Cfr. Moral Especial, Rialp, 2003, Capítulo XV: LAS VIRTUDES (III)
El catálogo de las cuatro virtudes cardinales se cierra con la virtud de la templanza. También esta virtud supone la justicia y está informada por la prudencia, de modo que, cuando el hombre y la mujer tratan de vivir templadamente, si tal moderación conculca derechos de un tercero o no va dirigida por la prudencia, cabría hablar de rigidez moral o de conciencia estrecha, de desapego o de insensibilidad..., pero no de la virtud cristiana de la templanza. Ahora bien, la templanza no es la pura calma ni la simple pasividad, sino la armonía interior, fruto del esfuerzo por disponer rectamente el mundo pasional del hombre.
Es claro que la persona humana ha ser dueña y señora de todas sus potencias y de todos sus apetitos. Ciertamente, la fortaleza trata de ofrecerle el vigor para que actúe incluso hasta el heroísmo en las dificultades más graves por las que atraviesa; pero la vulnerabilidad del hombre es tal, que a veces no le es fácil superar ciertas circunstancias que conlleva el vivir, pues las pasiones humanas y las tentaciones de los "tres enemigos" son tantas y tan fuertes, que se expone al peligro de sucumbir.
Para evitar tales trances, es deseable precaverse con anterioridad a que esas situaciones hagan acto de presencia. Es aquí donde entra en juego la virtud de la templanza, la cual procura un uso razonable y medido de las cosas y de los placeres para evitar que las pasiones le dominen. De este modo, la fortaleza puede superar más fácilmente las situaciones desesperadas. Se trata, pues, no sólo de ser prudentes, justos y fuertes en la existencia personal y en la convivencia social, sino también y sobre todo de tener dominio de la propia concupiscencia, de hacer un uso medido y austero de lo bienes y goces que ofrece la vida y orientar tales tendencias hacia el bien integral de la persona, poniendo orden en su interior.
La virtud de la templanza
Cabe distinguir dos tipos de "templanza": la natural y la que se califica como virtud cardinal. La primera se refiere al dominio, principalmente, del gusto y del tacto (son los dos sentidos más afines con esta virtud) que impone la razón, de forma que el hombre y la mujer se guíen por la moderación y no sean esclavos de los placeres sensibles. Cabría denominarla "templanza natural", la cual debe estar presente en la vida de todas las personas, pues, de lo contrario, su conducta sería dirigida por el instinto, lo que les acercaría más o menos a la existencia de los animales [1]. El filósofo latino Cicerón definía esta templanza natural como "dominio firme y moderado, impuesto por la razón sobre la concupiscencia y demás ímpetus desordenados" [2].
Esta "templanza natural" se puede invocar y practicar por motivos bien diversos y algunos son bastantes fútiles. Es el caso, por ejemplo, de cuantos se privan del placer de comer y de beber para mantener un canon discutible de belleza, o la de quienes rehusan ciertos placeres sensibles para mantenerse "puros" en una sociedad que califican de desordenada y zoológica. Otras veces se vive la templanza a causa de algún criterio médico válido: es preciso abstenerse de ciertos placeres por motivos de salud, etc.
Por el contrario, la templanza cristiana es la virtud cardinal que orienta y modera la tendencia a los placeres sensibles para que la persona se mantenga dentro de los límites que le señala la fe.
Los verbos "orientar" y "moderar" definen, con cierto rigor, esta virtud. San Agustín la describe en estos términos: "Función propia de la templanza es reprimir y orientar los deseos que nos arrastran hacia objetos cuya consecución nos aparta de la ley de Dios y de los bienes que ella nos procura" [3].
Es de destacar, que la templanza se refiere a los placeres sensibles, o sea, que hace relación a lo que los clásicos denominaban "apetito concupiscible". Pues bien, si referida a los placeres sensibles, se destaca exclusivamente el verbo "moderar", se corre el peligro de reducir la virtud de la templanza a su aspecto negativo: entenderla como simple "moderación" y "sobriedad", siendo así que, en cuanto se califica de virtud cardinal, se entiende como dirigida más a la práctica positiva que a eliminar lo negativo. A este respecto, suele aludirse a la templanza como medio para frenar la cantidad en el placer y referido a los placeres sensibles más inmediatos, como son el comer y el beber ("es necesario comer y beber con moderación"), el placer sexual ("no hay que ser esclavo de la sexualidad") [4]. De hecho, en sentido vulgar, la "templanza" se entiende como moderación, como represión, como contención y "freno".
Pues bien, tal interpretación responde a la "templanza natural" más que a la "templanza virtud". Ésta -a pesar de que integra también este aspecto negativo- ha de entenderse sobre todo en sentido positivo. Lo que en la definición expresamos con el verbo "orientar"; es decir, es aquella disposición habitual del alma que busca la realización plena en los apetitos del cuerpo, de forma que se dispongan y se disfruten a su servicio. Estos apetitos, siendo en sí buenos, el hombre, además de dominarlos, ha de orientarlos de forma que sirvan a la totalidad de la persona. En este sentido, cabe interpretar la templanza en el mismo sentido en que san Pablo usa la imagen de "temperar" para expresar la armonía que Dios ha puesto entre los diversos miembros del cuerpo humano [5].
En resumen, lo propio y específico de la virtud cristiana de la templanza -además de refrenar los apetitos sensibles del gusto y del tacto- es alcanzar la armonía y el orden de la persona, de modo que ejerzan en ella un influjo positivo de acuerdo con la razón y la voluntad. La templanza, virtud cardinal, busca poner orden en el interior del hombre, de forma que se encuentre consigo mismo, o sea que se verifique como persona. Ambos aspectos -"moderar" y "orientar"- se recogen en la definición descriptiva de esta virtud, tal como hace el Catecismo de la Iglesia Católica en los siguientes términos:
"La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar para seguir la pasión del corazón" (CEC 1809).
Seguidamente, el Catecismo recoge los textos bíblicos más relevantes, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. En efecto, la Biblia advierte contra el riesgo de que el hombre se deje dominar por los placeres. Concretamente, el Eclesiástico sentencia: "No sigas los instintos ni tu propia fuerza para andar según las pasiones del corazón" (Si 5,2). En este mismo contexto -advertir del riesgo a que conduce una vida dominada por el placer-, da algunos consejos muy concretos:
"No vayas tras tus propias concupiscencias, refrena tus apetitos. Si consientes a tu concupiscencia, serás el hazmerreír de tus enemigos. No te regodees en muchos placeres, su consecuencia es doble miseria. No seas glotón, ni ebrio sin tener en nada en la bolsa, pues te convertirás en conspirador de tu propia vida" (Si 18,30-33; cfr. también 37, 30-34).
El Catecismo añade que la templanza "en el Nuevo Testamento es llamada `moderación´ o ´sobriedad´". Y recoge el consejo de san Pablo a Tito: debemos "vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente" (Tit 2,12).
Por su parte, san Agustín, en el texto en el cual menciona las cuatro virtudes cardinales, concreta la templanza en "la entrega de un amor entero" [6]. En este sentido, san Agustín contempla directamente el aspecto positivo de la templanza, si bien para que esa "entrega del corazón" sea completa, se precisa dominar y orientar las pasiones y los instintos.
Importancia de la templanza para la realización de la persona
La práctica de la virtud de la templanza es de especial significación y alcance por cuanto la herida del pecado original se deja sentir en las pasiones e instintos dando lugar a no pocos desórdenes morales.
En primer lugar conviene esclarecer que las pasiones, en contra del lenguaje coloquial, en sí mismas no son malas. Las pasiones son constitutivas del ser humano y, como tales, suponen una riqueza de la psicología del hombre y de la mujer. A este respecto, el Catecismo de la Iglesia Católica destaca su importancia psicológica y su influencia en el comportamiento:
"El término pasiones pertenece al patrimonio del pensamiento cristiano. Los sentimientos o pasiones designan las emociones o impulsos de la sensibilidad que inclinan a obrar o a no obrar en razón de lo que es sentido o imaginado como bueno o como malo" (CEC 1763).
Seguidamente, el Catecismo se detiene a ensalzar e ilustrar el papel que juegan en la vida del hombre y de la mujer. Las pasiones, afirma, son "componentes del psiquismo humano", que "aseguran el vínculo entre la vida sensible y la vida del espíritu" (CEC 1764). Añade que las pasiones son numerosas, pero consigna que la más fundamental de todas es el amor. Ahora bien, el amor "culmina en el placer y el gozo del bien poseído" (CEC 1765). Es así como el placer es un componente que sigue al ejercicio de la pasión, pero "las pasiones son malas si el amor es malo, buenas si es bueno" (CEC 1766).
Ahora bien, el pecado original introdujo en el hombre un desequilibrio que afecta a la relación entre la razón, la voluntad y las pasiones. Éstas pueden desestimar el recto juicio de la inteligencia y no respetar el dominio de la voluntad. En estos casos, las pasiones son ocasión del desorden y conducen al pecado. Por ello, la tradición moral y ascética cristiana advierten acerca de la importancia de dominarlas, de orientarlas y dirigirlas con el fin de evitar el mal moral. Es lo que también enseña el Catecismo:
"En sí misma las pasiones no son buenas ni malas. Sólo reciben calificación moral en la medida en que dependen de la razón y de la voluntad. Las pasiones se llaman voluntarias o porque están ordenadas por la voluntad, o porque la voluntad no se opone a ellas. Pertenece a la perfección del bien moral o humano el que las pasiones estén reguladas por la razón" (CEC 1767).
La lucha ascética para alcanzar la virtud de la templanza
Como queda ya reiteradamente consignado, la templanza consiste no sólo en el dominio y control de las pasiones, sino en la recta orientación de las mismas con el fin de adquirir el orden y la armonía en el interior de la persona, de forma que sea sí misma y con ellas enriquezca su propia interioridad.
Pero, dado que un componente de las pasiones es el placer sensible, el hombre ha de cuidar de no orientarse de modo prioritario por él. Ahora bien, esta no es una tarea fácil, dado que los placeres sensitivos que producen las pasiones son muy satisfactorios. Las formas más primarias del placer son las que originan la comida, la bebida y la vida sexual. Santo Tomás explica que los placeres en este triple ámbito de la existencia constituyen la respuesta y compensación del Creador para facilitar la doble finalidad básica del hombre y de la mujer, cual es conservar la propia vida y facilitar la continuidad de la especie. En comentario a esta doctrina tomista, Josef Pieper, escribe [7]:
"La tendencia natural hacia el placer sensible que se obtiene en la comida, en la bebida y en el deleite sexual es la forma de manifestarse y el reflejo de las fuerzas naturales más potentes que actúan en la conservación del hombre. Estas energías vitales, que se pusieron en el ser para conservar en el individuo y la especie aquella naturaleza según la cual fueron constituidos (...) dan las tres formas originales del placer. Pero precisamente porque esas potencias representan la actividad irrefrenable constitutiva de lo que es la vida, y por ir insertas como elementos en el núcleo mismo de la definición del hombre, sobrepasan también a todas las demás energías en capacidad destructora cuando se desordenan. Por ello mismo se localiza aquí la función más específica de la templanza. Abstinencia y castidad, por una parte, la falta de sobriedad en los deleites del gusto y lujuria, por otra, son las dos formas originarias de la templanza o de la ausencia de ella" [8].
Esta es la situación que afecta al hombre de todos los tiempos. La persona humana tiene que solventar con el ejercicio de la templanza el recto cumplimiento de los instintos básicos de conservación de la propia existencia y de prolongar la especie. Ellos son fuente de grandes satisfacciones y, a la vez, pueden originar profundos y graves desvíos. Por ello, asumir y orientar estos dos impulsos primarios se le presenta al ser humano como tarea para vivir la virtud de la templanza. Y de este modo, sin rehusar el disfrute de esos placeres, adquiere la dirección de su mundo pasional y se convierte en dueño de sí mismo, con lo que logra la verificación de su propia persona.
Pero, dado que la pasión fundamental es el amor, el hombre y la mujer han de encontrar en el amor a Dios el estímulo fundamental para vivir la templanza [9]. Por ello, la vida cristiana ha de desarrollarse en torno a la gracia que exige la entrega amorosa a Dios, lo cual -como es lógico- supone el dominio de las pasiones. Y, cuando se logra, en vez de ser un impedimento para el seguimiento y la imitación de Cristo, son una acicate para seguirle e imitarle. Tal es la consigna que dio Jesucristo. "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24). Y el mismo Jesús, al señalar las causas que hacen infructuosa la vida cristiana, denomina "espinas" a las pasiones desordenadas, pues tales "espinas" ("los afanes de la vida, la seducción de las riquezas y el deseo de todo lo demás"), al crecer la simiente, "sofocan y ahogan" la semilla de la fe (Mc 4,19).
La importancia de la praxis ascética para el dominio de las pasiones es destacada por san Pablo referida a sí mismo, pues afirma que castiga su cuerpo y lo domina para ser fiel al Evangelio y salvarse (1 Cor 9,24-27). Asimismo, el Apóstol alienta a Timoteo para que predique a los cristianos de Corinto esta misma ascesis (2 Tim 4,1-8).
Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica insiste en la vida ascética para dominar y orientar rectamente las pasiones:
"El comienzo de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf. 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz de las bienaventuranzas" (CEC 2015).
Por el contrario, la experiencia diaria muestra hasta qué grado de degeneración pueden llegar las personas y los diversos grupos sociales cuando se desatan los instintos y si las pasiones se viven al margen del juicio de la razón o campean sobreponiéndose al dictamen de la voluntad. En tal situación, aparecen las conductas irracionales de los individuos y de las colectividades que se corrompen hasta límites insospechados. Un ejemplo tipo de esta situación son Grecia y Roma en los albores del cristianismo, tal como es descrita por san Pablo en la carta a los Romanos (Rom 1-2). Ya Aristóteles había consignado que "el hombre, si carece de virtud, es el peor y el más salvaje de los animales, sobre todo cuando no tiene un comportamiento ético en la vida sexual y en la gula" [10].
Dar prioridad al placer es quedarse en lo más periférico de la persona y valorar lo humano en función del efecto placentero que ofrece la existencia, sin cuidar valores más altos que elevan y engrandecen la persona, es confundir lo "valioso" con lo deleitable y lo honesto con lo útil. Y como enseña santo Tomás: "Todo lo útil y lo honesto es deleitable, pero lo deleitable no siempre es útil ni honesto" [11].
Pecados contra la virtud de la templanza
Dos son los pecados más comunes contra la templanza; uno es por exceso, la intemperancia; y el otro por defecto, la insensibilidad.
1) Intemperancia. Es la falta de medida en los placeres del gusto y del tacto, desbordando el postulado de la razón y el dominio de la voluntad.
El campo en el que actúa y se manifiesta la intemperancia es lo relativo al exceso en la comida y la bebida, en el afán desordenado de poseer y en lo relativo a la vida sexual. En consecuencia, es preciso vivir la virtud de la templanza junto con las virtudes de la pobreza y de la castidad, de las cuales hemos tratado en los capítulos relativos al 6º y 7º mandamientos. Aquí añadimos sólo algunas observaciones complementarias:
a) Placeres del comer y beber . El placer de la comida y de la bebida va anexo al deber de conservar la vida y por el ello es un placer lícito por cuanto facilita el cumplimiento de esa grave obligación. El hombre disfruta del comer y beber como un don que, como enseñan los autores, deriva de esa posibilidad de los "goces del tacto", dispuesta por Dios como algo agradable y compensatorio para el hombre. Por eso, el reino de los cielos se compara a un banquete (Mt 22,1-14) y las festividades cristianas se celebran con una abundante comida y especial bebida. Lo que puede acontecer es que la concupiscencia suscite un desorden, de forma que se viva ese goce sólo a nivel instintivo, lo que hace que se traspase la razón y, como enseña Santo Tomás, tal exceso sitúa al hombre al nivel de los animales: "El vicio de gula no consiste en los alimentos precisamente, sino en la concupiscencia desordenada de ellos. Por consiguiente, si alguien comiera con exceso, no por gula, sino creyendo que lo necesita, esto hay que atribuirlo a impericia no a gula. A este vicio pertenece el acto en que uno conscientemente se extralimita en la medida a causa del placer producido por los alimentos" [12].
En cuanto a la gravedad del pecado de gula, Santo Tomás precisa su calificación moral con una cita de San Agustín: "Enseña san Agustín que "sepan que quien se excede en comida o bebida comete pequeños pecados". Pero el Aquinate añade: "En cuanto nos aparta del fin último, la gula contraría al amor de Dios, fin último amable sobre todas las cosas. Sólo en este sentido es pecado mortal" [13].
b)Placeres que ocasionan los bienes materiales. La virtud de la templanza requiere que no se absolutice el placer de poseer y el disfrute de las cosas, de forma que no se consideren como valores últimos, sino que se usen los bienes con moderación, lo cual exige el desprendimiento. Pero el desprendimiento de los bienes no supone el desprecio del bienestar material. Las cosas son buenas, por lo que poseerlas y usarlas es honesto, más aún pertenece al ejercicio del derecho de propiedad. Pero el desorden en poseerlas conduce a la "riqueza de corazón", la cual, según la enseñanza de Jesús, impide entrar en el reino de los cielos (Mt 19,23-26), y, como consecuencia, inquieta y desazona el interior del hombre (Mt 6,32-34). La causa es que embota los corazones, pues el dinero se convierte en idolatría (Col 3,5). Asimismo, la pasión de poseer y disfrutar de los bienes conduce a "divinizarlos", poniendo en ellos el corazón, por lo que hace al hombre esclavo de la riqueza (Mt 6,24), al mismo tiempo que lo vuelve insensible para compadecerse del mal ajeno (1 Tim 6,17-19). Además, en no pocos el deseo de disfrutar de los bienes fomenta la avaricia (Tit 1,7) llegando al extremo de emplear medios injustos para adquirirlos (1 Ped 5,2). Es lo que el Señor llega a denominar "dinero de iniquidad" (Lc 18,9,11) [14].
San Pablo rechaza el placer excesivo que produce la posesión de bienes con esta sentencia que resume el valor de la virtud de la templanza: "La codicia de bienes es raíz de todos los males" (1 Tim 6,10).
c) Placeres sexuales. A lo escrito sobre la castidad en el Capítulo VIII, conviene subrayar que la castidad es parte de la virtud de la templanza, tal como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: "La virtud de la castidad forma parte de la virtud cardinal de la templanza, que tiende a impregnar de racionalidad las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana" (CEC 2341).
Asimismo, es preciso advertir que para vivir la castidad es necesario también practicar el pudor, que, como también enseña el Catecismo, es parte integral de la pureza: "La pureza exige el pudor. Este es parte integrante de la templanza (...). Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas" (CEC 2521).
Los autores de Teología Moral enseñan que los pecados contra la castidad -aun siendo mortales- no son los más graves, dado que peca lo más débil del hombre, cual es la pasión sexual. No obstante, se reconoce unánimemente que estos pecados producen algunos "efectos secundarios" de especial relieve, pues ofuscan la inteligencia y embotan la voluntad para vivir las virtudes específicamente cristianas, en especial las teologales. Además, el desborde del instinto sexual es causa de grandes males personales y sociales: reduce al hombre al puro instinto como los animales, ocasiona no pocas enfermedades, es origen de graves conflictos sociales y hasta origina crímenes pasionales. Finalmente, la pasión sexual ofusca a la persona y le absorbe, impidiendo que se abra a otros horizontes más amplios y personales. La razón de tales desórdenes es descrita así por el filósofo Pieper:
"La ceguera o la sordera que produce la lujuria no provienen de una entrega a lo sensible o sexual; el pensar así sería maniqueo y anticristiano. Lo destructivo del pecado contra la castidad viene de que por ella el hombre se ha hecho parcial, se insensibiliza para percibir la totalidad de lo que realmente es. El hombre no casto quiere, pero de forma referida inmediatamente y en exclusiva a sí mismo; siempre se halla distraído por un interés ilusorio, que no es real. La obsesión de gozar, que lo tiene siempre ocupado, le impide acercarse a la realidad serenamente y le priva del auténtico conocimiento. Santo Tomás trae aquí el ejemplo del león, que al aparecer el ciervo no es capaz de ver en él más que su carácter de presa. En un corazón lujurioso ha quedado bloqueado el ángulo de visión en un determinado sentido, el mirador del alma se ha vuelto opaco, está empolvado por el interés egoísta, que no deja pasar hasta ella las emanaciones del ser" [15].
2. Insensibilidad
Es el rechazo total del placer, incluso de los placeres necesarios para la conservación del individuo o de la especie, por un afán de puritanismo o con el deseo de no mezclarse con lo que, despectivamente, se considera un mal.
Como afirma con reiteración la moral católica, los placeres sensibles, anexos al sentido del tacto en ese triple campo señalado (comida-bebida, posesión de cosas y sexualidad) están de acuerdo con la "recta razón". Por ello, sólo se puede prescindir de los mismos bien sea por razón de salud, o por un motivo honesto, como es aumentar la fuerza física o por valores más altos, tales como la mortificación (el ayuno), por voto de pobreza o por la dedicación a Dios que acontece en el celibato apostólico o en la virginidad consagrada.
Santo Tomás se detiene a analizar estas situaciones, denomina "vicio" a la insensibilidad y ofrece esta convincente argumentación: "Es vicioso todo lo que contraría al orden de la naturaleza. Es ella quien dispone las cosas de tal forma que en las operaciones necesarias a la vida del hombre se sienta placer, y es lógico que el hombre disfrute de ese placer en la medida requerida por la salud humana, tanto para la conservación del individuo como de la especie. Si alguien llegara a despreciar dicho placer hasta el extremo de desechar la parte exigida para la conservación de la naturaleza, pecaría, violando el orden de la naturaleza, cosa que pertenece al vicio de la insensibilidad" [16].
Virtudes afines
En la lucha contra las pasiones desordenadas por el pecado de origen, el hombre ha de poner en juego otra serie de virtudes que están anexas a la templanza, que derivan de ella y la acompañan. Entre las más decisivas y de frecuente práctica cabe mencionar la humildad, la modestia, la mansedumbre y la clemencia. Todas ellas atemperan el carácter y ayudan al dominio de todos los instintos que llevan al hombre y a la mujer a no guardar el equilibrio debido, conforme a su condición de seres racionales.
Humildad: Es la virtud que trata de moderar el apetito desordenado de la propia excelencia, a partir del conocimiento de su pequeñez frente a Dios, de quien ha recibido todos los dones que posee. La humildad es una virtud específicamente cristiana, imprescindible para la fe. Su vicio opuesto es la soberbia, que es el origen y la causa de todos los pecados.
Modestia: Es la virtud que inclina al hombre a comportarse en todas sus manifestaciones internas y externas dentro de los límites propios a su estado y posición social. La modestia afecta al espíritu y coincide en buena medida con la humildad. Pero la modestia hace referencia especialmente al cuerpo y al adorno del mismo.
Mansedumbre: Es la virtud que tiene por objeto moderar el carácter según la recta razón. La mansedumbre afecta a la pasión de la ira y trata de dominar el apetito irascible. Los vicios opuestos son la iracundia, la indignación desmedida, etc.
Clemencia: Es la virtud que inclina al superior a mitigar el castigo que debe imponer al súbdito culpable. La clemencia nace de la dulzura del carácter que lleva a ser comprensivo con los subordinados. El vicio opuesto es, por exceso, la crueldad y, por defecto, la lenidad o excesiva blandura.
Sentido cristiano de la mortificación
En la línea de alcanzar la virtud de la temperancia, también cobra especial relieve la mortificación, que ayuda al individuo a lograr el dominio de las pasiones, a encontrar equilibrio psíquico y construir la unidad en su persona. La mortificación incluye la abstinencia de ciertos gustos que, siendo en sí mismo lícitos, facilita que se progrese y se alcance otras etapas en la lucha ascética.
Por su parte, con la mortificación se logra también la sobriedad, la cual permite al hombre y a la mujer mantenerse en la medida de lo verdaderamente útil y conveniente, evitando los excesos que posibilitan el desborde de las pasiones.
Al mismo tiempo, el creyente, al no caer bajo la esclavitud a la que conducen los propios instintos incontrolados, adquiere, lentamente, mayor sensibilidad para los valores del espíritu. Y el logro de esta dimensión sobrenatural, a la vez que se convierte en una nueva fuerza para superar la concupiscencia, facilita también la vida sobrenatural. Por ello, vivir sobrenaturalmente es el mejor medio para dominar y orientar las pasiones. Esta es la enseñanza de san Agustín:
"Si el alma se adhiere firmemente a las cosas espirituales, el ímpetu de la pasión se cuartea y, mediante sucesivas represiones, poco a poco se extingue. Seguirlo es darle más fuerza; frenarlo no es suprimirlo, sino disminuir su poder" [17].
*****
El hombre disfruta y dispone de una gran capacidad de goce de las cosas sensibles. Esta sensibilidad es buena, dado que ha sido puesta por Dios para llevar satisfactoriamente la vida terrena. Pero los gozos del hombre no se agotan en los placeres sensibles. Existen también los placeres espirituales, que, como enseña Santo Tomás, son superiores y más ricos para la persona: "Los placeres espirituales son mayores que los corporales si los consideramos objetivamente; pero los sentidos los perciben en orden inverso. Y ésa es la causa de que afecten en grado menor al apetito sensitivo, cuyo ímpetu es moderado por la virtud moral" [18]. La solución está en que el hombre sea capaz de discernir estos dos ámbitos: que valore el sentido de los placeres sensibles, pero que, al mismo tiempo, perciba la superioridad que encierran los placeres espirituales. Aquellos pueden degradarle, éstos le perfeccionan siempre; aquellos, si se exageran, producen dolor, éstos culminan en la felicidad.
Notas
[1] Como enseña Santo Tomás, "de la templanza carecen todos los viciosos". Suma Teológica II-II, q.141, a. 1 a 2.
[2] M. T. CICERÓN, Retórica 1, c. 54.
[3] San AGUSTÍN, De las costumbres de la Iglesia Católica I, 19. PL 32, 326.
[4] "La templanza tiene por objeto los placeres de la comida y bebida y los placeres venéreos". Santo TOMÁS de AQUINO, Suma Teológica II-II, q. 141, a. 4.
[5] "Dios ordenó en todo los distintos miembros del cuerpo... (Deus temperavit corpus)". 1 Cor 12,24.
[6] San AGUSTÍN, De las costumbres de la Iglesia I, 25, 46. PL 32, 1330-1331. Cfr. el texto aludido en el Capítulo XIII, correspondiente a la nota 5, p. .
[7] Santo TOMÁS de AQUINO, Suma Teológica II-II, q. 141, a. 6.
[8] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales. Ed. Rialp. Madrid 1980, 228-229.
[9] San Agustín enseña que "a la templanza pertenece conservar al hombre íntegro e inmaculado en el orden a Dios". De las costumbres de la Iglesia Católica 15. PL 32, 1322.
[10] ARISTÓTELES, Política I, 1, 1253b.
[11] Santo TOMÁS de AQUINO, Suma Teológica II-II, q. 145, a. 3.
[12] Santo TOMÁS de AQUINO, Suma Teológica II-II, q. 148, a. 1 ad 2. En cuanto a que "iguala al hombre y al animal", cfr. q. 141, a. 8 ad 2.
[13] Santo TOMÁS de AQUINO, Suma Teológica II-II, q. 148, a. 2 ad 2.
[14] Cfr. lo dicho en el Capítulo XII, pp. .
[15] J. PIEPER, o. c., 241.
[16] Santo TOMÁS de AQUINO, Suma Teológica II-II, q. 142, a. 1.
[17] San AGUSTÍN, La música VI, 2. PL 32, 1181.
[18] Santo TOMÁS de AQUINO, Suma Teológica II-II, q. 141, a. 4 ad 4.
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