Jesús de Nazaret en la fuentes históricas
(I) Helenísticas y romanas
Francisco Varo
Cfr. Francisco Varo, Rabí Jesús de Nazaret, BAC Madrid 2005, pp. 99-114
Las primeras menciones de Jesús en documentos literarios fuera de los escritos cristianos se pueden encontrar en algunos historiadores helenistas y romanos que vivieron en la segunda mitad del siglo 1 o en la primera mitad del siglo Il; por lo tanto, bastante cercanos a los acontecimientos.
Sin embargo, y máxime teniendo en cuenta que en la antigüedad las noticias no circulaban tan rápido como en el mundo actual, el conocimiento que tenían de Jesús esos historiadores era bastante superficial. Además, carecían aún de la necesaria perspectiva histórica para calibrar toda la importancia que su figura habría de tener en los siglos posteriores y no podían imaginar la magnitud de su influjo en tantos aspectos de la cultura humana, desde la moral hasta las artes plásticas, desde la filosofía a la literatura. Pero quizá por eso lo que dicen resulta especialmente significativo, porque se trata de menciones marginales en el conjunto de sus obras, escritas sin tener conciencia de la importancia que alcanzarían esos párrafos, precisamente por mencionar la figura de Jesús, que para ellos no tenía especial trascendencia.
También conviene hacer notar, antes de presentar a esos autores y estudiar lo que dicen, que, más que haber conocido a Jesús, lo que realmente les llega son los ecos de la expansión por el Imperio romano de sus seguidores. Yeso sí que es un dato del que no se puede prescindir en un acercamiento riguroso a su figura: fue un hombre que desencadenó una movilización de personas de todas las clases sociales que, con enorme rapidez para la época, se difundieron por todos los rincones del Imperio, hasta el punto de que su presencia no pasa inadvertida a los historiadores generales de pocas décadas después.
1. Mara bar Sarampión
El texto más antiguo que se conserva donde se mencione, aunque de un modo implícito, a Jesús fue escrito por un filósofo estoico originario de Samosata, en Siria, llamado Mara bar Sarampión.
Se trata de una carta escrita a su hijo desde su cautividad, probablemente poco después del año 73. Está cargada de exhortaciones paternas y advertencias para que acoja y conserve la sabiduría como único bien valioso. Aunque los sabios sean perseguidos -le enseña-, la sabiduría permanece. El texto a que nos referimos dice así:
«¿De qué sirvió a los atenienses haber matado a Sócrates, crimen que pagaron con el hambre y la peste? ¿O de qué sirvió a los samios quemar vivo a Pitágoras, cuando todo su país quedó cubierto de arena en un instante? ¿O a los judíos dar muerte a su sabio rey, si desde entonces se han visto despojados de su reino?
Porque Dios se tomó justa venganza por esos tres sabios: los atenienses murieron de hambre, los samios fueron inundados por el mar, los judíos sucumbieron y fueron expulsados de su reino, y viven dispersos por todas partes.
Sócrates no murió, gracias a Platón. Ni Pitágoras, gracias a la estatua de Hera. Ni el rey, gracias a las nuevas leyes que promulgó» [1].
Es bien conocido el caso de Sócrates, condenado a muerte por los atenienses. Al mencionar a Pitágoras en este pasaje se entremezclan noticias acerca del filósofo y el escultor que llevan el mismo nombre. La alusión al «rey sabio» de los judíos posiblemente le llega por fuentes cristianas. Pero es significativo que en un texto tan antiguo aparezca ya una caracterización de Jesús como «sabio», e incluso como «rey», lo que supone una interpretación teológica de su figura. De acuerdo con lo que por aquellos años era frecuente entre los cristianos de Siria se interpreta la destrucción de Jerusalén en el año 70 como un castigo por la muerte de Jesús.
También es importante observar la mención de las «nuevas leyes» que promulgó, tal vez en alusión a las antítesis del Sermón de la Montaña (d. Mt 5,21-48) [2].
2. Flavio Josefo
La mención más notable de Jesús escrita por un autor que no es cristiano es la que trasmite un historiador judío afincado en Roma llamado Flavio Josefo, en su obra Antigüedades judías. Este hombre había nacido el año 37 d.C., probablemente en Jerusalén [3]. Su padre era de linaje sacerdotal, y se llamaba Matías. Simpatizaba con las ideas saduceas. El joven Flavio fue educado en el aprendizaje de la Torah y de las tradiciones religiosas de su pueblo, así como en la lengua griega.
Siendo aún muy joven, a los quince o dieciséis años, dejó la casa paterna, y tuvo experiencias religiosas en contacto con saduceos, fariseos y esenios, hasta que conoció a una especie de santón que vivía en el desierto, llamado Bano, con el que vivió tres años, hasta que decidió regresar a Jerusalén, decantándose hacia el grupo de los fariseos. Comenzó entonces a desempeñar papeles político-religiosos de relevancia.
En el año 63 o 64 viajó a Roma con la misión de negociar la liberación de unos sacerdotes detenidos por el prefecto Félix, que habían sido enviados a la Urbe en tiempos de Nerón. Ya entonces manejaba con bastante soltura el griego, que había aprendido desde su juventud, y que le permitiría redactar sus obras más importantes en esta lengua. Tras laboriosas gestiones en el entorno del emperador, fue presentado a Popea, esposa de Nerón, y por su influjo consiguió que los liberasen. Su misión duró un par de años y tuvo un notable éxito, por lo que regresó a Jerusalén revestido de una merecida fama de buen negociador, capaz de tender lazos con Roma.
De nuevo en su tierra, intentó calmar los ánimos de sus compatriotas y disuadidos de aventurarse a una guerra contra los romanos. Sin embargo, el ambiente de Jerusalén estaba muy crispado, y ya se fraguaba la revuelta que se desencadenaría pocos años después. Cuando se percibía cada vez con mayor claridad que la ruptura entre judíos y romanos resultaba inevitable, era difícil quedarse en una posición intermedia. Ante él se presentaba la alternativa de mantener la amistad con los romanos o la de unirse a la rebelión, y, llegado el momento, decidió alzarse con los sublevados. De este modo, en la guerra de los judíos contra Roma asumió el gobierno y el mando militar supremo de Galilea. Sin embargo, su talante contemporizador con el Imperio levantaba recelos entre los suyos, y no tardaron en alzarse contra él algunos de sus compañeros de sublevación.
Cuando Roma puso a Vespasiano al mando de las operaciones, y éste se presentó con sus tropas en Galilea, Flavio Josef, que se encontraba entre dos frentes, el romano y el de la revuelta interna frente a él, buscó la salida que le resultaba más beneficiosa en aquel momento, y se pasó al bando romano. En esas circunstancias surge una amistad, que sería duradera, entre Vespasiano y su hijo Tito con el prófugo judío. Su conversación, amable y culta, y su capacidad de adaptarse a las circunstancias le facilitaron las cosas. En esa situación vivió durante dos años, en régimen de cierta cautividad debido a sus antecedentes, en Cesarea Marítima.
El año 69 la ascensión de Vespasiano a la máxima jefatura del Imperio y la amistad con Tito, su heredero y jefe entonces de las operaciones romanas en Palestina, le granjearon la libertad. Participó con los romanos en el asedio a Jerusalén, y entró junto a Tito como vencedor de su propia ciudad, para después marchar a Roma con el triunfador. Se dirigieron por tierra, a través del Sinaí, hasta Alejandría, y allí embarcaron hacia la Urbe. Vespasiano le concedió el derecho de ciudadanía romana.
En su madurez, asentado en la capital del Imperio, dedicó los últimos años de su vida a narrar los hechos que había vivido y a ensalzar las tradiciones de su pueblo. Escribió entonces sus cuatro obras: la Guerra de los judíos, las Antigüedades de los judíos, su Autobiografía, y el Contra Apión. En sus obras hay descripciones llenas de interés, contadas por quien ha vivido los acontecimientos históricos y ha visto con sus propios ojos los lugares, ciudades y edificios que describe. También hay numerosas referencias a acontecimientos de los que no fue protagonista, pero que le eran cercanos en el tiempo y de los que tuvo noticias directas porque aún eran muy comentados por la gente.
Su obra más importante, la Guerra de los judíos, la compuso entre los años 75 y 79 en arameo, y posteriormente se tradujo al griego. Comienza su narración con el levantamiento de los Macabeos y termina con la guerra contra los romanos que acababa de tener lugar. Está escrita en siete libros. Como testigo de los hechos, sus relatos están llenos de valoraciones e impresiones personales y cargados de dramatismo en algunos pasajes.
Como es fácil de suponer, teniendo en cuenta su actividad en esa guerra, y que se cambió de bando a mitad del conflicto, su figura fue muy criticada por los que habían permanecido hasta el final entre los judíos sublevados. Para responder a las acusaciones que Justo de Tiberiades le había hecho en otra Historia de las guerras de los judíos, escribió su Autobiografía, que es un relato detallado de su actividad en Galilea.
También quiso dejar constancia del aprecio que seguía manteniendo por su pueblo, y para eso compuso una hermosa obra Acerca de la antigüedad de los judíos, más conocida como Contra Apión. Consta de dos partes, la primera es una exaltación de las costumbres y el culto de los judíos, apelando a su antigüedad, y la segunda una respuesta a las injurias y calumnias de cuño antisemita lanzadas por el gramático Apión.
Junto a éstas obras, escribió las Antigüedades de los judíos, su escrito más voluminoso. Comprende veinte libros, y abarca desde la Creación del mundo hasta el reinado de Nerón. Los diez primeros libros son una síntesis de lo que se cuenta en la Biblia hebrea, completada con algunas leyendas, tradiciones o interpretaciones particulares. En los siguientes, narra los hechos que ha vivido y conoce de primera mano o por narraciones de los protagonistas. Aunque manifiesta su deseo de ajustarse a la escueta verdad, no siempre es imparcial, como por ejemplo cuando descarga a sus amigos Vespasiano y Tito de toda culpabilidad en la destrucción de Jerusalén.
Precisamente en esta obra, las Antigüedades de los judíos (Antiquitates iudaicae), hay dos conocidos pasajes donde menciona a Jesús [4].
El segundo de esos pasajes contiene menos información sobre él que el primero -que analizaremos con más detalle a continuación-, pero no presenta dudas sobre su autenticidad [5]. Es el texto donde habla de la ejecución de Santiago, y dice así:
«Siendo así, Anás consideró que se presentaba una ocasión favorable cuando Festo murió y Albino se encontraba aún de viaje: convocó una asamblea de jueces e hizo comparecer a Santiago, hermano de Jesús llamado el Cristo, y a algunos otros, y presentó contra ellos la acusación de ser transgresores de la ley, y los condenó a ser lapidados» [6].
Esa ejecución tuvo lugar en la Pascua del año 62 d.C., y no se trata de la de Santiago, hermano de Juan, que tuvo lugar por obra de Herodes Agripa 1 en el año 44 d.C. (cf. Hch 12,1-3).
Este texto de Flavio Josefo, en su brevedad, testimonia de una parte que a Jesús se le llamaba, al menos por parte de algunos, el Cristo (es decir, el Mesías), y que tuvo un pariente llamado Santiago, al que, como era habitual en Palestina, se le denomina «hermano». Este «Santiago, hermano de Jesús», es un personaje conocido y mencionado en los evangelios (cfr. Mc 6,3).
Pero el más importante con mucho de esos dos textos de Flavo Josefo es el primero, también conocido como Testimonium Flavianum, que es el testimonio antiguo no cristiano más extenso sobre Jesús, y tal vez por eso ha sido el más discutido. En todos los manuscritos antiguos que se conservan de las obras de Josefa dice así:
«Por este tiempo vivió Jesús, un hombre sabio, si se le puede llamar hombre, que realizaba obras extraordinarias, maestro de todos los hombres que acogen con gusto la verdad. Arrastró a muchos judíos y a muchos paganos. El era el Mesías. Aunque, por instigación de nuestras autoridades, Pilato lo condenó a morir en la cruz, los que antes lo habían amado no lo abandonaron, porque al tercer día se les apareció vivo de nuevo, como lo habían previsto los profetas, que además habían anunciado muchas cosas admirables sobre él. Hasta el día de hoy sigue existiendo el linaje de los cristianos, que se denomina así por él» [7].
El testimonio acerca de Jesús que ofrece es tan cercano a algunos puntos esenciales de la fe cristiana, que algunos comentaristas piensan que ese texto es el resultado de la interpolación realizada por una mano cristiana, en algún momento de los procesos de copia de los manuscritos, de algunas frases en un texto más breve de Flavo Josefa. Esa hipótesis, aunque discutible, no puede ser rechazada como totalmente arbitraria, ya que, como sucede con todas las obras de la antigüedad clásica, no se conserva el manuscrito original, sino copias medievales realizadas en monasterios cristianos. Por lo que la eventualidad apuntada no se puede rechazar sin más [8].
Una primera cuestión técnica que es necesario afrontar consiste en averiguar, en el supuesto de que haya habido alguna interpolación posterior a Josefa, qué frases de ese texto pertenecen al original y cuáles han sido añadidas. E incluso, si se formula la cuestión de modo más radical, podría plantearse si hay algo original de Flavo Josefa en todo ese párrafo.
De entrada, se puede advertir que la posterior mención de Jesús en la misma obra, al hablar de la muerte de Santiago, parece presuponer ya conocido del lector a ese Jesús del que apenas se ofrecen después más explicaciones; luego cabe esperar que en la obra de Josef hubiera una mención anterior a aquella y más amplia, que necesariamente debe ser esta de la que nos ocupamos. Otro tema es si toda ella es original de Josef, o sólo una parte.
En cualquier caso, se puede constatar que el texto emplea modos de expresarse corrientes en el lenguaje de Josefa, pero no en el cristiano, como son el calificativo «hombre sabio» aplicado a Jesús, la denominación «obras extraordinarias» para calificar lo que la literatura cristiana llama «milagros» o «signos», o la expresión «acoger con gusto la verdad», ya que la palabra «gusto» (en griego hedoné, de donde deriva «hedonismo») suele tener connotaciones negativas en las obras cristianas.
Sin embargo, también hay que tomar en consideración otros datos que inducen a pensar que, a pesar de que el texto tenga su origen en Flavo Josefa, se han introducido algunos retoques en época temprana. De una parte, hay algunas frases que difícilmente han podido ser escritas por un judío, pues parecen claramente redactadas por un cristiano: el inciso «si se le puede llamar hombre», la afirmación de que «él era el Mesías» y la explicación de que «al tercer día se les apareció vivo de nuevo, como lo habían previsto los profetas, que además habían anunciado muchas cosas admirables sobre él». Por otra parte, Orígenes afirma explícitamente en una de sus obras que Josef no creyó que Jesús fuera el Mesías [9]. Por lo tanto, es muy probable que esas frases que parecen añadidas no estuvieran en el texto de Josefa que leyó Orígenes.
Una posible reconstrucción del texto original de Josef, que luego sería ligeramente retocado, podría ser la siguiente, que es la traducción de una versión árabe del texto de Josef citada por Agapio, un obispo de Hierápolis, en el siglo X:
«Por este tiempo, un hombre sabio llamado Jesús tuvo una buena conducta y era conocido por ser virtuoso. Tuvo como discípulos a muchas personas de los judíos y de otros pueblos. Pilato lo condenó a ser crucificado y morir. Pero los que se habían hecho discípulos suyos no abandonaron su discipulado y contaron que se les apareció a los tres días de la crucifixión y estaba vivo, y que por eso podía ser el Mesías del que los profetas habían dicho cosas maravillosas» [10].
Incluso este texto, expurgado de toda eventual reelaboración cristiana, constituye un testimonio de primer orden no sólo acerca de la existencia de Jesús, sino de los elementos centrales de su vida: fue un hombre bueno, atrajo tras de sí a muchas personas, tuvo discípulos que le permanecieron fieles incluso en los momentos difíciles, fue condenado por Pilato y murió en una cruz, y sus seguidores manifestaron desde el primer momento que a los tres días había resucitado, que vive, y que en él se cumple lo anunciado por los profetas.
3. Plinio el Joven
Además de los testimonios de Flavio Josef, especialmente el primero, el más extenso y completo que se conserva fuera de las fuentes cristianas, hay otros escritores romanos que mencionan a Cristo o a sus seguidores, los cristianos. Uno de los textos más antiguos e impresionantes aparece en una carta de Cayo Plinio Cecilia Segundo, más conocido como Plinio el Joven [11].
Este autor nació en Como, hacia el año 61 d.C., en una familia noble. Como los muchachos que estaban destinados al orden senatorial y al trabajo en la vida pública, recibió una buena formación en retórica y leyes en Roma. Estudió con Quintiliano, uno de los maestros más insignes del momento. A la muerte de su padre, fue a vivir con su tío materno, Plinio el Viejo, que lo adoptó como hijo y le dejó sus bienes cuando murió el año 79 en la erupción del Vesubio. A partir del año siguiente, comenzaba su actividad pública como abogado, en la que tuvo gran éxito, por lo que su fama se fue acrecentando con rapidez.
Hacia el año 82 comenzó una brillante carrera política. Desempeñó la cuestura, el tribunado y la pretura. En el año 100 obtuvo el consulado bajo el imperio de Trajano, y gozó de la amistad y confianza del emperador. Para agradecerle los favores que le habían sido dispensados escribió entonces el Panegírico de Trajano, la única obra oratoria que se ha conservado de él. Esta pieza literaria es de un valor singular, con indicaciones precisas, muy valiosas para la historia, acerca de los tres primeros años del reinado de Trajano, y con una información preciosa sobre la vida y las instituciones del Imperio: administración financiera y jurídica, funciones del Senado, triunfos, juegos, etc.
En torno a los años 112 y 113 alcanzó la cumbre de su carrera pública al ser nombrado legado imperial para las provincias del Ponto y de Bitinia.
En esa época publicó sus Epístolas, agrupadas en nueve libros. Aunque la posteridad ha apreciado sobre todo su valor documental, estas cartas personales contienen numerosos elementos retóricas y poéticos. Toma a Cicerón como modelo, aunque las circunstancias históricas y los gustos literarios de las épocas respectivas son muy distintos. Mientras que las epístolas de Cicerón son verdaderas cartas a amigos, las de Plinio están escritas para ser publicadas, con un estilo muy cuidado, pero con menor frescura espontánea. Cada una trata de un tema concreto, y en conjunto constituyen un lúcido retablo de las costumbres públicas y privadas de la sociedad romana de la época.
A esos nueve libros de cartas se añadió un décimo, de incalculable valor histórico, en el que se recopila su correspondencia con el emperador Trajano. En él se alternan las consultas de Plinio sobre cuestiones concretas y las respuestas del más alto mandatario.
Precisamente una de esas cartas que Plinio escribe a Trajano desde Bitinia constituye un documento excepcional sobre la rápida expansión de los discípulos de Cristo, y el fuerte arraigo de la creencia en el carácter divino de Jesús, compartida por jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, gentes de la ciudad y del campo, personas de todas las clases sociales [12]. Vale la pena gastar unos minutos en leer esa carta completa, que dice así:
«Maestro, es una regla para mí someter a tu consideración todas las cuestiones en las que tengo dudas. ¿Qué podría hacer mejor para dirigir mi inseguridad o instruir mi ignorancia?
Nunca he participado en las investigaciones sobre los cristianos. Por tanto no sé qué hechos ni en qué medida deban ser castigados o perseguidos. Y con no pocas dudas me he preguntado si no habría que hacer diferencias por razón de la edad, o si la tierna edad ha de ser tratada del mismo modo que la adulta; si se debe perdonar a quien se arrepiente, o si bien a cualquiera que haya sido cristiano de nada le sirva el abjurar; si ha de castigarse por el mero hecho de llamarse cristiano, aunque no se hayan cometido hechos reprobables, o las acciones reprobables que van unidas a ese nombre.
Mientras tanto, esto es lo que he hecho con aquellos que me han sido entregados por ser cristianos. Les preguntaba a ellos mismos si eran cristianos. A los que respondían afirmativamente, les repetía dos o tres veces la pregunta, amenazándolos con suplicios: a los que perseveraban, los he hecho matar. No dudaba, de hecho, confesaran lo que confesasen, que se los debiera castigar al menos por tal pertinacia y obstinación inflexible.
A otros, atrapados por la misma locura, los he anotado para enviarlos a Roma, puesto que eran ciudadanos romanos. Bien pronto, como sucede en estos casos, multiplicándose las denuncias al proseguir la indagación, se presentaron otros casos diferentes.
Fue presentada una denuncia anónima que contenía el nombre de muchas personas. Aquellos que negaban ser cristianos o haberlo sido, si invocaban los nombres de los dioses según la fórmula que yo les impuse, y si ofrecían sacrificios con incienso y vino a tu imagen, que yo había hecho instalar con tal objeto entre las imágenes de los dioses, y además maldecían a Cristo, cosas todas ellas que me dicen que es imposible conseguir de los que son verdaderamente cristianos, he considerado que deberían ser puestos en libertad.
Otros, cuyo nombre había sido dado por un denunciante, dijeron que eran cristianos, pero después lo negaron. Lo habían sido, pero después dejaron de serio, algunos al cabo de tres años, otros de más, algunos incluso por más de veinte. También todos estos han adorado tu imagen y las estatuas de los dioses y han maldecido a Cristo.
Por otra parte, estos afirmaban que toda su culpa o su error habían consistido en la costumbre de reunirse determinado día antes de salir el sol, y cantar entre ellos sucesivamente un himno a Cristo, como si fuese un dios, y en obligarse bajo juramento, no a perpetrar cualquier delito, sino a no cometer robo o adulterio, a no faltar a lo prometido, a no negarse a dar lo recibido en depósito. Concluidos estos ritos, tenían la costumbre de separarse y reunirse de nuevo para tomar el alimento, por lo demás ordinario e inocente. Pero que habían abandonado tales prácticas después de mi decreto, con el cual, siguiendo tus órdenes, había prohibido tales cosas.
He considerado sumamente necesario arrancar la verdad, incluso mediante la tortura, a dos esclavas a las que se llamaba servidoras. Pero no logré descubrir otra cosa que una superstición irracional desmesurada.
Por eso, suspendiendo la investigación, recurro a ti para pedir consejo. El asunto me ha parecido digno de tal consulta, sobre todo por el gran número de denunciados. Son muchos, de hecho, de toda edad, de toda clase social, de ambos sexos, los que están o serán puestos en peligro. No es sólo en la ciudad, sino también en las aldeas y por el campo, por donde se difunde el contagio de esta superstición. Sin embargo, me parece que se la puede contener y acallar. De hecho, me consta que los templos, que se habían quedado casi desiertos, comienzan de nuevo a ser frecuentados, y las ceremonias rituales, que se habían interrumpido hace tiempo, son retomadas, y que por todas partes se vende la carne de las víctimas, que hasta ahora tenía escasos compradores. De donde se puede concluir que gran cantidad de personas podría enmendarse si se les ofrece ocasión de arrepentirse» [13].
El testimonio sobre los cristianos es tan impresionante, que algunos han sospechado que se trata de una carta falsa, interpolada por algún copista medieval entre las cartas de Plinio. Sin embargo, esa hipótesis ha de ser rechazada críticamente, ya que esa carta y la respuesta de Trajano ya eran conocidas en el siglo n, como lo atestigua la mención de Tertuliano en una obra escrita el año 197 [14]. Por otra parte, no es de extrañar que en el Ponto hubiese tantos cristianos ya en esa época, puesto que había en Jerusalén hombres venidos de esa zona que escucharon la predicación de Pedro en Pentecostés (Hch 18,2). Además, es bien conocido un personaje cristiano de allí, llamado Marción, al que Tertuliano refuta, que era hijo de padre cristiano y murió en edad madura hacia el año 160. Nada tiene, pues, de extraño que cuando Plinio escribe desde Bitinia y el Ponto a Trajano en el año 112 o 113 hubiese allí muchos cristianos.
Este testimonio menciona tres acusaciones contra los cristianos [15], pero dice poco explícitamente acerca de Jesús. De hecho, no lo menciona por su nombre, sino por el apelativo Cristo que le daban sus discípulos. Pero sí que manifiesta de modo bien patente que, cuando no ha transcurrido aún un siglo desde su predicación y muerte, sus seguidores lo consideran como alguien divino, ya que cantan «un himno a Cristo, como si fuese un dios» [16]. La expansión de su recuerdo y su doctrina ha sido prodigiosa, pues ha arraigado lejos de Galilea y Judea en sólo unas décadas. Además, el impacto de su figura y enseñanza se traduce en un exigente compromiso ético. Muchas personas se muestran dispuestas a afrontar terribles sufrimientos, e incluso la muerte, antes que abjurar de él.
Desde el punto de vista puramente histórico, no queda lugar a dudas de que ese Jesús, del que Flavo Josefa había dejado constancia de su existencia y hechos más relevantes, pronto suscitó incluso en regiones lejanas una adhesión extraordinariamente fuerte.
4. Tácito
Otro autor pagano de notable importancia, contemporáneo de Plinio el Joven, que menciona a Cristo, es Camelia Tácito, un historiador romano que escribe también a finales del siglo I [17].
Nació en el año 55, cuando ya había comenzado a reinar Nerón. Pasó la mayor parte de su vida en Roma. El año 78 se casó con una hija del cónsul Cneo Julio Agrícola, personaje que influyó en su carrera pública y en su formación retórica. Ya por entonces había comenzado su cursus honorum, primero como tribuna militar, en el imperio de Vespasiano; después fue cuestor con Tito, edil, pretor y quindecemviro con funciones sagradas con Domiciano. Legado en Bélgica y cónsul con Nerva, y procónsul de Asia con Trajano.
Desde los primeros años tuvo una intensa vida dedicada al foro y la política. Tras acceder al consulado y alcanzar un prestigio notorio como abogado, se dio a conocer como escritor en el año 98 con su Vida de Julio Agrícola, a la que siguieron otras obras menores como Germania y el Diálogo sobre los oradores.
Posteriormente da comienzo a su gran .obra histórica a la que quiso llamar, según parece, Ab excessu Diui Augusti libri (Libros a partir de la muerte del Divino Augusto), pero que sería más conocida por el nombre de Anales, una denominación que el propio Tácito emplea, aunque no llegaría a imponerse como nombre propio de este libro hasta el Renacimiento. Comenzó a escribirla antes del año 109 Y terminó probablemente hacia el 117, en tiempos del emperador Trajano. En ella se cuentan las vicisitudes de la historia interior y exterior de Roma desde el imperio de Tiberio hasta el de Nerón, ambos inclusive. Es decir, el período comprendido entre los años 14 y 68 d.C.
Para Tácito el oficio de historiador consistía en celebrar la virtud y refrenar el vicio, pero su obra está más llena de tristeza que de triunfalismo, a pesar de que escribe en un momento importante del Imperio romano. Es un autor de carácter independiente, crítico con la tiranía y contrario a lo que consideraba inicuo. Desdeñaba a la plebe por su volubilidad e inclinación a la servidumbre, y especialmente a los agitadores del pueblo. En política era partidario de un absolutismo basado en la ley, la razón y el orden.
El texto en que menciona a Cristo, figura entre los relatos de la actividad de Nerón. Al comentar las consecuencias del incendio de Roma en el año 64 d.C. dice:
«Ni con los remedios humanos ni con las larguezas de! príncipe o con los cultos expiatorios perdía fuerza la creencia infamante de que e! incendio había sido ordenado.
En consecuencia, para acabar con los rumores, Nerón presentó como culpables y sometió a los más rebuscados tormentos a los que e! vulgo llamaba crestianos, aborrecidos por sus ignominias. Aquel de quien tomaban nombre, Cresta, había sido ejecutado en e! reinado de Tiberio por el procurador Poncio Pilato. La execrable superstición, momentáneamente reprimida, irrumpía de nuevo no sólo por Judea, origen de! mal, sino por toda la Ciudad, lugar en e! que de todas partes confluyen y donde se celebran toda clase de atrocidades y vergüenzas.
El caso es que se empezó por detener a los que confesaban abiertamente su fe, y luego, por denuncia de aquéllos, a una ingente multitud, y resultaron convictos no tanto de la acusación de! incendio cuanto de odio al género humano.
Pero a su suplicio se unió el escarnio, de manera que perecían desgarra dos por perros tras haberlos hecho cubrirse con pieles de fieras, o bien clavados en cruces, al caer el día, eran quemados de manera que sirvieran de iluminación durante la noche.
Nerón había ofrecido sus jardines para tal espectáculo, y daba festivales circenses mezclado con la plebe, con atuendo de auriga o subido en un carro. Por ello, aunque fueran culpables y merecieran los máximos castigos, provocaban la compasión, ante la idea de que perecían no por e! bien público, sino por satisfacer la crueldad de uno solo» [18].
El texto tiene en sí mismo una fuerza extraordinaria [19]. Llama la atención una mención tan temprana de Cristo y de los cristianos por parte de un autor pagano que siempre ha vivido en Roma. El texto constituye un testimonio notable de la rápida expansión de sus discípulos por todo el Imperio hasta llegar a la Urbe.
El hecho de que en los principales manuscritos de esta obra se designe a los cristianos como chrestianos (no christianos, como sucederá más adelante) es un rasgo de su autenticidad. Si se tratara de un párrafo interpolado en su obra siglos después por algún copista, sin duda diría
christianos, que es la terminología habitual.
En cambio, el apelativo chrestianos y el nombre Chrestos parece que son utilizados por Tácito tal y como a él le han sonado al oído cuando los ha escuchado, sin conocer con precisión el sentido que tenían. Por eso los ha relacionado intuitivamente con el término griego chrestós «
La lectura detenida del pasaje permite apreciar que se alude a algunos datos históricos de notable importancia. En primer lugar, que Jesús fue ejecutado por orden de la autoridad romana, en tiempo del emperador Tiberio y siendo procurador de Judea Poncio Pilato («Cresto había sido ejecutado en el reinado de Tiberio por el procurador Poncio Pilato». A la vez deja claro que en torno a ese personaje surgió con extraordinario ímpetu, un movimiento religioso, que se extendió a partir de Judea y que llegó en poco tiempo hasta la misma Roma «da execrable superstición, momentáneamente reprimida, irrumpía de nuevo no sólo por Judea, origen del mal, sino por toda la Ciudad»).
El modo en que está redactado el pasaje, que muchos consideran una pieza magistral del estilo y pensamiento de Tácito, aboga también por su autenticidad. Además, el tono hostil en que habla de los cristianos «da execrable superstición» no invita a pensar en una interpolación cristiana posterior, durante el proceso, de copia en la Edad Media.
5. Suetonio
Contemporáneo de los anteriores es Gayo Suetonio Tranquilo, nacido el año 69 d.C. en una familia originaria de norte de África que se había establecido en Roma a finales de la década de los sesenta [20]. Su padre era oficial del ejército y pertenecía al orden ecuestre, que era una clase media alta.
Él mismo afirma que era un adolescente durante el imperio de Domiciano. En esos años estudiaba gramática, literatura y retórica. A partir del año 97 su biografía se conoce con cierto detalle gracias a la amistad que mantuvo con Plinio el Joven, pues las alusiones que éste hace en sus cartas permiten seguir la pista de la actividad de Suetonio. Parece que por influencia de Plinio obtuvo un tribunado militar que no llegó a utilizar, pero que le sirvió después para su ingreso en la casa imperial.
Poco después del año 100 ya estaba en marcha la composición de una de sus grandes obras históricas, el De viris illustribus, ya que en el año 105 Plinio escribía a su amigo instándole a publicarla. En esos años ejercía como abogado en Roma.
Después realizó algunos viajes por África acompañando a Adriano, antes de que éste fuera nombrado emperador, y parece que también vivió en Bitinia en torno a los años 111-112, cuando el gobernador de allí era Plinio el Joven. Más adelante regresó a Roma, donde trabajó al servicio del emperador, que entonces era Trajano.
Tras la muerte de Plinio, gran valedor de Suetonio hasta ese momento, éste encontró un nuevo protector en la corte, que fue C. Septicius Clarus, que en esos momentos ostentaba un alto cargo, el de praefectus praetorio. En el año 113 Suetonio fue nombrado secretario ab epistulis latinis y posteriormente secretario a studiis et bibliothecis, puestos de gran relevancia en la corte. Entonces publicó al [m su De viris illustribus.. De esta magna obra sólo se conservan las partes correspondientes a los Gramáticos y Retóricos.
Los cargos que desempeñaba le permitían el acceso a los archivos de palacio, a la correspondencia de César y Augusto, a sus testamentos, a los escritos de Nerón y a muchos otros documentos oficiales. Con esas fuentes compuso sus Vitae Caesarum (Vidas de los doce Césares), que tienen una gran importancia histórica, ya que pudo utilizar fuentes de primera mano. Esta obra se terminó de escribir, probablemente, el año 119 o 120 y se publica el 121. Consta de doce biografías, agrupadas en ocho libros, la primera de las cuales es la de Julio César, y las siguientes son las que corresponden a los emperadores de las dinastías de los Césares y de los Flavios. El libro quinto, que es el que ahora nos interesa, está dedicado a Claudio, que gobernó el Imperio del 41 al 54 d.C. La mención a los acontecimientos que nos ocupan es muy breve: sólo un nombre. Aparece cuando evoca la decisión del emperador Claudio de expulsar de Roma a los judíos: «Expulsó de Roma a los judíos, que provocaban alborotos continuamente a instigación de Cresto» [21].
Al instigador de los judíos se le denomina Cresto [22]. Al igual que otros historiadores de su época como Tácito, que todavía no habían llegado a conocer a fondo la enseñanza de Jesús ni la acción de sus discípulos, menciona el nombre (Cresto) como le suena de oídas el apelativo con que le designaban sus seguidores (Cristo).
El interés de esta mención, a pesar de su brevedad, es grande, ya que fue escrita por quien tenía un buen acceso a las fuentes imperiales y habla del revuelo organizado en Roma por las noticias acerca de Cristo mientras Claudio era emperador. La expulsión de los judíos que vivían en Roma en tiempos de Claudio es aludida en el libro de los Hechos de los Apóstoles al explicar el motivo del traslado de Áquila y Priscila a Corinto (Hch 18,2), y tuvo lugar en el año 49, es decir, menos de veinte años después de la muerte de Jesús en Jerusalén. Estaría testificando, pues, que hubo una presencia de cristianos muy temprana en Roma, y, a la vez, que la proclamación de que Jesús es el Mesías ya estaba muy extendida en ese tiempo, y suscitaba altercados entre los judíos de la ciudad.
Notas
[1] El texto fue editado por W. Curetón, Spicilegium syriacum, containing remains of Bardesan, Meliton, Ambrose and Mara Bar Serapion, Rivingtons, Londres 1855, 43-48.
[2] Algunas valoraciones a cerca de este texto en R.E. van Voorst, Gesú nelle fonti extrabiblique..., o.c., 69-75; R. Penna, L’ambiente..., o.c., 268-269; G. Theissen-A. Merz, El Jesús..., o.c., 97-99.
[3] Una buena biografía de Flavio Josefo disponible en español es la de M. Hadas-Lebel, Flavio Josefo: el judío de Roma, o.c.
[4] Una documenada valoración de estos textos puede encontrarse en R.E. van Voorst, Gesú..., o.c., 100-124.
[5] Unas más amplias discusiones de estos textos puede consultarse R. Pena, L’ambient..., o.c., 259-261; G. Theissen-A.Merz, El Jesús..., o.c., 85-86
[6] Flavio Josefo, Antiquitates iudaicae XX,200, en Josephus, Jewish antiquities, books XVIII-XX, o.c., 494-496.
[7] Id., Antiquitates iudaicae XVIII, 63-64, en ibid, 48-50.
[8] El texto ha sido objeto de numerosos estudios y valoraciones. Una síntesis de las distintas opiniones puede encontrarse en G. Theissen-A. Merz, El Jesús..., o.c.
[9] Contra Celso I, 47. El texto puede consultarse en D. Ruiz Bueno (ed.), Orígenes, Contra Celso, o.c., 80-81.
[10] Texto editado por S. Pines, An Arabic version of the Testimonium Flavianum..., o.c. 14, 16. Una valoración del mismo en R. Penna, L’ambiente..., o.c., 258-259.
[11] Una síntesis de la biografía de Plinio el Joven, a cargo de L. Lenaz, pueede consultarse en Plinio il Giovane, Lettere ai familiari, o.c., 5-13.
[12] Son de interés las notas a la traducción italiana que puedee leerse en L. Lenaz (ed.), Plinio il Giovane, Carteggio con Traiano, o.c., 886-897.
[13] Cayo Plinio Cecilio Segundo, Epistolarum ad Traianum Imperatorem cum eiusdem Responsis liber X, 96. El texto latino puede consultarse en W. Wiliams (ed.), Pliny. Correspondence with Trajan from Bithynia..., o.c., 70-72.
[14] Cfr Tertuliano, Apologetico II, 6-7; texto latino en A. Resta Barrile (ed.), Tertuliano. Apologetico, o.c., 8-10.
[15] Sobre el contenido de estas acusaciones véase R. Penna, L’ambiente..., o.c., 274-275.
[16] Algunas observaciones sobre el culto cristiano que testimonia este pasaje en R.E. van Voorst, Gesú..., o.c., 37-44.
[17] Un acercamiento a la biografía de Tácito puede consultarse en el prólogo de C. López de Juan (ed.), Cornelio Tácito. Anales, Alianza, Madrid 1993, 7-30.
[18] Cornelio Tácito, Anales XV, 44. El texto latino puede consultarse en H. Goelzer (ed.), tacito. Anales, o.c., III, 491-492.
[19] Una valoración detenida de sus aportaciones puede encontrarse en R.E. van Voorst, Gesú..., o.c., 55-69. Puede verse también R. Penna, L’ambiente..., o.c., 275-277; G. Theissen-A. Merz, El Jesús..., o.c., 102-104.
[20]Para más información sobre la biografía de Suetonio y una presentación de sus Vidas de los doce Césares véase la introducción de A. Ramírez de Verger-R.Mª. Agudo Cubas (eds.), Suetonio, Vida de los doce Césares, o.c., 13-24.
[21] Suetonio, Vida de Claudio, 25,4. El texto latino pueede consultarse en C. Suetonii Tranquilli Opera, I, o.c., 209.
[22] Una valoración crítica del texto en R.E. van Voorst, Gesú..., o.c., 44-54; Más brevemente G. Theissen-A. Merz, El Jesús..., o.c., 104-105; R. Penna, L’ambiente..., o.c., 277-279.
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