Comprender el amor… tras las huellas de Aristóteles
(IV): Entrega
por Tomás Melendo
El Prof. Tomás Melendo es Catedrático de Filosofía (Metafísica). Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la familia. Universidad de Málaga Para una exposición complementaria y mucho más amplia de este asunto, cfr. T. Melendo, Ocho lecciones sobre el amor humano, Rialp, Madrid, 4ª ed. 2001.
Sumario
1. Donación personal y gratuita: a) «Tú, solo tú»; b) El sentido del regalo.- 2. La inclinación personal a darse: a) El hombre, un ser para el amor (y la felicidad como consecuencia); b) La fecundidad característica de la persona; c) La absoluta prioridad del otro.- 3. Fecundidad de por vida.
1. Donación personal y gratuita
a) «Tú, solo tú»
Representa la más realista culminación del amor. La cuestión suelo expresarla como sigue: incrementada merced al cariño la agudeza de su entendimiento, la persona que ama descubre toda la maravilla que el ser querido encierra virtualmente en su interior y la aventura de mejora a que se halla destinado; y entonces, sin palabras por lo común, sino con la propia vida, no puede por menos que decir: «¡vale la pena que yo me ponga plenamente a tu servicio para que tú alcances ese portento de perfección y belleza que estás llamado a ser y que yo, en fuerza de mi amor, he descubierto en ti!».
Entonces es cuando da inicio la aventura; cuando se empieza a conjugar la vida en segunda persona del singular y primera del plural (tú y nosotros); cuando se empieza a ver no sólo con los propios, sino también y fundamentalmente con los ojos y el entendimiento del amado; cuando se anhela y desea a través del corazón de quien se estima.
Muchísimos son los ejemplos en que todo esto se manifiesta con sencillez, sin aspavientos, demostrando en cualquier caso que la entrega representa la medida del fidedigno amor: sin ir más lejos, en la existencia cotidiana de una buena familia, en la que cada uno, conforme va madurando, tiende a subordinar sus propios intereses a los deseos de los demás, y en la más o menos excepcional de las personas dedicadas por vocación al servicio de los otros.
La pregunta que surge entonces, casi sin pretenderlo, es la siguiente. ¿Qué aspiran a intercambiarse los que se quieren?, ¿qué es lo que ambiciona ofrecer el enamorado al objeto de su devoción? Y la respuesta podríamos encontrarla, de nuevo, en unos versos de Salinas, que constituyen a la par toda una síntesis de la antropología del regalo y, por ello, de la condición de persona: pues ésta, como veremos, se encuentra natural e íntimamente orientada al don, a la dádiva. «¿Regalo, don, entrega? —se pregunta el poeta— / Símbolo puro, signo / de que me quiero dar. / Qué dolor, separarme / de aquello que te entrego / y que te pertenece / sin más destino ya / que ser tuyo, de ti, / mientras que yo me quedo / en la otra orilla, solo, / todavía tan mío. / Cómo quisiera ser / eso que yo te doy / y no quien te lo da» [40].
b) El sentido del regalo
¿Por qué una antropología del regalo? Sugeriré tan solo. Aunque todos tenemos conciencia de nuestra propia pequeñez e incluso de la mezquindad ocasional de algunas de nuestras actuaciones, la índole personal de cada sujeto humano lo eleva a una altura tan prodigiosa, tan disparatada, que hace que también para él resulte válido, plenamente efectivo, el siguiente aforismo: «es tanta la perfección radical de la persona, que nada se muestra digno de serle regalado si resulta menor que… ¡otra persona!; cualquier realidad distinta que se le ofrende se queda corta, chata, permanece muy por debajo de lo que la densidad personal reclama».
En semejante sentido sostenía Emerson: «Las sortijas y las joyas no son regalos, sino disculpas por los regalos. El único regalo es una porción de ti mismo»: todo tu ser, corregiría yo, remedando a San Juan de la Cruz: «Allí me dio su pecho, / allí me enseñó ciencia muy sabrosa, / y yo le di de hecho / a mí, sin dejar cosa; allí le prometí de ser su esposa» [41].
Y, en verdad, el regalo realiza su función en la medida estricta en que en él se encuentre comprometida, y como encarnada o condensada, la persona que lo hace. Esto lo sabían muy bien las culturas antiguas, por ejemplo, la griega; y, así, cuando Telémaco intenta retener a Atenea, disfrazada de forastero, y le ofrece «un presente, un regalo inestimable y hermoso que será para ti un tesoro de mí, como los que hospedan dan a sus huéspedes», Atenea, la de los «ojos brillantes», le contesta: «No me detengas más, que ya ansío el camino. El regalo que tu corazón te empuje a darme, entrégamelo cuando vuelva otra vez para llevarlo a casa. Escoge uno bueno de verdad y tendrás otro igual en recompensa» [42].
Todo ello, por desgracia, se ha ido abandonando en el mundo «civilizado» de hoy. Y los grandes almacenes —con sus ofertas anónimas ya dispuestas y bien embaladas… y con sus impersonales «tarjetas-regalo»— no ayudan mucho a reparar esa pérdida.
No obstante, también ahora sigue siendo cierto que, con independencia absoluta de su valor material, un regalo vale lo que valga la persona que se ha implicado en él. ¿Recuerdan la escena memorable de El club de los poetas muertos, cuando los mismos enseres de escritorio, regalados por dos años consecutivos al co-protagonista, salen volando, por despecho, desde lo alto del pequeño cavalcavia que une dos edificios? Estamos ante un ejemplo elocuente de lo que, por desgracia, prolifera en nuestra cultura: el regalo se utiliza en ocasiones —incluso entre padres e hijos—, no como manifestación de amor y símbolo de entrega, sino como simple gesto epidérmico movido más por la rutina que por el cariño, o como medio para aplacar la propia mala conciencia por la escasa atención que prestamos a quienes deberíamos querer, y para «comprar» y con ello «prostituir» a unos hijos a los que no se atiende convenientemente y de los que sobre todo se desea, a menudo sin advertirlo, mimos y agradecimientos periféricos o incluso… que nos dejen en paz.
En el extremo contrario, emociona todavía el embeleso con que recibe la madre esos cuatro trazos mal dispuestos que el hijo o la hija de muy pocos años le ofrece con ocasión de su santo o cumpleaños o del día de la madre. Bosquejo que no vale nada, absolutamente nada… excepto toda la persona del niño, que se ha volcado en su elaboración durante una, dos o más semanas. Las madres aprecian efectivamente la valía de esa muestra de entrega, aunque su precio comercial sea nulo y menos que nulo.
Lo ha expuesto también, con singular eficacia, Alberoni: «En la vida cotidiana —explica— vale el principio del intercambio calculable: si te doy una cosa quiero algo a cambio y debe ser del mismo valor». Entre quienes se aman, por el contrario, «no hay ninguna contabilidad entre lo que doy y lo que recibo. Cada uno le hace dádivas al otro: las cosas que le parecen bellas, algo que hable de sí, que se lo recuerde al amado. Pero también cosas que agradan al otro, que el otro ha nombrado o conservado. A menudo el don es acto imprevisto, un gesto espontáneo que simboliza la donación de sí, la propia disponibilidad total. Pero el don no espera otro don, no espera ser recambiado. Al hacer un don la cuenta se iguala de inmediato: basta que el otro lo aprecie, que esté contento. La alegría del otro vale más que cualquier objeto. De esta manera, entre los dos hay un darse dones, pero sin intercambio». Y, al contrario, «cuando se desencadena una contabilidad de los dones, un "yo te he dado y tú no", es que el enamoramiento —¡el amor!— está a punto de terminar. Cuando cada uno exige contabilidad del dar y tener, es que ha finalizado por completo» [43]… o, quizá, que nunca había nacido.
2. La inclinación personal a darse
a) El hombre, un ser para el amor (y la felicidad como consecuencia)
Prosiguiendo con nuestro tema, desde el momento en que se advierte con claridad que la entrega constituye la coronación y el compendio del amor, se torna evidente que hablar de amor entre animales es sólo una pobre metáfora.
El animal no puede amar porque no puede entregarse; y no es capaz de hacerlo, en última instancia, porque no se pertenece a sí mismo; el ser de las realidades infrahumanas viene a reducirse a una simple porción o fragmento del conjunto del cosmos material, una especie de «préstamo ecológico»; y siendo así, al no poseer propiamente su ser, no pueden ofrecerlo a nadie y, por ende, son incapaces de querer, si entendemos este término en su sentido más propio y colmado.
La situación del hombre es muy distinta. Al hombre le cabe amar porque sí puede ofrendarse. Como su ser se lo ha concedido Dios en propiedad privada —inalienable e inamisible—, en el momento sublime en que se enamora, cuando de verdad quiere a alguien, con un acto supremo de generosidad puede disponer de ese ser para otorgarlo efectivamente a la persona que ama (de por vida y en todas sus dimensiones, si se trata del amor conyugal).
Ahora bien, a esta que podríamos definir como condición constitutiva de la entrega, se añade una especie de requisito existencial o vital, de andar por casa; y es que, en el acontecer diario, ese hombre o esa mujer sean también dueños de sí: que su voluntad impere sobre sus instintos (o tendencias) y los domine, atemperándolos o inflamándolos, según sea el caso.
Y esto siempre, no sólo en la vida sexual sino en todas y cada una de las circunstancias del humano existir: quien no es señor de sí mismo, aquel cuyo humor y estado de ánimo dependen de cómo se encuentra físicamente, del clima, de la ausencia de contrariedades, del éxito de los planes establecidos para los fines de semana…, difícilmente podrá amar de forma cabal, puesto que, no poseyéndose, resultará incapaz de entregarse de una manera eficaz y positiva.
Y, con ello, frustrará la propia existencia. El hombre y la mujer están destinados al amor y de ahí que aspiren naturalmente a darse. ¿Para qué?: para ofrendar al otro el propio ser personal, que es un gran bien, el mayor que uno posee… y lo más perfecto que existe en toda la naturaleza (perfectissimum in tota natura, según la expresión ya clásica). Y la gran paradoja es que sólo así, al prodigarse, al olvidarse de sí, al des-vivirse, alcanza el hombre la propia plenitud y felicidad vitales. El hombre sólo es radicalmente hombre, persona, si y en la medida en que persigue el bien del otro en cuanto otro.
O, dicho con palabras distintas, el darse es constitutivo del sujeto humano, lo que le permite ser persona íntegra, completa. Lo recuerda la Gaudium et spes, en un pasaje comentado con frecuencia por Juan Pablo II: «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» [44].
b) La fecundidad característica de la persona
¿Cuál es la razón de esta exigencia? En otros lugares, al hablar de la felicidad, lo he explicado con más extensión. Aquí bastará con responder: el motivo es su grandeza, su enorme riqueza o densidad ontológica. A la persona (de manera primordial a las Tres Personas divinas, pero también a las personas creadas), en virtud de su superior grado de ser, y en contraposición con todo lo infrahumano —que a causa de su indigencia busca en exclusiva su propia perfección—, parece como si le sobrara realidad: de ahí que se encuentre íntimamente inclinada a darse, persiguiendo mediante el amor el perfeccionamiento ajeno.
Lo sugiere de manera un tanto indirecta, pero con fina intuición, Mercedes Arzú de Wilson: «El niño indefenso —explica—, al menos en las primeras etapas de su desarrollo, parece ser sólo un conjunto de necesidades. Pero el niño es más que eso; es un ser espiritual». Por tanto, continúa, «lo que posteriormente se revela como decisivo es si el niño es [o no] amado y si la satisfacción de sus necesidades va acompañada de amor. De hecho, es más importante que el niño sea amado a que un determinado número de sus necesidades objetivas no se satisfaga» [45]. Lo que la condición personal del ser humano reclama, desde sus primerísimos vagidos, no es precisamente la satisfacción egotista de las propias carestías, sino la apertura infinita al don recíproco.
Se entiende, entonces, el grito del poeta: «¡cómo quisiera ser eso que yo te doy, y no quien te lo da!». Y se lo comprende también en cuanto anhelo nostálgico y siempre insatisfecho (¡cómo quisiera!). En efecto, por razones que ahora no es necesario explicar, pero que resultan de evidencia común, el hombre y la mujer, por más que se empeñen, no pueden entregar de una vez, definitivamente y por completo, todo su ser. Incluso cuando llevan a término un compromiso de amor exhaustivo y para siempre, que alcanza en ocasiones las dimensiones sexuales, siguen siendo, por decirlo con el poeta, demasiado suyos.
También en este caso, la lírica lo expresa con galanura: «Qué pena ser dos, quererse / y estar llenos de delirio. // Qué pena ser dos, qué pena / pensar que son dos caminos… / Ay, qué tremendo es pensar / que dos nunca son lo mismo, / que dos vientos diferentes / llevan camino distinto» [46].
Donación, pues, pero implacablemente limitada. De ahí que, además de añadir al compromiso la fidelidad, entre los hombres la entrega del ser tenga que traducirse en ofrenda de otras realidades que de algún modo compendien ese ser íntimo y constitutivo. Y, entre todas ellas, la traducción más común y significativa es la ofrenda (nada alienante) de la propia voluntad, de la capacidad de querer: ya que en manos de la voluntad se encuentran las riendas de todas nuestras facultades y operaciones y, desde ese punto de vista, de todo lo que somos.
Tal vez con cierta imprecisión metafísica, pero con suma eficacia, lo expresa Mauro Leonardi: «¿Cómo se puede amar? La respuesta es obvia: dando la propia vida. Pero si la pregunta se precisa aún más, y se interroga: ¿qué es lo que el hombre posee en su vida como propio, qué significa entonces "dar la vida"?, la única respuesta posible es: entregar la libertad. Nada de cuanto el hombre es le pertenece: todo es un don de Dios. Sólo la libertad del hombre le pertenece en propiedad, y esto justo porque Dios ha querido crear al hombre libre, es decir, donarle en propiedad una libertad, que el mismo Dios tutela con infinita delicadeza en cualquier instante de la vida humana» [47].
Por eso, como fruto de una genial intuición poética, Miguel Hernández esculpió en el frontispicio de la más conocida de sus elegías: «En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto, como del rayo, Ramón Sijé, con quien tanto quería» (y no a quien tanto quería, como a menudo se dice e incluso se ha escrito o cantado —me viene a la memoria, entre otras, la versión de este poema realizada por Serrat—). El fruto privilegiado de la entrega es, en efecto, el querer con, que incluye y eleva al querer a: por eso, ¡qué inmensa y conmovida alegría cuando dos personas a quienes la vida ha unido durante largo tiempo en luchas, socorros y dádivas, o cuando dos cónyuges con suficientes años de vuelo, adivinan y anhelan, sin necesidad siquiera de palabras, lo que la persona amada desea llevar a término!
Lo ha expuesto, también con un claro deje de certera lírica, San Josemaría Escrivá de Balaguer: «Amar es… no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena… y a la vez propia». Ajena y a la vez propia porque, como veremos con algo de detalle al hablar de la amistad, la identificación entre los seres queridos, que constituye en cierto modo la esencia terminal del amor, hace que realmente no distingan lo que les incumbe a ellos y lo que corresponde al amado.
c) La absoluta prioridad del otro
Nos vamos acercando al final de esta sección. Hemos ya comprobado que, desde el punto de vista de su naturaleza más íntima, toda persona está llamada a entregarse, hasta el extremo de que si no lo hace, se frustra en su propio ser y se hunde en la desdicha. Pero todavía cabría preguntar: en concreto, en la realidad del matrimonio, por ejemplo, ¿cuáles han de ser los motivos de la propia ofrenda?
Y aquí, la famosa media naranja del mito platónico no nos ha ayudado mucho. Porque es verdad que el hombre y la mujer son en cierto modo complementarios y que el deseo de unirse a la persona que lo perfecciona constituye uno de los impulsos para desear esa donación. Es cierto, y esa complementariedad se engloba entre los ingredientes del amor. Pero no es ni su causa más alta —aunque sí, tal vez, su detonante— ni lo que lo hace formalmente humano. Lo que especifica el verdadero amor personal es, por el contrario, la búsqueda y la entrega al otro en cuanto otro: lo que podríamos calificar como primacía radical del tú.
Según explica Carlo Caffarra, «la persona que pretende amar con autenticidad no es aquella que busca al ser amado "porque es útil que existas para mí", "porque me procura placer disponer de ti para mí", o "porque me es necesario que existas para satisfacer mis carencias". Se dispone al amor de verdad quien afirma de la persona amada "qué bueno que existas en ti y por ti misma y me entrego a ayudarte a llevar a la plenitud lo mejor de ti misma": porque su entendimiento ha percibido profundamente el valor intrínseco del otro y su voluntad le abre a darse al otro en la tarea de perfeccionar la realización de su bien o valor intrínseco» [49].
En contra de una opinión bastante generalizada hoy día y de lo que también se haya dicho en otros tiempos, el amor genuino no tiene como punto discriminador de referencia al yo: como mostrara Cardona, perseguir el propio bien, autorrealizarse, más que bondad manifiesta, por así decir, que uno es «listo»… o «listillo»; y andar en pos del mal propio no es característico del malo, sino más bien del «tonto». Por el contrario, el amor verdadero revierte de forma inesquivable en perfección del tú, de los otros [50]. Lo explica Juan Bautista Torelló, tras muchos años de práctica como psiquiatra en la Europa central: «la madurez afectiva depende de la capacidad de amar, y es el egocentrismo lo que incapacita para el amor, sea el amor humano o el amor divino. Para madurar es necesario salir del vivir para mí —egótico— y alcanzar un vivir para ti» [51].
También lo enuncia con pulcritud, y un cierto estro cordial, Charles Moeller: «En el amor auténtico hay salida de sí hacia un país nuevo que Dios nos mostrará, que nos hará verdaderamente forasteros, que se apoderará de nosotros por completo y nos lanzará a esa gran aventura que consiste en hacer que el ser al que amamos sea verdaderamente él mismo, preservado en lo que es, es decir, distinto de nosotros, o sea incomunicable. Ante este ser no podemos hacer más que estar a su servicio, desaparecer nosotros, y decir: "no yo: tú", con las palabras de Dumitriu en su novela Incógnito» [52].
Y lo expone, con la arriesgada imprecisión del arrebato, Pepita Jiménez, en la inmortal producción de Juan Valera, dirigiéndose a don Luis Vargas: «Si el amor es lo que usted dice, si es morir en sí para vivir en el amado, verdadero y legítimo amor es el mío, porque he muerto en mí y solo vivo en usted y para usted» [53].
3. Fecundidad de por vida
Todo lo visto hasta el momento podría compendiarse en dos ideas, que ilustraré con otras tantas citas.
1ª) La primera, que el amor, todo amor, cada uno a su manera, es siempre fecundo: origina realidad, perfección, desarrollo, plenitud. Y de ahí la definición platónica, recordada por Ortega: «Amor es afán de engendrar en la belleza, tíktein en tò kaló —decía Platón. Engendrar, creación de futuro. Belleza, vida óptima. El amor implica una íntima adhesión a cierto tipo de vida humana que nos parece el mejor y que hallamos preformado, insinuado en otro ser» [54].
2ª) La segunda, que esa fecundidad se alcanza, siempre, a través de la propia entrega y disponibilidad. En este sentido, la afirmación de Philine se muestra de nuevo eficacísima: «no sabrás todo lo que valgo hasta que no pueda ser, junto a ti, todo lo que soy».
Los educadores de profesión, los amigos, los padres, los enamorados… deberían reflexionar sobre esta idea, tal vez con ayuda del conocidísimo texto de San Agustín: «Dilige, et quod vis fac…: ama, y haz lo que quieras; si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Como esté dentro de ti la raíz del amor, ninguna otra cosa sino el bien podrá salir de tal raíz».
De lo que se trata, pues, en todos los casos no es sólo, ni fundamentalmente, de hacer, como sugiere de continuo el activismo contemporáneo, sino antes y sobre todo, de amar, aun sabiendo que, sin obras, entre otras las de la inteligencia que inquiere y al fin comprende, tal cariño no es completo. Se evitarían así muchas fricciones internas, frutos de falsas alternativas: como la de trabajar desmesuradamente fuera del hogar, empeñarse en «hacer» en el ámbito social, con los amigos o conocidos… o dedicar una atención preferente al otro cónyuge y a los hijos: cuando todas esas acciones son fruto del amor, la presunta incompatibilidad entre unas y otras desaparece, no sólo en la teoría, sino también —acaso aderezada con una dosis de picardía e ingenio— en la práctica. (Esta idea puede ilustrarse con unas palabras de Francisco Gómez Antón, Catedrático con muchos años de experiencia universitaria. Cuando le preguntaron por el «secreto» de su triunfo en las aulas, contestó: «Para dar una buena clase hay que hacer muchas cosas. La primera de ellas, querer mucho a los alumnos» [55].)
Por último, sería oportuno recordar que el perfeccionamiento logrado en virtud del propio amor no es cosa de un instante, ni tan siquiera de años, sino tarea de toda una vida. De ahí, entre otros motivos, la función inigualable de la familia. Porque, como nos recuerda Mazzini, «la familia posee en sí misma un precioso don, muy raro fuera de ella: la persistencia. Los afectos se entretejen lentamente, inadvertidos; pero, tenaces y duraderos, se os entrelazan día a día, como la hiedra en torno al árbol; se identifican en fin, muy a menudo, con vuestra propia vida. Con frecuencia ni siquiera los discernís, ya que forman parte de vosotros mismos; pero cuando los perdéis, sentís como si os faltase un no sé qué de íntimo, de necesario para poder vivir».
Y, en efecto, por referirme a un solo caso, la actitud de un anciano o una anciana ante el lecho de muerte de su cónyuge, el beso encendido con que lo despide embelesado, puede constituir una ayuda definitiva para el tránsito de este mundo hasta la vida eterna. Hay, por tanto, que armarse de paciencia y, lo que es mucho más difícil en estos tiempos, según comentaba con un punto de ironía Carlos Cardona, olvidarse de la velocidad: «Considere una cosa —escribe de nuevo Thibon—: cuanto más elevado está un acto en la jerarquía de valores, menos interés tiene que se haga rápidamente. […] Que un enamorado acuda deprisa a una cita es algo excelente. Sin embargo, si, apenas llegado a los pies de su amada, comienza a inquietarse por la hora, la plenitud del intercambio está muy comprometida. "El amor y la precipitación forman mala pareja", decía Milosz. Todo lo que, en el tiempo, se aproxima a lo eterno exige largos plazos de maduración y espera» [56].
Notas
[40] Salinas, pedro, La voz a ti debida, Clásicos Castalia, Madrid 1974, 2ª ed., p. 77.
[41] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual.
[42] Homero, Odisea, I, 311-318.
[43] Alberoni, Francesco, Enamoramiento y amor, Gedisa, 6ª ed. 1996, p. 61.
[44] Gaudium et spes, 24.
[45] Arzú de Wilson, Mercedes, Amor y familia. Guía práctica de educación y sexualidad, Palabra, Madrid 1998, p. 123.
[46] Morales, Rafael, "Pena", en Obra poética, Austral, Espasa-Calpe, Madrid 1982, p. 65.
[47] Leonardi, Mauro, «Paura di servire, paura di vivere», en Studi Cattolici, núm. 518, abril de 2004, pp. 326-327.
[48] Escrivá de Balaguer, San Josemaría, Surco, Rialp, Madrid, núm. 797.
[49] Caffarra, Carlo, Sexualidad a la luz de la antropología y de la Biblia, Rialp, Madrid 1998, p. 22.
[50] Cfr. Cardona, Carlos, Ética del quehacer educativo, Rialp, Madrid 1990, p. 96.
[51] Torelló, Juan Bautista, cit. por Carlos Nannei, El amor no es una palabra equívoca, S.R., pp. 11-12.
[52] Moeller, Charles, Literatura del siglo XX y cristianismo. V: Amores humanos, Gredos, Madrid, 2º ed., p. 30.
[53] Valera, Juan, Pepita Jiménez, Planeta, Barcelona 1992, p. 127.
[54] Ortega y Gasset, José, Estudios sobre el amor, Revista de Occidente de Alianza Editorial, Madrid, 2ª ed. 1981, p. 76.
[55] Gómez Antón, Francisco, Desmemorias, EUNSA, Pamplona 2002, p. 13.
[56] Thibon, Gustave, Entre el amor y la muerte, Rialp, Madrid 1977, pp. 48-49.
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