El hombre como sujeto de la experiencia moral
El primado antropológico y cognitivo de la razón y la verdad de la subjetividad
Martin Rhonheimer
Congreso Internacional de Teología moral
Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM)
27, 28 y 29 de noviembre 2003
(Versión breve, leída en el congreso)
Traducido del alemán por José Carlos Mardomingo.
Sumario
1. La subjetividad moral y la pregunta acerca de su verdad .- 2. La doctrina aristotélica de la virtud y el gobierno de la razón.- 3. La pregunta relativa a los principios de la razón práctica.- 4. La “luz de la razón natural” y su función normativa.- 5. La ‘lex naturalis’ como obra de la razón práctica y la subjetividad originaria de lo moral.- 6. La prioridad de la autoexperiencia de la razón práctica y las relaciones entre ética y metafísica.- 7. La potenciación de la razón, por la teología de la creación, como autonomía cognitiva y “teonomía participada”.- Conclusiones: la autoridad última de la razón y su “salvación” por la fe.
1. La subjetividad moral y la pregunta acerca de su verdad
Da buena muestra de la amplitud de miras y del arrojo de los organizadores de un congreso de teología moral que hayan elegido a un filósofo para abrir la serie de ponencias. Pues los filósofos hablan de cosas que no suelen interesar mucho a los teólogos, y menos a los obispos. Se preguntan, por ejemplo, “¿qué es el objeto de una acción moral?”, o “¿cuál es el criterio de la moralidad: la naturaleza o la razón?“; hablan de la fundamentación de las normas, de teoría de la acción y de la cuestión de si la prudencia depende de las virtudes morales o más bien éstas de aquélla; discuten acerca de si el “iudicium conscientiae“ es lo mismo que el “iudicium electionis“, de qué es exactamente la “intención” y de si la razón práctica y la razón teórica tienen o no cada una un punto de partida independiente de la otra. En esas discusiones los teólogos echan de menos una dimensión más profunda, que no es otra que precisamente la teológica, así como la relevancia pastoral. Lo que según ellos debería ocupar el centro de la atención es algo totalmente distinto: la fundamentación cristológica de la moral, por ejemplo, la doctrina de la gracia, la fundamentación bíblica de las normas morales o las relaciones entre pecado, conversión y seguimiento de Cristo, o entre la libertad y aquella verdad que es Cristo mismo, el Verbo de Dios encarnado.
Por esta razón a muchos teólogos las partes de la Veritatis splendor que más les gustan son su bello capítulo cristológico, el primero de la Encíclica, y el tercero, netamente pastoral, y por lo general dejan a un lado el segundo capítulo, que es de naturaleza más bien ético-filosófica. Les parece un molesto cuerpo extraño.
Una rápida mirada al programa del Congreso muestra que sus organizadores no han sucumbido ni en lo más mínimo a ese peligro. Gran parte de los oradores son filósofos. También resulta evidente que los teólogos que tomarán la palabra en este Congreso no le tienen ningún miedo al segundo capítulo de la Veritatis splendor. Me congratulo de que así sea, ya que muestra en qué gran medida la teología moral actual ha cobrado conciencia de la necesidad de ahondar en la fundamentación filosófica y de recurrir a modos de argumentación racional. Fomentar precisamente esto era sin duda uno de los más importantes propósitos de la encíclica cuyo décimo aniversario vamos a conmemorar en este Congreso.
En mis reflexiones me voy a limitar a un tema que no se trata explícitamente como tal en la Encíclica, pero que sin embargo la atraviesa a modo de hilo conductor: “el hombre como sujeto de la experiencia moral”. Lo hago, en primer lugar, porque este tema me ha sido propuesto por los organizadores. En segundo lugar, también porque estoy convencido de que uno de los contenidos centrales de la Veritatis splendor es el descubrimiento –o el redescubrimiento– de la persona como sujeto moral, y por tanto de la “subjetividad de lo moral”.
Puede que en vista del propósito de la Encíclica de defender precisamente la objetividad de las normas morales esto que acabo de decir resulte sorprendente. Pero todo depende de qué se entienda por “subjetividad”. Para aclarar este punto me he decidido a añadir a mis reflexiones este subtítulo: “El primado antropológico y cognitivo de la razón y la verdad de la subjetividad”.
A lo que me refiero es a la subjetividad de un hombre al que definimos clásicamente como animal rationale. No se trata de la subjetividad de una voluntad autónoma en sentido kantiano, que trata de afirmar su libertad frente a las inclinaciones y pulsiones y que por ello no se somete a las representaciones del bien surgidas de sus inclinaciones, sino exclusivamente al deber de imperativos racionales categóricos y elevados por encima de toda inclinación. Me refiero, más bien, a la subjetividad de un ser vivo que se distingue por poseer entendimiento y razón, cuyo objeto, en cuanto razón práctica, no es otro que la verdad de la realización del propio ser: de un ser tal y como se muestra por naturaleza en inclinaciones y pulsiones, pero también en una razón inserta en esas inclinaciones y pulsiones, que las regula y ordena y para la cual, así pues, es fundamento del obrar y principio moral no el “deber” elevado por encima de todo bien vinculado a la inclinación, sino precisamente el bien condicionado por la inclinación, pero tal y como comparece ante la razón. “Subjetividad de lo moral” significa entonces lo mismo que “racionalidad de lo moral”, y hace referencia concretamente a una especie de racionalidad que a su vez consiste en la objetividad de “lo bueno para el hombre”, en aquella objetividad que no es sino “la verdad de la subjetividad”.
2. La doctrina aristotélica de la virtud y el gobierno de la razón
La categoría de “verdad de la subjetividad” se remonta a Aristóteles, quien no sólo introdujo en la ética la subjetividad de lo moral de una forma que aún no ha sido superada, sino que incluso, en la Ética a Nicómaco, parte de ella desde la primera línea. Para Aristóteles el hombre que actúa es básicamente un ser que tiende al bien en todas sus formas posibles, de modo que cabe designar el bien precisamente como aquello a lo que todas las cosas tienden. El concepto mismo de bien en cuanto bien práctico es el concepto de lo que es objeto de una tendencia. Por ello, la tendencia humana y el obrar causado por ésta –praxis– están expuestos al engaño. Los juicios prácticos se hallan necesariamente condicionados por nuestros afectos y emociones, y esto significa que el bien que podemos querer y hacer será siempre y sólo aquél que nos parezca un bien. Así, el bien práctico es esencialmente un phainómenon agathón (EN III, 4). La “aparición” del bien nos puede engañar, pues no siempre lo que nos parece ser un bien es bueno en realidad. El hombre puede ser engañado por los sentidos, por el placer y también por algo que San Agustín fue el primero en subrayar en toda su profundidad: el torcimiento, la curvatio de la voluntad misma.
De la experiencia de la posible discrepancia entre lo que parece bueno y lo que no sólo lo parece, sino que además lo es en realidad, se deriva el programa no sólo de la autoilustración ética sobre “lo bueno para el hombre” en el campo de la praxis, sino también para la realización de ese bien en la praxis del sujeto: es necesario aclarar la cuestión de bajo qué condiciones lo que nos parece bueno es en realidad verdaderamente bueno, o, a la inversa, bajo qué condiciones lo verdaderamente bueno nos parece bueno también subjetivamente, de manera que tendamos realmente a lo que es recto y lo hagamos.
La respuesta aristotélica a esa pregunta reza así: eso sucede bajo la condición de que la razón (logos) o el intelecto (nous) gobiernen en nosotros, de que así pues actuemos conforme a la razón, pues –según se dice en el De Anima– “el intelecto siempre es recto, sólo la tendencia y la imaginación (sensible) pueden no serlo” (DA III, 10, 433a 27-28). La tesis originalmente platónica del primado antropológico del intelecto y del logos, que también incluye la tesis de su primado cognitivo, descansa en la convicción de que el intelecto, el entendimiento, la razón –una especie de “Dios en nosotros”– tienen lo verdadero como objeto por naturaleza, y por ello infaliblemente; designan aquella “parte” del ser del hombre que nos caracteriza específicamente como hombres. Esto, al menos en Aristóteles, no está entendido de un modo dualista, sino en el sentido de que sólo a la “parte racional del alma”, en su calidad de “parte superior del alma”, corresponde dirigir nuestra mirada interior a la realidad en su verdad auténtica, y ello concretamente porque y en la medida en que se trata de una mirada del intelecto y de la razón. Pues la estructura esencial y la verdad más íntimas de toda “realidad” son inteligibles, y por tanto objeto natural del intelecto.
Así pues, el intelecto aparece aquí –para emplear la metáfora que tan decisiva llegará a ser precisamente en el neoplatonismo y en el aristotelismo tomista– como una luz que, por así decir, hace visibles los colores y contornos de la realidad, y por tanto a ésta misma en su más íntima esencia: al igual que por su naturaleza propia la luz ilumina y hace visible y no puede ofuscarse, desviarse u oscurecerse por sí misma, sino a lo sumo por obra de una cosa distinta de ella, así también el intelecto es como tal aquella luz que nos hace posible mirar a la verdad, y en sentido práctico mirar a “lo bueno para el hombre”. Por sí misma la luz del entendimiento no puede sino iluminar, hacer visible lo inteligible, pero puede ser ofuscada, desviada u oscurecida por el desorden de los sentidos, por las emociones y por las pasiones, por el engaño del falso placer, por el descarrío y torcimiento de la voluntad.
Con ello queda fijado el programa ético: una vez está claro que “lo en verdad bueno para el hombre” nos parece bueno cuando y sólo cuando nuestra percepción del bien está guiada por la razón y por tanto se halla bajo el gobierno del intelecto, se deriva de ello la siguiente pregunta: ¿bajo qué condiciones queremos, tendemos y actuamos racionalmente? La respuesta platónica, dualista, a esta pregunta reza así: cuando hemos conocido el bien con nuestro entendimiento. Quien actúa mal, lo hace por ignorancia. El virtuoso es alguien que sabe, y la falta de virtud es falta de saber, de un saber de naturaleza epistémica: falta de intuición de la esencia del bien, un déficit de theôria. Esta carencia llega a darse porque el entendimiento ve impedido su libre despliegue por la índole corporal del hombre. En consecuencia, como se dice en el Fedón (63e-69e), lo mejor para el que ama la verdad es la muerte, esto es, despedirse del cuerpo: sólo entonces es posible la contemplación imperturbada de la verdad.
Aristóteles no rechaza de plano esa respuesta, pero la transforma en un punto decisivo. También él es de la opinión de que quien no sabe del bien no puede actuar bien. Pero añade que es perfectamente posible saber del bien y sin embargo hacer el mal, puesto que existe otro tipo de ignorancia: la ignorancia que nos afecta en el instante de la elección de una acción porque nuestras tendencias e inclinaciones ofuscan el juicio de la razón y la arrastran tras de sí. Es posible tener buenos principios –por ejemplo saber que uno no se debe acostar con la mujer del vecino– y sin embargo, vencido por la emoción y la pasión, juzgar aquí y ahora que eso es bueno, y hacerlo. Quien actúa así, dice Aristóteles, está actuando realmente por ignorancia, pero no por ignorancia en el plano de los principios generales, sino en el plano del juicio de acción concreto relativo a lo que “aquí y ahora” tenemos por bueno, toda vez que ese juicio, que es el que decide qué haremos u omitiremos en cada caso, está sujeto a ataduras emocionales. La virtud es “recto saber” en este plano, pero en este plano el recto saber presupone precisamente el recto orden de las emociones.
Por ello, la excelencia o perfección moral –la ethikê aretê–, la virtud, no es mero saber de naturaleza epistémica, sino una cierta armonía entre las emociones y la razón. De esta manera se asegura la eficacia del saber moral general para el actuar concreto y queda evitado el error en la elección. Dado que el moralmente excelente siente placer y displacer del modo recto y por lo tanto no se ve engañado por ellos –dice Aristóteles– “juzga bien todas las cosas y en todas ellas se le muestra la verdad”. Precisamente por ello, porque “ve la verdad en todas las cosas”, llega a ser para él mismo “el canon y la medida” de lo verdaderamente bueno (EN III, 6, 1113a 29-34).
Así pues, el problema ético queda solucionado cuando las pasiones, pulsiones, inclinaciones y emociones, en lugar de ser un obstáculo para la razón, le prestan apoyo e incluso gracias a su buena índole –templanza, fortaleza– le señalan el camino. El programa aristotélico no es el desprendimiento platónico de la corporalidad, los sentidos y las pulsiones, sino “tender conforme a la razón” y “juzgar en concordancia con el recto tender”.
Por ello la ética aristotélica es esencialmente una ética de la virtud. Entiende la moralidad no como seguimiento de reglas con la finalidad de producir un mundo mejor, sino como un programa de mejora no sólo de la propia praxis, sino del propio ser. La moralidad se plantea siempre y esencialmente la pregunta de en qué tipo de hombre se convierte uno cuando hace esto o esto otro, y si esto o aquello conduce a la consumación a la que damos el nombre de felicidad. Pero es esencialmente una ética racional de la virtud, que sabe vincular a condiciones cognitivas del ser bueno el ser bueno del hombre y de su actuar y mide las posibilidades del ser feliz conforme a criterios de racionalidad. Sin embargo, precisamente aquí piensa la “subjetividad de lo moral” con toda radicalidad: la razón práctica está inserta en la tendencia originaria del sujeto al bien, es siempre y en cada caso “mi razón”, y no sencillamente interiorización de reglas procedentes de una naturaleza experimentada como un objeto situado frente al sujeto. A lo sumo, sólo puede ser fundamento de la moralidad una naturaleza que comparezca en la autoexperiencia del sujeto como práctica, a saber, como razón práctica que capte lo “racional por naturaleza”, esto es, los fines de las distintas virtudes.
3. La pregunta relativa a los principios de la razón práctica
Es sabido que la ética aristotélica incurre aquí en una argumentación circular, ya que para el Estagirita la virtud moral depende de la racionalidad práctica, mientras que al mismo tiempo la racionalidad práctica presupone la posesión de la virtud. Es el fin el que hace correcta la razón de los medios, y ese fin viene dado por la virtud, pero a su vez la virtud, para ser virtud moral, necesita precisamente de aquella razón a la que ella sin embargo tiene que proporcionar los fines. Ahora bien, este círculo no es una inconsistencia lógica de la ética aristotélica, sino que, muy al contrario, se trata de una de sus tesis esenciales y es parte integrante de su verdad.
Y es que el círculo aristotélico describe con toda precisión la dimensión práctica de la condición humana y es expresión adecuada de la subjetividad de lo moral. En sentido propio solamente se puede hacer el bien y ser bueno en la medida en que se tenga conocimiento del bien. Sin este tipo de subjetividad no hay moral alguna. Por mucho que se hable de “las exigencias objetivas de la moral” y de “normas morales objetivas”, sin conocimiento del ser bueno de lo que hay que hacer no existe ninguna posibilidad de llegar a ser una buena persona haciendo el bien ni, por tanto, de acertar con el sentido de la moralidad (cfr. también VS 35, 4.)
Pero, por otra parte, el fin, y por tanto también el bien, se le manifiesta a cada uno conforme a su propia índole subjetivo-afectiva: al virtuoso le parece buena y deseable la virtud, y al malo el vicio. La subjetividad última de lo moral se convierte así, al mismo tiempo, en el más radical peligro que corre.
Precisamente por ello este círculo nos conduce a una pregunta decisiva, a la pregunta relativa a los principios de la razón práctica y del conocimiento moral: ¿es posible, sin poseer la virtud, tener un concepto de “lo bueno para el hombre” y así pues captar el bien humano en el sentido de principios o “normas” morales? Aristóteles no elaboró más que los rudimentos de esa teoría ética de los principios. Consiste esa teoría, por un lado, en la referencia a las opiniones acerca del bien albergadas por los mejores y los más sabios y en el ejemplo personal que nos dan, por ejemplo en el contexto de la polis ática en la figura de Pericles, y por otra parte encontramos esa respuesta en los libros sobre política a los que remiten expresamente los últimos apartados de la Ética a Nicómaco: la polis bien ordenada y sus leyes sustituyen la falta de virtud y conocimiento de quien prefiere dar seguimiento a las pasiones antes que a la razón, y en último término le instan a hacer el bien mediante la coacción de las leyes y de las penas que éstas comportan.
En Aristóteles no encontramos mucho más a este respecto. La “subjetividad de lo moral” aristotélica llega en este punto a sus límites. La causa es muy sencilla: Aristóteles piensa que en el vicioso ha quedado destruido el principio mismo de toda moralidad, y que por ello es incapaz de conversión. Una persona cuyas pasiones hayan corrompido “lo mejor que hay en ella”, la razón, sólo puede ser instada a hacer el bien mediante la coacción externa. El virtuoso llega a ser, así, un caso excepcional, perteneciente a una élite, mientras que para los muchos, para la masa, la polis como un todo y sus leyes ocupan el lugar de la razón, la cual, como universal, solamente existe en esa forma. La ética se convierte en una ética de la polis. El poder de la verdad de la razón, que al principio parecía universal, se disuelve así en la particularidad de un ethos concreto.
La verdad de la ética aristotélica y la herencia platónica en ella asimilada no llegan a su pleno despliegue hasta su inserción en el contexto de la metafísica de la creación de impronta cristiana. Es la Revelación judeo-cristiana la que provoca la eclosión de los presupuestos categoriales en virtud de los cuales puede alcanzar toda su vigencia la doctrina platónico-aristotélica del poder de la verdad del intelecto, que ve en éste “lo mejor que hay en nosotros”. Con ello se salva, al mismo tiempo que la subjetividad de lo moral, la universalidad de lo moral y la razón que subyace a esa universalidad. De esa manera es posible superar el mencionado círculo y cae por tierra la premisa esencial de la ética aristotélica de la polis que ponía en peligro la universal subjetividad de lo moral, a saber, la premisa de que sólo el virtuoso posee conocimiento moral, mientras que el vicioso no se puede convertir y únicamente cabe obligarle a hacer el bien mediante la coacción de leyes externas. Tiene lugar, así pues, una cierta “democratización de la virtud”.
A través del neoplatonismo judío el pensamiento de inspiración bíblica y cristiana descubre otra ley diferente: la ley que llevamos en nuestro corazón y que por eso recibe el nombre de “ley de la naturaleza”. No sólo la doctrina de que Cristo es el “logos” divino eterno e increado, sino también la de que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios conducen a una modificación de la doctrina estoica de la lex aeterna como ley del cosmos a través de la cual el hombre realiza su libertad cuando se somete a ella tras conocer su necesidad.
Los primeros teólogos cristianos –los Padres de la Iglesia– se separaron radicalmente de ese modo de ver las cosas, a pesar de toda la influencia estoica que recibieron. Pues para ellos, cristianos como son, la imagen y semejanza de Dios no se encuentra en el cosmos, y la ley eterna no es un logos que está presente por doquier en el cosmos y lo gobierna; la imagen y semejanza de Dios en este mundo es exclusivamente el alma humana, que de esa manera queda sustraída al orden del cosmos. Por ello, la ley eterna de Dios por la que todo está ordenado no es un logos de la naturaleza y la participación en ella no es la oikoiesis estoica, la asimilación racional del orden de la naturaleza, una especie de “aclimatación” a ésta y sometimiento a sus necesidades. La ley eterna que subyace a toda naturaleza es más bien, en primer lugar, la sabiduría del creador divino, que precisamente trasciende toda naturaleza. El hombre no participa en esa sabiduría sencillamente porque sea “naturaleza”, sino a través de su propia razón, la cual no es otra cosa que participación en la luz divina de la sabiduría del Creador. Por ello el cristiano Ambrosio de Milán escribe en el siglo IV –en último término de modo nada estoico– que la ley natural es la “voz de Dios” inscrita en nuestro corazón a través de la cual “id quod malum est naturaliter intellegimus esse vitandum et id quod bonum est naturaliter nobis intellegimus esse praceptum”: la voz “mediante la cual de modo natural conocemos el mal que debemos evitar y de modo natural conocemos el bien que nos está mandado hacer” (De Paradiso, 8, 39).
Así pues, mientras que por ejemplo Cicerón, de modo plenamente estoico, designa la lex naturalis como “ratio summa, insita in natura” (De Legibus I, 6, 18), o como “recta ratio naturae congruens” (De Republica, III, 22, 33) que nosotros “extraemos de la naturaleza” (Pro Milone IV, 10), para San Ambrosio es un tipo de conocimiento natural: no, como sucede en Cicerón, “voz de la naturaleza”, sino más bien “voz de Dios” en nosotros que se nos manifiesta precisamente mediante el conocimiento natural de la razón.
Así pues, el tema platónico-aristotélico del nous y del logos como el “Dios en nosotros” y “la parte rectora del alma” regresa aquí habiendo adoptado una figura cristiana y con la correspondiente potenciación. El intelecto regresa como la fundamental capacidad del hombre de regirse por “lo bueno para el hombre”, concretamente a través de una racionalidad que está garantizada, ya antes de que se posean las virtudes morales, por una “luz de la razón” que es propia de la naturaleza humana en cuanto naturaleza, que por tanto no se puede perder y está siempre presente, y mediante la cual la “subjetividad de lo moral” queda confirmada de modo nuevo y hasta ahora aún no superado. Por ello, para Tomás de Aquino la “ley de la naturaleza” no es una ley del cosmos, sino que, como se dice en el prólogo de su comentario al Decálogo, la ley de la naturaleza “no es otra cosa que la luz del entendimiento infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella sabemos qué se debe hacer y qué se debe evitar. Esta luz y esta ley nos han sido dadas por Dios al crearnos” (In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta, Prologus).
Casi mil años después de San Ambrosio seguimos encontrando en Santo Tomás esta perspectiva específicamente cristiana de la época de los Padres. Sólo siglos más tarde, bajo la impresión de la ciencia natural moderna y de las “leyes naturales” por ella descubiertas –las leyes de Kepler sobre el movimiento de los planetas, las leyes del movimiento de Newton, las leyes de la caída de los graves de Galileo, etc.– se empezará a hablar en el campo de la ética de una “ley natural” en el sentido de una “legalidad” inherente a la naturaleza y, por tanto, recayendo en la perspectiva estoica, se irá reduciendo paulatinamente lo racional a lo natural y se volverá a concebir la ley natural en el campo de la moral más bien en sentido estoico, es decir, como una especie de “normatividad de lo natural”.
La versión tomasiana de la doctrina de la lex naturalis, enmarcada como está en la tradición aristotélica y en la metafísica de la creación, no es otra cosa que la teoría ética de los principios de la razón práctica que falta en Aristóteles. La lex naturalis misma es, así pues, la capacidad propia de todo hombre de hacer real la “verdad de la subjetividad” y, por tanto, de hacer real la subjetividad de lo moral. Da buena prueba de lo que antes he denominado “democratización de la virtud”.
4. La “luz de la razón natural” y su función normativa
La caracterización que Santo Tomás hace de la ley natural como “la luz del entendimiento infundida en nosotros por Dios”, mediante la cual “sabemos qué se debe hacer y qué se debe evitar” y es una luz y una ley que “Dios nos dio al crearnos”, se aduce en dos ocasiones en la encíclica Veritatis splendor (números 12 y 40). Por ello, cabe considerar esa cita como uno de los leitmotive de la Encíclica. También encontramos en la VS la formulación de León XIII, ausente durante largo tiempo en los textos magisteriales –probablemente por influencia de ciertas corrientes del neotomismo–, de que la ley natural, a través de la cual habla la autoridad del legislador divino, está “inscrita y cincelada en el corazón de cada hombre (…), dado que no es otra cosa que la razón humana misma en la medida en que nos manda hacer el bien y nos prohíbe pecar” (encíclica Libertas praestantissimum, 1888).
Para no entender mal esta doctrina enteramente tomasiana de la ley natural como praescriptio rationis y no perder de vista su función esencialmente cognitiva hemos de leerla sobre su trasfondo platónico-aristotélico. La estaríamos entendiendo erróneamente tan pronto considerásemos la razón sólo como órgano de conocimiento de una “naturaleza” situada frente a la razón en calidad de objeto y de una norma, cognoscible por la razón teórica, que por así decir se pudiese leer en la naturaleza. Ese sería un error, ya que el intelecto, la razón, no son órgano de conocimiento de la norma moral, sino que ellos mismos son la norma moral, y, por cierto, lo son porque y sólo porque ellos son asimismo naturaleza: “naturaleza” del hombre, parte de su ser, y precisamente, dicho al modo de Aristóteles, la “parte rectora del alma”, el “Dios en nosotros”. El intelecto nos abre la mirada a la verdad inteligible del bien, al cual, en cuanto seres humanos, tendemos desde el primer momento por naturaleza con unas pulsiones, inclinaciones y deseos a los que, sin embargo, dado que son mera naturaleza no guiada por la razón, su auténtico fin les queda oculto.
La razón –en cuanto despliegue discursivo del intelecto– es, así pues, regla y criterio de moralidad, y ello porque la naturaleza del hombre está informada por un alma esencialmente dotada de razón y que es sencillamente el principio esencial y vital del hombre. La constitución misma metafísico-antropológica del hombre fundamenta, así pues, la función naturalmente normativa de la razón. Precisamente porque en el hombre la “racionalidad” es “naturaleza”, el criterio de “lo bueno para el hombre” no es sencillamente la “naturaleza”, sino la “razón”. Ese bien es esencialmente un “bien de la razón”, un bonum rationis.
Así queda de manifiesto precisamente cuando Santo Tomás define la lex naturalis como “participación en la ley eterna” (I-II, 91, 2). Y es que esta definición se torna poco clara, ambigua e incluso ininteligible cuando no se la refiere a la doctrina platónico-aristotélica del primado antropológico y cognitivo del intelecto y la razón y a su “función de luz”. Esta definición no implica limitación alguna de la razón, sino, muy al contrario, la fundamentación y potenciación de su posición central, ya que –prescindiendo ahora de la Revelación– solamente conocemos la ley eterna de Dios gracias a nuestra razón, que “se deriva del espíritu divino como imagen y semejanza suya” (I-II, 19, 4 ad 3).
Justo por ello Santo Tomás ve en la pregunta contenida en el salmo 4, por él citado una y otra vez, “Muchos dicen: ¿quién nos mostrará el bien?”, y en la respuesta que da el salmista, “¡Señor, haz que tu rostro brille sobre nosotros!”, una confirmación bíblica de que “la luz de la razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo –tal es el fin de la ley natural– no es otra cosa que la luz divina impresa en nosotros” (I-II, 91, 2; citado en VS 42). Difícilmente se podría expresar con más claridad la integración de la doctrina platónico-aristotélica del primado antropológico y cognitivo del intelecto, de la “razón natural”, en la perspectiva de la teología cristiana de la creación.
La tesis tomasiana, que no admite compromiso alguno, de la razón como norma, regla, criterio de moralidad, que precisamente muchos tomistas atenúan y eluden una y otra vez cuando reconocen la razón solamente como órgano de conocimiento de la norma, pero no como norma ella misma, reaparece así pues en la VS en un lugar central. Con esa tesis no se está sosteniendo que la razón natural dé origen por sí misma al bien a partir de la nada, de modo por así decir “creador”. Antes bien, lo hace como razón de un ser vivo constituido en unidad corporal-espiritual. La razón “normativiza”, y por lo tanto necesita “algo” que normativizar. Normativiza la realidad que nosotros somos en cuanto seres que por naturaleza tendemos al bien, normativiza lo que Santo Tomás llama las “inclinaciones naturales” sobre las cuales nosotros no podemos disponer con libertad, toda vez que se trata de naturaleza que nosotros mismos somos, pero ellas mismas no son normas morales: antes bien, como subraya Santo Tomás, forman parte de la ley natural en la medida y sólo en la medida en que estén reguladas por la razón (I-II, 94, 2 ad 2).
Esas inclinaciones naturales no son sencillamente “material sin elaborar” y carente de forma o figura definida, sino una estructura ya poseedora de forma en virtud de su propia naturaleza, dotada de función inherente y referencia a determinados fines y sobre la cual la razón no puede disponer arbitrariamente sin malograrse a sí misma en cuanto razón de un ser natural constituido en unidad esencial corporal-espiritual. Ahora bien, por otra parte la ley natural no es sencillamente la inclinación natural, sino la inclinación natural ordenada conforme a las exigencias de la razón. Al igual que toda ley, también la ley natural es ordinatio rationis (I–II, 90, 4), es aliquid per rationem constitutum y un opus rationis (I-II, 94, 1), de modo que el orden moral establecido por ella en los actos de la voluntad es ordo rationis. Las dos cosas, inclinación dada por naturaleza y razón, se relacionan entre sí como la materia y la forma que se unen para constituir una unidad esencial. Con ello queda excluido todo dualismo antropológico.
Así, para aclarar con un ejemplo lo que estamos diciendo, la pulsión sexual dirigida al cuerpo de otra persona, y las vivencias afectivas a ello unidas, sólo en el horizonte de la razón se convierten en el bien humano del amor conyugal: un amor que sirve a la transmisión de la vida en entrega recíproca, en una benevolencia referida al conjunto de la persona –amistad– y en fidelidad indisoluble. Esto, el amor conyugal, es la verdad de la “sexualidad” humana, pero se trata de una verdad que sólo toma forma en el orden de la razón. Sólo en el orden de la razón recibe la “sexualidad” en cuanto naturaleza la configuración que la distingue como bien humano fundamental, y sólo en ese orden se entiende correctamente, en su figura personal y por tanto humana, la relación existente entre la sexualidad humana y el amor. Como mera naturaleza la sexualidad tiene que ver a lo sumo con la reproducción y la satisfacción placentera, y no con la amistad, el amor, la entrega o la fidelidad. Así pues, ningún mandato de la ley natural puede referirse a una sexualidad entendida meramente en ese sentido natural; semejante mandato no ofrecería orientación e indicación moral alguna al actuar humano.
5. La ‘lex naturalis’ como obra de la razón práctica y la subjetividad originaria de lo moral
Llegamos así a una primera consecuencia decisiva: porque la ley natural es una ordinatio rationis, y sólo por ello, la razón normativiza en cuanto razón práctica. ¿Qué es la razón práctica? En lo que respecta a la facultad, no es una razón distinta de la especulativa o teórica, sino solamente la ampliación de la única potencia intelectiva al campo del actuar (I, 79, 11). Es la razón única del hombre, capaz de captar la verdad y la realidad, cuando se despliega en el contexto de la inclinación natural, antes que nada y fundamentalmente en el contexto de la tendencia al bien como tal que subyace a cualquier otra tendencia. Cuando Santo Tomás habla sobre el punto de partida del proceso de la razón práctica y del primer principio de la misma (I-II, 94, 2), cita –y no por casualidad– precisamente la frase con la que se abre la Ética a Nicómaco de Aristóteles: “El bien es aquello a que todas las cosas tienden” (EN 1, 1, 1094a 3).
El bien aparece originariamente en el contexto de la tendencia: de la inclinación, del desear y querer. Únicamente en este contexto la razón se hace práctica y empuja a actuar. El hombre no sólo es un ser que capta la realidad teóricamente, epistémicamente, especulativamente y así se ve remitido a la ley fundamental del ser conforme a la cual lo que es no puede no ser a la vez en el mismo sentido, sino que el hombre es también, de suyo, un ser que tiende, que va en pos del bien. Y en ese punto empieza la actividad de la razón con un principio asimismo primero, no derivado de otro superior a él: “Hay que hacer el bien y evitar el mal” (I-II, 94, 2): se trata del primer principio de la lex naturalis, en el que se basan todos los ulteriores principios (o mandatos) prácticos conocidos de forma natural por la razón.
Los principios de la razón práctica tienen como objeto “lo bueno para el hombre” en su forma fundamental y universal, todavía no como acción ejecutable concretamente, sino como principio normativo del ser buena de toda acción concreta. Ese bien es por su esencia propia el bien tal y como es conocido y ordenado por la razón, es un bonum rationis. Se abre a la mirada del hombre de forma originaria en la autoexperiencia de la razón práctica.
La originalidad de la doctrina tomasiana de la lex naturalis reside en que está pensada consecuentemente desde el sujeto. Repitámoslo de nuevo: no es la ley cósmica estoica, tal que el hombre encuentra su libertad en el sometimiento a ella subsiguiente al conocimiento de su necesidad –como dirá todavía Hegel–, sino participación activa en la razón de la Providencia divina mediante la cual el hombre mismo llega a ser “providentia particeps, sibi ipsi et aliis providens“ (I-II, 91, 2). Sólo mediante la razón se hace visible qué es bueno para el hombre, y sólo mediante la razón la pulsión, la inclinación, la tendencia de todo tipo conducen a lo que llamamos “acción humana”: un obrar resultante de un querer, de un querer guiado por la razón. Por ello es la razón, como dice Santo Tomás, radix libertatis, “raíz de la libertad” (I-II, 17, 1 ad 2; De veritate 24, 2).
Que la lex naturalis tomasiana está pensada desde el sujeto se echa de ver también en que en Santo Tomás es al mismo tiempo el principio de la praxis como tal y el principio de la moralidad de esa praxis: a través de la ley natural el sujeto se constituye simultáneamente como sujeto práctico y como sujeto moral, pues esa ley es al mismo tiempo principio de acción y principio moral: mueve al sujeto a “hacer el bien y evitar el mal” y simultáneamente es norma de la moralidad de ese obrar. Los preceptos de la lex naturalis son, en cuanto principios de la razón práctica, precisamente los impulsos inteligibles que nos mueven a actuar, pero al mismo tiempo colocan a ese actuar desde el primer momento bajo la diferencia moral de “bueno” y “malo”, y por tanto le conceden su dimensión moral y personal.
Por ello, lo que la Veritatis splendor afirma en su nº 43 suena como un resumen de lo dicho hasta ahora: “…Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no "desde fuera", mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino "desde dentro", mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación”.
6. La prioridad de la autoexperiencia de la razón práctica y las relaciones entre ética y metafísica
Una interpretación neoescolástica que sigue estando muy difundida ve en la lex naturalis sobre todo una “ley de la naturaleza” en el sentido de una “legalidad natural”, de una legalidad, inherente a la “naturaleza” en cuanto “realidad objetiva” o situada frente al entendimiento humano en calidad de objeto, que se conoce primero y se sigue después como una especie de “código moral”. En ese caso, la razón práctica no sería sino la “aplicación” del bien conocido en la naturaleza mediante el uso teórico de la razón. Por eso –siempre según esta interpretación– la ética sería subordinada a la metafísica y a la antropología; serían estas últimas las que dan al conocimiento ético sus principios.
No es este el lugar para exponer las dificultades y contradicciones inherentes a esa concepción y para mostrar que difícilmente puede apoyarse en Santo Tomás. Me limito a decir lo siguiente:
(.....)
Por detrás del contenido moral de esta autoexperiencia podemos descubrir precisamente las exigencias de una “naturaleza” que busca la realización de las potencialidades en ella contenidas, y esa sería ya una argumentación genuinamente metafísica. Podemos seguir conjeturando que detrás de la “voz de la razón” que se hace manifiesta en nosotros se encuentra en lugar de un “super yo” la “voz de Dios”, o bien, como escribió León XIII, citado en la VS, “la voz e intérprete de una razón más alta a la que nuestro espíritu y nuestra libertad deben estar sometidos” (VS 44). Con ello habríamos vuelto de lleno a la línea de Santo Tomás de Aquino, quien con las ya citadas palabras de la Encíclica (VS 43), defiende la interpretación de que “…Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no "desde fuera", mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino "desde dentro", mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación”.
Con ello se hace manifiesto que cuando hemos captado al hombre como sujeto práctico y moral y lo hemos objetualizado precisamente como tal sujeto no podemos evitar en modo alguno haber recorrido ya una parte del camino de la metafísica y de la antropología. La tesis platónico-aristotélica del primado antropológico y cognitivo de la razón, la correspondiente comprensión de la razón práctica como origen de nuestro conocimiento de “lo bueno para el hombre” y el conocimiento, a ello vinculado, de la “subjetividad de lo moral”, son ya en sí mismos, así pues, un trozo de antropología.
Por ello sería difícil determinar con exactitud dónde termina la “ética” y dónde empieza la “metafísica”. Cada una de ellas posee una autonomía que le es propia, y al mismo tiempo depende de la otra. Lo que en todo caso resulta decisivo es que para conocer “lo bueno para el hombre”, y por tanto para ser sujetos morales, no necesitamos estudiar primero metafísica y antropología. Si así fuese, la lex naturalis no tendría función alguna. Su función, en cuanto ley u ordinatio de la razón práctica, es justo la de mostrarnos originariamente “lo bueno para el hombre” y orientar a ese bien nuestras tendencias y nuestro obrar, es decir, constituirnos como sujetos prácticos y morales.
Si para ello necesitásemos primero la metafísica, eso último no sería posible en modo alguno. No es necesario enseñar a los niños pequeños qué es la “justicia”: si a partir de cierta edad –precisamente a partir del momento en que tienen “uso de razón”– no lo supiesen ellos mismos, toda enseñanza acerca de que en un caso particular “esto” o “aquello” es justo o injusto no serviría de nada, puesto que les faltaría la noción de lo justo e injusto tal y como se desarrolla de modo natural en cuanto principio de la razón práctica, por ejemplo en la regla de oro. Los principios son precisamente principios, es decir, puntos de partida –archai– que además atraviesan y dominan cuanto les sigue. Si no se dispone ya de ellos, no es posible captarlos recibiendo enseñanzas o mediante el estudio, ya que ello presupondría el recurso a algo superior, así pues a algo que precedería al principio, lo cual, como es natural, no puede existir. Quien nunca haya experimentado la atracción sexual de otra persona o la amistad, tampoco podrá entender los bienes que ahí se encierran, al igual que un ciego de nacimiento nunca aprenderá qué es un color, o un sordomudo qué es la música.
Así pues, la educación, la enseñanza, presuponen ya la subjetividad de lo moral: se dirigen siempre a personas que se entienden como sujetos morales ya antes de toda enseñanza. Y esto mismo se puede aplicar también al hombre en cuanto destinatario de una enseñanza moral revelada. Solamente podrá entender la Revelación como enseñanza moral en la medida en que él sea ya sujeto moral.
7. La potenciación de la razón, por la teología de la creación, como autonomía cognitiva y “teonomía participada”
Consecuencia esencial de la recepción tomasiana de la doctrina platónico-aristotélica del primado antropológico y cognitivo del intelecto y de la razón es el concepto de una autoridad normativa de la razón y de la racionalidad potenciada por la teología de la creación, así como un concepto específico de autonomía como autonomía cognitiva. Precisamente esta es una de las perspectivas esenciales que la Veritatis splendor nos abre. Atraviesa como un hilo conductor el segundo capítulo de la Encíclica. Autonomía como autonomía cognitiva significa, desde el punto de vista de la teología de la creación, que el hombre conoce el bien que Dios ha dispuesto para él en la medida y sólo en la medida en que distinga el bien y el mal mediante su razón natural. Esta autonomía, así pues, es en verdad “teonomía participada”: es propia posesión cognitiva de aquello que en lo relativo al hombre está en correspondencia con la sabiduría de la Providencia divina. En la “ley natural”, así, se conoce la ley eterna y, por tanto, la voluntad divina. La ley eterna se manifiesta cognitivamente y despliega su vigencia precisamente en la razón humana cuando ésta distingue el bien y el mal.
Si prescindimos por un momento de la posibilidad de enseñanza moral revelada, no cabe negar que lo que acabamos de decir equivale a sostener que en cierto modo el hombre no pueda contar más que con sus propias fuerzas. Precisamente por eso se pone de manifiesto de nuevo cómo Santo Tomás piensa con toda radicalidad la “subjetividad de lo moral”. Se trata, una vez más, de una subjetividad orientada por la racionalidad y cuya legitimidad, por tanto, está ligada a criterios de racionalidad. Pero se trata de una subjetividad que sabe que está ligada a una subjetividad superior, creadora, que no es otra que la de Dios.
Por ello, la racionalidad práctica se encuentra siempre bajo la exigencia de no fallar como racionalidad, sino de permanecer en la verdad. Aun cuando, como nos dice Aristóteles, el intelecto “siempre es recto”, el intelecto humano es el de un ser vivo constituido corporal-espiritualmente, afectado por pulsiones y pasiones y cuya voluntad puede rebelarse en uso de su libertad contra lo que se ajusta a la razón y “torcerse” hacia sí misma. Por ello, la subjetividad tiene que esforzarse por alcanzar aquella “objetividad” que al principio he llamado “verdad de la subjetividad”. Esa verdad, lo sabemos por Aristóteles, está garantizada cuando y sólo cuando las tendencias del hombre poseen la índole que llamamos “virtud moral”.
Por ello la ética del primado antropológico de la razón y de la autonomía de la razón se convierte en ética de la virtud. Santo Tomás así lo repite precisamente en el tratado de la ley: dado que el hombre es por naturaleza un ser racional, posee también la inclinación natural a actuar conforme a la razón, pero eso significa actuar conforme a la virtud, y justo a eso es a lo que nos insta la ley natural (I-II 94, 3). Ahora bien, en la Veritatis splendor no se habla mucho de las virtudes morales. La Encíclica no nos enseña que la “verdad de la subjetividad” se establece mediante la virtud moral; la perspectiva predominante en la Veritatis splendor es la de la “ley” y las “normas morales”: la orientación de la libertad humana se efectúa, según la Encíclica subraya una y otra vez, a través de la libre aceptación de la ley dada por Dios al hombre, en la que la autonomía del hombre encuentra su criterio.
Así formulado, eso sería solamente la mitad de lo que enseña la VS. La teología cristiana, dado su enraizamiento en la Revelación bíblica, está comprometida de forma obvia con la categoría de ley. Pero también la ley divina enmarcada en la tradición bíblica, y Dios como legislador, están entendidos solamente por analogía con la experiencia de la ley humana y de la legislación humana. Entender a Dios como “legislador” y el orden de su Providencia como “ley” es obviamente un antropomorfismo al que subyace la experiencia de ordenamientos humanos regulados mediante leyes, una experiencia que para el Dios de Israel se convierte en medio de enseñanza moral y testimonio de la Alianza comprensible para los hombres. También la expresión “ley natural” se debe entender en este sentido; en Santo Tomás se explica por el deseo de proporcionar a una doctrina de los principios de la razón práctica que en último término es de inspiración aristotélica un lugar en el marco de la teología cristiana, y, en conformidad con ello, formularla como “ley”, no como ley divina, sino precisamente como “ley de la naturaleza”.
Es importante ver esto, no sólo para no malinterpretar la expresión “ley natural”, sino también para comprender correctamente el concepto de autonomía. Ciertas corrientes de la teología moral postconciliar han entendido esa autonomía –a la que ellas llaman “autonomía teónoma”– de modo erróneamente antropomórfico, a saber, viendo en ella una especie de independencia, “delegación de competencias” o “concesión de poderes” por parte de Dios para establecer de normas de un modo creativo, modificable históricamente y que se debe ir revisando constantemente con arreglo a los conocimientos obtenidos por las ciencias humanas. La Veritatis splendor rechaza esa concepción, aunque no con el objeto de negarse a aceptar la autonomía humana, sino con el de interpretarla rectamente: la autonomía humana no es una especie de “competencia delegada”, sino, más bien, participación en la competencia propia de Dios, precisamente “participación en la ley eterna” misma, “teonomía participada”, y esto significa que la autonomía humana no es un “margen de libre discrecionalidad” para la creación de normas que el hombre posea frente a Dios. Antes bien, en la autonomía humana –en la autonomía cognitiva de la función de criterio o “rectora” de la razón– es precisamente donde se manifiesta la teonomía: la ley eterna, la ratio de la sabiduría divina con la que todo es dirigido hacia su fin.
Si vemos las cosas de este modo, la radical “subjetividad de lo moral” y el primado antropológico y cognitivo de la razón son restablecidos en la dimensión proporcionada por la teología de la creación. Se trata, con todo, del primado de una razón que no se sabe como origen de lo verdadero que conoce, y que por eso tiene que plantearse una y otra vez la pregunta relativa a su propia racionalidad. O, mejor dicho, el sujeto al que esta razón corresponde tiene que formularse una y otra vez esta pregunta, la vieja pregunta fundamental de la ética, de la que hemos partido, con Aristóteles, en nuestras reflexiones: si lo que nos parece bueno es en verdad bueno, si la comparecencia del bien hace que se manifieste también su verdad.
Como hemos visto, esto llevó a Aristóteles al concepto de virtud moral, a la que en su Ética Eudemia llama “órgano del intelecto” (tou nous organon) (EE VIII, 2 128a 29): la virtud es la índole del sujeto en el que la razón gobierna y es capaz de imponer sus exigencias, y ello no sólo a pesar de las inclinaciones de suyo no racionales, sino precisamente con su ayuda, puesto que están ordenadas conforme a la razón. La concepción tomasiana de la lex naturalis proporciona la teoría ética de los principios de la razón práctica que falta en Aristóteles, sin por ello destruir el modo aristotélico de entender la praxis, pues la praxis, a diferencia de la ciencia, no está dirigida a lo que es eternamente igual, sino a “lo que también puede ser de otra manera” (EN VI, 4 1140a 1), a lo contingente, condicionado por la situación y particular.
Se advierte inmediatamente que una ética de la ley de fundamentación bíblica, cuyos principios vienen dados por la ley divinamente revelada –la lex divina– y no por la razón del sujeto moral, no tiene por qué estar en contradicción con ello. Al contrario, una concepción de autonomía cognitiva participativa, tal y como la expone la VS siguiendo la doctrina transmitida por Tomás de Aquino del primado antropológico y cognitivo de la razón, más bien le presta apoyo. No en vano precisamente así la razón humana, en su calidad de imagen y semejanza de la divina, se convierte asimismo en ley, en “ley de la naturaleza”, y el hombre es entendido como un sujeto moral congruente con la ley divina. Y justamente esto protege a su vez, al mismo tiempo, a la ley divina de malas interpretaciones legalistas, moral-positivistas y nominalistas.
Así pues se hace manifiesto de nuevo que, al igual que toda instrucción y educación, también la Revelación divina de normas morales siempre se dirige a sujetos que ya están constituidos como sujetos morales. “No matarás” solamente se puede entender si las nociones de “bien”, “deber”, “justo” e “injusto” existen ya en el destinatario de ese mandamiento. La ley divina, también cuando enseña mandamientos contenidos en la ley natural, no podría ser entendida en modo alguno como indicación moral sin la previa presencia de la lex naturalis en el sujeto que es destinatario de esa Revelación.
Por ello, la Revelación moral no es un sustitutivo de la subjetividad de lo moral, sino que sólo cabe entenderla como ayuda y apoyo de esa subjetividad, como refuerzo de la “verdad de la subjetividad”. La Revelación moral se dirige a seres que son sujetos morales en virtud de la razón, pues de lo contrario no podría alcanzar su finalidad de proporcionar instrucción moral, sino que sería un mero instrumento del poder de lo superior sobre lo que por naturaleza le está subordinado.
8. Conclusiones: la autoridad última de la razón y su “salvación” por la fe
De ello se derivan dos importantes consecuencias, con las que me gustaría cerrar mis reflexiones. La primera es que la autonomía moral, entendida como autonomía cognitiva, no queda restringida por la Revelación, sino apoyada y potenciada. En cierto sentido, la Revelación y la fe son precisamente la “salvación de la razón” (Ratzinger). A la luz de la Revelación bíblica sabemos que el estado de la razón asediada por pulsiones y tendencias desordenadas es un estado de caída: por ello, Santo Tomás nos describe precisamente el estado original del primer hombre como un estado de plena posesión de las virtudes morales, en el que la razón poseía sin merma alguna la capacidad propia de su naturaleza para ordenar al hombre hacia el bien. Precisamente porque a la razón le corresponde ese cometido, así pues precisamente a causa del primado antropológico y cognitivo de la razón, una Revelación dirigida a seres racionales no es una reducción de su autonomía, sino una potenciación de la misma.
La segunda consecuencia consiste en el hecho de que la subjetividad de lo moral sigue existiendo también bajo la ley divina. Sobre todo las relaciones entre libertad y verdad, uno de los principales temas de la Veritatis splendor, solamente pueden ser entendidas como mediadas por la racionalidad. Que sólo la verdad puede hacernos libres es muy cierto, pero sólo puede hacerlo como verdad conocida, es decir, en la subjetividad de su posesión cognitiva. Querer establecer unas relaciones entre libertad y verdad que pasen por alto o desprecien la subjetividad de lo moral y el primado antropológico y cognitivo de la razón significaría precisamente no establecer esas relaciones y en vez de libertad producir servidumbre, en vez de moralidad mera conformidad a reglas. Santo Tomás expresa esto con una frase verdaderamente singular: “Quien evita el mal no porque es malo, sino porque está prohibido por Dios, no es libre, pero quien evita el mal porque es malo sí es libre” (Super Secundam Epistolam ad Corinthios. Lectura, III, lect. 3). Esto es la imagen especular de la concepción de Aristóteles según la cual sólo es virtuoso quien hace lo conforme a la virtud porque eso es virtuoso, y no porque otros así lo ordenan, al modo en que, por ejemplo, se sigue el consejo de un médico para recuperar la salud, lo cual se puede hacer con todo éxito también sin poseer el conocimiento ni las capacidades del médico (EN VI, 13 1143b 28.33). Es también plenamente congruente con la tesis asimismo defendida por Santo Tomás de que quien actúa en contra de su conciencia peca, aun cuando su conciencia esté equivocada: “una voluntad que no esté en armonía con la razón, sea ésta correcta o errónea, es siempre mala” (I-II, 19, 5, 5).
La autoridad de la razón es una realidad última, detrás de la cual no cabe ya ir. Esto significa para el hombre un derecho y una responsabilidad. Está condenado no sólo a la libertad, sino también a lo que constituye la raíz de ésta: la racionalidad, por más que no siempre seamos de la misma opinión acerca de lo racional. Pero esto no afecta tanto a los principios de la ley natural cuanto a su aplicación.
¿Es una ingenuidad, o sencillamente una exageración, afirmar que la razón nos muestra sin engaño alguno lo verdaderamente bueno? No, pues no queremos decir que al usar nuestra razón no podamos equivocarnos, sino que la razón –o, mejor, el entendimiento– no puede equivocarse, o que no puede hacerlo en la medida en que es razón. El error es siempre, de algún modo, carencia de razón, ya sea a causa de un control afectivo erróneo, a consecuencia de la ignorancia o debido a un condicionamiento cultural o a prejuicios. Por ello Santo Tomás puede decir lapidariamente: “ratio corrupta non est ratio”, al igual que una conclusión errónea no es una conclusión (In Sent. II, d. 24, 3, 3, ad 3). El objetivo de la autoilustración ética es siempre ayudar a que la razón llegue a manifestarse. La razón que de forma infalible nos hace acertar con lo verdaderamente bueno– orthos logos, recta ratio – es la razón del prudente (EN VI, 4 1140b 5), es decir, la razón a la que el desorden de las emociones no lleva al error.
En cambio, en el plano de los principios fundamentales, de los mandatos de la ley natural, existe entre los hombres un asombroso consenso: matar a un inocente, el adulterio, la mentira, el robo, la calumnia, la envidia y el odio a quienes nos rodean están considerados universalmente como malos. Lo verdaderamente interesante es que no podríamos entender esos conceptos morales sin la eficacia de la ley natural, por más que no siempre estemos de acuerdo acerca de su aplicación concreta. Es en el plano de la aplicación, y no en el de los principios, donde las disposiciones emocionales, los condicionamientos culturales y el nivel cognitivo del sujeto desempeñan un cometido decisivo y pueden llevar a la razón práctica a equivocarse. Precisamente por ello es necesario el discurso ético, que siempre es un discurso de la razón en interés de la razón.
Tampoco la fe puede eximirnos de esta “coerción a la racionalidad”, pues no sustituye al entendimiento, sino que únicamente es su potenciación, y ella misma es un acto del intelecto humano. Con todo, es un acto que a su vez se halla sometido al poder de la voluntad movida por la gracia, que es el factor que le permite dar su asentimiento a la Revelación divina, por más que lo dé en cuanto intelecto humano (cfr. II-II, 2, 9). Su subjetividad no se ve destruida por ello, sino permitida y potenciada. A su vez esto se halla en la potenciación última de la subjetividad de lo moral, la lex nova, la cual consiste sobre todo en la gracia del Espíritu Santo que actúa interiormente y en virtud de la cual el hombre, ahora en el plano de lo sobrenatural, recibe la connaturalidad interior última con el bien no sólo en su forma abstracta y reflejada, sino en su forma concreta y originaria de la triple personalidad de Dios mismo. Así, la pregunta acerca del bien conduce de vuelta a la pregunta acerca del “bueno” que es el único creador de todo el bien: “interrogarse sobre el bien significa en último término dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad” (VS 9).
Pero aquí cedo la palabra a los teólogos.
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