El hombre en el ámbito de lo sagrado y santo
Aurelio Fernández
Cfr. Moral especial, Rialp, Madrid 2002, cap. IV.
Mediante la práctica de la virtud de la religión, la moral cristiana sitúa al hombre en el ámbito de lo sagrado y de lo santo. El cumplimiento de estos dos mandamientos evita dos extremos que hoy tienen vigencia en algunos sectores de la sociedad: una religión entendida como un conglomerado social o cultural, sin calado religioso, a la que se ha negado la trascendencia o de lo que algunos denominan la "religión salvaje", o sea, una religión "naif", a la carta, también la religiosidad de las sectas que favorecen más los sentimientos del practicante que las exigencias del culto debido a la grandeza de Dios, Creador y Padre. Vamos a ocuparnos del Segundo y Tercer mandamiento de la Ley de Dios.
Del segundo Mandamiento tenemos, al menos, dos formulaciones en el Antiguo Testamento: "No tomarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso, pues el Señor no dejará impune al que tome su nombre en falso" (Ex 20,7). La misma fórmula se repite literalmente en el Deuteronomio (Dt 5,11). A su vez, Jesucristo las interpreta en estos términos: "Habéis oído que se dijo a los antepasados: No perjurarás, antes cumplirás al Señor tus juramentos. Pues yo os digo que no juréis en modo alguno" (Mt 5,33-34).
El segundo mandamiento enriquece los contenidos del primero, pues prescribe no sólo adorar a Dios, sino que destaca otros actos de la virtud de la religión que la engrandece notablemente. En efecto, además de los cuatro actos propios que la caracterizan–tal como estudiamos en el capítulo anterior-, el hombre religioso tanto valora a Dios, que le toma por testigo en las grandes deliberaciones y hasta es capaz de comprometer su vida mediante promesas y votos. En consecuencia, en este mandamiento se incluye también el estudio del juramento y del voto.
El tercer mandamiento el Éxodo lo formula así: "Recuerda el día del sábado, para santificarlo. Durante seis días trabajarás y harás tus tareas. Pero el día séptimo es sábado, en honor del Señor, tu Dios. No harás trabajo alguno" (Ex 20,8). En parecidos términos se repite en el Deuteronomio (Dt 5,12-13). Este mandamiento prescribe que, dada la grandeza y el poder absoluto de Dios, se dedique a su culto y adoración el día séptimo. En el cristianismo ese día es el domingo, el cual significa y es, con todo rigor, el "Día del Señor".
No tomarás en falso el nombre del Señor, tu Dios
El "nombre" alude a la persona: designar el "nombre" es referirse a la persona que lo ostenta, por lo que el nombre de "Dios" evoca la misma persona divina. Cuando Moisés quiso conocer quién era el Señor que le hablaba, le preguntó por su nombre: "Cuando me acerque a los hijos de Israel y les diga: El Dios de vuestros padres me envía a vosotros, y me pregunten cuál es su nombre, ¿qué he de decirles? Y le dijo: Yo soy el que soy". Este relato del Éxodo concluye con estas palabras de Yavéh: "Éste es mi nombre para siempre; así seré invocado de generación en generación" (Ex 3,13-15) [1]. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: "Entre todas las palabras de la revelación hay una singular, que es la revelación de su Nombre. Dios confía su Nombre a los que creen en Él; se revela a ellos en su misterio personal. El don del Nombre pertenece al orden de la confidencia y la intimidad. El nombre de Dios es santo. Por eso el hombre no puede usar mal de él. Lo debe guardar en la memoria en un silencio de adoración amorosa (cf. Za 2,17). No lo empleará en sus propias palabras, sino para bendecirlo y glorificarlo (cf. Sal 29,2; 96,2; 113,1-2)" (CEC 2143).
En efecto, la Biblia recuerda al judío creyente que el nombre de Dios es "glorioso y temible" (Dt 28,58), por lo que no puede "ser profanado" (Ez 20,9). Pero también ese nombre es "poderoso" (Jos 7,9) y sobre todo es "santo", en consecuencia, debe ser "santificado" (Is 29,23). El nombre de Dios "es amado por todos" (Sal 5,13), es "alabado y ensalzado (Sal 7,18) y "es para siempre, pues se pronunciará de edad en edad" (Sal 135,13). El salmista formula esta exclamación que ha sido repetida por judíos y cristianos de todos los tiempos: "Señor, Dios Nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!" (Sal 8,2). Y, en meditación cristiana, San Agustín comenta: "El Nombre de Dios es grande allí donde se pronuncia con el respeto debido a su grandeza y a su Majestad. El nombre de Dios es santo allí donde se le nombra con veneración y temor de ofenderle" [2].
Esta es la razón por la que los cristianos comenzamos la jornada y de ordinario iniciamos los actos de culto con la señal de la cruz, y a ese signo le acompaña esta breve oración: "En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo".
Lo "sacro" y lo "profano"
La grandeza, la majestad y la santidad de Dios evocan el sentido de lo sagrado: Dios es sagrado y también introduce al hombre en el ámbito de lo "sacro" o "sagrado". Lo "sacro" es una categoría que caracteriza aquellas realidades que participan de algún modo de la santidad de Dios, en razón de que se dedican a Él "consagrándose" a su culto o servicio [3]. Por ello, existen cosas sagradas, por ejemplo, los cálices consagrados [4]. Especialmente, son sagrados los templos dedicados al culto divino. También existe el tiempo sagrado: así se define al domingo dedicado de modo muy especial a dar culto a Dios. Asimismo, son sagradas las personas que se consagran al servicio de Dios y de la Iglesia. Pero la categoría de "sagrado" corresponde más directamente a los sacramentos y de forma singular a la Eucaristía: la Sagrada Eucaristía es el "sacrum" (lo "sagrado") por excelencia.
Todo lo que es "sacro" (cosas, edificios, tiempo, personas, sacramentos) está dedicado de modo eminente a Dios y por ello manifiesta eficazmente y favorece la práctica de la virtud de la religión. Así lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: "El sentido de lo sagrado pertenece a la virtud de la religión" (CEC 2144).
Lo opuesto a "sagrado" es lo "profano". Es preciso distinguir claramente entre "sacro" y "profano". En ocasiones ha sido difícil señalar los límites entre esas dos categorías y no siempre la diferencia se ha hecho con el debido rigor. En concreto, hubo épocas en las que se "sacralizaron" realidades que en sí mismos son profanas, llegando con ello a una exagerada "sacralización". En este sentido, se proclama con rigor que el mundo, la ciencia, la técnica y las diversas instituciones sociales son "profanas".
Por el contrario, existen épocas –y tal puede clasificarse a nuestro tiempo-, en las que parece que se quiere borrar todo ámbito de lo sagrado, hasta pretender "desacralizar" todo. De este modo, se niega que haya realidades sagradas, por lo que se llega a una cultura de "secularización" generalizada, la cual rechaza o al menos descuida la atención a los diversos ámbitos de lo sagrado. En estos casos, se dice, que se "profana" lo que es "sagrado"; es decir, que se comete un "sacrilegio" por el mal trato que se hace contra algo que está especialmente dedicado a Dios.
La "secularización" es pertinente cuando se refiere a aquellas realidades que en sí mismas son "profanas". Es el caso, por ejemplo, de la ciencia, la economía, la política, etc., todas estas realidades que rigen la vida de los hombres son "profanas". Pero, si se niega la calidad de "sacro" a las realidades arriba señaladas y se defiende una secularización absoluta, se corre el riesgo de acabar en el "secularismo", el cual rechaza toda referencia a Dios. Como escribe el filósofo Jean Guitton: "Una de las cosas importantes hoy es trabajar por la regeneración del sentido de lo sagrado" [5]. Y el papa Pablo VI lamentaba que "algunos escritores católicos" apoyasen "cierta desacralización de lugares, tiempos y personas", lo cual va "contra la tradición bimilenaria de la Iglesia" [6].
El juramento
"Jurar es tomar a Dios por testigo de la verdad". San Agustín escribe que "jurar es devolver a Dios el derecho que tiene a toda verdad" [7].
a) Importancia
La trascendencia de Dios en la historia humana permite al hombre que acuda a Él para tomarlo como testigo de la verdad que se expresa o como garante de ciertas decisiones importantes para su vida. El juramento se cataloga como "un acto extraordinario de la virtud de la religión". En efecto, quien jura pone a Dios por testigo de que lo que dice es verdad y con ello reconoce su superioridad. Santo Tomás de Aquino escribe: "El que hace juramento alega al testimonio divino para confirmar sus propias palabras. Esta confirmación ha de venir de alguien que posea en sí mismo más certeza y seguridad. De ahí que el hombre, al jurar poniendo a Dios por testigo, confiesa la excelencia superior de Dios, cuya verdad es infalible y su conocimiento universal. Por lo que tributa a Dios de alguna manera reverencia" [8].
Las palabras de Jesús sobre la costumbre de jurar parece que condenan toda clase de juramentos (Mt 5,33-37). Entonces, ¿por qué la Iglesia lo sigue practicando y alienta a que algunas situaciones especialmente solemnes se sellen con juramento? La razón es que Jesús condenó sólo la práctica abusiva del pueblo judío de su tiempo, en el que menudeaban los juramentos: Se hacían sin necesidad y se descuidaba cumplirlos. El libro del Eclesiástico advierte: "Al juramento no acostumbres tu boca, no te habitúes a nombrar al Santo (...). Hombre muy jurador, lleno está de iniquidad, y no se apartará de su casa el látigo. Si se descuida, su pecado cae sobre él" (Eccl 23,7-11).
El hecho es que el mismo Jesús no rechaza aquel juramento solemne, ante el cual le emplaza el Sumo Sacerdote en el juicio del Sanedrín (Mt 26,63-64). Más tarde, los escritos del Nuevo Testamento prodigan la práctica de juramentos entre los cristianos. El mismo san Pablo los hace y los cumple repetidamente: "Os declaro ante Dios que no miento" (Gal 1,20). "Pongo a Dios por testigo sobre mi alma de que por consideración con vosotros no he ido todavía a Corinto" (2 Cor 1,23), etc. Con cita expresa de estos textos, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña la licitud de hacer juramentos: "Siguiendo a San Pablo (cf 2 Cor 1,23; Gal 1,20), la tradición de la Iglesia ha comprendido las palabras de Jesús en el sentido de que no se oponen al juramento cuando éste se hace por una causa justa (por ejemplo, ante tribunal)" (CEC 2154).
b) Clases de juramento
Se distingue entre "juramento asertorio" y "juramento promisorio". Se hace un "juramento asertorio" cuando se pone a Dios por testigo de algo que se afirma en el presente. La fórmula más común es: "Juro por Dios que tal cosa es verdad". El "juramento promisorio", por el contrario, hace referencia a una promesa de futuro. Es el caso en que alguien se comprometa con juramento a cumplir algo determinado: "Juro ante Dios que haré tal cosa".
Para que el juramento sea válido se requieren dos condiciones: Que se tenga intención de jurar y que se use una fórmula debida, o sea que exprese verdadero juramento. Y para jurar lícitamente es necesario que se jure por algo que sea lícito y honesto ("con justicia"); que haya un motivo suficiente para hacerlo ("con necesidad") y, sobre todo, que lo jurado responda a la verdad ("con verdad"). Cuando se jura algo que es falso, se comete un "perjurio".
Especial importancia tienen los juramentos públicos que se hacen ante los tribunales. Y más significativo aún cuando se le denomina "solemne"; o sea, si se jura ante el Crucifijo o los Evangelios. Por eso, cuando se miente en este tipo de juramentos, el perjurio es especialmente grave.
Voto y su cumplimiento
También el voto es un acto extraordinario de la virtud de la religión. En razón de la grandeza de Dios y que se le reconoce su bondad a favor de los hombres, éstos pueden comprometerse con Dios, realizando en su honor algo a lo que no están obligados hacer. Se trata de que la persona, para ensalzar la majestad y sobre todo la bondad de Dios, va más allá de lo que se le pide. En este sentido, el voto supera al juramento, pues éste es un simple recurso a la autoridad de Dios y el voto supone una entrega personal más amorosa a Él.
Definición: "Voto es la promesa deliberada y libre hecha a Dios de un bien posible y mejor que su contrario".
De esta definición se siguen las siguientes notas que le caracterizan:
—el voto se emite en honor a Dios. Cuando se hace a la Virgen o a los santos se entiende que se hacen a Dios, si bien bajo la intercesión de la Virgen o de tal santo;
—para su validez se requiere que se delibere con libertad plena acerca de lo que se promete, pues es necesario que el que lo emite pueda cumplirlo a su tiempo;
—la materia de lo prometido, además de ser algo bueno en sí mismo, debe ser mejor que lo contrario; es decir, se hace voto de realizar algo que en sí es óptimo.
Si bien en ocasiones se identifican "voto" con "promesa". Es conveniente diferenciarlos: el "voto" supone un compromiso serio con Dios, lo cual origina la obligación grave de cumplirlo. Son especialmente cualificados los "votos" que emiten los miembros –hombres y mujeres- de las Órdenes y Congregaciones Religiosas.
Por el contrario, las "promesas", son algo que se propone hacer en honor de Dios por haber obtenido de Él alguna gracia especial o para alcanzarla. Es evidente que también deben cumplirse, si bien es más fácil obtener la dispensa de cumplirla, tal como se indica más abajo. La obligación de cumplir las promesas se fundamenta en la virtud de la religión, por lo que se falta al honor debido a Dios si se dejan de cumplir. Esto sirve además para las promesas hechas en nombre de Dios a otras personas. Esta es la doctrina del Catecismo de la Iglesia Católica: "Las promesas hechas a otro en nombre de Dios comprometen el honor, la fidelidad, la veracidad y la autoridad divinas. Deben ser respetadas en justicia. Ser infiel a ellas es abusar del nombre de Dios y, en cierta manera, hacer a Dios un mentiroso" (CEC 2147).
San Agustín elogia los votos emitidos por los cristianos y les recuerda la obligación –y también la consiguiente alegría- de cumplirlos: "Como ya lo has prometido, ya te has atado y no te es lícito hacer otra cosa. Si no cumples lo que prometiste, no quedarás en el mismo estado que tuvieras si nada hubieses prometido. Entonces hubiese sido no peor, sino mejor tu estado. En cambio, si ahora quebrantas la fe que debes a Dios –Él es libre de ello-, serás más feliz si se la mantienes" [9].
Los votos y las promesas se pueden dispensar en algunas ocasiones. El Código de Derecho Canónico especifica los siguientes modos: "Cesa el voto por transcurrir el tiempo prefijado para cumplir la obligación, por cambio sustancial de la materia objeto de la promesa, por no verificarse la condición de la que depende el voto o por venir a faltar su causa final, por dispensa y por conmutación" (CIC 1194).
Pecados contra segundo mandamiento
El cristiano ha de sentirse orgulloso de su Dios, por lo que siente la necesidad de respetar y venerar su nombre. Al mismo tiempo, tiene la facilidad de recurrir a Él para mostrar sus veracidad, tomándole como el testigo más cualificado de su vida. Pero también puede caer en la tentación de prescindir de Dios y faltarle al respeto que se le debe. Entonces se inicia la ruta del pecado. Estos son los pecados más frecuentes contra el segundo mandamiento:
1. Abusar del nombre de Dios. Tiene lugar cuando se usa el nombre de Dios sin reverencia alguna y se pronuncia con ligereza y sin necesidad. La santidad de Dios exige no recurrir a él por motivos fútiles (CEC 2146; 2155).
2. Blasfemia: Es la injuria directa de pensamiento, palabra u obra contra Dios y los santos. La blasfemia contra Dios, la Virgen y los Santos es un pecado mortal muy grave. El Apóstol Santiago reprueba a "los que blasfeman el hermoso Nombre de Jesús que ha sido invocado sobre ellos" (Sant 2,7). Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: "La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios –interior o exteriormente- palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios (...) la prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte" (CEC 2148).
La blasfemia es un pecado especialmente grave. De ordinario, se lo cataloga como un "pecado intrínsecamente malo". Es decir, una blasfemia es siempre y de suyo un pecado mortal de excepcional gravedad.
3. Sacrilegio: Es la profanación o lesión de una persona, cosa o lugar sagrado (CEC 2120).
Se comete pecado mortal cuando se profana una cosa sagrada, por ejemplo, si un cáliz consagrado se usa para fines profanos. También cuando no se administran bien o se reciben sin las condiciones debidas cualquiera de los Sacramentos. Un sacrilegio especialmente grave es la recepción de la Eucaristía en pecado mortal. El Papa Juan Pablo hizo estas serias advertencias: "Frecuentemente se oye poner de relieve con satisfacción el hecho de que los creyentes hoy se acercan con mayor frecuencia a la Eucaristía. Es de desear que semejante fenómeno corresponda a una auténtica madurez de fe y de caridad. Pero queda en pie la advertencia de San Pablo: "El que come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación" (1 Cor 11,26). "Discernir el Cuerpo del Señor" significa, para la doctrina de la Iglesia, predisponerse a recibir la Eucaristía con una pureza de espíritu que, en caso de pecado grave, exige previa recepción del sacramento de la Penitencia. Sólo así nuestra vida cristiana puede encontrar en el sacrificio de la cruz su plenitud y llegar a experimentar esa "alegría cumplida" que Jesucristo prometió a todos los que están en comunión con El" [10].
4. Perjurio. Se peca mortalmente cuando se jura en falso. Mentir al jurar se denomina "perjurio". El "perjurio" es siempre pecado mortal, pues equivale a poner a Dios por testigo de la mentira (CEC 2150-2153).
5. Incumplimiento de los votos. Se peca cuando no se cumplen los votos y promesas hechas a Dios. Especialmente grave pueden ser los pecados cometidos cuando no se observan los votos del estado religioso (CEC 2102-2103).
El tercer mandamiento: santificar las fiestas
La observancia del sábado fue un precepto especialmente recordado y urgido a los judíos en el Antiguo Testamento. La narración del Génesis, que relata la creación del mundo en seis días, hizo que Israel conservase muy fresco y apremiante el mandato de Yavéh de observar el descanso del sábado. De este modo, la guarda del "Shabat" judío aparece reiteradamente urgida en la Biblia. Desde la promulgación del Decálogo, este mandato se formula así: "El día séptimo será día de descanso completo, consagrado al Señor" (Ex 31,15).
Con este precepto, Dios desea que el pueblo tenga muy claro que Él es el Señor de todo lo creado, por lo que debe dedicar un día para el culto divino: El sábado es un "día consagrado al Señor". Al mismo tiempo, se manda el descanso de todo tipo de trabajo, lo que servirá de ayuda para el que hombre no desgaste en exceso sus fuerzas. De ahí que el sábado tenga dos fines de honda raíz teológica y antropológica: ocuparse religiosamente del culto a Dios y des-ocuparse del agobio del trabajo para dedicarse a tareas que le faciliten un descanso creador (CEC 2172).
Con el tiempo, la moral judía apremió la obligación de no trabajar hasta el punto que se prohibía toda clase de labores, llegando a considerar el descanso como un peso abrumador, casi como nueva esclavitud. Por eso Jesús condena el rigorismo de los fariseos y sentencia que "no es hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre" (Mc 2,27).
Después de Pentecostés, el sábado judío se convirtió muy pronto en el domingo cristiano. La razón más poderosa que motivó el cambio del sábado al domingo fue el hecho de la resurrección de Cristo. Es claro que el acontecimiento fundamental del cristianismo debía influir incluso en la elaboración del nuevo calendario. Desde muy pronto, los cristianos celebraban con gozo la resurrección del Señor. Al principio, guardaban el sábado como verdaderos observantes judíos, y, al mismo tiempo, celebraban también la Eucaristía el "primer día de la semana", es decir, el domingo. Pero ya desde finales del siglo I tenemos noticias de que los cristianos judíos habían abandonado la práctica del sábado y celebraban sólo el Domingo, al que denominaban "día primero de la semana", "día del sol" y "día del Señor".
La Iglesia urge con suma insistencia la importancia del domingo para la vida del creyente. El Concilio Vaticano II enseña: "La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón "día del Señor" o domingo. En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1 Petr 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo. No se le antepongan otras solemnidades, a no ser que sean, de veras, de suma importancia, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico" (SC 106).
. Asimismo, el Papa Juan Pablo II, con fecha 31-V-1998 publicó la Carta Apostólica
"Dies Domini", en la que trata extensamente de la importancia del Domingo.
El texto de Vaticano II y la Carta "Dies Domini" destacan las siguientes verdades respecto al origen y sentido del domingo cristiano:
- su origen es de tradición apostólica y enlaza con el mismo día de la resurrección de Jesucristo; de aquí su nombre de "día del Señor";
- es un día dedicado a que los bautizados recuerden su vocación, para que den gracias por haber sido salvados y a que se empleen en la instrucción religiosa y en la plegaria cristiana, especialmente en la participación de la Eucaristía;
- el domingo es la fiesta primordial del calendario cristiano; por eso es un día dedicado a la piedad y a la alegría cristiana;
- finalmente, el domingo, para cumplir todos esos objetivos, se ha de dedicar al descanso, por lo que se prohibe el trabajo.
Pecados contra el tercer mandamiento
En relación a la observancia del domingo y de los días festivos, el Código prescribe las siguientes obligaciones: "El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa, y se abstengan además de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo" (c. 1247).
a) Respecto a asistir a la Eucaristía
El Catecismo de la Iglesia Católica concreta que "los que deliberadamente faltan a esta obligación (asistir a la Santa Misa) cometen un pecado grave" (CEC 2181). Por consiguiente, quien no asiste a la Eucaristía el Domingo o las Fiestas peca mortalmente, a no ser que tenga una causa justa que le dispense de esta obligación.
b) Respecto al descanso
El Catecismo de la Iglesia Católica recoge la doctrina del Código y explica que se prohiben los trabajos que "impiden dar el culto debido a Dios", es decir, asistir a la Misa y otros trabajos penosos, o sea, los que son impedimento para vivir "la alegría cristiana" u obstaculizan "el debido descanso de la mente y del cuerpo" (CEC 2185).
Esta doctrina se reitera en diversas enseñanzas de los Papas y de los obispos. Juan Pablo II la repite en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, en donde resume su magisterio anterior: "Sobre la importancia de la Misa dominical y sobre las razones por las que es fundamental para la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles, me he ocupado en la Carta Apostólica sobre la santificación del domingo Dies Domini, recordando, además, que participar en la Misa es una obligación para los fieles, a menos que no tengan un impedimento grave, lo que impone a los Pastores el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir este precepto. Más recientemente, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, al trazar el camino pastoral de la Iglesia a comienzos del tercer milenio, he querido dar un relieve particular a la Eucaristía dominical, subrayando su eficacia creadora de comunión. Ella –decía- es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el Día del Señor se concierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad" (EdE 41).
Los mandamientos de la Iglesia
Además de los diez mandamientos de la ley de Dios, existen los llamados "mandamientos de la Iglesia". El cristiano, mediante el bautismo, no sólo queda limpio del pecado original y se le comunica la gracia que le hace hijo de Dios, sino que le incorpora a la comunidad de la Iglesia. Como enseña el Concilio Vaticano II, Dios ha dispuesto que la salvación de "los hombres, se lleve a cabo no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente" (LG 9). Pues bien, si ese fue el plan de Dios en el A.T., un proyecto semejante lo instituyó Jesucristo al fundar la Iglesia.
La Iglesia es, pues, el "nuevo pueblo de Dios", mediante el cual Jesucristo lleva a término la obra de la salvación de los hombres. Consecuentemente, la Iglesia tiene una misión y unos cometidos que debe concretarlos en algunos preceptos con el objetivo de facilitar a los fieles que vivan las exigencias cristianas y puedan así alcanzar la salvación eterna. Para lograr estos fines, la Iglesia promulga unos preceptos, que muchas veces son adecuaciones de los diez mandamientos, adaptados a la vida de los cristianos dentro de la comunidad eclesial.
Estos mandamientos son muy variados y algunos cambian al ritmo en que surgen nuevas necesidades. Pero otros son válidos para todos los cristianos y, con cierta adaptación, tienen vigencia en todos los tiempos: son los llamados "mandamientos de la Iglesia". Estos mandamientos universales de la Iglesia son cinco:
1. Obligación de oír Misa todos los domingos y las fiestas más solemnes. Como se ve, este mandamiento es una concreción del tercer mandamiento de la ley de Dios.
2. Confesarse al menos una vez al año o antes, si se está en pecado mortal (cf. CIC, c. 989). Este precepto es una concreción de la ley divina de pedir perdón a Dios y arrepentirse de los propios pecados.
3. Comulgar por la Pascua de Resurrección. El cristiano debe recibir la Sagrada Comunión en las semanas que anteceden o siguen a Pascua. Con este precepto, la Iglesia pretende ayudar al cristiano a que participe de la gracia inmensa de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.
4. Ayunar los días que determina la Jerarquía. Según la norma actual, la obligación de ayunar se concreta en el miércoles de ceniza y el viernes santo. Además, debe guardarse la ley de abstinencia, especialmente, los viernes de Cuaresma. Este mandamiento ayuda al cristiano a cumplir el precepto del Señor sobre la obligación de hacer penitencia.
5. Ayudar a la Iglesia en sus necesidades. Este mandamiento recuerda que el cristiano está obligado a colaborar con la Iglesia en todas sus tareas apostólicas y también económicas. Una forma de cumplir el precepto de ayudar económicamente a las necesidades de la Iglesia es rellenar de modo adecuado el formulario de la declaración a Hacienda.
Notas
[1] A partir de entonces, el pueblo de Israel venera el nombre de Dios hasta límites inusuales, pues, con el tiempo, los israelitas dejan de nombrar a "Yahveh" y le llaman "Elohim" o "Adonai" (Señor). Por ello, cuando la Biblia se traduce a la lengua griega sólo se menciona el nombre "Kyrios" (Señor=Adonai). Más tarde, se le denomina "Jeovah". Este término es el resultado de un curioso truco de palabras: se toman las vocales de "Adonai" y las consonantes de Yahveh y resulta el nombre de Jeováh. Este nuevo nombre no significa nada. Todavía hoy, el judío, cuando en la lectura de la Biblia tropieza con el término "Yahvéh", automáticamente, lee "Jeováh".
[2] San Agustín, Sermón sobre el Señor en el monte II, 5,19. PL 34, 1278.
[3] Algunos prefieren hablar de "santo" en lugar de "sacro", dado que lo "sacro" también figura en otras religiones. Aquí no entramos en esas teorías.
[4] El Código de Derecho Canónico determina: "Se han de tratar con reverencia las cosas sagradas destinadas al culto mediante dedicación o bendición, y no deben emplearse para un uso profano o impropio, aunque pertenezcan a particulares" (c. 1171). El Código legisla acerca del modo de adquirir estos objetos sagrados (c. 1269) y afirma que incurre en penas canónicas quien "profane una cosa sagrada" (c. 1376).
[5] J. Guitton, Memoria de un siglo, en J. Antúnez Aldunate, Crónica de las ideas. Ed. Encuentro. Madrid 2001, 28.
[6] Pablo VI, Discurso al II Congreso Internacional del Apostolado de los Laicos, "Ecclesia" 1362 (1967) 1561.
[7] San Agustín, Sermón 180, VI, 7. PL 38, 975.
[8] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica II-II, q. 89, a. 4.
[9] San Agustín; Carta a Armentario y a Paulina 127, 8. PL 33, 487.
[10] Juan Pablo II, Confesión y Comunión. Audiencia 18-IV-1984, "Ecclesia" 2172 (1984) 535.
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