Los motivos del interés de la Iglesia
por la cuestión femenina
Sara Butler
Miembro de la Comisión Teológica Internacional
Cfr. Alfa y Omega, 24-III-2005
El título de la nueva Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe explica su intención: promover la colaboración entre el hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo. Aunque la Congregación se dirija a los obispos de la Iglesia católica, también expresa su esperanza de que estas reflexiones se conviertan en punto de partida para un diálogo sobre el tema, no sólo dentro de la Iglesia, sino también con todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Sin embargo, el contenido de la Carta revela una preocupación todavía más específica, que es la influencia nociva de algunas corrientes de pensamiento contemporáneas sobre la auténtica promoción femenina. La Congregación describe las teorías consideradas problemáticas y pone de manifiesto los elementos clave de la visión bíblica de la persona humana, hombre y mujer, para después indicar cómo esta visión alternativa podría inspirar la generosa colaboración en la sociedad y en la Iglesia.
La Carta identifica dos corrientes del pensamiento feminista contemporáneo. La primera es la visión según la cual la relación entre hombre y mujer es antagónica por naturaleza. Los que sostienen esta visión reconocen la complementariedad de los sexos, pero están convencidos de que la diferencia comporta siempre un cierto tipo de ordenamiento jerárquico, una cierta medida de desigualdad. Como las mujeres han sufrido históricamente el abuso de poder por parte de los hombres, se las anima a corregir la situación entrando en competición con ellos –en algo que se convierte casi en una lucha de clases– para ganar una franja de poder. En segundo lugar está la teoría, a veces denominada feminismo de género, que pone en cuestión el valor –y a veces también el hecho– de la diferencia entre hombre y mujer. Este rechazo del sistema binario del género, en favor de una sexualidad polimorfa separada de las estructuras corporales concretas, representa una ulterior y más radical respuesta al sexismo. Habiendo llegado a la conclusión de que la diferencia entre los sexos es la fuente de la discordia, el feminismo de género se propone eliminar el desacuerdo eliminando la diferencia. De esta forma relega el sexo físico al reino de la biología y explica el género como definición construida a nivel social –que varía, por tanto, de una cultura y de una era a otra– de roles masculinos o femeninos específicos [1].
El feminismo de género pretende liberar a las mujeres de la discriminación basada en los sexos, negando que la complementariedad sexual tenga una base sólida en la naturaleza y en la corporalidad humana. Con el fin de liberar a las mujeres de los roles impuestos a nivel biológico, esta solución no tiene en cuenta la contribución específica de las mujeres, sobre todo de las madres, y desestabiliza la familia como institución social. Separando el género del sexo biológico, esta teoría proporciona un soporte, tanto lógico como teórico, para considerar las uniones homosexuales como equivalentes al matrimonio. Las implicaciones concretas de tal visión errónea han emergido con fuerza en los recientes encuentros patrocinados por Naciones Unidas en El Cairo (sobre Población y Desarrollo) y en Pekín (Cuarta Conferencia Mundial sobre las Mujeres) [2]. Ambas teorías, de hecho, infligen a las mujeres un nuevo golpe a su identidad como mujeres, aunque se propongan afirmar la dignidad de las mujeres como personas.
Estas mismas corrientes de pensamiento han sido adoptadas por las feministas católicas y por las teólogas feministas, y con ellas han adquirido una creciente influencia en la vida de la Iglesia. Algunos partidarios, en línea con la primera teoría, sostienen que sólo se puede hacer justicia modificando las estructuras de la Iglesia (y, por tanto, con la ordenación de mujeres y de hombres casados) a través de medios de presión y tácticas políticas. Consideran este objetivo como un imperativo del Evangelio, esencial con el fin de establecer la justicia en la Iglesia. Otros, en línea con la segunda teoría, consideran que el hecho de conferir valor a la diferencia sexual está en contradicción con la verdadera igualdad; sostienen que hembra y varón han sido erradicados en Cristo (cf. Ga 3, 28). Desde su punto de vista –a pesar de las pruebas en contra [3]–, la prohibición de la Iglesia de conferir el sacerdocio a las mujeres se basa, en último término, sobre una percepción distorsionada del género, percepción que hacen remontarse a la teoría de la complementariedad sexual. Poniendo en cuestión el significado y el valor de la diferencia sexual, esperan abrir el camino a la ordenación, que a menudo es vista como igual acceso de las mujeres al liderazgo y al poder de decisión. Sobre la base de estas premisas equivocadas, no pocas teólogas feministas se han empeñado a fondo en una crítica de las Sagradas Escrituras y en un programa de reconstrucción de la doctrina católica. Tratan de purificar la tradición de todo aquello que –especialmente la representación masculina de Dios y la atribución de un significado teológico a la masculinidad de Jesús– podría ofrecer una justificación al domino de los hombres sobre las mujeres.
¿Por qué los pastores de la Iglesia deberían estar implicados en discernir las formas auténticas de una teoría feminista de aquellas que no lo son? ¿No son ellos mismos, como sostienen muchas feministas, parte del problema? ¿Por qué se interesan por temas femeninos? El título de la Carta sugiere la respuesta. El magisterio de la Iglesia considera que estas corrientes de pensamiento amenazan la posibilidad de una justa y pacífica colaboración entre hombres y mujeres, y las considera incompatibles con la auténtica promoción de la mujer. La Iglesia, como parte de la familia humana, tiene interés por insertar las relaciones humanas y sociales dentro de un orden justo. En calidad de maestra moral que promueve la justicia, la Iglesia, con su magisterio, tiene la tarea de anunciar la verdad, como parte de su servicio a la Humanidad, con la finalidad de esclarecer los problemas comunes a la luz del Evangelio [4]. La Iglesia tiene un gran conocimiento de la cuestión y es la depositaria de una revelación divina –una antropología cristiana– que tiene relevancia para el problema.
Los pastores de la Iglesia están también interesados en resolver las controversias que disturban la armonía de la comunidad eclesial. En esta Carta se hace frente a la opinión, sostenida por muchas feministas católicas, según la cual basarse en el matrimonio como norma para valorar el significado de la diferencia sexual supone una desventaja para la mujer. El problema que está en la raíz de esta controversia es el siguiente: reconocer el significado de la diferencia sexual en algunas ocasiones legitima el tratamiento diferencial de la mujer, y esta diferencia ha sido y puede ser injustamente invocada como motivo para marginarla y excluirla de oportunidades y ámbitos de la vida pública reservados tradicionalmente a los hombres. Al mismo tiempo, el tratamiento diferencial es justo y necesario con el fin de salvaguardar algunas prerrogativas de la mujer, sobre todo en relación con su papel de madre. Las feministas están generalmente dispuestas a sacrificar el derecho al trato diferencial para obtener igualdad con los hombres –aunque esto conlleve conformarse a una norma masculina–. La tradición de la enseñanza social católica, por el contrario, propone coherentemente que el derecho de las mujeres al trato diferencial sea esencial a la tutela de su dignidad y de su valor específico en cuanto mujeres. En los últimos años, el Magisterio ha denunciado repetidamente el pecaminoso abuso de poder que tendería a impedir el progreso legítimo de las mujeres en la sociedad y en la Iglesia; al mismo tiempo, sostiene con vigor que la contribución específica de las mujeres –que no se reduce a la maternidad física– debe ser defendida como esencial para el bienestar de la Humanidad.
Naturalmente, hay que considerar la distorsión causada por el pecado. La complementariedad de los sexos está gravada por la historia del pecado. En respuesta a esto, las feministas asumen con frecuencia el desafío de desarrollar nuevos y mejores modelos de colaboración entre los sexos en términos de poder, términos extraños al Evangelio. Este Documento recuerda y explica más a fondo la enseñanza de Juan Pablo II sobre la innovación del Evangelio. La visión de las relaciones entre los sexos, redimida por la gracia de Cristo, ofrece una alternativa a la visión según la cual mujeres y hombres son adversarios naturales en una lucha que sólo se puede resolver con una estrategia política y el uso de la fuerza. Esta enseñanza ofrece una alternativa a la teoría de que la injusticia pueda ser superada considerando la creación hombre y mujer a imagen divina como un error a corregir. La Carta recuerda que, a consecuencia del pecado, la relación entre los sexos está herida, y tiene necesidad de ser curada. Las erradas corrientes de pensamiento identificadas por la presente Carta no pueden tener éxito porque construyen su análisis sólo «a partir de una situación marcada por el pecado» (n.8). La teología feminista católica muestra incluso un cierto pesimismo acerca de la posibilidad de relaciones rescatadas entre los sexos y la trasformación de la libertad humana a través de la gracia.
La Iglesia, en realidad, tiene una propuesta para la auténtica promoción de las mujeres, que podrá orientar de forma segura la colaboración entre hombres y mujeres, pues proclama tanto su igual dignidad como su específica vocación de hombre y de mujer, basada sobre su diferencia orientada a la comunión, es decir, destinada al amor. Según la enseñanza católica, la igualdad y la complementariedad de los sexos no se excluyen mutuamente. Al contrario, la igual dignidad de hombre y de mujer como personas «se realiza como complementariedad física, psicológica y ontológica» (n.8). Esta complementariedad, a su vez, genera el amor oblativo y la nueva vida; hombre y mujer juntos constituyen una imagen humana de la Santa Trinidad.
Esta Carta ofrece a los obispos del mundo una forma de afrontar estos argumentos a partir de la perspectiva de la revelación bíblica. Ésta recuerda que la consideración teológica de estas cuestiones tiene que tener en cuenta la victoria de Cristo y, por tanto, la posibilidad real de que, con su gracia, hombres y mujeres puedan realizar el mandamiento del amor. En su encíclica Evangelium vitae, Juan Pablo II invita a las mujeres católicas a desarrollar un «nuevo feminismo» (n.99). De distintas formas la Carta vuelve a proponer esta necesidad e indica los fundamentos teológicos para una tentativa de este tipo.
Notas
1. Cf. Consejo Pontificio para la Familia, Familia, matrimonio y uniones de hecho (26 julio 2000), 8.
2. Cf. Dale O’Leary, The Gender Agenda: Redefining Equality, Vital Issues Press,
3. Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis (22 mayo 1994).
4. Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, 3.4
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