Intentos de superación de la crisis ética actual
Alejandro Llano
Alejandro Llano (Universidad de Navarra)
Congreso Internacional de Teología Moral
UCAM, 27, 28 y 29 de noviembre de 2003
La crisis ética con la que nos enfrentamos actualmente tiene ya tras de sí una larga historia. Es la historia de lo que se puede llamar ya paradójicamente “tradición contemporánea”, que comprende la segunda mitad del siglo XIX y la totalidad del siglo XX, que acabamos de dejar atrás en términos cronológicos, pero sin ninguna variación intelectual de fondo, al menos por lo que se puede ver desde la escasa perspectiva de estos tres primeros años del siglo XXI.
Es la historia del retorno a la Ilustración –zurück zu Kant!- tras el aparente fracaso del Romanticismo; de la radicalización de esa misma Ilustración en filosofía de la sospecha, con sus tres principales vertientes: sospecha de ideología (marxismo), sospecha de falta de sentido (positivismo lógico) y sospecha de olvido del ser (hermenéutica existencial); de la toma de conciencia del sesgo nihilista de tal radicalización, tal como explosiona en el inmoralismo nietzscheano; del ensayo de diversas salidas pragmatistas y consecuencialistas de tal vació, en forma de ética civil de signo liberal o pragmática trascendental de inspiración neomarxista; y finalmente de los intentos de superación de tan profunda crisis moral por abandono de la Ilustración, parcial retorno al Romanticismo, y rehabilitación de la filosofía práctica, en especial de signo aristotélico.
Aunque estos vaivenes –enumerados así, de golpe- parezcan inverosímiles, representan más bien una simplificación de los corsi e ricorsi del pensamiento ético en el período más agitado y sangriento de la historia de la humanidad, en la era de los “nuevos mártires”, como recordó hace unos días en Madrid el Profesor Andrea Riccardi.
Me declaro incapaz de relatar con un mínimo de rigor todas estas vicisitudes en un período inferior a un semestre académico. De ahí que me haya decidido por elegir como hilo conductor de esta exposición el pensamiento reciente de dos autores en cuya trayectoria intelectual se registran punto por punto cada una de estas vicisitudes. Se trata de Charles Taylor y Alasdair MacIntyre, como exponentes de dos de las imágenes más interesantes que esta época ha elaborado de sí misma y, sobre todo, como muestras de que la presente crisis ética se puede superar desde un planteamiento estrictamente racional, por más que se trate de dos brillantes universitarios que no ocultan su condición de católicos, y que están abiertos –como filósofos serios que son- al diálogo con planteamientos teológicos, superando así los restos de esa esquizofrenia que conduce a esa puritana separación entre razón y fe, reveladora del retraso cultural de algunos países latinos.
Si algo tienen en común autores por otro lado tan diferentes como Charles Taylor y Alasdair MacIntyre –situados ambos en los márgenes británicos de la filosofía estadounidense- es precisamente su rechazo al planteamiento del objetivismo racionalista, típico del pensamiento postcartesiano, que encuentra en Kant y sus seguidores, hasta los representantes actuales de la filosofía analítica convencional, sus representantes más característicos.
Al modo de pensar objetivista, racionalista y crítico, que considera a las ciencias positivas de la naturaleza como el paradigma de todo conocimiento riguroso, lo denomina Charles Taylor “epistemología”. Tal como él la entiende, la epistemología no es una disciplina filosófica equiparable a la teoría del conocimiento, sino un modo de entender el acceso humano a su propio modo de saber que responde a un cúmulo de simplificaciones y suposiciones no justificadas, pero que –a pesar de ello- ha sido considerado durante décadas como indiscutible en la filosofía académica de raíz cartesiana y kantiana.
El rasgo principal de la epistemología es el representacionismo. Ya desde Descartes, y especialmente desde Locke, constituye un dogma no examinado y apenas discutido en la filosofía moderna –con la excepción de Thomas Reid- que nosotros sólo conocemos de la realidad la copia o trasunto que de ella se nos ofrece en la mente a través de nuestras representaciones sensibles e intelectuales. Tales imágenes internas son verdaderas cuando hay en la realidad externa algún fenómeno o estructura que a ellas corresponde. Con la insalvable dificultad de que tal concepción toscamente adecuacionista de la verdad nunca podrá ser validada, porque para ello sería necesario tener un acceso extra-representativo a la realidad externa –acceso que se postula imposible- o bien lograr que una segunda representación nos asegure que la primera y la realidad exterior coinciden, lo cual aboca a un proceso al infinito o a un círculo vicioso, como Gottlob Frege demostró a finales del siglo XIX y comienzos del XX, con la parcial anticipación de Brentano y la también parcial adhesión a este anti-representacionismo por parte de Husserl.
A pesar de las pretensiones universalistas de Kant, otra concepción que, en el ámbito ético y político, rima perfectamente con el representacionismo es sin duda el individualismo; conexión que Taylor retrotrae con gran penetración a la influencia estoica que domina en la moral moderna [1]. Si mi conocimiento está encerrado en la “cárcel de hierro” de mi propia conciencia, saber de los demás seres humanos representa un problema aún más complejo que el del conocimiento del mundo exterior. Lo cual dificulta, a su vez, la posibilidad de llegar a acuerdos con mis semejantes, que se verán reducidos a contratos sociales –en la línea iniciada por Hobbes- cuyo único propósito será de tipo pragmático y negativo: evitar el desorden civil y la guerra de todos contra todos. Testigo del éxito histórico ulterior de este individualismo posesivo es la actual ideología políticamente dominante: un neoliberalismo presuntamente globalizador que mantiene a dos tercios de la humanidad en la miseria.
A su vez, este enfoque individualista cuadra perfectamente con la imagen mecanicista de la naturaleza física, que se ve reducida a materia y movimiento local, sin que pueda proporcionar fundamento alguno para la ética, ya que ha perdido todo valor normativo, al carecer por completo de significado ontológico, a tenor de la atmósfera plenamente nominalista en que modernamente nos encontramos. En semejante contexto, de los tres cabos que se anudaban en el cable de la moral clásica –bienes, virtudes y leyes- sólo quedarán estás últimas (las leyes) que ya no derivarán de la verdad, sino de la autoridad, según la máxima del propio Hobbes: non veritas sed auctoritas facit legem. El positivismo jurídico y el absolutismo político están ya a la vista.
Así pues, según Charles Taylor, la crisis ética contemporánea está enraizada en tres enclaves teóricos: representacionismo, individualismo y mecanicismo.
El diagnóstico de Alasdair MacIntyre [2] coincide básicamente con el de Charles Taylor, aunque presenta una doble ventaja sobre él. Por una parte, deja más claras las implicaciones metafísicas del enfoque ilustrado y, por otra, refiere explícitamente a la más estricta actualidad las consecuencias que de él se derivan.
MacIntyre está de acuerdo con Taylor, aunque sea más radical al respecto, en que la quiebra de la mayor parte de la ética contemporánea procede del abandono de una visión teleológica de la realidad, malentendida e injustamente criticada desde la concepción mecanicista de la naturaleza dimanada del nominalismo. La piedra de escándalo ha sido desde Hume la llamada “falacia naturalista”. Esta presunta falacia –que prohíbe el paso del ser al deber- ha sido discutida e invalidada por numerosos críticos, pero modestamente yo me adhiero a lo que dice Elizabeth Anscombe en su decisivo artículo “Modern Moral Philosophy”: “Esta acusación no me impresiona porque no he encontrado una explicación coherente de tal falacia” [3].
El propio MacIntyre –que procede del marxismo humanista y de la filosofía analítica orientada hacia el positivismo- se había mostrado reticente respecto a este punto hasta 1981, fecha de la publicación de la primera edición de After Virtue [4], en la que todavía lamenta que la ética de la virtud aristotélica parezca implicar la aceptación de su metafísica biologista. Aunque ya en 1984, cuando publica la segunda edición de Tras la virtud, rectifica su posición en este punto.
Resulta capital para el presente tema advertir que, cuando ambos autores se remiten a una ética de orientación teleológica, no están pensando en la Zweckrationalität, en la racionalidad orientada a fines en el sentido de metas de tipo weberiano, que constituye la versión más potente del pragmatismo racionalista, al menos en el área cultural germana. Tampoco, por supuesto, se atienen al modelo weberiano alternativo, a la Wertrationalität, a la racionalidad ordenada a valores, que sería una racionalidad desarraigada y, por lo tanto, antes o después, una racionalidad muerta [5].
Tanto Taylor como MacIntyre están procediendo a una crítica a la ética individualista y liberal típica de la Ilustración europea, en la que –según la expresión del primero de estos autores- se está poniendo en juego la ficción de un “yo desvinculado”, al que el segundo de ellos denomina “yo desconfigurado”. Se trata de un “yo puntual” [6] que “en sí mismo y para sí mismo no es nada” [7]. Enfrentado a una materia de la que se han eliminado todas sus dimensiones inteligibles y significativas –por obra de un radical antiesencialismo- la única capacidad de tal yo vacío es la de objetivar el mundo exterior de una manera que resulte neutral y, por lo tanto, universal, es decir, válida para cualquier otro sujeto igualmente desprovisto de cualidades: para cualquier individuo, ese “nuevo artefacto social y cultural” creado por la modernidad [8].
Que esta concepción de la teoría del conocimiento aboca al vaciamiento de la fundamentación ontológica de la moral es algo que ya se podía apreciar claramente en su versión más elaborada y duradera: la filosofía crítica kantiana. Porque cuando, en el tramo de la Dialéctica trascendental dedicado al estudio de los Paralogismos, Kant se pregunta por la naturaleza del yo trascendental, mantiene que no se le puede atribuir ninguna índole determinada: no es ni esto ni aquello, ni ella ni él; es puramente ello, algo, la cosa que piensa = X. Equiparación a la incógnita pura y dura de la que ya había sido repetidas veces objeto la cosa en sí. De modo que, en ambos extremos del conocimiento –el sujeto cognoscitivo y la propia realidad- nos encontramos con un puro vacío de determinaciones que el propio Kant no vacila en identificar con la nada.
Pero quien advierte con mayor intensidad las consecuencias inmoralistas y nihilistas de la epistemología moderna, con su típico paradigma de la neutralidad objetivista, es evidentemente Nietzsche, a quien la postmodernidad ha consagrado como el filósofo de nuestro tiempo, cuando ya había ejercido una poderosa influencia en el campo sociológico y económico a través de Max Weber, quien se adelantó a Heidegger a la hora de remitir los valores al ámbito de la subjetividad y considerarlos creados por la decisión humana.
No deja de ser inquietante que, en el actual boom que registra la ética, considerado con razón como sospechoso por Robert Spaemann [9], se haya acudido al concepto de valor para paliar de algún modo el pragmatismo rampante que domina a la sociedad globalizada. Expresiones tan generalizadas como “educación en valores” o “educación para los valores”, cuando casi ninguno de quienes las utiliza sería capaz de definir o describir con un mínimo de contenido la propia palabra ‘valor’, son muy significativas de la penuria intelectual que preside algunos intentos actuales intentes de superación de la crisis moral. Por no referirme a lo que acontece en el campo de las llamadas “éticas aplicadas” o “éticas profesionales”, en las que parece imperar ese criterio marxista residual según el cual “lo que tiene que suceder, sucederá”. La intervención en las discusiones de ciertos especialistas de bioética o ética empresarial suele presagiar que aquel uso lingüístico –moralmente relativista y escasamente compatible con la dignidad de la persona humana- que se pretende introducir pronto encontrará acomodo en la práctica social; de manera que algunos cultivadores de las éticas aplicadas se prestan fácilmente a desempeñar en papel de mediadores en negociaciones cuyos resultados se pueden adivinar desde su comienzo.
El planteamiento de Charles Taylor, aunque explícitamente influido por la filosofía práctica aristotélica, no pretende restaurar sin más una ética que a su juicio ya no reúne todas las condiciones para orientar a una sociedad tan compleja como la nuestra. Pretende, más bien, recoger las aspiraciones expresivistas de la moderna “ética de la autenticidad” [10], mostrar su carácter hermenéutico y referirla a una teoría de esos bienes constitutivos y vitales –objeto de “evaluaciones fuertes”- sin los cuales es inviable la propuesta de un concepto no pragmatista ni relativista de identidad antropológica.
Gran parte de las debilidades de la ética más reciente se deben a la aceptación acrítica del emotivismo, como puso de relieve Anscombe en el mencionado artículo. La supuesta percepción inmediata, por vía de emoción o sentimiento, de la cualidad positiva o negativa de una acción no es criterio suficiente para su evaluación moral. Porque, según ya había indicado Platón en el VI libro de la República, a diferencia de lo que acontece con lo bello, para asegurar la presencia del bien moral es necesaria la realidad de aquello que cabe considerar como bueno. En este terreno, las apariencias no bastan. Y sucede que sólo está capacitada para discernir el bien del mal la persona dotada de virtudes, cuya adquisición exige, a su vez, el respeto a los principios y normas morales. De manera que bienes, virtudes y normas son algo así como los tres cabos de ese cable unitario que nos sirve de guía en el mundo de la acción práctica [11]. El relativismo moral procede de un enfoque parcial de la ética.
Ahora bien, detrás del error de la espontaneidad individualista hay –como suele pasar con todos los errores- algo positivo e interesante que no se está entendiendo bien. Charles Taylor ha percibido claramente que, a diferencia de las sociedades tradicionales, en las que el propio status y su valor moral venía dado por la inserción de la persona en una totalidad jerárquica, las culturas modernas descubren que la posición en la vida y la categoría ética de cada uno tienen que ver con su propia e irrepetible identidad. Hay como una “voz moral” dentro de cada uno de nosotros que nos indica cómo hemos de comportarnos y cuál es nuestra misión en la sociedad. A esa llamada, reveladora de nuestra identidad, hemos de ser fieles si no queremos agostar nuestra vida. Se trata de un descubrimiento radicalmente cristiano, que san Agustín elevó a una posición filosófica de primer rango, pero que no alcanza madurez teórica hasta el giro romántico del siglo XIX, con su rescate –frente a la Ilustración- del valor expresivo de la naturaleza y del papel clave del lenguaje, destacado sobre todo por Herder.
Pero este ideal de la autenticidad se trivializa y se disuelve cuando se pierde su inserción en toda la envergadura de la significatividad de la naturaleza y del lenguaje humano, verdadero hilo conductor –según el filósofo canadiense- para el descubrimiento de las articulaciones morales. Se reduce entonces al ideal de la autorrealización, a una especie de tautología ética, la cual remite al carácter instrumental de la razón que se encuentra en la base de la concepción moderna del “yo puntual”. La ética queda así situada en el ámbito de los efectos, lo cual es propio del uso técnico de la razón. De esta manera se priva a la praxis del carácter absoluto que en cierto modo le corresponde y que supone la presencia en el mundo fenoménico de lo único que es propiamente en sí, que es válido en todo supuesto (überhaupt, seguirá manteniendo Kant siglos después). Como dice Charles Taylor, se trata de un yo constituido únicamente por una libertad superficialmente radicalizada, por una autoposesión total que “sería en realidad la más total pérdida de sí” [12], o sea, una patética instalación en la crisis personal permanente. No se advierte que la identidad personal sólo se descubre a la luz de horizontes valorativos y sociales que van mucho más allá de la propia individualidad. (Y aquí se podría conectar con la polémica entre comunitaristas y liberales, a la que ya me he referido en mi libro Humanismo cívico [13], y en la que ahora no voy a entrar).
Yo sólo me puedo realizar auténticamente en diálogo estable con aquellos que George Herbert Mead llamó significant others, es decir, los interlocutores relevantes: las personas queridas, los miembros de mi familia, mis maestros y alumnos, mis compañeros de trabajo, mis vecinos, mis amigos. Sin compartir con ellos situaciones permanentes de diálogo, yo no puedo desvelar esos bienes vitales y constitutivos –incluso, esos hiperbienes, que para Taylor son fundamentalmente la naturaleza, la libertad y Dios- imprescindibles para descubrirme a mí mismo y empezar a desplegar una vida moral.
Por eso MacIntyre ha puesto tanto énfasis en que son necesarias las comunidades abarcables, vividas, en las que comienzo a distinguir lo que parece bueno de lo que realmente lo es, y voy adquiriendo capacidades de discernimiento y elección que incorporo como hábitos operativos o virtudes, que me van acercando al logro de la plenitud vital. En tales comunidades han de tener vigencia una serie de normas que no admitan excepción, porque de lo contrario es imposible la lealtad que la educación ética supone. Por ejemplo, nunca se debe mentir, porque de lo contrario se daña en su mismo núcleo esa conversación humana al hilo de la cual acontece cualquier crecimiento personal; nunca se deben transformar relaciones de confianza o aprendizaje en relaciones de placer físico inmediato, razón por la cual todas las culturas no terminales prohíben el incesto o el abuso sexual de menores; se debe respetar a los ancianos, porque ellos han acumulado una gran experiencia vital que pueden transmitir a los más jóvenes… En definitiva, y como antes se apuntaba, las prescripciones éticas fundamentales son condiciones imprescindibles para que se descubran los bienes y se cultiven las virtudes. Tenemos así –expuesta en su núcleo más rudimentario- una moral de bienes, virtudes y normas, dirigida por una orientación teleológica hacia la vida buena, hacia la vida lograda, que constituye la mejor interpretación real que podemos darle a nuestra propia existencia.
Según ha señalado también MacIntyre, en clara sintonía con la Veritatis Splendor, todo intento de concebir la libertad humana como una capacidad de elegir que es anterior e independiente de los preceptos de la ley natural, no sólo está teóricamente equivocado, sino que será prácticamente inviable. Porque la libertad no se puede constituir plenamente si no se sabe que las virtudes y las normas no la constriñen sino que la posibilitan. La libertad no se puede desplegar de espaldas a la verdad [14]. Es utópico considerar que la verdad moral podría resultar de un “diálogo libre de dominio”, como propugna la pragmática trascendental de Apel y Habermas, por la fundamental razón de que tal tipo de conversación civil no existe. En la actual sociedad fragmentada y compleja, la marginación no es marginal, mientras que el acceso a los medios de comunicación colectiva está reducido a grupos muy determinados que controlan y, casi siempre, manipulan a la opinión pública. De suerte que la mayor parte de la población queda excluida de un diálogo que en rigor es ficticio. La consideración de la democracia deliberativa como fuente y crisol de una ética civil, de carácter puramente procedimental y carente de contenidos sustantivos es una ficción que resulta inhabitable. El “velo de la ignorancia”, del que según John Rawls hay que partir, no consagra una neutralidad tan inalcanzable como indeseable, sino que significa una ocultación sistemática de los oprimidos y olvidados en una sociedad donde muy pocos lo tienen casi todo y el resto se agrega al contingente anónimo de una mayoría desposeída.
Si nos apartamos de esa ensoñación liberal y volvemos a una ética realista, observamos que Taylor y MacIntyre están de acuerdo en que será en términos de la propia cultura como cada ser humano formulará inicialmente las verdades que atañen a su propia naturaleza, por hallarse embebidas en el lenguaje y en el propio idioma. Pero, si están certeramente orientadas, tales formulaciones trascenderán los parámetros de la cultura propia, de la cual no somos prisioneros. Recordando a Gadamer, Taylor habla de la fusión de horizontes que se produce en el diálogo entre personas provenientes de diversas culturas [15]. Mientras que MacIntyre subraya que toda verdadera tradición cultural nos lleva más allá de ella misma [16]. Toda auténtica cultura nos hace trascenderla y entrar en diálogo con otras culturas. Lo cual es hoy más visible que nunca –y también más problemático- por los fenómenos del multiculturalismo y la globalización. La manera propia, nuestra, de entender el mundo se superpone a otras maneras de comprender la realidad, en las cuales encontramos muchos elementos que son complementarios de una identidad a la que no es necesario renunciar, pero es posible enriquecer. Si no se entienden las cosas así o de un modo semejante, reaparecen todos los espectros del nacionalismo totalitario y excluyente que creíamos hace tiempo enterrados. O, por lo menos, el enredo entre el reconocimiento de la igualdad y el reconocimiento de la diferencia se hace teórica y prácticamente insuperable.
En términos ontológicos, conviene tener presente algo que se sabe, como poco, desde la polémica de los filósofos de la Escuela de Atenas con los sofistas: que todas las realidades humanas están mediadas por la cultura, pero que esas mismas realidades no se reducen a su mediación cultural. En toda expresión cultural, como diría Spaemann, hay un “recuerdo de la naturaleza humana” que en ella se manifiesta. La natura pura no existe ni ha existido nunca, entre otras cosas porque los cristianos sabemos que el hombre fue creado en un estado de justicia original, es decir, elevado al orden de la gracia; y porque la propia naturaleza humana exige ser perfeccionada por medio del trabajo, la ciencia, la técnica y el arte. Pero ir contra esa naturaleza que no deja de estar presente en medio de todas su variaciones y modificaciones implicaría destruir el fundamento de tal epifanía cultural. En último análisis, siempre nos encontramos con la propia naturaleza, por más oculta que parezca tras las construcciones y deconstrucciones culturales. Así que el relativismo ético de corte culturalista responde a una defectuosa concepción de la naturaleza humana y de la propia índole de la cultura.
La síntesis humana de cultura y naturaleza que acontece en la ética se revela de manera especialmente luminosa en la índole narrativa que corresponde a la filosofía moral y que ha sido destacada por los dos pensadores que estamos considerando. Frente al ideal deductivo y las aspiraciones de una completa neutralidad instrumental que se proyectan en el neocontractualismo actual, tipo Rawls, tanto Taylor como MacIntyre han subrayado que la propia vida humana tiene una estructura narrativa sin la cual sería inteligible, no sólo la ética, sino la entera ciencia y cualquier empresa antropológica.
“Mi vida siempre tiene un grado de comprensión narrativa”, escribe Taylor en Fuentes del yo; “yo entiendo mi acción presente –continúa el pensador canadiense- en la forma de un ‘y entonces’: ahí estaba A (lo que soy), y entonces hago B (lo que proyecto ser).
“Pero la narrativa también desempeña un papel más importante que el de simplemente estructurar mi presente. Lo que soy ha de entenderse como lo que he llegado a ser.
“(…) Por tanto, dar sentido a mi acción actual cuando no se trata de una cuestión baladí como dónde debo ir en el transcurso de los próximos cinco minutos, sino de la cuestión de mi lugar en relación al bien, requiere una comprensión narrativa de mi vida, una percepción de que he llegado a ser que sólo puede dar una narración. Y mientras proyecto mi vida hacia delante y avalo la dirección que llevo o le doy una nueva, proyecto una futura narración, no sólo un estado del futuro momentáneo, sino la inclinación para toda la vida que me espera. Esa percepción de mi vida como si estuviera encaminada hacia lo que aún no soy es lo que Alasdair MacIntyre ha captado en su noción de la vida como ‘búsqueda’” [17].
En su obra clave, que a mi juicio no es otra que Tres versiones rivales de la ética [18], MacIntyre subraya –además del carácter narrativo de la filosofía práctica- el enlace entre narrativa e indagación teórica, en virtud del cual toda labor teórica se hace al hilo de una trama narrativa que le confiere sentido y permite su comprensión plena. Pero el aspecto más fuerte y, en cierto modo escandaloso, de esta doctrina consiste en que MacIntyre encuadra las tres fundamentales posibilidades narrativas de la actualidad en tres grandes tradiciones, que se enfrentan continuamente entre sí como proyectos en competencia. Se trata de la filosofía ilustrada, ejemplificada por MacIntyre con la IX Edición de la Enciclopedia Británica, la genealogía, reflejada en una de las obras más importantes de Nietzsche, Genealogía de la moral, y la tradición aristotélico-tomista, cuya propuesta de relanzamiento acometió el Papa León XIII en su encíclica Aeterni Paris (cuyo eco más reciente –añado por mi cuenta- se halla en la Fides et ratio de Juan Pablo II).
La versión dominante de la investigación filosófica se decantaba hasta hace pocos años en esa heredera de la Ilustración que es el análisis del lenguaje, cuyo producto literario más típico es el paper de las revistas de investigación anglosajonas. Aunque este género nos parezca hoy obvio, y por él se midan los índices de impacto de la labor investigadora en muchos países, con el resultado –donde no reina la endogamia- de la concesión de cátedras universitarias, hay que concederle la razón a MacIntyre cuando dice que el paper es el formato filosófico más extraño, menos inteligible y quizá menos interesante de los muchos que ha producido la indagación filosófica en su larga historia. Pero si esto se afirma públicamente en un Congreso Mundial de Filosofía, por ejemplo, en el que casi todo está basado en la lectura de papers, se produciría un escándalo no pequeño, porque se da por supuesto y comprobado que el paper es el único producto en el que actualmente la investigación filosófica presenta resultados auténticamente científicos.
Tal convicción, cuya trivialidad y simplismo no es necesario siquiera comentar, está basada en el ideal de neutralidad que la filosofía ha pedido prestada a la razón instrumental, dominante en el campo de las ciencias de la naturaleza. Es curioso que no se advierta que, si algún género filosófico está saturado de supuestos, es precisamente el paper anglosajón, máximo exponente de la filosofía globalizada. Pero mucho más importante es destacar que no existe la filosofía neutral y ajena a toda tradición, ya que toda inquisición filosófica es una conversación continuada por esclarecer una serie de cuestiones que el filósofo no se inventa casi nunca, sino que prácticamente siempre le llegan por medio de una traditio, de una entrega de problemas planteados y no resueltos que sufren replanteamientos e interpretaciones nuevas por parte de las sucesivas generaciones de pensadores. Quien no admite que se encuentra en el seno de una tradición es que ignora la tradición en la que se encuentra, con resultados habitualmente desastrosos, en la línea del dogmatismo, el sometimiento a las ideologías dominantes o la simple estancia en Babia.
El voluntarismo ilustrado y algunas formas arqueológicas de filosofía tradicional, en las que se ignora la índole dinámica de la tradición, han procedido a acusar de relativismo al planteamiento de MacIntyre, que a mi juicio constituye el intento más lúcido de superar el relativismo con el consecuencialismo que conlleva. A mí me basta, por ahora, con destacar una observación de MacIntyre quien, para describir el estado babélico de las prácticamente inexistentes discusiones filosóficas sustantivas que cabe registrar en la actualidad, señala que no nos ponemos de acuerdo ni siquiera acerca de la naturaleza de nuestros desacuerdos. Una significativa experiencia sería la de preguntar, antes de su comienzo, a los asistentes a cualquier congreso internacional de filosofía, si esperan llegar a su término a algún tipo de acuerdos o conclusiones comunes.
Desde un punto de vista metafísico, lo más interesante de la renovada comprensión del carácter narrativo de la filosofía es precisamente que, con ella, se ha rescatado el carácter teleológico tanto del sujeto que indaga como de la realidad que se investiga. Como dice Encarna Llamas, en referencia a Charles Taylor, “la identidad humana es doblemente teleológica” [19]. Por un lado, el agente que investiga está buscando su propia plenitud intelectual y moral en el proceso de inquisición, porque la verdad y el bien confieren su perfección a la persona humana. Pero es que, al mismo tiempo, la realidad que se pretende esclarecer está en sí misma orientada hacia fines, de manera que su explicación definitiva no puede ser sino teleológica.
Rasgo de raigambre aristotélica, compartido por ambos pensadores, que les sitúa en la desenfilada respecto a las críticas al fundacionalismo provenientes del postestructuralismo y la deconstrucción, por una parte, y de la filosofía analítica más radicalizada (Thomas Nagel o Richard Rorty), por otra. No les falta razón a algunas de estas críticas cuando achacan a los planteamientos filosóficos racionalistas que los principios de los que pretenden partir, o bien no son intuitivamente evidentes, o bien no poseen un contenido sustantivo. Lo que pasa es que los principios de los planteamientos teleológicos no son de los que se parte, sino a los que se tiende. Con lo cual resulta que una filosofía teleológica no simplista es invulnerable a los ataques antifundacionalistas [20]. Lo cual es compatible, paradójicamente, con que se trate de un tipo de filosofía que esté máximamente interesada en hacerse vulnerable a todas las posibles objeciones, ya que su interés no reside en la evidencia y en la consistencia formal, sino en el logro efectivo de la verdad, al que las impugnaciones serias pueden contribuir mejor quizá que ninguna otra cosa.
Cabría preguntarse, finalmente, hasta qué punto este enfoque teleológico de la ética está vinculado a una metafísica teísta, es decir, a la admisión de un Dios personal y providente. La cuestión presenta la mayor relevancia para dilucidar si acontece en estos autores una efectiva superación del relativismo y del consecuencialismo. Porque, a mi juicio, el teísmo invalida al consecuencialismo en sus versiones relativistas y, obviamente, en sus variantes materialistas.
La respuesta es claramente positiva en el caso de Alasdair MacIntyre. Al menos desde 1988, fecha de la publicación de Whose Justice? Which Rationality?, el pensador escocés afirma una y otra vez su convicción de la superioridad de la tradición aristotélico-tomista, a la que considera una crítica al liberalismo mejor incluso que la marxista, y la única que puede medir armas con la genealogía nietzscheana, especialmente en su versión deconstructivista. No es extraño que, entre los aforismos de Nietzsche, MacIntyre tenga predilección por éste, tomado del Ocaso de lo ídolos: “Me temo que no nos vamos a desembarazar de Dios, porque aún creemos en la gramática”.
El caso de Taylor es más complejo. Por una parte, él mismo mantiene explícitamente que su ética hermenéutica, basada en el concepto de significatividad, no presupone la admisión de una metafísica teísta, por la fundamental razón de que Taylor no pretende conferir a su filosofía un alcance ontológico, sino mantenerse en un plano estrictamente hermenéutico o interpretativo de esa significatividad originaria, que reside en el lenguaje humano y los idiomas de las diversas culturas. Cabe, con todo, hacer un par de observaciones. La primer proviene del propio Taylor, quien en varios lugares de su obra indica que, aunque sigue manteniendo su pretensión de no hacer metafísica y, por lo tanto, de no pronunciarse filosóficamente acerca del teísmo, tiende intuitivamente, como por una suerte de intimación, a pensar que la admisión de un Dios personal está más de acuerdo que cualquier otra hipótesis con su teoría de los bienes como condiciones de posibilidad de su ética de la identidad personal. La segunda observación, sugerida por Encarna Llamas, apunta a la ambivalencia de la hermenéutica, la pretensión de atenerse a la cual conduce a Taylor a no llegar a las últimas consecuencias de su propia filosofía, por ausencia de un discurso ontológico [21].
Cabría, en definitiva, preguntarse si es posible una filosofía puramente hermenéutica que no penetre en cuestiones ontológicas. A mi juicio, Heidegger sentenció a su modo un aspecto de la cuestión cuando presentó su hermenéutica del existente humano como una ontología fundamental. Pero dejó otras zonas en la penumbra cuando, por ejemplo, se negó a incluir la ética en su proyecto, al que por cierto consideró como un definitivo abandono de la tradición metafísica occidental.
Por lo que concierne al planteamiento de la ética, bastaría por esta vez con señalar que la referencia a un Dios personal, al menos como uno de los tres hiperbienes –junto con la naturaleza clásica y la libertad moderna- da lugar a “evaluaciones fuertes” que constituyen el fundamento de la autenticidad humana. Mientras que navegar en el nivel de los cálculos utilitaristas o pragmatistas impide superar el plano de las “evaluaciones débiles”, insuficientes para el encaminamiento de una ética de la identidad personal elaborada a la altura de nuestro tiempo.
Notas
[1] Para una visión rigurosa y global del pensamiento de Taylor, tengo en cuenta sobre todo: LLAMAS, Encarna: Charles Taylor. Una antropología de la identidad. Pamplona, EUNSA, 2001.
[2] Para este autor, remito a la excelente monografía: FIGUEIREDO, Lídia: La filosofía narrativa de Alasdair MacIntyre. Pamplona, EUNSA, 1999.
[3] ANSCOMBE, G. E. M.: “Modern Moral Philosophy”
[4] MACINTYRE, Alasdair: After Virtue. Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1981.
[5] Cfr. FIGUEIREDO, op. cit., p. 172.
[6] Cfr. TAYLOR, Charles: Fuentes del yo. Barcelona, Paidós, 1996, p. 161 y passim.
[7] MACINTYRE, Alasdair: Tras la virtud. Barcelona, Crítica, 1987, p 51.
[8] MACINTYRE, Alasdair: Justicia y racionalidad. Conceptos y contextos. Barcelona, Eiunsa, 1994, p. 323.
[9] SPAEMANN, Robert: Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar. Madrid, Eiunsa, 2003.
[10] TAYLOR, Charles: La ética de la autenticidad. Barcelona, Paidós, 1994.
[11] Ibid.
[12] TAYLOR, Charles: “What is Human Agency?”, en Human Agency and Language. Philosophical Papers I. Nueva York, Cambridge University Press, 1985, p. 35.
[13] MACINTYRE, Alasdair: “Plain Persons and Moral Philosophy: Rules, Virtues and Goods”, The American Catholic Philosophical Quarterly, LXVI/1, 1992
[14] Cfr. MACINTYRE, Alasdair: “How can we learn what Veritatis Splendor has to teach?”, The Thomist, LVIII/2, 1994.
[15] Cfr. TAYLOR, Charles: “A World Consensus on Human Rights?”, Dissent 43, 1996.
[16] Cfr. FIGUEIREDO, op. cit., pp. 90 ss.
[17] TAYLOR, Fuentes del yo, edic. cit., pp. 64-65.
[18] MACINTYRE, Alasdair: Tres versiones rivales de la ética. Enciclopedia, genealogía y tradición. Madrid, Rialp, 1992, pp. 113-114.
[19] LLAMAS, op. cit., p. 255.
[20] Cfr. MACINTYRE, Alasdair: First Principles, Final Ends and Contemporary Philosophical Issues. Milwaukee, Marquette University Press, 1990.
[21] LLAMAS, op. cit., p. 267.
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“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |