Ibid., 49; cfr. A. Nichols, The theology of Joseph Ratzinger, 110-111.
[5] Introducción al cristianismo, 77; desarrolla las relaciones entre el bautismo y la confesión de la fe en Taufe und Formulierung des Glaubens (1972) en Teoría de los principio teológicos, Herder, Barcelona 1985, 119-131.
[6] Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 1985, 425.
[7] Ibid., 426-427.
[8] Ibid., 427. Cfr. también R. Tura, La teologia di J. Ratzinger. Saggio introduttivo, "Studia Patavina" 21 (1974) 152-153.
[9] Cfr. Mi vida, 56; La sal de la tierra, 67.
[10] Introducción al cristianismo, 71; se citan aquí a J. Mouroux, Je crois en Toi. Structure personelle de la foi (Paris 1949); C. Cirne – Lima, Der personale Glaube, Innsbruck 1959; H. Fries, Glauben – Wissen, Berlin 1960. Sobre Jean Mouroux (1901-1973) puede verse: J. Alonso García, Fe y experiencia cristiana: la teología de Jean Mouroux, Eunsa, Pamplona 2002. Sobre la influencia de Mouroux en Ratzinger, puede verse D. Kaes, Theologie im Anspruch von Geschichte und Wahrheit, 45-46, 51.
[11] Fe y futuro, Sígueme, Salamanca 1973, 23, véase también 25.
[12] Evangelio, catequesis, catecismo, Edicep, Valencia 1993, 20-21.
[13] Cfr., por ejemplo, L. Pareyson, Esistenza e persona (1950), Il Melangolo, Genova 19854, 184-185 y 214-215.
[14] Fe y futuro, 42.
[15] Teoría de los principios teológicos, 77.
[16] Ibid., 78; remite aquí a los testimonios paulinos de 1 Tes 4,3ss.; Gal 4,8ss.; 1 Rm 18-32. Cfr. A. Bellandi, Fede cristiana come stare e comprendere, 182-186.
[17] Teoría de los principios teológicos, 79.
[18] Ibid., 84.
[19] Ibid., 85; cfr. Natura e metodo della teologia, 129.
[20] Teoría de los principios teológicos, 86-87; cfr. Convocados en el camino de la fe, Cristiandad, Madrid 2004, 21-22.
[21] Teoría de los principios teológicos, 88.
[22] Ibid., 91.
[23] Ibid., 93-94; se refiere a Lc 1,28. Cfr. Fede e teologia, «Sacra Doctrina» 38 (1993) 8-12.
[24] Teoría de los principios teológicos, 94-95.
[25] Ibid., 97.
[26] Colaboradores de la verdad, Rialp, Madrid 1991, 274.
[27] Teoría de los principios teológicos, 405-406.
[28] Ibid., 434.
[29] Ibid., 412-413.
[30] Ibid., 413.
[31] Ibid., 414.
[32] Ibid., 423.
[33] Ibid.
[34] Convocados en el camino de la fe, 18.
[35] Ibid.
[36] Ibid., 23-24; se cita allí el De veritate, q. 14 a.1 co.; la referencia agustiniana se encuentra en In Iohannis evangelium tractatus 26,2: PL 35,1607.
[37] Convocados en el camino de la fe, 25; la cita sigue siendo del De veritate, q. 14 a.1 co., que a su vez remite a 2 Co 10,5.
[38] Introducción al cristianismo, 79; cfr. también La palabra en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1976, 20.
[39] Introducción al cristianismo, 81; cfr. también Evangelio, catequesis, catecismo, 23.
[40] Sobre la importancia de la Iglesia y de lo que Ratzinger llama la Wir-Struktur, puede verse A. Bellandi, Fede cristiana come stare e comprendere, 220-227, 361; D. Kaes, Theologie im Anspruch von Geschichte und Wahrheit, Dissertationen Theologishe Reihe, St. Ottilien 1997, 53ss.
[41] Teoría de los principios teológicos, 84
[42] Ibid., 85; sobre la historia y la importancia del credo, Ratzinger ha publicado Noch einmal: "Kurtzformeln des Glaubens" (1973) y Das I Konzil von Konstantinopel 381 (1981), en Teoría de los principios teológicos, 143-153 y 131-143.
[43] Teoría de los principios teológicos, 85.
[44] Ibid.
[45] Ibid., 24; la cita es de H. de Lubac, La foi chrétienne. Essai sur la structure du Symbole des Apôtres, Paris 1970, 13.
[46] Teoría de los principios teológicos, 34.
[47] Ibid., 39.
[48] El problema del bautismo de los niños lo aborda en un anexo en Ibid., 46-49. Cfr. también Evangelio, catequesis, catecismo, 24-26.
[49] Cfr. J. Rollet, Le Cardinal Ratzinger et la théologie contemporaine, Cerf, Paris 1987, 115-127.
[50] Teoría de los principios teológicos, 40.
[51] Ibid., 46.
[52] Transmisión de la fe y fuentes de la fe, «Scripta Theologica» 15 (1983) 20.
[53] Convocados en el camino de la fe (2002), 301-302.
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