Introducción.- El homicidio.- El terrorismo.- La tortura.- La legítima defensa.- Los trasplantes.- La investigación científica.- El respeto a la salud. El alcoholismo y la drogadicción.- El suicidio.- La defensa de la paz: evitar la guerra.- La eutanasia.- El respeto debido a los muertos.
Introducción
Tras el nacimiento se inicia la biografía de cada persona, que se alarga en un amplio espacio vital para culminar con la muerte. La ética de la vida (Bioética) no es una ciencia negativa, ocupada sólo en condenar los errores, sino que favorece los avances técnicos en ayuda de la vida del hombre y de la mujer. Como hemos visto, la Bioética trata de protegerla desde la concepción hasta el nacimiento; pero no se limita al estadio de nacer, sino que se prolonga a lo largo de la existencia de cada uno, sin descuidar el momento de la enfermedad y de la muerte. De este modo, el triple estadio de la vida del hombre y de la mujer: nacer, vivir y morir quedan garantizados por la enseñanza de la ética cristiana.
Los temas éticos del primer estadio de la vida (nacer) quedan expuestos en el capítulo anterior. Ahora, para seguir un orden lógico, en este capítulo tratamos los temas morales que se incluyen en los dos últimos estadios de la existencia (vivir y morir). Respecto al vivir, se estudian las situaciones más comunes para la conservación de la vida. En concreto, las siguientes: el homicidio, el terrorismo, la tortura, la legítima defensa, el trasplante de órganos, la investigación científica, alcoholismo- drogadicción, el suicidio y la guerra.
Respecto al último estadio (morir), se estudian la atención y el cuidado en el momento en que el individuo desfallece y muere. Con el fin de dignificar el estado final de la existencia, se tratan los problemas éticos que plantea la enfermedad y el dolor y sobre todo se defiende el derecho a morir con dignidad, a lo que se opone la eutanasia. Finalmente, se estudia el trato debido a los muertos.
El homicidio
Homicidio es producir voluntariamente la muerte injusta del inocente. Causar voluntariamente la muerte de un inocente es siempre una injusticia, por ello es el género de muerte que prohibe, directamente, el quinto mandamiento. Si la vida es el don personal por excelencia, es lógico que nadie pueda disponer de la vida ajena. Es de admirar la contundencia con que la Biblia condena la muerte de un inocente, hasta el punto que ya el Génesis advierte que "quien vierte la sangre inocente, verá su propia sangre vertida" (Gn 9,6).
La gravedad del pecado de homicidio fue siempre recordada a los cristianos de todos los tiempos. La primera tradición condenó este tipo de crimen, al cual, junto con la idolatría, se le denominaba "pecado imperdonable". Incluso, cuando se admitía la pena de muerte, se prohibía que un particular pretendiese aplicar justicia, porque tal acto sería un homicidio. San Agustín escribió:
"El que matare al malhechor sin tener administración pública, será juzgado como homicida; y tanto más, cuanto que no temió usurpar una potestad que Dios no le había concedido" [1].
Y el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: "El quinto mandamiento condena como gravemente pecaminoso el homicidio directo y voluntario. El que mata y los que cooperan voluntariamente con él cometen un pecado que clama venganza del cielo" (CEC 2268).
El terrorismo
Cercano a la gravedad del homicidio se sitúa el terrorismo, máxime cuando va acompañado de la muerte de uno o muchos inocentes. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, "el terrorismo que amenaza, hiere y mata sin discriminación es gravemente contrario a la justicia y a la caridad" (CEC 2297).
La Conferencia Episcopal Española define el terrorismo: "El propósito de matar y destruir indistintamente hombres y bienes, mediante el uso sistemático del terror con una intención ideológica totalitaria".
Además los obispos españoles hacen constar que un elemento fundamental de la actividad terrorista es tratar de eludir el juicio moral justificándolo ideológicamente. Y añaden que el terrorismo es intrínsecamente perverso, nunca justificable, y genera una estructura de pecado que busca dos efectos directos y negativos: el miedo y el odio.
A estos graves delitos que causa el terrorismo -secuestros, heridos, muertes,-, hay que añadir otra serie de males que le acompañan: inseguridad social, amenaza a la libertad ciudadana, odio, venganza, etc. Por eso, nada hay que pueda justificar este fenómeno que cabe calificar como delito público, pues es especialmente perturbador de la convivencia social. Juan Pablo II lo condena con estas gravísimas acusaciones: "La violencia es una mentira, porque va contra la verdad de nuestra fe, la verdad de nuestra humanidad. La violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la libertad del ser humano. Este lenguaje no es ambiguo ni equívoco: la violencia es un error, es una mentira, es un engaño, es un crimen, es indigna del hombre y quienes tratan de justificarla carecen de sentido moral" [2].
En la condena y lucha contra el terrorismo se ha de practicar justicia y se ha de evitar la venganza. Es claro que la maldad intrínseca del terrorismo y las graves injusticias que puede provocar en el individuo y en la colectividad social el deseo de reprimirlo por medios ilícitos, con lo que se corre el riesgo de dar rienda suelta al sentimiento de venganza. Pero, si algo está claro en el Evangelio es el amor al enemigo, lo que invalida cualquier justificación del recurso a la fuerza vengativa para luchar contra el terrorismo. El Evangelio no deja lugar alguno para la venganza, dado que Jesús eliminó la vieja "ley del talión" (Mt 5, 38-42).
La tortura
Tortura es el uso de la fuerza física o de la violencia moral para arrancar confesiones, castigar a los culpables, intimidar a los que se oponen o satisfacer el odio.
El juicio moral sobre la tortura, históricamente, ha ido unido al tema sobre la licitud de la pena de muerte. Por eso, al ritmo en que se admitía la condena a la pena capital, también se reconocía que, en ciertas circunstancias, se justificaba la tortura. Incluso, la moral cristiana la legitimó con el fin de obtener información o de infringir un castigo.
Por el contrario, entre los autores actuales de la moral católica se da plena unanimidad en condenarla sin paliativos. El Catecismo de la Iglesia Católica emite este juicio, en el que hace historia de esta doctrina y enuncia las razones de este cambio sobre la valoración moral de la tortura: "En tiempos pasados, se recurrió de modo ordinario a prácticas crueles por parte de autoridades legítimas para mantener la ley y el orden, con frecuencia sin protesta de los pastores de la Iglesia, que incluso adoptaron, en sus propios tribunales las prescripciones del derecho romano sobre la tortura. Junto a estos hechos lamentables, la Iglesia ha enseñado siempre el deber de clemencia y misericordia; prohibió a los clérigos derramar sangre. En tiempos recientes se ha hecho evidente que estas prácticas crueles no eran ni necesarias para el orden público ni conformes a los derechos legítimos de la persona humana. Al contrario, estas prácticas conducen a las peores degradaciones. Es preciso esforzarse por su abolición, y orar por las víctimas y sus verdugos" (CEC 2298).
El recurso a la tortura para alcanzar confesiones es considerado por la moral cristiana como una grave ofensa hecha al hombre que la padece, como también enseña el Catecismo: "La tortura, que usa de violencia física o moral, para arrancar confesiones, para castigar a los culpables, intimidar a los que se oponen, satisfacer el odio, es contraria al respeto de la persona y de la dignidad humana" (CEC 2297).
La legítima defensa
Al imperativo "no matar" del quinto mandamiento no se opone la "legítima defensa", de la cual puede seguirse la muerte del injusto agresor.
El hombre no es dueño absoluto de su vida, sino que debe conservarla y defenderla. De ahí que, cuando sea atacado con peligro de su propia vida, tenga la obligación de defenderse contra el agresor. Ahora bien, en la autodefensa puede ocasionar la muerte del que injustamente le agrede.
Para que pueda hablarse la "legitimada defensa" se requieren estas condiciones:
1ª. Que el agresor intente causar un mal muy grave, por ejemplo, la muerte, heridas o mutilación importantes, la violación sexual, intento de secuestro, pérdida de bienes cuantiosos de fortuna... No se considera "agresión injusta" la calumnia, aunque comporte la pérdida de la fama.
2ª. Debe tratarse de verdadera agresión física; no son suficientes las amenazas, a no ser que se esté seguro de que tales amenazas son el preludio de la agresión. Tampoco vale la defensa de una agresión futura.
3ª. Que la agresión sea, en verdad, "injusta"; no lo es, si quien "agrede" es un miembro de la policía, por ejemplo, dado que lo hace por deber y no injustamente.
4ª. Para defenderse legítimamente no se requiere que el agresor lo haga de modo voluntario. Cabe la legítima defensa contra un loco, un borracho o un drogadicto.
5ª. La defensa es legítima si el agredido no tiene otro medio para defenderse, pero no se justifica si, por ejemplo, puede huir.
6ª. Que la reacción defensiva sea inmediata a la agresión, pues si se hace después, ya no es "defensa", sino que se convierte en venganza.
7ª. Finalmente, se requiere que no se exceda en causar daño al agresor, de forma que, si puede herirle, no debe ocasionarle la muerte. Es decir, la propia defensa debe guardar "la moderación debida". Esta última condición no es fácil de precisar, dado que el estado de miedo y nerviosismo impide hacer un juicio ecuánime de la situación.
La muerte del injusto agresor no supone una excepción al quinto mandamiento, pues el "no matarás" se entiende sólo causar voluntariamente la muerte de un inocente; es decir, condena el "homicidio".
Los trasplantes
Desde hace ya bastantes años, los avances de la medicina logran la sustitución de miembros enfermos por otros sanos. Pues bien, el deber de mantener y defender la vida personal, permite al individuo someterse a la operación de un trasplante de órgano.
Existen diversos tipos de trasplantes: Autotrasplante o implantación de tejido u órganos del mismo cuerpo del paciente. Heterotrasplante o implantación de un órgano de un cuerpo ajeno al propio. Este tipo de trasplante puede ser homólogo, o sea, de un miembro de un hombre a otro hombre y heterólogo, es decir, de un animal al hombre. También es preciso distinguir entre el trasplante de un órgano vital o de un órgano secundario del cuerpo humano. Finalmente, el trasplante puede ser entre vivos o de muerto a vivo, según que el órgano trasplantado procede de una persona aún viva o se asuma de un cadáver.
La ética admite toda esta clase de trasplantes. Sin embargo, se rechaza el trasplante de órganos de animales que puedan influir directamente en el organismo humano, como pueden ser las glándulas sexuales. También puede haber reparos en trasplantes de partes decisivas del cerebro. Para el trasplante de una persona viva se requiere que ofrezca total garantía, máxime si se trata de trasplantar un órgano vital.
La licitud de este género de operaciones ha sido confirmada desde el momento en que la medicina logró los primeros trasplantes. Pío XII se adelantó no sólo a admitir la licitud, sino que los justifica a partir de este principio: "El cadáver ya no es, en sentido propio, un sujeto de derechos..., porque se halla privado de personalidad" [3]. Perfeccionada la técnica, se multiplican los testimonios magisteriales que afirman su licitud. Por ejemplo, La Comisión Pastoral de la Conferencia Episcopal Española escribe: "Esto que decimos hoy, y que ya anteriormente otros obispos dispusieron, no es ninguna novedad en el pensamiento de la Iglesia: lo expresó ya Pío XII en el momento en que los primeros trasplantes o transfusiones se hicieron. Lo han repetido los pontífices posteriores. Muy recientemente, Juan Pablo II ha dicho que veía en ese gesto de la donación no sólo la ayuda a un paciente concreto, sino "un regalo al Señor paciente, que en su pasión se ha dado en su totalidad y ha derramado su sangre para la salvación de los hombres". Es, ciertamente, al mismo Cristo a quien toda donación se hace, ya que Él nos aseguró que "lo que hiciéramos a uno de estos mis pequeñuelos conmigo lo hacéis" (Mt 25,40). ¿Y quién más pequeñuelo que el enfermo?".
Seguidamente, los obispos de España animan a los cristianos a que faciliten el trasplante de órganos y a que vivan una cristiana solidaridad: "Cumplidas esta condiciones, no sólo no tiene la fe nada contra tal donación, sino que la Iglesia ve en ella una preciosa forma de imitar a Jesús, que dio la vida por los demás. Tal vez en ninguna otra acción se alcancen tales niveles de ejercicio de fraternidad. En ella nos acercamos al amor gratuito y eficaz que Dios siente hacia nosotros. Es un ejemplo vivo de solidaridad. Es la prueba visible de que el cuerpo de los hombres puede morir, pero que el amor que los sostiene no muere jamás" [4].
La investigación científica
La ciencia médica en buena medida avanza al ritmo en que se llevan a cabo las experiencias clínicas. A este respecto, los diversos Códigos Éticos regulan estas investigaciones con el fin de evitar algunos excesos que cabe llevar a término. Por ejemplo, la Declaración de Tokio (1975) dicta las siguientes criterios éticos: "La investigación biomédica en seres humanos no puede legítimamente realizarse a menos que la importancia de su objetivo mantenga una proporción con el riesgo inherente al individuo" (I, 4).
"Cada proyecto de investigación biomédica en seres humanos debe ser precedido por un cuidadoso estudio de los riesgos predecibles, en comparación con los beneficios posibles para el individuo o para otros individuos. La preocupación por el interés del individuo debe siempre prevalecer sobre los intereses de la ciencia y de la sociedad" (I, 6).
"Los médicos deben abstenerse de realizar proyectos de investigación en seres humanos si los riesgos inherentes son impronosticables. Deben asimismo interrumpir cualquier experimento que señale que los riesgos son mayores que los posibles beneficios" (I, 7).
"Cualquier investigación en seres humanos debe ser precedida por la información adecuada a cada voluntario de los objetivos, métodos, posibles beneficios, riesgos previsibles e incomodidades que el experimento puede implicar (...). El médico debiera entonces obtener el consentimiento voluntario y consciente del individuo, preferiblemente por escrito" (I, 9).
"En la investigación en seres humanos, jamás debe darse precedencia a los intereses de la ciencia y de la sociedad antes que al bienestar del individuo" (III, 4).
Esta normativa de la Asamblea Mundial de Tokio se repite en otros Documentos posteriores. España emitió un Real Decreto acerca de la experimentación de medicamentos [5].
En este tema se aúnan la legalidad y la moralidad. En efecto, la Teología Moral asume y en parte se ajusta a estos criterios éticos de los científicos y apenas tiene que añadir a esos principios técnicos más que el fundamento moral, el cual deriva de la peculiar concepción del hombre, como criatura hecha a imagen de Dios. Además, en ocasiones ayuda al médico a emitir un juicio ético más seguro. Ya Pío XII lo ponía de relieve: "El médico serio y competente verá con frecuencia con una especie de intuición espontánea la licitud moral de la acción que se propone y obrará según su conciencia. Pero se presentan también posibilidades de acción en que no existe esta seguridad, o tal vez él ve o cree ver con certeza lo contrario; o bien duda y oscila entre el "sí" y el "no". El "hombre" dentro del "médico", en lo que tiene de más serio y de más profundo, no se contenta con examinar desde el punto de vista médico lo que puede intentar y conseguir; quiere también ver claro en la cuestión de las posibilidades y obligaciones morales" [6].
Pero, en la medida en que los experimentos médicos siguieron otra ruta, el magisterio insistió en que debía atenderse no sólo a las posibilidades técnicas, sino que el científico también ha de considerar si se adecuan a no a los principios éticos. Para alcanzar este fin, ya Pío XII asentó tres principios que deben regular la experimentación médica: el interés de la ciencia, el bien del paciente y el beneficio que reporta para el bien común de la humanidad.
- El interés de la ciencia médica como justificación de la investigación. El Papa subraya el valor de los adelantos científicos, pero señala que el simple avance de la ciencia no es un valor absoluto, pues "la ciencia misma, igual que su investigación y su adquisición, deben asentarse en el orden de los valores". En efecto, en la escala de la salud el lugar supremo lo ocupa no el saber científico, sino el hombre, a quien la ciencia médica debe servir. Esta graduación es el aval de toda axiología (nn. 5-6).
- El bien del paciente puede justificar los nuevos métodos médicos de investigación y tratamiento. Si bien la experimentación científica ha de estar a favor de la salud del enfermo, este principio tiene también una limitación, pues "no es por sí mismo ni suficiente ni determinante". El Papa aduce aquí un principio de la antropología cristiana: el hombre no es dueño absoluto de su vida, por lo que no puede disponer a capricho de ella: "El paciente está ligado a la teleología inmanente fijada por la Naturaleza. Él posee el derecho de "uso" limitado por la finalidad natural de las facultades y de las fuerzas de su naturaleza humana. Porque es usufructuario y no propietario, no tiene poder ilimitado para poner actos de carácter anatómico o funcional" (nn. 8-10).
- El interés de la comunidad. Es decir, la aplicación de nuevas técnicas está también subordinada al bien común de la entera sociedad. En efecto, se han de valorar los bienes físicos y morales que se seguirán para el futuro de la humanidad.
Juan Pablo II insiste en que todas las experiencias médicas han de tener a la vista la dignidad de la persona humana, o sea, han de valorar la consideración del hombre como hijo de Dios [7].
El respeto de la salud. El alcoholismo y la drogadicción
El hombre y la mujer tienen la grave obligación de cuidar la salud: la vida es un don de Dios que el hombre debe agradecer y cuidar con esmero. Este deber es doble: poner los medios necesarios para recuperar la salud en caso de enfermedad y evitar los excesos que le causan algún deterioro al cuerpo o a la propia psicología.
Fuera de la comunes enfermedades que afectan al organismo y al psiquismo humanos, las causas más frecuentes que ocasionan mal a la salud son el alcoholismo y el uso de las drogas. En efecto, estos dos abusos son hoy ocasión frecuente del quebranto de la salud, especialmente entre los jóvenes.
Ya el Antiguo Testamento prevenía contra el abuso del alcohol. El Profeta Isaías advertía de los riesgos del alcoholismo: "También los sacerdotes y profetas desatinan por el licor, se ahogan en vino, divagan por causa del licor, desatinan en sus visiones, titubean en sus decisiones. Porque todas sus mesas están cubiertas de vómito asqueroso sin respetar sitio" (Is 28,7-8).
Además, el abuso del vino es origen de no pocos desencantos familiares y es ocasión de la pobreza: el Eclesiástico sentenció: "Un obrero bebedor nunca se enriquecerá" (Eccl 19,1).
El alcoholismo es un pecado grave, por cuanto daña la salud y disminuye o anula las facultades intelectuales del hombre y de la mujer. Además, cuando se adquiere el hábito, facilita el acceso a otras experiencias más graves, como es la drogadicción y constituye un riesgo para la procreación. Finalmente, el individuo puede ser responsable de los daños que provoca en el estado de embriaguez.
Más peligroso que el alcoholismo, es el uso de la droga. Consumir drogas es un pecado especialmente grave. Además de disminuir o anular las facultades psíquicas, la droga causa en el individuo verdaderos estragos físicos y psíquicos. También crea fácilmente la drogodependencia, con todas las secuelas personales, familiares y sociales que conlleva. Finalmente, la drogadicción es una de las causas que facilita contraer la enfermedad del SIDA.
El Magisterio se ha ocupado reiteradamente de este tema. Pero a la doctrina magisterial, se junta la atención pastoral. Con este fin, no pocas instituciones de la Iglesia se están dedicando pastoralmente a desarrollar diversos programas para la prevención y la recuperación de las personas afectadas por la droga. Pero, para atemperar sus efectos, se han de sumar todas las instancias sociales, incluida la legislación oportuna. Este es el objetivo que marca Juan Pablo II:
"La droga es un mal, y ante el mal no cabe concesiones. Las legislaciones, incluso parciales, además de ser por lo menos discutibles en relación a lo que debe ser una ley, no surten los efectos que se habían prefijado. Una experiencia ya común lo confirma. Prevención, represión, rehabilitación: he aquí los puntos focales de un programa que, concebido y llevado a cabo a la luz de la dignidad del hombre y apoyado en unas correctas relaciones entre los pueblos, suscita la confianza y el apoyo de la Iglesia" [8].
El suicidio
El cuidado de la salud y el respeto a la integridad corporal supone que el hombre no tiene un dominio absoluto sobre su vida: es un inteligente administrador y un libre poseedor de la misma, pero no puede disponer de ella a capricho. Así se expresa Dios en el Antiguo Testamento: "Ved ahora que yo, sólo yo soy, y no existe otro dios frente a mí. Yo doy la muerte y yo doy la vida, yo hago la herida y yo mismo la curo, y no hay quien pueda librar de mi mano (Dt 32,39). La Biblia y la Tradición es unánime en la condena de todo tipo de suicidio.
El acabar con la propia vida no es fruto de una opción valiente y decisiva de la persona, al contrario, significa una debilidad y falta de voluntad, dado que el suicida no es capaz de asumir las grandes dificultades que pueden acontecer en su existencia. Para el creyente significa además una falta de confianza en Dios. Con frecuencia, el suicidio se consuma cuando el individuo está sometido a profundas debilidades psicológicas que le impiden asumir valientemente las dificultades que entraña la vida. Además, el suicidio supone un desprecio de la propia persona y causa un grave mal a la convivencia social.
Ante el aumento del fenómeno social del suicidio, la Santa Sede emitió un documento, en el cual enjuicia las causas que lo provocan, ofrece los remedios para evitarlo, argumenta sobre su no licitud y finaliza con la condena en estos términos: "La muerte voluntaria, o sea, el suicidio, es, por consiguiente, tan inaceptable como el homicidio; semejante acción constituye, en efecto, por parte del hombre, el rechazo de la soberanía de Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es a menudo un rechazo del amor hacia sí mismo, una negación de la natural aspiración a la vida, una renuncia frente a los deberes de justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las diversas comunidades y hacia la sociedad entera, aunque a veces intervengan, como se sabe, factores psicológicos que pueden atenuar o incluso quitar la responsabilidad" [9].
La defensa de la paz: evitar la guerra
La guerra es siempre un mal. Es un profundo fracaso en la convivencia humana. Además, origina múltiples males a diversos y muy amplios niveles: desde los desórdenes individuales, hasta la ruptura de las relaciones entre las diversas naciones e incluso de las distintas culturas de la geografía mundial. Por ello, la guerra significa casi siempre la derrota del hombre y de la humanidad.
La tradición teológica expuso detalladamente las condiciones para la licitud de la guerra. Pero las circunstancias históricas y el masivo poder destructor de las armas modernas ha motivado que el Concilio Vaticano II haya limitado notablemente las condiciones de licitud, de forma que existe un consenso generalizado en negar legitimidad moral a la guerra ofensiva. Incluso la guerra, entendida como legítima defensa, está sometida a estas condiciones restrictivas:
"Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa" (GS 79).
El Catecismo de la Iglesia Católica concreta la doctrina acerca de la guerra defensiva justa en estas cuatro condiciones:
- Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
- Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces.
- Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
- Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición (CEC 2309).
Pero la superación de la guerra, en buena medida, está condicionada a una cultura de la paz. Si el cristianismo es la religión de la paz, se impone a la moral cristiana educar a las nuevas generaciones en los valores de la paz y desacreditar los posibles logros de la guerra. Como enseña Juan Pablo II: "El comienzo de la guerra marca una grave derrota del derecho internacional y de la comunicación internacional. La guerra no puede ser un medio adecuado para resolver completamente los problemas existentes entre las naciones. No lo ha sido nunca y no lo será jamás" [10]. Y, en otra ocasión, al Cuerpo Diplomático, el Papa sentenció: "La guerra es la decadencia de toda la humanidad".
La eutanasia
La vida del hombre sobre la tierra está determinada en el tiempo. El hombre y la mujer clausuran su estadio terrestre con la muerte. Al colofón de la muerte, con frecuencia, le acompaña la enfermedad y el dolor. El dolor representa una de las grandes aporías de la existencia del hombre, hasta el punto que, como enseña el Concilio Vaticano II, "la violenta protesta contra el mal es una de las causas del ateísmo moderno (GS 19).
Dado que la enfermedad y el dolor son un hecho frecuente en la vida humana, cada persona ha de saber asumir los ritmos de salud y enfermedad que se alternan a lo largo de su biografía. La imitación de Jesucristo y su invitación para seguirle en la cruz es el camino que debe guiar al cristiano cuando le sorprenda la enfermedad y con ella aparezca el dolor.
Pero es un hecho que, si en todas las épocas el dolor ha sido un enigma y una sobrecarga, parece que nuestra época -falta de fe y con una palpable pasión por el placer- está menos preparada para descubrir el sentido del sufrimiento. Así se apuesta por eliminarlo cuando la existencia propia o ajena empieza a deteriorarse. De ahí, la defensa de la "muerte dulce", tal como se entiende la eutanasia.
La Encíclica "Evangelium vitae" define así la eutanasia: "Es una acción o una omisión que, por su naturaleza y en la intención, causa la muerte con el fin de eliminar cualquier dolor" (EV 65). Y este documento magisterial concluye: "La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados". En consecuencia, para que pueda hablarse de eutanasia se requiere:
tener la intención de provocar la muerte del enfermo y que se pongan los medios adecuados para conseguirla;
aplicar los mecanismos que causen la muerte o que se omitan los medios normales y proporcionados para obtener la salud del enfermo;
que estas medidas se tomen, precisamente, para eliminar el dolor.
Cabe distinguir la "autoeutanasia", que es la que reclama el mismo paciente, bien se la aplique a sí mismo el sujeto o autorice a otra persona (incluido el médico) para que su muerte se lleve a término en las condiciones por él dispuestas.
La "heteroeutanasia" es la provocada por otro, sin la autorización del sujeto.
La "autoeutanasia" provocada es siempre un mal y un pecado grave, por cuanto el hombre se constituye en dueño absoluto de su vida, cuya pertenencia es exclusiva de Dios. La "heteroeutanasia", además de ser un pecado grave, lesiona también gravemente la justicia, dado que se dispone de la vida de otra persona.
Es claro que el hombre tiene derecho a vivir y a morir dignamente, por cuanto no todo acto decisorio sobre el último momento de la existencia terrena puede considerarse como "eutanasia". En efecto, cuando la vida está seriamente amenazada y se inicia el estado terminal, el enfermo no está obligado a emplear medios desproporcionados, aunque, al rehuir tales medios, puede adelantar el momento de su óbito. Tal situación, cuando se dan las condiciones debidas, no se considera como eutanasia, sino que en este caso entra en juego el principio ético de "morir dignamente". El derecho a morir con dignidad se fundamenta en la propia condición de la persona. Es el rechazo de la "distanasia", que así se denomina el intento de alargar la vida más de lo debido con medios extraordinarios o desproporcionados. La moral católica rechaza el "ensañamiento terapéutico" (EV 65).
Ante el riesgo de una mentalidad favorable a la eutanasia, alimentada por argumentaciones que conmueven la sensibilidad, la Iglesia -que subraya el derecho que tiene el hombre a una muerte digna- condena de continuo la eutanasia. Juan Pablo II lo hizo con esta fórmula tan solemne: "De acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario universal" (EV 65).
Esta doctrina ha de considerarse como una verdad enseñada como definitiva, que como tal debe ser profesada por el cristiano [11].
Respeto debido a los muertos
La dignidad del hombre, tal como es reconocida por la antropología cristiana, y la grandeza de la vida vivida, son las razones por las que el cristianismo mantiene el respeto al cadáver. Además, el cristianismo profesa como dogma central la resurrección de los cuerpos. Por ello, afirma que los "cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad en la fe y la esperanza de la resurrección" (CEC 2300).
De ahí la costumbre de enterrar piadosamente a los muertos, tal como se menciona ya en el libro de Tobías (Tb 1,16-18). La Iglesia interpreta este gesto como "una obra de misericordia corporal".
En cuanto a los nuevos usos de la incineración, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: "La Iglesia permite la incineración cuando con ella no se cuestiona la fe en la resurrección del cuerpo" (CEC 2301).
Si la vida concebida y aún no nacida merece el respeto máximo, es lógico que tanto el individuo como la colectividad social respeten también la vida nacida. De ahí la condena de cualquier violación de la existencia humana. Por ello no se debe "objetivar" al hombre, tratándole como a un objeto, aunque se le considere un "objeto valioso". Consecuentemente, cualquier tipo de violación de la dignidad de la persona humana ha de ser juzgado como un acto inmoral por excelencia.
Notas
[1] San Agustín, La Ciudad de Dios, I, 21. PL 41, 35.
[2] Juan Pablo II, Discurso en Irlanda (29-IX-1979), "Ecclesia" 1953 (1979) 1261-1962.
[3] Pío XII, Discurso a la Asociación Italiana de donadores de córnea (14-V-1956), "Ecclesia" 776 (1956) 6-7.
[4] Comisión Episcopal Pastoral, Exhortación sobre la donación de órganos (25-X-1984), "Ecclesia" 2195 (1984) 1331.
[5] Real Decreto 561/1993, "BOE" 13-V-1993.
[6] Pío XII, Discurso sobre los límites morales de los métodos médicos, 3 (13-IX-1952), "Ecclesia" 585 (1952) 342.
[7] Juan Pablo II, Mensaje para la jornada mundial del enfermo (11-II-1993), "Ecclesia" 2614-15 (1993) 64-65.
[8] Juan Pablo II, Discurso al VIII Congreso Mundial de las Comunidades Terapéuticas, 6 (8-IX-1984), en "DP"1984, 193..
[9] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la eutanasia, I, 3. Vaticano 27-VI-1980.
[10] Juan Pablo II, Alocución 17-I-1991, "Ecclesia" 2512 (1991) 151.
[11] Cf. Carta Apostólica Ad tuendam fidem, n. 3 y 4-2º (18-V-1998).
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