El don del celibato
Carmelo Rodríguez
Sumario
I. Introducción.- 1. Terminología.- 2. El celibato en la historia.- II. Naturaleza del celibato: 1. Celibato por el reino de los cielos (Mt 19,12).- 2. Con corazón indiviso (1 Co 7, 32-34).- 3. La grandeza de un don de Dios.- 4. Razones del celibato.- 5. Paternidad espiritual.- 6. Santidad y apostolado en el celibato y en el matrimonio.- 7. Discernimiento del don del celibato apostólico.
I. Introducción
La primera descripción que la Biblia hace del hombre es que ha sido creado por Dios en pareja, de forma que el hombre y la mujer constituyen una unidad superior, pues ambos son creados el uno para el otro. En este sentido, el matrimonio se presenta como la condición original del hombre. Las dos versiones que relata el Génesis (Gén 1,26-28; 2,18-25) -si bien literalmente difieren entre sí- tienen un propósito común: mostrar que el hombre y la mujer se unirán para ser "una sola carne". Ello posibilita a Juan Pablo II definir con rigor a la persona humana como un "ser esponsalicio". Y es que la situación común del hombre y de la mujer es desarrollar su existencia adulta, regularmente, en matrimonio.
No obstante, la renuncia al estado matrimonial no es un hecho aislado en la historia de los pueblos, pues algunas culturas han dado cierto valor religioso a la virginidad. Es el caso, por ejemplo, de las vestales de Roma, de algunas expresiones de los ascetas hindúes y de la vida monacal de los bonzos/as budistas. También en la religión de Israel, aunque los hebreos profesaban el amor al matrimonio y consideraban la soltería como un mal no deseado (Gén 30,23; Is 54,4), en tiempo de Jesús se practicaba el celibato por algunos miembros de la secta de los esenios.
Pero es en el cristianismo donde el celibato adquiere un claro y eminente sentido religioso. De hecho es el mismo Jesús quien presenta como un nuevo valor la renuncia al matrimonio por amor al reino de los cielos (Mt 19,12). De este modo, muy pronto, ya en la época apostólica y más común en la historia de los primeros siglos del cristianismo, no fueron inusuales los casos de hombres y mujeres –a ambos se les denominaba "vírgenes"- que, renunciando al matrimonio, dedicaron su vida a Dios como célibes, sin compartir un amor humano. A partir del siglo III aparecen los anacoretas, aunque la vida eremita-cenobítica será un fenómeno social (votos, hábitos, etc.) sólo desde mediados del siglo IV. Posteriormente, con el monacato, se inaugura un estilo de vida célibe, con expresa renuncia al matrimonio por el reino de Dios.
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El celibato por el Reino de los Cielos es un carisma y un don con el que el Señor ha bendecido a su Iglesia desde su mismo origen, pudiendo ser asumido por cualquier cristiano. Es un gran testimonio de fe y una fuente de energía al servicio de la Evangelización.
El celibato no es una simple opción o aspiración humana. Es un don de Dios. No se deduce de las condiciones de este mundo, sino del anuncio del Evangelio, de lo que Jesucristo mismo ha vivido y predicado. Por eso, la Iglesia nunca ha querido someter esta disciplina a consideraciones culturales o de oportunidad histórica. Un don personal, una manifestación del amor con que Dios quiere a las criaturas, siempre al servicio de la Iglesia y de la Evangelización.
1. Terminología
Este trabajo está dirigido a personas que han sido agraciadas con el don del celibato y tiene como finalidad ayudar comprender mejor la grandeza y profundidad del don y, de esta manera, trasmitirlo a los demás.
En cuanto a la terminología interesa advertir que para designar el "celibato" se emplea también con frecuencia en la tradición teológica el término "virginidad". Aunque estos dos términos no tienen el mismo significado estricto, en el contexto de este guión se pueden usar como sinónimos [1]. No obstante, se optará preferentemente por el primero [2].
San Josemaría Escrivá utilizó, dándole un sentido nuevo al aplicarlo a los cristianos corrientes, la expresión "celibato apostólico". Lo llama "apostólico" porque es un don que lleva a participar de modo especial en la misión apostólica, por amor a Dios, como se verá después.
Una última observación terminológica, aunque sea bien conocida, se refiere a la diferencia entre "celibato" y "castidad". El término "celibato" no equivale a "castidad perfecta". La castidad es una virtud que todos los cristianos han de luchar para vivir perfectamente, tanto en el celibato como en el matrimonio. Por vocación divina, unos habrán de vivir esa pureza en el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de Dios. Ni unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del propio corazón, para poder darlos sacrificadamente a otros [3].
Conviene tener presente que afirmar el gran valor del don del celibato no significa desestimar el matrimonio. El Catecismo de la Iglesia Católica lo recuerda con palabras de un Padre de la Iglesia: «quien desprecia el matrimonio reduce también la gloria de la virginidad; quien lo elogia, realza la admiración que se debe a la virginidad (...). Lo que resulta bello sólo en relación con lo que es feo, no puede ser muy bello; pero lo que es mejor entre las cosas consideradas buenas, es la más bella en absoluto» [4].
2. El celibato en la historia
En relación con el celibato, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña lo siguiente: «Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales (cfr. Lc 14,26; Mc 10,28-31). Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero dondequiera que vaya (cfr. Ap 14,4), para ocuparse de las cosas del Señor, para tratar de agradarle (cfr. 1 Co 7,32), para ir al encuentro del Esposo que viene (cfr. Mt 25,6). Cristo mismo invitó a algunos a seguirle en este modo de vida del que Él es el modelo» [5].
Entre los primeros cristianos, numerosos fieles corrientes recibieron el don del celibato y lo acogieron con alegría, siguiendo el modo de vida del Señor. De esta realidad histórica hay testimonios en los Padres y autores cristianos más antiguos. Ya en el siglo I San Clemente Romano exhortaba a los que vivían el celibato a no envanecerse por haber recibido ese don [6]. Poco después, a finales del siglo I o a comienzos del II, San Ignacio de Antioquía les recomendaba de nuevo que fueran humildes [7]. En el siglo II, San Justino y Atenágoras afirman expresamente que muchos cristianos, hombres y mujeres de toda condición, siguiendo a Cristo desde la juventud, permanecían célibes toda la vida [8].
También desde el inicio, la Iglesia ha reconocido una particular conveniencia del celibato para el sacerdocio ministerial [9]. Esta conveniencia se manifiesta en la disciplina eclesiástica sobre el celibato sacerdotal, de diversos modos en el rito latino y en los ritos orientales [10].
En el siglo II aparece formalmente en la Iglesia el "orden de las vírgenes", constituido por mujeres que hacían profesión pública de virginidad por el Reino de los Cielos. Eran consagradas mediante una ceremonia litúrgica en la que recibían un signo distintivo [11]. Tenían un lugar reservado en las celebraciones litúrgicas y llevaban un peculiar género de vida, que es un precedente del estado religioso [12]. A finales del siglo III surge la vida eremítica y después la cenobítica y monástica, caracterizadas por un apartamiento del mundo para dedicarse a la oración y dar testimonio de que las realidades temporales no son el fin último (testimonio escatológico) [13]. Más adelante florecen diversas formas de vida religiosa en las que la "renuncia al mundo" [14] no implica un alejamiento material de las realidades temporales, pero sí una relación con esas actividades distinta de la que es propia de los fieles corrientes [15]. En general, el estado religioso comporta una consagración a Dios por la profesión de los votos de pobreza, castidad y obediencia, que «manifiesta el desposorio admirable establecido por Dios en la Iglesia, signo de la vida futura» [16]. Todo esto configura profundamente la vida espiritual, con manifestaciones propias en las diversas espiritualidades religiosas. El celibato que forma parte de esta consagración —distinta de la del Bautismo— es un "celibato consagrado" que está al servicio de la vocación y misión propias de la "vida consagrada" [17].
Lo que se ha dicho en los tres párrafos anteriores es suficiente para concluir que el don del celibato puede estar al servicio de la vocación y misión propia de los fieles laicos, o del sacerdocio ministerial o de la vida consagrada [18]. En este sentido se puede hablar de un celibato apostólico de los laicos, de un celibato sacerdotal y de un celibato consagrado.
En lo sucesivo nos referiremos sobre todo al celibato apostólico de los laicos, cuya misión propia es santificar todas las actividades temporales «desde dentro» [19]. Lógicamente, una parte de las consideraciones que se harán en este guión pueden aplicarse a todas las formas de celibato.
II. Naturaleza del celibato
1. Celibato por el reino de los cielos (Mt 19,12)
El celibato por el Reino de los Cielos no es una invención humana. Jesucristo nuestro Señor ha revelado la existencia de este don, su sentido y su valor.
Para explicarlo utiliza una comparación que Él mismo invita a entender bien: «En efecto, hay eunucos que así nacieron del seno de su madre; también hay eunucos que así han quedado por obra de los hombres; y los hay que se han hecho tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien sea capaz de entender, que entienda» (Mt 19,12).
Este lenguaje radical —que según algunos comentaristas es una respuesta de Jesús a quienes le criticaban por no casarse, actitud insólita en el Antiguo Testamento [20] — induce a pensar que quienes reciben el don del celibato han de tener la firmeza de carácter necesaria para no temer los juicios humanos o las críticas, y para vivir las exigencias de su vocación personal. El Señor advierte que «no todos son capaces de entender esta doctrina, sino aquellos a quienes se les ha concedido» (Mt 19,11).
En cuanto al contenido, el núcleo de la enseñanza es claro, y se puede resumir en los siguientes puntos:
— hay personas que renuncian al matrimonio no por incapacidad, sino por una decisión libre de su voluntad;
— lo hacen por un motivo sobrenatural: por el Reino de los Cielos, es decir, para «participar de modo singular en la instauración del Reino de Dios en la tierra» [21]; esto comprende tanto la instauración del Reino en la propia vida como en la de los demás, de modo que el motivo del celibato es, inseparablemente, el amor a Dios y el amor a las almas;
— el celibato implica la renuncia a un bien —el matrimonio— por otro bien más alto; es la elección positiva de un bien, no una simple renuncia;
— la decisión de vivir el celibato, respondiendo al don de Dios, es para toda la vida, y no sólo por un tiempo, como se desprende de la misma expresión metafórica empleada por Jesucristo, que indica un estado definitivo [22].
2. Con corazón indiviso (1 Co 7, 32-34)
San Pablo, después de señalar que «cada cual tiene de Dios su propio don» (1 Co 7,7) —unos, como él mismo, el celibato, y otros el matrimonio—, añade: «el que no está casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor; el casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y está dividido» (1 Co 7,32-34). Lo mismo repite para la mujer (cfr. 1 Co 7,34). Y en el versículo siguiente reafirma la excelencia del celibato con estas palabras: «os digo esto sólo para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino en atención a lo que es más noble y al trato con el Señor, sin otras distracciones» (1 Co 7,35). En estos textos se ponen de manifiesto algunos puntos importantes que se comentan a continuación.
2.1. El motivo del celibato es, inseparablemente, el amor a Dios y la entrega a la misión apostólica
El Señor enseña que la razón de ser del celibato es la extensión del Reino de los Cielos (Mt 19,12), y San Pablo escribe, como acabamos de ver, que el motivo del celibato es el trato con el Señor sin distracción (1 Co 7,35). Estos dos aspectos no sólo son inseparables, sino intrínsecos el uno al otro. En efecto, la razón de ser de la misión apostólica es el amor a Jesucristo; y este amor al Señor necesariamente comporta la participación en su misión: el apostolado. Entender la inseparabilidad entre el amor a Dios y el amor a los demás, o entre santidad y evangelización, es base indispensable para comprender el celibato.
Al incorporarnos a la Iglesia en el Bautismo, hemos sido hechos hijos de Dios y partícipes en el sacerdocio de Cristo. No cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor [23].
La continuidad de la enseñanza de San Pablo con la del Señor se observa especialmente en la correspondencia entre la expresión «por el Reino de los Cielos», con la que Jesús designa el motivo del celibato, y la locución paulina «el que no está casado se preocupa de las cosas del Señor». Estas palabras —comenta Juan Pablo II— «significan en primer lugar "el Reino de Cristo", su Cuerpo que es la Iglesia (cfr. Col 1,18) y todo lo que contribuye a su crecimiento» [24]. Por tanto, las palabras de San Pablo indican que el «trato con el Señor sin otras distracciones» —el amor a Dios en el celibato— tiene una intrínseca dimensión apostólica: preocuparse de «las cosas del Señor» (la extensión de su Reino, la salvación de las almas).
2.2. El don del celibato es, en sí mismo, superior al del matrimonio
San Pablo afirma que quien está casado «está dividido» (1 Co 7,34), mientras que el célibe por el Reino de los Cielos no lo está. La división se debe a que el casado se tiene que preocupar «de cómo agradar a su mujer» (1 Co 7,33) y la casada de «cómo agradar a su marido» (1 Co 7,34), mientras que quien ha recibido el don del celibato se puede preocupar sólo de «cómo agradar a Dios» (1 Co 7,32), y —como escribe San Josemaría— puede ofrecerle el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno [25].
La vocación del casado lleva consigo la necesidad de luchar, con la ayuda de la gracia, para superar esa división, pues también ha de amar a Dios con todo el corazón y con todas las fuerzas (Mc 13,30): no está llamado a una santidad menor [26]. A la vez, hay que afirmar que el celibato es un don más alto que el matrimonio, como la Iglesia enseña expresamente, tanto en el Concilio de Trento [27], como en el Magisterio posterior.
Por ejemplo, Juan Pablo II recuerda que «la Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma [la virginidad] frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios» [28]. A ambos aspectos —superioridad del celibato en cuanto don, y vocación a una igual santidad— se ha referido San Josemaría repetidas veces.
3. La grandeza de un don de Dios
El celibato es un don de Dios que testimonia —como enseña Juan Pablo II— «que el Reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor aunque sea grande, es más, que hay que buscarlo como el único valor definitivo» [29].
Así como el que encuentra "la perla preciosa", en la parábola del Evangelio (cfr. Mt 13,46), se llena de alegría por su suerte, y quien halla el "tesoro escondido" en un campo se enriquece enormemente (cfr. Mt 13,44), también quien recibe el don del celibato, si corresponde con generosidad, encuentra el amor de Dios que colma de felicidad el alma y es fuente de fecundidad sobrenatural.
4. Razones del celibato
Hay quienes piensan que sólo el matrimonio es "natural" para el hombre. Recordando que al principio Dios lo creó como varón y mujer y dijo: «creced y multiplicaos» (Gn 1,28), concluyen que los hombres y las mujeres se realizan plenamente como tales sólo a través del amor humano en el matrimonio.
a) Para ver que no es así basta pensar que Jesucristo ha vivido el celibato, y ha enseñado su valor para la Redención de los hombres. Esto muestra que el matrimonio no es necesario para la perfección personal y que el celibato ha sido positivamente querido por Dios en la obra de la Redención.
b) ¿Es necesario el matrimonio? Ciertamente el matrimonio es un camino de santidad y de perfección, que el mismo Señor ha elevado a sacramento, pero no es el único. En el Cielo —donde el hombre alcanzará su perfección plena— «no se casarán ni ellas ni ellos» (Mt 22,30; Mc 12,25). El celibato «adelanta la realidad de una vida que, no obstante continuar siendo aquella propia del hombre y de la mujer, ya no estará sometida a los límites presentes de la relación conyugal» [30].
c) Los textos del Nuevo Testamento muestran que el celibato es un don gozoso de Dios. Por esto, lejos de suponer una carencia o inmadurez afectiva, necesariamente ha de perfeccionar al hombre o a la mujer y llevarles a realizarse plenamente. El motivo es que la perfección del hombre consiste en el amor, en la caridad. Es más perfecto y se realiza más plenamente el que ama más, con un amor que se manifiesta en el don de sí. Esta afirmación es capital en la antropología cristiana. «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» [31]. El celibato es un don de Dios con vistas al amor y a la entrega de uno mismo a Dios y a los demás, para hacerles partícipes de los mayores bienes del Reino de los Cielos. Por eso, la correspondencia a este don es un camino de perfección humana y cristiana.
d) Al mismo tiempo, el celibato no es sólo renuncia, sino adhesión a un bien superior, como se ha visto y, por tanto, supone un alto ejercicio de la libertad que va unido a un también alto grado de madurez personal.
El ejercicio de la capacidad de decidir el propio futuro tal como se realiza cuando un cristiano se entrega a Dios en el celibato, no es sólo un acto libre y responsable, sino una respuesta de amor magnánimo que conduce, por eso mismo, hacia la realización más plena de la persona y de su libertad. Es una respuesta que confiere una especial madurez. Si supone la renuncia a un bien de gran valor —como es el matrimonio—, representa sobre todo la adhesión a un proyecto más alto, y la posesión de los medios para llevarlo a cabo. Su mantenimiento, la fidelidad al don recibido, es también señal de que se posee un maduro sentido de responsabilidad y de autogobierno.
e) El celibato en cuanto don exige una correspondencia continuada que perfecciona al sujeto a nivel existencial. Lejos de aislarlo y sumirlo en una inmadurez afectiva, la persona que es fiel al don recibido, se encuentra inmersa en una dinámica de donación que lleva consigo una maduración en el amor.
La virtualidad que tiene el don del celibato de perfeccionar a la persona que lo recibe no se agota en un acto puntual de generosidad. «La virginidad por el Reino de los Cielos es un desarrollo de la gracia bautismal» [32], y como tal está llamada a crecer. Es un tesoro que permite negociar con él y dar mucho fruto. El empeño por ser fiel a este don de Dios acrecienta la capacidad de entrega a los demás, de llegar a la amistad con muchas personas, de abrir el corazón de par en par a un gran número de almas, y de sembrar paz y alegría. Permite una disponibilidad real para llevar a cabo, por el Señor, tantas labores al servicio de los hombres y de la misión de evangelización de la Iglesia, en el mismo ámbito en el que se ha vivido o en tierras lejanas. Se experimenta así que el celibato es apostólico: «por el Reino de los Cielos»; una fuente de energía que alimenta el amor a Dios y el afán de almas. Es un don que recuerda continuamente al que lo ha recibido que el último fin de su vida es instaurar el Reino de Cristo: la gloria de Dios y la salvación del mundo.
Con estas premisas no es difícil responder a la objeción de que la persona que vive el celibato, al renunciar formar una familia, queda aislada. Al estar libre de las exigencias conyugales, Cristo quedaba totalmente disponible para hacer la voluntad de su Padre (cfr. Lc 2, 49; Jn 4, 34) y para constituir la nueva y universal famiia de los hijos de Dios. Por consiguiente, su celibato no significaba una reacción contra nada, sino un rasgo puesto en su vida, una mayor cercanía a su pueblo, un anhelo de darse al mundo sin reservas.
f) La vida de los cristianos que han sabido corresponder a este don muestra que, lejos de mermar sus capacidades, la donación incondicionada al Señor ha ensanchado su corazón y potenciado sus capacidades humanas. Podríamos poner muchos ejemplos, entre ellos el de Su Santidad Juan Pablo II. Un Pastor que ha sabido amar a su Señor, de verdad, como pocos, y que ha apacentado a su rebaño hasta el último resuello. Un apóstol apremiado por el amor de Cristo y de los hombres, que ha sido siempre consciente de lo que está pasando en el mundo.
g) Por ser un camino de plena realización de un hijo de Dios, la correspondencia al don del celibato es fuente de felicidad. San Pablo lo demuestra cuando escribe: «me gustaría que todos fuesen como yo» (1 Co 7,7). La vida de San Josemaría, la de tantos hijos suyos y la de innumerables personas a lo largo de la historia, son otros ejemplos patentes de la alegría de la entrega a Dios en el celibato.
Estar con Cristo en la Cruz es identificarse con Él y, en Él, experimentar la más profunda alegría, la alegría de los hijos de Dios. Quienes viven la entrega al Señor en el celibato, si su entrega es generosa, reciben un especial gaudium cum pace, con el sentido de la filiación divina.
i) Las interpretaciones sociológicas o las modas cambiantes tienen poco que decirnos acerca de la importancia del celibato. Sólo reflexionando en el misterio de Cristo –que es el mismo ayer, hoy y siempre (Hb 13, 58)-, su vida y su obra, y recibiendo la experiencia del celibato vivido en la Iglesia a través de los siglos bajo la guía del Espíritu Santo, podemos llegar a conclusiones válidas en este terreno. El celibato es un signo de que se espera todo de Dios, el Creador de todo amor, en cuyas manos se coloca la realización humana y la fecundidad personal.
5. Paternidad espiritual
San Pablo declara haber recibido el don del celibato (cfr. 1 Co 7,7-8). Su misma vida manifiesta la fecundidad de este don, que le permite dedicarse con una mayor libertad de corazón y de movimiento a las necesidades de la misión apostólica. Llama hijos a quienes han recibido la vida sobrenatural por medio de su apostolado, y lo dice en un sentido fuerte: «hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros» (Gal 4,19). También San Juan se dirige a los que ha transmitido el Evangelio denominándoles hijos (cfr. 1 Jn 2,18).
Puesto que el celibato por el Reino de los Cielos tiene un sentido eminentemente apostólico, la paternidad espiritual que es propia de todo apostolado tiene una relación particular con el celibato. Con otras palabras, el amor a Dios en el celibato es fuente de vida para el Reino de los Cielos. «Os aseguro que no hay nadie que haya dejado casa, o mujer, o hermanos, o padres, o hijos por causa del Reino de Dios, que no reciba mucho más en este mundo y, en el siglo venidero, la vida eterna» (Lc 18,29-30). Esta promesa de Jesús se dirige particularmente a los que se entregan a Dios en el celibato. San Josemaría toma ocasión de la referencia a los hijos para hacer ver que a quien ha recibido el don del celibato no le faltará nada, ni en el amor ni en sus frutos, pues Dios da el ciento por uno: y esto es verdad hasta en los hijos. —Muchos se privan de ellos por su gloria, y tienen miles de hijos de su espíritu. —Hijos, como nosotros lo somos del Padre nuestro, que está en los cielos [33].
6. Santidad y apostolado en el celibato y en el matrimonio
«Estas dos realidades, el sacramento del Matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios, vienen del Señor mismo. Es Él quien les da sentido y concede la gracia indispensable para vivirlos conforme a su voluntad» [34].
Afirmar la superioridad del celibato sobre el matrimonio, no significa que el celibato haga más santa a la persona que lo vive. Lo que hace santo es la gracia santificante, gracia gratum faciens, no las gracias gratis datae: ya se trate del celibato o de cualquier otro don (cfr. 1 Co 12,7 ss.). Lo que cuenta en último término es la correspondencia de cada uno a su propia vocación: para cada uno, lo más perfecto es —siempre y sólo— hacer la voluntad de Dios [35].
San Josemaría, claro exponente de la doctrina de la santidad en medio del mundo, explica detenidamente esta cuestión:
A mí no me asusta el amor humano, el amor santo de mis padres, del que se valió el Señor para darme la vida. Ese amor lo bendigo yo con las dos manos. Los cónyuges son los ministros y la materia misma del sacramento del Matrimonio, como el pan y el vino son la materia de la Eucaristía. Por eso me gustan todas las canciones del amor limpio de los hombres, que son para mí coplas de amor humano a lo divino. Y, a la vez, digo siempre que, quienes siguen el camino vocacional del celibato apostólico, no son solterones que no comprenden o no aprecian el amor; al contrario, sus vidas se explican por la realidad de ese Amor divino —me gusta escribirlo con mayúscula— que es la esencia misma de toda vocación cristiana.
No hay contradicción alguna entre tener este aprecio a la vocación matrimonial y entender la mayor excelencia de la vocación al celibato propter regnum coelorum (Mt 19,12), por el reino de los cielos. Estoy convencido de que cualquier cristiano entiende perfectamente cómo estas dos cosas son compatibles, si procura conocer, aceptar y amar la enseñanza de la Iglesia; y si procura también conocer, aceptar y amar su propia vocación personal. Es decir, si tiene fe y vive de fe. [36].
Vale la pena llamar la atención sobre la afirmación de que todo esto lo entiende perfectamente quien «tiene fe y vive de fe». Ya el Señor advirtió que «no todos entienden» el don del celibato. Hace falta fe y vivir de fe. Quien tiene una fe viva, llena de amor a Dios, entiende que el celibato es una manifestación maravillosa del amor a Dios sobre todas las cosas, y de que ese amor lleva al afán de corredimir con Cristo siguiéndole «dondequiera que vaya» (Ap 14,4), con la mayor disponibilidad posible, y con plena confianza en la ayuda de su gracia.
7. Discernimiento del don del celibato apostólico
Con la vocación bautismal —que, como toda vocación divina, es «ante mundi constitutionem» (Ef 1,4)— Dios da las cualidades humanas y las circunstancias apropiadas que permiten realizar la misión cristiana con el espíritu del evangelio. Al mismo tiempo, cuando una persona desarrolla de forma armónica su vocación bautismal puede llegar un momento en que se plantee si Dios le llama a vivir el celibato apostólico. Lo lógico —con la lógica de la fe y del amor— es que, si nada impide que el Señor le conceda ese don, lo vea como una predilección divina y manifieste su disponibilidad para entregarse de ese modo. En la aceptación del don del celibato —ha escrito Juan Pablo II— «se transparenta y se trasluce el amor: el amor como disponibilidad al don exclusivo de sí por el "reino de Dios"» [37]. Si excluyera el celibato porque exige "mucha entrega", probablemente no comprendería tampoco la entrega total a Dios en el matrimonio, ni habría entendido bien el seguimiento de Jesucristo. Y además, es equivocado pensar que la vida matrimonial resulta "más fácil" que la vida en celibato. Al mismo tiempo, existen unas aptitudes personales que disponen a recibir este don. ¿Cuáles son? ¿Como saber si Dios llama a seguirle con un corazón indiviso?
Por parte de las personas que tienen en la Iglesia la misión de ser instrumento del Espíritu Santo en su función de "Consejo", conviene tener en cuenta algunas cuestiones. Para ayudar a discernir el don del celibato se recomienda:
a) un conocimiento profundo de la persona y de sus circunstancias objetivas: el ambiente en el que se mueve y se ha movido, de manera especial su familia; la formación y el ejemplo que ha recibido; su historia personal y su correspondencia al amor de Dios hasta ese momento; los hábitos de fortaleza, de templanza y de castidad; el equilibrio en los afectos y el dominio de sí; la capacidad de ir contracorriente; la generosidad y entereza, como el discípulo amado (cfr. Jn 19,25-27); el carácter sin doblez ni engaño que Jesús alabó (cfr. Jn 1,47); y especialmente la abnegación y la disposición al sacrificio con tal de ganar almas para Cristo (cfr. 1 Co 9,19-22). A la vez, hay que tener en cuenta que estas condiciones pueden darse en personas que, en tiempos anteriores, hubieran tenido grandes flaquezas;
b) confianza en que la ayuda de la gracia nunca faltará a quien corresponde a la llamada y a los dones divinos. Esta confianza se manifestará en no tener miedo a plantear la entrega a Dios en el celibato: sin desconocer las dificultades del ambiente actual, pero sin sobrevalorarlas ni dejarse frenar por la posible experiencia negativa de alguien que recibió este don y no supo corresponder;
c) seguridad de que el celibato no es un don vocacional para pocos. Es cierto que Dios llama a la mayoría por el camino del matrimonio, pero también concede a muchos el don del celibato. En una sociedad hedonista en la que el ejercicio de la sexualidad es visto en muchos ambientes como una necesidad, se requieren personas que testifiquen, con su vida de entrega, que es posible una libertad interior para abrazar tanto la vida matrimonial como el celibato apostólico, sin que se esté determinado necesariamente a una de las dos opciones.
d) El celibato apostólico debe entenderse como una respuesta al don de Dios y no es ni puede ser una pura iniciativa humana, ni tampoco puede afrontarse como una obligación. Debe ser tomado como una expresión de libertad personal en respuesta a una gracia particular. No basta entender la vocación al celibato; sino que se requiere una motivación de la voluntad para seguir este comino trazado el ejemplo y el misterio de Cristo
e) No hay que olvidar que la sabiduría del mundo siempre ha sido hostil a la virtud cristiana de la castidad y, en particular, a la libre elección del celibato. Se requiere, por tanto, por parte de quien sigue este camino una capacidad de sobreponerse a esa forma de pensar, y que abrace reflexivamente este don. Y, al mismo tiempo, un convencimiento de que el ejercicio de la sexualidad no es una necesidad de la persona. Puede haber motivos superiores que piden esa entrega
Notas
[1] Santo Tomás (cfr. S.Th. II-II, q. 152) afirma que el estado de celibato es uno de los tres significados del término virginidad.
[2] "Célibe" viene del latín "caelebs", que significa no casado. Este término se empleará en el presente estudio en el sentido teológico de "celibato por el Reino de los Cielos" (cfr. Mt 19,12), es decir, por un motivo sobrenatural de amor a Dios y de apostolado. Si faltara este motivo, permanecer célibe equivaldría simplemente a estar soltero.
[3] Es Cristo que pasa, n. 5.
[4] SAN JUAN CRISÓSTOMO, De virginitate, 10, 1. Cfr. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1620.
[5] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1618.
[6] Cfr. SAN CLEMENTE ROMANO, Ep. ad Corinthios, 38, 2.
[7] Cfr. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ep. ad Polycarpum, 5, 2.
[8] Cfr. SAN JUSTINO, Apologia I, 15; ATENÁGORAS, Legatio pro christianis, 33. Para otros testimonios cfr. C. TIBILETTI, Vergini — verginità — velatio, en: VV.AA., Dizionario Patristico e di Antichità Cristiane, Ed. Marietti, 1984, vol. II, col. 3560; y A. SOLIGNAC, Virginité chrétienne, en VV.AA., Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique, 104-105 (1993) col. 927.
[9] «El celibato tiene mucha conformidad con el sacerdocio» (CONC. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 16).
[10] En el rito latino se requiere el celibato para recibir el presbiterado (cfr. CIC, c. 277, §1) y en las Iglesias orientales para el episcopado, aunque también en éstas escogen el celibato numerosos presbíteros (cfr. CONC. VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 16). Como se ve en las Cartas de San Pablo, al inicio eran ordenados presbíteros y obispos fieles que estaban casados (cfr. 1 Tm 3,2; Tt 1,5-6) y el mismo San Pedro lo estaba o lo había estado (cfr. Mc 1,30); sin embargo, la Tradición de la Iglesia atestigua que se les exigía la continencia total al ser ordenados. San Jerónimo, por ejemplo, escribe: «Cristo virgen y María virgen han instaurado el principio de la virginidad para cada sexo; y los Apóstoles, o fueron vírgenes, o continentes después del matrimonio» (SAN JERÓNIMO, Apologeticum ad Pammachium, Ep. 49, 21; "continentes" significa aquí que se abstenían de las relaciones conyugales una vez ordenados). En un conocido estudio sobre el tema se muestra que la citada afirmación de San Jeronimo ("Apostoli, vel virgines vel post nuptias continentes") «expresa el consenso general de los Padres» (C. COCHINI, Origines apostoliques du célibat sacerdotal, Ed. Lethielleux, Paris-Namur 1981, p. 328) y que desde el principio se exigió la continencia a los Obispos y a los presbíteros que hubieran recibido la ordenación estando casados. Después, en Occidente, se comenzó a ordenar sólo a varones no casados, como en el presente.
[11] Cfr. PS. AMBROSIO, Laps. virg., 5, 20.
[12] Cfr. SAN AMBROSIO, Exhort. virg., 31; De virginibus III, 3, 9. Cfr. C. TIBILETTI, Vergini — verginità — velatio, cit., col. 3560. En nuestros días existe también el "orden de las vírgenes consagradas" que se asemeja a otras formas de "vida consagrada" en el mundo (cfr. CIC, c. 604; CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, nn. 923-924). Sobre las formas de "vida consagrada en el mundo", cfr. JUAN PABLO II, Ex. ap. Vita consecrata, 25-III-1996, n. 10.
[13] Cfr. CIC, c. 607, §3
[14] Cfr. CONC. VATICANO II, Decr. Perfectae caritatis, n. 5.
[15] Cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31, §2. Algo semejante sucede en las formas de vida consagrada secular. La "secularidad consagrada" no es la misma secularidad que la de los fieles corrientes.
[16] CIC, c. 607, §1. Ya en el rito de la consagración de las vírgenes del "Sacramentario Leoniano" (s. VII), se llama a las vírgenes consagradas "esposas de Cristo" por razón de esa consagración distinta de la del Bautismo (cfr. Sacramentarium Leonianum, 30: PL 55, 129).
[17] Cfr. CIC, c. 599.
[18] En los fieles corrientes que son ordenados sacerdotes seculares el celibato adquiere un nuevo significado. También adquiere un nuevo significado el celibato de los religiosos que reciben el sacramento del Orden.
[19] CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31. Cfr. JUAN PABLO II, Ex. ap. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 15.
[20] Cfr., por ejemplo, J.B. BAUER, Virginidad, en: IDEM (dir.), Diccionario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona 1967, col. 1061.
[21] JUAN PABLO II, Discurso, 14-IV-1982, n. 2.
[22] Cfr. J. SCHNEIDER, "eðuð'ðnðoðuð'ð=ðcðoðið", en: G. KITTEL — G. FRIEDRICH, Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, II, pp. 765-766.
[23] Es Cristo que pasa, n. 122.
[24] JUAN PABLO II, Discurso, 30-VI-1982, n.8.
[25] Conversaciones, n. 122.
[26] La afirmación de que el casado "está dividido" no puede entenderse de modo que desacredite al matrimonio como camino de santificación. Una persona puede estar "dividida" por dos motivos: o por falta de buena voluntad, como sucede cuando se quiere la Voluntad de Dios pero no el sacrificio que comporta su cumplimiento; o bien por circunstancias que objetivamente distraen del «ocuparse de las cosas del Señor, de cómo agradarle» (1 Co 7,32): este es el caso del matrimonio en la situación actual (después del pecado). La persona casada que busca la santidad ha de agradar al otro cónyuge aunque éste no se preocupe de agradar en todo al Señor (puede ocurrir que no sea generoso respecto al número de hijos, o que no cuide el ambiente cristiano en el hogar, o se oponga por egoísmo a una iniciativa apostólica del otro, etc.). Esto comporta una división que ha de luchar para superar.
[27] CONC. DE TRENTO, sess. XXIV, Canones de sacramento matrimonii, can. 10: DS 1810.
[28] JUAN PABLO II, Ex. ap. Familiaris consortio, 30-XII-1981, n. 16.
[29] JUAN PABLO II, Ex. ap. Familiaris consortio, 30-XII-1981, n. 16.
[30] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, 31-V-2004, n. 12.
[31] CONC. VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 24.
[32] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1619.
[33] Camino, n. 779.
[34] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1620.
[35] Conversaciones, n. 92.
[36] Conversaciones, n. 92.
[37] JUAN PABLO II, Discurso, 21-IV-1982, n. 8.
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