José Luis Gutiérrez
Facultad de Teología
Universidad de Navarra
Vid. Scripta Theologica, 36 2 (2004) 411-431.
Sumario
Introducción.- 1. Razones de una reforma: renovación de la vida de la Iglesia.- 2. Proceso de la reforma: el trabajo del consilium.- 3. Espinas de la reforma: el nuevo Ordo Missae.- 4. Frutos de la reforma: el Misal Romano de 1970.- 5. Revisión de la reforma: segunda edición típica del Misal Romano.- 6. ¿Reforma de la reforma? Recepción del Misal Romano de 1970-1975-2002.- 7. Actuosa participatio: un concepto que requiere una clarificación.
Introducción
El 26 de marzo de 1970, mediante el decreto Celebrationis Eucharisticae, veía la luz la edición típica latina del nuevo Misal Romano [1]. Culminaba, así, el difícil y, en cierto modo, polémico proceso de reforma del rito de la celebración eucarística, iniciado seis años antes a instancias del Concilio Vaticano II. Gestada desde comienzos del siglo XX, la revisión –sin duda, la más amplia de la historia de la Iglesia– fue consecuencia de las indicaciones conciliares; y sus líneas maestras habían quedado bien esbozadas en la constitución litúrgica Sacrosanctum Concilium (4-XII-1963). La publicación había suscitado una gran expectación. Atrás quedaban cuatro siglos del llamado "misal tridentino" y un lustro marcado por tensiones y ánimos exaltados [2].
Desde el anuncio de su promulgación, el 3 de abril de 1969, por medio de la constitución apostólica Missale Romanum, los sectores más contrarios a la reforma habían desencadenado una violenta oposición, psicológicamente arropados por los abusos y experimentos litúrgicos que, en numerosos ambientes clericales, se sucedían ininterrumpidamente. «No faltaron» –explica un comentarista– «ni opúsculos anónimos ni la utilización del nombre de eminentes personalidades eclesiásticas, con la gravísima acusación de que la "nueva misa" significaba una ruptura con la doctrina católica [...] tal como esta fue formulada en la sesión XXII del concilio de Trento» [3]. La situación, en extremo delicada, había exigido la intervención de Pablo VI, quien en una enérgica alocución, pronunciada el 19 de noviembre de 1969, defendió la legitimidad y valor del nuevo ordo missae.
Treinta años más tarde, el 10 de abril del año 2000, Juan Pablo II aprobaba la tercera edición típica del misal. La publicación, en su versión latina, ha visto la luz durante el año 2002, aunque el decreto de edición fue emanado por la Congregación para el Culto y la Disciplina de los Sacramentos dos años antes [4]. Tal retraso, bastante considerable, obedece, sin duda, a serias dificultades cuyos pormenores podrán ser descritos con el tiempo por quienes accedan a los archivos y documentos de la Congregación. En cualquier caso, se ha tratado de una ardua tarea, ya que –según palabras del cardenal J. Medina, entonces prefecto– la labor de revisión se inició en 1991, más de diez años antes. A diferencia del estado de opinión de treinta años atrás, la tercera edición no ha suscitado serias polémicas en el seno de la Iglesia.
Las razones esgrimidas para esta nueva edición típica, ya expuestas en el decreto de la Congregación, fueron expresadas de nuevo en su presentación a los medios de comunicación. A grandes rasgos, se trataba de adecuar la parte normativa y canónica del misal –recogida sobre todo en la Institutio Generalis– con los textos del Código de Derecho Canónico de 1983 y de otras disposiciones emanadas por la Santa Sede desde 1975, fecha de la segunda edición [5]. Por otra parte, según afirmaba con tal ocasión el entonces secretario del dicasterio, el misal ha asumido también algunas de las novedades y adaptaciones que, confirmadas por la Santa Sede, han sido incluidas en las versiones vernáculas durante los últimos treinta años.
Las variaciones con respecto a la edición anterior pueden resumirse, de un modo no exhaustivo, en las siguientes: variaciones y añadidos en la Institutio Generalis; simplificación de la normativa acerca de la recepción de la comunión eucarística bajo las dos especies; adaptación del calendario del año litúrgico para incorporar nuevas celebraciones en el ciclo santoral y formularios completos para el tiempo de adviento; introducción de nuevos formularios de misas ad diversa y votivas; y ligeras modificaciones en el ordo missae, con la inclusión –junto al credo niceno-constantinopoliano– del llamado simbolo apostólico, y la inserción de nuevos prefacios y plegarias eucarísticas [6].
Lógicamente, todavía es pronto para calibrar las aportaciones de esta nueva edición a la vida de la Iglesia. Por ello, tras esta breve e incompleta presentación, pasaré a centrarme en el núcleo de cuanto se afirma en el título del estudio: la renovación litúrgica de la Iglesia. Analizaré, por tanto, algunas claves de la reforma litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II, así como las nociones básicas que entran en juego en la expresión de tal desideratum: el concepto conciliar de reforma y el sentido más auténtico de una participación en la liturgia.
1. Razones de una reforma: renovación de la vida de la Iglesia
El misal romano de 1970 nació como fruto de las determinaciones del Concilio Vaticano II: «revísese el ordinario de la Misa, de modo que se manifieste con mayor claridad el sentido propio de cada una de las partes y su mutua conexión y se haga más fácil la piadosa y activa participación de los fieles» [7].
Los criterios normativos de la reforma debían ser, pues, la claridad estructural del ordo missae y el favorecimiento de la participación de los fieles; aspectos que la constitución conciliar consideraba estrecha y mutuamente vinculados. El segundo criterio, la participación de los fieles –privilegiado tanto en los comentarios a la reforma, cuanto en los postulados de la misma–, hunde sus raíces en una feliz expresión, actuosa participatio, acuñada por san Pío X en el inicio de su pontificado, a comienzos de siglo, como norma de sus actuaciones en materia litúrgica, dentro de su programa más amplio de renovación de la vida eclesial [8].
Tal búsqueda de una participación consciente y activa –también enunciada en la encíclica Mediator Dei de Pío XII, primer documento magisterial que se ocupa monográficamente de la naturaleza de la liturgia [9]– se había convertido, de hecho, en "leit motiv" de la porción del movimiento litúrgico que centró sus intereses en el ámbito de la acción pastoral de la Iglesia. Significativo a este respecto resultó el Congreso de Liturgia Pastoral celebrado en Asís en 1956, reunión que marcaría los ánimos de los protagonistas de la reforma conciliar [10]. Dos conferencias prográmaticas –"La pastoral, clave de la historia de la liturgia" (J. Jungmann) y "El valor pastoral de la Palabra de Dios en la liturgia" (A. Bea)– serían, en este sentido, determinantes: «los principios en ellas expuestos» –ha escrito A. Bugnini, coordinador de los trabajos de reforma conciliar– «encontrarían después un lugar en la Constitución sobre la liturgia» [11].
Los motivos de elección del criterio enunciado parecen obvios. Lejos de ser un aspecto baladí, la participación en la liturgia se sitúa en el corazón mismo de la cuestión litúrgica. En efecto, la profundización teológica en la naturaleza del acontecimiento litúrgico permite percibir que, si la vida de fe es esencialmente una experiencia de encuentro salvífico con Dios en la historia, y el culto eclesial es el lugar primordial de tal encuentro, la participación de los fieles en la liturgia es entonces el requisito indispensable para que tal diálogo acaezca [12]. Esta radicalidad se ve acentuada si consideramos que, al mismo tiempo, la cuestión litúrgica, lejos de ser periférica en la vida de la Iglesia, se emplaza en el corazón mismo de la eclesiología, aspecto central de la reflexión conciliar: en la intención de los padres sinodales, por ello, la reforma del culto no pretendía ser un fin, sino un instrumento, un puente, hacia la renovación eclesial, por medio de una comunión más estrecha de los fieles con el misterio de Cristo [13].
Con este objetivo, además de los criterios normativos, el Concilio ofreció también algunas indicaciones orientativas de la futura revisión, que debía estar regida por el principio de la tradición, según el enunciado ya presente en la reforma tridentina de la vuelta ad pristinam normam patrum [14]: «en consecuencia» –afirma el Concilio– «simplifiquense los ritos, conservando con cuidado la sustancia; suprímanse aquellas cosas menos útiles que, al correr del tiempo, se han duplicado o añadido; restablézcanse, en cambio, de acuerdo con la primitiva norma de los santos Padres, algunas cosas que han desaparecido a causa del tiempo, según se estime conveniente o necesario» [15].
En fidelidad a la petición conciliar, tales orientaciones dirigirían, más tarde, el proyecto de renovación del ordo missae y del entero misal. Además de las señaladas revisión del ordinario y simplificación de los ritos, las determinaciones más concretas que, según el Concilio, debería asumir la reforma pueden sintetizarse en las siguientes: confección de un nuevo leccionario que contuviera las partes más importantes de la Escritura; recomendación y obligatoriedad, en los días festivos, de la homilía; restablecimiento de la oración común o de los fieles; admisión, al menos en las lecturas, de la lengua vulgar; autorización, en algunos casos, de la comunión bajo las dos especies y de la concelebración [16].
2. Proceso de la reforma: el trabajo del consilium
El 25 de enero de 1964, en plena asamblea ecuménica, Pablo VI mediante la carta apostólica Sacram Liturgiam dio inicio a los trabajos de aplicación de la constitución litúrgica conciliar, anunciando la institución de una comisión especial para la supervisión de las labores de reforma: el Consilium ad exsequendam constitutionem de Sacra Liturgia. Entre sus competencias se contaban la revisión de los ritos y de los libros litúrgicos. Presidía el consilium el cardenal Lercaro, y era su secretario A. Bugnini. Sus miembros se agrupaban en dos categorías: padres –en un número de cuarenta, en su mayor parte cardenales y obispos, con derecho a voto deliberativo– y consultores, peritos encargados de preparar los esquemas de la reforma.
«El Consilium» –describe uno sus protagonistas– «tenía reuniones periódicas, cada una de las cuales constaba de dos sesiones: en la primera se congregaban los consultores y cada uno de ellos presentaba sus estudios, propuestas y resultados, mientras los demás daban sus opiniones sobre lo expuesto. Después seguía la revisión por parte de los Padres. En esta segunda sesión el relator de cada uno de los proyectos presentaba a los Padres los resultados y ellos aprobaban o no el proyecto –generalmente el voto se realizaba a mano alzada, sólo en algunos casos más graves se recurría al voto secreto–. Si a los Padres les parecía bien el proyecto presentado por el relator éste quedaba aprobado y pasaba a la aprobación definitiva del Papa» [17].
Seis comisiones operativas formaban el consilium, dos de ellas con competencias sobre el misal. La primera, que se ocupaba de la revisión de la celebración eucarística, constaba de siete grupos de estudio o coetus: ordinario de la Misa, lecturas bíblicas, oración común o de los fieles, Misas votivas, cantos, estructura general de la Misa, concelebración y comunión bajo las dos especies. Por otra parte, una segunda comisión, común a la reforma del breviario y del misal, se dividió en los siguientes grupos: ritos especiales durante el año litúrgico, revisión de los comunes, oraciones y prefacios, y rúbricas [18].
Los grupos estaban compuestos por peritos cualificados, escogidos tanto de los centros de estudio especializados, cuanto de áreas pastorales de todo el mundo. La labor del consilium y el contexto de su trabajo se puede examinar a través del análisis de sus tres instrucciones publicadas [19].
3. Espinas de la reforma: el nuevo ordo missae
A primeros de mayo de 1969 fue presentado a los medios de comunicación el nuevo ordo missae, precedido por la Institutio Generalis [20] y acompañado por la constitución apostólica Missale Romanum [21]. El nuevo ordinario de la misa debía entrar en vigor el 30 de noviembre del mismo año, primer domingo de adviento. Fue entonces cuando se vivieron los momentos más difíciles y delicados de la reforma litúrgica. ¿Qué había sucedido? Veámoslo retrospectivamente.
Tras seis sesiones de trabajo, en septiembre de 1965, el grupo de estudio destinado a tal efecto presentó el esquema de la misa normativa, así denominada porque debía servir de base para las demás formas de celebración eucarística [22]. El esquema, con algunas variaciones, responde a la actual estructura del ordinario de la misa; las modificaciones posteriormente introducidas, que afectaron principalmente a los ritos iniciales y a la plegaria eucarística –inmutabilidad del canon romano y elaboración de tres nuevas anáforas–, se debieron en última instancia a decisiones personales del mismo Pablo VI [23].
La reforma se había guiado por el principio conciliar de la sana traditio et legitima progressio, introduciendo «nuevas formas desarrollándolas orgánicamente a partir de las ya existentes» [24]. La revisión, que afectó, prácticamente, a todos los apartados del ordinario, se centró de un modo más explícito en los ritos iniciales y en los ritos del ofertorio. En estos últimos se eliminó todo elemento que, en cierto modo, anticipara el carácter oblativo y sacrificial de la plegaria eucarística; y pasaron a ser propiamente una presentación de dones. Tal modificación, concorde desde un punto de vista teológico y litúrgico con las acciones de Cristo en el momento instituyente, y coherente con la estructura fundamental de la celebración eucarística, no fue ni muy bien explicada, ni muy bien interpretada, y junto a episodios de carácter más bien anecdótico –"fracaso" de la primera celebración experimental de la misa normativa durante el sínodo de obispos de 1967 [25]– influyó negativamente en la opinión de quienes defendían que la "nueva misa" hacía desaparecer toda referencia sacrificial, estando, por tanto, inficionada de "teología protestante" [26]; consideraciones ambas injustas e injustificadas.
4. Frutos de la reforma: el misal romano de 1970
El 26 de marzo de 1970, el decreto Celebrationis Eucharisticae dio a luz al nuevo Misal Romano, declarando su carácter de edición típica. En realidad, la intención de los promotores de la reforma había sido publicarlo antes del adviento de 1969, fecha en la que entraba en vigor el nuevo ordinario de la misa; pero las polémicas que acompañaron a este ordo y, como consecuencia, los subsiguientes y meticulosos exámenes del conjunto de documentos y fórmulas del nuevo misal, retrasaron su aparición. Según escribe A. Bugnini, «la revisión de todos los textos por parte de la S. Congregación para la doctrina de la Fe, y la discusión de las observaciones hechas por dicha Congregación llevaron más tiempo del previsto» [27].
Los formularios eucológicos estaban precedidos por una sección documental donde, además del decreto, se recogía, entre otros documentos, la citada Institutio Generalis u "Ordenación General", principal fuente de controversia. El texto sufrió algunos retoques, siendo precedido de un largo proemio, inexistente en el documento del año anterior. Dicho proemio fue preparado a causa de las objeciones suscitadas por el nuevo ordinario que, además de poner en tela de juicio la legalidad de la reforma, llegaron a cuestionar incluso su misma ortodoxia. «Inicialmente» –escribe A. Bugnini– «la Congregación para el Culto Divino pensó en publicar un documento más solemne, un motu proprio que seguiría a la Constitución [...] El Papa, sin embargo, con fina intuición, sugirió la idea de un Proemio. Debía ser una especie de introducción a la plena comprensión de la "Ordenación" del misal. Debía ser redactada de forma sencilla y catequética, de modo que todos» –en palabras que Pablo VI habría dirigido al autor– «"tanto un catequista como un profesor de teología, encuentren respuestas que pueden ser útiles a la vista de la dirección que toma el culto litúrgico con el nuevo misal"» [28].
El proemio trataba, fundamentalmente, de tres cuestiones: historia del misal romano, especialmente desde el Concilio de Trento al Concilio Vaticano II; fidelidad teológica y ritual de los dos misales conciliares a la doctrina de la Iglesia (valor sacrificial de la Misa, presencia real de Cristo en la eucaristía, carácter jerárquico del sacerdocio ministerial); criterios de revisión. Habida cuenta la naturaleza de las suspicacias, el texto se esfuerza en precisar el auténtico concepto de tradición.
Además, la redacción original de la "Ordenación General" fue retocada en algunos puntos, con los mismos criterios seguidos en el proemio: clarificar y explicitar aquellas expresiones que pudieran dar pie a malentendidos [29]. Como el documento pretendía ser no sólo un vademecum ritual, sino un compendio de la doctrina acerca de la celebración eucarística y su concreción en el nuevo misal, las críticas suscitadas por la primera versión habían resultado especialmente dolorosas: negar la "ortodoxia" del texto equivalía a dudar de la "ortodoxia" del nuevo ordo missae y del entero misal.
La cuestión era muy delicada. A diferencia del ordinario de la misa, la Institutio no había sido enviada a los prefectos de los dicasterios romanos: «el Consilium presentaba la conclusión de sus trabajos al Santo Padre, quien, cada vez [...] establecía el procedimiento a seguir. Para la Institutio no había pedido un estudio particular de parte de los otros dicasterios de la Curia. Después de su publicación y de las protestas, especialmente de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, la Secretaría de Estado dispuso que todos los esquemas pasaran al examen de aquel dicasterio. Cosa que a partir de entonces se hizo regularmente» [30]. De aquí que se viera oportuno proceder a una revisión completa del documento.
El primer texto retocado fue el número 7. El sector crítico veía en su redacción una definición mutilada o incompleta de la Misa. El acento de la controversia se puso en la expresión Cena del Señor. Y, pese que más tarde A. Bugnini tratara de minimizar el alcance de las objeciones –«ataques especialmente enconados», según sus palabras–, escudándose en el hecho de que se trataba no de una definición teológica, sino de una descripción estructural [31], la reflexión dogmática de una acción sacramental depende en primera instancia de su estructura celebrativa. Por ello, el 18 de noviembre de 1969 la Congregación para el Culto presentó una declaración en la que explicaba la naturaleza del documento en general y del número 7 en particular. El artículo se amplió para facilitar su aceptación y, con ocasión de la publicación del misal, se añadieron nuevas precisiones.
5. Revisión de la reforma: segunda edición típica del misal romano
Ya en 1971, el Misal Romano fue nuevamente impreso con algunas enmiendas. No obstante, con el fin de poner al día algunos puntos de la "Ordenación General" e incorporar las reformas que, introducidas en los años 1970-1974, le pudieran afectar, en 1975 se procedió a publicar la segunda edición típica, mediante el decreto Cum Missale Romanum, del 27 de marzo de ese mismo año. Como en el caso de la edición de 2002, las diferencias respecto a la primera versión, aunque textualmente abundantes, no son significativas desde el punto de vista estructural.
6. ¿Reforma de la reforma? Recepción del misal romano de 1970-1975-2002
El Misal Romano del Concilio Vaticano II constituye, sin duda, un hito en la historia de la liturgia de la Iglesia latina. Su promulgación marca un antes y un después; y abre un periodo cuya importancia e implicaciones sólo pueden ser parangonables con cuanto supuso para la edad moderna la adopción del denominado "misal tridentino". De hecho, en la conciencia de los promotores de la reforma, la referencia del misal de 1570 siempre estuvo presente, como puede advertirse ya por la simple coincidencia de fechas de disposiciones y publicación: 1563-1570, 1963-1970. «Ambos misales» –comenta, en efecto, A. Bugnini– «son fruto de la voluntad reformadora y de los principios sentados por un concilio; ambos toman su impulso de las mismas fuentes, la tradición de los Padres» [32].
En palabras de Juan Pablo II, «la renovación litúrgica es el fruto más visible de la obra conciliar [33]. «Para muchos», continúa el Romano Pontífice en otra ocasión, «el mensaje del Concilio Vaticano II ha sido percibido ante todo mediante la reforma litúrgica» [34]. «Por ello», escribirá también, «la renovación litúrgica, realizada de modo justo, conforme al espíritu del Vaticano II, es en cierto sentido la medida y la condición para poner en práctica las enseñanzas del Concilio Vaticano II» [35].
Parece, por tanto, de justicia afirmar con el actual Romano Pontífice que, a lo largo de estos años, el misal ha sido «en general bien acogido en toda la Iglesia de rito latino» [36], resultando especialmente valiosas, en su opinión, la adopción de las lenguas nacionales y la simplificación de algunos ritos [37]. No obstante, es indudable que, más allá de todo superficial optimismo, los frutos de la renovación litúrgica conciliar no han sido los inicialmente anhelados o prometidos. Y, en este sentido, sin idealizar ningún misal o época histórica, cabe constatar que la Iglesia se encuentra sumida en un periodo de crisis litúrgica; estado de opinión que diferentes voces han recogido en distintos órganos eclesiales: «nadie duda de la legitimidad de la reforma litúrgica del Concilio. Pero, no obstante, parece lícito preguntarse si su aplicación en los libros litúrgicos no ofrece alguna laguna estructural» [38].
La respuesta a tales interrogantes requiere un estudio profundo, que no puede ser abordado en el limitado espacio de mi intervención debido a la cantidad de factores que concurren. Dejando de lado aquellos aspectos extrínsecos a la propia acción de la reforma y, en particular, la creciente secularización de amplios estratos de la sociedad [39] –fenómeno en el que no es ajena la banalización de cierta praxis litúrgica, hecho que convendría analizar serenamente–, a título personal considero que la raíz última del problema no se encuentra tanto en la estructura del nuevo misal cuanto en su recepción, mediada a través de una deficiente, cuando no decididamente unilateral, teología litúrgica, con las consiguientes consecuencias operativas [40]. El "misal de Pablo VI", en definitiva, ha pagado el peaje de una pobre y, en cierto modo anquilosada, teología sacramentaria y de una incipiente y no completamente bien asimilada teología de la liturgia [41].
«La crisis de la liturgia y, por tanto, de la Iglesia, en la que nos encontramos desde hace algún tiempo» –ha escrito el cardenal Ratzinger– «se debe sólo en mínima parte a la diferencia entre viejos y nuevos libros litúrgicos. En el trasfondo de todas las disputas se advierte cada vez más claramente el profundo dissenso sobre la naturaleza de la celebración litúrgica, su proveniencia, sus ministros y su recta forma. Afecta, por tanto, a la interpretación de la estructura fundamental de la liturgia en cuanto tal» [42]. Si se me permite un símil no del todo inadecuado, incluso la obra musical más sublime suena mediocre si el auditorio no es refinado, o quienes interpretan su partitura son un director y una orquesta sin la suficiente preparación técnica, carentes del convencimiento del valor de la composición o simplemente apáticos. La crisis litúrgica es, por tanto, manifestación, si se quiere extrema, de una crisis más amplia y profunda, una crisis de fe: como ya advertía hace algunos años J. Pieper, «quien no pueda aceptar como verdadero suceso ese acontecimiento original [el misterio de Cristo en su radicalidad], primero no sólo en el tiempo, sino ontológicamente, tampoco podrá nunca realizar, ni de pensamiento ni de obra, lo que en el servicio divino de la liturgia de la Iglesia acontece» [43].
No obstante, en el caso que nos concierne, quizás en primer término del problema se emplace el sentido mismo del propósito conciliar de reforma litúrgica: ¿reforma de la liturgia o, más bien, reforma desde la liturgia? No cabe duda de que en numerosos ambientes la renovación litúrgica ha seguido como criterio hermenéutico el axioma de que un verdadero aggiornamento eclesial comportaría imperiosamente una reforma de los ritos del culto, ya que nuevas evidencias, formas de pensar y razonamientos teológicos conllevarían necesariamente un modo nuevo o distinto de celebrar el misterio de Cristo, aparentemente más coherente con el horizonte existencial del presente y, al mismo tiempo, más fiel y auténtico [44].
Y, sin embargo, en primera instancia, la reforma litúrgica de la que habla el Concilio no se refiere tanto a una reforma-modificación estructural de los ritos, cuanto a una reforma-transformación existencial desde los ritos. En efecto, al fundamentarse, como criterio normativo, en la búsqueda de una más auténtica participación de los fieles en el misterio de Cristo, el Concilio entiende primariamente por reforma litúrgica la reforma de la vida eclesial desde la liturgia. Aquí radicaría el carácter fontal y culminante que, para la vida de la Iglesia, el Concilio reconoce a la liturgia: liturgia, culmen et fons vitae Ecclesiae [46].
Al hilo de las mejores aportaciones del movimiento litúrgico, la reforma auspiciada en el aula conciliar pretendía que la Iglesia adquiriese una conciencia operativa de la capacidad intrínseca que la celebración del culto posee para transformar la vida y existencia de los fieles. Y, en consecuencia, el programa de renovación litúrgica estaba enunciado con el pensamiento dirigido más a las personas que a los ritos: se trataba, en definitiva, de una tarea de iniciación antes que de mudanza [47].
En este contexto –a pesar de la interpretación habitual más común–, el proyecto de renovación litúrgica conciliar no implicaba tanto una reforma ritual –sin duda, en tantos aspectos necesaria–, cuanto una transformación de la vida eclesial a partir de la liturgia. De aquí que –al menos, en la situación actual–, en mi opinión, toda hipotética reforma de la reforma –tal y como esta noción es generalmente comprendida y, muy probablemente, sería llevada a cabo– no sólo resultaría inoperante y superflua, sino posiblemente perjudicial para la renovación misma de la Iglesia [48].
7. Actuosa participatio: un concepto que requiere una clarificación
Durante los últimos años, la literatura teológica ha puesto de relieve cómo la noción de participación constituyó el principal catalizador de las distintas corrientes y acentos del movimiento litúrgico que confluyeron en los debates del Concilio Vaticano II [49]. «El Concilio Vaticano II propuso como idea directriz de la celebración litúrgica la expresión participatio actuosa, la participación activa de todos en el "opus Dei", es decir en el culto divino» [50].
Y de hecho, hoy día, el sintagma actuosa participatio, sin más especificaciones, se asocia de inmediato a liturgia. Ahora bien, según recuerda en uno de sus últimos estudios A.M. Triacca, ya desde ese momento se exige un esfuerzo para superar toda posible confusión: «el substantivo participatio-participación crea, o puede crear [...] no una clarificación, sino más bien oscuridad, ya que el término se usa con diferentes y diversificados significados» [51].
La constitución conciliar "Sacrosanctum Concilium" aborda la participación de los fieles en la liturgia de forma reiterada, entendiéndola no como un aspecto más de la pastoral litúrgica, sino como presupuesto mismo de la noción de culto. En el documento, la participación "consciente, plena, activa y fructuosa" es contemplada como una exigencia "de la naturaleza misma de la liturgia", fundada en el carácter sacerdotal de todo bautizado y, por ende, supuesto de "derechos y obligaciones" sacramentales [52]. La asamblea conciliar no sólo expresa, pues, un ideal pastoral (la participación litúrgica plena, consciente y activa) con sus consecuencias prácticas (derechos y deberes), sino que establece sus fundamentos teológicos: su fuente (el sacerdocio bautismal) y su motivación íntima (la naturaleza misma de la liturgia) [53].
En efecto, si la liturgia es entendida, en su realidad más radical, como celebración (manifestación, presencia y comunicación) del misterio de Cristo para la vida de los fieles [54], la participación es consecuentemente una dimensión constitutiva de la liturgia: no se reduce a mero elemento accesorio u ornamental de la celebración, ni a ideal o meta de la acción pastoral; sino que se encuentra en el corazón mismo del acontecer litúrgico, como su condición necesaria.
Ahora bien, esta comprensión implica la superación de, al menos, dos posibles tentaciones: reducir el acontecimiento litúrgico a su momento celebrativo, y considerar la participación de los fieles a partir de sus aspectos fenomenológicos y funcionales; sugestiones que, por desgracia, no han sido esporádicas [55].
En efecto, la deseada y necesaria renovación litúrgica se ha confundido con un continuo y perenne cambio ritual, que afecta a las solas modadalidades externo-celebrativas de la liturgia [56] y no al interior de los corazones. En tal circunstancia, la liturgia queda siempre manipulada; al arbitrio del último pretendido descubrimiento creativo que las modas del momento impongan y, en última instancia, sometida al albur del celebrante "ingenioso" o de la comisión que, con tales modificaciones, justifica su propia existencia. No parece necesario subrayar la profunda desazón que tal situación genera en la vida de la Iglesia y de los fieles [57].
En el trasfondo de tal situación se da, paradójicamente, una minusvaloración de la categoría teológica de participación, sustituida por una suerte de nuevo clericalismo, donde el existencial litúrgico de todo fiel en cuanto bautizado queda reducido a su simple, pero absoluta, condición ministerial respecto al sacerdote celebrante. En consecuencia, la asamblea celebrante se divide en unos cuantos actores y una masa de asistentes pasivos que, en ocasiones, hastiados, terminan por alejarse de la liturgia. Como afirma A. Triacca, «es evidente que, en tales casos, se han desatendido tanto el concepto cuanto la realidad de la participación en la celebración. Aquí se entiende por participación una implicación sólo periférica (y nos atreveríamos a decir epidérmica) de los fieles en la acción litúrgica. Se trata de una participación meramente externa, aunque de nuevo cuño ritualista, formal. Una vez perdido el mordiente de la novedad, tal participación, ligada a la rutina, acaba por volverse rancia. De aquí una desafección a la acción litúrgica» [58].
Las claves para superar este círculo vicioso se encuentran tanto en una comprensión teológica que tenga en cuenta todas las dimensiones del acontecer litúrgico [59], cuanto en una adecuada inteligencia de la participación en la liturgia que hunda sus raíces en el sacerdocio bautismal de todos los fieles [60]. En otras palabras, la participación en la liturgia debe ser contemplada a partir de la relación existencial salvífica que la celebración dispone entre el fiel y el misterio de Cristo manifestado, presente y comunicado por la acción litúrgica.
En efecto, la participación en la celebración constituye la mediación necesaria para participar en la vida divina, meta a la que tiende, que se dona precisamente en los sacramentos de la Iglesia [61]. De aquí que el alma de la actuosa participatio no deba buscarse tanto en sus modulaciones externas, cuanto en la koinonía o comunión de vida entre Dios y el fiel propia del acontecer litúrgico: «como en su dimensión más profunda la participación litúrgica es participatio Dei, participación en Dios y, por tanto, en la vida y libertad, la interiorización tiene precedencia» [62].
En este sentido, para evitar toda posible confusión acerca de la actuosa participatio conciliar, parece necesario sostener, al menos, cuatro principios; dos referentes a la objetividad de la liturgia en sí y dos a su correlato, el sujeto litúrgico: a) la liturgia no se agota en el momento celebrativo, sino que nace del "misterio" (el acontecimiento de salvífico de Cristo en todas sus implicaciones teológicas) y continúa en la vida del fiel [63]; b) la celebración litúrgica, momento privilegiado del acontecer litúrgico-sacramental, no se reduce a simple rito (nueva pretensión "ceremonialista"), sino que es un hecho teológico-salvífico que exige la presencia y acción trinitarias: celebrar es actuarse (manifestar, hacer presente y comunicar) "aquí" y "ahora", en la mediación del rito, el misterio de la salvación cumplido en Cristo [64]; c) la participación litúrgica de los fieles, en cuanto ejercicio del sacerdocio bautismal, no se limita a la participación celebrativa –aun cuando esta sea su fuente y culmen–, sino que se actúa en la existencia cotidiana [65]; d) la participación en la celebración no debe confundirse ni identificarse con la ministerialidad litúrgica.
Bajo estos presupuestos, puede comprenderse bien cómo la participación en la celebración del culto es, precisamente, el principio catalizador [66] de todas las dimensiones de la liturgia. Efectivamente, si la celebración litúrgica es la mediación que integra, simultáneamente, el misterio de salvación trinitario en la vida de santificación y culto de los fieles, y la vida de santificación y culto de los fieles en el misterio trinitario, se advierte entonces cómo la posibilidad misma de participar en la liturgia evita toda posible reducción del hecho litúrgico a ceremonia. «La participación celebrativa goza de un "derecho de prelación": es mediante la celebración como la participatio puede llegar a ser participación en la vida divina. Y, en este sentido, es actuosa en virtud de un hecho ontológico, vencido todo tipo de reduccionismo antropológico o de intento de inteligencia del "celebrar" apropiado más bien para los sacramentales y las expresiones de pietas popularis. Este "celebrar" significa la capacidad real del anthropos de dar culto a Dios, pero siempre que pase a través del único mediador: Jesucristo. Y, de hecho, tal celebrar tiende, por ello, a la celebración de los sacramentos, especialmente la eucaristía» [67].
Así considerada, la actuosa participatio, lejos de restringirse a mero funcionalismo ceremonialista, se convierte en condición necesaria para aquella comunión-koinonía entre Dios y el hombre que lleva a la transformación ontológico-existencial de la propia vida en Cristo; conformación-transfiguración progresiva (bautismo-penitencia, confirmación, eucaristía) y diversificada (ministerio ordenado, matrimonio, vida religiosa, enfermedad...), según los personales carismas y vocaciones, y las peculiares circunstancias existenciales.
En orden a la anhelada renovación eclesial, sólo una clarificación de la naturaleza radical de la actuosa participatio –principio normativo de la reforma litúrgica– podrá fundamentar los distintos tonos y niveles de su actuarse en la celebración.
Notas
[1] Una síntesis de su origen y características en J. López, Misal Romano: "Nuevo Diccionario de Liturgia", Madrid 1987, pp. 1293-1311.
[2] Los complejos avatares de la labor de reforma pueden seguirse en A. Bugnini, La reforma de la liturgia (1948-1975), Madrid 1999, pp. 297-430.
[3] J. López, o.c., p. 1293.
[4] Decreto Tertio ineunte millennio (20-IV-2000).
[5] A este respecto, resulta extraño que, tratándose la Institutio Generalis de un documento que en palabras del prefecto «no es una simple colección de rúbricas, sino un verdadero y propio directorio sobre la celebración eucarística, con indicaciones de carácter teológico, litúrgico, pastoral y espiritual», no se mencione ni se recoja la doctrina del Catecismo de la Iglesia Católica, publicado el año 1992.
[6] A causa del carácter temático de dichas plegarias, su inserción –a mi entender– parece discutible, aunque la intención fuera dar carta de naturaleza a unas oraciones ya presentes en misales en lengua vernácula, y se hayan introducido no en el cuerpo de anáforas sino en un apéndice.
[7] Constitución Sacrosanctum Concilium [=SC] 50.
[8] «Siendo, en verdad, nuestro vivísimo deseo que el verdadero espíritu cristiano vuelva a florecer en todo y que en todos los fieles se mantenga, lo primero es proveer a la santidad y dignidad del templo, donde los fieles se reúnen precisamente para adquirir ese espíritu en su primer e insustituible manantial, que es la participación activa en los sacrosantos misterios y en la pública y solemne oración de la Iglesia»: Pío X, motu proprio Tra le sollicitudini (22-11-1903) [ASS 36 (1903-1904) 329-339], en Pío X y la reforma litúrgica: "Cuadernos Phase" 112, Barcelona 2001, p. 36.
[9] Cfr. Pío XII, carta encíclica Mediator Dei (20-XI-1947) [AAS 39 (1947) 521-600] 97, en "Mediator Dei". Encíclica sobre la liturgia: "Cuadernos Phase" 122, Barcelona 2002, p. 37.
[10] Vid. las actas del simposio en Renovación de la Liturgia Pastoral en el Pontificado de S.S. Pío XII: Crónica y discursos del Primer Congreso Internacional de Liturgia Pastoral, Asís-Roma 18-22 de septiembre de 1956, Toledo 1957. Otros hechos influyentes de cara al futuro de la reforma fueron la discutida encuesta entre especialistas promovida en 1948 por la redacción de la revista "Ephemerides Litrugicae", que daría lugar a un extenso artículo, y la reunión internacional en María Laach sobre una posible revisión del misal, celebrada en 1951: cfr. P. Farnés Scherer, La reforma del misal romano, en J.I. Varela (coord.), Encuentros Teológicos II, Centro de Cultura Teológica de Guadalajara, 2002, p. 89.
[11] A. Bugnini, o.c., p. 10. No es de extrañar, por tanto, que la admisión de la "lengua vulgar" en las celebraciones litúrgicas, problema que había suscitado en Asís un interés particular y una viva polémica, despertara durante el periodo de renovación los mismos sentimientos, hasta el punto de ocultar, en el ánimo de muchos fieles y pastores, los aspectos más trascendentales de la reforma que se encontraban en juego.
[12] Cfr., a este respecto, A. Grillo, Introduzione, en O. Casel, Fede, Gnosi e Mistero. Saggi di teologia del culto cristiano, Padova 2001, p. XXXIII.
[13] Cfr. SC 2. En palabras de Juan Pablo II, carta Dominicae Cenae (24-II-1980) 13, «existe, en efecto, un vínculo estrechísimo y orgánico entre la renovación de la liturgia y la renovación de toda la vida de la Iglesia. La Iglesia no sólo actúa, sino que se expresa también en la liturgia, vive de la liturgia y saca de la liturgia las fuerzas para la vida».
[14] Tal criterio fue consignado por san Pío V en la bula Quo primum tempore (14-VII-1570) de promulgación del misal de Trento: «ad pristinam Missale ipsum sanctorum Patrum normam ac ritum restituerunt».
[15] SC 50.
[16] Cfr. P. Farnés Scherer, o.c., p. 92.
[17] P. Farnés Scherer, o.c., pp. 93-94.
[18] Cfr. A. Bugnini, o.c., pp. 57-58.
[19] Inter Oecumenici (26-IX-1964) constituye el primer paso de la reforma al aceptar la lectura de la Sagrada Escritura en la lengua propia del lugar, recuperar la plegaria universal u oración de los fieles y simplificar algunas rúbricas. Tres abhinc annos (4-V-1967) establece nuevas simplificaciones y advierte que la tarea de la reforma pertenece a la Sede Apostólica. Liturgicae instaurationes (5-IX-1970) pone en guardia frente a los peligros de las innovaciones, y al mismo tiempo anima al uso de los libros ya publicados.
[20] La Institutio generalis Missalis romani u Ordenación general del Misal romano es un documento que describe la estructura y significado de la celebración eucarística y de los ritos que la componen. En la intención de sus autores pretendía ser un compendio teológico, ritual y pastoral de la misa.
[21] Acerca de la gestación del nuevo ordo missae, vid. M. Barba, La riforma conciliare dell’«Ordo Missae». Il percorso storico-redazionale dei riti di ingresso, di offertorio e di comunione, Roma 2002.
[22] Posteriormente, tal expresión sería desechada para sustituirla, acertadamente, por la de misa con el pueblo.
[23] Pablo VI, en el caso de los ritos iniciales, estaba muy influenciado por la llamada misa dialogada, propuesta y vivida por algunos pioneros del núcleo pastoral del movimiento litúrgico. «No puede olvidarse», escribe P. Farnés, «que en los albores del movimiento litúrgico el entonces joven sacerdote Montini fue en Italia uno de sus más entusiastas promotores. Montini siempre guardó un gran recuerdo de aquellos primeros pasos del renacer litúrgico y cuando más tarde llegó a Papa se esforzó en realizar muchos de los postulados por los que había luchado en su juventud (...) El Papa Montini parece que continuó idealizando aquella misa dialogada; de aquí su insistencia en que aquellas partes que se habían introducido a través de la misa dialogada se incorporaran también al ordinario de la misa como participación de la asamblea y con el mismo rango que las tradicionales intervenciones del pueblo»: P. Farnés Scherer, o.c., p. 99.
[24] SC 23.
[25] P. Farnés Scherer, o.c., pp. 97-98, describe vivamente la historia: «cuando los miembros del Consilium, terminados los trabajos sobre el Ordinario de la Misa, presentaron al Papa el proyecto de la Misa normativa, Pablo VI les comunicó que no quería dar un paso tan definitivo y que cambiara los usos litúrgicos de manera tan notable, sin consultar antes el parecer del Episcopado. Se propuso entonces mandar el proyecto a los obispos y discutirlo e incluso experimentarlo en el Sínodo de 1967. No sólo se hicieron, pues, preguntas concretas sobre la reforma de la misa, sino que además durante la asamblea, el 24 de octubre, el Papa quiso que se celebrara una misa ante los padres sinodales según el nuevo proyecto, Hay que decir francamente que el ensayo no tuvo demasiado éxito. Se quiso presentar una misa parroquial, con una homilía sencilla, en un ambiente popular y en lengua vulgar (italiano). Pero resultaba que los parroquianos eran de hecho fingidos, además se trataba de personas habituadas al latín (los cantos italianos que se usaron los participantes no los conocían); por otra parte los supuestos parroquianos estaban más bien habituados a la gran solemnidad de las misas papales y pontificales y la Capilla Sixtina, por su parte, encargada de la música para aquella ocasión, tampoco estaba habituada a este tipo de celebraciones. La celebración en su conjunto, resultó, pues bastante artificial y no convenció a los Padres».
[26] A priori que, para los más recalcitrantes, se veía confirmado por algunas expresiones –ciertamente no muy felices– y algunas carencias de la Institutio Generalis.
[27] A. Bugnini, o.c., p. 345.
[28] A. Bugnini, o.c., p. 346.
[29] Las enmiendas afectaron especialmente a los números 7, 48, 55 y 60.
[30] A. Bugnini, o.c., p. 338, n. 54.
[31] «[Tales objeciones] se debían a que no se reflexionaba lo suficiente sobre el hecho de que el número daba una simple descripción de la estructura general, litúrgica y ritual, de la celebración eucarística»: A. Bugnini, o.c., p. 347.
[32] A. Bugnini, o.c., p. 345. A este respecto puede señalarse un aspecto a menudo inadvertido: la modificación de fórmulas y supresión de expresiones que, en opinión de los encargados de la revisión, podían ser malentendidas en el contexto cultural del momento, manifiesta algunos prejuicios, muy de la época, ante un incierto espíritu de la modernidad. Tal postura se explica, sin duda, por las circunstancias en las que el trabajo se llevó a cabo; pero, de este modo, paradójicamente, la reforma litúrgica participa de la criticada situación que experimentó el Misal de 1570, cuya opción, según los autores de la revisión, fue «condicionada por las posiciones de la reforma protestante» (A. Bugnini, o.c., p. 345).
[33] Cfr. Relación final de la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos (7-XII-1985). La expresión hace propia una resolución del sínodo.
[34] Juan Pablo II, carta apostólica Vicesimus quintus annus (4-XII-1988) 12.
[35] Juan Pablo II, carta Dominicae Cenae (24-II-1980) 13.
[36] Juan Pablo II, Alocución conmemorativa de la constitución "Sacrosanctum Concilium", 3.
[37] Cfr. Juan Pablo II, ibid.
[38] G. Danneels, Il confronto tra fede e modernità: "L’Osservatore Romano" 15-X-1999.
[39] «La renovación de la liturgia ha acontecido precisamente en el momento en el que prosperaba el fenómeno de la secularización»: A. Nocent, Liturgia semper reformanda. Rilettura della reforma liturgica, Magnano (VC) 1993, p. 145.
[40] A este respecto resulta especialmente significativa la mistificación de la categoría de celebración, sin duda alguna clave para comprender la verdadera naturaleza de la liturgia: vid. J.L. Gutiérrez-Martín, La liturgia, presencia, manifestación y comunicación del misterio de Cristo. Hacia una comprensión auténtica del concepto de "celebración": "Vida Sobrenatural" 78:595 (1998) pp. 48-58.
[41] Cfr. cuanto afirma J. Ratzinger, Natura e compito della Teologia. Il teologo nella disputa contemporanea: storia e dogma, Milano 1993, p. 98 acerca de la «evolución patológica» de la teología sacramentaria hacia un minimalismo sacramental.
[42] J. Ratzinger, La festa della fede, Milano 1990, p. 59.
[43] J. Pieper, ¿Qué significa "sagrado"? Un intento de clarificación, Madrid 1990, p. 108.
[44] Cfr. cuanto atinadamente escribe A. Grillo, Partecipazione attiva e "questione liturgica" nel rapporto tra riforma della liturgia e iniziazione mediante la liturgia, en A. Montan-M. Sodi (a cura di), Actuosa participatio. Conoscere, comprendere e vivere la liturgia: Studi in onore del Prof. Domenico Sartore, Città del Vaticano 2002, p. 267.
[45] Cfr. A. Grillo, ibid.
[46] Cfr. SC 10.
[47] «En vez de presentar nuevos proyectos de estructuras litúrgicas, la liturgia debería nuevamente volver a su intención original de servir para la educación litúrgica; es decir ayudar a desarrollar la capacidad de apropiación interior de la liturgia comunitaria de la Iglesia»: J. Ratzinger, La festa della fede..., p. 67.
[48] Tal sería, a mi entender, el límite de la obra ya citada de A. Nocent, protagonista de la reforma y autorizado estudioso de la liturgia. En efecto, junto a juicios muy atinados acerca de la actual crisis, el autor encuentra la solución en nuevas propuestas rituales.
[49] En palabras de J. Ratzinger, La festa della fede..., p. 98, «una de las palabras-guía de la reforma litúrgica conciliar ha sido, con toda razón, la participatio actuosa o efectiva participación de todo el pueblo de Dios en la liturgia».
[50] J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia. Una introducción, Cristiandad, Madrid 2001, p. 195.
[51] A.M. Triacca, "Partecipazione": quale aggetivo meglio la qualifica in ambito liturgico, en A. Montan-M. Sodi (a cura di), Actuosa participatio..., p. 573. De aquí que el autor propusiera en 1975 la adopción de un término, methexis, préstamo de la lengua griega que, por su novedad, carecía de toda ambigüedad en su uso.
[52] Cfr. SC 11 y 14.
[53] Cfr. A.M. Triacca, Participación, en "Nuevo Diccionario de Liturgia", Madrid 1987, p. 1551.
[54] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica (=CEC) 1068 y 1076. Un desarrollo teológico de esta comprensión, en J.L. Gutiérrez-Martín, La liturgia..., pp. 48-58.
[55] «El concepto de participación ha sufrido después del Concilio una fatal restricción, al surgir la impresión de que tal participación activa se da tan sólo cuando hay una actividad externa verificable: discursos, cantos, predicaciones... »: J. Ratzinger, La festa della fede..., p. 98. El autor encuentra la causa de tal restricción en una mala inteligencia de los artículos 28 y 30 de la constitución conciliar, donde la participación litúrgica se describe con un excesivo acento sobre sus aspectos más externos. Misma conclusión en A.M. Triacca, "Partecipazione": quale aggetivo..., p. 575: «especialmente desde la década postconciliar hasta hoy, se han extendido progresivamente algunas concepciones eficientistas, paras las que la actuosa participatio se superpone (hasta confundirse) con la participación externa, que cada vez más apela a "técnicas de animación" que fomentan el espejismo de conseguir la meta propuesta».
[56] Cfr. A.M. Triacca, Participación..., p. 1557.
[57] «No se puede negar que hoy existe un problema litúrgico grave [...] Existe un malestar insoslayable. ¿Cómo remediarlo? Algunos dicen que tenemos que modernizar más la reforma, dando más espacio a la creatividad, pero al final sólo queda la arbitrariedad de un grupo de la comunidad que toma en sus manos estas actividades. Y la liturgia se queda cada vez más vacía»: J. Ratzinger, Ser cristiano en la era neopagana, Madrid 1995, p. 184.
[58] A.M. Triacca, Participación..., p. 1557.
[59] Cfr. nota 54.
[60] Cfr. CEC 1546-1547.
[61] Cfr. A.M. Triacca, "Partecipazione": quale aggetivo..., p. 575.
[62] J. Ratzinger, La festa della fede..., p. 67.
[63] Tal reduccionismo constituiría la tentación panliturgista, que al confundir liturgia con celebración otorga a esta última un carácter absoluto que no le corresponde. Vid., a este respecto, varios de los estudios citados en esta ponencia.
[64] Cfr. A.M. Triacca, Participación..., p. 1560 y J.L. Gutiérrez-Martín, La liturgia "mediazione" del mistero, en "Studi Cattolici" 452 (1998) pp. 694-698.
[65] «Precisamente por el hecho de que la verdadera "acción" litúrgica es actuación de Dios, la liturgia de la fe va siempre más allá del acto cultual, dándole un vuelco a la cotidianeidad, que, a su vez, se convierte en "litúrgica", en servicio para la transformación del mundo»: J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia..., p. 200. Vid. la notable intuición de Josemaría Escrivá de Balaguer, auténtico precursor del existir cristiano como existencial litúrgico en J.L. Gutiérrez-Martín, La vida litúrgica en "Camino" (1932-1939). San Josemaría Escrivá y el movimiento litúrgico, en J.R. Villar (ed.), "Communio et Sacramentum". En el 70 cumpleaños del Prof. Dr. Pedro Rodríguez, Pamplona 2003, pp. 417-434.
[66] La expresión se debe a A.M. Triacca, Participación..., p. 1561.
[67] A.M. Triacca, "Partecipazione": quale aggetivo..., p. 577.
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