Introducción.- ¿Qué es la contemplación en la vida ordinaria?.- Necesidad de la contemplación.- Contemplación y libertad de corazón.- Contemplación y moderación en el uso de los bienes materiales.- Algunas manifestaciones concretas de desprendimiento.
Introducción
Uno de los rasgos esenciales del mensaje espiritual que Dios confió a San Josemaría Escrivá es la plena y abierta proclamación de la «contemplación en medio del mundo». Para los fieles del Opus Dei es una exigencia vocacional fuerte, hasta tal punto que la lucha para ser verdaderamente contemplativos es requisito necesario para la perseverancia [1]. Pero ciertamente, y desde el inicio de su predicación, subrayó que dirigía esa aspiración al común de los fieles laicos para que la buscasen en medio de su existencia secular, en la vida ordinaria, pues no se trata de un fenómeno extraordinario [2].
Enfocamos así la exposición del tema propuesto, dirigiéndolo a la perfección de la vida cristiana en medio de las actividades temporales, en el contexto de la "vocación universal a la santidad" que proclamó incansablemente el Fundador del Opus Dei --pionero en su predicación y precursor del Vaticano II en ese magisterio-- y que Juan Pablo II no ha dudado en señalar como la perspectiva primera en la que debe situarse el camino pastoral [3].
Para ello detengámonos en unas consideraciones acerca de la naturaleza de la contemplación propuesta, de su necesidad y requisitos en el corazón del cristiano, para destacar después, y en concreto, la necesidad del desprendimiento de los bienes materiales y de la moderación en su uso.
¿Qué es la contemplación en la vida ordinaria?
Señalemos, en primer lugar, el carácter innovador y original de Mons. Escrivá al proponer ser "almas contemplativas en medio de todos los caminos del mundo" [4]. Dada la connotación histórica de que la contemplación era un fenómeno reservado exclusivamente al estado de vida religioso, su enseñanza representó una indiscutible novedad en el ambiente teológico-espiritual de la primera mitad del siglo XX, y así se le ha reconocido [5].
La tradición teológica había considerado la contemplación como la cúspide de la vida de oración, «una amorosa, simple y permanente atención del espíritu a las cosas divinas» [6]. Así el Catecismo de la Iglesia Católica señala, entre otros aspectos, que «la contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús (...). Su mirada purifica el corazón (...). Enseña a ver todo a la luz de su verdad» [7]; igualmente explica que la oración contemplativa es «escucha de la Palabra de Dios» [8], es «silencio (...). No son discursos (...), silencio insoportable para el hombre "exterior"» [9] y, sobre todo, «es una comunión de amor» [10].
Todas esas características se encuentran también en la predicación de San Josemaría sobre la oración contemplativa [11], quien afirma con convicción y constancia, que ha de ser vivida --y no como contemplación rebajada o de segunda categoría-- a través de las realidades y actividades nobles de la existencia cristiana corriente: «hacer de nuestra vida ordinaria una continua oración» [12]; «donde quiera que estemos (...) nos encontramos en sencilla contemplación filial, en un constante diálogo con Dios. Porque todo --personas, cosas, tareas-- nos ofrece la ocasión y el tema para una continua conversación con el Señor» [13]. Se trata de una modalización existencial de la oración contemplativa, modalización peculiar que surge del carisma fundacional que recibió el 2 de octubre de 1928, que aunque pudiera parecer un ideal difícilmente alcanzable, él nunca dudó de su factibilidad [14].
Para el Fundador del Opus Dei se trata, como hemos visto, de una contemplación "filial", de un don que Dios no niega a quien se empeña seriamente en la oración: «¿Ascética? ¿Mística? No me preocupa (...): es merced de Dios (...). El Señor no te negará su asistencia» [15]. Es la precisión que recoge el Catecismo de la Iglesia Católica: «la contemplación es la oración del hijo de Dios» [16]: «es un don, una gracia» [17]. Pero presenta, necesariamente, el aspecto subjetivo de la correspondencia al don: el contemplativo «consiente en acoger el amor con el que es amado y (...) quiere responder a él amando más todavía» [18], la merced, la gracia, «no puede ser acogida más que en la humildad y en la pobreza» [19].
Así, ser contemplativos significa buscar un trato constante con Dios en todos los momentos y circunstancias de la vida (cfr 1 Cor 10,31), con el afán de amar con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas a nuestro Padre-Dios, unidos al Hijo --siendo ipse Christus, como gustaba repetir a San Josemaría: teniendo «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Fil 2,5)-- movidos por la acción del Espíritu Santo.
El alma contemplativa está atenta siempre al querer de Dios, saborea el trato con Él, lucha con constancia para no separarse de su Amor: "Nada se consigue en este mundo sin esfuerzo; sólo con un comenzar y recomenzar continuo se llega a saborear el trato con Dios, que se pierde (...) si falta en el alma la preocupación de vivir atentamente para el Señor. Para amar a Dios de verdad, hay que esforzarse constantemente en amarle" [20].
Este proceso espiritual exige, como conditio sine qua non un deseo auténtico y un esfuerzo sincero para conocer y cumplir, siempre y en todo, la Voluntad de Dios, como Jesucristo nos enseñó durante su vida en la tierra --«Ecce venio, ut faciam voluntatem tuam» (Hb 10,9)--; y, particularmente, en su oración en el huerto de Getsemaní, ante los padecimientos de su Pasión y Muerte en la Cruz: «non mea voluntas sed tua fiat!» (Lc 22,42).
Necesidad de la contemplación
Precisamente porque la contemplación no es un fenómeno extraordinario, no está reservada a unos pocos privilegiados: «Fe y hechos de fe (...). Eso es ya contemplación y es unión; ésta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante por su propia via espiritual --son infinitas--, en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera hayan caído en la cuenta» [21].
Todo el que se sabe y quiere vivir como hijo de Dios puede y debe aspirar a la contemplación que es, digámoslo de nuevo, "filial", "la oración del hijo de Dios": el Fundador del Opus Dei ha enseñado que «los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura» [22]. Es la petición que hace Juan Pablo II para todos los que quieren ser testigos de Cristo: han de ser «contemplativos de su rostro (...), con la mirada fija en el rostro del Señor» [23].
Y no debe limitarse la oración contemplativa a unos cuantos momentos concretos durante el día..., ha de abarcar toda la jornada, hasta llegar a ser una oración continua, "un constante diálogo (...), una continua conversación con el Señor". Así afirma el Catecismo: «No se hace contemplación "cuando se tiene tiempo" (...). No se puede meditar en todo momento, pero sí se puede entrar siempre en contemplación, independientemente de las condiciones de salud, trabajo o afectividad. El corazón es el lugar de la búsqueda y del encuentro, en la pobreza y en la fe» [24].
Contemplación y libertad de corazón
La última frase es una afirmación determinante: la mirada contemplativa al Señor es la unión amorosa a la Voluntad divina, hacer que el corazón busque y repose en Dios, descanse en Él [25]; para ello, debe estar desasido de todas las cosas creadas. Hay que amar al mundo apasionadamente, pero no centrar la felicidad en los bienes terrenos: éstos son sólo eso, medios, y el corazón no debe apegarse ni finalizarse en ninguna criatura, por noble que sea, pues ese afecto -desordenado- separaría del Amor, no dejaría cabida a Dios, acabaría esclavizando el corazón. El apegamiento desordenado a las criaturas procura insatisfacción, agosta la alegría y acaba envileciendo al mismo objeto querido, porque es tomado para fines egoístas y no considerado y amado como camino hacia Dios.
Como consecuencia, deseamos libremente --porque nos da la gana-- que nuestras potencias y sentidos, nuestro corazón, se libere de todo aquello que pueda suponer un obstáculo, aunque sea pequeño, al amor de Dios; porque, como dice Camino, cualquier "hilillo sutil" sería en realidad "cadena: cadena de hierro forjado" [26], si impide de alguna manera el cumplimiento amoroso de la Voluntad divina.
La libertad del corazón es soltura, señorío para vivir "como quienes nada tienen, aunque poseyéndolo todo" [27]; es la libertad y gloria de los hijos de Dios, que Cristo nos ha adquirido con su muerte en la Cruz, y que necesita el desprendimiento para alcanzarla.
La libertad de corazón es una gracia de Dios que hemos de pedir y buscar con nuestro deseo eficaz, con nuestra oración, con nuestro esfuerzo: todos los afectos, potencias y sentidos han de estar dirigidos al Señor. Cuando el corazón es puro, es fácil descubrir el quid divinum que hay detrás de las exigencias del seguimiento de Cristo; la luz de Dios ilumina la inteligencia y los requerimientos divinos resultan cada vez más entusiasmantes, cumpliéndose la promesa del Señor: «bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» [28].
Contemplación y moderación en el uso de los bienes materiales
Es Dios quien «nos ha elegido antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor» [29], y es Él quien nos mueve a ser contemplativos infundiendo su amor en nuestros corazones «por medio del Espíritu Santo» [30], que nos hace clamar «¡Abbá, Padre!» [31]. Pero, a la vez, como decía san Agustín, «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti» [32]: el Señor quiere que pongamos los medios para llegar a la santidad, que se concretan en la petición y en la lucha personal para dejar obrar al Espíritu Santo en el alma. Esta cooperación exige aborrecer el pecado y luchar contra las malas inclinaciones que proceden del «hombre viejo» [33], para evitar que los bienes creados nos aten o dificulten que nos movamos --siempre y en todo-- sólo por amor a Dios y a las almas. Cuando una persona comienza a apegarse a los bienes de la tierra, acaba poniendo en ellos su corazón, que entonces queda vacío de Dios.
El desprendimiento de los bienes y la moderación en su uso, deben abarcar e incluso tener como fuente, el desprendimiento del propio yo: el amor a la propia excelencia, el apegamiento a los personales criterios... Buscar desordenadamente la distracción, vivir con los sentidos sueltos o con la imaginación incontrolada, es ceder al egocentrismo que dificulta ver a Dios y estar pendiente de los demás. «Distraerte. --¡Necesitas distraerte!..., abriendo mucho tus ojos para que entren bien las imágenes de las cosas, o cerrándolos casi, por exigencias de tu miopía...
¡Ciérralos del todo!: ten vida interior, y verás, con color y relieve insospechados, las maravillas de un mundo mejor, de un mundo nuevo» [34]. Una persona que vive abocada hacia fuera, dominada por la curiosidad --que se manifiesta, por ejemplo, en el ansia de estar informados de todo, de no querer perderse nada, no ama al mundo apasionadamente porque no lo santifica. Esta actitud acaba conduciendo a la superficialidad, a la disipación, a la dispersión intelectual, a la dificultad para cultivar el trato con Dios, a la pérdida del afán apostólico. Quien se deja llevar por lo que atrae a los sentidos, y no busca la mortificación, pierde la sensibilidad para lo espiritual y, a la larga o a la corta, se incapacita para tener vida contemplativa.
La perfección en la vida cristiana ordinaria exige una renuncia gozosa a cuanto puede entorpecer el seguimiento de Cristo. «Cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo» [35]. Se trata de un desprendimiento real del corazón, porque «el Señor no manda que tiremos nuestra hacienda y nos apartemos del dinero. Lo que El quiere es que desterremos de nuestra alma la primacía de las riquezas, la desenfrenada codicia y fiebre de ellas, las solicitudes, las espinas de la vida, que ahogan la semilla de la verdadera Vida. [36] Las palabras del Señor son de una claridad diáfana: «No podéis servir a Dios y a las riquezas» [37]; es completamente imposible agradar a Dios si no se está dispuesto a hacer renuncias concretas --a veces costosas-- en la posesión y disfrute de los bienes materiales.
De ahí que hayamos de poner esfuerzo personal para cuidar el recogimiento de los sentidos internos y externos, buscar la limpieza de corazón, usar los bienes materiales con la templanza de quien sabe que son sólo instrumentos, vivir reciamente la sobriedad, sin admitir concesiones al ambiente, a las circunstancias, a la falsa naturalidad... Los bienes materiales son medio, pero pueden transformarse en fin, en un absoluto que reemplace a Dios, en ídolo que puede llevar a perder la cabeza: de buen servidor puede transformarse en mal amo, pueden esclavizar [38].
La enseñanza de San Josemaría fue clara: "Que ningún afecto te ate a la tierra, fuera del deseo divinísimo de dar gloria a Cristo y, por El, con El y en El, al Padre y la Espíritu Santo" [39]. Y así, "si estamos cerca de Cristo y seguimos sus pisadas, hemos de amar de todo corazón la pobreza, el desprendimiento de los bienes terrenos, las privaciones" [40].
Algunas manifestaciones concretas de desprendimiento
El desprendimiento de los bienes materiales no ha de ser algo hipotético, abstracto, o etéreo. No es vivir desprendido de lo que "no uso o no tengo". Ha de ser una realidad habitual y no sólo en situaciones heroicas. Entre otras, señalamos estas situaciones o circunstancias para vivirlo siempre y de modo adecuado:
a) En la gestión de los bienes: existe una larga tradición de pensamiento religioso --que comienza con la primera página de la Biblia-- asumiendo «que la tierra pertenece en primer lugar a Dios, quien la encomienda a toda la humanidad. Nada de lo que poseemos nos pertenece plenamente. Estamos, por así decirlo, apoderados por Dios para gestionar dinero y bienes, para hacer que éstos fructifiquen en beneficio de toda la humanidad» [41].
b) En lo grande y en lo poco: tanto en la abundancia de bienes como en la escasez, en dimensiones grandes o pequeñas, según amonestan los Salmos --«Si abundan las riquezas, no apeguéis a ellas vuestro corazón» [42]-- y sentenció Jesús tras exponer la parábola del administrador infiel: «Quien es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho; y quien es injusto en lo poco, también es injusto en lo mucho» [43].
c) Conjugando la magnificencia y la pobreza. Ha sido una característica distintiva de los santos. El Fundador del Opus Dei dio un testimonio heroico con su capacidad de acometer grandes empresas --para la gloria y el servicio de Dios-- unida al desprendimiento absoluto de los bienes materiales. Basta pensar en su generosidad y confianza en Dios al instalar o promover ingentes labores apostólicas, como en la pobreza con que se regulaba en lo relativo a su persona y que --refiriéndose a tantos momentos de su vida-- le llevaba a afirmar con gozo: «nos faltaba hasta lo necesario».
d) En la diversidad de opciones lícitas. Un cristiano que busca la santidad no se limita a preguntarse si es lícito --si se puede-- hacer esto o aquello. Lo que se debe preguntar es: "¿me acercará más a Dios disponer de esto que podría comprar, o realizar aquel plan..., o me estaré dejando llevar de lo que apetece?". Debe así guiarse por aquella respuesta de san Pablo a algunos de Corinto, que trataban de justificarse: «Todo me es lícito, pero no todo conviene. Todo me es lícito, pero no me dejaré dominar por nada» [44]. Este planteamiento, además de elevar el horizonte de la lucha a su justa dimensión --el deseo de imitar a Cristo--, muestra la necesidad de consultar y de obedecer, precisamente porque tenemos experiencia de que «el espíritu propio es mal consejero» [45], palabras escritas por Mons. Escrivá para todos los cristianos: es evidente lo fácil que resulta autoengañarse cuando se siente atracción hacia alguna cosa.
e) En situaciones nuevas por el progreso económico o científico: a medida que el desarrollo de la sociedad ofrece nuevos medios técnicos para realizar un gran número de actividades, es necesario que el espíritu de desprendimiento se encarne en manifestaciones también nuevas. En esto se reconoce un "alma de criterio", una persona que --por estar pendiente de Dios-- tiene facilidad para descubrir en situaciones nuevas lo que conviene y lo que no.
Por ejemplo, en estos últimos años, estamos siendo testigos de un enorme progreso técnico en el campo de las comunicaciones, de las fuentes de información, de las relaciones de todo tipo. Como sucede en todas las realidades creadas, para que esos instrumentos sean medio de santificación y de apostolado, han de utilizarse de modo ordenado al fin último, es decir mediante el ejercicio específico de diferentes virtudes como la prudencia, la templanza, el aprovechamiento del tiempo, el dominio de la curiosidad. Esto es aún más necesario, concretamente, en el terreno de las comunicaciones por internet, donde en medio del trigo abundante y bueno, no raramente el diablo siembra la cizaña de mucha basura moral. Navegar sin rumbo por la red, buscando informaciones más o menos necesarias, es ya ponerse en peligro de entrar en aguas sucias o, por lo menos, constituye una pérdida de tiempo y una disipación de los sentidos.
San Josemaría Escrivá, a quien Dios concedió una gran capacidad pedagógica, acuñó enseñanzas de gran hondura teológica, ascética y jurídica que --en breves frases llenas de sabiduría sobrenatural y humana-- serán perennemente válidas para el desprendimiento concreto, práctico y real del que busca la santidad en la vida ordinaria. Recordemos la siguiente: «Vamos a concretar algunas señales de la verdadera pobreza en nuestra Obra: a) no tener ninguna cosa como propia; b) no tener cosa alguna superflua; c) no quejarse cuando falta lo necesario; d) cuando se trata de elegir, escoger lo más pobre, lo menos simpático; e) no maltratar nada de nuestro uso (...); f) aprovechar el tiempo» [46]. El espíritu de desprendimiento, indispensable para ser contemplativos en medio del mundo, se debe percibir en el tono de vida, en el desasimiento de los instrumentos de trabajo, la sobriedad y rectitud en el uso de las cosas materiales, en el modo de descansar..., en el contentarse «con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente» [47].
No hay que caer en la casuística: la cuestión se zanja en el santuario de la propia conciencia cuando presentamos rendidamente al Señor la entrega de todos nuestros gustos, con la petición de que nos llene de su amor y no permita que el atractivo de las cosas de esta tierra nos aburguese el alma y enfríe el trato de hijos de Dios. Es sumamente aleccionadora la confesión que hace san Pablo: «He aprendido a contentarme con lo que tengo: he aprendido a vivir en la pobreza, he aprendido a vivir en la abundancia, estoy acostumbrado a todo en todo lugar, a la hartura y a la escasez, a la riqueza y a la pobreza. Todo lo puedo en aquel que me conforta» [48].
Esa entrega y confianza en Dios --contemplación-- es lógico que cueste y que, de modo particular, se experimente resistencia interior cuando se trate del desprendimiento de un quehacer intelectual --recordar que «el saber hincha, pero la caridad edifica» [49]-- o del simple apego a la propia capacidad de acción y trabajo: con ocasión del inicio del nuevo milenio, el Romano Pontífice nos ha recordado que todo nuestro empeño de cristianos ha de estar «fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del "hacer por hacer". Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: "Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria" (Lc 10,41-42)» [50]. El Señor no nos pide que hagamos cada día más cosas. Lo que Él quiere es que transformemos en oración nuestras tareas y quehaceres ordinarios.
Para quienes viven en medio de los afanes del mundo, San Josemaría no dudó en afirmar: «Nuestra condición de hijos de Dios nos llevará --insisto-- a tener espíritu contemplativo en medio de todas las actividades humanas (...), haciendo realidad este programa: cuanto más dentro del mundo estemos, tanto más hemos de ser de Dios» [51]. Para ello es indispensable la libertad del corazón, el desprendimiento efectivo de todo lo de "el mundo", la rectitud de intención en todo lo que se usa y hace para vivir así, de hecho, este desarrollo de aquel programa: «No somos mundanos, pero hemos de amar el mundo, queremos estar en él. Ni separamos tampoco la contemplación de la acción: contemplo porque trabajo, y trabajo porque contemplo. Nuestra vida interior infunde así en nuestra tarea fuerzas nuevas: la hace más perfecta, más noble, más digna, más amable. No nos aleja de nuestras ocupaciones temporales, sino que nos lleva a vivirlas mejor» [52].
Notas
[1] Se trata de un aspecto del espíritu del Opus Dei, tan básico, que su Fundador escribió, p. ej.: "No podemos perseverar en la vocación si no somos contemplativos, si no convertimos nuestra vida en Amor" (Instrucción, 8.XII.1941; "Almas contemplativas en medio del mundo: eso son los hijos míos en el Opus Dei, eso habréis de ser siempre para asegurar vuestra perseverancia, vuestra fidelidad a la vocación recibida" (Carta 11.III.1940, n. 15). Las citas de textos inéditos, como Instrucciones y Cartas, que referimos en este artículo, están tomadas del estudio "Contemplativos en medio del mundo", de Manuel Belda, en "Romana" 27(1998), pp. 326 y ss.
[2] Expresiones que utilizaba o similares: "la contemplación no es cosa de privilegiados" (Palabras en una reunión familiar, 30.X.64; Archivo General de la Prelatura, AGP, p. 01 VII/67, p. 7). "No me refiero a situaciones extraordinarias (...), sino a un modo extraordinario de vivir cristianamente" (Homilía Hacia la santidad, 26.XI.67, en Amigos de Dios, nn. 307 y 312. "Ha de ser en la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante por su propia via espiritual -son infinitas- en medio de los afanes del mundo" (Ibid. n. 308).
[3] Cfr Juan Pablo II, Litt. apost. Novo millennio ineunte, 6.I.2001, n. 30.
[4] Carta, 24-III-1930, nº 17.
[5] En el Decreto pontificio sobre la heroicidad de sus virtudes (vid. Romana 6 1990/1, 23) se afirma: "Ya desde el final de los años veinte, Josemaría Escrivá auténtico pionero de la sólida 'unidad de vida cristiana', sintió la necesidad de llevar la plenitud de la contemplación a todos los caminos de la tierra».
[6] San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, VI,3.
[7] CEC, 2715.
[8] CEC, 2716.
[9] CEC, 2717.
[10] CEC, 2719.
[11] En su homilía Hacia la santidad indica claramente que el itinerario de la vida de oración desemboca necesariamente en la oración contemplativa, que es esencialmente "un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio" (en Amigos de Dios, nº 296), donde "el corazón (...) se entretiene amorosamente con el Padre, y con el Hijo y con el Espíritu Santo" (nº 306), en una situación donde "sobran las palabras (...). No se discurre, ¡se mira!" (nº 307), y en la que el alma "se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas" (nº 307).
[12] Carta, 24-III-1930, nº 17.
[13] Carta, 11-III-1940, nº 15.
[14] Cfr el estudio detallado de M. Belda, Contemplativos en medio del mundo, Romana 27 (1998) p. 339.
[15] Amigos de Dios, nº 308.
[16] CEC, 2712.
[17] CEC, 2713.
[18] CEC, 2712.
[19] CEC, 2713.
[20] S. Josemaría Escrivá, en una reunión familiar, el 18.V.72; citado en "Memoria del Beato Josemaría Escrivá", Mons. Javier Echevarría, Rialp, 2000. p. 265.
[21] Amigos de Dios, nº 308.
[22] Forja, nº 738.
[23] Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, nº 16.
[24] CEC, 2710.
[25] «Nos hiciste Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (San Agustín, Confesiones, 1,1,1).
[26] Camino, nº 170; cfr. Forja, n. 486.
[27] 2 Cor.6.10.
[28] Mt 5,8.
[29] Ef 1,4.
[30] Rom 5,5.
[31] Rom 8,15.
[32] Sermo 169, 13.
[33] Rom 6,6.
[34] Camino, nº 283.
[35] Lc 14,33.
[36] Cfr Clemente de Alejandría, Quis dives salvetur?, XI.
[37] Lc 16,13.
[38] Cfr Declaración de la Conferencia Episcopal Francesa, 11-VI-2000, nº 2.
[39] Camino, n.786.
[40] Forja, n. 997.
[41] Cfr Declaración de la Conferencia Episcopal Francesa, 11-VI-2000, nº 1.
[42] Sal 6,11.
[43] Lc 16,10.
[44] 1 Cor 6,12.
[45] Camino, nº 59.
[46] Citado por Mons. Javier Echevarría en "Memoria del ...", Rialp, 2000, p. 319
[47] Camino, nº 631.
[48] Fil 4,11-13.
[49] 1 Cor 8,13.
[50] Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, nº 15.
[51] Forja, nº 740.
[52] San Josemaría, en reunión familiar 30.X.64; en AGP, P01 VII/67, p.9
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