¿A dónde conduce la Iglesia Juan Pablo II?
La coordenadas del Magisterio de Juan Pablo II
Tirso Andrés
Publicado en Enigmas de la Iglesia, Publicaciones Obra Social y Cultural Cajasur, Córdoba, 1996, pp. 173-201. 19 de octubre de 1993: (c) 2002 Edición digital Arvo Net.- Gentileza de encuentra.com
Sumario
Introducción. [1]. El nacimiento de una convicción.- [2]. El hombre creado: [2.1]. La persona; [2.2]. La sociedad; [2.3]. La naturaleza.- [3]. El hombre redimido: [3.1]. Cristo: La verdad sobre Dios; [3.2]. Cristo: La verdad sobre el hombre.- [4]. El hombre, camino de la Iglesia.: [4.1]. Teocentrismo y antropocentrismo; [4.2]. La misión de la Iglesia.- [5].Conclusión: Hacia el tercer milenio.
Introducción.
¿Dónde conduce a la Iglesia Juan Pablo II? ¿Qué dirección fundamental marcan los pasos de su pontificado? ¿Qué camino señala a la Iglesia a las puertas del tercer milenio? La respuesta a estas preguntas puede hacerse con toda brevedad: ese camino es el hombre, cada hombre en su singularidad vital y personal.
Durante todo su pontificado, ese es el camino por el que Juan Pablo II ha conducido a la Iglesia. Ya en la primera encíclica, la Redemptor hominis, donde se bosquejan las líneas maestras que luego siempre seguirá el Papa, se expresa con toda claridad ese programa: "El hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social -en el ámbito de la propia familia, en el ámbito de la sociedad y de contextos tan diversos, en el ámbito de la propia nación, o pueblo (y posiblemente aún del clan o tribu), en el ámbito de toda la humanidad- este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, vía que inmutablemente conduce a través del misterio de la Encarnación y de la Redención"[1]. Esta es la afirmación que ha marcado todo el pontificado de Juan Pablo II y ese es el centro de fuerza de sus enseñanzas. En efecto, esas palabras han sido repetidas por el Pontífice, con frecuencia literalmente, en innumerables ocasiones[2]. Forman como una constante música de fondo en sus enseñanzas; son el leit motiv de su empeño ministerial; pueden considerarse como la piedra clave del edificio de su magisterio papal y el motor de su preocupación pastoral.
Para entender la fuerza de esta enseñanza parece conveniente referirse con brevedad al nacimiento de la profunda convicción que anima al hombre, Karol Wojtyla, que, por voluntad de Dios, ha llegado a ser el sucesor del Pedro en esta época crucial para la Iglesia y para la humanidad. La que aquí se referirá no es una certeza teórica, nacida en el alambique de algún cenáculo intelectual aislado del mundo. Es una evidencia nacida de la vida y la experiencia la que ha llevado a Juan Pablo II a un convencimiento que está grabado en la propia carne, como las huellas más profundas que va dejando impresas en el alma el tiempo vivido. Esto es lo que hace aconsejable comenzar con una sucinta referencia histórico-biográfica.
[1]. El nacimiento de una convicción.
Casi desde su nacimiento y, en particular, en los últimos dos siglos, la historia de la nación polaca es una continua sucesión de repartos y divisiones del territorio entre las potencias vecinas. La identidad nacional parecía perdida, a pesar de la clara conciencia del pueblo polaco de formar una unidad cultural y social con las mismas raíces. Sin embargo, tras los avatares de la Primera Guerra Mundial, Polonia renace como nación. La paz que firman las grandes potencias vuelve a constituir, con unas nuevas fronteras, a la nación polaca. Karol Wojtyla nace el 18 de mayo de 1920, apenas año y medio después de que Polonia recuperara su independencia. Crece y madura en esa Polonia renacida, en una época plena de anhelos de futuro, con mucha tarea que hacer por delante. El joven Karol se encuentra de lleno en medio de un mundo juvenil ilusionado con los planes que había que afrontar para rehacer la patria. Son años de inquietudes, de proyectos, de empresas que impulsar en todos los ámbitos: culturales, sociales, políticos ...
Pero muy pronto, ese mundo de dignidad recuperada y esperanzado trabajo sufriría la dura prueba de la ocupación alemana, primero, y de la Segunda Guerra Mundial, después. Para el joven Karol Wojtyla son años cruciales, en los que comienza a afianzarse profundamente una clara certeza. Siendo Papa, lo relataba así a los jóvenes: "Estáis resueltos a construir una sociedad justa, libre y próspera, donde todos y cada uno puedan gozar de los beneficios del progreso. Yo viví en mi juventud esas mismas convicciones. Y las proclamé, siendo joven estudiante, con la voz de la literatura y con la voz del arte. Dios quiso que se acrisolaran en el fuego de una guerra cuya atrocidad no respetó mi hogar. Vi conculcadas de muchas formas esas convicciones. Temí por ellas viéndolas expuestas a la tempestad. Un día decidí confrontarlas con Jesucristo; pensé que era el único que me revelaba su verdadero contenido y valor, y las protegía contra no se qué inevitables desgastes.
"Todo eso, esa tremenda y valiosa experiencia me enseñó que la justicia social sólo es verdadera si está basada en los derechos de la persona. Y esos derechos sólo serán realmente reconocidos si se reconoce la dimensión trascendente del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, llamado a ser su hijo y hermano de los otros hombres, destinado a una vida eterna. Negar esa trascendencia es reducir el hombre a instrumento de dominio, cuya suerte está sujeta al egoísmo y a la ambición de otros hombres, o a la omnipotencia del Estado totalitario, erigido en valor supremo"[3].
Del crisol de la guerra surge una certidumbre que procede de la vida y está grabada en la propia carne: el olvido de Dios es también olvido del hombre; pues, con palabras del Concilio que Juan Pablo II gusta citar, "por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida"[4]. En medio de las duras pruebas de aquellos años, los mayores ejemplos de humanidad los dieron quienes supieron no apartar a Dios de su corazón, por lo que también mantuvieron con toda su fuerza la dignidad del hombre. En los campos de exterminio nazis, muchos de los cuales se establecieron en Polonia, se dio algún ejemplo paradigmático de esta verdad. "Los campos de concentración quedarán para siempre como auténticos símbolos del infierno en la tierra. En ellos quedó expresado el maximum del mal que el hombre es capaz de hacer a otro hombre. En uno de estos campos de concentración moría en 1941 el padre Maximiliano Kolbe. Todos los prisioneros sabían que había muerto por propia voluntad, ofreciendo su vida en lugar de otro compañero de prisión. Y con esta revelación particular del amor pasó sobre la tierra, a través de aquel infierno, el soplo de una intrépida e indestructible bondad, una especie de sentido de la salvación. Murió un hombre ¡pero se salvó la humanidad! ¡Tan estrecho es el vínculo entre el amor y la salvación!"[5].
Los largos años posteriores a la guerra, en los que Polonia se vería sometida a la dominación del totalitarismo comunista impuesto por la desaparecida Unión Soviética, no hicieron sino arraigar y acrecentar la fuerza de aquella convicción. "Terrible es la imagen de la vida humana en los regímenes totalitarios, en los cuales se despoja al hombre de su esencial razón de ser como hombre: la libertad de su propio juicio y de sus propias acciones"[6]. Durante todo el tiempo que pasa bajo el régimen comunista, Karol Wojtyla, primero como sacerdote y luego como obispo, defendió los derechos de Dios con la clara certeza de que así también defendía los derechos del hombre; mantenía las bases de su dignidad, amenazada por el totalitarismo de Estado; y le hacía capaz de reconquistar su libertad: la que Dios le había dado y la opresión de otros hombres le arrebataba. Con el paso del tiempo aumentó su convencimiento de que prescindir de Dios lleva, a la larga, a prescindir igualmente del hombre. Por muy buenas que fuesen las intenciones de las personas -y las había muy buenas- que edificaban el régimen marxista, existía un grave error sobre el hombre que envenenaba en la práctica aquel intento desde su raíz: "Si nos preguntamos dónde nace esa errónea concepción de la naturaleza de la persona y de la "subjetividad" de la sociedad, hay que responder que su causa principal es el ateísmo. Precisamente en la respuesta a la llamada de Dios, implícita en el ser de las cosas, es dónde el hombre se hace consciente de su trascendente dignidad. Todo hombre ha de dar esta respuesta, en la que consiste el culmen de su humanidad y que ningún mecanismo social o sujeto colectivo puede sustituir. La negación de Dios priva de su fundamento a la persona y, consiguientemente, la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona"[7].
Desde la inmediata posguerra y hasta la caída del muro que encerraba los países del Este ha repetido incansablemente esas ideas, esparciéndolas a los cuatro vientos, primero en su Polonia natal y luego desde Roma. La misma caída del muro, iniciada en Polonia, con los aires de libertad que ha traído para los países del Este europeo, no se entiende sin esa siembra constante de la Iglesia. No hay que olvidar que entre los factores que ha hecho posible ese acontecimiento histórico de libertad: "Una ayuda importante e incluso decisiva la ha dado la iglesia con su compromiso en favor de la defensa y promoción de los derechos del hombre. En ambientes intensamente ideologizados, donde posturas partidistas ofuscaban la conciencia de la común dignidad humana, la Iglesia ha afirmado con sencillez y energía que todo hombre -sean cuales sean sus convicciones personales- lleva dentro de sí la imagen de Dios y, por tanto, merece respeto. En esta afirmación se ha identificado con frecuencia la gran mayoría del pueblo, lo cual ha llevado a buscar formas de lucha y soluciones políticas más respetuosas con la dignidad de la persona humana"[8]. Este papel esencial de la Iglesia en la renovación pacífica de aquellos países ha sido posible porque: "Estableciendo un contacto religioso con el hombre, la Iglesia lo consolida en sus naturales vínculos sociales. La historia de Polonia ha confirmado de modo eminente que la Iglesia en nuestra patria ha procurado siempre, por diversos caminos, educar hijos e hijas válidos para la nación, buenos ciudadanos y trabajadores útiles y creativos en los distintos ámbitos de la vida social, profesional, cultural. Y esto deriva de la misión fundamental de la Iglesia, que en todas partes y siempre desea hacer al hombre mejor, más consciente de su dignidad, más dedicado en su vida a los compromisos familiares, sociales, profesionales, patrióticos. A hacer al hombre más confiado, más valiente, consciente de sus derechos y de sus deberes, socialmente responsable, creativo, útil"[9].
Como último dato biográfico, relevante para lo que aquí interesa, hay que referirse al Concilio Vaticano II. Durante las sesiones del concilio fue profunda la huella que marcó Mons. Wojtyla. Especialmente destacada fue su aportación a la célebre e innovadora Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo. Puede decirse que muchas de las citas de esa constitución, que constantemente utiliza Juan Pablo II en su magisterio, son citas que hace de lo allí aportado por el entonces Mons. Wojtyla; casi se las podría llamar autocitas, si fuera lícito prescindir del Espíritu Santo. Las ideas que aporta ponen siempre de manifiesto la relación entre Dios y la Creación con la dignidad del hombre; o entre Jesucristo y la Redención con esa misma dignidad humana. Como consecuencia destaca la centralidad del hombre en la misión de la Iglesia. En esta misma línea se insertan sus intervenciones en las sucesivas asambleas del Sínodo de Obispos; en especial en el dedicado a la evangelización, del que fue Relator. En estos años que pasa como obispo y cardenal, su aportación al magisterio ordinario de la Iglesia Universal sigue la dirección que luego tomaría decididamente como Papa. Una buena exposición de las ideas fundamentales con las que el cardenal Wojtyla llegó al papado se encuentra en su libro titulado Signo de contradicción[10], donde se recogen los ejercicios espirituales que, por invitación de Pablo VI, predicó en 1976 al Romano Pontífice y a la Curia Romana. En él están expuestas igualmente las líneas básicas que Karol Wojtyla consideraba esenciales en la renovación de la Iglesia y de su tarea pastoral en el mundo actual. El centro de sus reflexiones son dos frases del nº 22 de la Gaudium et spes a la que él tanto contribuyó. Las frases son las siguientes: Cristo "manifiesta plenamente el hombre al propio hombre", y: "el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre". Sobre ellas afirma: "Estas palabras del Vaticano II constituyen la inspiración principal de nuestras meditaciones sobre el hombre (...) No se puede comprender al hombre sin Cristo, y no se le puede educar, formar su humanidad y su vocación, sin Cristo"[11].
Este convencimiento le permitió tener una gran constancia en librar esforzadas y pacíficas batallas en favor del hombre y de su dignidad en su Polonia natal. Tarea que ha continuado desde la Sede de Pedro; gracias a Dios con abundantes frutos. Siempre con la fuerza de la fe y lleno de esperanza, convencido de que "la sacralidad de la persona no puede ser aniquilada, por más que sea despreciada y violada tan a menudo. Al tener su indestructible fundamento en Dios creador y padre, la sacralidad de la persona vuelve a imponerse, de nuevo y siempre. De aquí el extenderse cada vez más y el afirmarse siempre con mayor fuerza del sentido de la dignidad personal de cada ser humano. Una beneficiosa corriente atraviesa y penetra ya todos los pueblos de la tierra, cada vez más conscientes de la dignidad del hombre: este no es una "cosa" o un "objeto" del cual servirse, sino que es siempre y sólo un "sujeto", dotado de conciencia y de libertad, llamado a vivir responsablemente en la sociedad y en la historia, ordenado a valores espirituales y religiosos"[12].
Pero es hora ya de pasar a una breve exposición sistemática de las ideas centrales de esa profunda convicción vital del que Dios ha elegido como pastor de la Iglesia universal a finales del segundo milenio del cristianismo. El desarrollo se articulará en dos partes: en primer lugar lo que se refiere a Dios Creador y el hombre; después se verá Dios Redentor y el hombre. Como conclusión se tratará de qué forma el hombre es el camino de la Iglesia.
[2]. El hombre creado
Juan Pablo II gusta exponer el misterio de la creación del mundo poniéndolo en relación con la paternidad amorosa de Dios sobre el hombre; enraizándolo así en la plenitud de la revelación de Dios, por la que conocemos que "Dios es amor"[13]. La lógica de la creación "es una "lógica del amor", que puede tal vez ser identificada con aquella de la que hablaba Pascal: "le coeur a ses raisons". Precisamente "le coeur": ¡el corazón! ¡En toda la descripción del Génesis se siente latir el corazón! No tenemos ante nosotros a un gran Constructor del mundo, a un Demiurgo; estamos ante el gran Corazón"[14]. En la creación del hombre ve especialmente "al amor eterno del Padre, a la paternidad que desde el principio se manifestó en la creación del mundo, en la donación de toda la riqueza de la creación, en hacerlo "poco menor que Dios", en cuanto creado "a imagen y semejanza de Dios""[15].
[2.1].La persona
En la creación del hombre se manifiesta muy particularmente que Dios es Amor y que ha querido tener hijos, a los que ama entrañablemente. Por lo mismo, ser hijos de Dios, imagen y semejanza de quien es Amor, significa ser capaces de amar, estar llamados al amor. "El ser humano -ya sea hombre o mujer- es el único ser entre las criaturas del mundo visible que Dios Creador "ha amado por sí mismo"; es, por consiguiente, una persona. El ser persona significa tender a su realización (el texto conciliar habla de encontrar su propia plenitud), cosa que no puede llevar a cabo si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás. El modelo de esta interpretación de la persona es Dios mismo como Trinidad, como comunión de Personas. Decir que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de este Dios quiere decir también que el hombre está llamado a existir para los demás, a convertirse en un don"[16].
Esta verdad es piedra clave de las enseñanzas del Papa. Juan Pablo II enseña insistentemente que: "Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza, llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado asimismo al amor. Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y, consiguientemente, la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano"[17]. Hasta tal punto la vocación al amor es constitutiva del ser más esencial del hombre que puede afirmarse que: "El hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente"[18]. Como consecuencia, todos los hombres "están llamados a vivir una comunión de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el misterio de la única vida divina. El Padre, el Hijo y el espíritu Santo -un solo Dios en la unidad de la divinidad- existen como personas por las inescrutables relaciones divinas. Solamente así se hace comprensible la verdad que Dios es en sí mismo amor"[19]. Esta es la verdad esencial sobre el hombre tal como ha sido creado por Dios; esta es la realidad más profunda de su ser y, por consiguiente, aquí está el fundamento de su dignidad, superior a la de todo lo creado.
En la radical vocación al amor, que tiene el hombre por ser semejanza del Dios que es Amor, está también el horizonte más amplio de su deber y la clave para entender su libertad. Porque "la vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta de amor"[20]. De forma que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como na senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor"[21].
Por consiguiente, la relación de intimidad con Dios, que es Amor, no es algo circunstancial de lo que quepa prescindir. "No es ésta una exigencia simplemente confesional, sino más bien una exigencia que encuentra su raíz inextirpable en la realidad misma del hombre. En efecto, la relación con Dios es elemento constitutivo del mismo ser y existir del hombre: es en Dios donde nosotros vivimos, nos movemos y existimos"[22]. Si se tiene esto en cuenta, puede entenderse que, para el hombre, prescindir de Dios no es simplemente excluir de su vida a un legislador externo al que hay que obedecer, o apartarse de un ser omnipotente pero ajeno. Desterrar a Dios, que es Amor y fuente de todo amor, es eliminar al amor de la vida de los hombres y de la intimidad de cada persona. Es, por ello, aniquilar al hombre como persona, porque puede decirse que se es persona en tanto que se ama. Además, como el hombre "existe pura y simplemente por el amor de Dios, que le creó, y por el amor de Dios, que lo conserva"[23], el rechazo de Dios -el pecado- es "un acto suicida"[24], por el que el hombre se destruye en lo más profundo de su intimidad, en lo que le hace ser persona. Como consecuencia del pecado, en el hombre "su equilibrio interior se rompe y se desatan dentro de sí contradicciones y conflictos. Desgarrado de esta forma el hombre provoca casi inevitablemente una ruptura de sus relaciones con los otros hombres y con el mundo creado"[25].
[2.2].La sociedad
Dios ha hecho al hombre un ser personal, es decir, capaz de amar, llamado a la comunión con Dios y con las demás personas, que sólo alcanza la plenitud de su existencia cuando convierte su vida en un don amoroso y unitivo. Por consiguiente, la solidaridad y la unión entre los hombres no es la de la manada, o el rebaño; tampoco la de la colaboración interesada para asegurar la supervivencia; mucho menos aún puede considerarse como originada en una estructura social anónima, o en un pacto entre lobos -homo homini lupus- que asegure una convivencia soportable. "La persona humana tiene una nativa y estructural dimensión social en cuanto que es llamada, desde lo más íntimo de sí, a la comunión con los demás y a la entrega a los demás: Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos[26]. Y así, la sociedad, fruto y señal de la sociabilidad del hombre, revela su plena verdad en el ser una comunidad de personas. Se da así una interdependencia y reciprocidad entre las personas y la sociedad: todo lo que se realiza en favor de la persona es también un servicio prestado a la sociedad,, y todo lo que se realiza en favor de la sociedad acaba siendo en beneficio de la persona"[27]. En lo más alto de todo y "por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres Personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra comunión"[28]. Desde ese fundamento se puede vivir y entender la solidaridad que no es "un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos"[29]. "La solidaridad nos ayuda a ver al otro (...), no como un instrumento cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un semejante nuestro, una ayuda, para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios. De aquí la importancia de despertar la conciencia religiosa de los hombres y de los pueblos"[30].
En esa vocación primordial e innata al amor que Dios ha dado al hombre se fundamenta la dignidad humana: "Entre todas las criaturas de la tierra, sólo el hombre es persona, sujeto consciente y libre y, precisamente por eso, centro y vértice de todo lo que existe sobre la tierra (...) A causa de su dignidad personal, el ser humano es siempre un valor en sí mismo y por sí mismo y como tal exige ser considerado y tratado. Y, al contrario, jamás puede ser considerado y tratado como un objeto utilizable, un instrumento, una cosa"[31]. También es la raíz de la libertad del hombre, que no es la de un ser individualista, solipsista y aislado, ni equivale a esa cerrazón autista y estéril a la que es reducida por muchos que reclaman una autonomía de egoísta solitario. La libertad es más bien "la medida del amor de que somos capaces"[32]; es el poder de autoposesión y donación que Dios ha dado al hombre al hacerle capaz de transcenderse y amar. Porque al hombre "la libertad le fue dada para amar y buscar el bien generosamente"[33], de forma que toda persona, para ser más humana, debe buscar "auella madurez en el darse a sí mismo a que está llamada la libertad del hombre"[34].
Cualquier libertad que no tenga ese fundamento será falsa, no pasará de ser una esclavitud disimulada y alienación de la persona. "Es necesario iluminar, desde la concepción cristiana, el concepto de alienación, descubriendo en él la inversión entre los medios y los fines: el hombre, cuando no reconoce el valor y la grandeza de la persona en sí mismo y en el otro, se priva de hecho de la posibilidad de gozar de la propia humanidad y de establecer una relación de solidaridad y comunión con los demás hombres. Para lo cual fue creado por Dios. En efecto, es mediante la propia donación libre como el hombre se realiza auténticamente a sí mismo, y esta donación es posible gracias a la esencial "capacidad de trascendencia" de la persona humana. El hombre no puede darse a un proyecto solamente humano de la realidad, a un ideal abstracto, ni a falsas utopías. En cuanto persona, puede darse a otra persona o a otras personas y, por último, a Dios, que es el autor de su ser y el único que puede acoger plenamente su donación. Se aliena el hombre que rechaza transcenderse a sí mismo y vivir la experiencia de la autodonación y de la formación de una auténtica comunidad humana, orientada a su destino último que es Dios. Está alienada una sociedad que en sus formas de organización social, de producción y consumo hace más difícil la realización de esta donación y la formación de una solidaridad interhumana"[35].
Sin el amor al que Dios le llama por ser imagen suya, sin la comunión y la solidaridad con los demás, en los que ve la semejanza de Dios, el hombre se hace esclavo y esclaviza. Cuando no se reconoce esa imagen de Dios en uno mismo y en los demás se deja de reconocer a los demás como personas y se inicia el camino de "las múltiples violaciones a las que hoy está sometida la persona humana. Cuando no es reconocido y amado en su dignidad de imagen viviente de Dios, el ser humano queda expuesto a las formas más humillantes y aberrantes de "instrumentalización", que le convierten miserablemente en esclavo del más fuerte. Y "el más fuerte" puede asumir diversos nombres: ideología, poder económico, sistemas políticos inhumanos, tecnocracia científica, avasallamiento por parte de los mass-media ..."[36].
La conquista de la libertad, y el conseguir que haya más y mejores bienes al alcance de todos, es algo que no se puede conseguir si no se fundamenta en la verdad sobre el hombre, es decir, en la vocación al amor. "El proceso del desarrollo y de la liberación se concreta en el ejercicio de la solidaridad, es decir, del amor y servicio al prójimo, particularmente a los más pobres. Porque donde faltan la verdad y el amor, el proceso de liberación lleva a la muerte de una libertad que habría perdido todo apoyo"[37]. El rechazo de Dios -el pecado- lleva a la esclavitud, a la división y la descomposición social. "La obediencia a la verdad sobre Dios y sobre el hombre es la primera condición de la libertad"[38].
[2.3].La naturaleza
El amor creador de Dios es el origen del hombre, del mundo y, asimismo, del mundo para el hombre y del hombre para el universo creado. "El hombre es imagen de Dios, entre otros motivos por el mandato recibido de su Creador de someter y dominar la tierra. En la realización de este mandato, el hombre, todo ser humano, refleja la acción misma del Creador del universo"[39]. Ese dominio no es el del déspota explotador, sino el de una criatura llamada al amor, que le hace capaz de cuidar, cultivar, acrecentar, perfeccionar: "Era voluntad del Creador que el hombre se pusiera en contacto con la naturaleza como dueño y custodio inteligente y noble, y no como explotador y destructor sin ningún reparo"[40]. El del hombre ha de ser el dominio de quien es imagen y semejanza del Dios-Amor que hizo el mundo bueno: "El hombre ha recibido de Dios mismo el encargo de dominar las cosas creadas y de cultivar el jardín del mundo; pero esta es una tarea que el hombre ha de llevar a cabo respetando la imagen divina recibida, y, por tanto, con inteligencia y amor: debe sentirse responsable de los dones que Dios le ha concedido y continuamente le concede. El hombre tiene en sus manos un don que debe pasar -y, si fuera posible, incluso mejorado- a las futuras generaciones"[41]. Dios ha hecho al hombre rey y señor de la creación, y "el sentido esencial de esta realeza y de este dominio del hombre sobre el mundo visible, asignado a él como cometido por el mismo Creador, consiste en la prioridad de la ética sobre la técnica, en el primado de la persona sobre las cosas, en la superioridad del espíritu sobre la materia"[42].
Dios confía al hombre la misión de cultivar y cuidar el mundo, de perfeccionarlo. La acción del hombre debe así dirigirse al cuidado, al desarrollo, al progreso, al mejoramiento de la creación. "Según la Sagrada Escritura, pues, la noción de desarrollo no es solamente laica o profana, sino que aparece también, aunque con una fuerte acentuación socio-económica, como la expresión moderna de una dimensión esencial de la vocación del hombre. En efecto, el hombre no ha sido creado, por así decir, inmóvil y estático. La primera presentación que de él ofrece la Biblia, lo describe ciertamente como criatura y como imagen, determinada en su realidad profunda por el origen y el parentesco que lo constituye. Pero esto mismo pone en el ser humano, hombre y mujer, el germen y la existencia de una tarea originaria a realizar, cada uno por separado y también como pareja. La tarea es dominar las demás criaturas, cultivar el jardín; pero hay que hacerlo en el marco de la obediencia a la ley divina y, por consiguiente, en el respeto de la imagen recibida, fundamento claro del poder de dominio, concedido en orden a su perfeccionamiento[43] (...) El desarrollo actual debe ser considerado como un momento de la historia iniciada en la creación y constantemente puesta en peligro por la infidelidad a la voluntad del Creador, sobre todo por la tentación de la idolatría, pero que corresponde fundamentalmente a las premisas iniciales. Quien quisiera renunciar a la tarea, difícil pero apasionante, de elevar la suerte de todo el hombre y de todos los hombres, bajo el pretexto del peso de la lucha y del esfuerzo incesante de superación, o incluso por la experiencia de la derrota y del retorno al punto de partida, faltaría a la voluntad de Dios Creador"[44]. Pero ese progreso y continua mejora de la creación no pueden hacerse, como pretenden las ideologías secularistas y materialistas, de espaldas a Dios o contra El. Hay que conocer y respetar el orden natural tal como Dios lo ha entregado al hombre, y perfeccionarlo sin aniquilar el don de Dios. "Mientras la "secularización" atribuye la justa y debida autonomía a las cosas terrenas, el secularismo, en cambio, proclama: ¡Hay que quitarle el mundo a Dios! ¿Y después? ¡Después hay que dárselo todo al hombre! Pero ¿es que al hombre se le puede entregar el mundo con mayor plenitud que la que se le dio al principio de la creación? ¿Puede dársele de otra manera? ¿Puede dársele fuera del orden objetivo del ser, del bien y del mal? Y si se le entrega de forma diversa, es decir, al margen del orden objetivo, ¿no se revolverá acaso contra el hombre, sometiéndolo a esclavitud? ¿No le instrumentalizará?"[45].
La peculiar acción del hombre en el mundo, que proviene de la inteligencia y de la capacidad de amar que Dios le ha dado, es lo que se llama trabajo. "El hombre, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador, y según la medida de sus propias posibilidades, en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado"[46]. La acción del hombre en el mundo debe, por tanto, hacerse a la medida de la acción de Dios, Creador y Providente. Ese trabajo, además de hacer progresar la creación, debe, sobre todo, perfeccionar al mismo hombre. Al valorar todo progreso, esta es "la cuestión esencial y fundamental: ¿este progreso, cuyo autor y fautor es el hombre, hace la vida del hombre sobre la tierra, en todos sus aspectos, más humana?; ¿la hace más digna del hombre? No puede dudarse de que, bajo muchos aspectos, la haga así. No obstante, esta pregunta vuelve a plantearse obstinadamente por lo que se refiere a lo verdaderamente esencial: si el hombre, en cuanto hombre, en el contexto de este progreso, se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a otros"[47].
En este ámbito -en la relación con la naturaleza y respecto del trabajo-, que el hombre prescinda de Dios y le vuelva la espalda por el pecado, supone comenzar el camino de la destrucción de la naturaleza y del mismo hombre. Al excluir a Dios de su vida, "el hombre, impulsado por el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer, consume de manera excesiva y desordenada los recursos de la tierra y su misma vida. En la raíz de la insensata destrucción del ambiente natural hay un error antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo. El hombre, que descubre su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de "crear" el mundo con el propio trabajo, olvida que éste se desarrolla siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las cosas por parte de Dios. Cree que puede disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero no debe traicionar. En vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza, más bien tiranizada que gobernada por él.
"Esto demuestra, sobre todo, mezquindad o estrechez de miras del hombre, animado por el deseo de poseer las cosas en vez de relacionarlas con la verdad, y falto de aquella actitud desinteresada, gratuita, estética que nace del asombro por el ser y por la belleza que permite leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible que las ha creado"[48].
[3]. El hombre redimido
Acabamos de ver los tres aspectos básicos de plan que el amor de Dios había previsto para el hombre al crearlo: como persona, como comunión de personas en la sociedad y en su relación con el universo creado. También se han señalado los efectos negativos que el pecado tiene para cada uno de ellos, al romper en el hombre "toda su ordenación tanto en lo que toca a su propia persona, como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación"[49].
Bajo el pecado estaríamos, y sometidos a sus perversos efectos, si no fuera porque Dios "es absolutamente fiel a su eterno amor por el hombre, ya que tanto amó al mundo -por tanto al hombre en el mundo-, que le dio a su Hijo unigénito, para que quien crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna"[50]. La Encarnación y la Redención son el fruto del encuentro del amor fiel e infinito de Dios por el hombre con el pecado. Jesucristo es el Redentor del hombre, el Redentor del mundo. "En El se ha revelado de un modo nuevo y más admirable la verdad fundamental sobre la creación que testimonia el Libro del Génesis cuando repite varias veces: Y vio Dios ser bueno. El bien tiene su fuente en la Sabiduría y en el Amor. En Jesucristo, el mundo visible, creado por Dios para el hombre -el mundo que, entrando el pecado, está sujeto a la vanidad- adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del Amor"[51]. Con Cristo, además, "la historia del hombre ha alcanzado su cumbre en el designio del amor de Dios. Dios ha entrado en la historia de la humanidad y en cuanto hombre se ha convertido en sujeto suyo, uno de los millones y millones y al mismo tiempo único. A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado de manera definitiva -de modo peculiar a él sólo, según su eterno amor y su misericordia, con toda la libertad divina- y a la vez con una magnificencia que, frente al pecado original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente a los errores del entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos permite repetir con estupor las palabras de la sagrada liturgia: ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!"[52].
[3.1].Cristo: La verdad sobre Dios
Jesucristo, con su vida y sus enseñanzas, manifiesta en primer lugar la verdad sobre Dios de forma plena. "En Cristo Dios se ha dado a conocer del modo más completo; ha dicho a la humanidad quien es"[53]. Con El "el Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que es fiel a sí mismo, fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación. El suyo es amor que no retrocede ante nada de lo que en él mismo exige la justicia. Y por esto al Hijo, a quien no conoció pecado le hizo pecado por nosotros para que en El fuéramos justicia de Dios. Si trató como pecado a Aquel que estaba absolutamente sin pecado alguno, lo hizo para revelar el amor que es siempre más grande que todo lo creado, el amor que es El mismo, porque Dios es amor. Y, sobre todo, el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la vanidad de la creación, más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar, siempre dispuesto a ir al encuentro del hijo pródigo, siempre a la búsqueda de la manifestación de los hijos de Dios, que están llamados a la gloria. Esta revelación del amor es definida también misericordia[54], y tal revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo"[55].
"Cristo pues revela a Dios que es Padre, que es amor, como diría San Juan en su primera Carta; revela a Dios rico en misericordia, como leemos en San Pablo. Esta verdad, más que tema de enseñanza, constituye una realidad que Cristo nos ha hecho presente. Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es, en la conciencia de Cristo mismo, la prueba fundamental de su misión de Mesías"[56]. Jesucristo, asimismo, revela que Dios en su intimidad es familia, es decir, una comunidad de vida y de amor entre tres personas; revela "la comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el misterio de la única vida divina. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo -un solo Dios en la unidad de la divinidad- existen como personas por las inescrutables relaciones divinas. Solamente así se hace comprensible la verdad de que Dios en sí mismo es amor"[57]. Llevado por su amor a los hombres, les llama a ser de esa familia divina, como hijos en el Hijo por el Espíritu Santo. "Dios, tal como Cristo ha revelado, no permanece solamente en estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y fuente última de la existencia. El es además Padre: con el hombre, llamado por El a la existencia en el mundo visible, está unido por un vínculo más profundo aún que el de creador. Es el amor, que no sólo crea el bien, sino que hace participar en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto, el que ama desea darse a sí mismo"[58].
Para poder tener la vida de Dios, que es amor, el Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo, al Amor de Dios hecho persona, para que nos de poder amar como Dios ama y así participar de la intimidad divina y tener vida eterna. "Dios, en su vida íntima, es amor, amor esencial, común a las tres personas divinas. El Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del Padre y del Hijo. Por eso sondea hasta las profundidades de Dios, como amor-don increado. Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las personas divinas, y que por el Espíritu Santo dios existe como don. El Espíritu Santo es pues la expresión personal de esta donación, de este ser-amor[59]. Es persona-amor. Es persona-don (...) Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación. Como escribe el apóstol Pablo: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado"[60].
Por último, Jesucristo proclama e instaura el Reino de Dios en la tierra. Ahora bien, es el reino de quien es Padre y es Amor, "por tanto la naturaleza del Reino es la comunión de todos los seres humanos entre sí y con Dios"[61]. En él reinar significa servir[62] y su ley suprema es el mandamiento del amor. "El reino que inaugura Jesús es el Reino de Dios; él mismo nos revela quién es ese Dios al que llama con el término familiar "Abbá", Padre. El Dios revelado sobre todo en las parábolas es sensible a las necesidades, a los sufrimientos de todo hombre; es un Padre amoroso y lleno de compasión, que perdona y concede gratuitamente las gracias pedidas. San Juan nos dice que "Dios es Amor". Todo hombre, por tanto, es invitado a convertirse y creer en el amor misericordioso de Dios por él; el Reino crecerá en la medida en que cada hombre aprenda a dirigirse a Dios como a un Padre en la intimidad de la oración, y se esfuerce en cumplir su voluntad"[63].
[3.2].Cristo: La verdad sobre el hombre
"La redención del mundo -ese misterio tremendo del amor, en el que la creación es renovada-, es en su raíz más profunda la plenitud de la justicia en un corazón humano: en el corazón del Hijo Primogénito, para que pueda hacerse justicia en los corazones de muchos hombres"[64]. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, por lo que no sólo nos revela la más íntima verdad sobre Dios, sino que también desvela lo que en el hombre hay más humano. "En Cristo y por Cristo, Dios se ha revelado plenamente a la humanidad y se ha acercado definitivamente a ella; y, al mismo tiempo, en Cristo y por Cristo, el hombre ha conseguido plena conciencia de su dignidad, de su elevación, del valor trascendental de la propia humanidad, del sentido de su existencia"[65].
Hasta tal punto eso es así, que el Concilio ha llegado a afirmar: "En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación (...) El que es imagen de Dios invisible es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida[66], ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre[67], amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado (...) Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible[68]. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina"[69]. Ya se dijo antes que esta enseñanza del Concilio Vaticano II -en especial la doble afirmación de que Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y que se ha unido, en cierto modo, con todo hombre- es el punto de referencia constante del magisterio de Juan Pablo II. Forman como el centro y la base de su magisterio, que gira constantemente alrededor de la certeza de que sólo "Cristo revela la condición del hombre y su vocación integral"[70].
Jesucristo pone de manifiesto de forma viva y plena la imagen y semejanza divina que hay en el hombre y por la que es persona y es humano. Esto no sucede respecto de una humanidad abstracta y conceptual, sino que se refiere a cada persona."Aquí se trata por tanto del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión. No se trata del hombre abstracto sino real, del hombre concreto, histórico. Se trata de cada hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la redención y con cada uno se ha unido Cristo, para siempre (...) El hombre tal como ha sido querido por Dios, tal como El lo ha elegido eternamente, llamado, destinado a la gracia y a la gloria, tal es precisamente cada hombre, el hombre más concreto, el más real; éste es el hombre, en toda la plenitud del misterio, del que se ha hecho partícipe en Jesucristo, misterio del cual se hace partícipe cada uno de los cuatro mil millones de hombres vivientes sobre nuestro planeta, desde el momento en que es concebido en el seno materno"[71].
La verdad sobre el hombre que Cristo manifiesta no es ya únicamente la semejanza con Dios creador, sino la filiación respecto de un Dios que es amor y que en su intimidad es comunión de amor entre las tres divinas Personas. Según el Concilio, esta semejanza con la unidad de amor de la Trinidad Jesucristo la pone de manifiesto "cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno, abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás"[72]. Para Juan Pablo II, en esta afirmación conciliar, en la enseñanza de Cristo por la que el hombre no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás, "se compendia toda la antropología cristiana"[73]. Sobre este punto conviene insistir, porque de esta antropología revelada en Cristo, hombre perfecto, deducirá el Papa todas sus enseñanzas sobre el hombre y sobre todo el actuar humano que quiera serlo verdaderamente. Es esta antropología la que le lleva a afirmar que "el amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano"[74]. En esta antropología, finalmente, se contiene la verdad plena sobre el hombre que Cristo ha manifestado con su vida.
[4]. El hombre, camino de la Iglesia
El hombre, creado y redimido, en la plenitud de la verdad sobre lo que es humano que Cristo enseña, es el camino de la Iglesia. "Este hombre es el camino de la Iglesia, camino que conduce en cierto modo al origen de todos aquellos caminos por los que debe caminar la Iglesia, porque el hombre -todo hombre sin excepción alguna- ha sido redimido por Cristo, porque con el hombre -cada hombre sin excepción alguna- se ha unido Cristo de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de ello, Cristo, muerto y resucitado por todos, da siempre al hombre -a todo hombre y a todos los hombres- ... su luz y su fuerza para que pueda responder a su máxima vocación"[75].
[4.1].Teocentrismo y antropocentrismo
Ahora bien: ¿Esa insistencia en el hombre no pondrá como en sordina a Dios? ¿Es que la Iglesia dejará de ser teocéntrica para volverse antropocéntrica? El cristianismo, ¿no correría el peligro de convertirse en uno más de los muchos "humanismos" de moda? Así planteada, con la contraposición entre teocentrismo y antropocentrismo, la cuestión podría parecer un dilema insoluble. De hecho así la han planteado no pocos humanismos en los últimos tiempos, como si hubiera que elegir entre Dios y el hombre: se intentan, de este modo, los humanismos sin Dios, o como si Dios no existiese. Pero, "por su matriz atea y secularista, acaban paradójicamente por humillar y anular al hombre"[76]. En el otro extremo están los fundamentalismos, que serían como teocracias en las que se elige a Dios con frecuencia contra el hombre, pues "niegan a los ciudadanos de credos diversos de los de la mayoría el pleno ejercicio de sus derechos civiles y religiosos, les impiden participar en el debate cultural, restringen el derecho de la Iglesia a predicar el evangelio ..."[77].
Frente a esos dos errores hay que decir que no existe dualismo alguno. No hay que elegir entre Dios o el hombre, porque es Dios quien ha elegido al hombre y "la gloria de Dios es que el hombre viva"[78]. Es Dios quien pone más alto la dignidad del hombre: "¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha merecido tener tan grande Redentor[79], si Dios ha dado a su Hijo, a fin de que él, el hombre, no muera, sino que tenga la vida eterna! En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo. Este estupor justifica la misión de la Iglesia en el mundo, incluso, y quizá aún más, en el mundo contemporáneo"[80]. Es un asombro agradecido el que surge al contemplar como "Dios se acerca al hombre, penetra cada vez más a fondo en todo el mundo humano. Dios uno y trino, que en sí mismo existe como realidad trascendente de don interpersonal al comunicarse por el Espíritu Santo como don al hombre, transforma al mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias. De este modo el mundo, partícipe del don divino, se hace, como enseña el Concilio, cada vez más humano, cada vez más profundamente humano[81], mientras madura en él, a través de los corazones y de las conciencias de los hombres, el reino en el que Dios será definitivamente todo en todos: como don y amor"[82].
De manera semejante, elegir al hombre es elegir a quien es persona y es humano sólo por la imagen y semejanza de Dios que hay en él. Es elegir a aquel cuya realización plena y toda su felicidad consiste en alcanzar una comunión de amor con Dios y con las demás personas. Es elegir a quien es amado por Dios hasta la locura de la Cruz., que "emerge del núcleo mismo de aquel amor, del que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido gratificado según el eterno designio divino"[83]. Si se elige al hombre al margen de la verdad sobre el hombre que se nos da en Cristo, sólo se alcanzará una caricatura deformada. Prescindiendo de la luz de Cristo no se hace un humanismo, sino una traición al hombre. Esta infidelidad al hombre es hoy frecuente en los "humanismos" que se autoproclaman materialistas. En ellos se olvida que "el hombre no puede renunciar a sí mismo, ni al puesto que le es propio en el mundo visible, no puede hacerse esclavo de las cosas, de los sistemas económicos, de la producción y de sus propios productos. Una civilización con perfil puramente materialista condena al hombre a tal esclavitud, por más que tal vez, indudablemente, esto suceda contra las intenciones y las premisas de sus pioneros. En la actual solicitud por el hombre está sin duda este problema"[84].
Así pues, no hay ninguna oposición. No hay base alguna que permita enfrentar teocentrismo y antropocentrismo, o humanismo. "Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia; cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas corrientes del pensamiento humano en el pasado y en el presente han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlos en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizá el más importante, del Magisterio del último Concilio"[85].
Uno de los aspectos más sobresalientes de las enseñanzas de Juan Pablo II es la extraordinaria unidad que tiene su magisterio, que une armónicamente lo humano y lo divino, lo temporal y lo eterno, lo material y lo espiritual. Si hubiera que señalar cual es la fuente de dónde obtiene el Papa esa poderosa y atractiva unidad, habría que responder: de Jesucristo, Hijo de Dios y Redentor del hombre; verdadero Dios y verdadero hombre, que reúne las dos naturalezas en la unión absoluta e íntima de su persona. Puede decirse que las enseñanzas de Juan Pablo II son siempre cristocéntricas y, por eso mismo, teocéntricas y antropocéntricas a la vez, como lo es el mismo Cristo.
[4.2].La misión de la Iglesia
Ante todo, "la Iglesia debe ser fiel a Cristo, del cual es el Cuerpo y continuadora de su misión"[86]. Pero, dado que Cristo lo hace todo -hasta la misma Encarnación- propter nos homines et propter nostran salutem[87], la Iglesia también existe sólo propter homines, para ser instrumento del amor de Dios a favor de los hombres y de su salvación, tal como lo es Cristo. "La Iglesia está llamada, a causa de su misma misión evangelizadora, a servir al hombre. Tal servicio se enraiza primariamente en el hecho prodigioso y sorprendente de que, con la encarnación, el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a cada hombre"[88]. Ella tiene el encargo divino de evangelizar a todos los hombres; y la evangelización "tiene como único fin servir al hombre, revelándole el amor de Dios que se ha manifestado en Jesucristo"[89]. La Iglesia es depositaria de una verdad gozosa que ha de comunicar a cada hombre: "¡El hombre es amado por Dios! Este es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre. La palabra y la vida de cada cristiano pueden y deben hacer resonar este anuncio: ¡Dios te ama, Cristo ha venido por ti; para ti Cristo es el Camino, la Verdad y la vida!"[90]. En definitiva: "La Iglesia desea servir a este único fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella"[91].
La Iglesia es el gran instrumento previsto por Dios para unir definitivamente a Dios y al hombre mediante el endiosamiento de éste en Cristo. Al estar vivificada por el Espíritu de Cristo -el Espíritu Santo-, mediante la Iglesia "se realiza la "condescendencia" del infinito amor trinitario: el acercamiento de Dios, Espíritu invisible, al mundo visible. Dios uno y trino se comunica al hombre por el Espíritu Santo desde el principio mediante su imagen y semejanza. Bajo la acción del mismo Espíritu, el hombre y, por medio de él el mundo creado y redimido por Cristo se acercan a su destino definitivo en Dios. De este acercamiento de los dos polos de la creación y de la redención, Dios y el hombre, la Iglesia se convierte en sacramento, o sea signo e instrumento. Ella actúa para restablecer y reforzar la unidad en las raíces mismas del género humano: en la relación de comunión que el hombre tiene con Dios"[92].
No hay que olvidar, sin embargo, que la salvación afecta a todo el hombre, cuerpo y alma. Los espiritualismos, pietismos y puritanismos desencarnados no son cristianos. "La liberación y la salvación que el Reino de Dios trae consigo alcanzan a la persona humana en su dimensión tanto física como espiritual"[93]. En Cristo, Dios -el Verbo- se ha encarnado, no se ha hecho espíritu angélico. Tampoco Cristo se dirige a espíritus puros. Sus enseñanzas "expresan la más alta afirmación del hombre: la afirmación del cuerpo, al que vivifica el espíritu. La Iglesia vive esta realidad, vive de esta verdad sobre el hombre, que le permite atravesar las fronteras de la temporalidad y, al mismo tiempo, pensar con particular amor y solicitud en todo aquello que, en las dimensiones de esta temporalidad, incide sobre la vida del hombre, sobre la vida del espíritu humano, en el que se manifiesta aquella perenne inquietud de que hablaba San Agustín: Nos has hecho, Señor, para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti[94]. En esta inquietud creadora late y pulsa lo que es más profundamente humano: la búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia. La Iglesia, tratando de mirar al hombre con los ojos de Cristo mismo, se hace cada vez más consciente de ser la custodia de un gran tesoro, que no le es lícito dilapidar, sino que debe acrecentar continuamente"[95].
Es así como la Iglesia extiende en la tierra el Reino de Dios, el reino del Amor, de manera que paulatinamente establece en este mundo la civilización del amor[96], encarnándolo en la vida concreta de los hombres. Y, como del amor proviene todo bien, la Iglesia resulta ser la primera promotora de la cultura, del desarrollo y de la libertad.
En primer lugar, la Iglesia promueve una cultura que no aniquila al hombre, sino que es verdaderamente humana. "Para una adecuada formación de esa cultura se requiere la participación directa de todo el hombre, el cual desarrolla en ella su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de los demás hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de sacrificio personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien común. Por esto, la primera y más importante labor se realiza en el corazón del hombre, y el modo como éste se compromete a construir el propio futuro depende de la concepción que tiene de sí mismo y de su destino. Es a este nivel donde tiene lugar la contribución específica y decisiva de la Iglesia en favor de la verdadera cultura. Ella promueve el nivel de los comportamientos humanos que favorecen la cultura de la paz contra los modelos que anulan al hombre en la masa, ignoran el papel de su creatividad y libertad, y ponen la grandeza del hombre en sus dotes para el conflicto y para la guerra. La Iglesia lleva a cabo este servicio predicando la verdad sobre la creación del mundo, que Dios ha puesto en las manos de los hombres para que lo hagan fecundo y más perfecto con su trabajo, y predicando la verdad sobre la redención, mediante la cual el Hijo de Dios ha salvado a todos los hombres y, al mismo tiempo, los ha unido entre sí haciéndolos responsables unos de otros"[97].
En segundo lugar, aunque "la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer al problema del subdesarrollo en cuanto tal"[98], sin embargo ella es la principal promotora del desarrollo auténtico, en el que el hombre crece y se perfecciona, a la vez que perfecciona al mundo. Esto sucede porque ella sabe muy bien que "es el hombre el protagonista del desarrollo, no el dinero ni la técnica. La Iglesia educa las conciencias revelando a los pueblos al Dios que buscan, pero que no conocen; la grandeza del hombre creado a imagen de Dios y amado por él; la igualdad de todos los hombres como hijos de Dios; el dominio sobre la naturaleza creada y puesta al servicio del hombre; el deber de trabajar para el desarrollo del hombre entero y de todos los hombres. Con el mensaje evangélico la Iglesia ofrece una fuerza liberadora y promotora de desarrollo, precisamente porque lleva a la conversión del corazón y de la mentalidad; ayuda a reconocer la dignidad de cada persona; dispone a la solidaridad, al compromiso, al servicio de los hermanos; inserta al hombre en el proyecto de Dios, que es la construcción de Reino de paz y de justicia, a partir ya de esta vida. Es la perspectiva bíblica de los "nuevos cielos y nueva tierra", la que ha introducido en la historia el estímulo y la meta para el progreso de la humanidad. El desarrollo del hombre viene de Dios, del modelo de Jesús Dios y hombre, y debe llevar a Dios[99]. He aquí por qué entre el anuncio evangélico y promoción del hombre hay una estrecha conexión"[100].
En este marco se encuadra la Doctrina Social de la Iglesia, que nace de la fidelidad a las enseñanzas de Cristo y, por consiguiente, de la plenitud de la verdad sobre el hombre que Cristo desvela con su vida y su palabra. "De esto se deduce que la doctrina social tiene de por sí el valor de un instrumento de evangelización: en cuanto tal, anuncia a Dios y su misterio de salvación en Cristo a todo hombre y, por la misma razón, revela al hombre a sí mismo. Solamente bajo esta perspectiva se ocupa de lo demás: de los derechos humanos de cada uno y, en particular, del "proletariado", la familia y la educación, los deberes del Estado, el ordenamiento de la sociedad nacional e internacional, la vida económica, la cultura, la guerra y la paz, así como del respeto a la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte"[101].
Por último la Iglesia es la gran promotora de la libertad del hombre. En primer lugar porque "la Iglesia se dirige al hombre en el pleno respeto de su libertad[102] (...) La Iglesia propone, no impone nada: respeta las personas y las culturas, y se detiene ante el sagrario de la conciencia"[103]. Pero no sólo eso; ella se mueve con "la conciencia de promover la libertad del hombre anunciándole a Jesucristo"[104]. Cristo es el tesoro de la Iglesia, y "Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda época, también de nuestra época, con las mismas palabras: Conoceréis la verdad y la verdad os liberará. Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquel que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia"[105].
De esta forma la Iglesia pone freno a las esclavitudes y explotaciones, y a toda forma de totalitarismo: político y económico, o de ideología fanática y fundamentalista. "El totalitarismo nace de la negación de la verdad (...) La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso intentando destruirla"[106]. Sin el amor a la verdad también se producen las esclavitudes del hombre hacia las cosa o hacia sus pasiones. Esto es así porque "la libertad es valorizada en pleno solamente por la aceptación de la verdad. En un mundo sin verdad la libertad pierde su consistencia y el hombre queda expuesto a la violencia de las pasiones y a condicionamientos patentes o encubiertos. El cristiano vive la libertad y la sirve proponiendo continuamente, en conformidad con la naturaleza misionera de su vocación, la verdad que ha conocido. En el diálogo con los demás hombres y estando atento a la parte de verdad que encuentra en la experiencia de vida y en la cultura de las personas y de las naciones, el cristiano no renuncia a afirmar todo lo que le ha dado a conocer su fe y el correcto ejercicio de su razón"[107].
[5].Conclusión: Hacia el tercer milenio
Juan Pablo II está convencido de que Cristo, en la fidelidad total a su Persona y a su ser Dios y hombre, es la riqueza que la Iglesia debe dar al hombre. Igualmente, la fidelidad a Cristo hace que la Iglesia -cada fiel- deba gastar su vida sirviendo al hombre -a cada persona y a todas las personas- como Cristo lo hizo plenamente. Esta es la tarea siempre necesaria, que conduce a la felicidad y total realización del hombre, por la plena comunión de amor con Dios y con los demás hombres, anticipada en la tierra y perfecta en el cielo. Por eso afirma con toda fuerza: "Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos"[108].
En esta misión de la Iglesia y de cada fiel, Juan Pablo II ve también una labor que ahora tiene una particular urgencia, pues "en el mundo moderno hay tendencia a reducir al hombre a una mera dimensión horizontal. Pero ¿en qué se convierte el hombre sin la apertura al Absoluto? La respuesta se halla no sólo en la experiencia de cada hombre, sino también en la historia de la humanidad con la sangre derramada en nombre de ideologías y de regímenes políticos que han querido construir una "nueva humanidad" sin Dios"[109]. Pero las carencias de tales intentos cada vez están más a la vista. Por eso "nuestro tiempo es dramático y al mismo tiempo fascinante. Mientras por un lado los hombres dan la impresión de ir detrás de la prosperidad material y de sumergirse cada vez más en el materialismo consumístico, por otro, manifiestan la angustiosa búsqueda de sentido, la necesidad de interioridad, el deseo de aprender nuevas formas de concentración y de oración. No sólo en las culturas impregnadas de religiosidad, sino también en la sociedades secularizadas, se busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la deshumanización. Este fenómeno así llamado del "retorno religioso" no carece de ambigüedad, pero también encierra una invitación. La Iglesia tiene un inmenso patrimonio espiritual para ofrecer a la humanidad: en Cristo, que se proclama el Camino, la Verdad y la Vida"[110].
La visión de Juan Pablo II sobre los tiempos actuales no es pesimista, sino positiva y esperanzada. "Si se mira superficialmente a nuestro mundo, impresionan no pocos hechos negativos que pueden llevar al pesimismo. Mas éste es un sentimiento injustificado: tenemos fe en Dios Padre y Señor, en su bondad y misericordia. En la proximidad del tercer milenio de la Redención, Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo. En efecto, tanto en el mundo no cristiano como en el de antigua tradición cristiana, existe un progresivo acercamiento de los pueblos a los ideales y a los valores evangélicos, que la Iglesia se esfuerza en favorecer. Hay se manifiesta una nueva convergencia de los pueblos hacia estos valores: el rechazo de la violencia y de la guerra; el respeto de la persona humana y de sus derechos, el deseo de libertad, de justicia y de fraternidad; la tendencia a superar los racismos y nacionalismos; el afianzamiento de la dignidad y la valoración de la mujer"[111]. "Por otra parte, nuestra época ofrece en este campo nuevas ocasiones a la Iglesia: la caída de ideologías y sistemas políticos opresores; la apertura de fronteras y la configuración de un mundo más unido, merced al incremento de los medios de comunicación; el afianzarse en los pueblos los valores evangélicos que Cristo encarnó en su vida (paz, justicia, fraternidad, dedicación a los más necesitados); un tipo de desarrollo económico y técnico falto de alma que, no obstante, apremia a buscar la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre el sentido de la vida. Dios abre a la Iglesia horizontes de una humanidad más preparada para la siembra evangélica"[112].
La vista de los campos de la humanidad necesitados y, a la vez, anhelantes y deseosos de esa siembra de Cristo; el conocimiento de tantos hombres de buena voluntad que andan buscando a tientas lo que sólo encontrarán en Cristo; la clara conciencia de que la Iglesia es depositaria del bien pleno que cada hombre necesita; todo esto es lo que hace clamar de todo corazón a Juan Pablo II desde el inicio de su pontificado: ¡No tengáis miedo! ¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas tanto económicos como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo sabe! Tantas veces hoy el hombre no sabe qué lleva dentro, en lo profundo de su alma, de su corazón. Tan a menudo se muestra incierto ante el sentido de su vida sobre esta tierra. Está invadido por la duda que se convierte en desesperación. Permitid, por tanto -os ruego, os imploro con humildad y con confianza- permitid a Cristo que hable al hombre. Sólo Él tiene palabras de vida, ¡sí, de vida eterna!"[113].
Así la Iglesia hará un servicio verdadero al hombre, mostrándole en Cristo y con Cristo la verdad sobre lo que es humano, el valor de su vida y la grandeza de su dignidad. En este cometido, el peso del esfuerzo recae sobre los fieles laicos, ya que "redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada persona humana constituye una tarea esencial; es más, en cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana"[114]. Harán esto si no olvidan nunca que "la dignidad de la persona manifiesta todo su fulgor cuando se consideran su origen y su destino. Creado por Dios a su imagen y semejanza, y redimido por la preciosísima sangre de Cristo, el hombre está llamado a ser hijo en el Hijo, y templo vivo del Espíritu; y está destinado a esa eterna vida de comunión con Dios, que le llena de gozo: Por eso toda violación de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante de Dios, y se configura como ofensa al Creador del hombre"[115]. Con sus obras y sus palabras, con su vida entera, los cristianos han de realizar esta misión fundamental en servicio del hombre. Como consecuencia, cuando los hombres saben y viven según lo que son, sus obras producen en todos los ámbitos el bien para el que Dios los hace capaces.
Para alcanzar esta meta, para que la Iglesia recorra ese camino suyo que es el hombre, hacen falta cristianos que muestren con su vida que "abrir de par en par las puertas a Cristo, acogerlo en el ámbito de la propia humanidad no es en absoluto una amenaza para el hombre, sino que es, más bien, el único camino a recorrer si se quiere reconocer al hombre en su entera verdad y exaltarlo en sus valores"[116]. Por consiguiente, una de las tareas prioritarias que el Espíritu Santo quiere para la Iglesia es esforzarse por profundizar y vivir esa unidad de lo divino y lo humano. También es este el punto clave de la nueva evangelización que requiere el mundo. Precisamente aquí está uno de los cometidos fundamentales de la misión de los fieles laicos en la Iglesia. A ellos, en efecto, "corresponde testificar cómo la fe cristiana -más o menos conscientemente percibida e invocada por todos- constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad. Esto será posible si los fieles saben superar en ellos mismos la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar cotidiana, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud (...) La síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida que los fieles laicos sabrán plasmar, será el más espléndido y convincente testimonio de que, no el miedo, sino la búsqueda y la adhesión a Cristo son el factor determinante para que el hombre viva y crezca, y para que se configuren nuevos modos de vida más conformes con la dignidad humana"[117].
Si hubiera que señalar los ámbitos más fundamentales donde los fieles han de actuar para realizar esta nueva evangelización que la Iglesia ha de hacer para recorrer el camino del hombre en la actualidad, podrían resumirse en los siguientes puntos[118]:
1.- Venerar el inviolable derecho a la vida: "La inviolabilidad de la persona, reflejo de la absoluta inviolabilidad del mismo Dios, encuentra su primera y fundamental expresión en la inviolabilidad de la vida humana (...) En la aceptación amorosa y generosa de toda vida humana, sobre todo si es débil o enferma, la Iglesia vive hoy un momento fundamental de su misión tanto más necesaria cuanto más dominante se hace una cultura de muerte[119].
2.- Defender la libertad religiosa: "El respeto a la dignidad personal, que comporta la defensa y promoción de los derechos humanos, exige el reconocimiento de la dimensión religiosa del hombre (...) Esto es el derecho a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, cuyo reconocimiento efectivo está entre los bienes más altos y los derechos más graves de todo pueblo que verdaderamente quiera asegurar el bien de la persona y de la sociedad"[120].
3.- Promover la familia: "El matrimonio y la familia constituyen el primer campo para el compromiso social de los fieles laicos (...) La familia es la célula fundamental de la sociedad, cuna de la vida y del amor en la que el hombre nace y crece. Se ha de reservar a esta comunidad una solicitud privilegiada, sobre todo cada vez que el egoísmo humano, las campañas antinatalistas, las políticas totalitarias, y también las situaciones de pobreza y de miseria física, cultural y moral, además de la mentalidad hedonista y consumista, hacen cegar las fuentes de la vida, mientras las ideologías y los diversos sistemas, junto a las formas de desinterés y desamor, atentan contra la función educativa propia de la familia"[121].
4.- Apoyar la solidaridad en la caridad: "La caridad con el prójimo, en las formas antiguas y siempre nuevas de las obras de misericordia corporal y espiritual, representa el contenido más inmediato, común y habitual de aquella animación cristiana del orden temporal, que constituye el compromiso específico de los fieles laicos (...) Tal caridad, ejercitada no sólo por las personas en singular sino también solidariamente por los grupos y comunidades, es y será siempre necesaria. Nada ni nadie la puede ni podrá sustituir; ni siquiera las múltiples instituciones e iniciativas públicas, que también se esfuerzan en dar respuesta a las necesidades -a menudo tan graves y difundidas en nuestros días- de una población. Paradójicamente esta caridad se hace más necesaria cuanto más las instituciones, volviéndose complejas en su organización y pretendiendo gestionar toda área a disposición, terminan por ser abatidas por el funcionalismo impersonal, por la exagerada burocracia, por los injustos intereses privados, por el fácil y generalizado encogerse de hombros"[122].
5.- Ser destinatarios y protagonistas de la política: "La caridad que ama y sirve a la persona no puede jamás ser separada de la justicia: una y otra, cada una a su modo, exigen el efectivo reconocimiento pleno de los derechos de la persona, a la que está ordenada la sociedad con todas sus estructuras e instituciones. Para animar cristianamente el orden temporal -en el sentido señalado de servir a la persona y a la sociedad- los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la "política"; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común (...) Una política para la persona y para la sociedad encuentra su criterio básico en la consecución del bien común, como bien de todos los hombres y de todo el hombre, correctamente ofrecido y garantizado a la libre y responsable aceptación de las personas, individualmente o asociadas"[123].
6.- Situar al hombre en el centro de la vida económico-social: "En el contexto de las perturbadoras transformaciones que hoy se dan en el mundo de la economía y del trabajo, los fieles laicos han de comprometerse, en primera fila, a resolver los gravísimos problemas de la creciente desocupación, a pelear por la más tempestiva superación de las numerosas injusticias provenientes de deformadas organizaciones del trabajo, a convertir el lugar de trabajo en una comunidad de personas respetadas en su subjetividad y en su derecho a la participación, a desarrollar nuevas formas de solidaridad entre quienes participan en el trabajo común, a suscitar nuevas formas de iniciativa empresarial y a revisar los sistemas de comercio, de financiación y de intercambios tecnológicos"[124]. Es importante, por consiguiente, conocer y, sobre todo, vivir la Doctrina Social de la Iglesia; porque "hoy más que nunca la Iglesia es consciente de que su mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras, antes que por su coherencia y lógica interna"[125].
7.- Evangelizar la cultura y las culturas del hombre: "El servicio a la persona y a la sociedad humana se manifiesta y se actúa a través de la creación y la transmisión de la cultura, que especialmente en nuestros días constituye una de las más graves responsabilidades de la convivencia humana y de la evolución social (...) Por eso la Iglesia pide que los fieles laicos estén presentes, con la insignia de la valentía y de la creatividad intelectual, en los puestos privilegiados de la cultura, como son el mundo de la escuela y de la universidad, los ambientes de investigación científica y técnica, los lugares de la creación artística y de la reflexión humanista. Tal presencia está destinada no sólo al reconocimiento y a la eventual purificación de los elementos de la cultura existente críticamente ponderados, sino también a su elevación mediante las riquezas originales del Evangelio y de la fe cristiana"[126].
Como final pueden servir las palabras con la que Juan Pablo II terminaba una de sus encíclicas: "Doy gracias de nuevo a Dios omnipotente, porque ha dado a su Iglesia la luz y la fuerza de acompañar al hombre en el camino terreno hacia el destino eterno. También en el Tercer Milenio la Iglesia será fiel en asumir el camino del hombre, consciente de que no peregrina sola, sino con Cristo, su Señor. Es Él quien ha asumido el camino del hombre y lo guía, incluso cuando éste no se da cuenta".
"Que María, la Madre del Redentor, la cual permanece junto a Cristo hacia los hombres y con los hombres, y que precede a la Iglesia en la peregrinación de la fe, acompañe con materna intercesión a la humanidad hacia el próximo Milenio, con fidelidad a Jesucristo, nuestro Señor, que "es el mismo ayer y hoy y lo será por siempre""[127].
Notas
[1]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 14. Como en estas páginas voy a procurar ceñirme todo lo posible a los textos de Juan Pablo II, para aligerar las notas prescindiré de las citas que incluyen los mismos textos pontificios. El interesado podrá encontrar las referencias en los lugares citados de los documentos.
[2]. Por ejemplo, las repite literalmente en: Enc. Dominum et vivificantem, nº 58; Enc. Centesimus annus, nº 53; Ex. Ap. Christifideles laici, nº 36. Por otra parte, las referencias a los nº 10-14 de la Enc. Redemptor hominis son constantes en la enseñanzas de Juan Pablo II.
[3]. JUAN PABLO II, Homilía a los jóvenes en Belo Horizonte (Brasil, 1-VII-1980).
[4]. CONC. VAT. II, Const. Past. Gaudium et spes, nº 36.
[5]. K. WOJTYLA, Signo de contradicción, BAC (Madrid, 1978) p. 67.
[6]. K. WOJTYLA, Signo de contradicción, BAC (Madrid, 1978) p. 201.
[7]. JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, nº 13.
[8]. JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, nº 22.
[9]. JUAN PABLO II, Discurso en el encuentro con las autoridades civiles de Polonia, Varsovia, 2.VI.1979.
[10]. Para conocer más completamente el bagaje de ideas con el que el Cardenal Karol Wojtyla llegó al papado pueden consultarse entre sus obras siguientes: Signo de contradicción, BAC (Madrid, 1979); La renovación en sus fuentes, BAC (Madrid, 1982); Persona y acción BAC (Madrid, 1978); La fe, según S. Juan de la Cruz, BAC (Madrid, 1979); Max Scheler y la ética cristiana, BAC (Madrid, 1982); Amor y responsabilidad, BAC (Madrid, 1982); Educazione all"amore, Logos (Roma, 1978); I fondamenti dell"ordine etico, CSEO (Bologna, 1989); Pietra di Luce, Libreria Editrice Vaticana (Ciudad del Vaticano, 1979). El pensamiento de Karol Wojtyla ha sido objeto de numerosos estudios, algunos de los cuales son los siguientes: R. BUTTIGLIONE, El pensamiento de Karol Wojtyla, Ed. Encuentro (Madrid, 1992); AA. VV., Karol Wojtyla-Filosofo, teologo, poeta, Atti del colloquio internazionale del pensiero cristiano organizzato da ISTRA, Libreria Editrice Vaticana (Ciudad del Vaticano, 1985); AA. VV., Karol Wojtyla e il pensiero europeo contemporaneo, CSEO (Bologna, 1984); J. L. ILLANES MESTRE, Fe en Dios, amor al hombre: la antropología teológica de Karol Wojtyla, en "Scripta Theologica", XI (1979) pp. 297-352; P. JOBERT, Iniciación a la filosofía de Juan Pablo II, Revista de Filosofía Latinoamericana, 18 (1985) pp. 219-251; J. Y. LACOSTE, Verité et liberté Sur la philosophie de la personne chez K. Wojtyla, Revue Thomiste, 81 (1981) pp. 586-614; A. LOBATO, La persona en el pensamiento de Karol Wojtyla, Angelicum, 56 (1976) pp. 165-210; AA. VV., La filosofia de Karol Wojtyla, CSEO Saggi (Bologna, 1983); J. SEIFERT, Verdad, Libertad y Amor en el pensamiento antropológico de Karol Wojtyla, en "Persona y Derecho", 10 (!983) pp. 177-193; J. SEIFERT, Karol Cardinal Wojtyla (Pope John Paul II) as philosopher and the Cracow/Lublin School of philosophy, en "Aletheia Irving", 2 (1981) pp. 130-199; A. TYMIENIECKA, Bibliography of philosophical publications of Cardinal Karol Wojtyla, Pope John Paul II, en "Analecta Husserliana", X (1979) pp. 105-111; A. GONZALEZ ALVAREZ, Juan Pablo II y el humanismo cristiano, Fundación Universitaria Española (Madrid, 1982).
[11]. WOJTYLA, K., Signo de contradicción, BAC (Madrid, 1978) p. 175.
[12]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 5.
[13]. I Jn. 4, 8.
[14]. K. WOJTYLA, Signo de contradicción, BAC (Madrid, 1978) p. 29.
[15]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 9.
[16]. JUAN PABLO II, Carta Apostólica Mulieris dignitatem, nº 7.
[17]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Familiaris consortio, nº 11.
[18]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 10.
[19]. JUAN PABLO II, Carta Apostólica Mulieris dignitatem, nº 7.
[20]. JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, nº 10.
[21]. JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, nº 15.
[22]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 39.
[23]. CONC. VAT. II, Const. Past. Gaudium et spes, nº 19.
[24]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Reconciliatio et paenitentia, nº 15.
[25]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Reconciliatio et paenitentia, nº 15.
[26]. CONC. VAT. II, Const. Past. Gaudium et spes, nº 24.
[27]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 40.
[28]. JUAN PABLO II, Enc. Sollicitudo rei socialis, nº 40.
[29]. JUAN PABLO II, Enc. Sollicitudo rei socialis, nº 38.
[30]. JUAN PABLO II, Enc. Sollicitudo rei socialis, nº 39.
[31]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 37.
[32]. JUAN PABLO II, cit. en NT, IX-87, p. 114.
[33]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Reconciliatio et paenitentia, nº 10.
[34]. JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, nº 17.
[35]. JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, nº 41.
[36]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 5.
[37]. JUAN PABLO II, Enc. Sollicitudo rei socialis, nº 47.
[38]. JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, nº 41.
[39]. JUAN PABLO II, Enc. Laborem exercens, nº 4.
[40]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 15.
[41]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 43.
[42]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 16.
[43]. Cfr. Gen. 2, 15 s.; Sap. 9, 2 s.
[44]. JUAN PABLO II, Enc. Sollicitudo rei socialis, nº 30.
[45]. K. WOJTYLA, Signo de contradicción, BAC (Madrid, 1978) p. 45.
[46]. JUAN PABLO II, Enc. Laborem exercens, nº 25.
[47]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 15.
[48]. JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, nº 37.
[49]. CONC. VAT. II, Const. Past. Gaudium et spes, nº 13.
[50]. JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, nº 7.
[51]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 8.
[52]. JUAN PABLO II, Enc. Redentor hominis, nº 1.
[53]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, nº 4.
[54]. Cfr. SANTO TOMÁS, Sum. Th. III, q. 46, a. 1, ad 3.
[55]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 9.
[56]. JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, nº 3.
[57]. JUAN PABLO II, Carta Ap. Mulieris dignitatem, nº 7.
[58]. JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, nº 7; Cfr. Enc. Redemptoris missio, nº 7.
[59]. Cfr. SANTO TOMÁS, Sum. Th. I, q. 37-38.
[60]. JUAN PABLO II, Enc. Dominum et vivificantem, nº 10.
[61]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, nº 15.
[62]. Cfr. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 21; Carta Ap. Mulieris dignitatem, nº 5; CONC. VAT. II, Const. Dog. Lumen gentium, nº 36.
[63]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, nº 13.
[64]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 9.
[65]. JUAN PABLO II, Enc. Redentor hominis, nº 11.
[66]. Cfr. CONC. CONSTANTINOP. II, can. 7 (Dz. 219); CONC. CONSTANT. III (Dz. 291); CONC. CHALCED. (Dz. 148).
[67]. Cfr. CONC. CONSTANTINOP. III (Dz. 291).
[68]. Cfr. CONC. VAT II, Const. Dog. Lumen gentium, nº 16.
[69]. CONC. VAT. II, Const. Past. Gaudium et spes, nº 22.
[70]. JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, nº. 8.
[71]. JUAN PABLO II[1], Enc. Redemptor hominis, nº 13.
[72]. CONC. VAT. II, Const. Past. Gaudium et spes, nº 24.
[73]. JUAN PABLO II, Enc. Dominum et vivificantem, nº 59.
[74]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Familiaris consortio, nº 11.
[75]. JUAN PABLO II, Enc.Redemptor hominis, nº 14.
[76]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 5.
[77]. JUAN PABLO II, Enc. Centessimus annus, nº 29, c.
[78]. SAN IRENEO, Adversus haereses, IV, 20, 7 (SC 100/2, 648). Estas palabras de San Ireneo son también una cita muy frecuente en Juan Pablo II.
[79].Misal Romano, Himno Exultet de la Vigilia Pascual.
[80]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 10.
[81]. CONC. VAT. II, Const. Past. Gaudium et spes, nº 38, 40.
[82]. JUAN PABLO II, Enc. Dominum et vivificantem, nº 59.
[83]. JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, nº 7.
[84]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 16.
[85]. JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, nº 1.
[86]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, nº 39.
[87].Símbolo Niceno-Costantinopolitano.
[88]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 36; Cfr. CONC. VAT. II, Const. Past. Gaudium et spes, nº 22.
[89]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, nº 2.
[90]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 34.
[91]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 13.
[92]. JUAN PABLO II, Enc. Dominum et vivificantem, nº 64.
[93]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, nº 14.
[94].Confesiones, I, 1 (CSL 33, p. 1).
[95]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 18.
[96]. Esta es una expresión acuñada por Pablo VI, que Juan Pablo II gusta utilizar con frecuencia. Cfr. PABLO VI, Enseñanzas al pueblo de Dios, 1975, p. 482 (Clausura del Año Santo, 25-XII-1975).
[97]. JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, nº 51.
[98]. JUAN PABLO II, Enc. Sollicitudo rei socialis, nº 41.
[99]. Cfr. PABLO VI, Enc. Populorum progressio, nº 14-21; 40-42; JUAN PABLO II, Enc. Sollicitudo rei socialis, nº 27-41.
[100]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, nº 58 s.
[101]. JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, nº 54.
[102]. Cfr. CONC. VAT. II, Decl. Dignitatis humanae, nº 3-4; PABLO VI, Ex. Ap. Evangelii nuntiandi, nº 78-80; JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 12.
[103]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, nº 39.
[104]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, nº 39.
[105]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, nº 12.
[106]. JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, nº 44. Cfr. LEÓN XIII, Enc. Libertas praestantissimum, Leonis XIII P. M. Acta VIII, Romae 1889, pp. 224-226.
[107]. JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, nº 46. Cfr. Enc. Redemptoris missio, nº 11.
[108]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, nº 3.
[109]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, nº 8. Cfr. JUAN XXIII, Enc. Mater et magistra, IV: AAS 53 (1961) pp. 451-453.
[110]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, nº 38.
[111]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, nº 86.
[112]. JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris missio, nº 3.
[113]. JUAN PABLO II, Homilía al inicio del ministerio de Supremo Pastor de la Iglesia (22 de octubre de 1978) AAS 70 (1978) p. 947.
[114]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 37.
[115]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 37.
[116]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 34.
[117]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 34.
[118]. La relación está tomada de los puntos que Juan Pablo II señala como más relevantes para la nueva evangelización; Cfr. Ex. Ap. Christifideles laici, nº 37-44. Sobre la nueva evangelización propuesta por Juan Pablo II puede verse: J. C. MARTÍN DE LA HOZ, Doctrina Social de la Iglesia y nueva evangelización, en Doctrina Social de la Iglesia y realidad socio-económica, EUNSA (Pamplona, 1991) pp. 371-378; A. GONZALEZ DORADO, Una nueva Iglesia para una nueva Evangelización, en Proyección 37 (1990) pp. 87-108; Reflexiones sobre la Nueva Evangelización en Europa, en Proyección 37 (1990) pp. 271-290; AA. VV., Nueva Evangelización. Génesis y líneas de un proyecto misionero, Colección Documentos del CELAM (Bogotá, 1990) pp. 131-149.
[119]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 38.
[120].Ibidem, nº 39.
[121].Ibidem, nº 40.
[122].Ibidem, nº 41.
[123].Ibidem, nº 42.
[124].Ibidem. nº 43.
[125]. JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, nº 57.
[126]. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Christifideles laici, nº 44.
[127]. JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, nº 62.
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